TODAS MIS CANCIONES SON PARA TI



V.1: Abril, 2018


© Cristina González, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Rohappy / Istock

Corrección: Anna María Iglesia, Virginia Buedo y María Díez


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-14-0

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


TODAS MIS CANCIONES SON PARA TI

Cristina González


Principal Chic

5

Sobre la autora

2


Cristina González (Madrid, 1992) es médico residente en oncología médica y escritora. Adora los perros, los gatos y cualquier animal en general. Le encanta pasear por un parque lleno de hojas amarillas en otoño y sentarse a leer bajo una ventana en un día lluvioso con una taza de café caliente al lado. Es más solitaria de lo que le gustaría y, a veces, patina sobre hielo.

CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro


1. Ya pensaré mañana

2. Impresiones acerca de hombres

3. La dulce resaca del Dalsy

4. Míster Idiota

5. Trending topic

6. Haciendo amigos

7. Míster Interesante

8. El payaso, la zorra y el viejo chocho

9. Tengo mis fuentes

10. Dulce desesperación

11. El latin lover poseído por el príncipe de Blancanieves

12. ¡Quetas ahí! ¡Ni se os ocurra moveros!

13. Necesidades varias

14. Las teorías de Berta

15. Aqua Virgo

16. Le gusto. Je, je, he

17. Los zapatos también mienten

18. Los timbres son agresivos

19. Semáforo en verde

20. Última toma, último día

21. El marcapáginas

22. San Lorenzo del Escorial

23. Noche sin luna

24. El sol frío del mes de marzo

25. De color gris

26. Nuevos horizontes, viejas palabras

27. Demuesta que lo mereces

28. Your style by jury

29. El chico del teclado

30. Destruyendo confianzas

31. Ambas partes son culpables

32. Nunca jamás

Epílogo


Sobre la autora

TODAS MIS CANCIONES SON PARA TI


Un beso y un bofetón cambiarán su vida…


Leire sueña con triunfar en la música.

Un día asiste a un concierto de Aaric Lodge, y, sin esperarlo, la invitan a subir al escenario. 

Tras cantar una canción con él, Aaric la besa, y ella responde con un bofetón.

Lo que Leire no sabía era que su vida cambiaría por completo a partir de ese momento. 


¿Podrá Leire resistir la tremenda química que hay entre ambos?



«Amena, entretenida y fácil de leer. La narrativa de Cristina González es alegre y divertidísima.»

Adicción a los libros


«Cristina nos cuenta con desenfado una historia actual y cercana que podría pasarnos a ti y a mí.»

La fabulosa historia

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Epílogo


Dos niñas exactamente idénticas, de unos once años, corren una detrás de la otra por el jardín. Fue una sorpresa para Lorena encontrarse con gemelas en su segunda ecografía. Para Míster Interesante fue, sobre todo, una gran alegría.

Se habían comprado una gran casa en un pueblecito de la sierra madrileña, justo frente a las montañas. Detrás de la casa tenían una gran explanada de hierba verde, donde habían crecido un par de abetos y una higuera.

Lorena está sentada frente a la mesa de madera que tiene en el porche. Allí puede repasar los informes de sus próximos pacientes mientras vigila a sus hijas. Míster Interesante se está echando la siesta en una hamaca que tienen colgada entre las dos columnas del mismo porche, justo al lado de su esposa.

Son los dueños de una exitosa clínica de medicina general y endocrinología que han establecido en el centro de la ciudad. Por las tardes, las niñas se quedan a estudiar en el despacho de Lorena, que está en la tercera planta del edificio, mientras su padre se dedica a atender a los últimos pacientes de la jornada. Después Lorena lleva a las niñas a clase de natación y, a última hora, Míster Interesante las recoge a las tres para llevarlas a cenar a un restaurante que tienen unos amigos de ellos, no muy lejos de la zona.

Lorena y Juan siempre piden una ensalada para compartir y están intentando que las niñas prueben de una vez por todas la lechuga porque solo quieren cenar salchichas.

Lorena es feliz; aunque tenga que pelearse con sus hijas para que coman verdura, se siente realizada como madre, como doctora y como mujer. Y su marido la quiere con locura, lo veo cada vez que la mira, cuando la abraza o le acaricia el cabello al pasar detrás de ella.

Se casaron en una ermita situada en mitad de una gran pradera de hierba verde, un lugar tranquilo y lleno de paz, de árboles y de naturaleza, en las montañas asturianas, un pequeño paraíso situado al norte de España.

Allí, entre aquellas montañas, cerca de la nieve y del aire puro, se dieron el «sí, quiero».

Cuando regresaron a Madrid tras la luna de miel que pasaron en las islas griegas, ambos médicos, las gemelas recién nacidas y el hijo de Míster Interesante, que ahora estudia medicina en una universidad madrileña, se decantaron por una mansión alejada de la ciudad, donde ahora viven muy a gusto.

De vez en cuando yo, Leire, voy a visitarles; yo, Aaric y nuestros tres hijos.

Todos chicos.

Eso sí, pasaron muchas cosas antes de quedarme embarazada.

Lo primero que hice fue dejar la música. No la dejé del todo, componía canciones para Aaric y, en ocasiones, cantaba con él y grabábamos algo juntos.

Sin embargo, yo había decidido dedicarme a otra cosa, a los niños.

Antes de quedarme embarazada compré el colegio en el que había trabajado y contraté a dos administradores y a un director. Reformé el edificio entero y cambié el servicio de catering del comedor por una cocina propia para el colegio.

A lo largo de cuatro años, decidí crear una asociación de padres, que, curiosamente, antes no existía, para que propusieran nuevas mejoras y busqué dos socios más para financiar actividades extraescolares y proyectos de laboratorio para los adolescentes de bachillerato.

Aaric y yo tuvimos muchas discusiones. Él no quiso que yo abandonara la discográfica, pero al final comprendió que todo aquel mundillo tan competitivo no me hacía feliz.

