BREVE HISTORIA
DE LA GUERRA FRÍA

BREVE HISTORIA
DE LA GUERRA FRÍA

Eladio Romero García

Colección: Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título: Breve historia de la Guerra Fría

Autor: © Eladio Romero García

Director de colección: Luis E. Íñigo Fernández

Copyright de la presente edición: © 2018 Ediciones Nowtilus, S. L.

Doña Juana I de Castilla, 44, 3.º C, 28027 Madrid

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Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: Roosevelt y Stalin en la conferencia de Yalta, 1945

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital: 978-84-9967-951-8

Fecha de edición: abril 2018

Depósito legal: M-7881-2018

Prefacio

Me jubilé el 1 de enero de 2017. Sin embargo, en los últimos años de mi vida como profesor de secundaria dediqué cursos completos a explicar a mis alumnos de primero de bachillerato lo que fue la Guerra Fría. Al principio, esos muchachos nacidos entre los años 1991 y 2000 no sabían de lo que les estaba hablando. Para ellos, Stalin, Kruschev, Kennedy, Nixon, Reagan o Gorbachov podían ser perfectamente contemporáneos de Nerón, Felipe II, Voltaire, Robespierre o Charles Darwin. Si tomamos como ejemplo el curso 2008-2009, los alumnos correspondientes, nacidos hacia 1992, nada sabían de lo que era el comunismo y no habían vivido la caída del muro de Berlín, por lo que no entendían lo que este hecho podía haber significado en la evolución de la historia contemporánea. He debido tener en cuenta todo ello a la hora de redactar este libro, porque la Guerra Fría es, hoy en día, un hecho remoto, a pesar de que a menudo se utilice como forma de definir las actuales relaciones entre Estados Unidos y Rusia, la heredera de la Unión Soviética: la nueva Guerra Fría, en la que dos líderes, Donald Trump y Vladimir Putin, pugnan por mantener su influencia en el mundo.

En definitiva, casi nadie recuerda hoy los acontecimientos que voy a describir. Algunos españoles de mayor edad quizá relacionen el tema con la película Bienvenido, Míster Marshall (1953), de Luis García Berlanga. Incluso puede que alguno conserve en su memoria una canción de la movida madrileña, interpretada en los comienzos de los años ochenta del siglo pasado por el grupo punk Polansky y el Ardor. Su título: Ataque preventivo de la URSS. En el estribillo de su surrealista letra se nos preguntaba reiteradamente: «¿Qué harías tú en un ataque preventivo de la URSS?». Lógicamente, hoy no sabríamos qué responder a esa pregunta, porque la URSS, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, no existe, y no se temen ataques preventivos de nadie, al menos en la Europa occidental. Pero hace cincuenta años las cosas eran bien diferentes.

Al final de cada curso, y después de visualizar diversos documentales sobre el tema, entre ellos el magnífico trabajo producido por la cadena estadounidense CNN en 1998, compuesto de veinticuatro episodios, los alumnos, en general, acababan sabiendo que hace escasamente sesenta años el mundo a punto estuvo de ser destruido por una guerra nuclear. Una guerra impulsada por Estados Unidos y la desaparecida Unión Soviética, las dos potencias dominantes del momento. Por suerte, no sucedió así, y ahora muchos vivimos para contarlo, bien en una clase de enseñanza secundaria, bien en un libro como este.

Un libro destinado sobre todo a la nueva generación de lectores para quienes la Guerra Fría no constituye lo que denominamos un acontecimiento reciente, que aporta como ingredientes la amenidad, el rigor y la claridad a la hora de narrar los complejos momentos de tensión, muchos de ellos incomprensibles para dicha generación. Pocos, hoy día, podrían llegar a imaginar que en octubre de 1962, durante la crisis de los misiles, el mundo estuvo al borde del colapso. En la actualidad preocupan más las cuestiones económicas, los bajos salarios, la precariedad en el empleo, la ecología, que no la simple destrucción masiva derivada de una acelerada carrera de armamentos.

