el mismo sitio, las mismas cosas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

TIM GAUTREAUX

 

 

 

el mismo sitio, las mismas cosas

 

 

 

 

 

 

 

 

Título original:

Same place, same things

Traducción del inglés

José Gabriel Rodríguez Pazos

 

 

© De los textos: Tim Gautreaux

© De la traducción: José Gabriel Rodríguez Pazos

 

 

Madrid, enero 2018

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

ISBN: 9788417118129

 

Diseño portada: Enrique García Puche para Tresbien Comunicación

 

 

 

 

A mi mujer, Winborne, y a nuestros dos hijos, Robert y Thomas.

También quiero dar las gracias al National Endowment for the
Arts. Supongo que podría haber empezado por ellos, pero es que
ellos nunca me han hecho galletas.

 

 

El mismo sitio, las mismas cosas

El mecánico de bombas de riego iba con cuidado. Al ver el surco en el camino, redujo la marcha de su camioneta para poder atravesarlo despacio. Las finas ruedas de su vieja Ford dieron un buen bote y los ejes tocaron el suelo. Una bandada de mirlos salió volando de entre la maleza seca, siguió la línea del camino y se elevó hacia el cielo como un puñado de grava lanzado al aire. Se preguntó cuánto más tendría que avanzar por aquel camino para llegar a la casa donde vivía la mujer. Cuando ella le llamó al motel, las indicaciones habían sido poco claras, como si no estuviera muy segura de dónde se encontraba su casa. A ambos lados del camino se veían campos de fresa recocidos por el sol. Llevaba siete semanas sin llover, por lo que le había dicho la gente de la zona.

Las ramas sin hojas parecían querer arrancar los faros delanteros. El polvo que se levantaba como maquillaje de mujer detrás de la camioneta había cubierto las matas de moras junto al camino, dándoles el aspecto de pesadas fuentes de lava. Era una sequía terrible.

Llegó finalmente a una casa de madera situada tras una desvencijada valla de alambre de espino. Detuvo la camioneta y se bajó. Nadie salía de la casa, así que cerró con fuerza la puerta de la camioneta y tosió de manera ostensible. Llevaba en esta parte del país el tiempo suficiente para saber que los campesinos no te querían en su porche a no ser que fueras un pariente o un vecino. Ahora, durante la depresión, la vida era tan dura para ellos que no se fiaban de casi nadie. Decidió tocar la bocina, y fue recompensado con movimiento detrás de una de las ventanas. Al cabo de medio minuto salió una mujer con un vestido fino de algodón, de los de estar en casa.

—¿Es usted el de las bombas? —preguntó ella.

—Sí, señora. Me llamo Harry Lintel.

Ella lo miró de arriba abajo, como si se tratara de una cabra cuya compra estuviera considerando. Anduvo hasta el borde de su porche y volvió la vista hacia el campo que estaba detrás de la casa.

—Si va andando por ese sendero, encontrará a mi marido intentando arreglar la bomba.

A él no le gustó la mueca que había hecho ella al pronunciar la palabra «marido». Le incomodaba estar con mujeres a las que no les gustaban sus maridos. Ella bajó del porche, atravesó con cuidado los cinco metros de cardo y trébol que hacían las veces de jardín y se acercó al mecánico de bombas de riego, que la miraba con recelo. Las personas pobres le ponían nervioso. Él también era pobre, al menos por lo que respectaba al dinero, pero él no se avergonzaba ni estaba abatido, como muchos de los que había conocido en esta parte del estado, a los que los malos tiempos habían hundido y arruinado por dentro. Ella lo miró a los ojos:

—¿Qué edad piensa que tengo?

Podría tener cuarenta, cuatro años menos que él, pero con las mujeres del campo nunca se sabía. Observó su pelo cobrizo y sus ojos grises. Era delgada, pero su mirada tenía algo que denotaba dureza.

—Señora, he venido a arreglar su bomba. ¿Qué tipo de bomba es y qué es lo que le pasa?

—Mi marido estará de vuelta en un minuto. Él le podrá decir todo lo que usted necesita saber. Lo que yo quiero saber es de dónde es usted. Hacía tiempo que no escuchaba a nadie hablar como usted.

Tenía el pelo recogido atrás en un amplio moño que se tocó delicadamente. Este movimiento llamó la atención del mecánico. Pensó entonces que quizás estuviera más cerca de los treinta y cinco.

Harry Lintel metió la mano derecha en el bolsillo delantero y se apoyó en la puerta de su camioneta.

—Soy de Misuri —dijo, pasándose la mano por un mechón de su corto pelo rubio.

Ella seguía mirándolo con una expresión de intenso escrutinio.

—¿No hay bombas que arreglar en Misuri? —preguntó ella—. ¿O es que le ha echado su mujer?

—Mi mujer se murió —dijo él—. Y en cuanto a las bombas, cuando hay sequía y los mecánicos de la zona no dan abasto, o no hay mecánicos en la zona, me acerco a prestar mis servicios.

