Portada

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
HIJOS SOÑADOS, N.º 50 - febrero 2011
Título original: The Family They Chose
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9797-6
Editor responsable: Luis Pugni

ePub X Publidisa

Logo colección

Hijos soñados

NANCY ROBARDS THOMPSON

Logo editorial

Capítulo 1

El ruido de la alarma al ser desconectada despertó a Olivia Armstrong de su ligero sueño. La puerta de la entrada se abrió, y se cerró con un chasquido que resonó a lo largo del inmenso pasillo.

Mientras el ruido de pisadas avanzaba por el suelo de parqué, se incorporó en el sofá en el que se había quedado dormida, se peinó el cabello castaño con la mano, y miró el árbol de Navidad, que iluminaba el enorme salón con su suave luz.

Sólo había cerrado los ojos un momento, creyendo que no iba a dormirse, pero al mirar el reloj que había sobre la repisa de la chimenea vio que eran las tres de la madrugada. Por fin Jamison, su marido , había llegado a casa.

Como senador que estaba siendo preparado por su partido para ser candidato a la presidencia en un futuro, Jamison Mallory detentaba mucho poder, pero había cosas que aún escapaban a su control, como el tiempo. No era culpa suya que la nieve hubiese retrasado todos los vuelos a Washington D.C., se recordó Olivia.

«Casi es un milagro que haya llegado», pensó cuando lo vio aparecer en el arco que daba paso al salón con la maleta en la mano.

—Liv, ¿aún estás despierta? —inquirió en un tono apagado—. No tenías que esperarme levantada.

A pesar de la escasa luz, a Olivia no le pasó desapercibido el cansancio que reflejaba su apuesto rostro. Sus mejillas, cubiertas por una sombra de barba rubia, estaban ligeramente hundidas, y los oscuros semicírculos bajo sus ojos azules acusaban el agotamiento causado por largas horas de espera en el aeropuerto.

—¿Cómo iba a irme a dormir antes de que llegaras? Es Nochebuena, Jamison. Bueno, lo era hasta hace unas horas. Ya es veinticinco. Feliz Navidad.

Olivia se puso de pie y alisó las arrugas de su vestido rojo de seda. Se llevó una mano al collar de perlas que siempre llevaba, y al ver que su marido no se acercaba a ella, se tragó su orgullo y cruzó la estancia para ir junto a él.

Uno de ellos tenía que ofrecer al otro la proverbial ramita de olivo, y por su matrimonio y porque era Navidad, esa noche estaba dispuesta a ser ella quien lo hiciera.

Los dos meses y medio que habían pasado separados, con la sola excepción de una breve visita de Jamison el Día de Acción de Gracias, habían sido más que suficientes para que se diera cuenta de lo importante que era para ella su matrimonio. En los siete años que llevaban casados, aquella separación de prueba era la más larga por la que habían pasado.

Había echado tanto de menos a su marido que un dolor intenso y desgarrador parecía haberse instalado en su pecho, haciéndose aún peor a cada día que pasaba.

Jamison dejó la maleta en el suelo, y se pasó una mano por el corto y ondulado cabello rubio antes de abrir sus brazos hacia ella. Olivia se refugió en ellos. Aquello era todo lo que quería: hundir el rostro en su pecho y abandonarse a la calidez de su cuerpo. Pero era un abrazo tenso, casi rutinario, y cuando ella se movió para acercar los labios a ese punto de su cuello que tanto le gustaba besar, Jamison dejó caer los brazos y se apartó un poco.

Olivia vaciló un instante, y se esforzó por dominar los sentimientos encontrados que afloraron a la superficie cuando miró a la cara a aquel hombre al que no reconocía. No iba a tomarse aquello como algo personal ni a dejar que influyera en su ánimo, se dijo apartando los pensamientos que zumbaban en su mente.

Seguramente estaba cansado y de mal humor por haber tenido que pasar la Nochebuena en la sala VIP de la terminal.

