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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Dinah Dinwiddie

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Trampa a un caballero, n.º 106 - junio 2016

Título original: The Devil Takes a Bride

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8145-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los editores

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

En Trampa a un caballero, Julia London nos muestra que no hace falta ser perfectos para formar una pareja perfecta y nos descubre nuevos caminos para obtener la felicidad.

Nuestra heroína es una mujer compasiva y sincera, pero para salvar a su familia de la ruina tiende una trampa a un noble, y esa trampa posiblemente sea la salvación de nuestro héroe. El dolor y la soledad del conde de Merryton quizá puedan mitigarse gracias a una mujer que le acepta tal y como es y que está dispuesta a hacer realidad las fantasías sexuales de su marido.

Julia London ha creado unos personajes muy elaborados; una absorbente historia en la que nos va describiendo con su desinhibida prosa como el deseo y la atracción física se convierten en algo más profundo.

Un relato tierno y sensual, lleno de humor y encanto, que queremos recomendar a todos nuestros lectores.

Feliz lectura

Los editores

 

 

Para Nitty, quien ha hecho mi vida inmesurablemente fácil

Prólogo

 

Otoño de 1810

 

Al final de la temporada de caza, antes de que llegara el invierno, el conde de Clarendon decidió agasajar a las familias de la alta aristocracia que ya habían regresado a la capital. Para ello, organizó una soirée en su residencia de Londres y envió las codiciadas invitaciones sin olvidarse de sus mejores amigos, que eran de títulos nobiliarios augustos y contactos sociales impecables.

Entre los invitados estaban el conde de Beckington y su esposa, así como su hijo, Augustine Deveraux, lord Sommerfield, y sus dos hijastras mayores, las señoritas Honor y Grace Cabot. Pero no invitó a las menores, Prudence y Mercy Cabot, lo cual causó un pequeño drama en la mansión londinense de los Beckington.

Mercy Cabot, la más joven, juró que se iría de polizón en un buque mercante y que se marcharía tan lejos como fuera posible. Prudence Cabot, que era tres años mayor y acababa de cumplir los dieciséis, afirmó que, si la tenían en tan poco valor como para excluirla de una fiesta, iría a Covent Garden sin carabina y vendería su cuerpo y su alma al primer hombre que le ofreciera una guinea.

–¿Cómo? –preguntó la veinteañera Grace cuando Prudence anunció sus intenciones–. ¿Es que te has vuelto loca? ¿Te venderías por una simple guinea?

Prudence alzó la barbilla en un gesto orgulloso y contestó, lanzándole una mirada de desafío:

–Sí.

–Querida hermana, deberías ser más ambiciosa. No te vendas por menos de una corona. ¿Qué pensaría la gente si te pones un precio tan bajo? –replicó con ironía–. Seguro que tu cuerpo y tu alma valen más de una guinea.

–¡Mamá! –exclamó Prudence en tono de protesta–. ¿Vas a permitir que se ría de mí?

Lady Beckington no le hizo caso, y Prudence lo encontró tan ofensivo que huyó a toda prisa de la habitación y descargó su ira en las puertas de la casa, que fue cerrando de golpe.

Sin embargo, las hermanas Cabot se llevaban muy bien y, cuando llegó la noche de la soirée, Prudence olvidó el agravio y se entusiasmó con la ropa de Honor y Grace. A fin de cuentas eran dos de las damas más elegantes de la ciudad. Y lo eran porque su padrastro, un hombre ciertamente generoso, las mimaba con las mejores telas y las mejores modistas que se podían conseguir.

Honor, que a sus veintiún años era la mayor de las cuatro, optó por un vestido de color azul que combinaba a la perfección con su cabello negro y sus ojos, también azules. Grace eligió una prenda de color dorado oscuro, con filigranas de plata, que enfatizaba su rubio cabello y sus ojos entre marrones y verdes.

Pero su hermanastro las miró con horror cuando bajaron al vestíbulo.

–No pensaréis salir así, ¿verdad?

–¿Así? ¿Cómo? –preguntó Honor.

Augustine, que las iba a acompañar a la fiesta porque el conde estaba enfermo, se ruborizó y apartó la mirada de sus impresionantes escotes.

–Así… –insistió, incómodo.

Honor era perfectamente consciente del motivo de su incomodidad, pero se hizo la tonta y preguntó:

–¿Es por nuestro pelo?

–No.

–¿Por el colorete quizá?

–No, no es por el colorete…

–Será por las perlas –intervino Grace, que guiñó un ojo a su hermana.

Augustine se puso rojo como un tomate.

–¡Lo sabéis de sobra! ¡Vuestros vestidos enseñan demasiado!

–Es la moda de París… –alegó Grace mientras se ponía una capa.

–Me extraña que en París quede moda, teniendo en cuenta que todos los modelos parisinos acaban en vuestras habitaciones –observó Augustine–. Además, ¿cómo es posible que estéis tan bien informadas de lo que pasa en ese lugar? Os recuerdo que estamos en guerra con los franceses.