Él levantó la vista por encima de ella y se fijó en lo despintada que estaba la casa y en que habían tapado los cristales rotos con cartones.

—¿Y por qué no presta sus servicios en el sitio donde vive?

La miró con dureza. Esa pregunta revelaba ingenio, algo que hacía tiempo que no veía en una mujer.

—¿Dónde está su marido, señora? Me esperan trabajos bien pagados siguiendo por la 51.

—Tranquilícese, hombre. Ya le he dicho que está al llegar. —Cruzó los brazos y se acercó a él un paso—. Tengo curiosidad por saber por qué alguien puede querer venir a esta parte de Luisiana.

—Voy detrás de las sequías —dijo, poniéndose derecho y caminando junto a la valla hasta el sitio donde esta se abría a un sendero lleno de surcos. La mujer lo siguió, deslizando las manos por las caderas para estirarse el vestido—. La semana pasada estuve en Texas. Me estaba yendo muy bien hasta que un aguacero que duró toda la noche llegó desde México y me dejó sin trabajo. La cosa dejó de ser una cuestión de bombeo, y con los mecánicos de la zona se apañaban. —Dirigió la vista hacia el fondo del camino, todo lo lejos que alcanzaba a ver en aquel campo de plantas raquíticas—. El mes anterior estuve en el norte de Georgia. Antes estuve arreglando bombas en Alabama. Esos lo pasaron mal con el pimiento verde… ¿Dónde demonios está su viejo?

—Nunca veo a nadie más que a mi marido y a dos o tres compradores que tienen tratos con él. —Ella empezó a observar la ropa del mecánico, lo cual le hizo sentirse incómodo, porque sabía que ella se había dado cuenta de que estaba limpia y sin remiendos. Llevaba una camisa de caqui y unos pantalones. Quizás ella no conociera a gente con la ropa sin remendar. Su vestido parecía hecho con la tela de una cortina descolorida—. Texas —dijo—. Vi su anuncio en el periódico y pensé que era usted un viajante.

—No, señora —dijo él—. Soy un hombre que viaja.

Vio que ella no había entendido que había una diferencia. Parecía desesperada y aburrida, pero mucha de la gente a la que había conocido era así. Sin embargo, muy pocos sentían curiosidad por saber de dónde venía. Solo les importaba que era Harry Lintel, el hombre capaz de arreglar cualquier bomba de riego y todo tipo de motores, antiguos o modernos.

Empezó a atravesar el campo en dirección a una hilera de árboles que se divisaba a medio kilómetro, y la mujer volvió rápidamente a la casa. Suspendido entre la casa y una lila, vio un cable que continuaba a través de una larga hilera de sauces que seguían el borde de una acequia, y supuso que acababa en una bomba eléctrica. Se sentía casi decepcionado por que la mujer no le estuviera siguiendo.

Mientras caminaba, contempló los campos que circundaban la casa. Eran de lo peor que había visto. Pasó junto a un tractor modelo Titan, apoyado en bloques de madera entre la maleza y con la cabeza del cilindro agrietada. Detrás de él había un descarificador circular oxidado, que todavía habría podido usarse, si lo hubieran cuidado. En el campo de su derecha, había dos vacas aquejadas de timpanismo.

Tenía la camisa empapada en sudor cuando llegó a la delgada franja de pinos invadidos de zarzas que marcaban el límite del campo. A unos cincuenta metros, siguiendo la hilera de árboles, había un hombre inclinado sobre un motor eléctrico, de espaldas al mecánico. Lintel lo llamó y comenzó a caminar hacia él, pero el hombre no contestó; el mecánico de bombas supuso que estaría concentrado en la minuciosa revisión de alguna correa de transmisión. El agricultor estaba tendido sobre una rejilla metálica colocada encima de un pozo abierto. Harry se acercó a él y le saludó, pero el agricultor no respondió. Parecía dormido, a pesar de encontrarse a pleno sol y con la camiseta interior húmeda como un paño de secar platos. Harry se agachó y observó la bomba y cómo estaba instalada. Vio que estaba atornillada a la rejilla sin ningún tipo de aislante. Dos cables sueltos colgaban hasta el interior del pozo. Se fijó en el cuerpo y se dio cuenta de que el hombre no respiraba. Se arrodilló y tocó la rejilla metálica con los nudillos. No daba calambre, así que cogió al hombre por los brazos y lo apartó del motor dándole la vuelta. Estaba muerto, sin duda: electrocutado. Tenía los dedos quemados y una raya negra le recorría la pernera del pantalón. Le buscó el pulso en el cuello y, al no encontrarlo, se quedó un buen rato sentado, estudiando aquella cara ancha y vulgar, una cara enfadada y estúpida incluso en la muerte. Echó un vistazo a aquellos campos patéticos, como si ellos tuvieran la culpa, se levantó y se dirigió a la casa.

La mujer estaba sentada en una mecedora en el porche, mirando hacia un barbecho reseco. Dirigió la vista hacia el mecánico y sonrió, levemente.

Harry Lintel se frotó la barbilla.

—¿Tiene usted teléfono?