Introducción: un repaso histórico a los sistemas de equilibrio internacionales

Durante el período transcurrido entre 1815 (derrota napoleónica) y 1991 (desintegración de la Unión Soviética) se han producido primero en Europa, y posteriormente en todo el mundo, tres sistemas de equilibrio de poder más o menos sólidos, en realidad más bien precarios, que por regla general han derivado en cruentísimos conflictos denominados guerras mundiales. El tercero de estos períodos, el que se caracterizó por un mundo bipolarizado entre los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (en adelante, URSS), con sus respectivos aliados, va a ser el objeto principal de este libro.

El primer sistema, que podemos definir como vienés (por el Congreso de Viena de 1815), tuvo una larga duración. De hecho, constituye la parte más conspicua del considerado «larguísimo siglo XIX», iniciado para algunos en 1776 (comienzo de la guerra de independencia de los Estados Unidos) y para otros en 1789 (Revolución francesa), y concluido en 1914 (con el estallido de la Primera Guerra Mundial). Se trata de un sistema derivado de las negociaciones políticas entre las potencias conservadoras y legitimistas de la Europa continental centro-oriental (Austria, Rusia, Prusia) por un lado, y del espacio insular más occidental (Reino Unido) por otro. Fue elaborado con gran pragmatismo en el ámbito del Congreso de Viena, configurándose y confirmándose como una respuesta reaccionaria (en el sentido etimológico de la palabra), políticamente rígida e ideológicamente autoritaria del Antiguo Régimen. No obstante, se demostró con el paso del tiempo como un sistema extremadamente flexible e inopinadamente resistente. Pudo además soportar, aunque no sin ciertas dificultades, notables giros y transformaciones potencialmente destructivas. Comenzó siguiendo el contrarrevolucionario espíritu vienés, con una restauración de lo anterior a la Revolución francesa más bien imperfecta, y un Reino Unido en nada asimilable a las potencias reaccionarias de la Santa Alianza (1815-1830). Se pasó sucesivamente, a través de una restauración legitimista en un estado de cada vez mayor descomposición (1830-1848), a una nueva etapa revolucionaria que incluyó una restauración provisional y una rápida transición hacia el completo e inevitable cambio. En este proceso se asistió a un primer momento en que la iniciativa la tuvo la insurrección popular, que luego cedió el terreno a la actividad diplomática de los gobiernos (1848-1856). Luego vino el subsistema llamado de Crimea, que se extendió entre 1856 y 1871 y donde se observó el eclipse ruso, el aislamiento austriaco, el paso del este austrorruso al oeste anglofrancés en lo que se refiere a la hegemonía sistémica europea y, por fin, las unificaciones italiana y alemana. Finalmente se llegó a un largo e internamente variado período denominado de la Realpolitik (1871-1914), introducido, con una creciente exhibición de la fuerza, en el centro de los espacios germánicos (entonces un centro autónomo dentro de la política europea). Se trataba de una suerte de sustituto, con el tiempo generalizado, del cada vez más erosionado aunque todavía increíblemente vital equilibrio surgido en Viena en 1815.

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Escena del Congreso de Viena. Grabado del retratista y miniaturista francés Jean-Baptiste Isabey, realizado en 1819. El Congreso de Viena, que se desarrolló entre 1814 y 1815 y en el que participaron las principales potencias europeas, introdujo un sistema de equilibrio de las naciones del viejo continente, vigente hasta 1914.

