JOHN HENRY NEWMAN

Sermones parroquiales/6

(Parochial and Plain Sermons)

Traducción de VÍCTOR GARCÍA RUIZ

con JOSÉ MORALES Y JOSÉ GABRIEL RODRÍGUEZ PAZOS

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Título original

Parochial and Plain Sermons

© 2013

Ediciones Encuentro, S.A., Madrid

© de la Introducción Víctor García Ruiz

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9920-825-1

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LAS PARADOJAS CRISTIANAS

A pocas millas del centro de Oxford se encuentra Littlemore, casi una aldea, que en tiempos de John Henry Newman formaba parte de la parroquia de Saint Mary’s. Saint Mary’s era, al mismo tiempo, la iglesia de la universidad de Oxford y una parroquia de la cuidad. Para atender a esa doble fución, los domingos por la mañana tenían lugar con gran pompa los sermones universitarios a cargo de teólogos locales o de invitados de todo el país. El Vice-Canciller de la universidad in full robe, escoltado por maceros, los proctors, los jefes de college y los profesores, acudía confesionalmente a escuchar las articuladas exposiciones del predicador, local o invitado. Por la tarde —tarde británica: hacia las 3—, el vicario Newman dirigía sus Sermones Sencillos a los feligreses, mayormente menestrales y gente no demasiado instruida. Pero la asistencia de este tipo de público era escasa y Newman se sentía tan frustrado como pastor de almas que escribió a un amigo en marzo de 1840: «¡Todo es tan frío en Saint Mary’s! Llevo años notándolo. No conozco a nadie. No llego a la gente. Tengo mucha gente en contra, y hay muchas lenguas largas. Si no fuera por esos pobres estudiantes que, después de todo, no están a mi cargo, y por la Comunión de los domingos, me sentiría seriamente tentado de plantar aquí mi tienda».

«Aquí» es Littlemore, donde el vicario Newman había construido una iglesia nueva pocos años antes. Y los «estudiantes» son los estudiantes de la universidad que acudían a Saint Mary’s en proporción mayor que los feligreses y que formaban el potencial humano del Movimiento de Oxford, a finales de los años 30 ya en su segunda generación, más vocinglera y más alarmante para las autoridades de la universidad.

Había circunstancias de fondo y otras más aparentes que forzaban a Newman a establecerse en Littlemore en marzo de 1840. Entre las aparentes, se contaba la ausencia del coadjutor que se encargaba de Littlemore y el mal funcionamiento de la escuela parroquial, donde la maestra dedicaba sus energías más a la bebida que al orden y el aseo de las niñas. Un día se presentó Newman en la escuela a la hora del comienzo de las clases, 9 en punto, y se encontró a la desastrada maestra todavía barriendo el aula; de los cien alumnos solo habían llegado unos cuantos niños y casi ninguna niña. Comenzó con las oraciones y al terminar de pasar lista, a las 10 menos veinte, solo había llegado la mitad. Los niños se portaban mal y las niñas iban despeinadas, la cara llena de churretes y las manos como el carbón. Newman logró enderezar la escuela y al poco los niños cantaban con «unas voces tan emocionantes que le vuelven a uno loco de amor» (así lo contaba en la misma carta antes citada).

Otro motivo aparente para el retiro en Littlemore había sido la Cuaresma, de la que tanto se habla en los primeros sermones de este tomo y que tanto deben a sus experiencias personales. Esa temporada de penitencia, sin embargo, terminó siendo para Newman una experiencia gozosa, como le comentaba en carta a su tía (1 abril 1840): «aunque estoy aquí sin amigos y sin libros, hasta el momento no he tenido más que gusto. Así que es una vergüenza pasar la Cuaresma tan agradablemente…». Cuando llegó la Pascua se sentía tan feliz en Littlemore que, de acuerdo con su coadjutor, compró unos terrenos cerca de la iglesia para instalarse allí permanentemente y acoger amigos que quisieran llevar con él una vida de estudio, oración y cierto ascetismo; una especie de primitiva institución monástica. Newman iba y venía con frecuencia de la aldea a la ciudad, siempre a pie y sin importar el tiempo bueno, malo o pésimo, de modo que el retiro era solo relativo; pero sentía dudas y consultaba a amigos sobre si debía seguir simultaneando las dos iglesias o si debía dejar la de Oxford. El trabajo pastoral en Littlemore sí funcionaba, a diferencia de Saint Mary’s donde no lograba entender a los comerciantes y había fracasado toda iniciativa dirigida a ellos. Aquí no hacía más que predicar y como los que acudían a los sermones eran sobre todo universitarios, Newman sentía que estaba faltando a su deber de párroco y convirtiendo la parroquia en una plataforma para influir sobre la universidad.

Las razones de fondo para retirarse a Littlemore tenían que ver, más bien, con la creciente oposición al Movimiento, cada vez más abiertamente católico, y más impetuoso en la acción de los jóvenes. En enero de 1841, Sir Robert Peel pronunció un discurso de marcado tono utilitarista y secularizante en la inauguración de una nueva biblioteca en Tamworth. Instado por el director del Times, Newman publicó a lo largo del mes de febrero siete cartas de réplica, firmadas por Catholicus, un seudónimo que solo brevemente preservó el anonimato. Ese mismo febrero de 1841 Newman cumplía cuarenta años. La sorpresa de sentirse mayor deja un rastro de aturdimiento y meditación en sus cartas. Sobre todo, el 27 de febrero de 1841 se publicó el Tracto 90, que retrospectivamente se puede considerar como el factor externo que terminó por aclarar su posición y le llevó a dar el paso hacia Roma en 1845. Sabemos que en el verano de 1839, «como en la cena del rey Baltasar», Newman «había visto la sombra de una mano en la pared». Quien ha visto un fantasma no vuelve a ser nunca el de antes: «por un momento había tenido la idea de que ‘después de todo, la Iglesia de Roma es quien tiene razón’, para luego desvanecerse» (Apologia 166-67). A sus cuarenta años, Newman había recuperado sus antiguas convicciones acerca de la posible y necesaria catolicidad de la Iglesia anglicana y se sentía básicamente tranquilo y confiado. Tanto que publicó la entrega 90 de los Tracts for the times [Pliegos de actualidad], donde entró al punto de si los Treinta y Nueve Artículos de Religión anglicanos contenían o no la misma doctrina que la iglesia primitiva, la de san Atanasio y san Agustín, de la que la Iglesia de Inglaterra se decía continuadora. Newman examina en detalle cada uno de los artículos y concluye que los Artículos no se oponen a la enseñanza católica, lo único que hacen es oponerse parcialmente a algunos dogmas romanos. Por tanto, es un deber tanto para con la Iglesia Católica como para con la Iglesia de Inglaterra interpretar los Treinta y Nueve Artículos en el sentido más católico que estos puedan admitir.