Yo también me enfadé con él en varias ocasiones, sobre todo cuando me dejaba de lado por dedicarse a trabajar. Sin embargo, con los años aprendimos el uno del otro. Yo supe darme cuenta de cuándo él necesitaba tiempo a solas y él empezó a dedicarme más tiempo, y no porque yo se lo pidiera, sino porque le apetecía.

—Leire, por segunda vez te lo voy a pedir: cásate conmigo —me dijo él después de la boda de Lorena.

Me cogió por sorpresa porque jamás habíamos vuelto a hablar de matrimonio tras aquella discusión monumental en la que yo abandoné Estados Unidos para regresar a Madrid.

—Aaric, si vamos a casarnos, hagámoslo ya —respondí con cierto sarcasmo—. Aún tengo el anillo que me regalaste cuando volvimos de Roma.

Él sonrió, me abrazó y me besó apasionadamente delante de todos los invitados de la boda. Lorena se enfadó un poco conmigo por desviar la atención de aquella manera, pero yo no había planeado que aquello ocurriera.

Un mes después nos casamos nosotros. Nos casamos, de hecho, tres veces: una en Madrid, otra en Hawái y otra en Las Vegas.

La boda de Hawái fue la que más me gustó. El azul del océano Pacífico, el olor a mar y los collares de flores hawaianas me enamoraron tanto que, poco después, nos apuntamos a un curso de surf.

Acabé con un par de esguinces y un chichón en la cabeza, pero mereció la pena y, sobre todo, mereció la pena hacer el amor de noche, en la arena de la playa. Cuando todo estaba apagado, Aaric me llevó detrás de unas rocas y me dijo:

—Tú y yo, siempre.

Lo dijo en un susurro, de manera que se confundía con el murmullo de las olas.

Entonces me besó y comenzó a recorrer mi cuerpo.

Aquella fue la noche en la que me quedé embarazada de nuestro primer hijo.

Pero antes, otra de las cosas que ocurrieron fue que acepté la propuesta de Berta para formar parte de su empresa de cosméticos, pero me negué a ser la imagen. No quería más fama, ni más música, ni más exigencias de gente que quisiera exprimirme, como mi exagente Erika Pallin. Durante estos once años, Berta se ha hecho de oro; no, no se ha casado y no conozco ningún novio suyo. Al parecer acabó bien harta de los hombres.

Creo que el pobre Chris Damon lleva tras ella todos estos años. Las veces que he hablado con él me ha contado que cada día está más enamorado de ella y que no puede soportar que cada vez que intenta acercarse Berta lo aparte con frialdad. Esta historia me parece increíble; me sorprende que un mujeriego como Damon esté perdido desde hace tanto tiempo por una sola mujer y me sorprende que Berta, la reina de las teorías, no quiera saber nada de amor. Supongo que el destino les tendrá preparado algo diferente a cada uno. Es cuestión de tiempo.

No sé qué fue de Rosinha; creo que acabó dedicándose a las tertulias televisivas, donde periodistas cotillas despellejan a los famosos a los que se les ocurre sacar mínimamente los pies del tiesto. No sé si consiguió tener alguna relación estable con alguien. Lo dudo, pero lo único que me importa es no volver a verla.

En lo referente a Javi, después de que me reconciliara con Aaric intentó acercarse a mí varias veces. Trató de disuadirme de salir con Lodge y me repitió una y mil veces que me amaba y que no podía dejarle así. Me hizo dudar en algún momento y llegué a pensar que, tal vez, Javi me podía ofrecer una relación estable, al menos un poco más estable que la que podía ofrecerme Aaric, pero me desengañé rápidamente porque no estaba enamorada de él. Solo estaba enamorada de Aaric Lodge, el único capaz de ofrecerme el amor que yo necesitaba.

Fue difícil para Javi comprenderlo, pero finalmente lo logró. Terminó estudiando un máster de técnico de sonido y audiovisuales y, un par de años después, lo recomendé a un colega de Los Ángeles para que lo contratara como trabajador en el rodaje de una serie. Actualmente dirige su propia compañía de efectos de sonido en Hollywood y le va bastante bien. Me di cuenta de que, en realidad, no era una persona sin aspiraciones, sino que no había encontrado algo que realmente le motivara. Todo cambió cuando descubrió el mundo audiovisual.

Somos buenos amigos, él, yo y su mujer, una espectacular modelo que trabaja para una conocida marca de relojes. Creo que se llama Keyla.

Aaric y yo nos fuimos a vivir a los Hamptons, cerca de Nueva York. Allí, después de ver unas diez casas, me decidí por un palacete de ladrillo blanco brillante, con una piscina de un tamaño razonable y un jardín más o menos pequeño que no requería mucho mantenimiento. Allí Aaric tenía su estudio de música y yo mi despacho, pues me había convertido en toda una empresaria.

Con el dinero que me reportaba la empresa de Berta y el que yo había ganado en la lotería, junto con una gran contribución de Aaric, me dediqué a fundar colegios concertados a lo largo de toda la costa este de Estados Unidos.

Me sentía muy realizada aplicando mis ideas educativas a los centros escolares, fomentando las actividades extraescolares divertidas que sirviesen para aprender, como excursiones de carácter arqueológico, cursos para aprender cómo se hacen las películas o talleres de historia egipcia o de escritura.

Contraté administradores y busqué socios que me ayudaran a financiar y con los que repartía las ganancias. Otra de las cosas que hice con mis ingresos fue donar parte de ellos a la investigación contra el cáncer y a asociaciones de médicos que trabajan para el Tercer Mundo.

Lorena estaba muy contenta de que hiciera esto y a mí me reconforta mucho.

Antes de nacer nuestro segundo hijo, Jonathan, Aaric recibió un disco de platino y un premio Grammy. Nunca antes le había visto tan feliz.

Para celebrarlo, me llevó de viaje a Islandia, donde, en un balneario de aguas termales, disfrutamos de una de las mejores noches de nuestro matrimonio. Fue allí donde me quedé embarazada del tercer hijo, Simon.

Hoy en día, me he convertido en una exitosa mujer de negocios que es muy feliz con el hombre de su vida, Aaric Lodge. Mis hijos tienen ahora diez, ocho y siete años y son tan o más testarudos que su padre.

