La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia

la que se dirigían dos discípulos desesperanzados cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

Carlos Ros

Teresa de Lisieux

En el corazón de la Iglesia: ¡Mi vocación es el Amor!

Colección Emaús 148

Centre de Pastoral Litúrgica

Director de la colección Emaús: Josep Lligadas

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

Fotografía de la cubierta: pixabay

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Primera edición digital: febrero de 2018

ISBN: 978-84-9165-109-3

Printed in UE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Esperaban a un misionero

Esperaban a un «misionero» y llegó «la reinecita», «el florón de la corona», «la reina de Francia y de Navarra», como la llamará su padre.

Al salir de la habitación del parto, el médico dijo a Luis Martin, el padre, para consolarlo:

– Será misionera.

Es 2 de enero de 1873, calle de San Blas, 36, en Alençon, ciudad de la Baja Normandía, a unos 180 kilómetros al sudoeste de París. Una ciudad tranquila, atravesada por el río Sarthe, donde el padre de Teresa, aficionado a la pesca, llevará las truchas capturadas al convento de clarisas, y con una industria, el punto de encaje o punto de Alençon, en el que Celia, la madre, es experta y ha montado su propia industria.

Celia escribió a su cuñada, que vive en Lisieux:

– Mi hijita nació ayer, jueves, a las once y media de la noche. Es muy fuerte y sana. Me dicen que pesa ocho libras; aunque lo dejemos en seis, no está mal. Parece muy linda.

Es el noveno de sus partos.

– Estoy contentísima. Sin embargo, en un primer momento me quedé sorprendida, pues esperaba un niño.

Fue niña, «la reinecita», como la llamará el padre por eso de ser la más pequeña de cinco hermanas, ya que otros cuatro, dos varones y dos hembras, han fallecido a muy temprana edad.

Fue bautizada el 4 de enero, por la tarde, en la iglesia de Notre-Dame. Se le puso de nombre María Francisca Teresa. María, porque a todas las hijas les han dado el nombre de la Virgen. Francisca, por san Francisco de Sales, en atención a sor María Dositea, hermana de la madre, monja visitandina como se dice en Francia o salesa en España, y Teresa, nombre que predominará.

A los diez días de nacer, cesó de mamar. La niña ha rechazado el pecho de la madre, que tiene que darle biberones, agua panada con la mitad de leche.

Cuenta Celia a su cuñada:

– Había empezado a darle el pecho, y, pensando que fuese poco, quería ayudarle con el biberón. La cosa funcionó bien hasta el domingo, pero el dichoso biberón lo estropeó todo: fue imposible hacer que volviese a tomar el pecho... La niña se llama Teresa, como la última. Todos me dicen que será guapa, y ya sonríe. Cuando la llevaba en el seno, noté algo que nunca me había ocurrido con mis otros hijos: cuando yo cantaba, ella cantaba conmigo... A ti te lo cuento, nadie lo creería.

Celia teme que Teresita corra la suerte de sus hermanos fallecidos. Tiene miedo a perderla, pero no había muchos remedios en aquella época. Además, ella aún no lo sabe, tiene incubado un cáncer en el pecho izquierdo.

La cosa no puede durar mucho tiempo así. La niña no duerme, llora, pilla una enteritis. De ello murieron sus otros hermanitos. Sor María Dositea, en su convento de Le Mans, reza a san Francisco de Sales. Celia pregunta a su hermano Isidoro, farmacéutico en Lisieux, «cómo la tengo que alimentar y si el agua panada con la mitad de leche es un alimento apropiado».

A los dos meses, la cosa llega a una situación límite. El primero de marzo escribe a su hermano:

– Se encuentra muy mal y no tengo la menor esperanza de salvarla... Acaba de irse el médico. No sé por qué, pero no tengo gran confianza en sus medicinas.

El 10 de marzo, Celia llama a otro médico, el doctor Belloc. Llega a las cinco de la tarde. Preguntó a la madre qué comía la niña. Teresita llevaba quince días sin tomar más que agua de cebada, casi sin leche, y dos días agua de sémola sin leche. El médico le respondió:

– Un niño se puede alimentar sin leche durante dos o tres días, pero no más. Esta niña necesita el pecho inmediatamente, solo eso puede salvarla.