A comienzos de marzo apareció en el Times una carta de cuatro tutores de peso que protestaban porque el Tracto 90 abría las puertas de la Universidad de Oxford a las doctrinas del catolicismo romano. La cosa quizá no habría ido a más si un antiguo tractariano y antiguo coadjutor de Newman en Littlemore, Charles Golightly, no se hubiera encargado de agitar las aguas. La tormenta, en efecto, llegó poco después cuando el Vice-Canciller, los jefes de college y los proctors hicieron pública una censura del Tracto 90, pocas horas antes de que se conocieran las aclaraciones del propio Newman. Días después, todavía en marzo, el obispo de Oxford, tras consultar con el arzobispo de Canterbury, decidió que se dejaran de publicar los Tractos, que el Tracto de la discordia no se volviera a imprimir y que Newman debía hacer público que tomaba estas medidas a petición —en español: por orden— de su obispo. Finalmente Newman logró que el obispo no condenara el Tracto 90, a cambio de hacer pública una carta en que declaraba la opinión del obispo de que ese Tracto era «objetable», y de suspender la serie de los Tractos. Newman pensaba que, al evitar la condenación, había logrado que se admitiera el principio catolizante. El fin de todas estas sutilezas era evitar una condena formal de su obispo, a quien Newman siempre consideró su «Papa» y a quien estaba convencido de que debía obedecer como sucesor de los apóstoles. Pero no se sentía derrotado. En una carta de 8 de abril de 1841 afirmaba que «es un principio evangélico profundo que la victoria se alcanza a base de ceder. Nos alzamos cayendo».

El verano de 1841 lo pasó traduciendo a san Atanasio para la Biblioteca de los Padres. Estaba decidido a dejar de lado toda controversia. Pero «entre julio y noviembre recibí tres golpes que me rompieron» (Apologia 186). En primer lugar, la visión de 1839 se presentó de nuevo.

«En la historia de los arrianos me encontré, pero en versión mucho más aguda, exactamente con el mismo fenómeno que me había encontrado en la historia del monofisismo […] vi con toda claridad que en la historia del Arrianismo, los arrianos puros eran los protestantes, los semi-arrianos eran los anglicanos y Roma estaba ahora donde había estado entonces. La verdad no estaba en el centro, en la Via Media, sino en un lado, en lo que llamaban ‘el partido extremo’» (Apologia 186-87)

El segundo golpe era más de esperar: uno tras otro, los obispos empezaron a publicar referencias directas al Tracto 90 que, al cabo de tres años, equivalían ya a una condenación formal por parte del cuerpo episcopal de la iglesia anglicana.

El tercer golpe, el del obispado de Jerusalén, «destruyó finalmente mi fe en la Iglesia Anglicana» (Apologia 190). Se trataba de un episodio en que se mezclaban cuestiones teológicas y cuestiones crudamente geo-políticas. En el mismo momento en que a él se le condenaba por católico, los obispos anglicanos consagraban y enviaban a Jerusalén, donde no había más de media docena de anglicanos, a un obispo que se haría cargo de protestantes prusianos, herejes monofisitas y judíos a medio convertir. Y todo para asegurar la presencia del Imperio británico en Oriente medio y contrarrestar el apoyo que allí daba Rusia a los ortodoxos y Francia a los católicos. Es decir, para la Iglesia anglicana no existía un cuerpo de doctrina, abierto a la interpretación, sí, pero vinculante por su origen divino. Newman lo explica así:

«Justamente cuando los obispos anglicanos dirigían sus censuras contra mí por defender un acercamiento a la Iglesia Católica que, a mi juicio, se atenía estrictamente a lo permitido en los formularios Anglicanos, ellos, con sus acciones y su tolerancia, confraternizaban con cuerpos protestantes y les permitían colocarse bajo un obispo anglicano, sin renuncia alguna a sus errores y sin tener en cuenta para nada su necesaria recepción del Bautismo y la Confirmación» (Apologia 190).

Los hechos le llevaron a la más alarmante de las sospechas: no ya que la Iglesia anglicana pronto iba a dejar de ser una Iglesia, sino que «a partir del siglo xvi nunca lo había sido» (Apologia 190). Discreto y retirado, Newman siguió su vida en Littlemore dedicando entre diez y doce horas al día a sus traducciones, y a la asimilación paulatina de esa tremenda sospecha, cada día más acuciante. Los domingos bajaba a Oxford para predicar y dar la Comunión. Años más tarde valoraba así aquellos meses finales de 1841: «del proyecto de obispado en Jerusalén, nunca supe si hizo mucho o poco bien o mal, salvo el que me ha hecho a mí; que muchos consideran una gran desgracia y yo tengo por la mayor de las bendiciones. Me colocó al principio del fin» (Apologia 193).

