nvEracleaP_e.jpg

eraclea_p02a.psd

 

 

 

 CV_.psd

.nowevolution.

EDITORIAL

  

 

 

 


 

 

Título: ERACLEA - La leyenda de la Semilla Dorada.

 

© 2017 Blanca Mira

© Ilustración de portada

e ilustraciones interiores: Adrià Inglés

© Diseño Gráfico: Nouty.

 

Colección: Volution.

Director de colección: JJ Weber.

 

Primera edición enero 2018

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2018

 

ISBN: 978-84-16936-44-1

Edición digital marzo 2018

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

 

 

Más información:

nowevolution.net / Web

info@nowevolution.net / Correo

@nowevolution / Twitter

nowevolutioned / Facebook

nowevolution / G+

 

 

 

 

 

 

 

 



 

 

 

 

Esta novela está dedicada a mi madre,

ya que sin su apoyo incondicional nunca hubiese podido

hacer realidad ninguno de mis sueños.

 

También a mi padre por prestarme su ayuda

siempre que la he necesitado.

 

Y, por supuesto, a mis queridos amigos por la paciencia

que siempre tuvieron conmigo cuando me quedaba tantos

fines de semana encerrada en casa escribiendo esta novela y,

aun así, nunca se olvidaron de mí ni dejaron de animarme

para que siguiese adelante.


 

 

 

🌾 La lluvia de las Mil Estrellas

 

 

1123 calendario Ran’di:

«La lluvia de las Mil Estrellas».

Así es como los humanos bautizaron aquel día, el día en que lo divino pasó a ser objeto de codicia entre los hombres, desencadenante de guerras, dolor y muerte, de ambición y codicia, pero también de grandes progresos. Aquel fue el día en el que todo cambió.

 

 

El estrépito de los numerosos relámpagos producidos por la tormenta que acompañaba aquella fría y oscura noche otoñal retumbaba en sus oídos. Los resplandores aparecidos con aquellos gritos del cielo irradiaban sus alrededores y la lluvia le azotaba gota tras gota, atravesando su cuerpo inmaterial. Los cielos parecían tratar de detener a aquella criatura de aspecto tenebroso, cubierta por una larga y lúgubre túnica aterciopelada, cuyos actos marcarían un antes y un después en el futuro de aquel mundo: Eraclea.

El ánima, que sostenía un arcaico bastón; el cual poseía una misteriosa joya, en su mano izquierda, se desplazaba planeando por los cielos valiéndose de sus dos alas de plumaje azabache, batiéndolas con una decisión y rumbo incuestionables bajo la intensa borrasca. Su larga melena albina parecía relucir con luz propia incluso en la oscuridad de aquella lóbrega noche, como una estela atravesando fugaz el firmamento.

Una nueva e imponente criatura se sumó a su persecución. Se trataba de una bestia alada de gran tamaño, cuadrúpeda y de cuantioso pelaje blanquecino. Bajo su hocico se podía apreciar una extraña esfera cristalina de fulgor cerúleo y, en su frente, poseía una especie de mineral de matiz esmeralda al que circundaba una misteriosa insignia. Sus magnificentes sacudidas le desplazaban a gran velocidad, logrando alcanzar a su objetivo en plena tormenta; bajo los luminosos relámpagos, y así ganar ventaja, situándose frente a él, contundente, y bloqueándole el paso. La imponente deidad dirigió su mirada y sus palabras a aquel ser de cabello albino.

—Hasta aquí has llegado, Dióscuros. No sé qué pretendes al cometer semejante pecado, pero no permitiré que llegues más lejos.

—Y yo no permitiré que seas precisamente tú quien se interponga en mi camino, Phoebe —contestó, comenzando a acumular su energía para intimidar a la bestia. Pero de poco le servía frente a semejante adversario.

—¿Por qué, Dióscuros…? ¿Por qué osaste traicionarnos? A mí… a ella. Hasta el punto de usar a Bolkanda contra nosotros —decía, llevando su mirada al bastón que sostenía su adversario.

En el rostro de aquel ser se compuso una maliciosa sonrisa. Era respuesta más que suficiente.

—Dióscuros… ¿no lo entiendes? Si las semillas que robaste caen en manos inapropiadas, será el fin. Tú, al igual que Émina y yo, eres un guardián del sagrado Yliagon; una parte irreemplazable para su existencia. Reconsidera lo que estás haciendo, vuelve a nuestro lado y devuelve las semillas a Yliagon antes de que sea demasiado tarde.