En sus cavilaciones, Celia pensó en aquella nodriza que amamantó a algunos de sus hijos. Rosa Taillé es una campesina que vive en Semallé, a dos leguas de Alençon. Ha tenido cuatro hijos, el último tiene trece meses. A Celia le parece que la leche de esta madre es demasiado vieja. Pero no tiene otra alternativa. Acude a casa del médico con el que se ha visto momentos antes. Son las siete de la tarde. Y le cuenta lo de la nodriza. El médico reflexiona durante unos momentos y luego le dice:

– Tiene que tomarla enseguida, es la única solución que le queda para salvar a su hija, y, si no se salva, al menos no tendrá nada que reprocharse.

Es de noche. Su marido no está en casa, tal vez de viaje. La noche se le hace muy larga. Amanece. Y toda decidida se echa al camino en busca de la nodriza.

A las nueve de la mañana llegó a Semallé. Rosa Taillé le dijo que no podía abandonar su casa y a sus hijos. Se quedaría en Alençon solo ocho días y luego se traería a la niña a Semallé.

– Acepté –confiesa Celia–, sabiendo que mi hija estaría muy bien en su casa.

Llegaron a Alençon a las diez y media de la mañana. La criada informó a la madre que Teresita no ha querido tomar nada. La nodriza contempló a la niña e hizo un gesto con la cabeza como diciendo: «He hecho el camino en vano». La madre subió al piso de arriba y se postró ante una imagen de san José.

– Le pedí la gracia de que la niña se curase, aunque resignándome a la voluntad de Dios.

No sabía si bajar o no... Al fin se decidió. ¿Y qué vio?

– La niña estaba mamando con todas sus ganas. Y no paró hasta la una de la tarde; rechazó algunos tragos más y cayó como muerta sobre la nodriza.

La madre pensó que había fallecido. Parecía que no respiraba, no daba señales de vida.

– Pero estaba tan serena y tranquila, que daba gracias a Dios por haberle dado una muerte tan dulce.

Pasado un cuarto de hora, la niña abrió los ojos y empezó a sonreír. Está curada.

Días más tarde, la nodriza se la llevó a su granja en Semallé. Teresa tendrá un hermano de leche, Eugenio, trece meses mayor que ella.

Cuando vuelva un año después a casa, estará totalmente restablecida, 14 libras de peso.

* * *

Conviene conocer sus antecedentes, la saga de los Martin y los Guérin. De los abuelos, Teresa solo conocerá a la abuela paterna, Fanny Boureau. El abuelo Pedro Martin fue militar y recibió galones con el Imperio, participando en las campañas de la Europa Central y Rusia con la Grande Armée de Napoleón. Años más tarde, en 1823, participará en la campaña de España, los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, que, al mando del duque de Angulema, restituyeron en el trono a Fernando VII, acabando con el Trienio Liberal. En Burdeos, su esposa Fanny, embarazada, aguarda a que su marido vuelva de España. En su ausencia tuvo a Luis, padre de Teresa, nacido el 22 de agosto. Es el tercero de cinco hermanos, pero solo Luis llegará a la edad madura.

Al nacer, Luis recibió el agua de socorro a la espera de la llegada de su padre de España y el 28 de octubre recibió las ceremonias complementarias del bautismo en la iglesia de Santa Eulalia. Una leyenda familiar agrandará el acto del bautismo. El arzobispo de Burdeos, impresionado por la bravura del padre, le dirá:

– Alégrese, este niño será un predestinado.

En 1830, con la llegada al trono de Luis Felipe de Or­leáns, «se retiró en silencio, después de la tormenta, bajo el techo familiar», y se trasladó con su familia a su Normandía natal, estableciéndose en Alençon, donde sus hijos podrán estudiar. El capitán Martin dedicó sus últimos años a la vida familiar y a obras de caridad. Murió en 1865.

En 1844, el otro abuelo, Isidoro Guérin, se asentó también en Alençon. Nació en 1789, el año de la Revolución francesa, en Saint-Martin-l’Aiguillon, en el Orne, no lejos de Alençon. También militar, tuvo una carrera menos brillante que el otro abuelo. Se licenció a la caída de Napoleón y se hizo gendarme, primero a pie y luego a caballo, en Saint-Denis-sur-Sarthon. Se casó en 1828 con Luisa Macé, de la que tuvo tres hijos. Luisa, la mayor, nació en 1829. Es la monja salesa sor María Dositea. Celia, madre de Teresita, nació en 1831 en Gandelain, cerca de Alençon. E Isidoro, diez años después, en 1841. En 1844, pidió su retiro, vendió sus tierras de Saint-Denis y compró en Alençon una mansión en la calle de San Blas, donde nacerá Teresita. Como su pensión era corta, ejerció de carpintero y su mujer, Luisa Macé, puso un café. Si Isidoro resultó ser un manitas con la madera, los clientes que atraía a su casa eran espantados por la mirada fulminante de Luisa cuando tomaban algo en el café. Los consideraba unos pecadores esta mujer puritana y estos «pecadores» se alejaron de allí y buscaron un café en el que pudiesen beber a gusto sin recibir sermones sentenciosos. En definitiva, Luisa tuvo que cerrar el café. Murió en 1859 e Isidoro la siguió en 1868.

