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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

UN HÉROE PARA LA HEREDERA, Nº 76 - abril 2013

Título original: Fortune’s Hero

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3041-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

 

Mantente lejos de esos vaqueros, son hombres nómadas…

La letra de la canción country apareció en su cabeza en cuanto vio al hombre alto y de ojos azules que pasó a su lado en la terminal del pequeño pero ajetreado aeropuerto privado de Red Rock, Texas.

Él vio que lo miraba, titubeó un segundo y le guiñó un ojo. Sin duda era uno de esos nómadas de los que tenía que mantenerse alejada. Se tocó el Stetson negro con un dedo y desapareció de su vista.

Entonces golpeó el tornado. Ese sombrero negro fue lo último que vio antes de que algo arrancara el tejado y el rugido del aire pareciera succionarlo todo, incluida ella, tirando y arrastrando de su cuerpo. A su alrededor, la madera y el metal volaban, se estrellaban y rebotaban.

Primero sintió dolor, luego pánico. No podía respirar, no podía llenarse los pulmones lo bastante para gritar. Ruido. Mucho ruido. Y de repente ningún sonido.

El silencio casi daba miedo. Gradualmente oyó llantos, a gente gritando y a otros llamando.

Tenía la mejilla apoyada contra el frío suelo de cemento. Intentó moverse pero no podía. El sonido de alguien que corría hacia ella hizo que se despejara un poco. Un hombre se tiró al suelo a su lado, con el rostro entre las sombras: su héroe, quienquiera que fuese.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Me duelen las piernas —consiguió decir, moviendo los dedos de los pies y notando cómo se movían dentro de las botas de tacón alto. Los cascotes le impedían mover las piernas.

Él se levantó de un salto.

Ella estiró el brazo para agarrarlo, pero solo tocó aire.

—No me dejes. Por favor, no…

Pero no se marchó. Le quitó peso de encima, metal retorcido, trozos de madera y laminado.

—¿Puedes arrastrarte hacia fuera? —preguntó el gigante de hombre que había levantado él solo gran parte del peso que la aprisionaba.

Ella no tenía a qué agarrarse. Intentó clavar su inútiles uñas pintadas en el suelo, pero no encontró punto de tracción. Contuvo el aliento ante el inesperado dolor que le produjo moverse y se esforzó un poco más, intentando arrastrarse sobre el estómago, como un soldado. Justo cuando empezaba a pensar que estaría allí atascada para siempre, él agarró su brazo y la sacó de debajo de los escombros. Sus pies quedaron libres del desastre justo antes de que todo se desplomara. Él la levantó en sus fuertes brazos y se alejó corriendo mientras todo el edificio crujía y gemía.

—¿Mi familia? —preguntó ella con pánico.

—Están allí —él ladeó la cabeza.

Empezaba a identificar a sus parientes cuando la parte del edificio que acababan de abandonar se desmoronó con un gran estruendo. Si él hubiera tardado un minuto más, ella habría quedado enterrada viva. Se apretó contra él, demasiado abrumada para poder hablar.

—Te tengo —dijo el desconocido—. Estás a salvo.

Ella por fin se dio cuenta de que era el vaquero. El hombre que le había guiñado el ojo. No lo había reconocido sin el sombrero.

—Pronto llegará ayuda —dijo él, con voz consoladora.

Cuando la bajó al suelo, sin llegar a soltarla, ella alzó la vista. Trozos de cielo asombrosamente despejado reemplazaban porciones de tejado de la estructura de dos pisos. Ella estaba sentada al otro extremo de la habitación. Le asombró la distancia a la que había sido lanzada por el tornado.

—¿Crees que podrás mantenerte en pie sola?

—Creo que sí —sus ojos le llegaban a la altura del pecho. Miró, hipnotizada, la corbata de bolo que llevaba puesta, de plata labrada y ónice, antes de alzar la vista hacia él.

—Estarás bien —dijo él, soltándola y mirándola con ojos comprensivos.

Antes de que la abandonara, ella agarró el bolo de su corbata y tiró de ella para darle un rápido beso de agradecimiento, que acabó antes de empezar. Tenía el corazón atravesado en la garganta, impidiendo que las palabras que quería decir salieran por su boca. Ni siquiera pudo preguntarle su nombre, o decirle el suyo.