—Cállate, Phoebe. Deja de hablar sin sentido. Tú deberías saber perfectamente lo que me propongo.

La criatura intercambiaba su mirada con aquel que les había traicionado, tratando de escrutar en ella las respuestas que tanto anhelaba; las respuestas a los actos de quien, hasta hacía unos momentos, consideraba un aliado y un amigo indispensable. En la oscuridad de la noche, en el efímero instante en el que un relámpago iluminó sus rostros y sus miradas, pudiendo apreciarse entre sí con claridad, Phoebe comprendió lo que quiso decir.

No es posible… Ahora lo entiendo…

—Entonces déjame escapar. Lograré mi propósito de cualquier forma, con o sin tu apoyo.

La actitud de la bestia tornó violenta. Dejó de lado cualquier intento de conciliación para elevar su voz y mostrar sus regios colmillos de forma amenazante:

—¡Jamás permitiré que hagas algo así! No quiero matarte… ¡Pero acabaré contigo si me obligas! Desiste de esa locura y regresa. Es tu última oportunidad.

—En ese caso, se acabaron las oportunidades.

—No me dejas opción.

Los dos manifestaron posturas de batalla, dispuestos a acabar con la vida del otro si las circunstancias lo requerían en tal de defender aquello en lo que creían. Al son de uno de aquellos violentos relámpagos, acometieron el uno contra el otro, hiriéndose mutuamente. Dióscuros no perdió un solo instante y volvió a emplear el bastón Bolkanda en el intento de arrebatar a la bestia su única oportunidad de vencer. La criatura fue rodeada por un círculo arcano convocado por aquel bastón, plenamente confiada en que podría resistirse. Pero, para su sorpresa, Dióscuros obtenía ventaja. El orbe mágico bajo la bestia se transformaba, cobrando distintas estructuras, disminuyendo considerablemente su energía y damnificándola.

—¿Qué me…?

—Yo nací en este lado, como un humano, pero tú no. Tu poder en el exterior no puede competir con el mío, Phoebe… —declaró, gesticulando nuevamente con sus manos, descomponiendo el esbozo del orbe mágico y transformándolo en otro muy distinto—. ¡Purifictio! —clamó, envolviendo a la bestia en un estrecho y refulgente pilar de luz que atravesó fulminante los cielos.

—No… es posible…

Incapaz de ver nada más allá de continuos destellos blancos, atrapada en la corriente de luz, Phoebe sentía cómo el mineral esmeralda que albergaba su frente; la fuente de su energía, era poco a poco extirpada de su ser, emitiendo estrepitosos rugidos que manifestaban su agonía. Dióscuros, pese a su esfuerzo por lidiar con la bestia, disfrutaba de su victoria; su rostro lo manifestaba con claridad.

Phoebe había sido derrotada. Dióscuros, finalmente, consiguió lo que se proponía.

—Se acabó. Las diecisiete semillas son mías ahora. —Confiadamente, liberó a la resentida criatura de la maldición e intentó escapar. Pero, en el momento en que se dio la vuelta, sintió una terrible zarpada en su espalda. La deidad contaba con suficientes fuerzas como para continuar luchando y le derribó en el aire, cayendo ambos en picado hasta recuperar la estabilidad.

—No… ¡¡No te permitiré que lo hagas…!! —rugió, volviendo a acometer contra el sorprendido Dióscuros, que no fue capaz de eludirle, recibiendo una nueva zarpada en su rostro que le privó de la vista en su ojo derecho.

Presionaba su dolorosa herida cubierta por la sangre ennegrecida que desprendía, mientras que, frunciendo el ceño, podía atisbar a su adversario con su ojo izquierdo.

—Maldita seas, Phoebe…

—¡¡Dióscuros…!! —La bestia, completamente fuera de sí, volvió a agredirle, abriendo su enorme boca e impulsándose hacia él con la intención de arrebatarle el bastón Bolkanda y, con él, recuperar aquello que le había sido arrebatado. Sin embargo, Dióscuros, en el último instante, se desplazó lo suficiente para que el bastón continuase en su poder. En cambio, el terrible mordisco de la bestia le arrancó parte de su ala derecha.