–Los hombres estáis en guerra. Los hombres, no las mujeres –puntualizó Grace–. ¿Es que no quieres que estemos elegantes?

–Sí, claro, pero…

–Entonces, no hay más que hablar –lo interrumpió Honor, que lo tomó del brazo con una sonrisa–. ¿Nos vamos?

Como de costumbre, Augustine se rindió a la energía y el encanto de sus hermanastras. Se apretó el chaleco para disimular su prominente estómago y, a continuación, tras protestar otra vez por la amplitud de sus escotes, olvidó el asunto y se fue con ellas.

 

 

El gran salón de los Clarendon estaba tan abarrotado de gente que casi no se podía caminar. Pero, a pesar de ello, todos los ojos se clavaron en las hermanas Cabot.

–No puedo afirmar que me extrañe en exceso –dijo la señorita Tamryn Collins–, pero todos los caballeros se han quedado en trance al veros a Honor y a ti.

–Permíteme que lo dude –dijo Grace a su amiga–. Los únicos que nos miran son los que han recibido presiones de sus familias para que nos cortejen y, llegado el momento, nos ofrezcan el matrimonio. Saben que nuestro padrastro nos daría una buena dote, y quieren echar mano a su dinero.

–Subestimas el poder de un escote atrevido… –ironizó Tamryn.

Grace rio y pensó que Tamryn tenía razón. Al igual que Honor, quien solo le sacaba un año, hacía todo lo posible por no caer en las redes del matrimonio. Se suponía que iban a las fiestas para encontrar marido, pero las dos habían descubierto que preferían seguir solteras y disfrutar de los halagos y atenciones de los hombres.

Además, todo el mundo sabía que las sensuales hermanas Cabot eran partido excelente para cualquier caballero, lo cual aumentaba su atractivo. Tenían la ventaja de la belleza y la virtud de estar respaldadas por la fortuna del conde de Beckington.

–Oh, no… –dijo Honor de repente–. Grace, tienes que hacer algo.

–¿Qué ocurre? –preguntó Tamryn.

–¡Es el señor Jett! Y viene hacia nosotras…

–Hacia ti, querrás decir –puntualizó Grace, que se giró hacia su amiga–. Será mejor que nos marchemos, Tamryn. De lo contrario, nos veremos atrapadas en una conversación aburrida durante el resto de la noche… Que te diviertas, Honor.

–¡Grace! ¡Vuelve!

Grace y Tamryn se fueron entre risitas, dejándola a solas con el intenso y ardiente interés del señor Jett. Al cabo de unos minutos, Tamryn se alejó para hablar con una amiga y, mientras tanto, Grace se dedicó a bailar con varios hombres.

Todo iba bien hasta que el señor Redmond, a quien odiaba con toda su alma, le lanzó una mirada lasciva y se dirigió hacia ella. Pero, por suerte, lord Amherst apareció de repente y salvó la situación.

–Baile conmigo –dijo con rapidez–. Solo pretendo salvarla de Redmond.

–Es usted mi héroe.

Lord Amherst la tomó de la mano, y empezaron a bailar. Grace le estaba agradecida por lo que había hecho, pero sobre todo estaba encantada de disfrutar de su compañía. Al fin y al cabo, el vizconde era un hombre tan guapo como divertido; un hombre fascinante que, fiel a su reputación de mujeriego, se dedicaba a fascinar a todas las mujeres con su coqueteo audaz y sus sugerentes indirectas.

–La he estado buscando toda la noche –le confesó él–. Pero hay tanta gente que no la encontraba…

–¿Y por qué me buscaba? No me diga que no encontraba damas con quienes bailar.

–No me tome el pelo, señorita Cabot. Sabe perfectamente que, en esta sala, no hay ninguna mujer que esté a su altura.

–¿Ninguna? ¿Ni una sola? –preguntó mientras giraba con él.

–Ni una sola –respondió, guiñándole un ojo.

–Milord, es usted el rey de los cumplidos.

–Creo que tengo excusa. Una mujer tan hermosa y de tanto carácter merece que la halaguen constantemente.

Grace rio.

–Sea sincero conmigo, por favor. Admita que le ha dedicado esa misma frase a todas las mujeres que están en la fiesta.

–Me ofende, señorita Cabot –replicó–. No se lo he dicho a todas. Solo se lo he dicho a las más bellas.

Grace soltó una carcajada y, justo entonces, él clavó la vista en un punto situado a la espalda de ella y frunció el ceño.

Cuando volvieron a girar, Grace vio a la persona que había llamado su atención. Era el hermano de Amherst, lord Merryton. Y se quedó tan sorprendida como su acompañante, porque el serio y un tanto sombrío Merryton no asistía nunca a ese tipo de actos.

–No parece que su hermano se esté divirtiendo mucho…

–No –dijo Amherst–. No le gustan las fiestas.