El segundo sistema de relaciones internacionales, inaugurado en 1919 tras la terrible hecatombe de la Primera Guerra Mundial, es aquel que podemos definir como versallés (por el genéricamente denominado Tratado de Versalles, o paz impuesta a los derrotados alemanes). Partiendo de la importancia que adquirió la intervención de Estados Unidos en aquel conflicto, y del ostracismo al que se quiso someter a la Rusia revolucionaria, el Tratado de Versalles pretendió extender los principios progresistas liberales y del nacionalismo, principios conculcados anteriormente en el Congreso de Viena. Versalles se reveló, no obstante, como un episodio no resolutivo. El desarrollo de un elemento tan perturbador como fue el comunismo, materializado en la nueva nación llamada Unión Soviética, y que pretendía extenderse por buena parte del mundo, pronto hizo que surgieran tendencias cada vez más destructivas manifestadas en los regímenes fascistas, extremadamente violentos y potenciadores de una política agresiva, imperialista y basada en un enorme desarrollo de nuevas técnicas armamentísticas.

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Escena de la negociación del Tratado de Versalles. El Tratado de Versalles fue un tratado de paz firmado el 28 de junio de 1919, diez meses después de finalizada la Primera Guerra Mundial, por más de cincuenta países. Con él terminó oficialmente el estado de guerra entre la Alemania del II Reich y los aliados. Representó un nuevo orden mundial y un nuevo equilibrio internacional que apenas se mantendrían en vigor.

El equilibrio surgido tras la Primera Guerra Mundial y los principios de Versalles fue mucho más inestable que el anterior de Viena. Sus principios no lograron domesticar la aplastante lógica polimorfa que acababa de surgir, basada en el uso indebido de la fuerza, el nacionalimperialismo y las ideologías de masas. Además, Estados Unidos se inhibió durante el período de entreguerras de lo que sucedía en Europa, y se limitó a evitar la expansión en su territorio tanto de la ideología comunista como de la fascista. De esta forma, Versalles, a pesar de los generosos esfuerzos para mantener el equilibrio, en lugar de evitar un nuevo estallido, contribuyó en cierta manera a acelerarlo.

Una de las razones de la inestabilidad del momento fue la ausencia de un mecanismo destinado a conservar el equilibrio en la zona central de Europa. Existía, sí, una Sociedad de Naciones, organismo supranacional creado en 1919 y en el que no se involucraron los estadounidenses, por lo que quedó bajo la hegemonía de franceses y británicos. Entre los mismos vencedores y vencidos surgieron además divergencias, situación a la que se unió en 1922 la formal creación de la Unión Soviética. Y existían también Estados tapón, éxodos de población en todas direcciones, cordones sanitarios antisoviéticos y antialemanes, trastornos monetarios y económicos en general, cultos monumentalizados a los caídos, erróneas estimaciones de daños, resentimientos, continuas amenazas de venganza, revisionismos, revanchismos, interesadas maniobras de los grandes hacia los menos potentes… Basándose siempre en los abstractamente entendidos principios wilsonianos (los catorce puntos de Versalles del presidente estadounidense Woodrow Wilson), en buena manera legítimos, los nuevos Estados se situaban en los espacios creados en el centro, sur y este del continente europeo, flanqueados por la República de Weimar y la Rusia bolchevique. Es decir, por una Alemania debilitada que había olvidado su estatus imperial, castigada por los aliados, y un nuevo estado nacido del antiguo Imperio zarista, concebido ahora como una expansiva potencia revolucionaria. Los imperios centrorientales (austrohúngaro, otomano y el mismo Kaiserreich alemán) habían caído uno a uno, mientras que el Imperio ruso tuvo que verse inmerso, ya durante la guerra, en una invasión germánica de alemanes, austríacos y turcos, en una revolución y en una guerra civil apoyada por los aliados, situaciones todas ellas ajenas al Tratado de Versalles.

Rusia fue, por tanto, el único Estado tradicionalmente imperial que quedó en pie de todo aquel espacio, aunque amputada su zona occidental (Finlandia, Polonia, países bálticos independizados y Besarabia, integrada en Rumanía). Todo ello bajo un Gobierno de comisarios del pueblo, y después de superar numerosas dificultades y sufrir elevadísimos costes humanos. En 1917, el producto de las tres revoluciones vividas en el país (la liberal y occidentalizante de febrero, la proletaria de los sóviets y de las ciudades industriales en octubre, y la campesina de su inmenso espacio agrícola) culminaron en un dominio total de los bolcheviques, aunque sin alcanzar su propósito de extender la revolución socialista a un ámbito más internacional.