Gravemente herido y sin posibilidad de escapar, Dióscuros tomó una desesperada decisión. Batió sus resentidas alas con todas sus fuerzas, ganando altura. La bestia le siguió hasta detenerle, acorralándole de nuevo. Pero, para Dióscuros, ya era suficiente. Lanzó el bastón Bolkanda hacia los cielos, lo más lejos que pudo y, mientras lo observaba girar sobre sí mismo, cerró los ojos y juntó sus manos, susurrando una serie de palabras incomprensibles. Phoebe agitó sus alas con desespero en el intento de hacerse con él antes de que Dióscuros cumpliera sus intenciones, pero, sin más, un radiante resplandor acompañado de una fortísima detonación de energía les impelió hacia la superficie, poniendo fin a su contienda. Ya era demasiado tarde.

Desde la vistosidad de aquella descomunal explosión, millares de luminiscencias salieron despedidas en todas direcciones y, poco a poco, fueron precipitándose sobre la superficie, en lugares muy dispares. Algunas de ellas impactaron sobre las ciudades, causando grandes estragos. Aquellas que cayeron en el mar dieron lugar a gigantescos tsunamis, los bosques ardían… Una hermosa y peligrosa lluvia de coloridos meteoros acontecía sobre el mundo. Desde cada rincón del planeta, se pudo contemplar aquella lluvia divina, que posteriormente sería conocida como «La Lluvia de las Mil Estrellas», el acontecimiento que marcaría el destino de los hombres por el resto de los tiempos.

 

1.%20Prologo.psd

 

 

 

 

🌾 Elitistas

 

 

2120 c. Ran’di, novecientos noventa y siete años después de aquel día.

«Enfermedad, catástrofes naturales, consecutivos reinados de tiranía, matanzas en base a las diferentes creencias, suicidios masivos… Los conflictos estaban a la orden del día en aquel nuevo mundo. A causa de ello, la población mundial había quedado seriamente mermada. Los escasos humanos que mantenían la esperanza se aferraban a la fe, dando lugar a grandes órdenes religiosas en nombre de la diosa Émina, la que en época de crisis pasó a ser conocida como la «Diosa de la Esperanza».

«Dos grandes reinos emergieron de la desesperación y los conflictos: Eraclea, constituido por la mayor parte de los países del continente nórdico, donde se concentraban mayoritariamente aquellos seguidores de Émina; y el continente del sur, Therion, el territorio más poblado del planeta, aparentemente ajeno a los conflictos, donde todo lo relacionado con «La Lluvia de las Mil Estrellas» pasó a convertirse en tabú. En aquel beligerante panorama también nacieron territorios neutrales, civilizaciones que anhelaban la armonía y cuyos habitantes dedicaban su vida al culto no radicalista. Para su desgracia, algunos de ellos se hallaban asentados en pleno conflicto».

«El mundo se encontraba completamente dividido. La pobreza y el hambre se habían convertido en los estigmas más propagados. Pero la esperanza de aquellos humanos creyentes no era en vano, pues un rayo de luz iluminaba su camino. Una serie de revelaciones les habían guiado desde aquella oscura noche en la que todo cambió. Revelaciones sobre el futuro, sobre las numerosas catástrofes que se avecinaban. Sin embargo, la mayor de las catástrofes no había hecho más que comenzar…»

 

 

Era un día frío, como tantos en aquellos lóbregos tiempos en los que ni tan siquiera el sol brillaba con fuerza. Bajo sus pies, un manto blanco cubría toda la superficie hasta donde su vista alcanzaba. Podían observarse sus numerosas huellas, una tras otra, esbozando un largo camino en el que abundaban los obstáculos. Llevaban días caminando, semanas de viaje, todo para hallarse a escasa distancia de su destino. Los cuatro individuos vestían la misma indumentaria: túnicas aterciopeladas de un sombrío matiz violeta, cuyas capuchas impedían ver sus rostros. Su líder, quien empuñaba un misterioso bastón, sacaba considerable ventaja a sus acompañantes. Parecía el más ansioso por llegar:

—Estoy agotada… ¿De verdad hacía falta que nosotros también viniéramos? —protestaba una enojada voz femenina.

—No te quejes tanto, Kirath. Es una oportunidad única para aprender sobre ellos, deberías estar agradecida —contestó su compañero más cercano, portador de un distinguido arco de considerable tamaño.