–¿Que no le gustan? –Grace volvió a reír–. ¿Y qué otra cosa se puede hacer en Londres cuando no para de llover durante días?

–Eso me pregunto yo. Pero mi hermano desaprueba las celebraciones en general y los bailes en particular. Le parecen inútiles.

La respuesta de Amherst aumentó la curiosidad de Grace, que se rindió al deseo de volver a mirar al extraño conde de Merryton.

–No encontrará respuestas en la cara de mi hermano, señorita Cabot. Es un especialista en ocultar sus sentimientos. Cree fervientemente en el decoro.

Grace sonrió.

–A diferencia de usted, milord.

–En efecto. Y, hablando de falta de decoro, me siento en la necesidad de confesarle al mundo lo mucho que aprecio a la más hermosa de las hermanas Cabot. De hecho, creo que lo voy a hacer en sentido literal y a viva voz.

Grace rio de nuevo y se olvidó de Merryton. El mundo era un lugar maravilloso, lleno de caballeros con los que charlar, bailar y coquetear.

Y no volvió a pensar en él hasta dieciocho meses después, cuando su suerte cambió para mal y la vida le ofreció un regalo dudoso: descubrir que lord Merryton era un hombre verdaderamente desagradable.

Capítulo 1

 

Primavera de 1812

 

Las hermanas Franklin regentaban un pequeño local de Bath. Eran una viuda y una solterona que servían té y bollería recién hecha a los vecinos y visitantes de la localidad inglesa. Conocían a casi todo el mundo, y abrían sus puertas todos los días del año, sin falta. Pero también eran muy beatas, así que todos los días, a las seis de la tarde, cerraban la tetería y se iban a la iglesia.

La puntualidad de su fervor religioso llegaba a tal extremo que el sacerdote se fijaba en ellas cada vez que tenía que poner los relojes en hora. Y, terminada la misa, las hermanas Franklin regresaban a su establecimiento, se preparaban un té y subían a su casa, que estaba en la planta superior.

Solo cambiaban de rutina en ocasiones excepcionales; por ejemplo, cuando cantaba un coro en la iglesia. Entonces, el reverendo Cumberhill las acompañaba a su domicilio y ellas le ponían un chorrito de brandy en el té.

Grace conocía las costumbres de las hermanas Franklin porque su amiga Diana Mortimer, que vivía cerca de la tetería, la había informado al respecto. Y también fue ella quien le dijo que una famosa soprano rusa iba a cantar en la iglesia.

–Goza del favor del príncipe de Gales –le comentó–. Y, si goza de su favor, es obvio que no habrá ni un banco vacío.

En cuanto Grace lo supo, pensó que era la ocasión perfecta para echar el lazo a lord Amherst. Trazó un plan y se dispuso a ejecutarlo la noche de la soprano, sin saber que las cosas se torcerían por culpa de las hermanas Franklin, que faltarían a su puntualidad en el momento más inoportuno.

Grace estaba muy orgullosa de su plan. Tras enterarse de que Amherst iba a viajar a Bath para disfrutar de sus famosos baños, se le adelantó y se presentó allí con intención de hablar con él y mostrarse cariñosa sin llegar a ser demasiado atrevida. No parecía difícil. Al fin y al cabo contaba con la experiencia de varios años de actos sociales en las mejores casas de la capital británica, y sabía cómo atraer a un hombre.

Sin embargo, Amherst la sorprendió. A pesar de su fama de vividor y mujeriego; a pesar de haberse mostrado interesado en ella en multitud de ocasiones, Grace no consiguió que le concediera una reunión en privado.

Su negativa la dejó desconcertada. Estaba tan segura de que accedería a verla que, cuando llegó a Bath, buscó la forma de verse a solas con él sin que nadie se diera cuenta. Ni siquiera había considerado la posibilidad de que la rechazara. Era el mismo hombre que le había susurrado palabras de amor en la fiesta de los Vickers; el mismo que la había toqueteado mientras paseaban por Royal Crescent.

Y ahora, asombrosamente, se negaba a verla en privado.

Al principio, Grace pensó que quizá desconfiaba de ella y de sus motivos; pero descartó la idea porque, habiendo crecido con tres hermanas y un hermanastro, se había vuelto especialista en ardides y confabulaciones. Solo había una explicación posible: que no había sido suficientemente convincente.

¿Qué podía hacer?

La respuesta llegó una noche, mientras pensaba en la intimidad de la habitación que le había ofrecido Beatrice Brumley, una de las primas de su madre. Nadie se podía resistir a un buen secreto. Ni siquiera Amherst.

Al día siguiente envió una nota a su casa donde afirmaba que tenía algo que contarle, algo de suma importancia que nadie más debía oír. Y él picó el anzuelo. Cambió de actitud y se mostró dispuesto a verla.

