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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Casa de espías

Título original: House of Spies

© 2017, Daniel Silva

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Diego Rivera

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-222-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Mapa

Primera parte. El cabo suelto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Segunda parte. Una chica como esa

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Tercera parte. El rincón más oscuro

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Cuarta parte. Galería de recuerdos

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Nota del autor

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Una vez más, para mi esposa,
Jamie, y mis hijos, Nicholas y Lily

 

 

 

 

 

 

Cuidado con la furia de un hombre paciente.

 

John Dryden

Absalón y Ajitofel

 

 

PRIMERA PARTE

EL CABO SUELTO

1

 

KING SAUL BOULEVARD, TEL AVIV

 

 

 

 

 

Para ser algo tan insólito y cargado de riesgos institucionales, se llevó a cabo con el mínimo alboroto. Y con suma discreción, por cierto. Eso fue lo más notable: el sigilo que rodeó la operación. Hubo, desde luego, un anuncio oficial emitido en directo a toda la nación, una aparatosa reunión del gabinete y una lujosa fiesta en la villa de Ari Shamron a orillas del lago Tiberíades, a la que acudieron todos los amigos y colaboradores de su legendario pasado: directores de servicios de espionaje, políticos, sacerdotes del Vaticano, marchantes de arte londinenses y hasta un inveterado ladrón de cuadros parisino. Pero, aparte de eso, se hizo todo sin apenas levantar polvareda. Un día, Uzi Navot estaba sentado tras el amplio escritorio de cristal ahumado de su despacho de director y, al siguiente, Gabriel ocupaba su lugar. El moderno escritorio de Navot desapareció, eso sí, pues el cristal no era del gusto de Gabriel.

A él le gustaba más la madera. La madera antigua. Y los cuadros, cómo no. Tardó poco en descubrir que era incapaz de pasar doce horas diarias en un despacho sin tener cuadros a la vista. Colgó uno o dos pintados por él, sin firmar, y varios de su madre, que había sido una de las pintoras israelíes más importantes de su época. Incluso colgó un gran lienzo abstracto que Leah, su primera esposa, pintó cuando estudiaban juntos en la Academia Bezalel de Arte y Diseño de Jerusalén. Quien visitara la planta de dirección al final de la jornada, tal vez escuchara algunos compases de ópera —La Bohème era su favorita— colándose por la puerta de su despacho. Aquella música solo podía significar una cosa: que Gabriel Allon, el príncipe de fuego, el ángel vengador, el hijo predilecto de Ari Shamron, por fin había asumido el puesto que le correspondía como jefe del servicio secreto israelí.

Su predecesor, sin embargo, no fue muy lejos. En efecto, Uzi Navot se trasladó al otro lado del vestíbulo, a un despacho que, en la planta original del edificio, había servido de cubil fortificado a Ari Shamron. Era la primera vez que un director cesante permanecía bajo el mismo techo que su sucesor. Ello equivalía a quebrantar uno de los sacrosantos principios de la Oficina, según el cual cada cierto número de años debía limpiarse la broza y labrar de nuevo el campo. Había, ciertamente, varios exdirectores que seguían apareciendo en escena. De vez en cuando visitaban King Saul Boulevard y contaban batallitas, daban consejos de los que nadie hacía caso y, en general, no hacían otra cosa que estorbar. Y luego estaba, cómo no, Shamron el eterno, la zarza ardiente. Shamron, que había edificado la Oficina desde sus mismos cimientos, a su imagen y semejanza; que había dado al organismo su identidad y su lenguaje y que se consideraba dueño del derecho divino a intervenir a voluntad en sus asuntos. Fue él quien concedió a Navot el puesto de jefe y fue él también quien, llegado el momento, decidió deponerle.

Fue Gabriel, en cambio, quien insistió en que Navot se quedara, conservando todas las prebendas de las que había disfrutado durante sus años en el cargo. Compartían secretaria (la formidable Orit, conocida dentro de King Saul Boulevard como «La Cúpula de Hierro» por su eficacia a la hora de ahuyentar a visitantes inoportunos) y Navot seguía disponiendo de coche oficial y de toda una escolta de guardaespaldas, lo que causaba cierto malestar en la Knesset, pero se aceptaba como un mal necesario a fin de preservar la paz. La denominación de su puesto era difusa, pero eso era típico de la Oficina. A fin de cuentas, eran embusteros profesionales. Solo entre sí decían la verdad. Ante todos los demás, ante sus esposas e hijos y ante los ciudadanos a los que habían jurado defender, se escondían tras un manto de artificio.

Cuando sus respectivas puertas estaban abiertas, lo que sucedía casi siempre, Gabriel y Navot se veían el uno al otro a través del vestíbulo. Hablaban cada mañana a través de una línea segura, comían juntos, a veces en el comedor de personal; otras, a solas en el despacho de Gabriel, y a última hora del día pasaban juntos un rato de quietud acompañados por la ópera de Gabriel, que Navot, pese a sus refinados orígenes vieneses, aborrecía. No tenía oído para la música y las artes visuales le aburrían. Por lo demás, Gabriel y él estaban de acuerdo en todo, o al menos en todo lo tocante a la Oficina y a la seguridad del Estado de Israel. Navot había exigido tener acceso a Gabriel siempre que quisiera y lo había conseguido, e insistía en estar presente en todas las reuniones importantes del personal de dirección. Normalmente mantenía un silencio semejante al de una esfinge, con los gruesos brazos cruzados sobre el pecho de luchador y una expresión inescrutable en el semblante. Pero de cuando en cuando se permitía el lujo de acabar una frase de Gabriel, como si de ese modo quisiera dejar claro ante todos los presentes que, como solía decirse, estaban a partir un piñón. Que eran como Boaz y Jaquín, los dos pilares del pórtico del primer templo de Jerusalén, y que cualquiera que osara sembrar cizaña entre ellos lo pagaría muy caro. Gabriel era el jefe a ojos del pueblo, pero él seguía empuñando el bastón de mando y no toleraría intrigas en su corte.