—Debes estar muerto de hambre. Te he dejado la cena en el horno para que no se enfriase. Siéntate, vengo enseguida —dijo girándose para ir a la cocina.

Pero en el momento en que se volvió para preguntarle qué quería de beber, vio que tenía el ceño fruncido y que sacudía la cabeza.

—Olivia, estoy agotado. Lo que quiero es irme a la cama.

El tono brusco que había empleado la hizo contraer el rostro. Como solía ocurrir, lo que le dolía no era tanto lo que decía, sino cómo se lo decía. Aquella noche, sin embargo, estaba dispuesta a pasárselo.

—Claro, lo entiendo —respondió—. Tienes cara de cansancio.

Jamison tomó su maleta, fue hasta ella y la besó en la frente. Luego, sin mediar palabra, se dirigió a la habitación de invitados y cerró la puerta tras de sí.

Olivia se quedó allí de pie, sola. Confundida, se rodeó el cuerpo con los brazos, intentando disipar el escalofrío que la recorrió. Podía entender que Jamison estuviese cansado, y que no quisiese irse a la cama con el estómago lleno, pero que se hubiese ido al cuarto de invitados en vez de al dormitorio que habían compartido durante años... Aquello le dolió más que su aspereza.

De pronto la fría distancia entre ellos se había ensanchado como las paredes de un cañón, y recordó los motivos por los que habían decidido darse un tiempo... y no era la primera vez.

Sin embargo, las cosas no habían sido siempre así. No hacía tanto había estado convencida de que nada podría acabar con el amor que se profesaban. Nunca olvidaría el día que conoció a Jamison. El día que lo había conocido «en persona», porque no había mujer en Norteamérica que no conociera a Jamison Mallory, el hombre que había sido elegido «el soltero más sexy del universo» por la revista Panorama durante varios años consecutivos. Y es que con su físico de jugador de rugby, su estatura, su tez bronceada, su pelo rubio y sus ojos azules, bastaba con que sonriese para que las mujeres cayesen rendidas a sus pies.

Licenciado en Derecho por la Universidad de Harvard y el senador electo más joven de los Estados Unidos, Jamison había regresado a su antigua facultad para dar un discurso en la ceremonia de apertura de curso. Habían chocado, literalmente, al doblar Olivia una esquina cuando iba corriendo después de acabar una de sus clases y se dirigía a un ensayo de la compañía de ballet de la universidad. Se le habían caído la mochila y los libros, y Jamison la había ayudado a recuperar sus zapatillas de ballet de debajo de un arbusto.

Entre medias del: «Perdona, iba distraída» de ella, y el: «Encantado de conocerte, Olivia» con que él se despediría, Jamison le había preguntado dónde iba. Ella le había explicado, aturullándose por completo, que al día siguiente por la noche iban a representar el ballet de La bella durmiente. Jamás habría soñado que él estaría allí, entre el público, durante la representación, en una de las primeras filas.

Después de todo, él era Jamison Mallory, y ella sólo una tímida estudiante de primer curso que apenas tenía experiencia alguna con los hombres. De hecho, hasta conocer a Jamison, su único amor había sido la danza.

Luego los dos juraron que había sido amor a primera vista. Jamison había dicho un sinfín de veces que en el momento en que la había mirado a los ojos al darle las zapatillas, había sabido que era la mujer con la que pasaría el resto de su vida.

«Fue algo cósmico», les había dicho siempre a los periodistas, con su deslumbrante sonrisa cada vez que le habían preguntado por ella. «Nunca había tenido una sensación tan intensa; lo supe al instante».

Ahora eran las pequeñas cosas las que se interponían entre ambos y lo que de verdad importaba. Esas minucias distorsionaban su visión, y no les dejaban ver el conjunto. Y si no eran capaces de dejar a un lado esas pequeñeces, ¿cómo podrían llegar jamás a la raíz de los problemas que los distanciaban?