Grace no estaba tan obsesionada con Amherst porque quisiera seducirlo, sino por un asunto menos romántico. La reciente muerte de su padrastro, el conde de Beckington, había dejado a su madre y sus hermanas en un trance de lo más difícil. Carecían de fortuna propia, y ahora dependían enteramente de los caprichos o la generosidad del nuevo conde y señor de la casa, Augustine.

Por desgracia, el problema se había complicado por la situación de lady Beckington. La madre de Grace se estaba volviendo loca y, si la gente se llegaba a enterar, no habría ningún caballero que quisiera casarse con ninguna de las hermanas Cabot. Solo serían cuatro pobretonas con una enfermedad mental en la familia.

Honor y Grace lo sabían de sobra, y estaban particularmente preocupadas por sus hermanas pequeñas, a las que aún no las habían presentado en sociedad. Tenían que hacer algo. Debían encontrar la forma de evitarles y evitarse a sí mismas un desastre.

Grace era consciente de que Honor no aprobaba lo que iba a hacer. Era moralmente reprobable desde cualquier punto de vista. Pero también era lo único que se le ocurría: casarse con Amherst antes de que el estado de lady Beckington fuera de dominio público.

Y, por fin, llegó el momento de actuar.

La tetería cerró a las seis en punto, cuando la gente se empezaba a congregar delante de la iglesia para oír a la soprano rusa. Grace sabía que las hermanas Franklin estarían fuera hasta después del acto y, cuando se marcharon, se acercó subrepticiamente a la puerta para asegurarse de que no habían echado la llave. Nunca la echaban. Al fin y al cabo, la iglesia estaba a pocos metros de su establecimiento.

Tras comprobarlo, se mezcló con la multitud y se limitó a disfrutar del espectáculo. Pero, justo antes de que terminara, lanzó una mirada a Amherst. Era la señal que habían acordado.

Grace se levantó y salió del edificio a toda prisa, a sabiendas de que Amherst la seguiría y de que, momentos después, sin que él lo supiera, las hermanas Franklin y el reverendo Cumberhill harían el mismo camino.

Había empezado a llover, y eso la preocupó. Su plan estaba calculado al segundo, con tanta exactitud que cualquier retraso o adelanto podía tener consecuencias desastrosas. Pero solo podía seguir adelante, de modo que, al llegar a la tetería, se quitó la capucha y echó un vistazo a su alrededor.

La plaza estaba vacía.

Giró el pomo, entró en el local y respiró hondo, intentando tranquilizarse. Sin embargo, su nerviosismo aumentó un poco más al reparar en un detalle imprevisto: no había luz, y las brasas del hogar eran tan tenues que no veía ni sus propias manos.

Por fortuna, había visitado tantas veces la tetería que recordaba la distribución de los muebles. Sabía que había dos mesas junto a la puerta, y que el mostrador estaba a la derecha de la entrada. Algo más tranquila, se quitó la capa, se arregló el pelo con manos temblorosas y esperó pacientemente.

Minutos más tarde oyó pasos en el exterior. Tenía que ser Amherst, y Grace sintió pánico cuando la víctima de sus maquinaciones se detuvo ante la puerta y dudó como si se estuviera arrepintiendo de haber ido. Pero fue una duda breve. Entró enseguida y echó un vistazo cauteloso al interior del oscuro local.

–Estoy aquí –dijo ella, con un hilo de voz.

Para entonces, Grace estaba tan asustada que se le echó encima y le pasó los brazos alrededor del cuello. Él se quedó helado, sorprendido por su actitud. Y un segundo después, sin saber cómo, ella encontró su boca en la oscuridad.

Grace pensó que sus labios eran más dulces y cálidos de lo que habría imaginado nunca. Y luego dejó de pensar, porque él respondió con una pasión desenfrenada que tampoco estaba en el plan original. De repente, se sentía como si la sangre le hirviera en las venas. Se sentía extraña y profundamente libre. Había perdido todo su sentido del decoro, y se apretó contra su duro cuerpo sin preocuparse por el efecto que pudiera tener en su reputación.

Tras unos instantes de besos silenciosos, él le puso las manos en el talle, la alzó en vilo y la sentó en el mostrador, tirando una de las sillas en el proceso. Grace soltó un grito ahogado, pero se dejó llevar por sus atenciones. Besaba tan bien que no se podía resistir. Le lamía los labios, se los mordisqueaba, invadía su boca con la lengua.

Era lo más excitante que había experimentado en su vida. Tenía tanto calor que ya no soportaba la ropa, y cada segundo de caricias aumentaba su humedad y adormecía un poco más su ya hechizada razón.

Luego, las cosas se empezaron a torcer. Él llevó la boca a su escote y las manos a la tela que cubría sus senos. Grace se asustó y se dijo que habían ido demasiado lejos, que no quería que los descubrieran haciendo el amor, sino solo en mitad de un abrazo romántico. Pero era incapaz de detenerlo y, peor aún, incapaz de refrenarse.

¿Dónde se habían metido las hermanas Franklin?