No era probable que las hubiera, sin embargo, puesto que los funcionarios que componían el equipo de dirección eran uña y carne. Procedían todos ellos del Barak, el equipo de élite que había llevado a cabo algunas de las operaciones más afamadas de la historia de los servicios secretos hasta donde recordaban los anales. Durante años habían trabajado en el subsuelo, desde una serie de habitaciones abarrotadas que antiguamente se usaban como trastero para muebles y aparatos en desuso. Ahora ocupaban una hilera de despachos, comenzando desde la puerta de Gabriel. Hasta Eli Lavon, uno de los principales arqueólogos bíblicos de Israel, había accedido a abandonar su puesto de profesor en la Universidad Hebrea para volver a trabajar a tiempo completo en la Oficina. Teóricamente se ocupaba de supervisar a vigilantes, carteristas y, en general, a todos los agentes encargados de colocar dispositivos de escucha y cámaras ocultas. Gabriel, sin embargo, se servía de él como le parecía conveniente según la ocasión. Lavon era sin duda el mayor artista de la vigilancia que había dado la Oficina, y llevaba cubriéndole las espaldas desde los tiempos de la Operación Ira de Dios. Su pequeña madriguera, con sus fragmentos de cerámica y sus monedas y utensilios antiguos, era para Gabriel un lugar de reposo en el que a menudo se refugiaba unos minutos. Lavon nunca había sido muy hablador. Al igual que Gabriel, trabajaba mejor en la sombra y en silencio.

Algunos agentes veteranos dudaban de que fuera prudente que Gabriel poblara los despachos de dirección de amigos incondicionales y reliquias de su glorioso pasado. Casi todos, no obstante, se callaban sus recelos. Ningún otro director general, aparte de Shamron, por supuesto, había asumido el control de la Oficina con tanta experiencia a sus espaldas ni concitado tantos parabienes. Gabriel llevaba más tiempo que nadie en el oficio y por el camino había reunido una extraordinaria pléyade de amigos y colaboradores. El primer ministro británico le debía su carrera política. El papa, su vida. Aun así, Gabriel no era de los que reclamaban sin tapujos una vieja deuda. Los hombres verdaderamente poderosos —solía decir Shamron— nunca tenían que pedir un favor.

Pero Gabriel también tenía enemigos. Enemigos que habían truncado la vida de su primera esposa y habían tratado de eliminar a la segunda. Enemigos en Moscú y Teherán que veían en él el único escollo que les impedía alcanzar sus aspiraciones. De momento, Gabriel había logrado pararles los pies, pero no había duda de que volverían a atacar, igual que el hombre con el que había librado su última batalla. Era, de hecho, ese hombre el que ocupaba el primer lugar en la lista de prioridades del nuevo director general. Los ordenadores de la Oficina le habían asignado un nombre en clave elegido al azar. Pero, tras las puertas selladas de King Saul Boulevard, Gabriel y los nuevos jefes de la Oficina se referían a él por el grandioso apodo que se había dado a sí mismo: Saladino. Hablaban de él con respeto y hasta con un ápice de temor. Iba a por ellos. Solo era cuestión de tiempo.

 

 

Había una fotografía que circulaba por los servicios de inteligencia aliados. La había hecho un agente de la CIA en la población paraguaya de Ciudad del Este, situada en el famoso Trifinio o Triple Frontera de Sudamérica. Mostraba a un individuo alto y corpulento, de rasgos árabes, que tomaba café en la terraza de un bar acompañado por cierto comerciante libanés sospechoso de tener vínculos con el movimiento yihadista internacional. El ángulo de la fotografía impedía aplicar con eficacia los programas informáticos de reconocimiento facial, pero Gabriel, dueño de una vista privilegiada entre las gentes de su oficio, estaba persuadido de que se trataba de Saladino. Le había visto en persona en el vestíbulo del hotel Four Seasons de Washington, dos días antes del peor atentado terrorista acaecido en suelo estadounidense desde el Once de Septiembre. Conocía su aspecto, sabía cómo olía, cómo se alteraba sutilmente la atmósfera cuando entraba o salía de una habitación. Y sabía cómo caminaba. Al igual que su tocayo, Saladino cojeaba ostensiblemente debido a una herida de metralla de la que se había recuperado a duras penas en una casa con numerosos patios y habitaciones, cerca de Mosul, en el norte de Irak. Aquella cojera se había convertido en su tarjeta de presentación. La apariencia física de una persona podía alterarse de muchas formas. El pelo podía cortarse o teñirse, y las facciones podían transformarse mediante cirugía plástica. Pero una cojera como la de Saladino era imborrable.

La cuestión de cómo había logrado escapar de Estados Unidos era materia de intensos debates, y los intentos posteriores de localizarlo habían resultado infructuosos. Se había informado de su presencia en Asunción, en Santiago y en Buenos Aires. Corría incluso el rumor de que había hallado refugio en Bariloche, la estación de esquí argentina tan del gusto de los criminales de guerra nazis. Gabriel lo descartó de inmediato, aunque estaba dispuesto a considerar la posibilidad de que Saladino se estuviera ocultando a plena vista. Fuera donde fuese, estaba planeando un nuevo ataque. De eso no cabía ninguna duda.

El reciente atentado de Washington, con sus edificios y monumentos en ruinas y su catastrófica cifra de víctimas mortales, había convertido a Saladino en la nueva cara del terror islamista. Pero ¿cuál sería su próximo golpe? El presidente de Estados Unidos, en una de sus últimas entrevistas antes de dejar el cargo, había aseverado que era imposible que Saladino llevara a cabo otro atentado a gran escala; que la respuesta militar norteamericana había hecho pedazos su formidable red terrorista. Saladino había respondido ordenando a una suicida que se hiciera saltar por los aires frente a la embajada estadounidense en El Cairo. Poca cosa, declaró la Casa Blanca. Un número limitado de víctimas y ningún estadounidense entre los fallecidos. El acto desesperado de un hombre que se sabía acabado.