—No —dijo ella, alisándose el pelo con la mano derecha—. Hay uno en la tienda que está en la 51.

Él no quería decirle nada, porque pensaba que sería mejor que otra persona le diera la noticia.

—¿Tiene alguna amiga que viva por aquí cerca?

Ella fijó en él la mirada, abriendo mucho sus ojos grises.

—¿Para qué quiere saber eso?

—Tengo mis motivos —dijo él, mientras se subía a su camioneta polvorienta, intentando dar la impresión de que nada había pasado. Quería poner una distancia entre él y el dolor que ella iba a padecer.

—La primera casa que hay donde se gira para venir aquí, ahí vive Mary. Pero no tiene teléfono.

—Luego la veo —dijo él arrancando la camioneta.

En la carretera vio a Mary y le dijo que fuera a decirle a la mujer que su marido estaba muerto junto a la bomba. La anciana se limitó a asentir y a entrar en casa para decirle a su hijo que la acompañara. Su indolencia le molestó. ¿No le preocupaba a esa mujer la muerte de un vecino?

En la tienda telefoneó al sheriff y esperó. Volvió a la casa con los ayudantes del sheriff y les contó lo que sabía. Cuando estuvieron junto al cuerpo, los representantes de la ley levantaron la vista hacia el cielo seco y le dijeron al mecánico de bombas que volviera a la tarea, que ellos se ocuparían de todo.

De vuelta, pasó andando con uno de los ayudantes por delante de la casa. Procuró no mirar, pero no pudo evitar escuchar. No oyó nada: ni llantos, ni voces cargadas de emoción contenida. Las dos mujeres estaban en el peldaño del porche charlando tranquilamente, como si hablaran del precio de las fresas. La viuda lo miró fijamente mientras él se subía al coche de policía. A él le pareció percibir un cierto olor a perfume en el aire y se fijó en el sucio interior del coche buscando su origen.

Ese día arregló seis motores, salvando así a pequeñas explotaciones de convertirse en arena. Las reparaciones eran de las complicadas, de las que nadie más que él era capaz de hacer: engranajes de sincronización rotos, reguladores gastados, camisas agrietadas… Al menos una persona en cada explotación le preguntó si era él quien había encontrado al hombre muerto; y cuando decía que sí, aquellos hoscos campesinos se daban la vuelta y le dejaban solo con su trabajo. Avanzada la tarde, se encontraba calentando la cabeza del cilindro de un motor en su fragua portátil, muy atento a la tonalidad del metal para decidir cuándo estaba a la temperatura adecuada para aplicar el latón. Esperó hasta que el metal tuvo el color adecuado, como el rubor en las mejillas de una mujer, y entonces selló aquella difícil grieta con una limpia raya de latón fundido. Un campesino italiano lleno de arrugas lo observaba como un halcón sobrevolando los pollitos, con los brazos cruzados sobre una desgastada camisa de loneta.

—No va a funcionar —dijo.

Pero cuando empezaba a anochecer, Harry hizo girar el volante de inercia, el motor cobró vida con un estallido pesado y sordo, y un reguero de agua con matices de puesta de sol empezó a correr por el campo. El campesino esbozó una sonrisa.

—Si no llega a arreglarlo, le echamos del distrito.

Harry se puso a limpiarse las manos concienzudamente.

—¿Por qué?

—Un desconocido que encuentra un muerto trae mala suerte.

—Mejor que lo haya encontrado yo que su mujer, ¿no?

El campesino tendió unos billetes a Harry, se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección a la caseta de las herramientas.

—Esa mujer no se sorprende de nada.

 

Eran las ocho y media cuando llegó al motel Bell Pepper, un complejo de seis bungalows con estucado de color rosa y una gran ventana ovalada en cada uno. La recepción, en la que también había un pequeño café, permanecía abierta, pero él estaba demasiado cansado para comer. La cama, poco firme, cedió a su peso cuando se sentó en ella. Desde allí contempló la carretera y, detrás de ella, la vía, por la que un tren de cercanías avanzaba lentamente, y escuchó el pitido de la locomotora cuando el tren se acercaba al paso a nivel. En la lejanía se veía otra explotación agrícola, unas cinco hectáreas de cultivo solo interrumpido por una casucha de tejado de hojalata. Se preguntó cuántas mujeres más vivirían aisladas en medio del campo, sin un marido. La mujer del electrocutado ni siquiera tenía hijos que la distrajeran de su soledad. Él, sí. Se había casado a los diecisiete años y había criado dos hijas y un hijo. Ahora tenía cuarenta y cuatro años y estaba solo desde la muerte de su mujer, hacía cinco años. El pequeño pueblo de Misuri donde había crecido no le daba trabajo suficiente, así que se había puesto en marcha, rumbo al sur y al suroeste, en busca de máquinas que nadie más que él era capaz de reparar.