Si hubiera podido, si hubiera encontrado un simple hilo de voz, habría protestado. O, más bien, si hubiera querido encontrarlo, porque sentía tanto placer que prefirió cerrar los ojos, echar la cabeza hacia atrás y limitarse a disfrutar del momento.

Estaba completamente abrumada. Lejos de contentarse con los besos, él le metió una mano bajo las faldas y, tras posarla en uno de sus muslos, empezó a subir poco a poco. Después, inclinó la cabeza sobre los pechos de Grace y le mordió un pezón por encima de la tela, volviéndola loca de placer. Pero ni eso era suficiente. Los dos querían más.

Al cabo de unos segundos, él tiró con fuerza del vestido y liberó uno de sus senos, que empezó a succionar. Grace gimió sin reconocerse a sí misma y alzó una pierna para facilitarle el acceso a sus sensibles pliegues.

–No estaba segura de que viniera, milord… –acertó a decir, en un susurro.

Él no dijo nada. Llevó la boca a su otro seno y apretó su erección contra el sexo de Grace, que se alarmó y excitó más al mismo tiempo. Era la primera vez que sentía el deseo de un hombre de esa forma. Era la primera vez que lo veía. Y la tórrida perspectiva de tenerlo dentro le causó una descarga de deseo que sobrecargó sus sentidos y encendió hasta la última de sus terminaciones nerviosas.

Grace ya no se acordaba del plan. Ya no recordaba dónde estaban. Lo había olvidado todo, salvo lo que su contraparte amorosa le hacía sentir y lo que su propio cuerpo anhelaba, queriendo más, necesitando más, ansiando más. Estaba tan fuera de sí que, cuando la luz de un farol rompió la oscuridad de la sala, soltó un grito de genuina sorpresa.

Él se giró y cubrió a Grace con su capa.

–¡Milord! –exclamó el reverendo Cumberhill, entre ofendido y asombrado–. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué es lo que ha hecho?

Grace bajó la mirada y vio que el corpiño del vestido estaba roto, así que sostuvo la tela con la mano mientras intentaba taparse con la capa.

–¡Milord, esto es inadmisible! –continuó el religioso–. ¡Se ha aprovechado vilmente de esta jovencita!

–¿Se encuentra bien? –preguntó una de las hermanas, mirando a Grace.

–¡Señorita Cabot! –dijo la otra, reconociéndola–. Espere… la ayudaré a cerrarse la capa.

–Por Dios, Merryton… Jamás lo habría creído capaz de violar a una mujer –declaró el reverendo–. Será mejor que llame a las autoridades.

Grace se quedó helada. ¿Merryton?

¿Cómo era posible que hubiera cometido semejante error? En la oscuridad de la tetería había pensado que estaba ofreciendo sus favores al afable lord Amherst y, sin embargo, se había arrojado en brazos de lord Merryton, su hermano, uno de los hombres más desagradables de todo el país.

Grace se sintió como si la Tierra se abriera bajo sus pies.

Pero ahora tenía un problema más grave que su propio desconcierto y su vergüenza. El reverendo Cumberhill había acusado a Merryton de violación, y no podía permitir que la víctima de sus maquinaciones terminara en una situación tan comprometida como injusta a todas luces.

Debía intervenir. Arreglar aquel desaguisado.

–¡No me ha hecho daño! –gritó, al borde de una crisis nerviosa.

–No diga nada, señorita –intervino el reverendo otra vez–. No permitiré que este hombre la intimide.

Los fríos y verdes ojos de lord Merryton se clavaron en Grace, que se estremeció sin poder evitarlo.

–Asumo toda la responsabilidad –dijo él.

–¡Faltaría más! –bramó el sacerdote.

Cumberhill giró el farol hacia Grace y, tras observarla durante unos instantes, volvió a mirar a Merryton.

–¡Esto no quedará sin castigo! ¡Ha destrozado la reputación de esta jovencita! ¡Ha arruinado su vida, y le aseguro que lo pagará! Por favor, señoras… saquen a la joven de aquí, y díganle al señor Botham que venga tan deprisa como pueda.

–Pero no se ha cometido ningún delito… –dijo Grace mientras una de las hermanas le ponía la capucha de la capa–. He sido yo quien…

–¡Silencio! –ordenó el reverendo.

Las hermanas Franklin la sacaron del edificio. Grace no podía creer lo que había pasado. Era un malentendido; un terrible error que, por si fuera poco, se debía enteramente a ella.

Se sentía tan culpable que tuvo ganas de vomitar.

–Valor, señorita Cabot. El reverendo se encargará de que ese hombre pague ante la justicia por lo que ha hecho.

–¡Pero si no ha hecho nada! ¡Ha sido culpa mía! Fui yo quien lo atrajo a su establecimiento… ¡Yo quien lo sedujo!

–Querida, es normal que quiera hacerse cargo de su indiscreción, pero el pecado no es suyo. Ese canalla se ha aprovechado de usted.