Puede que sí, pero desde entonces había habido otros atentados. Saladino había atacado en Turquía prácticamente a su antojo: en bodas, autobuses, plazas y en el transitado aeropuerto de Estambul. Y sus acólitos de Europa occidental, esos que pronunciaban su nombre con fervor cuasi religioso, habían llevado a cabo, actuando en solitario, una serie de ataques que dejaron una estela de destrucción en Francia, Bélgica y Alemania. Se avecinaba, no obstante, algo de proporciones mucho mayores: un atentado coordinado, un ataque espectacular cuyos efectos rivalizarían con la destrucción desatada en Washington.

Pero ¿dónde? Parecía poco probable que Saladino volviera a atacar en Estados Unidos. Sin duda —afirmaban los expertos— el rayo no caería dos veces en el mismo sitio. Finalmente, la ciudad que Saladino escogió para su última aparición en escena no sorprendió a nadie, y menos aún a quienes se dedicaban a combatir el terrorismo. Pese a su inclinación por el más absoluto secreto, a Saladino le encantaba el espectáculo. Y si de espectáculo se trataba, ¿qué mejor lugar que el West End londinense?

2

 

ST. JAMES’S, LONDRES

 

 

 

 

 

Quizá fuera cierto, pensó Julian Isherwood mientras contemplaba los torrentes de lluvia que caían sacudidos por el viento desde un cielo negro. Tal vez el planeta estuviera averiado, después de todo. Un huracán en Londres, y en pleno febrero, nada menos. Alto y de porte algo tambaleante, Isherwood no estaba hecho para tales inclemencias. Había buscado refugio en el portal del Wilton’s, un restaurante de Jermyn Street que conocía bien. Se subió la manga de la gabardina y miró ceñudo su reloj. Eran las 19:40. Llegaba tarde. Escudriñó la calle buscando un taxi. No había ninguno a la vista.

Del bar del Wilton’s le llegó un goteo de risas desganadas, seguidas por la voz retumbante del gordinflón Oliver Dimbleby. El restaurante se había convertido en lugar de parada predilecto de un grupito de marchantes especializados en Maestros Antiguos que ejercían su oficio en las estrechas callejuelas de St. James’s. En otro tiempo solían reunirse en el restaurante Green’s y en el Oyster Bar de Duke Street, pero el Green’s había tenido que echar el cierre debido a un contencioso con la empresa que gestionaba la inmensa cartera de valores inmobiliarios de la reina. Un síntoma de los cambios que se estaban operando en la zona y en el mundillo londinense del arte en general. Los Maestros Antiguos habían pasado de moda. A los nuevos coleccionistas, a los multimillonarios de la globalización que hacían sus fortunas instantáneamente gracias a las redes sociales y a las aplicaciones para iPhone, solo les interesaba el arte moderno. Hasta los impresionistas estaban desfasados. Isherwood solo había vendido dos cuadros desde Año Nuevo: dos obras mediocres, de escuelas de poca monta y estilo ramplón. Oliver Dimbleby no vendía nada desde hacía seis meses, y lo mismo podía decirse de Roddy Hutchinson, al que se consideraba el marchante menos escrupuloso de todo Londres. Pese a todo, seguían reuniéndose cada noche en el bar del Wilton’s para asegurarse unos a otros que pronto pasaría el temporal. Julian Isherwood, sin embargo, temía que no fuera así, ahora más que nunca.

No era la primera vez que conocía tiempos revueltos. Su porte y su vestimenta, ambos esmeradamente británicos, así como su apellido de profundas reminiscencias inglesas, ocultaban el hecho de que, al menos en rigor, distaba mucho de ser inglés. Era británico de nacionalidad y de pasaporte, sí, pero alemán de nacimiento, francés de crianza y judío de confesión. Solo un puñado de amigos íntimos sabían que Isherwood había llegado a Londres en 1942, siendo todavía un niño y en calidad de refugiado, tras cruzar los nevados Pirineos con ayuda de un par de pastores vascos. O que su padre, el afamado marchante de arte parisino Samuel Isakowitz, había perecido en el campo de exterminio de Sobibor junto con su madre. Aunque Isherwood ocultaba cuidadosamente los secretos de su pasado, la historia de su dramática huida de la Europa ocupada por los nazis llegó a oídos de los servicios de inteligencia israelíes y, a mediados de la década de 1970, durante una oleada de atentados palestinos contra objetivos israelíes en Europa, fue reclutado como sayan o colaborador voluntario. Isherwood tenía una sola misión: ayudar a levantar y mantener la tapadera de un restaurador de arte y asesino profesional llamado Gabriel Allon. Últimamente, sus trayectorias habían seguido rumbos muy distintos. Gabriel era ahora el jefe del servicio secreto israelí y, por tanto, uno de los espías más poderosos del mundo. Isherwood, en cambio, se hallaba a la entrada del restaurante Wilton’s, en Jermyn Street, azotado por el viento del oeste y ligeramente borracho, esperando un taxi que no acababa de llegar.

Consultó de nuevo su reloj. Las 19:43. A falta de paraguas, se cubrió la cabeza con su vieja cartera de piel y se encaminó chapoteando hacia Piccadilly, donde, tras esperar cinco minutos bajo la lluvia, consiguió subirse a un taxi. Dio al taxista una dirección aproximada (le avergonzaba pronunciar el nombre del lugar al que se dirigía) y vigiló ansiosamente el paso de los minutos mientras el taxi avanzaba con lentitud hacia Piccadilly Circus. Allí torció hacia Shaftesbury Avenue y llegó a Charing Cross Road cuando el reloj daba las ocho. Isherwood llegaba ya oficialmente tarde para ocupar la mesa que tenía reservada.