A través de la ventana ovalada podía ver su camioneta. Él sí podía ir de un sitio a otro y conocer otras personas, y sentir pena al dejarlas o alegrarse de perderlas de vista. Miró la Ford con cariño y pensó en la carga que llevaba en su caja: tenazas de herrero, herramientas de soldadura, una fragua portátil, cajas de repuestos, llaves de todo tipo, grifas, carbón, cinceles, material para el sellado de juntas…, todo cubierto con una lona verde amarrada a los flancos de madera. Con su camioneta podía ir a donde quisiera, y con sus herramientas podía arreglar cualquier cosa, excepto el tiempo.

 

A la mañana siguiente, al amanecer, se dirigió a su primer trabajo de aquel día. Le pareció que el cielo de esas primeras horas tenía el color de la chapa cuando se calienta hasta que adquiere un gris azulado. Aparcó junto a la casa y un hombre bajo con un tupido bigote se acercó desde la parte de atrás, maldiciendo. Harry Lintel dejó el sombrero dentro de la camioneta y se pasó las manos por el pelo. Nunca se había encontrado gente a la que gustaran tan poco los desconocidos. El pequeño agricultor escupió en la rueda de la Ford y le dijo que la acercara al campo que había detrás de la casa.

—La McCormick no da ni media chispa —dijo.

Harry se volvió para meterse en la camioneta, pero por encima del capó vio, a doscientos metros, la parte de atrás de la cabeza de una mujer que se movía entre los matorrales de un campo sin cultivar.

—¿Quién es? —preguntó, señalando dos campos más allá.

El campesino estiró el cuello pero no llegó a identificar la silueta, que desapareció tras unas zarzas que había entre dos campos.

—No lo sé —dijo el campesino, rascándose la barba de tres días—, pero una mujer que anda dando vueltas por ahí sin nada mejor que hacer no busca nada bueno. —Señaló a Harry con el dedo—. Si una mujer tiene mucho tiempo para pensar, ¡cuidado! Y ahora tú, a trabajar.

Fue un día abrasador y la piel le ardía empapada en sudor. A mediodía había arreglado tres motores, separados menos de un kilómetro uno de otro. Podía oír el ruido que hacían las bombas de riego de las pequeñas explotaciones que se encontraban a lo largo de la 51. Estaba en un campo de fresas acabando de reparar una International muy estropeada, cuando vio una mujer que se acercaba andando por el terraplén del ferrocarril con una cesta colgada del brazo derecho. Era la mujer del campesino muerto. Esperó hasta que solo unos surcos lo separaban de ella, alzó la vista y la miró. Ella le aguantó la mirada con sus ojos color níquel. En aquel momento se reconoció asustado: le asustaba el modo en que ella lo miraba. Harry Lintel podía entender cualquier máquina del mundo, pero tratándose de mujeres, echaba de menos un manual de instrucciones.

Ella se acercó a él y puso la cesta encima de las llaves.

—¿Comemos?

Él se limpió las manos con un trapo empapado en queroseno.

—¿De dónde sale?

—Esto no está lejos de mi casa —dijo ella.

Él se dio cuenta de que llevaba un vestido de algodón nuevo, con varios enganchones que parecían de zarzas. Ella se arrodilló, abrió la cesta y sacó un mantelito y unos bocadillos. Él se sentó junto a ella sobre la hierba reseca, en un sitio al que llegaba la sombra que proyectaba un sauce.

—Siento lo de su marido —dijo él—. Se lo debería haber dicho yo personalmente.

Las manos de ella se movían dentro de la cesta.

—Me llevo bien con esa mujer. Hiciste lo mejor que podías haber hecho.

Comieron en silencio durante un rato. A lo lejos se escuchaba la música profunda de la locomotora de la Illinois Central, cuyo pitido llenaba la tarde con una frenética escala de notas que subían y bajaban. El Crimson Flyer pasó a toda velocidad en dirección al norte, tirando de un centenar de vagones refrigerados llenos de fresa: el trabajo de todo un año para muchos de los agricultores de la zona.

—Ese tren no va a su hora —dijo ella—. Parece como si nada cumpliera su horario últimamente. —Dio un mordisco al bocadillo de jamón y masticó ensimismada.

—Pregunté a los dueños de esta bomba por su marido. No quisieron hablar de él.

Él dio un mordisco al bocadillo y procuró no hacer ningún gesto. El pan estaba duro y el jamón tenía el sabor de llevar demasiado tiempo en la fresquera. Se preguntó si a su marido le habría dado de comer mejor.

—Era de Nueva Orleans, no de por aquí. No le caía demasiado bien a nadie, por sus fresas. Una vez intentó colar unas Klondyke que estaban mal y los hombres del muelle de carga le rompieron una pierna.

El mecánico meneó la cabeza.

—Romperle la pierna a un tipo me parece un tanto excesivo.

—Se lo merecía —dijo ella sin inmutarse—. Si envías un cargamento de fresas malas, todos los agricultores de la zona tendrán mala reputación. —Miró su bocadillo como si fuera la primera vez que lo veía y lo lanzó dentro de la cesta—. Era demasiado vago para empezar a recoger las puñeteras fresas con tiempo.