Grace pensó que toda la situación era absurda, pero se vio arrastrada hasta el patio de la iglesia, de la que aún salía gente. Al verlas, varias personas se giraron hacia ellas. A fin y al cabo, no era habitual que dos mujeres arrastraran a una tercera.

–Date prisa, Agnes –dijo su hermana, consciente de la curiosidad que habían despertado.

Grace no recordaba bien lo sucedido a continuación. Solo se acordaba de que había terminado en la casa de Beatrice, en Royal Crescent, tras hablar con unos caballeros que la interrogaron. Ella fue sincera y les dijo la verdad; pero, cuando quisieron saber por qué había tramado un ardid tan despreciable, guardó silencio. No les podía contar la situación de su familia. Sencillamente, no podía.

Por desgracia, los caballeros malinterpretaron su actitud y pensaron que no les daba una respuesta porque toda su historia era mentira. De hecho, llegaron a la conclusión de que se lo había inventado por miedo a Merryton.

Y, efectivamente, Merryton le daba miedo. Todo el mundo hablaba mal de él. Decían que era un hombre taciturno, distante y desdeñoso.

Pero no merecía lo que ella le había hecho.

Capítulo 2

 

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y ocho.

Había exactamente ocho pasos entre la salita donde desayunaba y el despacho, en cuyas paredes había ocho paneles de madera. Jeffrey Donovan Merryton lo sabía porque los contaba una y otra vez cuando iba a su casa de Bath. Sin embargo, ya no estaba seguro de nada. El desastre de la noche anterior lo había dejado sumido en el desconcierto. Así que repitió el recorrido y volvió a contar los pasos.

Tenía que hacerlo; debía contar hasta tener la certeza absoluta de que, en efecto, eran ocho. Aunque solo fuera porque no se le ocurría otra forma de dejar de pensar en aquella mujer. De dejar de imaginarse con ella, penetrándola.

Era algo completamente nuevo para él. Sus fantasías sexuales siempre habían tenido como protagonistas a dos mujeres que se daban placer la una a la otra. No sabía por qué. Solo sabía que era una imagen recurrente desde su adolescencia, y que la había constreñido al terreno de la imaginación hasta que, a los veintiún años, se empezó a acostar con mujeres que estaban dispuestas a interpretar ese papel.

Jeffrey había aprendido a esconder aquellas imágenes en lo más profundo de su corazón. Y, por supuesto, su comportamiento público no podía ser más sobrio ni más recatado. Pero sus deseos secretos volvían inevitablemente cuando el cansancio y las responsabilidades de su posición hacían mella en él.

Era el conde de Merryton. Era Jeffrey Donovan, un hombre obligado a seguir el ejemplo de su padre y estar por encima de cualquier escándalo o comportamiento supuestamente inmoral. Era el cabeza de familia de un clan tan grande como poderoso.

Pero Jeffrey no se sentía por encima de nada. Se limitaba a ocultar sus deseos y a fingir ser lo que estaba obligado a ser. Y, ahora, todo había saltado por los aires.

Desesperado, pensó en lo sucedido la noche anterior y cayó en la cuenta de que ni siquiera conocía el nombre de aquella mujer. ¿Cómo se llamaba? Una de las hermanas Franklin se había referido a ella como la señorita Cabot, pero el apellido no le resultaba familiar. Solo sabía que tenía los labios más dulces de la Tierra. Y que la deseaba con toda su alma.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.

Ocho.

Jeffrey estaba obsesionado con aquel número. Aparecía constantemente en su cabeza desde que su padre falleció y él recibió el título de conde de Merryton con todas sus responsabilidades asociadas. Entonces, solo tenía dieciséis años. Y había pasado tanto tiempo que, al igual que con sus fantasías sexuales, ya no recordaba el motivo que lo había provocado.

Pero su extraña fijación con el número ocho no se convirtió en obsesión hasta dos años más tarde, cuando se dejó seducir por una mujer mayor. Para Jeffrey era su primera experiencia sexual. Y fue una experiencia difícil. Su amante le hizo cosas que no había imaginado nunca; cosas que parecían estar en contradicción con la imagen de hombre sobrio e irreprochable que debía de dar en calidad de conde de Merryton.

Avergonzado, se puso a contar para sus adentros. Fue lo único se le ocurrió. Y desde entonces, cada vez que volvía a sentir el deseo de acostarse con alguien, contaba.

Ahora tenía treinta años, y había aprendido a reprimir sus inquietantes fantasías sexuales y su aún más inquietante obsesión con el número ocho. Pero la experiencia de la noche anterior las había liberado de sus ataduras.

Y todo por culpa de su hermano. John Donovan, vizconde de Amherst.

Jeffrey lo maldijo para sus adentros. John tenía la extraordinaria costumbre de equivocarse constantemente. Iba de escándalo en escándalo. En lugar de casarse y sentar cabeza, se dedicaba a seducir a todas las jovencitas de la alta sociedad que se cruzaban en su camino. Y, por si eso fuera poco, asumía deudas de juego que siempre le tocaba pagar a él.