Suponía que debía llamar para avisar de su tardanza, pero era muy probable que el establecimiento en cuestión cediera la mesa a otro cliente. Le había costado un mes de súplicas y chantajes conseguir la reserva, y no estaba dispuesto a arriesgarse a perderla por culpa de una llamada histérica. Además, con un poco de suerte Fiona ya habría llegado. Era una de las cosas que más le gustaban de ella: su puntualidad. También le gustaban su melena rubia, sus ojos azules, sus piernas largas y su edad: treinta y seis. De hecho, en ese momento no se le ocurría nada que le desagradara de Fiona Gardner, razón por la cual había invertido tanto esfuerzo en asegurarse una mesa en un restaurante en el que en circunstancias normales jamás habría puesto el pie.

Pasaron otros cinco minutos antes de que el taxi lo depositara por fin frente al St. Martin’s Theatre, sede permanente de La ratonera de Agatha Christie. Cruzó rápidamente West Street hasta la entrada del célebre Ivy, su verdadero destino. El maître le informó de que la señorita Gardner no había llegado aún y de que, por obra de algún milagro, su mesa seguía libre. Isherwood entregó su abrigo a la chica del guardarropa y fue conducido a un reservado que daba a Litchfield Street.

Ya solo, miró críticamente su reflejo en la ventana. Con su traje de Savile Row, su corbata burdeos y su espeso cabello gris, lucía una elegante aunque dudosa figura, un aspecto que él mismo calificaba de decorosa desvergüenza. Aun así, no había duda de que había alcanzado esa edad que los gestores de patrimonio denominan «el otoño de la vida». Sí, se dijo con pesar, era viejo. Demasiado viejo para pretender a mujeres como Fiona Gardner. ¿Cuántas la habían precedido? Estudiantes de arte, galeristas novatas, recepcionistas, jovencitas guapas que atendían las pujas telefónicas de Christie’s y Sotheby’s. Él no era ningún donjuán. Las había querido a todas. Creía en el amor del mismo modo que creía en el arte. Amor a primera vista. Amor eterno. Amor hasta que la muerte nos separe. El problema era que nunca lo había encontrado, en realidad.

Se acordó de pronto de una tarde, hacía poco tiempo, en Venecia: una mesa en un rincón del Harry’s Bar, un Bellini, Gabriel… Su amigo le había dicho que aún no era demasiado tarde, que todavía estaba a tiempo de casarse y tener uno o dos hijos. El rostro ajado que reflejaba el cristal de la ventana lo desmentía. Su fecha de caducidad había expirado hacía tiempo, pensó. Moriría solo, sin hijos y sin otra esposa que su galería de arte.

Consultó otra vez la hora. Las ocho y cuarto. Ahora era Fiona quien llegaba tarde, cosa rara en ella. Se sacó el móvil del bolsillo de la pechera y vio que tenía un mensaje. LO SIENTO, JULIAN, PERO ME TEMO QUE NO VOY A PODER Dejó de leer. Supuso que era preferible así. Se ahorraría que le rompieran el corazón. Y, lo que era más importante, no haría de nuevo el ridículo.

Se guardó el teléfono y sopesó sus alternativas. Podía quedarse y cenar solo, o podía marcharse. Optó por lo segundo. Uno no cenaba solo en el Ivy. Se levantó, recogió su gabardina y, tras mascullar una disculpa dirigida al maître, salió rápidamente a la calle en el instante en que una furgoneta Ford Transit blanca se detenía con un frenazo frente al St. Martin’s Theatre. El conductor se apeó al instante. Vestía un grueso chaquetón de lana y sostenía lo que parecía ser un arma. Y no un arma cualquiera, pensó Isherwood, sino un arma de guerra. Otros cuatro hombres se bajaron de la trasera de la furgoneta, ataviados con chaquetas gruesas y armados con idénticos fusiles de asalto. Isherwood apenas podía creer lo que estaba viendo. Parecía una escena sacada de una película. De una película que ya había visto otras veces, en París y en Washington.

Los cinco hombres se dirigieron tranquilamente, en formación de combate, hacia las puertas del teatro. Isherwood oyó el estrépito de la madera al reventar y, a continuación, disparos. Luego, unos segundos después, escuchó los primeros gritos, sofocados, distantes. Eran los gritos de sus pesadillas. Pensó de nuevo en Gabriel y se preguntó qué haría él en una situación semejante. Se metería en el teatro a pecho descubierto y salvaría tantas vidas como fuera posible. Pero él no tenía la destreza de Gabriel, ni su arrojo. No era un héroe. De hecho, era más bien lo contrario.

Aquellos gritos pavorosos se fueron intensificando. Isherwood sacó su móvil, marcó el número de emergencias e informó de que estaba teniendo lugar un atentado terrorista en el St. Martin’s Theatre. Luego dio media vuelta y contempló el célebre restaurante que acababa de abandonar. Sus adinerados clientes parecían ajenos a la carnicería que estaba efectuándose a escasos metros de allí. Sin duda —se dijo—, los terroristas no se conformarían con una sola masacre. El icónico Ivy sería su siguiente parada.

Isherwood volvió a sopesar sus alternativas. Eran, de nuevo, dos. Podía huir o intentar salvar tantas vidas como fuera posible. Fue la decisión más sencilla de su vida. Mientras cruzaba a trompicones la calle, oyó una explosión procedente de Charing Cross Road. Luego otra. Y después una tercera. No era un héroe, pensó mientras cruzaba a la carrera la puerta del Ivy agitando los brazos como un loco, pero podía actuar como tal aunque solo fuera durante unos segundos. Tal vez Gabriel tuviera razón. Quizá no fuera demasiado tarde, después de todo.