Los sermones de esta sexta entrega fueron predicados a lo largo de seis años, entre 1836 y ese decisivo 1841. La impresión es que Newman seleccionó con mucho equilibrio los veinticinco sermones de este volumen. Por un lado, se advierte una media de cuatro sermones por año, con la excepción de 1840 que cuenta con cinco, 1836 solo con tres, más un imprevisto sermón de 1831 sobre la Trinidad. Y por otro, se percibe una clara línea temática y litúrgica: los primeros siete sermones se dedican a la Cuaresma; los siete siguientes a la Pascua; los cuatro siguientes a la Ascensión; los cuatro siguientes a Pentecostés, y los tres últimos a la Trinidad. La arquitectura es, pues, estrictamente simétrica: 7+7, 4+4 y, coronando el edificio, un grupo de 3, dedicados simbólicamente a la Trinidad. Por eso probablemente rescató aquel antiguo sermón trinitario de 1831.

La arquitectura también puede contemplarse linealmente: el cristiano comienza con la áspera humillación de la Cuaresma y termina en la gloria del Dios Uno y Trino, pasando por la Muerte del Hombre-Dios, su Resurrección y su marcha al seno del Padre y al amor del Espíritu. El propio Newman era bien consciente de este trayecto:

«La historia de esta Redención es la que hemos estado siguiendo durante los últimos seis meses en nuestras sagradas celebraciones […] Entramos en nuestro descanso cuando entramos con Aquel que, después de trabajar y sufrir, ha abierto el reino de los cielos a todos los creyentes. Durante la mitad del año, nos quedamos parados, como si nuestra única ocupación fuera adorarle y clamar con los serafines del texto «¡Santo, santo, santo!», continuamente» («La paz de creer»).

El sermón 1 («El ayuno es motivo de prueba») contiene una vision muy realista y original del ayuno, en el sentido de que admite Newman, por un lado, que el ayuno no nos hace buenos automáticamente, sino que automáticamente nos pone de mal humor; y, por otro, que nos pone en contacto con lo invisible, pero no solo con lo invisible bueno, Dios, sino también con lo invisible malo, el demonio. Los ejemplos que emplea en este y otros sermones, siempre sagaces, dejan ver que las cuaresmas de Newman en Littlemore iban en serio. Así lo atestiguan también sus Memorandos, hasta la minucia:

«Viernes Santo 28 marzo 1839

Esta Cuaresma he seguido las siguientes reglas, excepto los domingos: no he tomado azúcar; no he comido empanadas, pescado, pollo ni tostadas; y mi norma ha sido no repetir carne en la cena. No he comido carne en ningún otro momento del día. No he cenado fuera.

Por excepción, he cenado fuera tres veces: con el Patronato de Iffley, con el Provost y en el college con Williams, que me volví temprano. En las dos primeras tomé empanadas. A medida que pasaba el tiempo, con frecuencia repetí carne. He estado tomando vino.

Miércoles y viernes no he tomado absolutamente nada hasta las 5 de la tarde, que he tomado una galleta; ni desayuno ni cena aunque normalmente sí un huevo con el té; a veces agua malteada a las 5. Dos o tres veces me tomé una galleta al mediodía.

El Tempus Passionis, la semana anterior y esta, he dejado además la mantequilla y la leche. Unas cuantas veces, sin embargo, he tomado leche.

La Hebdomada Magna, hasta ahora, no he tomado desayuno ni cena ningún día; rompo el ayuno con una galleta a mediodía; ayer y hoy me he abstenido también (y quiero decir ‘abstenerme’) del té y el huevo, sin probar otra cosa que pan, galleta y agua en todo el día. Me he propuesto seguir así hasta mañana a la noche cuando termine el ayuno y quizá tome un poco de carne (Cumplí esto hasta el final; pero debo decir que tomé el miércoles una copa de oporto. La única molestia importante que he tenido ha sido un dolor en la cara, que he eliminado tomando unas pastillas de sulfato de quinina)».

Al año siguiente:

«Littlemore 15 abril 1840, feria 4.ª Hebdomada magna

Esta Cuaresma me he abstenido de pescado, pollo, carne (excepto bacon a la cena), mantequillla, verduras, fruta, empanadas, té, azúcar, vino, cerveza y tostadas. No he cenado fuera nunca. No he llevado guantes [1].

Desayuno con pan y leche caliente y un huevo; cena de bacon frío, pan, queso y agua; antes de dormir agua malteada, pan y un huevo».

El dedicado a «La abstinencia del tiempo de los apóstoles, modelo para el cristiano» no es solo una muestra de sensatez en el modo de practicar el ayuno sino también una desmostración de la atención y hondura con que Newman leía la palabra de Dios.

En «El Hijo encarnado sufrió y fue víctima expiatoria» (sermón 6) el predicador marca la evolución desde las primeras semanas de la Cuaresma, dedicadas al arrepentimiento, hasta las últimas, consagradas «más especialmente a considerar los sufrimientos que nos ganaron la gracia». Y de la Cuaresma salta a la Trinidad, en un brillante ejercicio, nada escolástico, que busca ilustrar el misterio, pero sobre todo hacer ver que los racionalistas, que rechazan la doctrina de la Trinidad como puro galimatías, en realidad son incapaces de romper las limitaciones de lo humano y rechazan toda auténtica religión porque lo que ésta pide es, justamente, aceptar lo que Dios revela. El método, en este y otros sermones trinitarios, es patrístico y se apoya en el Símbolo de san Atanasio, para Newman uno de los grandes héroes de la antigüedad cristiana. Las ilustraciones, para explicar todo lo que se puede explicar, son brillantes: «Su Encarnación consistió en la asunción de la Humanidad en Dios. Lo mismo que Cristo no tenía padre en la tierra, no tenía persona humana». Las conclusiones también lo son: «Era tan completamente hombre como si hubiera dejado de ser Dios, tan completamente Dios como si nunca hubiera llegado a ser hombre, y tan completamente las dos cosas a la vez como lo era su misma existencia».

