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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Annette Broadrick. Todos los derechos reservados.

UN HOMBRE EN LA NIEBLA, Nº 1516 - noviembre 2012

Título original: Man in the Mist

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1177-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

28 de noviembre de 1978

 

—Lo sé, lo sé —murmuró el doctor James MacDonald—, las contracciones son cada vez más rápidas y dolorosas —añadió en dirección a la chica tendida sobre la camilla de su consulta—. Lo estás haciendo bien, muy bien.

Aquella chica se había presentado en su consulta en plena noche. Estaba helada, corría un viento gélido por las Highlands de Escocia. El médico no la había visto jamás, pero al ver que estaba de parto la había hecho entrar a pesar de la hora. Su mujer, Margaret, estaba junto a ella, le limpiaba el sudor de la frente.

—Todo saldrá bien —comentó Margaret con cara de preocupación.

Tenía mucha fiebre. James le había dado la medicación más suave posible, la única que podía darle sin perjudicar a los bebés que estaban a punto de nacer. Su estado recomendaba ingresarla en un hospital, pero no podía moverla hasta que no hubiera dado a luz. Iba a tener trillizas, le había dicho ella.

—¿Cómo te llamas, preciosa? —preguntó James a la chica.

—Moira.

—Ah, Moira, ¿y dónde está tu marido?

Moira sacudió la cabeza y se echó a llorar, contestando:

—Está muerto. Vi a su hermano matarlo y huí. Tenía que salir corriendo antes de que me matara a mí también.

—Bueno, ya no tienes nada de qué preocuparte, querida. Estás a salvo con Meggie y conmigo —la tranquilizó James—. ¿Cómo se llama tu marido?

—Douglas, pero, por favor, no ponga su nombre en el certificado de nacimiento. Si lo hace, su hermano nos encontrará y nos matará —rogó Moira.

—Tranquila, aquí estás a salvo. Tú y tus bebés. Descansa todo lo que puedas. Creo que esas niñas están deseando salir al mundo.

—Son prematuras —informó Moira—. Mi médico me dijo que quería que pasara las dos últimas semanas de embarazo en el hospital, iba a ingresarme la semana que viene.

Moira gimió de dolor ante otra contracción. James MacDonald había ejercido la medicina en su ciudad natal, Craigmor, durante más de treinta años. Se había enfrentado a muchas situaciones críticas, pero la de aquella noche era particularmente difícil. La joven, que a su juicio no debía de tener más de dieciocho años, sufría una severa infección pulmonar, además de estar embarazada de trillizas.

Tras varias horas de parto, nacieron tres diminutas niñas perfectamente sanas. Margaret las lavó, las pesó, las arropó y finalmente las acostó a las tres en la misma cuna.

—Has tenido tres niñas preciosas, Moira —comentó James aliviado—. Tres bellezas, igual que su madre.

Moira trató de sonreír y cerró los ojos. Había cumplido su tarea, sus hijas habían nacido sanas y salvas. James la trasladó al dormitorio de invitados para que se recuperara mientras Margaret cuidaba de los bebés. Antes de quedarse dormida, Moira tomó a James de la muñeca con increíble fuerza, a pesar de su lamentable estado, y dijo:

—No permitas que él encuentre a mis hijas. Jamás debe encontrarlas. Las mataría —añadió con ojos febriles—. Por favor, no dejes que las encuentre.

—Tú y tus hijas estáis a salvo, Moira. Debes descansar y recuperarte. Tú misma cuidarás de ellas en cuento te pongas bien.

Moira lo miró. Sus ojos reflejaban un inmenso dolor.

—Amaba a Douglas tanto, que no quiero seguir viviendo sin él —susurró Moira.

—Tienes tres preciosas hijas de las que cuidar, Moira —insistió James con suavidad—. Ellas te necesitan.

—Por favor, búscales un buen hogar. Prométemelo —volvió a susurrar Moira—. Prométeme que protegerás a mis hijas.

—Eres tú quien debe protegerlas, Moira —contestó James alarmado—. Tómate tu tiempo, te recuperarás y podrás...

James dejó de hablar al darse cuenta de que Moira había perdido la conciencia. Jamás la recuperó. Era como si estuviera cansada de vivir y de luchar, y al final se rindiera. Le había dado a sus hijas la oportunidad de vivir, pero a partir de entonces serían James y Margaret quienes decidirían qué hacer con su legado. El legado de Moira. Ni siquiera sabían su apellido.