Puso las manos en sus hombros y retrocedió. Durante un instante sus ojos se encontraron, después él se alejó corriendo. Ella se quedó paralizada durante un minuto, antes de volver a fijarse en lo que la rodeaba. Parecía una zona de guerra. Parte de su familia, sentada, parecía en estado de shock; otros corrían de un lado a otro. Había maletas por todos los sitios. Lo que había sido un pequeño avión estaba clavado en el suelo a seis metros de donde ella había estado sentada cuando golpeó el tornado.

Cuando volvió a la terminal, no vio ni rastro del vaquero. Transfigurada, fue hacia el equipaje, con la intención de juntarlo todo, necesitando algo que hacer. En ese momento, oyó sirenas que se acercaban y, tambaleándose, fue hacia el sonido, agitando la mano.

Victoria Fortune se despertó de golpe, sudando, con las sábanas revueltas, el cabello oscuro pegado a la piel. Había vuelto a tener el sueño, el mismo sueño vívido y detallado. El tornado había golpeado Red Rock, Texas, el treinta de diciembre. Ella iba a emprender la vuelta a casa tras actuar como dama de honor en la boda de su prima Wendy. Habían pasado tres meses y Victoria estaba a salvo en su propia cama, en su casa de Atlanta, Georgia. Tres meses y seguía soñando con el incidente.

Y con él. Ni siquiera conocía su nombre, nunca le había dado las gracias, el hombre que podía haber muerto con ella ese día, pero que la había rescatado sin pensar en su propia seguridad.

Estaba cansada, físicamente enferma por las constantes pesadillas y la pérdida de sueño. Incluso durante el día la asaltaban visiones de destrucción y la sensación surrealista del tornado arrastrándola por el suelo.

Tal vez esa había sido peor porque la noche anterior había hablado con su prima Jordana, que había sufrido sus propios traumas, y habían estado de acuerdo en que Victoria fuera a Red Rock para enfrentarse a sus problemas juntas. Apoyarse la una a la otra.

Victoria miró el reloj y apartó la ropa de cama; tenía que empezar a hacer la maleta para su vuelo de última hora de la mañana. Iba a enfrentarse al pasado y aprender a controlar la experiencia de haber estado al borde de la muerte. También tenía que darle las gracias a su héroe, hacía tiempo que se las debía.

Antes telefoneó a sus padres para decirles que no asistiría al habitual desayuno-almuerzo familiar del domingo.

—El banco de la iglesia estaba casi vacío esta mañana —le dijo su padre, James Marshall Fortune, que había contestado la llamada.

—Lo siento, papi. Me he dormido.

—Sales demasiado de fiesta —rezongó él, pero con tono suave. Al ser la menor, y la única hija, Victoria se salía con la suya mucho más a menudo que sus cuatro hermanos. A veces utilizaba eso para su ventaja.

—¿Qué significa «demasiado»? —preguntó Victoria con voz dulce, haciendo un esfuerzo por su adorado padre. Incluso él había estado muy preocupado por ella.

—¡Ja! Te esperaremos. Tus hermanos tampoco están todos aquí aún. Solo Shane.

Victoria salió al balcón de su dormitorio. Vivía en la planta decimoquinta.

—No voy a ir, papi. Me marcho a Red Rock dentro de un par de horas.

—Pensaba que habías decidido no ir a la fiesta.

—No fui. La fiesta fue anoche, pero Jordana y Emily siguen en casa de Wendy. Vamos a pasar unos días entre chicas, las cuatro primas. Bueno, también con el marido de Wendy y la bebé. Por favor, dile a Shane que me voy a tomar unos días de vacaciones, ¿de acuerdo?

—Tu hermano es tu jefe. Si necesitas tiempo libre, tienes que arreglarlo tú con él. Y estoy seguro de que tu madre también tendrá algo que decir.

—Sí, señor.

Su padre le hablaba como si fuera una niña de dieciséis años, en vez de una licenciada universitaria de veinticuatro años que vivía sola y tenía un buen trabajo, al menos mientras pudiera mantenerlo. Últimamente no había estado a la altura, eso era innegable.