Pensó que la mujer se iba a echar a llorar, pero su cara permaneció seca como la grava de la vía. Sentía curiosidad por saber qué había hecho con su marido.

—¿Y del funeral de su viejo y esas cosas…?

—Los temporeros de Mary me ayudaron a enterrarlo esta mañana, después de que viniera el juez a darnos el permiso.

«Y eso es todo», pensó él. «Te pasas media vida trabajando a pleno sol y tu mujer te entierra detrás de la caseta de las herramientas como si fueras un perro». Le dieron ganas de tirar el bocadillo, pero hacía semanas que no tenía tanta hambre, así que le dio otro mordisco. La mujer se puso a mirarlo atentamente, y él supo qué estaba haciendo. Había empezado a compararlo con su marido. Él era más grande. La gente solía decirle que tenía una cara agradable, y él suponía que era un modo de decir que no era lo que se dice feo.

Cuando ella desvió la vista hacia un ruidoso cuervo, él la observó de arriba abajo. El vestido le quedaba bien, y si se hubiera tratado de otra mujer, no una que acaba de enterrar a su marido, quizás la hubiera invitado a salir. Una hilera de pálidas pecas le recorría la nariz, y hoy el pelo suelto le caía por encima de los hombros. Un sentimiento de preocupación empezó a pesar en el interior del mecánico.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó él.

—Ada —respondió ella con rapidez, como si hubiera estado esperando la pregunta.

—Gracias por el bocadillo, pero me espera trabajo carretera arriba.

Ella miró a la vía.

—Debe de estar bien poder ponerse en marcha cuando a uno le apetece. Seguro que has viajado por todas partes.

—Antes viajaba más que ahora.

Él se agachó y recogió las llaves de dado.

—¿Por qué tienes tanta prisa? —preguntó ella, estirando las piernas sobre la hierba agostada. Harry se quedó mirándola.

—Señora, aquí la gente se pregunta qué estarán tramando los árboles cuando se inclinan por la brisa. ¿Qué cree que va a pensar el que nos vea aquí a usted y a mí?

El mecánico se acercó a la camioneta, puso cada herramienta en su caja, fue hasta la bomba dando pequeños saltos por encima de los surcos, hizo girar el volante de inercia con una manivela de hierro fundido y se alejó un poco para escuchar lo que el sonido del motor le decía. La mujer observaba sus movimientos, todos y cada uno. Mientras se alejaba al volante de su camioneta, notó los ojos de ella en clavados el cogote.

 

Aquella noche, después de cenar en el café del motel Bell Pepper, Harry levantó la vista de su taza y vio entrar a Ada por la puerta mosquitera. Atravesó el desgastado suelo de madera de pino como si estuviera en aquel sitio a todas horas, se sentó frente a él y puso en la mesa una botella de vino de fresa de color rojo intenso. Se había lavado el pelo y se había puesto perfume de jazmín.

Harry sintió vergüenza. Dos agricultores se quedaron mirándolos y Marie, la dueña, levantó la barbilla cuando vio el vino. Al principio, él se quejó por la visita, ya que no le gustaban las sorpresas, pero a medida que ella le hacía preguntas sobre sus viajes, él empezó a fijarse en su piel, que no estaba tan curtida como creía, en su pelo cobrizo y en aquellos ojos que parecían comérselo. Pensó en cómo habría vivido ella hasta entonces, atrapada junto a un camino de tierra, en el rincón más anodino que él había visto nunca. Sentía tanta curiosidad por el estático mundo de ella como ella por el itinerante mundo de él.

Conversar no era lo suyo, pero la mujer le hacía infinidad de preguntas sobre Arkansas y Georgia, y escuchaba sus historias de las montañas como si le estuviera hablando de China o de la luna. Él quería hablar de Misuri y de sus hijos, pero las preguntas de ella se lo impedían. En un momento de la conversación, ella dirigió la mirada hacia Marie y dijo:

—Hay quien dice por aquí que, si andas conmigo, vete a saber en qué líos te metes.

Ella juntó las manos y las puso en el centro del mantel de hule verde. Él las miró y se dio cuenta de que no le había contado casi nada sobre sí misma.

—Me dijiste que tu marido era de Nueva Orleans, pero no me has dicho de dónde eres tú.

Ella echó un trago del vino, que estaba tomando en un vaso de agua.

—Digamos simplemente que aparecí por aquí hace unos años. Nadie sabe mucho de mí, aparte de que he estado metida en ese agujero y que nunca venía aquí a beber, ni a bailar, ni a nada. De dónde soy no es muy importante, ¿no? —Dio un sorbo y le sonrió por encima del borde del vaso—. ¿Te gusta bailar? —preguntó con rapidez.

—Sé moverme algo —dijo él—. Pero, esta tarde, ¿por qué viniste detrás de mí al campo con los bocadillos?

Ada se mordió el labio inferior y se quedó pensativa un momento.

—Quizás es porque quiero irme de aquí —dijo sin rodeos.

Harry miró por la ventana y silbó.