—Claro que lo estoy, Devine. Pero no me imaginaba que estaría tan lejos… ¿Faltará mucho? —Distraída en sus pensamientos, la chica tropezó y cayó de bruces sobre la nieve. En la colisión, pudo escucharse la resonancia de un objeto metálico, como si portase algún artilugio de gran tamaño a su espalda. La capucha se replegó, permitiendo ver su rostro. Se trataba de una joven de apariencia inexperta, de cabellos cetrinos en armonía con su piel lívida, cubierta de pecas azarosamente repartidas, y una airada mirada ámbar.

—¡Kirath! Ya la estás liando y no hemos hecho más que empezar… —le reprendió aquel chico

Otro de sus compañeros, de estatura y complexión considerables, quien seguía de cerca a su líder, se detuvo y retrocedió, tendiendo su mano a la joven:

—Levántate, Kirath. Y tratad de guardar silencio. Ya estamos muy cerca.

—Gracias, señor Lorenzo —agradeció ella, sujetando su mano y reincorporándose mientras mostraba una tímida sonrisa, ajustando seguidamente su capucha.

Los tres prosiguieron su paso en completo silencio tras su líder. Este, repentinamente, se detuvo, torciendo su cabeza hacia la derecha:

—¿Uy? ¿Por qué se ha parado Isaías? —preguntó la curiosa chica—. No es propio de él tener la decencia de esperarnos…

—¡Shh! —contestó el arquero, cubriendo la boca de la joven con su mano.

El misterioso individuo señaló con su brazo hacia el lugar al que anteriormente dirigía su mirada y emprendió marcha hacia allí. Sus compañeros compartieron su visión, vislumbrando una pequeña humareda de desconocida procedencia. Aligeraron su paso y no tardaron en alcanzarle. Avanzaron sigilosos hasta ocultarse tras un pequeño montículo de nieve, observando lo que había al otro lado: se trataba de un hombre corpulento, ataviado con un grueso abrigo de piel, inclinado frente a una pequeña hoguera en la que asaba algunos pescados. Más allá, podía contemplarse una cadena montañosa rebosante de nieve, donde había una pequeña cueva y, al pie de la ladera, un lago cristalizado con algunos agujeros ovalados en su superficie, de donde probablemente obtenía aquellos alimentos. Por fin habían llegado a donde pretendían. El líder, sin más, se distanció del montículo que le salvaguardaba, dejándose ver. El montañés, alarmado, se puso en pie bruscamente al advertir su presencia. Sus compañeros se mantenían ocultos.

—No te alteres, solo quiero hablar —aclaró el visitante, levantando sus manos. Su esotérico tono de voz hacía dudar de si quien se hallaba bajo aquella túnica era un auténtico ser humano. El aludido no le dirigió una respuesta, mantuvo la precaución—. Puedo percibirlo. Sé que eres un Elitista y quiero proponerte algo…

Vakkén, Brutus. —Sin concederle tiempo para explayarse, aquel hombre manifestó dos palabras tras las cuales su brazo cobró una misteriosa luminosidad y grosor, destrozando por completo la manga del abrigo. Seguidamente, propinó al nevado suelo bajo sus pies un contundente puñetazo que hendió una enorme grieta que se abrió paso hacia donde se encontraba el recién aparecido, quien dio un brioso salto para esquivarlo mientras su agresor corría en dirección opuesta a él, ascendiendo por la ladera de la montaña.

«Revelación V: Las Semillas caídas sobre el mundo despertarán en aquellos humanos portadores poderes de proporciones hasta ahora desconocidas».

—Es hostil.

Al escuchar el veredicto de su líder, los tres subordinados hicieron aparición y se situaron frente a él. Este caminó unos cuantos pasos hacia atrás, guardando la distancia, y les dejó tomar parte.

De forma insólita, el montañés agarró una enorme roca que reposaba sobre la ladera y la elevó, lanzándola desde la pendiente de la montaña hacia los chicos.

—¡Pero ¿qué…?!

—¡Es una locura!

Los dos novatos, boquiabiertos, no supieron reaccionar ante aquella barbaridad. La gigantesca roca se les venía encima a una velocidad de espanto. Cuando su compañero Lorenzo se adelantó, alzando sus manos.

Dukké, Terra —profirió gesticulando una estilosa mímica que, de forma inesperada, redujo aquella roca a añicos, disipándose en arenisca que alcanzó sus cuerpos.

—¡Guau! ¡Increíble!

—¡Así se hace, señor Lorenzo!