De hecho, John también era el motivo de que estuviera allí. Jeffrey se había enterado de que tenía intención de pasar unos días en Bath, y había ido a hablar con él tras recibir una carta de su hermana, Sylvia.

Sylvia vivía cerca de Escocia. Jeffrey no la había visto en mucho tiempo, porque ella tenía dos hijos y eran demasiado pequeños para viajar; pero se escribían con frecuencia y, en su última carta, le había informado de que John debía mucho dinero a varios caballeros londinenses, incluido un importante aristócrata.

Por supuesto, la noticia irritó a Jeffrey. Había intentado que John cambiara de vida; le había rogado que buscara algo que hacer, cualquier cosa que lo mantuviera lejos de las apuestas y los escándalos amorosos. Incluso se había ofrecido a conseguirle un puesto en la Marina, pensando que, si dejaba Inglaterra una temporada, podría volver al buen camino y quizá, con suerte, encontrar una mujer que le diera herederos.

Sin embargo, sus consejos habían caído en saco roto, y ahora se encontraba en una situación comprometida por su culpa.

Jeffrey había estado la noche anterior en la gala de la soprano rusa. No tenía intención de ir, pero el doctor Linford insistió en que lo acompañara y, tratándose de un amigo, no tuvo más remedio que aceptar. Cuando faltaba poco para el final del acto, vio que John se levantaba y salía de la iglesia tras los pasos de una mujer. Naturalmente, Jeffrey se enfadó. Sabía que estaba a punto de meterse en otro lío, y no se le ocurrió mejor idea que seguirlo.

Al salir a la plaza, notó un movimiento extraño en la tetería de las hermanas Franklin. No vio a su hermano, pero supuso que sería él y se dirigió a la puerta.

La oscuridad del establecimiento y el hecho de que no se oyera nada le hicieron dudar durante unos instantes. ¿Dónde se habría metido? Echó un vistazo rápido a su alrededor y, tras convencerse de que solo podía estar allí, entró.

Entonces no lo sabía, pero estaba perdido de antemano. Durante los segundos anteriores, su mente se había llenado de escenas a cual más erótica. Imaginaba a John entre las piernas de una mujer, entrando y saliendo de ella. Y, aunque intentó expulsar aquellas imágenes de su cabeza, fracasó.

Aún estaba asombrado con lo sucedido. Evidentemente, no esperaba que una jovencita se abalanzara sobre él y le diera un beso. Pero eso no era excusa. Se había dejado llevar por la pasión. Tenía unos labios tan dulces y una piel tan fragante que no se había podido refrenar. Y ahora, cada vez que cerraba los ojos, veía sus ojos castaños, su rubio cabello y la tela desgarrada de su corpiño.

¿Cómo era posible? Jeffrey era consciente de sus defectos, pero nunca se habría creído capaz de hacer daño a una mujer, bajo ninguna circunstancia. Por eso se escondía en su casa de Blackwood Hall cuando tenía pensamientos indecorosos. Se alejaba del mundo para no caer en la tentación.

–¿Milord?

Jeffrey se sobresaltó al oír la voz de su mayordomo, Tobías.

–¿Sí?

–Acaban de llegar el doctor Linford, el reverendo Cumberhill y los señores Botham y Davis. Dicen que quieren hablar con usted.

Jeffrey respiró hondo y se dijo que, con un poco de suerte, lo enviarían a la cárcel. Al menos, allí estaría a salvo de las mujeres.

–Hazles pasar, por favor.

Tobías se fue, y él se levantó y se empezó a dar series de ocho golpecitos en el muslo, que interrumpió cuando aparecieron las visitas.

El reverendo Cumberhill no se dignó ni a mirarlo a los ojos; el señor Davis, alcalde de la localidad, escudriñó su cara como si tuviera algo raro y, en cuanto al señor Botham, el juez, parecía esencialmente perplejo. Linford fue el único que lo saludó de forma cortés; quizá porque también era el único ser de la Tierra al que Jeffrey había confesado sus turbulentas emociones.

–Siéntense, caballeros… Tobías, ¿podrías servir el té?

–No se moleste, milord –dijo el señor Botham–. Este desafortunado asunto no nos llevará mucho tiempo. Hemos hablado con la señorita Cabot y la hemos interrogado sobre lo sucedido anoche en la tetería de las hermanas Franklin. No tiene nada contra usted. De hecho, afirma que fue culpa de ella.

Jeffrey se preguntó si habría asumido la responsabilidad porque quería proteger a John o, sencillamente, porque era una mujer honrada.

–Sin embargo –continuó el juez–, tanto la señorita Cabot como el señor Frederick Brumley, esposo de la familiar que la aloja, están de acuerdo en que el caso es demasiado grave como para pasarlo por alto… En consecuencia, solo hay dos opciones posibles: la primera, que se presenten cargos por intento de violación y la segunda, que se case usted con ella para evitar un escándalo.