Se tomaron su tiempo para acabar la botella. Ella fue al aseo de señoras y él salió fuera, al aparcamiento, donde sintió las contracturas que tenía en algunos músculos. Ada salió junto a él, miró en un sentido y en otro de la 51, para ver si venían coches, le rodeó la cintura con sus brazos y lo besó con fuerza. Se separó de él, sonriendo, y empezó a andar por la carretera hacia su casa.

«Señor…», pensó él. La boca de Ada sabía a vino de fresa, caliente y dulce. «Señor…».

Esa noche, echado en la cama con la ventana abierta, escuchó los motores de las bombas de riego en las hectáreas y hectáreas de campo que se extendían alrededor del motel. Vibraban delicadamente, como latidos lejanos. Podía decir de qué tipo era cada uno por el sonido que producía. Distinguió un motor estacionario International que se activaba, reducía después velocidad, poco a poco, durante varios ciclos, y volvía a activarse de nuevo. Se solapaba el sonido de un Fairbanks Morse lejano, con un magneto de mala calidad, que vibraba con regularidad, se apagaba e iba reduciendo velocidad hasta pararse casi por completo, antes de que la chispa lo activara de nuevo y el motor resucitara con un estallido. Al otro lado de la carretera, un pequeño McCormick barbullaba en una acequia. En el silencio de la noche, los motores combatían la sequía con descargas como las de los mosquetes de un ejército derrotado. Por la mosquitera de su ventana se colaba el olor a humo de queroseno.

Pensó en la viuda del agricultor y acabó reconociendo, allí en la oscuridad, que era guapa. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento. ¿Leer? No sabía por qué, lo dudaba mucho. ¿Coser? ¿Qué? ¿Ropa de viaje? ¿Estaría pensando en cómo vender las tierras y volver, como muchas otras, al sitio de donde había venido? «Si tiene un mínimo de sentido común», pensó, «estará durmiendo». Se dio la vuelta en la cama con la cara hacia la pared y escuchó el sonido de los muelles del colchón bajo su cabeza. Intentó recordar qué hacía él por la noche cuando estaba en casa, cuando tenía veinticuatro años, tres niños y una mujer, pero no recordaba nada de nada. Al rato, poco a poco, le vinieron recuerdos de cómo acunaba niños enfermos y ayudaba a su mujer a envasar maíz dulce, y en menos de dos minutos, se quedó dormido.

 

A la mañana siguiente el aspecto del cielo era duro e inexpresivo como la cara de un prestamista. A las ocho de la mañana hacía más de treinta grados, y el mecánico ya había soldado un vástago de pistón en Amite y volvía en dirección sur. Cuando pasó por la desviación que conducía a la casa de la mujer, hizo un esfuerzo para no mirar aquel camino lleno de surcos. Había soñado con ella por la noche, y pensó que con eso bastaba. Eran tiempos tan duros que solo podía permitirse el lujo de soñar. A un kilómetro de allí, siguiendo por la carretera, se puso a trabajar en el vaciado de nuevos cojinetes de babbitt para un viejo motor Dan Patch. Los dueños de la explotación lo dejaron solo porque querían supervisar el trabajo de un grupo de temporeros sin experiencia, y a las nueve y media, mientras daba vueltas a la manivela del fuelle de la forja, apareció ella entre unos matorrales que había al norte, con una jarra de limonada de cristal transparente.

—Debes de estar seco —dijo ella, alargándole la jarra y una taza de metal.

—Eres una mujer de lo más amable —dijo él, sirviéndose y observando su esbelta cintura, su pelo largo.

—Puedo ser amable cuando quiero.

Ella apoyó la mano sobre su hombro húmedo y la deslizó lentamente.

Hablaron mientras él trabajaba en la forja. Él intentó hablarle de sus hijos, pero ella no parecía interesada. Lo que ella quería saber era dónde había estado y adónde iba. Quería saber cómo era la vida en la carretera y cómo era la gente de otros sitios.

—¿Siempre duermes en moteles? —preguntó con los ojos como platos.

Para cuando acabó la reparación, ella le había contado que el que acababa de enterrar era su tercer marido, que nunca había estado a más de cien kilómetros de donde se encontraban y que no le importaría no volver a ver una fresa en su vida.

—A veces pienso que estar en el mismo sitio, haciendo las mismas cosas, un día y otro día, es lo que me hunde. Te levantas por la mañana, miras por la ventana y ves la valla oxidada de siempre. Miras por otra ventana y ves el mismo sauce. Por otra, y ves ese campo. El mismo sitio, las mismas cosas, toda mi vida.

Al oír el pitido de un tren lejano, dirigió la vista hacia el lugar de donde provenía, cautivada por el embrujo de aquel sonido.