—Dejad los halagos para luego, estamos en mitad de una batalla —increpó él, preparándose para defenderse de su pernicioso enemigo.

El montañés, consciente de que su estrategia no resultaría útil contra su adversario, descendió de la montaña en dirección al lago, manteniendo las distancias y situándose sobre la rígida superficie helada. El joven arquero abandonó su posición para buscar algún enclave elevado desde el que poder contar con una visión más clara para disparar.

—¡Devine, espera! —Lorenzo trató de detenerle, pero el chico actuó por cuenta propia.

Su adversario aprovechó aquella distracción para arrancar un gigantesco trozo de hielo de aquel lago y lanzarlo sobre el joven. Pero Lorenzo no estaba dispuesto a permitir que damnificara a su aliado. Reaccionó, elevando sus brazos y alzando al tiempo una gran pared de piedra contra la que su ofensiva colisionó, protegiéndole, pero dando lugar a un fortísimo estruendo que ocasionó un alud en la escarpada montaña:

—¡Socorro! —gritó el arquero, avistando aquel cúmulo de nieve que arrasaba con todo a su paso y que se desplazaba hacia él a una velocidad súbita.

—¡¡Devine!! —vociferaba la chica.

El habilidoso Lorenzo no se dio por vencido, dio todo de sí para detener aquella descomunal fuerza de la naturaleza. De su pierna izquierda surgió un fortísimo resplandor dorado. Elevó sus brazos y gritó:

¡¡Obelisco!!

La superficie comenzó a emerger, surgiendo una colosal curva rocosa de matiz cobrizo en las faldas de la montaña que detuvo el impacto de la gran avalancha de nieve hasta acabar resquebrajándose y cediendo, pero habiendo librado del peligro al chico, que se ocultó rápidamente:

—Menos mal… —La joven suspiró aliviada al distinguir al arquero a salvo.

Repentinamente, Lorenzo profirió un profundo quejido. Su pierna izquierda cedió, desequilibrándole y cayendo, y con ella también el resplandor que emitía. Todo su cuerpo se tambaleaba, había perdido las fuerzas:

—¡Señor Lorenzo! —exclamó Kirath, tomando su brazo e intentando ayudarle a reincorporarse.

Su enemigo no dejó pasar aquella oportunidad y se hizo de un nuevo fragmento gigantesco de hielo que volvió a lanzar contra los encapuchados. El afectado observaba cómo aquel colosal proyectil gélido se acercaba rápidamente hacia ellos, sin ni siquiera poder ponerse en pie para eludirlo:

—¡Kirath, vete! —ordenó, velando por salvar la vida de la chica. Pero ella, al contrario de lo esperado, dio un paso al frente y tomó el gran escudo que portaba a su espalda bajo la túnica, liberando un extraño mecanismo que dobló el tamaño de la pieza.

—¡No le dejaré atrás, señor Lorenzo!

El violento proyectil topó de lleno contra aquel gran escudo, superándolo y pasando por encima. Debido a la descomunal fuerza originada, tanto Kirath como Lorenzo fueron sepultados por su defensa. Devine, observándoles en todo momento, tuvo que contener la terrible angustia que sentía y centrar su atención en proteger a su pasivo líder, la siguiente víctima de aquel peligroso montañés.

El joven lanzaba numerosas flechas, pero aquel hombre las esquivaba. Se detenía efímeros instantes para agacharse y recoger enormes rocas, lanzándoselas a su agresor, quien debía huir de un lugar a otro continuamente, mientras que su enemigo ganaba terreno hacia la posición de su líder.

La situación se tornaba en su contra. Pero, de pronto, algo amarró las piernas del montañés, impidiéndole moverse. Dos brazos de piedra emergentes del terreno le impedían ejercer movimiento, apresándole. Había abandonado el lago confiadamente y, con ello, cometió un error. Lorenzo, quien se encontraba a salvo junto con la valiente muchacha, había empleado el poder de su semilla, Terra, una vez más:

—¡Ingen! ¡La meg! —gritaba aquel hombre en un idioma desconocido, resistiéndose, lanzando todo cuanto hallaba a su alrededor a su captor. Kirath le protegía, pero su ya resquebrajado escudo no soportaría por mucho tiempo.

—¡Inicia el rito, rápido, Isaías! —reclamó Lorenzo a su líder.

—Todavía no se encuentra lo suficientemente débil —contestó aquel enigmático hombre.