Capítulo 1

 

16 de octubre de 2003

 

Greg Dumas miró por el retrovisor del coche alquilado con una mezcla de frustración y resignación. Apenas veía más allá del cristal. Los limpiaparabrisas luchaban valientemente una batalla perdida contra la lluvia y la niebla.

Tras pasar varias semanas en Escocia, Greg se sentía como si estuviera en otro mundo. Un mundo de niebla y lluvia perpetuas. Hubiera debido quedarse en Craigmor a pasar la noche en lugar de intentar llegar al pequeño pueblo al oeste de las Highlands. No le había parecido que estuviera tan lejos en el mapa, pero no había tenido en cuenta que se trataba de una zona montañosa.

Estaba exhausto. Y la tos que había comenzado a padecer una semana antes había empeorado. Nada más aterrizar en Glasgow un mes antes no había dejado de moverse de un lado a otro. Había alquilado un coche en Edimburgo creyendo que volvería a Nueva York en tres días, pero en lugar de ello seguía buscando y buscando. Edimburgo había sido la primera parada de su búsqueda, y desde entonces había seguido las distintas pistas que había encontrado, recorriendo las Highlands de arriba abajo como un sabueso. Aquella tarde, nada más hacerse con una nueva pista, había salido disparado.

Su tos sonaba cada vez peor, como un barco hundiéndose. Además tenía la cabeza como un bombo, y le costaba respirar. Y para empeorar aún más las cosas, era casi medianoche y se había perdido. Creía haber seguido el mapa, pero según parecía debía de haber tomado otra de esas estrechas carreteras que no llegaban a ninguna parte.

Ni siquiera recordaba cuándo había visto luz por última vez. Por supuesto, con una niebla tan espesa, era posible incluso atravesar un pueblo sin darse cuenta. Manhattan no tenía nada que ver con Escocia.

No hubiera debido aceptar el encargo. Lo había pensado miles de veces. A pesar del dinero. En sólo tres años, desde el momento de abrir su propio gabinete como investigador privado, lo que había comenzado como una humilde oficina que daba trabajo a un solo hombre se había convertido en una firma de prestigio con varios empleados investigando. Todos ellos ex policías, igual que él. Y los administrativos también iban aumentando. En cuestión de un año, tendrían que mudarse a un local más grande.

Así que ¿por qué había accedido finalmente a encargarse de ese caso? No por dinero, aunque su clienta le hubiera ofrecido el doble de la minuta habitual y pagara además los gastos con la condición de que se ocupara personalmente del caso.

Al principio Greg había rechazado el trabajo. Nunca se había separado de su hija Tina más de una noche, y la idea de viajar a Gran Bretaña no le hacía gracia. Sin embargo Helen, la abuela de Tina, lo había convencido de lo contrario. Decía que tenía que trabajar menos, ver mundo. Además le había asegurado que cuidar de Tina sería divertido. Por eso había aceptado. Por supuesto, Greg se había hecho cargo del caso convencido de que encontraría las respuestas que buscaba en pocos días. En lugar de eso, en cambio, había seguido una pista falsa detrás de otra, acabando en un callejón sin salida.

Greg no hubiera sabido qué hacer si su suegra no le hubiera echado una mano y no hubiera cuidado de Tina tras la muerte de Jill. Helen jamás se metía en su vida, y cuando alguna vez le daba su opinión, Greg siempre le hacía caso.

Después de tres semanas en Escocia, Greg estaba completamente convencido de que había cometido un error aceptando el encargo. Lo que había creído un caso fácil, buscar a los padres naturales de su clienta, se estaba complicando. La búsqueda había acabado por convertirse en un misterio sin solución. Si la pista que estaba siguiendo no daba resultados, se rendiría y volvería a Nueva York. El resto de rastros que había seguido habían sido un fracaso.

En ese preciso momento lo único que deseaba Greg era subirse a un avión y volver a los Estados Unidos, dormir durante todo el trayecto sobre el Atlántico. Por desgracia era imposible. Estaba destinado a vagar por las Highlands escocesas al menos durante unos días.