3

 

VAUXHALL CROSS, LONDRES

 

 

 

 

 

Eran un total de doce, árabes y africanos de origen, europeos según su pasaporte. Todos ellos habían pasado algún tiempo en el califato del ISIS (en un campo de entrenamiento ya destruido, cerca de la antigua ciudad siria de Palmira) y habían regresado a Europa occidental sin ser detectados. Más adelante quedaría claro que habían recibido órdenes a través de Telegram, el servicio de mensajería instantánea que empleaba un sistema de cifrado de extremo a extremo. Solo les facilitaron una dirección, la fecha y la hora del ataque. Ignoraban que otros terroristas habían recibido instrucciones similares. Que formaban parte de una trama más vasta. De hecho, ignoraban que formaban parte de una acción coordinada.

Habían llegado al Reino Unido uno a uno, en tren o en ferri. Dos o tres fueron interrogados en la frontera. Los demás fueron recibidos con los brazos abiertos. Cuatro fueron a la localidad de Luton, cuatro a Harlow y otros cuatro a Gravesend. En cada una de esas direcciones, los esperaba un agente de la red afincado en Inglaterra. Y también las armas: chalecos explosivos y fusiles de asalto. Cada uno de los chalecos contenía un kilo de TATP, un explosivo cristalino altamente volátil fabricado a partir de quitaesmaltes y agua oxigenada. Los fusiles de asalto eran AK-47 de fabricación bielorrusa.

Los cómplices residentes en Inglaterra informaron rápidamente a las tres células de cuáles eran sus objetivos y el fin de la misión. No eran terroristas suicidas, sino combatientes suicidas. Debían matar a tantos infieles como pudieran utilizando los fusiles de asalto y hacer estallar los chalecos explosivos únicamente cuando la policía los tuviera acorralados. El objetivo de la operación no era la destrucción de edificios o de lugares emblemáticos, sino hacer correr la sangre, sin distinción de sexo o edad. No debían mostrar clemencia.

Entrada la tarde, en Luton, Harlow y Gravesend, los miembros de las tres células terroristas compartieron una última cena. Después, prepararon ritualmente sus cuerpos para la muerte. Por último, a las siete, subieron a tres furgonetas Ford Transit idénticas, de color blanco. Los agentes afincados en Inglaterra se ocuparon de conducir mientras los combatientes suicidas iban sentados atrás, con sus chalecos y sus armas. Ninguna de las tres células conocía la existencia de las demás, pero todas ellas se dirigían al West End de Londres y debían atacar a la misma hora. La sincronía era el marchamo de Saladino, que creía firmemente que en el terror, como en la vida, el sentido de la oportunidad era esencial.

El venerable Garrick Theatre había sido testigo de dos guerras mundiales, de una guerra fría, de una depresión y de la abdicación de un monarca, pero nunca había presenciado algo semejante a lo que ocurrió esa noche a las ocho y veinte, cuando cinco terroristas del ISIS irrumpieron en el teatro y comenzaron a disparar contra el público. Murió más de un centenar de personas durante los primeros treinta segundos del asalto, y otro centenar pereció en el transcurso de los pavorosos cinco minutos siguientes, cuando los terroristas avanzaron metódicamente por la sala, fila por fila, butaca por butaca. Unas doscientas personas lograron escapar por las salidas lateral y posterior, junto con todo el elenco de la función y los tramoyistas. Muchos no volverían a dedicarse al teatro.

Los terroristas salieron del Garrick a los siete minutos de haber entrado. Fuera se encontraron con dos agentes de la Policía Metropolitana desarmados. Tras matarlos a ambos, se dirigieron a Irving Street, donde continuaron la masacre de restaurante en restaurante, hasta que, finalmente, en las inmediaciones de Leicester Square, les salió al paso una pareja de agentes especiales de la policía, armados únicamente con pistolas Glock 17 de nueve milímetros. Aun así, lograron abatir a dos de los terroristas antes de que pudieran detonar sus chalecos explosivos. Dos de los supervivientes se inmolaron en el cavernoso vestíbulo del cine Odeon; el tercero, en un abarrotado restaurante italiano. En total, murieron cuatrocientas personas solamente en ese tramo del atentado, lo que lo convirtió en el más mortífero de la historia de Gran Bretaña, peor incluso que la destrucción del vuelo 103 de Pan Am que en 1988 estalló sobre Lockerbie, Escocia.

Pero, por desgracia, aquella célula de cinco miembros no era la única. Un segundo grupo de terroristas (la célula de Luton, como se la llamaría después) atacó el Prince Edward Theatre, también a las ocho y veinte, mientras en escena se representaba Miss Saigón. El Prince Edward era mucho más grande que el Garrick: tenía 1 600 butacas en lugar de 656, de modo que la cifra de fallecidos dentro de la sala fue muy superior. Además, los cinco terroristas hicieron estallar sus chalecos suicidas en diversos bares y restaurantes de Old Compton Street. En apenas seis minutos, más de quinientas personas perdieron la vida.

El tercer objetivo era el St. Martin’s: cinco terroristas, a las ocho y veinte en punto. Esta vez, sin embargo, intervino un equipo de agentes especiales de la policía. Más tarde, se haría público que un transeúnte, un hombre al que solo se identificó como un conocido marchante de arte londinense, había informado del ataque segundos después de que los terroristas entraran en el teatro. El mismo marchante había ayudado posteriormente a evacuar el comedor del restaurante Ivy. Gracias a ello, solo habían muerto ochenta y cuatro personas en ese tramo del atentado. Cualquier otra noche, en cualquier otra ciudad, esa cifra habría resultado inconcebible. Ahora, era un motivo de alivio. Saladino había llevado el terror hasta el mismo corazón de Londres. Y la ciudad ya nunca sería la misma.