«La Cruz de Cristo, medida del mundo» es un excelente sermón que responde a esta pregunta: «¿Cómo hemos de ver las cosas? […] ¿cuál es la auténtica clave, la interpretación cristiana de este mundo? ¿Qué se nos da en la revelación para valorar y medir este mundo? Se nos da el evento de esta estación litúrgica, que es la Crucifixión del Hijo de Dios».

Los varios sermones sobre la Ascensión son variaciones sobre el tema de la fe, y la psicología de la fe, en contraste con el creciente peso de la razón en la cultura de mediados del XIX. Para un cristiano, de lo que realmente se trata es de «sacrificar este mundo por el otro», anclarse en Dios y no en uno mismo. Sin que falten observaciones muy pegadas al terreno que nos hacen ver que los hombres, sin darnos cuenta, somos irracionales la mayor parte del tiempo y, por tanto, después de todo, la fe no es una actitud tan irracional como quieren los racionalistas.

La experiencia de haber construido la nueva iglesia de Littlemore resplandece en el sermón 19, de hermoso título, «Los palacios del evangelio»: una visión original, profunda y hasta romántica de lo que supone la fábrica material del templo, en conexión con la comunión de los santos a lo largo de los siglos. Realmente, llama la atención la hondura del sentido católico de Newman a la altura de 1836, fecha de predicación de este sermón y de consagración de la iglesia de Littlemore.

La argumentación de Newman tiende a destacar lo que podríamos llamar las paradojas de la fe, las «paradojas cristianas, de las que a menudo se habla en la Escritura: que estamos en duelo, pero alegres; que vivimos como quienes nada tienen, pero todo lo poseen» («La presencia espiritual de Cristo en su Iglesia»). En este mismo sermón, nos descubree Newman la gran paradoja de que Cristo está realmente con nosotros y nosotros no lo sabemos. Lo descubrimos después, por la fe, no por la vista, como los discípulos de Emaús. «Al mirar atrás, los cristianos se darán cuenta, de que Cristo siempre estuvo con ellos, aunque no lo supieran y solo lo creyeran. Incluso recordarán cómo les ardía el corazón».

Otra gran paradoja cristiana es que «Las armas de los santos» (sermón 22) no son la fuerza y la astucia sino la aparente debilidad de devolver bien por mal. «Victory comes by yielding [la victoria se alcanza a base de ceder]» decía Newman en una carta de 1841 y, a juzgar por los ejemplos de este sermón, se diría que esa es la línea que se propuso observar con los colegas más belicosos en las high-tables y common rooms de los colleges, llenas de pelusillas más o menos académicas.

En «Fe sin demostración» (sermón 23) el predicador desafía de nuevo a los sabios de este mundo, la razón embriagada del XIX: «las convicciones religiosas no pueden forzarse. La fe y la humildad son las únicas palabras mágicas que sirven para invocar la presencia de realidades celestiales en el texto inspirado; y la fe y la humildad no se dan cuando se busca probar, sino cuando, desde el principio, se confía en el testimonio de otros. Es necedad a los ojos del mundo; pero es una necedad de Dios más sabia que la sabiduría del mundo».

Una vez más reproduzco advertencias ya incluidas en la introducción a los volúmenes anteriores. Si toda traducción implica un trasvase cultural más que lingüístico, en nuestro caso conviene no olvidar que la lengua de partida es un lenguaje religioso, perteneciente a la tradición anglicana, de la primera mitad del siglo XIX; y la de llegada es otro lenguaje religioso, propio de una tradición católica que habla al siglo XXI. Palabras y sintagmas presentan problemas que no siempre admiten una misma solución, y que son muy capaces de envarar la versión castellana. La sintaxis newmaniana suele responder a una arquitectura sencilla y parroquial que trasparenta un discurso oral, y que generalmente no es complicada, aunque sí un tanto torrencial. Abundan las enumeraciones paratácticas, las tiradas, muchas veces de creciente intensidad, con una puntuación algo rota y extraña, llena de conjunciones copulativas y de unos guiones que Newman emplea con funciones variadas. Espero que el lector no se extrañe ante las huellas escritas del registro hablado —quizá puede probar a leer los sermones en voz alta; saldrán ganando.

En cuanto a los textos de la Escritura, mantengo el criterio de sustituir los textos de la Biblia anglicana que Newman empleaba (la King James Version o Authorised Version de 1611) por la versión española de la Biblia que publicó la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (Sagrada Biblia. Traducida y anotada por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra) y que está disponible también en un solo volumen (Biblia de Navarra: edición popular). Pretendo así dar prioridad a la actualidad del texto sagrado y ser coherente con el objetivo último de esta traducción de los Parochial and Plain Sermons, que no es un proyecto erudito o estrictamente teológico, aunque desde luego sí quiere ser riguroso al máximo en su versión del texto original. Sin embargo, cuando el texto bíblico inglés ha parecido de algún relieve, lo mantengo sin advertirlo y realizando las leves adaptaciones gramaticales necesarias, que exigen el contexto gramatical o el razonamiento doctrinal del predicador. Las abreviaturas de los distintos libros bíblicos proceden también de la Biblia de Navarra.

En este ámbito del lenguaje religioso, tiendo a emplear mayúsculas en «Evangelio» cuando equivale a ‘nuevo testamento’ y minúsculas cuando equivale más bien a ‘relatos evangélicos’, aunque el criterio puede no ser del todo estable. En determinados momentos el énfasis me lleva a escribir Resurrección, Apóstol, Bautismo o Ascensión. Los demostrativos con mayúscula referidos a Dios, como «Su», resultan sumamente útiles con sentido diacrítico en castellano, idioma bastante impreciso en esto, donde un demostrativo mal colocado o ausente puede marear a los lectores en busca del sujeto gramatical; justo al contrario que el inglés. Pero cuando no hay necesidad de precisar, el pronombre va en minúscula aunque se refiera a Dios —con excepción de «Él».