Greg sabía que llevaba demasiado tiempo en la carretera, que había conducido durante demasiadas horas. Tenía que encontrar un lugar donde dormir, y cuanto antes. El frío y la humedad se le habían metido en los huesos, haciéndolo tiritar constantemente. Y el caso estaba perdido. Por desgracia para él, no tenía un abrigo adecuado. El frío y la humedad lo estaban matando.

Se había dirigido al oeste con la esperanza de encontrar a una mujer de mediana edad que se había retirado a vivir a un área aislada al noroeste de Escocia, pero no había podido encontrarla. Por lo que había podido averiguar en Craigmor, preguntando a los lugareños, esa mujer era su única esperanza.

Nada más llegar a Escocia, Greg había esperado poder entrevistarse con el abogado que había llevado la adopción de su clienta o, en todo caso, con el médico que la había ayudado a nacer. Esperaba que al menos uno de los dos le diera el nombre de sus padres biológicos.

En primer lugar había tratado de ponerse en contacto con el abogado, Calvin McCloskey. Greg se había dirigido a la dirección que figuraba en los documentos oficiales. Allí seguía habiendo un gabinete de abogados con el mismo nombre, pero el socio con el que había hablado le había dicho que esos documentos de adopción habían sido firmados hacía veinticinco años y que, por supuesto, todos los abogados de entonces estaban muertos o jubilados.

Greg se había asustado, temiendo que el señor McCloskey estuviera muerto. El socio le había dicho, sin embargo, que el anciano Calvin seguía vivito y coleando. Incluso le había dado la dirección de su casa y le había deseado suerte.

Pero Greg no había tenido demasiada suerte. Había hablado con la sirvienta del señor McCloskey, que le había explicado que el anciano se había marchado de pesca. La sirvienta no sabía adónde había ido ni cuándo volvería, así que no le había quedado más remedio que esperar.

Esperar al abogado o ir en busca del médico, ésas habían sido las alternativas. Sin embargo Greg no había podido constatar en ninguna parte que el doctor MacDonald siguiera ejerciendo como médico en Edimburgo, así que por ahí no podía seguir buscando. Sólo cabía esperar al abogado.

Mientras tanto Greg se había dedicado a hacer turismo. Los castillos estaban magníficamente conservados, y la historia del lugar resultaba fascinante. En una semana Greg se había acostumbrado al acento escocés. Y a dirigirse a la derecha, en lugar de a la izquierda, cuando iba a subirse al coche de alquiler. Por fin, a finales de la segunda semana, el señor McCloskey le dejó un mensaje en el hotel. Podían entrevistarse al día siguiente.

La entrevista sería en la casa del abogado, que era un hombre amable pero excesivamente reservado. Frustrantemente reservado, a gusto de Greg. Nada más explicarle el motivo de su viaje, el abogado pareció perder todo interés. No podía ayudarlo.

El señor McCloskey le dio diversas excusas. Entre ellas, por ejemplo, que sus archivos estaban almacenados y que le resultaba imposible buscar un expediente en concreto. Greg comprendía que después de veinticinco años encontrar un expediente en particular fuera difícil, pero la actitud del abogado resultaba sospechosa.

El señor McCloskey había comenzado a hacerle preguntas sobre su clienta, quería saber su nombre y todo lo que pudiera contarle.

Tras explicarle que, éticamente, él no podía darle esa información, Greg pasó a enseñarle los documentos de adopción, señalando que en ellos no figuraba ni el nombre ni los apellidos de los padres biológicos. Era un detalle poco habitual en un documento así, y esperaba que el abogado pudiera arrojar cierta luz sobre el asunto.

Entonces Calvin McCloskey había suspirado y se había reclinado en el sillón. Se había mesado la barba con aire pensativo y había mirado por la ventana. Luego se había vuelto hacía él y había dicho:

—No saldrá nada bueno de esta investigación. ¿Por qué no vuelve a Nueva York y le dice a su clienta que sus padres son los que la criaron y le dieron un hogar?

—Habla usted como si conociera a sus padres de adopción —había comentado entonces Greg.

—Y los conozco, joven. Son una buena pareja, con recursos.

—En ese caso usted debe de conocer a los padres biológicos. ¿Cómo iba usted a saber, si no, que mi clienta fue dada en adopción a esa pareja precisamente?

El señor McCloskey enlazó las manos y sacudió la cabeza, diciendo:

—El médico que asistió al... al parto me pidió mi colaboración.

—Sí, el doctor MacDonald —contestó Greg—. ¿Sabe usted cómo podría ponerme en contacto con él?