—Shane ha oído a tu padre y dice que hay buenas noticias —dijo su madre, poniéndose al teléfono—. ¿Qué pasa, cariño?

Victoria repitió lo que le había dicho a su padre.

—Sigues teniendo pesadillas —aventuró su madre.

—Sí, señora. No están desapareciendo por sí solas.

—¿Y qué me dices de ese hombre, el vaquero que te rescató? ¿Vas a ir a verlo?

—Tengo que darle las gracias. Me ha estado reconcomiendo no haberlo hecho. Creo que eso es parte de mi problema.

—Entiendo que podría ayudarte. ¿Vas a ir en el jet de la compañía?

—Tendría que aterrizar en Red Rock y no estoy lista para eso —Victoria cerró los ojos—. Volaré a San Antonio y alquilaré un coche.

—Llámame si me necesitas. Creo que es bueno que hagas esto, cielo. Es importante. Últimamente se te ve muy cansada.

—Gracias, mamá —Victoria pensó para sí que era más que «bueno». Era necesario. Llevaba semanas sin poder ocuparse de un grano de arena, y mucho menos de montañas.

Horas después llegó conduciendo al centro de Red Rock y aparcó delante de la bonita casa de tres dormitorios de Marcos y Wendy Mendoza. Wendy había hecho su magia en el lugar, convirtiendo una casa de soltero en casa familiar, una divertida mezcla de estilos contemporáneo y tradicional. Victoria notó que también había trabajado en el jardín; lo que había estado yermo en diciembre, cuando se celebró la boda, empezaba a florecer con acogedora belleza primaveral.

Wendy salió al porche delantero. Con veintidós años, era dos más joven que Victoria y tenía el mismo pelo largo y castaño y ojos marrones. Era más abierta y burbujeante que Victoria pero, siendo primas carnales, habían estado siempre tan unidas como hermanas. Ocurría igual con Jordana y Emily, las hermanas de Wendy.

—¿Dónde está la estrella del show? —preguntó Victoria después de darle un abrazo a Wendy.

—Durmiendo. Por fin —contestó Wendy—. Marcos está trabajando.

—¿Y tus hermanas? —preguntó Victoria cuando entraron en la casa.

—Emily ha salido a dar un paseo. Jordana se ha marchado.

—¿Se ha ido? —Victoria se quedó parada—. ¿Cuándo? ¿Por qué? Hablé con ella ayer por la noche. Me dijo que me esperaría.

—No sé qué ocurrió. Se marchó justo después de comer. La verdad, Vicki, Jordana ha estado rarísima todo el tiempo. Em también lo ha notado. Estamos preocupadas por ella. ¿Te ha dicho a ti lo que le ocurre?

Sí lo había hecho, pero Victoria no podía contar los secretos de Jordana. Así que Victoria hizo un ruidito poco comprometedor y comprobó los mensajes de su teléfono móvil; no tenía ninguno de Jordana.

—Puedes dormir con Em en vez de en el hotel, ahora que Jordana se ha ido. ¿Te apetece un té? —preguntó Wendy—. Podríamos sentarnos al sol en el porche acristalado.

—Sí, bien —dijo Victoria, intentando mostrar algo de entusiasmo por cortesía con Wendy.

—Te veré en el porche en un minuto —puso una mano sobre el brazo de Victoria—. ¿Estás bien?

—Sí estoy bien. Muy bien. ¿Por qué me pregunta todo el mundo lo mismo? —cerró los ojos y rechinó los dientes—. Lo siento, Wendy, de verdad. No sé si estoy bien. Solo sé que hace meses que no soy yo misma. Espero que estas sean las vacaciones que necesito.

Victoria llevó su maleta a la habitación de invitados. Se preguntaba cómo había sido capaz Jordana de marcharse sin dejarle ni una nota. Se necesitaban la una a la otra.

Y ella necesitaba el nombre de su rescatador. Necesitaba verlo y darle las gracias. No tenía ganas de charlar, pero sabía que los buenos modales requerían que, antes de nada, pasara algo de tiempo con su anfitriona.