En este preciso instante están bañándose en la piscina y apostándose entre ellos las últimas natillas que queda en la nevera.

—Leire —me dice Aaric, sorprendiéndome en mi despacho, donde estoy terminado de escribir el epílogo de mi historia.

—Hola.

Me coge la mano y hace que me levante de mi sillón negro; me guía por el pasillo hasta su estudio de música, donde las luces están apagadas. En la pared cuelga un gran televisor de plasma, que está encendido. Se le ve subido a un escenario, algo que me resulta extrañamente familiar; parece uno de sus conciertos, pero se le ve muy joven; debe de ser uno de los más antiguos, pues canta una de mis canciones favoritas, rodeado de focos azulados. Recuerdo que fue la primera canción que escuché suya, la que me convirtió en una de sus fans sin darme cuenta.

—Atenta —me dice—. Observa ahora.

Me coge de la mano mientras, en la pantalla, el Aaric joven pide que alguien suba a cantar con él al escenario. Justo un minuto después, yo, mucho más joven, aparezco hecha un flan junto a él bajo los focos de aquel escenario madrileño.

—Oh… —Estoy completamente sorprendida.

Me escucho cantar a su lado aquella canción… cuando me besa y el público aplaude hasta que yo le pego una sonora bofetada.

Me encojo al escuchar el sonido del golpe en el altavoz del televisor. Me veo abandonar el escenario corriendo y justo después veo como Aaric, dirigiéndose al público, dice:

—Vaya, parece que he encontrado al amor de mi vida.

¿Por qué razón no había escuchado eso antes? Seguramente porque nunca me atreví a ver la grabación completa en los vídeos de YouTube.

Aaric apaga la televisión y me mira fijamente.

—Hoy hace trece años de aquello, Leire.

—Trece —repito yo con voz queda.

—Y quiero decirte que, efectivamente, encontré al amor de mi vida en aquel escenario. Lo supe desde el primer momento.

Me siento enrojecer, aunque sé que no debería; llevo ya casi once años casada con él, pero sigo poniéndome nerviosa en momentos así.

—Yo… Yo no lo sabía… Estaba muy enfadada por aquello… —confieso riéndome.

—Lo sé, y fue lo que más me gustó. Me encanta hacerte enfadar. Me encantas tú. ¿Sabes? Nunca jamás volví a subir a nadie al escenario.

—¿Por qué? —pregunto yo.

—Porque ya había encontrado lo que buscaba.

—Oh, Aaric… Vas a conseguir ponerme de los nervios.

—Te he traído un regalo.

—No, no tendrías que haberte molestado —le digo con lágrimas de emoción en los ojos.

Aaric se levanta y tira de una manta de terciopelo, dejando al descubierto un cuadro.

—Dios mío —murmuro.

Me acerco para verlo más de cerca.

—Convencí a un buen amigo para que lo hiciera —dice, esbozando una sonrisa triunfal.

—Es… Es…

Sin completar la frase, le abrazo.

El cuadro representa la Fontana di Trevi y a nosotros sobre ella, abrazados. Me sorprende que el artista haya pintado a Aaric con un esmoquin y a mí con un traje semitransparente de fantasía.

—Te quiero. Leire, te quiero. Gracias por estar conmigo —me susurra al oído.

Y es esa noche cuando me quedo embarazada del cuarto hijo, que, por desgracia, no podrá competir por las últimas natillas que quedan en la nevera porque Hugo acaba de comérselas.

1. Ya pensaré mañana


Mis vecinos solían quejarse a menudo de que tocaba la guitarra eléctrica a deshoras. Alguna vez, a eso de las dos de la madrugada, el timbre de mi apartamento me había sorprendido mientras cantaba a voz en grito alguna de las estridentes canciones de Rihanna. Pero no podía hacerlo de otra manera: si llegaba a casa sobre las seis de la tarde y después me ponía a limpiar, lavar la ropa, planchar y sacar a pasear al perro… ¿Cuándo iba a dedicarme a mis hobbies? Por la noche, no había otra opción. Todo el mundo, al llegar la noche, se dedica a hacer lo que le gusta: ver la tele, leer, coser, pintar… Yo canto y toco la guitarra. Hubo una época en la que me dio por tocar el teclado, pero lo dejé porque no me llenaba lo suficiente y tampoco se me daba demasiado bien.

Ante las muchas quejas de mis vecinos, al final me compré unos auriculares bastante bonitos que podía usar como amplificador y que me permitían tocar sin molestar a los rancios de los de abajo y sin entorpecer las sesiones de sexo de los salidos del piso de arriba. Podía tocar la guitarra con toda la fuerza que me diera la gana y romperme los oídos sin compartir mi música con todo el vecindario. Sin embargo, aquel había sido un día distinto; no tenía ganas de cantar ni de tocar. No tenía ganas de nada, porque había sido de esos días en los que, nada más llegar a casa, miré la cama con deseo, con aún más deseo que con el que solía mirar la guitarra, y fantaseé con dormir durante al menos veinte horas seguidas.

Mi día había empezado en el tren, como siempre, con mi iPod desgastado cargado hasta arriba de canciones: canciones de cuando tenía catorce años, que escuchábamos mis amigas y yo cuando íbamos a hacer botellón; canciones de amor, que escuchaba cuando me gustaba algún chico; y canciones agresivas de tipo Highway to hell, que oía cada vez que ese chico me dejaba. También tenía música disco, música comercial, algo de rock (no mucho, no me gustaba el rock) y chill out. El chill out resultaba bastante útil para rebajar mis niveles de estrés.

Cuando llegué a la estación de Atocha de Madrid, donde bajaba del tren para coger el metro, un señor algo andrajoso me pidió limosna para mantener a sus seis hijos, pues, según me dijo, su mujer estaba muerta. También me comentó que tenía SIDA y después, si bien es cierto que sorprendentemente tenía los dos brazos, me explicó que le habían amputado uno, aunque a lo mejor pedía limosna para comprarse una prótesis mejor.