A la mañana siguiente, la magnitud del desastre se hizo plenamente visible. La mayoría de los fallecidos seguían allí donde habían caído. De hecho, muchos de ellos continuaban ocupando sus butacas. El comisario de la Policía Metropolitana ordenó acordonar todo el West End e instó tanto a residentes como a turistas a no acercarse por la zona. El metro suspendió el servicio en todas sus líneas como medida de precaución. Los organismos públicos y los comercios permanecieron cerrados durante toda la jornada. La Bolsa de Londres abrió a su hora, pero se suspendió la sesión cuando los precios de las acciones cayeron en picado. Las pérdidas económicas, al igual que las humanas, fueron catastróficas.

Por motivos de seguridad, el primer ministro Jonathan Lancaster esperó hasta mediodía para visitar el lugar de la catástrofe. Acompañado por su esposa, Diana, recorrió a pie el trayecto entre el Garrick y el Prince Edward y llegó finalmente al St. Martin’s. Después, frente al puesto de mando provisional que la policía había instalado en Leicester Square, se dirigió brevemente a la prensa. Pálido y visiblemente afectado, prometió que los responsables del atentado responderían ante la justicia.

—El enemigo tiene un propósito firme —declaró—, pero nosotros también.

El enemigo, sin embargo, permaneció extrañamente callado. Se publicaron, ciertamente, varios comentarios celebrando el ataque en las páginas web de costumbre, pero el mando central del ISIS guardó silencio. Por fin, a las cinco de la tarde hora de Londres, el Estado Islámico se atribuyó oficialmente la autoría del atentado a través de una de sus muchas cuentas de Twitter y publicó fotografías de sus quince autores materiales. Varios comentaristas políticos manifestaron su sorpresa por el hecho de que en ninguna de las declaraciones se citara el nombre de Saladino. Los verdaderos expertos, en cambio, no se sorprendieron. Saladino —dijeron— era un maestro. Y, como muchos maestros, prefería que su obra no llevara firma.

Si el primer día tras los atentados estuvo marcado por la solidaridad y el dolor, el segundo dio paso a la división y las acusaciones mutuas. En la Cámara de los Comunes, varios miembros del partido de la oposición arremetieron contra el primer ministro y los jefes de los servicios de inteligencia por no haber detectado a tiempo la trama terrorista. Preguntaron, sobre todo, cómo era posible que los terroristas hubieran conseguido fusiles de asalto en un país cuya normativa para el control de armas era de las más estrictas del mundo. El jefe de la Brigada Antiterrorista de la Policía Metropolitana emitió un comunicado defendiendo su actuación, y lo mismo hizo Amanda Wallace, la directora general del MI5. Graham Seymour, jefe del SIS, el Servicio Secreto de Inteligencia, prefirió en cambio guardar silencio. Hasta hacía poco tiempo, el gobierno británico ni siquiera reconocía la existencia del MI6, y a ningún ministro en su sano juicio se le habría ocurrido citar el nombre de su jefe en público. Seymour prefería hacer las cosas a la antigua usanza. Era, por carácter y por bagaje, un espía, y un espía jamás hacía declaraciones, cuando bastaba con pasarle un soplo envenenado a un periodista bien dispuesto.

La responsabilidad de proteger el Reino Unido del terrorismo recaía principalmente en el MI5, la Policía Metropolitana y el Centro Conjunto de Análisis del Terrorismo. Con todo, el Servicio Secreto de Inteligencia desempeñaba un papel importante en la detección de posibles tramas terroristas en el extranjero, antes de que llegaran a las vulnerables costas de Inglaterra. Graham Seymour había advertido repetidamente al primer ministro de que se avecinaba un atentado del ISIS en el Reino Unido, pero sus espías no habían logrado hacerse con los datos fehacientes que habrían podido evitarlo. De ahí que considerara el atentado de Londres, con su horrenda cifra de víctimas inocentes, como el mayor fracaso de su larga y distinguida carrera.

Seymour se hallaba en su espléndido despacho de Vauxhall Cross en el momento del ataque —había visto los destellos de las explosiones desde su ventana— y, durante los tétricos días que siguieron, apenas salió de él. Sus colaboradores más cercanos le suplicaban que durmiera un rato y, en privado, se mostraban preocupados por su aspecto desmejorado. Seymour les contestaba en tono cortante que invertirían mejor el tiempo buscando información que evitara el siguiente atentado. Quería un cabo suelto, un miembro de la red de Saladino al que pudiera manipular y poner a su servicio. No debía ser una figura destacada: esos eran demasiado leales. El hombre que buscaba Graham Seymour sería apenas un figurante, un recadero, un correveidile. Posiblemente ni siquiera sabría que formaba parte de una organización terrorista. Incluso era posible que nunca hubiera oído el nombre de Saladino.

La policía, secreta o no, tiene ciertas ventajas en tiempos de crisis. Efectúa redadas y detenciones y celebra ruedas de prensa para asegurar a la ciudadanía que está haciendo todo lo posible por defender su seguridad. Los espías, en cambio, no tienen tales recursos. Actúan, por definición, en secreto, en callejones, habitaciones de hotel, pisos francos y otros lugares inhóspitos donde persuaden a otros espías, a menudo mediante coacción, para que revelen información vital a una potencia extranjera. En los albores de su carrera, Graham Seymour había llevado a cabo esa tarea. Ahora solo podía supervisar la labor de otros desde la cárcel de oro de su despacho. Su mayor temor era que otro servicio de espionaje encontrara el cabo suelto antes que él, verse de nuevo relegado a un papel secundario. El MI6 no podía desmantelar la red de Saladino por sí solo. Necesitaba la ayuda de sus aliados de Europa occidental y Oriente Medio y, al otro lado del charco, la de los norteamericanos. Pero si el MI6 lograba dar con el dato clave a tiempo, él sería el primero entre sus pares. Y, en el mundo moderno, eso era lo máximo a lo que podía aspirar el jefe de un servicio de espionaje.