Sintiéndose como si estuviera arrastrando un gran peso, Olivia entró en la cocina para guardar la cena en el frigorífico. Siempre pasaban Nochebuena con su familia y el Día de Navidad con el extenso clan Mallory en su finca palaciega en la región de Berkshires. Ese año, sin embargo, había decidido que iban a borrarse del plan habitual de cenar en Nochebuena con su padre, su madre y sus tres hermanos, los cuales vivían por y para su trabajo en el negocio familiar: el Instituto de Fertilidad Armstrong. Bueno, Paul ya no tanto, porque había encontrado recientemente a su media naranja: Ramona Tate.

Como Jamison volvía precisamente por Nochebuena, Olivia había querido que tuvieran esa velada para ellos solos. Difícilmente podría haber imaginado que aquello iba a traducirse en que pasaría toda la noche sola y que cuando él llegase, de madrugada, acabarían durmiendo cada uno en una habitación.

Además, le había parecido que no ir a aquella reunión familiar sería lo mejor, porque ni sus padres ni sus hermanos sabían que Jamison no había ido a casa los fines de semana durante el periodo de sesiones del congreso. Tampoco sabían que se había quedado en Washington después de que éste hubiese terminado. Le habían dicho a todo el mundo que estaba ocupado con unos asuntos que quería dejar resueltos antes de que llegasen las Navidades.

Habían interpretado sus papeles tan bien, que nadie sospechaba que su matrimonio estaba pasando por serios problemas, y la única esperanza de Olivia era que se obrase un milagro.

Un rayo de sol que se había colado por entre las lamas de las contraventanas despertó a Jamison, dándole de lleno en la cara. Parpadeó, desorientado por un momento, y entonces lo recordó todo. Estaba en... casa.

Miró el reloj de la mesilla de noche: las siete y media. Aunque no lo hubiera mirado habría sabido qué hora era gracias a su reloj interno. Por poco que durmiese, y esa noche apenas habían sido cuatro horas, cada mañana se despertaba a las siete y media. No, su reloj interno nunca fallaba, y sería inútil luchar contra él. Lo mejor sería que se levantara, porque aunque se quedase en la cama, no se volvería a dormir. Además, sobre las diez tenían que estar ya en la carretera. Los esperaban en casa de su madre para pasar allí el Día de Navidad, como todos los años.

Se desperezó, y su brazo izquierdo se deslizó hacia el lado del colchón que estaba vacío, frío. Le habría gustado haberse despertado en su cama, con Olivia entre sus brazos, en vez de solo, una mañana más, sobre todo el Día de Navidad, y en la habitación de invitados de su propia casa.

Pero la noche anterior había llegado tan cansado que no se había sentido con fuerzas para pronunciar más de cinco palabras seguidas, y mucho menos para discutir con Olivia dónde se suponía que debía dormir. Además, después de haber pasado dos meses y medio separados, le había parecido que debía ser justo con ella. Dormir cada uno en una habitación no era lo que quería, pero le había parecido que quedaría como un presuntuoso si hubiese dado por hecho que ella esperaba que durmieran juntos. Y sobre todo no quería más peleas.

Además, la noche anterior no sólo había estado agotado, sino también algo malhumorado, y se conocía lo bastante como para saber que en él el cansancio y el mal humor podían formar una mezcla altamente explosiva. En ese momento, en cambio, a la luz del día, se notaba la cabeza más despejada y se sentía más resuelto.

Ansioso por hablar con su esposa sobre su relación antes de que salieran, se dio una ducha, se afeitó, se vistió, y bajó a la cocina con la esperanza de encontrar allí esperándolo una taza de café bien cargado... y a Olivia.

Sin embargo, la casa estaba en silencio y a oscuras. Antes incluso de encender la luz de la cocina, pudo ver que estaba todo limpio y recogido. La única evidencia de la cena que Olivia le había ofrecido la noche anterior era el leve aroma de algo delicioso que aún flotaba en el aire, mezclado con el del jabón líquido de lavar los platos.