El hombre me estuvo persiguiendo hasta que salí del recinto, pero no le di ni un duro porque, como siempre, aquel hombre, que cada día estaba en un andén diferente, emanaba por los cuatros costados tanto hedor a alcohol que se podía oler su presencia a más de cinco metros de distancia. A lo mejor, si me hubiera confesado que tenía mono de heroína, me hubiera apiadado de él, pero no lo hizo, me tuvo que contar que tenía seis hijos y esta historia no se la creía ni él.

Después de mi pequeña aventura cotidiana en el transporte público, llegué al colegio.

Allí saludé a mis compañeras Flor y Soraya. Cada una de nosotras llevaba una clase de primero de infantil, una clase de unas veinte adorables criaturillas de tres añitos.

Los niños eran lo más agradecido de mi trabajo. Si se hacían pis, les limpiabas; si se hacían caca, les limpiabas; si coloreaban un circulito, les aplaudías… Además de todo esto, también había que enseñarles cosas básicas, como los colores, las formas geométricas y alguna que otra letrita, para que tomasen un poco de contacto con la palabra escrita. Sin embargo, aunque fuesen muy agradecidos, muy inocentes y muy entrañables, había días en los que acababa hasta la coronilla de aguantarlos a todos. Por no hablar de los padres, de los que es mejor no hacer ningún comentario. Si alguien le pregunta a un médico pediatra qué es lo peor de su profesión, sin vacilar responderá «los padres de los críos» o «las abuelas de los niños». En mi profesión ocurre lo mismo porque, en ocasiones, los padres de los niños son insoportables, aunque, evidentemente, siempre hay excepciones y entre ellas están las mamás que están al corriente de todas las actividades del colegio, que envían todo el material, que mandan bombones a la maestra para alabar su santa paciencia; mi santa paciencia. Sin embargo, junto a ellas también encontramos a los papás que vienen a recoger a sus hijos como mucho una vez al año, pero que cuando vienen se muestran como los padres perfectos: los expertos, conocedores de hasta el último vómito de su hijo, sus mocos, el color de sus cacas y su Pokémon favorito. Estos son los papás a los que yo más odiaba: aquellos que fingían interesarse con sus hijos para quedar bien con el resto de la gente. Pero esto no es lo peor; lo peor es cuando el papá de turno es un divorciado frustrado en el amor que trata de ligar conmigo, con Flor o con Soraya. Yo solía ser el objetivo de este tipo de hombres, tal vez por mi físico (aunque no me consideraba especialmente guapa, tenía cierto atractivo) o por mi edad; era la más joven. De hecho, con veinticuatro años ya tenía trabajo y una casa. Me di mucha prisa en acabar la carrera y procuré conseguir los contactos suficientes como para que me contrataran en algún sitio. Me hacía mucha ilusión independizarme y poder tener mi propio piso y mi trabajo, no porque no quisiera a mis padres, que los quería con locura, sino porque siempre quise ser autosuficiente. Cuando yo era pequeña, mi padre trabajaba doce horas al día como jardinero y mi madre, como señora de la limpieza en un par de colegios y en una clínica. Nunca tuvimos dinero para grandes lujos, pero comíamos bien y yo podía ir al colegio. Aun así, siempre tuve cierta obsesión con la economía familiar: tenía mucho miedo de que algún día pudiésemos quedarnos sin nada.

Ese era también el principal miedo de mis padres y, como es lógico, me lo acabaron transmitiendo de tanto comentarlo. Ellos solían echar la primitiva y jugar a la lotería con frecuencia: «Para ver si el Señor nos da una alegría», decían. Y, por consiguiente, yo también acabé jugando. Esta mañana, como no podía ser menos, marqué unos cuantos numeritos al azar en el billete de la primitiva y se lo di a la dependienta de la sucursal.

—¡Mucha suerte, Leire! —decía siempre, pero nunca me tocaba.

Sin embargo, la esperanza es lo último que se pierde y yo todavía no había perdido la esperanza de hacerme rica con un golpe de suerte. Pero la verdad es que había sido un día horrible en el que se había juntado todo: el señor del tren con su limosna, sus enfermedades y su mono de droga; dos o tres niños a los que les había dado por ir al baño a la vez; una madre histérica porque su hijo se había caído al suelo y un padre divorciado que me había propuesto hacer algo indecente en su cama. Esa mañana solo quería dormir, pero no podía. Cada vez que cerraba los ojos veía a algún niño cagón o a algún padre ávido de sexo y entonces me ponía a morir y el sueño se esfumaba. Así que, sin encontrar ninguna otra manera de quitarme los nervios de encima, me puse a cantar, sin preocuparme de que fueran las tres de la madrugada. Con mi camisón de seda azul y mis zapatillas pomposas y suaves, conecté mi guitarra al amplificador y este a los auriculares y al ordenador.

Ya había elegido la canción de esta noche: Bleeding Love, de Leona Lewis. Es una canción difícil, pero ya la había practicado. Poco a poco, los acordes se fueron deslizando por mis manos y comencé a cantar. Sentí como se liberaba paulatinamente toda la tensión que había acumulado a lo largo del día. Al terminar y escuchar la grabación, me di cuenta de que había salido extrañamente bien: la voz limpia y clara, sin estridencias ni gallos. Incluso un poco de vibrato. Decidí repetirla de nuevo, pero esta vez me grabaría en vídeo y lo subiría a mi canal de YouTube.

Me puse un jersey por encima, uno gris ajustado que me tapara lo suficiente como para no salir despechugada delante de la cámara, y canté de nuevo. Luego le di al play para reproducir lo que había grabado. Estaba bien, no era un vídeo alucinante ni mucho menos.

Yo no era Leona Lewis. Era Leire. No lo hacía mal, pero no era famosa ni llevaba un ejército de asesores de imagen detrás de mí como muchas estrellas del pop, dance, hip hop y demás.

Cargué el vídeo en YouTube y lo publiqué.

Como siempre, uno de mis suscriptores dejó un comentario. Se trataba de Javi, mi exnovio, que siempre era el primero en comentar mis vídeos.