Victoria echó una ojeada a la habitación del bebé, y atisbó un bultito rosa en la cuna. Temiendo despertar a MaryAnne, de seis semanas de edad, se alejó de puntillas.

—Me sorprende que Emily siga aquí —le dijo Victoria a Wendy, ya sentadas en el porche acristalado—. Lleva semanas aquí contigo. ¿Cuánto tiempo puede pasar sin volver al trabajo?

—He dejado de hacerle esa pregunta. Supongo que sabe lo que hace. Ha sido una gran ayuda desde que trajimos a MaryAnne a casa. Al ser prematura, era diminuta, pero perfecta. Emily es maternal por naturaleza. Me ha tranquilizado —Wendy miró a su alrededor—. Pero, la verdad, creo que Marcos ya tiene ganas de que los tres nos convirtamos en una unidad familiar.

Victoria se enderezó en la silla.

—Es lógico que lo quiera. Y tú también, seguro —Victoria lo entendía, porque ella solo quería hablar con el desconocido que la había salvado—. Animaré a Em para que se vaya a casa y yo me trasladaré al hotel. Estamos siendo demasiado…

—Para. Por favor, Vicki, no me refería a ahora mismo. Marcos se alegra de que haya tenido compañía, porque él pasa muchas horas en el restaurante. Solo quería decir que creo que ya estamos listos para establecer nuestra propia rutina. Pero no esta semana. Aún no.

—Bueno, solo pretendo quedarme unos días. Le diré a Em que se vaya conmigo.

—No hace falta, Vicki. En serio. Creo que se está escondiendo aquí, pero no sé por qué. Y está lo de Jordana…

—Que se ha convertido en el mayor misterio de todos —dijo Emily, entrando en la habitación. Era alta, rubia y de ojos verdes, pero no por ello dejaba de parecerse a los Fortune—. Eh, Vicki —se inclinó para dar un abrazo a su prima mientras miraba a Wendy—. No me estoy escondiendo aquí, hermana mía. He estado ayudando. Y he estado trabajando desde aquí. Tienes un aspecto horrible, Vicki.

—Vaya, muchas gracias.

Emily se encogió de hombros.

—¿Sigue dormida MaryAnne? —preguntó.

—Como un bebé —dijo Wendy con una sonrisa.

Las mujeres empezaron a conversar, como habían hecho toda su vida. Sus padres eran hermanos, genios de las finanzas de Atlanta, que se habían hecho a sí mismos, y poseían empresas distintas que no competían la una con la otra. De hecho, era sorprendente que las primas se llevaran tan bien, teniendo en cuenta que sus padres no se hablaban. En los eventos familiares, los hermanos se ignoraban. Solo ellos dos sabían lo que había ocasionado su distanciamiento.

—Dime, Vicki —dijo Emily—, ¿por qué has venido hoy, en vez de llegar a tiempo para la fiesta anoche?

«Porque mi salud mental dependía de ello», pensó Victoria.

—Jordana y yo hablamos ayer por la noche, y me convenció para que viniera.

—¿Te ha dicho lo que le pasa?

—¿Lo que le pasa? —preguntó Vicki con inocencia.

Wendy y Emily intercambiaron una mirada.

—No tiene buen aspecto —dijo Emily—. De hecho, lo tiene mucho peor que tú. Estamos muy preocupadas.

—Yo creo que está bien —contestó Victoria—. Está solucionando algunas cosas. No, no preguntes. No está enferma —decidió cambiar de tema. No podía esperar ni un minuto más—. ¿Descubrió Marcos quién me sacó de debajo de los escombros? Me gustaría hablar con él.

—Está bastante seguro de que fue Garrett Stone.

Garrett Stone. El corazón de ella se saltó un par de latidos. Por fin tenía un nombre para él, un nombre fuerte, sólido. Heroico.

—¿Dónde vive?

—Tiene un rancho, por llamarlo de alguna manera, en las afueras de la ciudad. Lo llama «Refugio de Pete». Nació y se crio en Red Rock, pero ha dejado la zona en un par de ocasiones, durante varios años cada vez. Por lo visto, ha habido rumores sobre él.

—¿De qué tipo?