Jamison inspiró profundamente, saboreando los reconfortantes olores del hogar, pero no pudo evitar sentirse culpable. Sabía que su esposa no sólo había preparado un delicioso festín de Nochebuena que ninguno de los dos había disfrutado, sino que probablemente se había quedado levantada hasta mucho después de que él se fuera a la cama, recogiendo y limpiando la cocina.

Lo menos que podía hacer era dejarla dormir un poco más y preparar él el café. No, mejor aún: la sorprendería llevándole el desayuno a la cama.

Antes de que se separaran, la cocina había sido territorio inexplorado para él, pero desde entonces, había aprendido a hacer huevos revueltos. El secreto estaba en cocinarlos a fuego lento para que se hicieran poco a poco y no se achicharraran. Umm... Quizá la técnica del «a fuego lento» también pudiera ir bien a su matrimonio. Durante el tiempo que habían pasado separados se había dado cuenta de lo mucho que quería a su esposa. La había echado tanto de menos... Ya era hora de dejar atrás las peleas ridículas y las culpas. Era hora de probar el enfoque del «fuego lento».

Curiosamente, la raíz de sus problemas había sido algo que significaba muchísimo para ambos, algo en lo que siempre habían estado de acuerdo: el deseo de formar una familia. Jamison se sentía confundido cuando pensaba en ello y tenía sentimientos encontrados al respecto. Por un lado estaba convencido de que Olivia sería una madre maravillosa, pero por otro se preguntaba cómo podrían traer hijos al mundo cuando su matrimonio estaba tambaleándose. Y cuando ni siquiera estaban viviendo juntos.

Tenían que hablar de su relación. Tenían que retomarla, pero antes de que abordasen ese tema, tenía que darle una noticia, la noticia de que debía volver a Washington antes de lo previsto. Al día siguiente, por la mañana, en vez del tres de enero, como había planeado, y sabía que eso no le haría ninguna gracia a Olivia.

Fue hasta el frigorífico de acero inoxidable y tiró de ambas puertas. Los bricks, tarros y recipientes de plástico y de cristal reflejaban el mismo orden y limpieza que imperaba en el resto de la cocina.

Una de las muchas cosas que admiraba de su esposa era lo en serio que se tomaba todo lo relacionado con su hogar. Le había propuesto que contrataran una cocinera y un ama de llaves que se encargaran de las tareas domésticas para que tuviera más tiempo para sí misma y para el Hogar de los Niños, el orfanato de cuya junta directiva formaba parte. Sin embargo, Olivia había rechazado la idea porque le encantaba cocinar, y además lo hacía de maravilla, y le había dicho que mientras no tuvieran hijos le bastaba con que alguien fuese un par de veces al mes para hacer una limpieza a fondo.

Siempre había dicho que disfrutaba haciéndose cargo de las tareas domésticas, haciendo de su casa un hogar. De hecho, en lo que se refería al hogar y la familia, no había nadie tan dedicado como ella. Ésa era la razón por la que sus problemas de fertilidad se habían convertido en el caballo de batalla de su matrimonio. ¡Qué irónico, cuando el matrimonio tenía que ser los cimientos sobre los que se sustentaba la familia!

Olivia no se tomaría bien la sugerencia, pero había estado pensando proponerle que dejasen estar lo de tener hijos hasta que hubiesen solucionado sus problemas matrimoniales. Estaba convencido de que era el único camino posible.

Pero todo a su tiempo, se dijo. Primero tenía que darle la mala noticia sobre el cambio de planes de sus vacaciones de Navidad.

Había tomado los huevos, la mantequilla y el queso Cheddar, y estaba volviéndose con las manos llenas cuando vio a Olivia entrar en la cocina.

—Buenos días —la saludó—. Creía que aún estarías dormida.

Ella negó con la cabeza.

—Yo creí que serías tú quien todavía estaría en la cama después de lo tarde que llegaste anoche.