Los números que figuran en cada encabezamiento, así como las fechas de predicación, proceden de la edición de los sermones inéditos que preparó Placid Murray (Sermons 1824-1843, 353-72) y corresponden a la numeración integral de los sermones, hecha por el propio Newman.

Aunque en cada sermón consta el responsable de la versión castellana, superviso y regularizo en cuanto a estilo todos los textos, incluidos los que José Morales publicó en Las armas de los santos.

Grandpont House, Oxford

11 de agosto de 2012

V G R

Obras citadas

Sagrada Biblia. Traducida y anotada por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. 5 vols. Pamplona: Eunsa, 1997-2005.

Biblia de Navarra: edición popular. Pamplona-Woodridge (Illinois): Eunsa-Midwest Theological Forum, 2008.

Newman, John Henry. Apologia por vita sua. Edición, traducción y notas de Víctor García Ruiz y José Morales. 2.ª ed. Madrid: Encuentro, 2010.

Newman, John Henry. Las armas de los santos. Trad. José Morales. Madrid: Palabra, 2002.

Newman, John Henry. Sermons 1824-1843. Ed. Placid Murray. Vol. 1. Oxford: Clarendon Press, 1991.

TABLA DE ABREVIATURAS

Ab .................................Abdías

Ag .................................Ageo

Am ................................Amós

Ap .................................Apocalipsis

Ba ..................................Baruc

1 Cor .............................Primera Carta a los Corintios

2 Cor .............................Segunda Carta a los Corintios

Col ................................Carta a los Colosenses

1 Cro .............................Libro 1 de las Crónicas

2 Cro .............................Libro 2 de las Crónicas

Ct ..................................Cantar de los Cantares

Dn .................................Daniel

Dt .................................Deuteronomio

Ef ..................................Carta a los Efesios

Esd ...............................Esdras

Est ................................Ester

Ex .................................Éxodo

Ez .................................Ezequiel

Flm ...............................Carta a Filemón

Flp ................................Carta a los Filipenses

Ga .................................Carta a los Gálatas

Gn .................................Génesis

Ha .................................Habacuc

Hb .................................Carta a los Hebreos

Hch ...............................Hechos de los Apóstoles

Is ....................................Isaías

Jb ....................................Job

Jc ....................................Jueces

Jdt ..................................Judit

Jl ....................................Joel

Jn ..................................Evangelio según san Juan

1 Jn ...............................Primera Carta de san Juan

2 Jn ...............................Segunda Carta de san Juan

3 Jn ...............................Tercera Carta de san Juan

Jon ................................Jonás

Jos ................................Josué

Jr ..................................Jeremías

Judas ...........................Carta de san Judas

Lc ................................Evangelio según san Lucas

Lm ...............................Libro de las Lamentaciones

Lv ................................Levítico

1 M ..............................Libro Primero de los Macabeos

2 M ..............................Libro Segundo de los Macabeos

Mc ...............................Evangelio según san Marcos

Mi ................................Miqueas

Ml ................................Malaquías

Mt ................................Evangelio según san Mateo

Na ................................Nahum

Ne ................................Nehemías

Nm ...............................Números

Os ................................Oseas

1 P ................................Primera Carta de san Pedro

2 P ................................Segunda Carta de san Pedro

Pr .................................Proverbios

Qo ................................Libro de Qohélet (Eclesiastés)

1 R ................................Libro Primero de los Reyes

2 R ................................Libro Segundo de los Reyes

Rm ................................Carta a los Romanos

Rt ..................................Rut

1 S .................................Libro Primero de Samuel

2 S .................................Libro Segundo de Samuel

Sal .................................Salmos

Sb ..................................Sabiduría

Si ...................................Libro de Ben Sirac (Eclesiástico)

So ..................................Sofonías

St ..................................Carta de Santiago

Tb .................................Tobías

1 Tm .............................Primera Carta a Timoteo

2 Tm .............................Segunda Carta a Timoteo

1 Ts ...............................Primera Carta a los Tesalonicenses

2 Ts ...............................Segunda Carta a los Tesalonicenses

Tt ..................................Tito

Za ..................................Zacarías

SERMONES PARROQUIALES

(Parochial and Plain Sermons)

POR JOHN HENRY NEWMAN, B.D.

VICARIO QUE FUE DE LA IGLESIA DE SANTA MARÍA, EN OXFORD

EN OCHO VOLÚMENES

VOLUMEN VI

REIMPRESIÓN

LONGMANS, GREEN Y COMPAÑÍA

39 PATERNOSTER ROW, LONDRES

NEW YORK, BOMBAY AND CALCUTTA

1907

Sermón 1
EL AYUNO ES MOTIVO DE PRUEBA

[n. 492 | 4 de marzo de 1838]

«Después de haber ayunado cuarenta días con cuarenta noches,

sintió hambre» (Mt 4,2)

Primer domingo de Cuaresma

El tiempo litúrgico de humillación que precede a la Pascua dura cuarenta días en recuerdo del prolongado ayuno de nuestro Señor en el desierto. Por eso hoy, primer domingo de Cuaresma, leemos el evangelio en que se narra ese ayuno y en la Colecta le pedimos a Él, que por nosotros ayunó cuarenta días y cuarenta noches, que bendiga nuestra abstinencia para el bien de nuestro cuerpo y de nuestra alma.

Ayunamos por penitencia y para someter la carne. Nuestro Salvador no tenía necesidad de ayunar por ninguno de esos dos motivos. Su ayuno no era como el nuestro, ni en su intensidad ni en su finalidad. No obstante, cuando comenzamos nuestro ayuno, se nos propone el ejemplo del Señor y seguimos ayunando hasta igualarle en el número de días.