Harry Lintel no sabía cómo tratar a la gente infeliz. Recordaba que, cuando hacía años rodeaba a su joven esposa con sus enormes brazos, ella dejaba de llorar, pero no tenía ni idea de por qué aquello funcionaba. Al fijarse en el delicado hoyuelo de la mejilla de Ada, sintió pena por no saber qué hacer por ella. Se preguntó si ella se iría con él en su camioneta, si él se lo pidiera; si se iría de allí con él por la carretera hasta Tennessee o Georgia, o dondequiera que la sequía le diera trabajo de reparación de motores o molinos de viento. ¿Serviría aquello para curar lo que estaba mal?

Un tren de mercancías pasó traqueteando, y entonces cruzó la vía una pick-up en la que iban tres hombres con pantalones de peto, y empezaron a explicar que había un motor de los grandes en un campo seco, a unos diez kilómetros al oeste, y que nadie había conseguido ponerlo en marcha en una semana. Los hombres ignoraron a la mujer, y mientras el mecánico recogía sus herramientas y humedecía la forja, la vio alejarse. Iba hacia el sur, en sentido opuesto a su casa, por el sendero de tierra que llegaba hasta la vía, procurando no pisar con sus finos zapatos marrones la línea que formaba el polvo amontonado. Después de cargar la camioneta y arrancarla, no se dirigió al oeste, por la ruta que le habían indicado los tres hombres, sino al norte. Cogió el desvío y siguió, botando con cada surco, hasta llegar a la casa de ella. Anduvo hasta la parte de atrás de la explotación y vio que las fresas estaban abrasadas por el sol, como si les hubieran echado encima agua hirviendo. Volvió a la casa y abrió la caja de fusibles, que estaba atornillada a la parte exterior de la pared trasera, y vio que uno de los fusibles estaba quemado, a pesar de ser de un tipo especial, de los de gran resistencia. Con su navaja, levantó la tapa y vio que, del circuito principal, habían derivado un cable que, por la parte inferior de la caja, se introducía en la casa a través de un agujero.

La puerta principal no estaba cerrada con llave. Entró en la casa y vio que había muy pocos muebles: solo unas sillas barnizadas en tono oscuro, dos pequeñas mesas rústicas y un sofá desvencijado y hundido. Las ventanas estaban sucias. En una pared de la cocina vio el interruptor que activaba la bomba y, al acercarse, observó que estaba en la posición de encendido. Sabía bien que en muchas de aquellas explotaciones con bombas eléctricas tenían interruptores dentro de las casas. Pero no le cabía duda de que el hombre había cortado la corriente con el interruptor antes de ir a reparar la bomba. Y se acordó entonces de que en el campo no había visto ningún interruptor.

Se sentó, se apoyó en el hule que cubría la mesa de la cocina y miró a través de la ventana delantera. Vio una valla oxidada. Miró por una ventana lateral y vio un sauce. «Dios mío», pensó. Se dio la vuelta para mirar por la ventana de atrás y vio un campo. Cerca del tractor roto había un montón de tierra recién cavada. Se inclinó, puso la cara entre las manos y se estremeció como quien acaba de librarse de un terrible accidente.

 

Durante los diez días siguientes estuvo trabajando por todo el distrito. Los animales salvajes salían de los bosques en busca de agua. La tierra del fondo de las acequias se agrietaba y se combaba. Vio a temporeros a los que tenían que sacar del campo por un golpe de calor. La mujer solo lo encontró dos veces, y él se mostró educado con ella, y la escuchó hablar de sus noches y de las cosas que veía por las ventanas. Llevaba puesto el mismo vestido, pero lo mantenía limpio y planchado. En una ocasión, ella le invitó a cenar en su casa, pero él le dijo que tenía que trabajar hasta entrada la noche.

En el motel evitaba ir al café y se acostaba temprano, y para dormirse pensaba en su mujer, con dolor, con determinación. Recordaba el cariño que ella ponía en las comidas y en los ratos que pasaban comiendo en la cocina, y la ternura de sus caricias, que todavía estaba en él, que seguía siendo una lección para él.

 

Un jueves de madrugada, antes del amanecer, le despertó un retumbo que venía del noroeste. Al principio pensó que era alguien que estaba a la puerta, pero cuando se repitió el estruendo por todo el distrito, se dio cuenta de que eran truenos. Con las primeras luces, la lluvia empezó a caer con fuerza y, a las ocho, todavía seguía en su habitación, contemplando una cortina de agua agitada por el viento que se iba depositando en charcos a lo largo de la carretera; siete centímetros, por lo menos, y lo que quedaba por caer, dado el aspecto del cielo. Había llegado el momento de irse.

En el café, por primera vez, Marie no tenía para él ningún aviso de reparaciones. Pagó, le dio un abrazo y se dirigió al norte en su rezongona camioneta, con el agua chorreando por encima de la nueva lona que, bien tensa, cubría la parte de atrás.

La carretera seguía la dirección de la vía del tren, atravesando una serie de pequeñas poblaciones, y consiguió una buena media de velocidad a pesar de un tráfico compuesto de pequeñas camionetas cargadas de mercancía y algún que otro carro tirado por caballos. Por primera vez en días, estaba de buen humor, y silbaba al adelantar a vehículos más lentos que avanzaban bajo la lluvia por la carretera. Sentía que había algo bueno en abandonar esa zona del país, había algo bueno en orientar los faros de su camioneta hacia Jackson o Memphis, donde se alojaría en alguna pensión y leería un periódico de gran ciudad hasta que las previsiones meteorológicas le indicaran dónde encontrar montañas de polvo, calor y bombas y molinos de viento estropeados.