Jamison notó algo raro en su voz, y le chocó lo tensa que parecía. Y sin embargo estaba preciosa, ya vestida y perfectamente maquillada, con el collar de perlas que le había dado como regalo de bodas, y el cabello castaño peinado con un recogido que acentuaba la blancura de su piel de porcelana, sus pómulos, y sus hermosos ojos castaños.

—¿Qué estás haciendo? —inquirió Olivia en un tono monocorde, cansado.

Jamison bajó la vista a sus manos llenas antes de volver a mirarla, sintiéndose como si lo hubieran pillado invadiendo una propiedad privada. Después de todo, aquello era territorio de su esposa. En los siete años que llevaban casados, él apenas había pisado la cocina, y mucho menos preparado una comida.

—Iba a hacerte el desayuno —contestó con una sonrisa vergonzosa.

—No tienes por qué hacerlo. Suelta todo eso, ya me encargo yo. Además, tenía planeado un desayuno especial.

¿Cómo no lo había pensado?, se dijo él. Al fin y al cabo era el Día de Navidad.

—Bueno, es sólo que se me ocurrió que...

Sus ojos se encontraron un breve instante antes de que ella apartase la vista. Jamison supo al instante que algo iba mal. Había estado tan ocupado pensando en los siguientes pasos que deberían dar para arreglar las cosas, que no había contado con que tendrían que ahondar en sus problemas antes de dar ningún paso. La lucidez de pensamiento que había tenido unos momentos antes se desvaneció de pronto, y fue reemplazada por un temor que lo dejó clavado al suelo.

Olivia fue hasta él y le quitó lo que tenía en las manos. Guardó de nuevo el queso en la nevera y sacó otras pocas cosas de ella y de la despensa. Jamison se quedó allí de pie, mirándola y sintiéndose como si estuviera de más.

Como Olivia no había hecho aún intención de preparar el café, decidió hacerlo él.

—¿Qué estás buscando? —quiso saber Olivia cuando lo vio abriendo armarios.

—El paquete del café.

—Está en el frigorífico —le respondió ella señalándolo—. Lo guardo ahí para que se mantenga fresco. Como ahora ya no tomo...

—¿En serio? ¿Ya no tomas café?

Olivia negó con la cabeza.

—¿Y eso? Pero si te encanta el café...

Olivia se volvió y lo miró con los ojos entornados, visiblemente irritada.

—Jamison, hace dos años que no tomo café. ¿No recuerdas que el médico me recomendó que eliminara la cafeína de mi dieta cuando estábamos intentando que me quedara embarazada?

Sintiéndose culpable por no saberlo, Jamison abrió el frigorífico. Era increíble que se supiese al dedillo los temas que defendía en el senado, y que en cambio hubiese olvidado por completo algo que el médico le había dicho a su mujer, pensó mientras buscaba el café. «Muy mal, Jamison, muy mal».

Cuando sacó la bolsa de café en grano, a Olivia le faltó tiempo para ir a arrancárselo de la mano, pero él no lo soltó.

—Puedo hacerlo yo, déjame —le dijo.

—¿Desde cuándo sabes hacer café? —inquirió ella, tirando suavemente de la bolsa, pero él no cedió.

—Desde que no te tengo a ti para hacérmelo —replicó, mirándola a la cara.

Una expresión de sorpresa, dolor y decepción cruzó por el rostro de ella.

—Ya lo hago yo —insistió Olivia, con una mirada desprovista de toda calidez.

Esa brecha que se había abierto entre ellos estaba matando a Jamison. Tenía que hacer algo. Bajó la vista a las manos de ambos, que aún agarraban la bolsa de café. Estaban muy cerca, pero no se tocaban. Cuando estiró los dedos para rozar los de ella, Olivia dio un respingo y apartó la mano.