La revolución bolchevique, que, como vemos, logró preservar buena parte del antiguo territorio zarista, generó un fuerte rechazo internacional. Circunstancia que obligó a la aplicación de una política exterior muy compleja, desproporcionada en relación con su capacidad económica y productiva interna. Algo que había sucedido ya en tiempos del zarismo, aunque ahora alcanzara proporciones muy superiores.

El sistema de Versalles, afectado por la inhibición estadounidense y por desórdenes cada vez mayores, nada pudo hacer durante la década de 1930 frente a los exigentes revisionismos alemán y japonés, a los que se añadieron otros revisionismos menores aunque también desestabilizadores (caso de Italia frente a Abisinia o Albania), guerras políticas, guerras civiles (España), enfrentamientos sociales, quiebra de gran parte de las democracias europeas frente a ideologías y regímenes dictatoriales, crisis económica de enorme alcance, nacimiento de movimientos anticolonialistas (India, Indochina francesa…), aventuras coloniales fuera de lugar (Italia en Abisinia, Japón en Manchuria)… Este fue el escenario que se vivió en el llamado período de entreguerras, un período que en realidad conectó dos contiendas mundiales aunque no de forma directa (la lucha contra el comunismo no estaba presente en la primera de estas guerras), y que por ello también ha permitido apuntar la expresión de «la guerra de los Treinta Años del siglo xx», empleada tanto por el primer ministro británico Winston Churchill como por el ideólogo nazi Alfred Rosenberg durante la Segunda Guerra Mundial, en referencia a los años que van de 1914 a 1945.

El sistema de Versalles, que durante algunos años logró benéficamente moderar algunas actitudes peligrosas, no consiguió al final imponerse de forma duradera durante todo el período. Tuvo que convivir, postulándose como un sistema de orden mundial, con una pronunciada anarquía internacional. La Primera Guerra Mundial se veía entonces, desde una perspectiva geopolítica, como un enfrentamiento en ocasiones imperfecto entre potencias marítimas (las vencedoras) y potencias terrestres (las derrotadas). Entre estas últimas se encontraría Rusia, autoexcluida del conflicto a causa de la revolución. Entre las potencias vencedoras, al finalizar la contienda se produjo una traslatio imperii desde Reino Unido y, en menor medida Francia, hacia los Estados Unidos, que convirtió a esta en una potencia marítima de primera magnitud, en ocasiones imperial (cuando intervenía en Haití, República Dominicana o Nicaragua), en otras, aislacionista (frente a Europa). Unos Estados Unidos librecambistas, abiertos al mundo, liberal demócratas, contrarios a la injerencia económica del Estado; en situación de elaborar sin demasiadas dificultades una política planetaria para la que no renunciaban al uso de la fuerza ni a controlar, de grado o por imposición, a sus aliados periféricos. Llegados a la Segunda Guerra Mundial, iniciada por las políticas expansionistas de Japón en Asia y de la Alemania nazi en la Europa del este, los Estados Unidos asumieron el papel de líderes tanto de las potencias marítimas como de todo el mundo occidental.

Al finalizar la Primera Guerra Mundial, y aún durante los años veinte, los Estados Unidos, a pesar del posterior quebranto económico iniciado en 1929, eran ya universalmente reconocidos como la primera potencia económica del planeta. Las potencias terrestres, y en primer lugar Alemania, encerradas en un universo gigantesco y febrilmente dinámico, aunque inevitablemente asfixiante, mostraron unas tendencias claramente proteccionistas, dirigistas, militaristas y autoritarias, al aplicar una política exterior musculosa destinada en todo momento, y de forma expansionista, a preservar su seguridad. Aun a costa de multiplicar las esferas institucionales de influencia y de orquestar un conjunto de estados satélites o colaboracionistas. Alemania, a lo largo de las dos guerras mundiales, intentó fallidamente superar la mayor movilidad de las potencias marítimas y asumir el liderazgo de las terrestres. Y lo hizo controlando y dominando en un primer momento buena parte de Europa, y en una segunda ocasión todo el bloque euroasiático, desde el canal de la Mancha hasta Japón. Para ello firmó primero un pacto de amistad con la URSS (1939), a la que luego, sin embargo, invadió buscando absorberla (1941).