A mediodía se detuvo en un café al sur de McComb. Al rodear la camioneta por la parte de atrás, vio que una de las cuerdas que sujetaban la lona estaba desanudada. Cuando levantó la lona para revisar el interior, vio a la mujer que dirigía la vista hacia él con los ojos enrojecidos y oscuros.

—Cuando oí la lluvia golpeando en mi tejado, supe que te irías —dijo ella—. Tú puedes irte a otro sitio. Yo no.

Él se quedó mirándola, mientras pensaba qué decir. Miró a un lado y otro de la carretera y a los postes de teléfono que se alineaban a lo largo de ella; miró al café y se dio cuenta de que estaba cerrado y que la puerta de entrada tenía un candado. Finalmente, subió a la camioneta y se sentó sobre la tapa de una caja de herramientas junto a ella en la grasienta oscuridad.

—No puedes venir conmigo.

—No digas eso —dijo ella rodeándole el cuello con sus brazos—. Eres la única persona que conozco que puede ir adonde quiera. —No lo dijo en tono de súplica, sino como una aseveración—. Sí puedo ir contigo. Seré buena contigo, señor Lintel.

La miró a los ojos y comprendió que estaba loca por la libertad que él le podía proporcionar, no por él. Parecía que sus ojos ya estaban mirando más allá, mirando a todo un mundo que pasaba por delante de una ventanilla de camioneta.

—Adonde quieres ir tú —sentenció él— yo no puedo llevarte.

Ella apartó sus brazos con un movimiento rápido.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que me vas a tirar en cualquier cuneta como a un motor inservible? Hay algo dentro de mí que necesita irse contigo.

Harry Lintel se inclinó hacia ella, le cogió las manos y procuró recordar qué hacía para consolar a su esposa.

—Si pudiera ayudarte, te llevaría conmigo —dijo él—. Pero yo no puedo hacer nada por ti.

Él pensó que quizás ella se echaría a llorar después de escuchar eso, pero solo meneó la cabeza.

—Tienes un corazón de piedra —le dijo ella.

—No, señora —dijo él—. Una vez amé a una mujer buena, y podría amar a otra. No puedes venir conmigo porque tú mataste a tu viejo.

Parecía como si los ojos de ella hubieran empezado a latir, y la dulzura de las comisuras de su boca se convirtió en una pétrea expresión de miedo y desesperación.

Él alargó la mano a su cartera.

—Voy a pagarte el tren que va hacia el sur. Desde la estación puedes volver andando a casa.

Ella le quitó el billete de la mano antes de que él se lo ofreciera, y entonces se irguió y echó un brazo hacia atrás, como si quisiera agarrar el asa de su maleta de cartón. Harry se miró un momento la mano vacía y se dio la vuelta para bajar de la camioneta a la llovizna exterior. Escuchó entonces la música que produce una llave cuando uno la coge, y a continuación una bomba estalló en su cabeza y se encontró tendido en las tablas de la caja de la camioneta, entre escoria y alambres, sin sentir las piernas ni los brazos; los ojos solo le permitían ver una distorsionada imagen de la mujer, que lo miraba desde arriba como quien mira a un pez al que acaba de golpear.

—No he encontrado nunca a un hombre con el que aguantara mucho tiempo —le dijo ella—. Me alegro de haberme librado de todos.

Su cabeza rugía como una forja, intentó incorporarse, le temblaban los ojos, se apoyó en los brazos y levantó la cabeza bajo el puño levantado de la mujer, en el que la más grande de sus llaves de dado destelleó como un rayo. El golpe fue como una bola de dolor que le hizo ver las estrellas, y sintió entonces la portezuela de la caja de la camioneta en la parte baja de la espalda y el impacto de su cara con la grava y la arcilla, y el mundo dando vueltas a su alrededor como un volante de inercia, y un reguero rojizo que le salía por la nariz y la boca. En su cabeza solo había una imagen plateada del extremo circular de una herramienta, y luego el humo de un motor de cuatro cilindros que se alejaba desvaneciéndose en un ruido de cambio de marcha al subir una cuesta, y después, durante mucho tiempo, nada. En algún sitio mugía una vaca, o pasaba un coche sin pararse, o entraba el viento por la hierba cerca de él, como entra el conocimiento por el oído.

Al anochecer le despertó el arrullo de una paloma posada en el cable de teléfono. Se preguntó dónde vendería ella la camioneta, a qué ciudad iría en el tren… Daba igual. Era una mujer que nunca llegaría adonde quería ir. Él siempre estaba en el sitio al que iba.

Empezó a ver por un ojo, y se fijó en las nubes, piezas rotas de un mundo que se cernía sobre él como una gran tarea de reparación para el día siguiente, esperando.