Había salido con él durante un par de años, desde los dieciocho hasta los veinte. Después fuimos amigos, pero nada más. En ocasiones quedábamos e íbamos juntos al cine o a jugar al billar. Solíamos contarnos nuestros problemas e incluso habíamos dormido juntos en varias ocasiones. Me daba cuenta de que era una relación extraña que tenía que acabar porque, aunque ya no fuésemos novios, seguíamos actuando de aquella manera y no era sano. Sabíamos que nos teníamos el uno al otro, aunque sin sexo, sin caricias y sin besos, así que no nos permitíamos el uno al otro rehacer nuestra vida ni conocer a nadie más. Yo ya no estaba enamorada de él, pero tenía mis dudas acerca de sus sentimientos. Y no era para menos con el mensaje que me dejó junto a mi grabación, un vídeo de YouTube que me paraba el corazón y me obligaba a preguntarme por qué había terminado lo nuestro:

«Me rompes el corazón con solo escucharlo. Quiero estar cerca de ti y que me cantes al oído ;). Te quiere, Javi».

Dudaba, dudaba de mí misma y de si él me seguía queriendo o si, por el contrario, solo eran juegos cariñosos entre amigos. Sin embargo, estaba demasiado cansada como para pensar, así que, como diría la protagonista de Lo que el viento se llevó, ya lo pensaré mañana.

2. Impresiones acerca de hombres


Al día siguiente, el viernes de aquella semana, ocurrieron muchas; demasiadas cosas.

Como todos los días, llegué al trabajo con una sonrisa y con buena actitud, dispuesta a darlo todo, pero enseguida vino la coordinadora de educación infantil a las diez de la mañana a verme.

—Ven conmigo, Leire —dijo muy seria—. He avisado a Flor para que cuide de tu clase durante un rato.

Asentí con gravedad y la seguí. Me llevó a una de esas salitas que hacían las veces de lugar de reunión entre padres y profesores. Se sentó en uno de los sillones marrones y me miró de una manera muy inquietante.

—¿He hecho algo malo? —pregunté, algo atemorizada por aquella mujer.

La coordinadora era una señora de unos cincuenta y tantos años, normalmente bastante afable, pero exigente al mismo tiempo. Dirigía a sus profesoras con mano de hierro y guante de seda, por eso me extrañó tanto su forma de dirigirse a mí, más seca de lo habitual.

—No, Leire. Al contrario, estoy muy satisfecha con tu trabajo.

Suspiré de alivio.

—Pero en el colegio estamos teniendo serios problemas —dijo entonces.

—¿Qué clase de problemas?

—Económicos —puntualizó la coordinadora.

Tragué saliva. Los problemas económicos solían traer algunos inconvenientes; en concreto, bajadas de sueldo. Traté de hacerme a la idea de que, en cualquier momento, me iba a anunciar, con palabras suaves y algodonosas, una reducción de mi salario. Respiré profundamente.

—No nos queda más remedio que… —hizo una breve pausa antes de dejar caer el hacha sobre mi cabeza— prescindir de tus servicios.

Fruncí el entrecejo, confundida. Aquello no era lo que esperaba escuchar.

¿Había oído bien? ¿Me estaban echando a la calle? Tenía que haber algún error, seguramente se refería a una reducción de jornada con un descenso de mi sueldo. Algo malo, pero soportable. Lo que no era asumible de ninguna manera era el despido. ¿Y mi alquiler? ¿Y las facturas? ¿Y la comida? ¡Me vería obligada a regresar con mis padres después de dos años de independencia!

Un sudor frío se apoderó de mí.

—Creo que no sé a lo que se refiere —dije con suma delicadeza.

—Que ya no trabajas aquí, Leire —aclaró ella con cierta brusquedad.

Después relajó el gesto y añadió:

—No te lo tomes a mal, por favor. Se están llevando a cabo recortes de presupuesto y esto también implica a la plantilla. Te hemos elegido a ti porque aún eres joven y no tienes una familia que mantener. Tienes mucho recorrido por delante y no te será difícil encontrar otro trabajo.

—Pero… —Intenté interrumpirla para dejar muy claro que aquello era injusto.

—Déjame terminar —ordenó ella. Odiaba que la interrumpiesen.

Asentí inmediatamente y guardé silencio.

—Te hemos preparado una carta de recomendación para otros colegios. Tienes que entender que no podíamos echar a Flor, por ejemplo, que acaba de tener un bebé y, además, es madre de otros dos niños. No sería justo para ella.

¿Y para mí sí que era justo? ¿Desde cuándo el hecho de ser joven te aseguraba que ibas a encontrar otro trabajo?

Aparté enseguida aquellos pensamientos egoístas de mi mente. En el fondo, la coordinadora tenía razón: yo no tenía hijos a los que mantener y despedir a otras personas del equipo significaba hundir familias enteras.

Me limpié discretamente una pequeña lágrima que se deslizaba por mi pómulo derecho.

—Ya, entiendo —susurré, resignada.

—Bien, pues te damos una semana para que arregles todos tus asuntos pendientes y prepares lo que vaya a necesitar la profesora que venga a sustituirte.

—Por curiosidad, ¿quién va a sustituirme? —Tal vez fuese indiscreto preguntar aquello, pero estaba realmente intrigada.

—Se llama Ana. Es la responsable del comedor; ahora hemos hecho algún apaño para que, al menos durante este curso, pueda hacerse cargo de tus alumnos.

Apreté los dientes con fuerza. Estaba cabreada, muy cabreada. Me echaban a mí, que estaba formada, con estudios y experiencia en la educación de los niños, y le subían el sueldo a otra que no tenía ni la más mínima idea de cómo tratar con los críos.

Decidí tragarme mi mala leche y sonreír, aunque lo único que conseguí fue enseñar los dientes. Me levanté de aquel sillón raído y me fui sin decir una palabra. Noté cómo los ojos de la coordinadora se clavaban en mi espalda.


***


Contuve las ganas de llorar durante todo el día, hasta que llegué a mi casa, un miniapartamento de 45 metros cuadrados.

Me senté en el sofá y me desahogué. Iba a echar de menos a los niños. Y, a pesar de tener una carta de recomendación en mi poder, no pude evitar ver mi futuro muy negro.