Mientras hablaban, el preso partió aquellas rocas que contenían sus piernas con sus propias manos y huyó a toda prisa hacia el lago:

—¡Otra vez no! —protestó Kirath.

Pero su tránsito sería breve, pues el joven arquero demostró una pericia excepcional al acertar de lleno a su víctima en plena carrera. Una de sus alargadas flechas le alcanzó en el hombro derecho, provocando que cayese del impulso. Lanzó dos más, que impactaron en su pierna y en su brazo, asegurándose que no podría huir ni utilizar su fuerza contra ellos:

—¡Muy buena, Devine! —voceó su compañera.

—Buen trabajo, chico —añadió Lorenzo—. Bien… es el momento, Isaías.

El rezagado líder se adelantó paso por paso, con suma serenidad, hasta encontrarse frente al cuerpo del derrotado montañés, quien, desde el suelo, les miraba con terrible furia y dolor en su agonía mientras hacía esfuerzos vanos por mover su brazo. Devine abandonó su refugio para unirse al resto y contemplar lo más cerca posible el rito que su líder se disponía a llevar a cabo:

—Ahora recuperaré aquello que me pertenece —declaró, para después alzar su bastón, manifestando bajo el cuerpo de aquel hombre un círculo arcano de tonalidad púrpura que rápidamente cambió de estructura, dando lugar a un clamoroso pilar de luz que alcanzaba los confines del cielo.

Su víctima gritaba desesperadamente. Aquellas heridas mortales no habían logrado arrancar un gemido de sus labios, sin embargo, el consiguiente rito le hacía estremecerse por completo ante el suplicio. La pequeña semilla que había en su brazo se desprendía de su piel poco a poco, terminando por desgajarse completamente y yendo a parar a manos de aquel que sostenía el bastón y en cuyo rostro, oculto tras aquella lúgubre capucha, podía vislumbrarse una vil sonrisa.

La fuerza que el montañés ejercía cesó al mismo tiempo que la columna de luz se disipaba. Sus ojos, aunque abiertos, no mostraban el más mínimo signo vital, al igual que el resto de su cuerpo, desplomado sobre el mar de sangre en que se había convertido la nieve de su alrededor.

—Regresemos. Lo hemos conseguido —declaró el líder.

—¡Bien! ¡Hurra! —exclamaron los dos jóvenes, chocando sus manos mientras brincaban de alegría.

Lorenzo respiró hondo, juntó sus manos frente al cadáver y oró por su alma.

—¿Viste qué pasada, Kirath? Le pillé mientras corría y… ¡Pam! —decía el chico, tensando la cuerda de su arco y emulando el gesto de lanzar una flecha, mientras guiñaba el ojo y mordía su lengua en señal de concentración.

—¡Pero si fallaste un montón de veces antes! —replicó su compañera.

—¿Y tú qué? Me diste un susto de muerte cuando se os vino encima aquel trozo de hielo. Pensé que os aplastaría.

—Yo también tuve un poco de miedo, pero debía proteger al señor Lorenzo —respondió ella con las manos en la cintura, con responsabilidad—. Lo malo es que mi escudo se ha roto… —añadía, divisando los restos metálicos sobre la nieve.

—Ya compraremos otro, qué más da. Es solo un escudo.

—Kirath, Devine… ¿os divierte haberle arrebatado la vida a este hombre? Deberíais tener más respeto por la muerte de un ser vivo y más si se trata de un hermano humano —aleccionó Lorenzo con tono severo.

Los chicos agacharon la cabeza, arrepentidos por su actitud.

—A propósito, Isaías, ¿qué clase de semilla es esa? —preguntó Devine.

Brutus. Esta semilla otorga una fuerza descomunal a su portador —contestó su líder, observándola en la palma de su mano.

Los ojos de Kirath refulgieron al escucharlo:

—¿Fuerza descomunal? ¡Increíble! ¡Yo la quiero, dámela a mí! —vociferaba, corriendo hacia su líder y mirándole con expresión de súplica.

—No, me la dará a mí, que para eso fui yo quien le dio el golpe de gracia —protestó el arquero.

—¡Para qué leches quiere un arquero fuerza descomunal! —replicaba ella con energía.

—¡Y para qué la quiere una carga-escudos como tú!

—Porque Miren me está enseñando esgrima. Algún día me será útil.

—También decías que algún día te crecerían los pechos y todavía estoy expectante.