Sigue siendo, sobre todo entre los historiadores alemanes y británicos, materia de discusión las causas de la estrategia político-militar de la Alemania nazi. Unos creen que Hitler pretendía el dominio de Europa hasta los Urales o, verosímilmente, hasta Turquía u Oriente Próximo. Otros, en cambio, consideran que el líder nazi buscaba el dominio mundial. El sangriento crepúsculo de tales ambiciones acaecido en 1945 provocó, a lo largo de una dilatada posguerra, el asentamiento de una Guerra Fría con diferentes fases y características distintas en cada una de ellas, donde la confrontación nuclear en todos los frentes constituía la principal amenaza. En ella, los Estados Unidos se convirtieron en los nuevos líderes indiscutibles de las potencias marítimas, mientras que la URSS pasó a ser casi en exclusiva (luego se añadió China) de las terrestres. La imposibilidad de un enfrentamiento directo no convencional, y la bipolarización efectivamente ejercitada por ambas potencias, las convirtió tanto en rivales como en complementarias, dadas sus radicales e insuperables diferencias.

El tercer sistema de equilibrio político del mundo contemporáneo, después de Viena y Versalles, es el que surgió tras la Segunda Guerra Mundial. Fue un orden de hecho, no de derecho, a pesar de las numerosas y extenuantes tentativas de negociarlo. A diferencia de los conseguidos en 1815 y 1919, no se estableció entre los vencedores (es decir, Estados Unidos y la URSS) mediante la concordia y gracias a la afinidad político-ideológica (si exceptuamos que ambas potencias eran antifascistas). Después de la victoria, se configuraron dos bandos antagónicos, el mundo libre y el socialista, ya opuestos anteriormente, pero que durante el conflicto habían constituido el núcleo de la Gran Alianza antifascista. Quedaron separados por sus propuestas geopolíticas, su patrimonio ideológico, los valores que pretendían defender, sus modelos económicos propugnados e impuestos y las formas políticas que adoptaron. Se enfrentaron de inmediato, casi en solución de continuidad, acusándose mutuamente de encabezar la facción del mal: para los soviéticos, los estadounidenses eran imperialistas, y para estos, sus enemigos seguían un modelo opresor y totalitarista.

El sistema de 1815 se había ido erosionando paulatinamente, hasta llegar al catastrófico quebranto de 1914 debido a una serie de razones que amenazaron el equilibrio. Por un lado, cuestiones nacionales hiperpolitizadas y malévolamente apoyadas (sobre todo en los Balcanes) por uno u otro Estado. Por otro, encontramos el declinar lentísimo aunque irremisible de un Antiguo Régimen (basado en los estamentos, la jerarquía, el rango, los valores y el Imperio) que en absoluto había desaparecido después de 1789. Más bien era consustancial al orden vienés y mantenía muchos elementos vigentes todavía a fines del siglo XIX. Y por último debemos añadir la insostenible y desproporcionada lógica continental de Viena, cada vez más compleja y mundializada con la aparición de potencias modernas como Japón y Estados Unidos.

El sistema liberal-democrático de 1919, paradójicamente menos elástico que el ultraconservador vienés, quebró por la incapacidad de la Sociedad de Naciones, por el fallido desarrollo de las democracias, por la propagación de nacionalismos cada vez más agresivos, por el miedo que suscitó la aparición de la república bolchevique, por la deriva expansionista y destructiva que caracterizó a uno de sus principales componentes (la Alemania nazi) y por la intolerancia revisionista manifestada por dos de las potencias victoriosas, es decir, el militarista Japón y la fascistizada Italia.