Por un momento se quedó frente a él, como aturdida, y luego se dio la vuelta para volver a la encimera, donde se dispuso a preparar el desayuno, abriendo una caja de huevos con manos temblorosas.

—Liv, tenemos que hablar de esto. Nuestros problemas no van a desaparecer simplemente ignorándolos.

Ella puso los huevos en un bol y se quedó quieta, pero no respondió.

—No sé tú —continuó Jamison—, pero yo te he echado tanto de menos que estoy volviéndome loco.

Vio cómo las manos de Olivia apretaban el borde de la encimera, y los nudillos se le ponían blancos.

—Siento que anoche no salieran las cosas como habíamos planeado. Deberías haberte ido a casa de tus padres cuando te llamé para decirte que mi vuelo se iba a retrasar.

Ella se encogió de hombros, y Jamison se temió el momento en que tendría que darle la noticia de que tenía que marcharse el día siguiente.

—No fue culpa tuya, Jamison, eso ya lo sé —le dijo—, pero el dormir en la habitación de invitados —añadió volviéndose para mirarlo—, eso fue porque tú lo decidiste.

—¿Qué?

Con lo tensa que estaba, Jamison había esperado que explotase y le contase qué era lo que le molestaba tanto, pero no había imaginado que aquello fuese parte del problema.

—Ya me has oído —contestó ella.

Entrelazó las manos y las apretó, haciendo que los nudillos se le pusiesen blancos de nuevo. Se la veía tan pequeña, tan frágil, que parecía que con aquel movimiento fueran a partírsele los dedos, igual que finas ramitas.

—Liv, estaba agotado —le dijo pasándose una mano por el rostro—. No habría sido capaz de distinguir la izquierda de la derecha. No podía ni juntar las palabras para preguntarte dónde querías que durmiera —alargó el brazo y tocó las manos entrelazadas de Olivia con la esperanza de que ese gesto la relajara—. Pero hoy es un nuevo día, y hay algunas cosas de las que tenemos que hablar antes de que salgamos para ir a casa de mi madre.

El rostro de Olivia se convirtió en una máscara inescrutable, pero cuando tragó saliva, Jamison vio que le temblaba la garganta.

—¿Qué cosas?

—Pues para empezar, si debemos o no decirles que ya no estamos viviendo juntos. A pesar de lo mucho que te quiero, no puedo seguir fingiendo. ¿Qué vamos a hacer, Liv? ¿Qué les diremos?

Capítulo 2

En cuanto enfilaron el largo camino adoquinado que conducía a Stanhope Manor, Olivia vio que la mansión de los Mallory era un hervidero de familiares que se habían reunido allí para celebrar el Día de Navidad.

Las luces, los adornos y el manto de nieve recién caída habían transformado el imponente edificio en una postal de invierno. Un ejército de niños corría y jugaba en las grandes extensiones de césped cubiertas de nieve. Algunos se lanzaban bolas de nieve, y otros construían un muñeco de nieve. Aquella escena resultaba agridulce para Olivia, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Quería creer que algún día vería a sus propios hijos jugando allí, pero en aquellos momentos, Jamison y ella parecían más lejos que nunca de formar una familia. Esa mañana su marido había dejado caer no una sino dos bombas: tenía que regresar a Washington al día siguiente, y quería que pospusieran sus planes de tener hijos.

Aquello era lo último que habría esperado de él, y lo último que quería. Habían hecho prácticamente en silencio el viaje de dos horas en coche hasta allí. Claro que... ¿qué más había que decir? Su relación estaba oficialmente en punto muerto. Jamison insistía en que no deberían tener hijos hasta que fueran felices en su matrimonio, y Olivia no podía imaginar cómo podrían serlo hasta que no tuvieran un bebé. Ella, al menos, no podría serlo. No cuando Jamison cada vez pasaba más tiempo lejos de ella.

Habían planeado pasar juntos esa semana, pero él le había dicho esa mañana que no sería posible porque tenía que estar en Washington para ocuparse de una visita diplomática inesperada.