Hay un motivo para esto: en verdad, no debemos hacer nada sin tener su ejemplo a la vista. Al igual que solo a través de Él podemos hacer el bien, nada será bueno si no lo hacemos por Él. Nuestra obediencia procede de Él; y hacia Él debe orientarse. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). No hay buenas obras sin la Gracia y la Caridad.

San Pablo dejó todo «con tal de ganar a Cristo, y vivir en él, no por mi justicia, la que procede de la Ley, sino por la que viene de la fe en Cristo, justicia que procede de Dios, por la fe» (Flp 3,9). Por tanto, nuestras buenas obras solo son aceptables cuando son hechas, no por ajustarse a la norma, sino en Cristo por la fe. Vanas fueron todas las obras de la Ley, porque carecían del poder del Espíritu. No eran más que los pobres intentos de la naturaleza humana desguarnecida para cumplir lo que, desde luego, era su deber cumplir, pero que no era capaz de cumplir. Nadie más que los ciegos y los carnales, o los sumidos en la más completa ignorancia, podían encontrar en sí mismos cosa alguna en que regocijarse. ¿Qué eran todas las justicias de la Ley, qué sus obras, incluso las que iban más allá de lo ordinario, sus ayunos y limosnas, su desfigurarse el rostro y afligir el alma; qué era todo esto sino polvo y escoria, un despreciable servicio terrenal, una penitencia miserablemente desesperada, en la medida en que carecían de la gracia y la presencia de Cristo? Ya podían los judíos humillarse, que no se elevaban espiritualmente, sino que caían en la carne; ya podían afligirse, que no les aprovechaba para su salvación; podían hacer penitencia, pero sin alegría; el hombre exterior podía perecer, pero el hombre no se renovaba por dentro día tras día. Soportaron el peso del día y del calor, y el yugo de la Ley, pero no «se convirtió para nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y consistente» (2 Cor 4,17). Pero a nosotros Dios nos ha reservado algo mejor. En esto consiste ser uno de los pequeños de Cristo: poder hacer lo que los judíos pensaban que podían hacer, y no podían; tener en nosotros ese don con el que podemos lograr todas las cosas; ser poseídos por su presencia como vida nuestra, como nuestra fuerza, mérito, esperanza y corona; llegar a ser de manera admirable, miembros suyos, instrumento o forma visible, o signo sacramental, del Único, Invisible, Omnipresente Hijo de Dios, reiterando místicamente en cada uno de nosotros todos los actos de su vida terrena: su nacimiento, consagración, ayuno, tentaciones, pruebas, victorias, sufrimientos, agonía, Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión. Él es todo en todo; nosotros con tan poco poder en nosotros, tan poco mérito y calidad como el agua del Bautismo, o el pan y vino de la Sagrada Comunión; pero fuertes, no obstante, en el Señor y en el poder de su brazo. Estos son los pensamientos con que celebramos la Navidad y la Epifanía; estos son los pensamientos que deben acompañarnos a lo largo de la Cuaresma.

Sí, incluso en nuestros ejercicios de penitencia, cuando menos podríamos haber esperado encontrar modelo en Él, Cristo se ha adelantado a santificarlos para nosotros. Ha bendecido el ayuno como medio de gracia, por el hecho de haber ayunado Él; y el ayuno solo es aceptable cuando se hace por Él. La penitencia es mero formalismo o puro remordimiento, si no se hace por amor. Si ayunamos y no nos unimos de corazón a Cristo, imitándole y pidiéndole que haga que nuestro ayuno sea el suyo, que asocie nuestro ayuno al suyo y que le comunique la fuerza de su ayuno, de manera que estemos en Él y Él en nosotros, estaremos ayunando como judíos, no como cristianos. En la liturgia de este primer domingo de Cuaresma, hacemos bien en poner ante nosotros el pensamiento de Él, cuya gracia debe habitar en nuestro interior, no sea que nuestras mortificaciones sean un puro batir el aire y nos humillemos en vano.

Hay muchas formas en que el ejemplo de Cristo puede servirnos de consuelo y ánimo en este tiempo del año.

En primer lugar, bueno será insistir en el hecho de que nuestro Señor se apartó del mundo para confirmarnos que tenemos el deber de apartarnos del mundo, en la medida de nuestras posibilidades. Lo hizo de manera particular en el caso que estamos contemplando, antes de comenzar su vida pública; pero no es el único. Antes de escoger a sus apóstoles, se preparó de la misma manera. «En aquellos días salió al monte a orar y pasó toda la noche en oración a Dios» (Lc 6,12). Pasar la noche en oración era una penitencia del mismo tipo que el ayuno. En otra ocasión, tras despedir a la muchedumbre, «subió al monte a orar a solas» (Mt 14,23), y en este caso, parece que permaneció allí gran parte de la noche. Y también, en medio de la excitación causada por sus milagros, «de madrugada, todavía muy oscuro, se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí hacía oración» (Mc 1,35). Teniendo en cuenta que nuestro Señor es el modelo perfecto de la naturaleza humana no podemos dudar que el fin de estos ejemplos de devoción estricta es que los imitemos, si queremos ser perfectos. Y este deber queda más allá de toda duda cuando encontramos ejemplos parecidos en los más eminentes siervos de Dios. San Pablo, en la epístola para el día de hoy, nombra entre otros sufrimientos que él y sus hermanos tuvieron «desvelos y ayunos» (2 Cor 6,5) y, más abajo, dice que tuvieron «frecuentes vigilias» (2 Cor 11,27). San Pedro se retiró a Jope, a la casa de un tal Simón, curtidor, en la costa, y allí ayunó y oró. Tanto Moisés como Elías obtuvieron auxilio en sus milagrosos ayunos, tan largos como el de nuestro Señor. Moisés, en dos momentos distintos, como nos cuenta él mismo: «después me postré en la presencia del Señor. Como la primera vez, estuve cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan ni beber agua» (Dt 9,18). Elías, alimentado por un ángel, «con las fuerzas de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches» (1 R 19,8). Y Daniel: «volví mi rostro hacia el Señor Dios, implorándole con oraciones y súplicas, con ayuno, saco y ceniza» (Dn 9,3). Y también: «por aquellos días yo, Daniel, estaba cumpliendo un luto de tres semanas: no comía alimentos agradables, ni entraban en mi boca carne o vino, ni me ungí con perfume hasta haber pasado las tres semanas» (Dn 10,2-3). Estos son ejemplos de ayuno a semejanza del de Cristo.