El sistema de 1945 quebrantó de forma relativamente tranquila y en un corto período de tiempo (al menos en lo que a la fase final se refiere) por el colapso de uno de sus dos componentes a la hora de garantizar el orden, es decir, la URSS, un Estado a su vez imperialista que pretendía alcanzar el verdadero socialismo.

En 1945, el mundo se encontró en disposición de ser regulado de nuevo. Después de la capitulación alemana (mayo de 1945) y la japonesa (agosto de 1945) concluyeron los intentos de ambas potencias por imponer un nuevo orden tanto en Europa como en Asia. No se produjo, sin embargo, ningún tratado que estableciera las nuevas bases del equilibrio, si exceptuamos el firmado en Helsinki el 1 de agosto de 1975. Ese día, treinta y cinco países, incluidos Estados Unidos y la URSS, acordaron mejorar las relaciones entre los gobiernos comunistas y el mundo occidental, con el objetivo de reducir las tensiones de la Guerra Fría.

Solo cerca ya del final de la Segunda Guerra Mundial, el 8 de agosto de 1945, se asistió a la apertura de hostilidades entre la URSS y el Japón. Los soviéticos, a pesar de los graves daños y las enormes bajas sufridas durante el conflicto en Europa, parecían favoritos a la hora de dominar en este continente, pues los Estados Unidos todavía necesitarían de tres meses para acabar su lucha en el Pacífico. Los Estados ocupados por el Ejército Rojo se convirtieron en democracias populares, aunque, desde el punto de vista de las relaciones internacionales, pronto pasaron a ser considerados satélites de la URSS. Y desde un punto de vista de geopolítica elemental, fueron definidos como países del Este (Polonia, Alemania oriental —después República Democrática Alemana—, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia y Albania). En 1948, tras un golpe de Estado comunista, se añadió Checoslovaquia. Entre 1947 y 1948, Yugoslavia rompió con Moscú, asumiendo una posición equidistante entre los dos bloques que se decantaría de nuevo hacia la URSS después de la muerte de Stalin. Durante la época de disensiones entre China y la URSS, Albania acabó decantándose hacia la primera. Y la URSS, protegida en el oeste por los mismos territorios que en 1919 se consideraron un cordón sanitario antibolchevique, pasó a ser una superpotencia, aunque enormemente retrasada respecto a los Estados Unidos en lo que se refiere a la economía civil y a la producción de bienes de consumo. No obstante, pronto se nuclearizó y terminó dominando un vasto territorio de dimensiones hasta entonces nunca vistas en la historia del mundo. Sus áreas de influencia se extendían desde el Adriático y el Báltico hasta el mar del Japón, y después a toda China (1949), al golfo de Tonkín (1954), a toda la antigua Indochina (1975, incluyendo la filochina Camboya), con un enclave en el Caribe (Cuba, 1961-1962) y, entre los años sesenta y setenta, con aliados directos e indirectos en diversos lugares de África y Oriente Próximo.

En los Estados hegemonizados por la URSS (los Estados satélite), excluida la China comunista, autónoma desde una perspectiva nacionalista desde 1958-1959, o parcialmente también excluida la propia Cuba, la autonomía fue reducidísima, prácticamente inexistente. Después de la invasión de Checoslovaquia de 1968, la doctrina Breznev difundió de modo explícito la brutal concepción realista de la soberanía limitada.

Incomparablemente mayores fueron la soberanía y la independencia existente en el campo hegemonizado por los Estados Unidos. Un campo que en Europa era democrático (excluidas España y Portugal, y durante unos años Grecia), pero que en otros ámbitos (América Latina, zonas de Asia) vio reducirse el concepto de Estado-nación y de las cuestiones nacionales. En estas áreas, fue característico el apoyo directo o semioculto a regímenes dictatoriales o marcadamente antidemocráticos.