Bastaba con leer el periódico o ver el telediario para enterarse de que la mayoría de los jóvenes menores de veinticinco años de España estaban en el paro y yo, al menos por el momento, no era una excepción.

Como era viernes, mi teléfono comenzó a vibrar hacia las ocho de la tarde.

Leí la gran cantidad de WhatsApps que me habían llegado. Resoplé; tocaba ir a un pub de la calle Serrano. Cualquier otro día habría acudido corriendo a mi armario, entusiasmada con la idea de escoger un vestido, pero aquel viernes no. Si alguien quería sacarme de casa, iba a necesitar una grúa.

Dejé mi smartphone tirado en el suelo y encendí el portátil con la intención de actualizar mi blog, que había abierto un par de años antes con la idea de ir posteando mis impresiones acerca de la experiencia de vivir sola, de mi trabajo y, de vez en cuando, de mis experiencias amorosas, que no solo no eran muy numerosas, sino que se habían visto reducidas a cero desde que conocí a Javi y, sobre todo, desde que corté con él. No iba a escribir acerca de mi despido, no era un tema muy alentador, aunque a lo mejor me hubiera ayudado a asumirlo mejor.

Un par de horas después, llamaron al timbre.

Miré por la mirilla y vi a mis cuatro amigas impecablemente maquilladas y vestidas, dispuestas a comerse la noche. Al parecer, querían arrastrarme con ellas.

Abrí la puerta.

—¡Leire! —gritaron todas al unísono.

Se llamaban Lorena, Rocío, Tamara y Marina.

Lorena era mi mejor amiga. Nos conocimos en el colegio y mantuvimos el contacto durante el instituto y la universidad. Posteriormente se nos unieron Rocío y Tamara, a las que conocimos un día de invierno en el que fuimos a patinar sobre hielo. Marina era la incorporación más reciente, la conoció Lorena cuando trabajaba de dependienta en una tienda de ropa.

—¿Por qué no estás vestida? —dijo Rocío con un tono apremiante.

—Venga, Leire. Que hoy vamos a Serrano. ¡Tienes que ponerte guapa! —exclamó Lorena con una sonrisa.

—Pasad, anda.

Me aparté para dejarlas entrar. Se sentaron las cuatro en el sofá. Cuando se quedaron en silencio no me corté, fui directa al grano:

—Me han despedido.

Observé sus caras de preocupación. Lorena se llevó la mano a la boca. Me senté en el suelo y dije:

—No tengo ganas de ir a ninguna parte.

Para mi sorpresa, Tamara se levantó y me agarró del brazo para levantarme del suelo.

—De eso nada —dijo ella—. Tú te vienes con nosotras. Ahora mismo te duchas, te peinas y te pones ese vestido negro tan sexy que tienes cogiendo polvo en el armario.

—Pero no quiero… —rezongué.

—Venga, Tamara tiene razón —dijo Lorena—. Si te quedas aquí, va a ser peor. Si sales y te diviertes, tal vez mañana veas la vida de otra manera. Además, nosotras te podemos ayudar si lo necesitas. Si quieres, mañana echo tu currículum en algún colegio que me pille cerca.

—Y nosotras también —dijeron entonces las otras tres, mirándose entre ellas y asintiendo.

Fui al baño y me duché, como me había ordenado Tamara. Después me sequé el pelo y me lo planché, destacando así los reflejos rubios entre toda mi mata de cabello castaño.

Salí del baño, me puse un tanga negro a juego con un sostén de encaje y me enfundé el traje negro como pude. Era tan ajustado que había que pasar verdaderas penurias para cerrar la cremallera del lateral.

Después me calcé unos tacones de Gloria Ortiz y, finalmente, me maquillé con algo de eyeliner negro para resaltar mis ojos aceitunados, colorete y brillo de labios.

Me miré en el espejo: el resultado era óptimo, parecía que acababa de salir de uno de esos realities televisivos de cambio radical.

—Genial, excelente, preciosa —me dijo Lorena, visiblemente más tranquila al verme preparada para salir por la puerta.

Al final no fue necesaria una grúa; bastaron cuatro amigas pesadas para tirar de mí.

Cogimos un taxi para llegar al centro de la ciudad, donde encontramos otros muchos grupitos de jóvenes que salían, dispuestos a romper las calles. El ambiente del viernes noche consiguió sacudirme un poco el muermo. Al rato, ya estaba sonriendo y bromeando con mis amigas y hasta me permití el lujo de dirigirle miradas tiernas y cariñosas a algún que otro chico guapo al que había pillado observándome.

Sin embargo, no podía de dejar de preguntarme cómo narices iba a decir a mis padres que me habían despedido. Cuando me asaltaba esta pregunta, la sonrisa se borraba de mi rostro y me volvía taciturna. Solo Lorena conseguía devolverme a la conversación del grupo y yo se lo agradecía bastante.

Al final, llegamos a la discoteca y, como aún no era la una de la madrugada, a las chicas nos dejaron entrar gratis. Aquel local era de mis preferidos: tenía una terraza al aire libre en la planta superior y en el sótano estaba la discoteca, donde solía sonar una música bastante buena.

Nos tomamos un par de copas todas juntas en la terraza. Era un sitio frecuentado por algunos famosos, pero nada del otro mundo: locutores de radio, algún que otro futbolista (no muchos) y, de vez en cuando, algún presentador de televisión.

No sabía cuánto alcohol había tomado cuando, mientras bailábamos, un hombre bastante atractivo me agarró de la cintura y me apartó de mis amigas.

No lo recuerdo.

Estaba oscuro y yo había bebido demasiado.

Solo sé que me sentí profundamente seducida y que me dejé llevar por sus movimientos.

Me besó y yo lo besé. Olía muy bien. Todo en él me resultaba atrayente.

Entonces alguien tiró de mi brazo derecho y me separó de aquel hombre.

Creí escuchar a Lorena gritando mi nombre, pero poco después me encontré metida dentro de un taxi junto a Javi, que me acompañó hasta mi casa y me metió en la cama.

—Me han despedido —balbuceé.

Él se tumbó a mi lado.