—Para empezar, estuvo involucrado en algún tipo de escándalo con una joven. Eso lo obligó a dejar la ciudad la primera vez. Otro tema es que nadie sabe cómo se gana la vida. Además, es un solitario. Tiene perros y algunos caballos. Los animales vagabundos gravitan hacia él.

Victoria recordaba que era un hombre de pocas palabras y también que sus manos la habían tocado con delicadeza.

—¿Podrías decirme cómo ir a su rancho? Me gustaría ir ahora.

Ya que estaba allí, quería acabar con el asunto de una vez. Verlo. Darle las gracias. Recuperar su vida.

—Puedo llamar a Marcos y preguntárselo —dijo Wendy—. Pero creo que sería mejor que uno de nosotros de acompañara.

—¿Por qué?

—Por si es grosero o algo.

—¿Grosero en el sentido de apuntarme con un rifle desde el porche, o simplemente brusco? No puede ser totalmente incivilizado. Al fin y al cabo, me salvó la vida. Además, no es que yo carezca de encanto, ¿sabes? —bromeó, agitando las pestañas.

—Dudo que haya algo en tu pasado que te haya preparado para Garrett Stone —dijo Wendy—. Acéptalo, Vicki, tu cordialidad proviene en gran medida de haber tenido una muy buena vida. Nos pasa a todas. Si esperas que te reciba con los brazos abiertos y escuche tu avalancha de gratitud, estás muy equivocada. Por lo que sé, la gente no suele ir a su rancho. Tiene que haber una razón para eso. No estoy segura de que vaya a ser amable contigo.

—No soy ninguna princesa —dijo Victoria, cruzándose de brazos—. Si no quiere escuchar lo que tengo que decir, peor para él. Al menos yo habré hecho lo que necesito hacer.

—Vaya, pues sí que estás cortante.

—Perdonad mi actitud —Victoria hizo acopio de paciencia—. Este asunto me ha estado pesando mucho.

—Ya lo veo. Lo que me parece es que tienes un ataque de adoración del héroe, una fantasía sobre él que has creado en tu mente sin conocer toda la verdad —dijo Emily—. Y aunque no llevamos corona, las chicas Fortune hemos sido protegidas y mimadas desde que nacimos. No puedes negarlo. Los hombres de Red Rock son distintos de los de nuestro círculo social en Atlanta.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Has sido rechazada alguna vez, Vicki?

—Claro que sí. Pero no es como si esto fuera un vínculo de amor. Solo tengo unas cuantas cosas que decir —Victoria, en el fondo, sí que había fantaseado sobre él, el héroe que se la llevaba muy lejos.

—Vale, entonces —Emily alzó las manos con gesto de rendición—. Por lo menos ya sabes qué te puedes encontrar si vas allí.

Victoria frunció el ceño, pensativa. Era cierto que había sido rechazada. No por nadie que le importara, pero eso era porque tampoco había estado enamorada. Tal vez por eso no había desarrollado ninguna relación de larga duración, lo que había irritado a sus padres una barbaridad. Aunque era un concepto anticuado, se había esperado de ella que encontrara a su futuro marido mientras estaba en la facultad. Sus padres eran de la vieja escuela, con expectativas tradicionales, y ella no las había cumplido. La situación era distinta con su cuatro hermanos mayores, que seguían solteros y sin que su estado civil tuviera la menor importancia.

Veinte minutos después, equipada con las instrucciones de Marcos, Victoria se puso en marcha. Llevaba con ella una botella de un premiado whisky escocés de malta de dieciocho años. Ella nunca lo había probado, prefería las bebidas dulces y afrutadas, pero la mayoría de los hombres que conocía alababan el whisky.

No era un trayecto muy largo, pero sí cada vez más desolado. Empezó a preguntarse por qué alguien querría vivir tan lejos de la civilización. A ella le gustaban las comodidades, y eso incluía tiendas y restaurantes a una distancia que pudiera recorrer a pie, y teatro y ópera lo bastante cerca para asistir con frecuencia. Esa era la razón de que viviera en un piso en el centro de Atlanta. Adoraba la acción.