La joven, completamente sonrojada, remangó su túnica y propinó al joven un fortísimo puñetazo que le hizo caer de espaldas:

—¡Idiota, patán, pervertido!

—Dejad de comportaros como unos niños, aunque lo seáis… —riñó el agotado Lorenzo.

—Has hecho enfadar al señor Lorenzo, Kirath… —cizañó él, acariciando su reciente contusión.

—¡No, tú le has hecho enfadar!

—Me temo que esta semilla permanecerá en mi posesión —concluyó el líder, provocando que el bastón que empuñaba la absorbiera.

Los dos jóvenes se miraron el uno al otro con enojo. El líder emprendió camino lentamente hacia la cueva donde, en vida, habitaba su reciente víctima:

—¿Eso quiere decir que no nos llevamos ninguna recompensa de todo esto? —preguntó Devine a Lorenzo.

—Conformaos con la experiencia adquirida.

—Hemos recorrido medio mundo para quedarnos simplemente con la experiencia… —murmuró la desencantada Kirath.

—Muchachos, venid —indicó el líder, situado frente a la cueva. Sus aliados le obedecieron, acercándose hasta allí y observando el interior del antro. En él, hallaron una cesta de mimbre de medio tamaño, con mantas en su interior, sobre las cuales yacía un pequeño animal de singular belleza, tan blanco como la nieve que inundaba el exterior y con grandes orejas con las que envolvía su propio cuerpo para cobijarse. Tenía una pequeña venda en su pata derecha, la cual parecía herida:

—¡Ah! ¡¡Es un Deva!! —gritó la chica, sonriendo de oreja a oreja.

—Es un cachorro herido… Ese hombre debía de cuidarlo… —añadió el arquero, acercándose para verle mejor—. Parece que, a pesar de todo, era una buena persona…

—Caras vemos, corazones no conocemos. Tenedlo siempre presente —dijo Lorenzo, apoyando sus manos sobre los hombros de los chicos—. Ahora, dejémosle descansar.

—¡Pero…! —protestó Kirath, volviendo la cabeza.

—No podemos llevar por ahí a un Deva, Kirath, lo matarían.

—No si antes lo matamos nosotros. —El líder se hizo al frente, alzando su bastón sobre el Deva y disipando su ser con tenebrosa energía negativa, acabando con la vida de aquella inofensiva criatura en el acto.

Los jóvenes se impresionaron, quedándose estupefactos:

—¡No! ¡¿Por qué, Isaías…?! —sollozaba la chica, incapaz de comprender las razones que habían llevado a su líder a cometer semejante crueldad.

—Pobrecito… ¿Qué había hecho de malo? —cuestionó su compañero Devine.

Lorenzo, rígido, les dio la espalda y abandonó la cueva.

Tras la muerte del inocente animal, su energía vital se concentró, desapareciendo su ser y dando lugar a una pequeña piedra de color blanco en su lugar:

—Por esto —contestó el verdugo, haciéndose con ella—. Es una runa. Aquí tenéis vuestra recompensa, sacadle provecho —dijo arrojando la runa a las manos de Kirath, quien la miraba afectada y entristecida.

—Vamos, Kirath… —Devine le sujetó de su brazo y le incitó a abandonar aquella cueva.

«Revelación XI: Dichos poderes corromperán a la humanidad y marcarán el principio del fin».

—¿Qué haremos ahora, Isaías? ¿Regresaremos a Azaroth? —preguntó Lorenzo.

—No, todavía no. Hay algo más que debemos hacer no muy lejos de aquí… Algo por lo que he esperado por mucho tiempo —contestó intrigante.

Los cuatro encapuchados –en el caso de los jóvenes afectados por lo ocurrido– prosiguieron su viaje. Poco a poco, dejaban atrás el cadáver de su víctima, que lentamente iba cubriéndose de nieve a causa de la fuerte ventisca.

«Revelación X: Cuando el fin esté próximo, el clima sufrirá grandes cambios».

—Pero, ¿adónde vamos? ¿En busca de algún Elitista más? Deberíamos descansar, especialmente el señor Lorenzo —comentaba Devine.

—Pronto lo sabréis. Muy pronto.

 

«Revelación XIV: Mas no todo estará perdido para los hombres. Llegará el día en que nacerá aquel dotado para hallar la senda hacia la restauración: el portador de la Semilla Dorada».

2.%20Esquimal.jpg