El equilibro, de hecho, no de derecho, en un contexto de contraposición ideológica, aproximaba, y a la vez alejaba, el modelo que podemos denominar Teherán-Yalta-Potsdam (por las conferencias celebradas en estas ciudades al finalizar la Segunda Guerra Mundial) y el modelo de Viena. Además, a partir de 1945, cada uno de los dos bloques, a través de sus ideólogos y políticos, acusaba al otro de ser el responsable de la división acaecida tras la guerra. Se argumentaba que, en aquel tiempo, cualquier acuerdo entre el imperialismo o el comunismo, por su misma esencia, solo podía resultar algo efímero. Ese sistema de 1945 basado fundamentalmente en dos bloques, en el contraste entre dos centros de poder (dilatado en el tiempo, pero no exclusivo), estaba más próximo a aquel sistema unipolar de Viena que al multipolar de Versalles. De hecho, en general, y con la debida consideración hacia los dos bloques, fue un sistema autoritario, contrario a las sacudidas nacionalistas o independentistas, dispuesto al intervencionismo directo o indirecto (recordemos la política de congresos de la Santa Alianza, destinada a intervenir allí donde surgían movimientos liberales) allí donde se producían desobediencias reales o potenciales, y encaminado a hacer de la ideología un potente medio de confrontación. Sin embargo, como en Viena, y a diferencia de Versalles, a pesar de los conflictos armados habidos en zonas periféricas del planeta (surgidos sobre todo al introducirse en el sistema todo el grandioso proceso de descolonización), el sistema logró cierto éxito a la hora de mantener la paz. En los dos bloques, y en sus respectivas metrópolis, se alcanzó en el ámbito internacional lo que podemos denominar la paz armada soviético-americana de los cuarenta y cinco años (1945-1991), una paz que sucedió a la Segunda Guerra de los Treinta Años (1914-1945).

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Escena de la conferencia de Potsdam (Alemania). Sentados, de izquierda a derecha, Clement Atlee, primer ministro británico, Harry Truman, presidente estadounidense, y Josef Stalin, primer ministro soviético. La conferencia de Potsdam de julio y agosto de 1945 dio por finalizada la Segunda Guerra Mundial en Europa y sentó las bases del nuevo equilibrio internacional, basado en las tensas relaciones entre los dos bloques antagónicos.

Tal paz armada quedó definida, a partir de 1947, mediante la afortunadísima fórmula de Guerra Fría. Además, y a diferencia de lo sucedido en 1919, el nuevo sistema supo integrar a los derrotados, potenciales elementos contrarios. Es decir, a los antiguos integrantes del eje Roma-Berlín-Tokio, a los países fascistas que habían llevado al mundo al caos. Para evitar lo sucedido a partir de 1919, estos países fueron integrados en el mundo occidental y prácticamente privados, a diferencia de los demás integrantes de su bloque, de una completa soberanía y, sobre todo, de una política exterior verdaderamente autónoma (al menos durante los primeros años). Quedaron ocupados militarmente por los aliados, reducidos al rango de pequeñas (Italia) o medianas (Alemania y Japón) potencias, privados de su integridad territorial (sobre todo Alemania, mutilada por el este debido al avance del Ejército Rojo) y despojados asimismo de colonias y de pequeñas aunque importantes realidades de su territorio nacional (Japón e Italia). Por ello, los países derrotados y luego reclutados en el bando de los vencedores de la nueva división-partición del mundo se concentraron sobre todo en su propio desarrollo económico interno, llevaron a cabo una rapidísima reconstrucción (gracias al plan Marshall de ayuda económica estadounidense), aprovecharon el hecho de constituir áreas de frontera y fueron especialmente favorecidos por los americanos en su confrontación con los soviéticos. Esto sin duda también comportó dolorosas contrapartidas, pero permitió a los tres países, gracias a sus milagros económicos, convertirse en exclusivas potencias industriales. Primerísimas en los casos de Alemania y Japón, y más bien mediana en el de Italia.