Finalmente, vio el buzón de correos que Marcos había indicado en sus instrucciones. Entró en la propiedad. No había ningún indicador que anunciara que había llegado a Refugio de Pete, ninguna carretera de entrada vallada que le diera la bienvenida; solo un largo camino de tierra. Tras seguirlo durante un minuto, vio un corral con tres caballos y unos perros empezaron a ladrar; algunos corrieron hacia su coche. Ella redujo la velocidad, temiendo golpear a alguno. Por lo visto, Garrett Stone acogía vagabundos, pero no los adiestraba bien. O tal vez no estuviera en casa para llamarlos…

Pero sí estaba. En ese momento salía andando de un establo. Paseando, con esas zancadas que asociaba con los vaqueros, determinadas pero tranquilas. Era tan alto como ella recordaba, unos treinta centímetros más que ella, que medía un metro sesenta y cuatro.

Paró el coche delante de su casa, estilo rancho, de una sola planta, vieja pero bien cuidada. Él se detuvo ante el vehículo y la miró a través del parabrisas, como si no la reconociera. Aún no había llamado a los perros, que saltaban y ladraban. Ella se sentía aprisionada en el coche.

Por fin, movió una mano y todos los perros apoyaron las cuatro patas en el suelo y dejaron de ladrar. Se acercaron a él. Tras otro movimiento de la mano, todos los perros menos dos pusieron rumbo al establo.

Victoria bajó la ventanilla.

—¡Hola! —gritó—. Seguramente no me recuerdas. Soy Victoria Fortune. Del aeropuerto. ¿Del día del tornado?

—Te recuerdo —el sombrero ocultaba su rostro en parte, así que ella no pudo juzgar su reacción, pero le pareció que fruncía el ceño.

—¿Me atacarán los perros si salgo del coche?

—Probablemente no.

Ella esperaba que le guiñara un ojo, como había hecho en el aeropuerto, pero su expresión permaneció impasible, sin que nada indicara si bromeaba o no. Aunque no estaba muy segura de ser bienvenida, agarró su regalo y abrió la puerta. Al comprobar que los perros no gruñían, bajó del coche contenta de haberse puesto pantalones vaqueros y botas, porque así encajaba mejor en el entorno. Él siguió sin moverse.

—Estaba en el vecindario… —empezó ella. Nerviosa, se sacudió unas motas de polvo de los vaqueros por hacer algo, mientras deseaba que él se hiciera cargo de la conversación.

Él torció la boca, pero ella no supo si era una muestra de disgusto o de humor.

Estiró el brazo con la botella de whisky hacia él, por lo visto con demasiada fuerza. Lo golpeó en el estómago y rebotó contra sus obviamente fuertes músculos abdominales. Él llevó la mano a la botella, que cayó hacia el suelo.

La atrapó cuando estaba a la altura de sus rodillas.

—¡Uf! —dijo ella con una sonrisa—. ¡Buena captura!

Él miró la botella. Si sabía lo cara que era, no lo demostró; esperó a que ella hablara. O a que se marchara, supuso Victoria.

—¿Te parecería bien que entráramos? —preguntó ella.

—¿Por qué?

—Me gustaría hablar contigo.

—Este sitio es tan bueno como cualquier otro. Estás interrumpiendo mi trabajo.

—¿Qué haces?

—Esto y aquello.

Ella cruzó los brazos. Aunque su aspecto fuera igual que el del hombre del aeropuerto, ya no parecía de los que guiñaban ojos a la gente.

—Estás disfrutando con esto, ¿verdad?

—¿Con qué?

—Con la actitud de vaquero taciturno. Manteniendo vivo el mito.

—Taciturno. Esa es una palabra difícil, señora.

¡Aja! Por fin veía un destello en sus increíbles ojos azules. Estaba jugando con ella. Seguramente había decidido que no era más que otra cara bonita.

—Algo me dice que conoces su definición muy bien, pero vale. Tú ganas. He venido a darte las gracias por salvarme la vida.

—Ya me las diste hace tres meses.

—No, no lo hice.

—Me besaste. Eso lo dijo todo. No puedo decir que fuera el mejor beso que me han dado en mi vida, pero entendí lo que querías expresar con él.