Los cuatro abuelos eran personas religiosas, pero habrá que matizar. Los abuelos paternos lo eran especialmente y dieron a sus hijos una exquisita formación cristiana en aquellos años convulsos, junto a una educación un tanto espartana, que por algo Pedro Martin era militar.

Isidoro Guérin y Luisa Macé, con ser religiosos y educar a sus hijos en la piedad cristiana, tenían sus lunares. El abuelo era de un carácter difícil y raro y la abuela excesivamente severa en la educación. El preferido era el pequeño Isidoro, el niño mimado de la casa. En cambio, Celia, madre de Teresita, tuvo una infancia infeliz y llegará a escribir un día a su hermano:

– Mi infancia, mi juventud, han sido tristes como un sudario, porque, si mi madre te mimaba, conmigo, tú lo sabes, era muy severa; ella, a pesar de ser buena, no sabía atraerme, tanto que ha sufrido mucho mi corazón.

Ni siquiera pudo tener una muñeca para jugar a las mamás. La abuela enseñó a su hija mayor a leer en el libro del Apocalipsis. Así, pensaba ella, mataba dos pájaros de un tiro. La niña aprendía a leer al mismo tiempo que la educaba en el temor del Dios terrible. A pesar de ello, las dos hermanas, María Luisa y Celia, recibieron una buena formación en el Colegio de religiosas de los Sagrados Corazones, en la calle de Picpus. Isidoro, por su parte, recibirá su formación en el Liceo.

* * *

Luis Martin, introvertido, romántico, con una fe sólida, se dará a la lectura y a la poesía. Recopiló en dos cuadernos, bajo el título de Fragmentos literarios, los pasajes que le han atraído de sus lecturas, especialmente de sus autores preferidos, Fenelon, Lamartine y Chateau­briand. Escritos con pulso firme, letra caligráfica, y una paginación como si fuera un libro impreso.

No hay datos precisos de los años estudiantiles de Luis Martin. Posiblemente estudió en la escuela de los Hermanos de Alençon. Sentirá más tarde no haber tenido una educación clásica.

A la edad de diecinueve y veinte años, vivió en Rennes, en la Bretaña francesa, donde aprendió el oficio de relojero con un pariente de su padre, que regentaba una relojería. En septiembre de 1843 deja Rennes y se dirige a Estrasburgo, donde un amigo de su padre tiene un taller de relojería. Pero como buen viajero romántico dará un rodeo por los Alpes antes de recalar en Estrasburgo, para contemplar los bellos paisajes de las montañas suizas. Subió hasta el monasterio del Gran San Bernardo, a unos 2.400 metros de altura. Sus moradores, los canónigos regulares agustinianos, tienen como regla la hospitalidad y el salvamento de seres humanos, que se pierden en aquellas nevadas cumbres o son víctimas de aludes.

En Estrasburgo vivirá dos años, terminará su formación de relojero y pasará sus buenas horas estudiando el mecanismo del célebre reloj de la catedral, un reloj astronómico de estilo tardogótico de 18 metros de altura.

En 1845, Luis Martin siente la llamada vocacional y decide presentarse al monasterio del Gran San Bernardo que visitara dos años antes. Quiere ser monje, en aquellas alturas nevadas, donde la soledad y el silencio le acompañarán de por vida. El prior le recibió amablemente. Pero mostró su extrañeza. El neófito ¿tiene estudios clásicos? El latín es necesario para el rezo y canto de las horas litúrgicas. Y le sugirió que estudiara latín y solicitase de nuevo su ingreso. Volvió a Alençon y confió sus penas al deán de San Leonardo. Este le proporcionó un profesor de latín, que le cobrará un franco cincuenta por clase. Pero el latín se le hacía muy cuesta arriba. Cayó enfermo. Tras varios meses de lucha con el rosa, rosae latino, etcétera, abandonó los estudios.

Desilusionado, marchó a París, donde permanecerá por espacio de dos o tres años. En París reside su abuela materna, la señora Boureau-Nay, de setenta y cuatro años, que vive de una renta.