Jeffrey tragó saliva y contó los botones del chaleco del señor Botham. Pero no tenía ocho, sino seis.

–Le hemos aconsejado que desestime la posibilidad del matrimonio –intervino el reverendo–. Hemos hecho lo posible para que entienda que se condenaría a vivir con el hombre que abusó de su virtud… pero dice que prefiere arriesgarse a una vida de abusos antes que mancillar el buen nombre de su familia y de la familia de usted.

Jeffrey se quedó atónito. No quería contraer matrimonio. No quería saber nada de ella. Pero estaba atrapado.

–¿El buen nombre de su familia? –preguntó–. Discúlpenme, pero no sé de qué familia están hablando.

–La señorita Cabot es hermanastra del conde de Beckington.

Jeffrey no reconoció el título, pero se dijo que eso carecía de importancia. Si su hermanastro era conde, no tenía más remedio que casarse. De lo contrario, lo denunciarían por abusos y terminaría en la horca.

–Les recuerdo que yo también soy conde, y que mi título y responsabilidades familiares me obligan a tener herederos –replicó, antes de lanzar una mirada al doctor Linford–. ¿La han examinado?

–Sí, por supuesto. No parece que haya sufrido daño alguno –respondió el médico.

–Sé que no sufrió daño alguno. Pero necesito saber si es virgen.

–Estamos hablando de la señorita Grace Cabot… –declaró el señor Davis–. Es hijastra del difunto conde de Beckington, y hermanastra del actual. Pertenece a una de las familias más intachables del país, milord.

Jeffrey apretó el puño ocho veces seguidas.

–No lo dudo en absoluto, pero estarán de acuerdo conmigo en que la reputación familiar y la virtud de una dama no son necesariamente lo mismo.

El doctor Linford y los señores Botham y Davis bajaron la cabeza mientras el reverendo se cubría la cara con las manos. Pero ninguno lo contradijo.

–Bueno… La señorita me ha asegurado que sigue intacta, por así decirlo –afirmó el médico.

El señor Davis carraspeó y preguntó:

–¿Se casará entonces con ella?

Jeffrey dudó y se acordó Mary Gastineau, la hija de lord Vicking, uno de sus primos. Mary era una de las pocas jóvenes con las que había salido. No le excitaba en absoluto. No imaginaba su cuerpo desnudo ni se imaginaba a sí mismo entrando en ella. Y, precisamente por eso, siempre había pensado que era la esposa perfecta para él.

Pero no le había pedido el matrimonio. De hecho, había alargado el noviazgo tanto como le fue posible.

–Milord… –dijo el señor Botham–. Si no se casa, no tendremos más opción que acusarlo. No olvidaremos que ha abusado de una joven pura e inocente.

Jeffrey lo miró a los ojos, pensando que la señorita Cabot podía ser sexualmente inexperta, pero no inocente.

–Muy bien. Me casaré con ella.

Todos miraron al reverendo, que apretó los dientes y clavó la mirada en Jeffrey. Parecía a disgusto con lo sucedido y con la decisión que se había tomado. Pero el sacerdote era un hombre astuto y, como no quería actuar contra un hombre tan poderoso como el conde de Merryton, dijo:

–¿Está dispuesto a casarse de inmediato?

–No solo estoy dispuesto, sino que me mudaré inmediatamente con ella a Blackwood Hall –respondió.

–Entonces, trato hecho.

 

 

Beatrice creía que Grace se había quedado traumatizada con su experiencia en la tetería de las hermanas Franklin. Además, se sentía indirectamente culpable de lo sucedido y repetía una y otra vez que su madre no la perdonaría nunca. A fin de cuentas, había ocurrido en Bath, estando ella a su cargo y viviendo bajo su techo.

Sin embargo, Grace sabía que se equivocaba. Su madre no se enfadaría con Beatrice, sino con ella. Y, en cuanto al trauma que había sufrido, no era consecuencia de las caricias de Merryton, sino de su propia y deplorable actitud. Había tendido una trampa a un hombre. Había manchado gravemente su reputación, y el hecho de que se hubiera equivocado de persona no cambiaba nada en absoluto.

No podía creer que se hubiera engañado tanto a sí misma. Por lo visto, Honor tenía razón cuando intentó disuadirla de llevar a cabo su plan con el argumento de que era ridículo e indigno de ella. Pero se había negado a escucharla, y ahora estaba a punto de afrontar las consecuencias.

A punto de casarse con el conde de Merryton.

Grace no había tenido más remedio que aceptar la propuesta de matrimonio. Era la única forma de salvar su reputación, y estaba tan asustada ante la perspectiva como avergonzada por lo que había hecho. Sí, al final salvaría a su madre y a sus hermanas de la ruina. Sí, su matrimonio les daría la seguridad económica que necesitaban. Pero no se iba a desposar con el atractivo y encantador lord Amherst, sino con el desagradable, frío y sombrío lord Merryton.