Ella entrecerró los ojos, ofendida.

—Si hubiera querido besarte de forma memorable, lo habría hecho, pero te garantizo que puse más emoción en ese beso que en ningún otro que haya dado nunca.

—Vaya, pues eso es de lo más triste.

—¡Yo beso bien!

—Si tú lo dices, señora —se tocó el ala del sombrero—. Que tengas un buen viaje de vuelta a casa —se alejó de ella.

—¿Sabes una cosa, vaquero? —le gritó ella—. En el sitio del que vengo, es una grosería dejar plantada a una visita.

—En el sitio del que vengo yo, princesa —contestó él por encima del hombro—, es una grosería presentarse sin invitación.

Capítulo 2

 

Garrett no ralentizó el paso. Su viejo perro de caza, Pete, trotó a su lado sin dejar de mirar a la mujer que había expresado sonoramente su indignación por su brusca retirada. La verdad era que ella lo tentaba sobremanera, y temía que si la invitaba a entrar, aunque fuera un segundo, caería bajo su hechizo. Era obvio que la mujer era sinónimo de problemas, con P mayúscula.

En el momento en que la había visto en el aeropuerto, hacía tres meses, había sido como si le dieran un puñetazo en el estómago. Unos segundos después se había recuperado lo suficiente para guiñarle un ojo, pero había seguido andando porque le habían dado ganas de iniciar una conversación y eso habría sido un gran error. Ella no era en absoluto su tipo, lo que hacía que fuera aún más sorprendente. Le faltaban dos cumpleaños para cumplir los cuarenta. En cambio, ella parecía casi recién salida de la universidad. Era pequeñita y de cabello oscuro, a él le gustaban las mujeres rubias y altas, o que al menos se acercaran más a su altura de un metro noventa y cuatro. Llevaba ropa de diseño, incluso sus vaqueros y sus botas parecían salidos de una boutique, y ya había respingado la nariz al sacudirse el buen polvo de Texas que se había asentado en su pantalón, mirándolo como si estuviera contaminado.

En su vida había conocido a muchas mujeres a las que salía muy caro mantener. Había aprendido a evitarlas, sobre todo después de la experiencia que había tenido un par de años atrás con una mujer llamada Crystal; una que le gustaría olvidar, excepto por la lección aprendida.

Además, a él le gustaban las mujeres con curvas. Si tenía una mujer con la que llenarse las manos en la cama, era feliz; y más si estaba de paso. No salía con mujeres que buscaran una relación duradera, y no tenía ninguna necesidad de conversación ni de compañía con regularidad.

Sin duda, la delicada señorita Victoria Fortune de los Fortune de Atlanta era buen material para convertirse en esposa de alguien, pero no suya. Cuando había llegado, unos minutos antes, tenía estrellitas en los ojos. Él no estaba seguro de qué las había encendido. Tal vez el haberlo glorificado como a un héroe. Nunca había sido un héroe a ojos de nadie, sino más bien al contrario. Lo habían culpado de muchas cosas que no había hecho, simplemente porque la gente esperaba que fuera culpable.

En su juventud había sido bronco, dado a las peleas de bar y a las multas de tráfico, pero eso había sido muchos años antes. Y también estaba el incidente con Jenny Kirkpatrick…

No había importado que fuera un adolescente en aquella época, y ni siquiera había sido la parte culpable. Lo cierto era que había comprobado que a veces era imposible dejar atrás una mala reputación, así que había dejado de intentarlo.

Pete ocupó su habitual puesto de vigía en el porche, mientras Garrett entraba en la casa. Él decidió esperar a que Victoria se marchara antes de volver al trabajo. Como no oyó que el motor de su coche arrancara, dejó la botella de buen whisky, se asomó a la ventana y la vio apoyada en el coche, con los brazos cruzados, mirando en su dirección. Abel, un chucho mezcla de collie, estaba sentado junto a ella, agitando el rabo y haciendo volar el polvo. Ella le acarició la cabeza y luego se agachó para rascarle detrás de las orejas, algo que Abel adoraba más que cualquier otra cosa, excepto un buen masaje en la tripa. Igual que cualquier miembro del sexo masculino.