—Dudo que él pueda ayudarlo... Ni él, ni su mujer... Los dos están enterrados en el cementerio de Craigmor.

—¿El doctor MacDonald ha muerto? —preguntó Greg.

—Sí, fue un día terrible cuando me enteré de su repentina muerte —contestó McCloskey sacudiendo la cabeza.

El abogado expresaba por primera vez cierta emoción en su forma de hablar. Greg, intrigado, preguntó:

—¿Qué ocurrió?

—Jamie y yo éramos compañeros de colegio, y seguimos en contacto a lo largo de los años. Lo conocía bien. Por eso no me sorprendió enterarme de que él y Meggie murieron ayudando a otras personas a salvarse. Habían ido a Irlanda a visitar a unos amigos, según me contaron. En el trayecto de vuelta el ferry tuvo una avería, nadie sabe exactamente porqué, y se hundió.

El abogado se quedó absorto unos instantes, y luego continuó:

—Los supervivientes contaron que la actitud de Jamie había sido heroica, que se había negado a abandonar el barco hasta que todos los pasajeros hubieran subido a un bote salvavidas. Por supuesto Meggie estuvo a su lado todo el tiempo, como lo había estado toda la vida.

El abogado hizo una pequeña pausa y siguió con el relato:

—Una mujer me contó que ella y sus dos hijos habrían perdido la vida de no ser por ellos. Los ayudaron a salir de donde estaban atrapados, y los subieron al bote salvavidas. La mujer les rogó que subieran al bote con ella, pero Jamie y Meggie no quisieron escucharla. Había más personas a las que ayudar. La última vez que los vio, se dirigían a la cubierta principal. El barco se hundió minutos después.

De nuevo el señor McCloskey hizo una pausa.

—Para cuando llegaron los servicios de rescate, no había nada que hacer. Lo único que me consuela, a pesar de la tragedia, es pensar que murieron juntos. Dudo que ninguno de los dos hubiera sobrevivido mucho tiempo al otro.

Greg continuó en silencio. Era evidente que el señor McCloskey estaba recordando el pasado, los felices días en que eran jóvenes. Finalmente Greg comentó:

—¿Sabe, señor McCloskey?, estoy convencido de que el doctor MacDonald hubiera querido que mi clienta conociera a sus padres biológicos. Dígame, ¿ejercía en Edimburgo?

—No, volvió a Craigmor, su ciudad natal, nada más terminar los estudios. Ejerció allí durante años, era el único médico en muchos kilómetros a la redonda.

Craigmor, ésa era su única pista. No era maravillosa, pero sí lo suficientemente buena como para que mereciera la pena ir a preguntar a los lugareños si alguien recordaba algo. Greg estaba ya convencido de que el abogado no le diría nada más cuando, de pronto, el señor McCloskey se puso a hablar:

—Hace ya casi veinticinco años, Jamie. ¿No hemos protegido suficientemente a esas criaturas? Quizá haya llegado el momento de dejarlas reunirse de nuevo.

Greg estaba convencido de haber oído mal. El abogado hablaba para sí mismo.

—¿Había más de una? —preguntó Greg en voz baja, nervioso ante el descubrimiento, rogando por que el abogado continuara hablando con el fantasma del médico.

El señor McCloskey asintió, se quitó las gafas y las limpió. Se tomó su tiempo antes de contestar:

—Eran trillizas, fue un momento terrible. Tuvimos que tomar una de las decisiones más difíciles de nuestra vida. Sabíamos que lo más importante era buscarle a esas niñas un hogar rápidamente, y sobre todo lo más alejado posible de la zona.

—Y por eso tuvieron que separarlas —concluyó Greg.

—Sí —asintió Calvin—, teníamos que protegerlas.

—¿De qué tenían que protegerlas? —preguntó Greg con curiosidad.

—El padre de las niñas había sido asesinado por su hermano la noche antes de que ellas nacieran. La madre, embarazada, huyó buscando un lugar seguro. Para cuando llegó a Craigmor, estaba en unas condiciones lamentables. Estaba asustada, destrozada, y sufría una fuerte pulmonía. Murió poco después de dar a luz. Estaba aterrada ante la idea de que el hermano de su marido la encontrara a ella y a las niñas y las matara. Le rogó al doctor MacDonald que las protegiera.