A continuación, señalo que el ayuno de nuestro Señor no fue más que un preliminar a sus tentaciones. Se retiró al desierto para ser tentado por el diablo, pero antes de ser tentado, ayunó. Y conviene subrayar que ese ayuno no fue una mera preparación para la batalla sino que fue, en buena medida, el origen de la batalla. Está claro que, en lugar de fortificarle contra la tentación, lo que lograron su marcha al desierto y su abstinencia fue exponerle a ella. El ayuno fue la ocasión: «después de haber ayunado cuarenta días con cuarenta noches, sintió hambre» (Mt 4,2); enseguida se presentó el tentador mandándole que convirtiera las piedras en panes. Satanás empleó el ayuno de Cristo contra Cristo.

Este es precisamente el caso de los cristianos que hoy se esfuerzan en imitarle; y está bien que lo sepan, para no desanimarse cuando practiquen la penitencia. Se suele decir que el ayuno tiene como fin hacernos mejores cristianos, más sobrios, y ponernos más completamente a los pies de Cristo en fe y humildad. Esto es verdad, viendo las cosas en conjunto. En conjunto, y en último término, se producirá este resultado, pero no es verdad que se vaya a seguir de forma inmediata. Al contrario, semejanes mortificaciones tienen en el momento efectos muy distintos en las diferentes personas, y hay que considerarlos no partiendo de sus beneficios visibles sino de la fe en la palabra de Dios. El ayuno, sí, somete a algunos y los acerca a Dios de una forma inmediata, pero hay otros que en el más ligero ayuno encuentran una ocasión para caer. Por ejemplo, a veces se invoca como una objeción contra el ayuno, y como si fuera un motivo para omitirlo, el que vuelve a la gente irritable y de mal carácter. Confieso que a menudo ocurre así. Y también, lo que muy a menudo se sigue de él es una flojedad que priva a la persona del dominio de sus actos corporales, sentimientos y expresiones. Y así, por ejemplo, parece descontrolado cuando no lo está; quiero decir, porque no es responsable de su lengua, labios y, en realidad, de su cabeza. No usa las palabras que quiere usar, ni el acento o el tono. Parece brusco cuando no lo es; y el darse cuenta de ello, y la reacción de esa conciencia sobre él, son una tentación, y de hecho le vuelve irritable, sobre todo si la gente le malinterpreta y piensa de él lo que no es. Además, la debilidad corporal puede privarle de autocontrol en otros puntos; quizá no puede evitar sonreír o reírse, cuando debería mantenerse serio, lo cual evidentemente resulta un trance penoso y humillante. O le vienen malos pensamientos de los que no logra librarse la mente, como si fuera ésta peso muerto y no espíritu, y le dejan un mal efecto por dentro que no es capaz de evitar. O la debilidad corporal a menudo le vuelve incapaz de prestar atención a las oraciones vocales, en vez de rezar con más fervor. La debilidad corporal a menudo viene acompañada de languidez y flojedad, lo cual es una tentación seria de caer en la pereza. Aún no he nombrado el más penoso de los efectos que puede producir incluso el moderado ejercicio de este gran deber de los cristianos. Es innegable que el ayuno es una ocasión de pecado, y lo digo para que las personas no se sorprendan y se desanimen cuando se den cuenta de que esto es así. Y el mismo Señor misericordioso lo sabe por experiencia propia; y que Él lo haya experimentado y por tanto lo sepa, tal y como lo recoge la Escritura, es para nosotros un pensamiento lleno de consuelo. No quiero decir con esto, Dios no lo permita, que la menor mancha de pecado haya tocado su alma inmaculada, pero sabemos por la historia sagrada que en su caso, y en el nuestro, el ayuno abrió el camino a la tentación. Y quizá la verdad más profunda de estas prácticas es que de una forma maravillosa y desconocida nos abren el mundo del más allá para bien y para mal, y de alguna forma nos entregan a un extraordinario conflicto con los poderes del mal. Se cuentan historias (que sean verdaderas o no, poco importa, porque manifiestan lo que la voz de la humanidad estima como probable) de ermitaños del desierto que son asaltados por Satanás de peregrinas maneras, y que resisten al maligno y lo expulsan, como nuestro Señor, y con Su fuerza. E imagino que si conociéramos la historia secreta del alma de los hombres del cualquier época, encontraríamos esto (al menos, creo que no invento teorías): una llamativa combinación, en el caso de los que por la gracia de Dios avanzaron en las cosas sagradas (y sea cual sea el caso de los que no hicieron tales avances), una combinación de, por un lado, tentaciones de pensamiento y, por el otro, de no verse éste afectado por ellas, ni consentir la voluntad en ellas, ni siquiera momentáneamente, sino que las aborrecen y no les viene mal alguno de ellas. Al menos yo puedo concebir esto, y evidentemente, ha habido personas que se asemejaron y participaron en la tentación de Cristo, que fue tentado, y no pecó.