París, bajo el reinado de Luis Felipe, es una ciudad agotada por las malas cosechas del año 1846 y con síntomas de atisbos revolucionarios, mientras la alta burguesía y la nobleza rivalizan en sobrepasarse en fiestas espléndidas. En febrero de 1848, cae la monarquía y se instaura la Segunda República. París es un hervidero de pasiones políticas. Luis Martin no se encuentra a gusto y decide volver a Alençon.

En Alençon montó una relojería en el bajo de la casa número 15 de la calle de Pont-Neuf, una calle larga y tranquila que da al río Sarthe. No es muy comercial, pero los días de mercado se anima. Es 9 de noviembre de 1850. A ella se trasladan también sus padres, que ocuparán el primer piso.

Y pasan años tranquilos. Luis Martin lleva una rutina diaria, con misa de amanecida y trabajo en su relojería que pronto ampliará con una joyería. Los domingos no abre. Los paisanos vienen de las aldeas cercanas a sus compras. Alguno quiere casarse y necesita la compra de unas alianzas. Pero Luis Martin es inflexible y no oye el consejo de los amigos.

– Si dejáis abierta solo una puerta lateral –le decían–, no cometerás mal alguno y así no perderás la ocasión de hacer buenas ventas.

Pero a Luis no le importa perder clientes el día de más afluencia en Alençon. No quiere romper el descanso dominical.

¿Y de casorios? Ni lo piensa, vive vida monacal. En la primavera de 1857 compra al sur de la ciudad una propiedad que será su refugio, «El Pabellón». En esa torre hexagonal en forma de campanario, con un jardín sombreado de grandes árboles, guarda sus arreos de pesca y sus libros piadosos. En la habitación donde escribe y medita, tiene escrita en la pared una frase que causa estupor en los visitantes: «Dios me ve», «La eternidad se acerca y no pensamos en ella», «Bienaventurados los que guardan la ley del Señor». Preside la estancia una imagen de la Virgen, de escayola, que recibirá el nombre de «La Virgen de la Sonrisa», por un hecho que tendrá de protagonista a Teresita.

De casorios, nada de momento. En Alençon circula un rumor. Luis Martin no se casa porque ha hecho voto de castidad. Él, en la soledad de «El Pabellón», se ha puesto a copiar en un cuaderno unas páginas de un libro, que se titula: De la doctrina de la Iglesia acerca del matrimonio.

Boda a medianoche

Celia Guérin sintió vocación religiosa y deseó entrar en las Hijas de la Caridad en el Hospital de Alençon. Tenía dieciocho años. Pero la superiora mostró su negativa, no es voluntad de Dios, le dijo, y la joven Celia sufrió una amarga decepción. Algún biógrafo ha apuntado que la madre acudió con ella a la entrevista. Y alertó a la superiora que su hija no era apta para una vida de religión. El hecho es que Celia Guérin orientó su vida hacia otros objetivos. Un trabajo y el matrimonio. Y repetirá esta oración:

– Señor, puesto que no soy digna de ser vuestra esposa, entraré en el estado matrimonial para cumplir tu santa voluntad. Pero os ruego, dadme muchos hijos y que todos sean consagrados a Vos.

Celia permanecerá aún nueve años soltera. El trabajo lo encontró en el oficio del encaje, artesanía típica de Alençon. En el punto de Alençon no se utiliza el huso, el dedo es su instrumento. Un verdadero arte femenino. Con hilo de gran precio, hilado a mano, retorcido y de extraordinaria finura.

Celia entró en una Escuela de Encajes de Alençon, pero lo dejó antes de terminar el curso por el acoso de su director. Continuó en otros talleres y a finales de 1853 se instaló por su cuenta como «fabricante de Punto de Alençon».

Las obreras trabajaban a domicilio. Había viudas, casadas y solteras, de Alençon y de sus alrededores. Celia hacía los dibujos y repartía el trabajo. Todos los jueves, día de mercado, aparecían por su casa con el trabajo de la semana. Celia tenía su oficina en el bajo de la casa familiar. Ella unía las piezas y trataba de venderlas en París. En pocos años, la joven había acumulado un pequeño capital, fruto de su trabajo.

De 1856 a 1863, trabajó casi exclusivamente para la Casa Pigache de París. Y en la Exposición industrial, agrícola, hortícola y artística que tuvo lugar en Alençon el 20 de junio de 1858, le fue concedida una medalla de plata. El relator del jurado declaró que los encajes de la Casa Pigache «se recomiendan altamente por su belleza y también por la riqueza de su diseño... y ellos hacen honor a la dirección inteligente de la señorita Celia Guérin, encargada en Alençon de los intereses de este industrial».