—¿Se enteró usted del nombre de los padres biológicos durante el proceso de adopción? —preguntó Greg.

—No, nadie lo supo nunca. La madre se llamaba Moira, pero no dijo su apellido. Su marido se llamaba Douglas. MacDonald no sólo no descubrió jamas los apellidos, sino que ni siquiera logró averiguar nunca de dónde procedía la madre. Era evidente que debía ser cauto con las averiguaciones, no debía despertar sospechas.

Greg tomó notas. Se preguntaba cómo le contaría todo eso a su clienta que, evidentemente, era una de las trillizas. Sólo esa noticia sería un shock.

—Jamie y Meggie se tomaron muchas molestias para proteger a las niñas de su tío —continuó el abogado con tristeza.

Greg se puso en pie y estrechó su mano.

—Gracias por haber sido sincero conmigo, señor McCloskey. Tengo que admitir que me han surgido más interrogantes que respuestas, pero estoy convencido de que me ha dado usted una buena pista.

McCloskey se puso en pie y tomó su mano, preguntando:

—¿Qué pista?

—Tendré que buscar a los parientes del doctor MacDonald y preguntarles si se acuerdan de algo. Ha dicho usted que vivía en Craigmor, ¿verdad? Continuaré investigando allí.

—Dudo mucho que encuentre respuestas allí, joven —contestó McCloskey ajustándose las gafas, irritado ante la idea de que Greg siguiera buscando.

—Puede ser, pero debo agotar todas las posibilidades mientras esté en Escocia.

El abogado había sido correcto y educado, eso era cierto. Pero jamás había conocido a un puñado de gente tan reacia a hablar, se dijo Greg mientras se esforzaba por ver la carretera a través del parabrisas. Todo el mundo en Craigmor había negado rotundamente que hubieran nacido trillizas allí jamás. ¿Cómo era posible? ¿Se había inventado McCloskey la historia para librarse de él? Eso resultaba difícil de creer. Al principio el abogado se había mostrado muy reticente a hablar, así que era dudoso que finalmente se hubiera inventado un cuento. A Greg no se le daba mal juzgar a la gente, y estaba convencido de que el abogado decía la verdad.

Por eso, al mencionar un lugareño a la hija del doctor MacDonald, Greg había decidido buscarla. Ojalá no lo hubiera hecho, ojalá hubiera vuelto a casa. Podía haberle dicho a su clienta que era imposible encontrar la pista de sus padres en Escocia.

Sin embargo, en conciencia, Greg no podía hacerlo. Porque aún quedaba una posibilidad, por difícil que pareciera. Quizá la hija del médico, Fiona MacDonald, recordara algo acerca del nacimiento de trillizas. ¿Y si no era así? Bueno, no le quedaba más remedio que probar. Era su única pista, no la podía desechar.

Greg sufrió otro ataque de tos que lo obligó a reducir la velocidad. Al menos no tendría que preocuparse por chocar con otro coche de repente. Ningún ser inteligente se aventuraba a viajar por allí a esas horas de la noche en esas condiciones. Lo cual no hablaba precisamente a su favor.

Minutos después Greg creyó estar alucinando cuando vio la niebla espesarse formando unas alas y señalar a la derecha. Unos pocos metros más allá vio un desvío a una carretera aún más estrecha. A pesar de la escasa visibilidad, Greg vio que esa otra carretera subía. No había ninguna señal, pero el instinto lo urgía a tomarla. Quizá encontrara una granja en la que preguntar por el pueblo más cercano.

Sin cuestionar siquiera su decisión, Greg tomó la desviación a la derecha. Era una carretera comarcal de un solo carril. Tenía mojones de piedra a los lados, lo cual hacía imposible transitar a dos coches por allí. ¿Qué hacer si se tropezaba con alguien? Sin duda uno de los dos se vería obligado a dar marcha atrás. No había ni luces, ni señales. No tropezaría con nadie a esas horas.

 

 

Fiona MacDonald estaba sentada junto a la chimenea de su pequeña cabaña de madera, acurrucada en un sillón leyendo la última novela de una de sus autoras favoritas. Sumida en el imaginario mundo que retrataban sus páginas, había perdido la noción del tiempo. Tenía una manta sobre el regazo que Tiger, el gato de rayas, había tomado por su cama. El gato estaba profundamente dormido. Junto al sillón, McTavish, el mastín, se calentaba.