Que no se angustien los cristianos, si se encuentran expuestos a pensamientos que les llenan de aborrecimiento y terror. Al contrario, que semejante prueba les haga presente, con viveza y claridad, la bondad del Hijo de Dios. Porque si para nosotros es una prueba que nos vengan pensamientos a los que nuestro corazón es ajeno, ¿cuál no habrá sido el sufrimiento del Verbo Eterno, Dios de Dios, Luz de Luz, Santo y Verdadero, al verse tan expuesto a Satanás que podría haberle infligido todas las miserias, excepto el pecado? Desde luego, para nosotros es una prueba que el acusador de los hombres nos atribuya públicamente motivos y pensamientos que jamás tuvimos; es una prueba sentir que se nos meten subrepticiamente ideas de las que huimos; es una prueba para nosotros que a Satanás se le permita mezclar sus pensamientos con los nuestros, y que nos sintamos culpables cuando no lo somos; que pueda encender lo irracional de nuestra naturaleza de manera que en cierto sentido lleguemos a pecar contra nuestra voluntad. Pero ¿no es verdad que Alguien más grande ha sufrido esa prueba antes que nosotros, y la ha vencido con más gloria? Él fue probado en todo, «de manera semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15). Por tanto, también en esto, las tentaciones de Cristo nos dan ánimo y consuelo.

Por tanto, quizá esta es una visión de las consecuencias del ayuno más verdadera de lo que se piensa normalmente. Por supuesto, con la gracia de Dios, al final siempre trae un beneficio espiritual a nuestras almas, y las mejora gracias a Él que lo causa todo en todo; y a menudo también supone un beneficio temporal en ese momento. Pero a menudo es al contrario: a menudo no hace sino volver más excitables y susceptibles los corazones. Por tanto, en todos los casos hay que contemplar el ayuno como un acercamiento a Dios, un acercamiento a los poderes del cielo y, sí: también a los poderes del infierno. En este punto de vista hay algo muy tremendo. Por lo que sabemos, las tentaciones de Cristo no son más que la plenitud de las que, según el grado de nuestra debilidad y corrupción, ocurren a aquellos siervos suyos que le buscan. Este es un motivo fuerte por el que la Iglesia asocia este tiempo de penitencia con la morada de Cristo en el desierto, para que no quedemos sujetos a nuestros pensamientos y, por así decir, a «las fieras salvajes» y nos desanimemos en la aflicción, sino que sintamos que somos lo que realmente somos: no esclavos de Satanás, hijos de la ira que gimen sin esperanza bajo el fardo del pecado, confesándolo y gritando «¡Infeliz de mí!» (Rm 7,24), sino pecadores, y pecadores que se afligen y hacen penitencia por sus pecados, pero también hijos de Dios, en quienes el arrepentimiento da fruto, y que al abajarse son exaltados, y que al mismo momento que se arrojan a los pies de la Cruz, son soldados de Cristo, con la espada en la mano, que luchan una generosa batalla y saben que tienen ya, en ellos y sobre ellos, eso ante lo que los demonios tiemblan y huyen.

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Un ángel acudió a Daniel durante su ayuno; de igual manera, en el caso de nuestro Señor, ángeles vinieron a servirle, y también nosotros podemos creer y consolarnos pensando que, también hoy, Dios envía sus ángeles especialmente a aquellos que le buscan de esa manera. No solo Daniel, también Elías fue confortado por un ángel durante su ayuno; y un ángel se apareció a Cornelio, mientras ayunaba y oraba. Y yo creo realmente que sobra con lo que las personas religiosas ven a su alrededor para confirmar esta esperanza que hemos ido recogiendo de la palabra de Dios.

«Porque ha dado órdenes a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos» (Sal 91,11) y el demonio conoce esta promesa porque la empleó en la suprema hora de la tentación. Sabe perfectamente en qué consiste nuestro poder y en qué consiste su debilidad. Así que nada tenemos que temer mientras permanezcamos dentro de la sombra del Trono del Altísimo. «Caerán mil a tu lado, diez mil a tu derecha; pero a ti no te alcanzará» (Sal 91,7). Mientras permanezcamos en Cristo, somos partícipes de su seguridad. Él ha roto el poder de Satán. Él ha caminado «sobre serpientes y víboras; pisoteado al león y al dragón» (Sal 91,13), por tanto, los malos espíritus, en lugar de tener poder sobre nosotros, tiemblan y temen ante cualquier verdadero cristiano. Saben que este lleva dentro algo que los domina, que puede, si quiere, reírse de ellos, despreciarlos y hacerlos huir. Lo saben bien, y lo tienen en cuenta en todas sus acometidas contra el cristiano. Solo el pecado les da poder sobre él y su principal objetivo es hacerle pecar, y por tanto hacerle caer por sorpresa, pues saben que es el único camino para vencerle. Intentan asustarle con la apariencia de peligro, y así sorprenderle. O se le acercan suave y arteramente para seducirlo, y así sorprenderle. Pero si no lo cogen por sorpresa, no pueden hacer nada. Por tanto, hermanos, «no desconozcamos sus propósitos» (2 Cor 2,11), y conociéndolos, vigilemos, ayunemos, oremos, mantengámonos unidos bajo las alas del Todopoderoso, para que Él sea nuestro escudo y protección. Pidámosle que nos haga conocer su voluntad, que nos enseñe nuestras faltas, que borre de nosotros cuanto pueda ofenderle, y que nos conduzca por el camino de la salvación eterna. Y durante este tiempo santo, consideremos que estamos en lo alto del Monte con Él, dentro de la nube, escondidos con Él, no apartados de Él, no fuera de Él, porque solo en su presencia está la vida, sino con Él y en Él, aprendiendo su Ley con Moisés, sus atributos con Elías, sus consejos con Daniel, aprendiendo a arrepentirnos, aprendiendo a confesar y enmendar nuestras faltas, aprendiendo su amor y su temor, desaprendiendo de nosotros mismos, y creciendo hasta alcanzarle a Él, que es nuestra Cabeza.

Traducción de Víctor García Ruiz