—Ya, pero eso no es excusa para besar a un tío que no conoces.

Arqueé una ceja. Estaba algo desorientada y me sentía confusa. Entonces recordé que me había morreado con un desconocido.

Pero ¿qué hacía Javi allí?

—¿Por qué estás aquí? —le pregunté.

—Porque yo también estaba en Serrano y, por casualidad, te vi con uno que no tenía buenas intenciones. Olías a alcohol y parecías algo mareada. Le pedí permiso a tus amigas para traerte a casa y me dijeron que sí. ¿He respondido a tu pregunta?

Lo miré durante unos instantes antes de cerrar los ojos.

No sabía si agradecérselo o mandarlo a tomar viento por haberme estropeado una fugaz aventura romántica de una noche.

Decidí cerrar los ojos e ignorarle. No iba a reprocharle nada, en el fondo estaba cuidando de mí. Sin embargo, Javi estaba tomando un rol de padre protector que no me gustaba en absoluto; ya lo resolvería más adelante.

Cuando ya estaba a punto de caer rendida, escuché al oído:

—Te quiero.

Entonces me estremecí. ¿Padre protector o exnovio celoso?

3. La dulce resaca del Dalsy


Abrí los ojos despacio; la luz del sol se colaba por los agujeritos de la persiana. Javi dormía a mi lado. Recordé que anoche él me había traído a casa, después de mi «pseudoaventura romántica».

Me pregunté por qué estaba tan congelada hasta que me di cuenta de que la ventana estaba abierta, por lo que entraba aire fresco. Agarré la manta y me tapé hasta las orejas, pero no entendía por qué seguía teniendo frío, hasta que me di cuenta de que estaba desnuda.

—¡Joder! —Di un pequeño grito, breve pero sonoro.

Después salí de la cama rápidamente y me encerré en el baño. «Oh, Dios mío, ¿qué es lo que he hecho?», pensé. ¿Por qué estaba en la misma cama que Javi y desnuda?

Me llevé las manos a la cabeza. Después me miré en el espejo. Tenía la cara llena de manchitas negras debido al rímel que se había esparcido por mi cara. Es lo que normalmente me ocurría cuando me iba a dormir sin desmaquillarme.

—¿Leire? —Javi llamó a la puerta.

—¡¿QUÉ?! —espeté.

—¿Estás bien?

No contesté. «Maldita sea, espero que no se le ocurriese hacer nada conmigo en el estado en el que iba… Espero que se haya comportado de una manera civilizada… Espero que todo esto tenga una explicación…», supliqué para mis adentros.

Yo no quería hacer el amor con él. Sí, era guapo, tenía una mirada soñadora y una estatura envidiable, pero yo no le quería. No estaba enamorada, eso era todo. Sin embargo, no me atrevía a decírselo claramente. En el fondo, tenía miedo de perderle. Me asustaba perder a un amigo. Y, si le decía que yo había perdido todo el interés romántico que él pudiese suscitarme, era probable que no le volviese a ver en mucho tiempo y yo quería que estuviese cerca de mí, pero solo como un amigo, aunque, como bien había dicho Lorena, «no es bueno darle a un hombre falsas esperanzas porque, cuando se dan cuenta de que todo lo que han hecho no ha servido para nada, se sienten frustrados, traicionados y decepcionados. Leire, habla con tu ex cuanto antes». Lo más razonable sería darle largas y dejarle las cosas claras.

Una vez que mi cara estuvo limpia, cogí un albornoz y me cubrí con él.

Salí del baño y busqué a Javi. Se había ido al sofá donde me esperaba sentado.

—¿Por qué me miras con esa cara? —preguntó él, luciendo una gran sonrisa.

—¿Por qué me has quitado la ropa? —contraataqué.

—Porque supuse que estarías incómoda.

—Yo no recuerdo haberte pedido que me desnudaras.

—¿Te ha dado vergüenza que te vea? —dijo él con una sonrisa sugerente.

—No. Pero no me hubiese pasado nada por dormir con el vestido.

—Venga, Leire. Con la de veces que te he visto y que tú me has visto… ¿Qué más da que te haya quitado la ropa? Además, no ha pasado nada entre nosotros, si es eso lo que te preocupa —señaló él.

Fue todo un alivio oír de sus labios que la cosa no había llegado a mayores, pero ¿y si así hubiese sido? ¿Volvería a repetirse esta situación? Desde el mismo día en el que lo dejamos, le repetí una y mil veces que no había ninguna posibilidad de recuperar lo nuestro, se lo dije hasta el aburrimiento. Sin embargo, aquí estaba, delante de mí, después de haberme traído a casa, de haberme arrancado de los brazos de otro y de haberme desnudado. Y, por si fuera poco, decía que no había ocurrido nada.

Yo quería un amigo, no quería un novio a medias y, como estaba claro que Javi no iba a prestarse a una simple amistad por las buenas, no me iba a quedar más remedio que hacer lo que Lorena me había recomendado: darle largas.

—Creo que sería una buena idea… —comencé.

Mi salón, al menos eso me parecía, era demasiado pequeño para que él estuviese dentro y, sin embargo, ahí estaba Javi, que me miraba expectante, con sus ojos oscuros tan expresivos y sus vaqueros rotos, sentado en mi sofá con su halo de chico bohemio y tranquilo. Se le veía enamorado y esto me partía el corazón.

—¿Qué, Leire?

Clavó sus ojos en los míos, pero aparté la mirada. Él se levantó y se acercó a mí. Era tan bueno, siempre había sido tan bueno conmigo… Me sentí cruel por no quererle.

—Sería conveniente que nos tomáramos un tiempo —dije, al fin.

Noté como se apartaba de mí. A simple vista, estaba algo decepcionado.

—Gracias, por lo de anoche —añadí. No quería ser desagradecida, en el fondo me había hecho un favor.

—De nada —respondió él con un tono más distante.

Se acercó a mí de nuevo. Esperaba a que yo me apartase o le rechazase, pero no lo hice.

Entonces me besó en los labios con ternura. Después me miró fijamente mientras acariciaba uno de mis mechones oscuros.