Así pues, Graham Seymour siguió encerrado en su despacho día tras día, noche tras noche, viendo no sin envidia cómo la Policía Metropolitana y el MI5 desarticulaban los restos de la red de Saladino en Gran Bretaña. Los esfuerzos del MI6, en cambio, no daban ningún fruto significativo. De hecho, Seymour averiguó más cosas a través de sus aliados de Langley y Tel Aviv que de su propio personal. Finalmente, ocho días después del ataque, decidió que le sentaría bien pasar la noche en casa. Los registros informáticos mostrarían que su limusina Jaguar salió del aparcamiento subterráneo a las ocho y veinte en punto, casualmente. Pero cuando estaba cruzando el Támesis camino de su domicilio en Belgravia, su teléfono móvil emitió un suave ronroneo. Seymour reconoció el número, así como la voz de mujer que se dejó oír un instante después.

—Espero no pillarte en mal momento —dijo Amanda Wallace—, pero tengo algo que podría interesarte. ¿Por qué no te pasas por aquí a tomar una copa? Invito yo.

4

 

THAMES HOUSE, LONDRES

 

 

 

 

 

Graham Seymour conocía bien Thames House, el edificio a orillas del Támesis en el que el MI5 tenía su sede. Había trabajado allí más de treinta años antes de convertirse en jefe del MI6. Al recorrer el pasillo de la planta de dirección, se detuvo en la puerta del despacho que había ocupado cuando era subdirector general. Miles Kent, el actual subdirector, seguía sentado a su mesa. Era posiblemente el único hombre de Londres que tenía peor aspecto que Seymour.

—¡Graham! —dijo al apartar la vista de su ordenador—. ¿Qué te trae por este rinconcito del reino?

—Dímelo tú.

—Si lo hiciera —repuso Kent con voz queda—, la abeja reina me pondría de patitas en la calle.

—¿Qué tal se porta?

—¿No te has enterado? —Kent le hizo señas de que entrara y cerrara la puerta—. Charles la ha dejado por su secretaria.

—¿Cuándo?

—Un par de días después del atentado. Estaba cenando en el Ivy cuando la tercera célula entró en Saint Martin’s. Dijo que eso le había obligado a replantearse muchas cosas. Y que no podía seguir viviendo así.

—Tenía una esposa y una amante. ¿Qué más quería?

—El divorcio, por lo visto. Amanda ya ha dejado el piso. Está durmiendo aquí, en su despacho.

—No es la única.

A Seymour le sorprendió la noticia. Había visto a Amanda esa misma mañana, en el número diez de Downing Street, y no le había comentado nada. A decir verdad, le alegraba que la azarosa vida amorosa de Charles hubiera salido por fin a la luz. Los rusos siempre se las ingeniaban para enterarse de esas indiscreciones, y no tenían escrúpulos a la hora de utilizarlas en su provecho.

—¿Quién más lo sabe?

—Yo me he enterado por casualidad. Ya conoces a Amanda, es muy discreta.

—Lástima que Charles no lo sea tanto. —Seymour hizo amago de abrir la puerta, pero se detuvo—. ¿Tienes idea de por qué quiere verme con tanta prisa?

—¿Por el placer de tu compañía?

—Venga ya, Miles.

—Lo único que sé —repuso Kent— es que tiene algo que ver con armas.

Seymour salió al pasillo. La luz de encima del despacho de Amanda estaba en verde. Aun así, tocó suavemente antes de entrar. La encontró sentada detrás de su enorme escritorio, con los ojos fijos en un dosier que tenía abierto sobre la mesa. Al levantar la vista, le dedicó una fría sonrisa. Daba la impresión —se dijo Seymour— de haber aprendido aquel gesto practicando delante de un espejo.

—Graham —dijo poniéndose en pie—, qué bien que hayas venido.

Salió lentamente de detrás de la mesa. Llevaba, como de costumbre, un traje pantalón bien cortado que realzaba su figura alta y algo desgarbada. Su actitud evidenciaba cierta cautela. Graham Seymour y Amanda Wallace habían ingresado en el MI5 al mismo tiempo y habían pasado casi treinta años enfrentándose a cada paso. Ahora ocupaban dos de los cargos más altos del espionaje occidental, y su rivalidad permanecía intacta. Resultaba sugerente pensar que el atentado alteraría la dinámica de su relación, pero Seymour estaba convencido de que no sería así. La inevitable investigación parlamentaria estaba al caer, y sin duda pondría al descubierto errores y omisiones graves por parte del MI5. Amanda se defendería con uñas y dientes. Y se aseguraría de que Seymour y el MI6 cargaran con su parte de culpa.

La bandeja con las copas había sido depositada en un extremo de la reluciente mesa de reuniones del despacho. Amanda preparó un gin-tonic para él y un martini con aceitunas y cebollitas para ella. Brindó en silencio, con gesto contenido. Luego condujo a Seymour a la zona de sofás y le indicó un moderno sillón de piel. La gran televisión de pantalla plana emitía imágenes de la BBC. Aviones de combate estadounidenses y británicos atacaban objetivos islamistas cerca de la ciudad siria de Raqqa. El gobierno central de Bagdad había recuperado buena parte de la porción iraquí del califato. Solo el santuario sirio permanecía en poder del ISIS, y se hallaba bajo asedio. No obstante, la pérdida de territorios no había logrado mermar la capacidad del Estado Islámico para llevar a cabo atentados terroristas en el extranjero. Los sucesos de Londres eran prueba de ello.

—¿Dónde calculas que está? —preguntó Amanda pasado un momento.

—¿Saladino?

—¿Quién, si no?

—No hemos podido localizar su…

—No estás hablando con el primer ministro, Graham.

—Si tuviera que aventurar una hipótesis, diría que no está en el cada vez más exiguo califato del ISIS.