* * *

Su hermana María Luisa ingresó como salesa en el convento de la Visitación de Le Mans en abril de 1858 con el nombre de sor María Dositea. Días antes, estando Celia en el jardín, piensa que deja a su hermana con sus labores de encaje y su soltería. Le dice:

– ¿Qué harás cuando ya no esté aquí?

Celia le respondió:

– Me iré contigo.

Como confesará a su hija Paulina años después, «de hecho me fui tres meses después, pero no por el mismo camino». Su camino será el matrimonio. Días después de la marcha de María Luisa al convento, Celia pasó por el puente de San Leonardo y se cruzó con un paseante solitario. Buen porte, levita y hongo sobre la cabeza, paso pausado, «parecía que iba en una procesión». Celia oyó una voz interior:

– Ese es el que he preparado para ti.

Tres meses más tarde, se casaron...

El solitario paseante, el relojero Luis Martin, está a punto de cumplir treinta y cinco años y Celia Guérin, la encajera, veintisiete. Un noviazgo muy corto. Luis no estaba muy convencido de casarse, hubo de empujarlo su madre, la señora Fanny Boureau. Y Celia, que iba al matrimonio con un deseo imperioso de tener hijos para darlos al Señor, era tan inocente que desconocía, a su edad, cómo eran traídos los niños.

Se casaron a medianoche en la iglesia de Notre-Dame el 13 de julio de 1858. De manera discreta, para más intimidad, como era costumbre cuando los esposos habían pasado de una cierta edad. Luis, que lo había callado hasta entonces, manifiesta a su esposa sus intenciones. Su pensamiento está apuntado en sus cuadernos, copiado de un libro de teología: Doctrina de la Iglesia sobre el sacramento del matrimonio.

– El vínculo que constituye el sacramento del matrimonio es independiente de su consumación. Tenemos una prueba luminosa de esta verdad en la santa Virgen y en san José, los cuales, aunque verdaderamente unidos, han conservado una continencia perpetua.

Celia aporta de dote 5.000 francos, más otros 7.000 de ahorros personales y su taller de encajes en la calle de San Blas. Luis es propietario de una relojería-joyería en la calle de Pont-Neuf y de una finca de recreo a la salida del pueblo, El Pabellón. Dispone además de 22.000 francos ahorrados. Con sus comercios respectivos, vivirán con desahogo, insertos en la clase media de Alençon.

Los nuevos esposos vivirán en la casa de Pont-Neuf. Los señores Martin, en la parte alta; Luis y Celia, en el bajo, donde Luis tiene su relojería y donde Celia instalará también su taller.

Y viene la noche de bodas. Celia recibe un choque terrible. El conocimiento, revelado por Luis, de la relación conyugal y el deseo manifestado de permanecer célibes de por vida.

Al día siguiente tomaron el tren y en viaje de novios se dirigieron a Le Mans a visitar a la hermana monja. Ante ella, Celia estalló en lágrimas incontenibles. Tiene el corazón fundido. Ha descubierto de pronto que la maternidad es incompatible con la virginidad. Y su sueño apetecido, ingenuamente suspirado, de tener muchos hijos y dedicarlos a Dios. ¿Y ahora...?

Un sacerdote vino a romper la tensión que se había creado entre una esposa activa, deseosa de tener hijos, y un marido taciturno, con espíritu de cartujo. A los nueve meses de casados, les aconsejó que olvidaran el celibato que se habían impuesto y cumplieran con la vocación matrimonial. Y la cosa cambió.

– Cuando tuvimos hijos –cuenta Celia–, nuestras ideas cambiaron un poco. No vivíamos más que para ellos, constituían toda nuestra mayor felicidad y nunca la hemos encontrado más que en ellos. Nada nos resultaba ya penoso y el mundo ya no nos era una carga. Para mí, eran la gran compensación y por eso quería tener muchos, para criarlos para el cielo.

Fue así, por el consejo de un confesor, cómo fue posible el nacimiento de nueve hijos, el último de todos Teresita.

* * *

Llegan los hijos. Si es niño, tendrá de primer nombre José, bajo la protección del patriarca. Si es niña, María, bajo el amparo de la Virgen. Convencidos de que será niño, lo consagrarán a Dios para que sea sacerdote y misionero.

Nació una niña, 22 de febrero de 1860, bautizada con los nombres de María Luisa Josefina, pero conocida como María.

Año y medio más tarde, 7 de septiembre de 1861, nació otra niña: María Paulina. Morena y vivaracha como su hermanita.