—Si es lo que quieres, me iré —dijo entonces.

Me alarmé un poco al ver su reacción, pero pronto comprendí que era lo que tenía que ser: una despedida. Javi se merecía a una chica que estuviese enamorada y que le diese tanto cariño como el que él me daba a mí. Se merecía amor, un amor que yo hacía tiempo que no sentía. Por lo menos, no esa clase de amor.

Asentí sin mirarle y, finalmente, se fue.

Escuché un portazo detrás de mí y supe que ya no estaba en casa.

De repente se hizo un silencio sepulcral, solo se escuchó el rugido de una moto y el murmullo del motor de un autobús que había frente a mi casa.

Y así estaba yo: en el paro, sin novio, sin exnovio y sin dinero.

Mi situación era muy poco alentadora. Además, tenía una resaca terrible. Fui a la cocina para tomarme un Ibuprofeno. Siempre había odiado tragar pastillas, así que todas las medicinas las tomaba en sobres de granulados o en polvo y, de vez en cuando, en jarabe. Un día, cuando era pequeña, mi madre me echó una bronca tremenda cuando decidí beberme medio frasco de Dalsy.

¡Estaba tan rico!

Me llevé una buena colleja y después me arrastraron al médico para comprobar que no me hubiese intoxicado por la sobredosis. Afortunadamente, sobreviví y podía disfrutar de mi ahora amarga existencia.

Traté de recomponerme rápido de la discusión que acababa de tener con Javi. Me recordé a mí misma que era un chico que, a pesar de ser muy agradable y comprensivo, era un desastre en todo lo que a su vida personal y profesional se refería. No había sido capaz de terminar sus estudios, no había sido capaz de reencauzar su vida hacia un trabajo, era desorganizado e impredecible. No tenía ningún sueño que cumplir. Era un chico que decía que solo vivía el presente y se olvidaba del su futuro. Puede que la filosofía del Carpe Diem fuera muy bonita y transcendental, pero no se puede vivir del aire y de los buenos sentimientos. En la vida hay que trabajar, estudiar o, por lo menos, tener la intención de ganarse el pan de una manera honrada y digna. Y Javi, al parecer, no tenía ningún interés en nada de todo ello. ¿Para qué lo iba a tener? Sus padres estaban separados y él vivía de su madre, que recibía una pensión bastante enjundiosa de su padre. Yo no quería acabar casada con un hombre sin oficio ni beneficio, sin ambiciones ni proyectos de vida; no era una chica materialista, sino realista y pragmática. «La vida es así, no la he inventado yo», le dije una vez, cuando rompimos.

Me acuerdo del día en que lo conocí. Yo acababa de entrar en un grupito de música, de esos que se forman en el instituto y que luego actúan en Navidad y en la fiesta de fin de curso. Él tocaba la guitarra y yo cantaba. Un día le pedí que me enseñara a tocar y así surgió lo nuestro.

Le propuse que compusiera unas cuantas canciones y que las enviara a alguna discográfica, pero me dijo que tenía mucho miedo a ser rechazado, que no merecía la pena y que él prefería que la música fuese un hobby en lugar de un trabajo.

En cierto modo lo comprendía, pero, teniendo en cuenta que la música era lo único que conseguía arrancarle de su habitual estado de vagancia, hubiese sido interesante que al menos lo intentara.

Encendí el portátil y me senté en el sofá. Apoyé el ordenador sobre las rodillas y me dispuse a revisar mi curriculum vitae. Tendría que añadirle un par de años de experiencia de trabajo. La semana siguiente lo entregaría en varios colegios, junto con mi carta de recomendación.

Me llevé la mano a la sien. Qué dolor.

—No volveré a beber nunca —juré en voz alta.

Siempre lo juraba a la mañana siguiente, después de haber salido de fiesta.

Cuando terminé con el currículum, volví a la cocina para prepararme una infusión. Con un poco de suerte, en un par de horas se me habría pasado la resaca. Puse la radio para ahuyentar un poco el silencio que había en la casa; Javi la había dejado muy vacía al marcharse.

—Y ahora, el número cuatro de la lista, que sigue en ascenso… —decía el locutor.

—En serio, los locutores de radio se dopan, hablan como si estuvieran superacelerados… —dije, otra vez en voz alta.

Sí, estaba hablando sola.

—Se llama You will fall y es lo último de Aaric Lodge. Espero que lo disfrutéis —continuó aquella voz acelerada de la radio.

Dejé de prestarle atención al ordenador para escuchar la canción. Normalmente, cuando escuchaba alguna melodía que me gustaba le daba al botón repeat de mi iPod cada dos por tres, pero últimamente había escuchado tantas veces todas las canciones que necesitaba un repertorio nuevo y aquella canción que sonaba por la radio era la candidata perfecta para ser un nuevo miembro de mi lista de reproducción.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el respaldo de mi sofá de terciopelo. El ritmo de la canción era bastante dinámico y la voz del cantante, muy sexy.

¿Cómo había dicho que se llamaba el cantante? ¿Aaric Lad…?

Como todavía tenía el portátil sobre las rodillas, aproveché para buscar la letra de la canción en Google.

Yo sabía algo de inglés, pero, al llevar varios años sin utilizarlo, mis conocimientos se habían oxidado, sobre todo mi comprensión oral, que ahora era casi nula Eso sí, me manejaba muy bien leyendo en inglés, así que, nada más encontrar la letra de la canción, me puse a leerla y a tratar de comprenderla. Sin embargo, en la primera estrofa se me cayó el mundo encima. Yo, que pensaba que era una melodía romántica, sexy y algo atrevida, me encontré con un engendro cargado de machismo y misoginia.

«¿Por qué se componen en el mundo canciones así?», pensé indignada.

Más o menos, la letra decía «Yo te puedo follar como nadie, te mojarás entera, tus movimientos me enloquecen, necesito sexo contigo… Estás para que yo te posea, te voy a empapar… Eres la más zorra que he conocido y eso me encanta…».

Abrí los ojos de par en par.

—¡¿Hola?! —grité de incredulidad, otra vez en voz alta.