—¿Dónde, entonces?

—Puede que en Libia o en alguno de los emiratos del Golfo. O podría estar en Paquistán o al otro lado de la frontera, en la zona de Afganistán controlada por los islamistas. O —añadió— quizá esté mucho más cerca. Tiene amigos y recursos. Y recuerda que antes era de los nuestros. Trabajaba para el Mukhabarat iraquí antes de la invasión. Y su labor consistía en procurar apoyo material a los terroristas palestinos predilectos de Sadam. Sabe lo que se trae entre manos.

—Eso es quedarse corto —comentó Amanda Wallace—. Saladino casi hace que una añore los tiempos del KGB y las bombas del IRA. —Se sentó frente a Seymour y dejó su copa sobre la mesa baja con aire pensativo—. Tengo que decirte una cosa, Graham. Se trata de algo personal, y muy feo. Charles me ha dejado por su secretaria. Él le dobla la edad. Es todo tan tópico…

—Lo lamento, Amanda.

—¿Sabías que tenía una amante?

—Algún rumor oí —contestó él con delicadeza.

—Yo no, y soy la directora general del MI5. Supongo que es verdad lo que dicen. La esposa es siempre la última en enterarse.

—¿No hay posibilidad de reconciliación?

—No, ninguna.

—El divorcio será complicado.

—Y costoso —añadió Amanda—. Especialmente para Charles.

—Te presionarán para que dejes el cargo.

—Por eso precisamente —repuso ella— voy a pedirte que me apoyes. —Se quedó callada un momento—. Sé que en buena medida soy la responsable de nuestra pequeña guerra fría, Graham, pero ya ha durado suficiente. Si cayó el Muro de Berlín, sin duda tú y yo también podemos ser amigos, o algo parecido.

—No podría estar más de acuerdo.

Esta vez, la sonrisa de Amanda pareció casi sincera.

—Y ahora pasemos al verdadero motivo por el que te he hecho venir.

Apuntó con un mando a distancia hacia la televisión y en la pantalla plana apareció la cara de un hombre de barba rala, ascendencia egipcia y unos treinta años de edad. Era Omar Salah, el cabecilla de la conocida como «célula de Harlow», abatido por un agente de las fuerzas especiales dentro del St. Martin’s Theatre antes de que pudiera hacer explosionar su chaleco suicida. Seymour conocía bien su expediente. Era uno de los miles de musulmanes europeos que habían viajado a Siria e Irak después de que el ISIS proclamara su califato en junio de 2014. El MI5 le había sometido a vigilancia constante, tanto física como electrónica, durante más de un año tras su regreso a Inglaterra. Pero seis meses antes del atentado, había llegado a la conclusión de que Salah no suponía un peligro inminente. Los vigilantes del A4 andaban escasos de personal, y Salah parecía haber perdido su interés por el islamismo radical y la yihad. La orden de poner fin a su vigilancia llevaba la firma de Amanda. Lo que ni ella ni el resto del espionaje británico sabían era que Salah se comunicaba con el mando central del ISIS mediante métodos de cifrado que ni siquiera la todopoderosa Agencia de Seguridad Nacional estadounidense era capaz de descodificar.

—No fue culpa tuya —dijo Seymour en tono sereno.

—Puede que no —respondió ella—, pero alguien tendrá que pagar el pato, y es probable que sea yo. A menos, claro está, que pueda dar la vuelta al desafortunado caso de Omar Salah en mi provecho. —Hizo una pausa y luego añadió—: O quizá debería decir en nuestro provecho.

—¿Y cómo haríamos eso?

—Omar Salah no solo condujo a un grupo de asesinos islamistas al Saint Martin’s Theatre. Hizo algo más. Fue él quien introdujo las armas en Inglaterra.

—¿De dónde las sacó?

—De un colaborador del ISIS afincado en Francia.

—¿Quién lo dice?

—Omar.

—Por favor, Amanda —dijo Seymour cansinamente—, es tarde.

Ella lanzó una mirada a la cara de la pantalla.

—Era bueno en lo suyo, nuestro Omar, pero cometió un pequeño error. Utilizaba el ordenador portátil de su hermana para llevar los asuntos del ISIS. Lo requisamos al día siguiente del atentado y hemos estado destripando el disco duro desde entonces. Esta tarde encontramos los restos digitales de un mensaje cifrado del mando central del ISIS ordenando a Omar que viajara a Calais para encontrarse con un individuo que responde al apodo de Escorpión.

—Un nombre muy pegadizo —comentó Seymour con sorna—. ¿Se hablaba de armas en ese mensaje?

—El lenguaje estaba cifrado, pero era muy evidente. Y además coincide con un aviso que recibimos de la DGSI a finales del año pasado. Al parecer, los franceses tienen al tal Escorpión en su radar desde hace tiempo. Por desgracia, no saben mucho de él. Tampoco su verdadero nombre. La teoría en vigor es que forma parte de una red de narcotráfico, probablemente marroquí.

Tenía sentido, pensó Seymour. El nexo entre el ISIS y las mafias europeas era innegable.

—¿Has hablado con los franceses de esto? —preguntó.

—Yo no dejaría la seguridad del pueblo británico en manos de la DGSI. Además, me gustaría encontrar a ese Escorpión antes que los franceses. Pero no puedo —añadió rápidamente—. Mi jurisdicción termina donde empieza el mar.

Seymour se quedó callado.

—No es mi intención decirte cómo debes hacer tu trabajo, Graham, ni mucho menos. Pero, yo que tú, mandaría un agente a Francia a primera hora de la mañana. A alguien que hable el idioma. Que sepa moverse entre las mafias. Y a quien no le dé miedo mancharse las manos. —Sonrió—. No conocerás, por casualidad, a alguien que reúna esas condiciones, ¿verdad, Graham?