Memorias de un solterón: Adán y Eva

Emilia Pardo Bazán


Capítulo 1

 

A mí me han puesto de mote el Abad. En esta Marineda tienen buena sombra para motes, pero en el mío no cabe duda que estuvieron desacertados. ¿Qué intentan significar con eso de Abad? ¿Que soy regalón, amigo de mis comodidades, un poquito epicúreo? Pues no creo que estas aficiones las hayan demostrado los abades solamente. Además, sospecho que el apodo envuelve una censura, queriendo expresar que vivo esclavo de los goces menos espirituales y atendiendo únicamente a mi cuerpo. Para vindicarme ante la posteridad, referiré, sin quitar punto ni coma, lo que soy y cómo vivo, y daré a la vez la clave de mi filosofía peculiar y de mis ideas.

Yo friso en los treinta y cinco años, edad en que, si no se han perdido enteramente las ilusiones, al menos los huesos empiezan a ponerse durillos, y vemos con desconsoladora claridad la verdadera fisonomía de las cosas. -En lo físico soy alto, membrudo, apersonado, de tez clara y color mate, con barba castaña siempre recortada en punta, buenos ojos, y anuncios apremiantes de calvicie que me hacen la frente ancha y majestuosa. En resumen, mi tipo es más francés que español, lo cual justifican algunas gotas de sangre gala que vienen por el lado materno. -He formado costumbre de vestir con esmero y según los decretos de la moda; mas no por eso se crea que soy de los que andan cazando la última forma de solapa, o se hacen frac colorado si ven en un periódico que lo usan los gomosos de Londres. Así y todo, mi indumentaria suele llamar la atención en Marineda, y se charló bastante de unos botines blancos míos. Lo atribuyo a que en las personas de amplias proporciones y que se ven de lejos, es más aparente cualquier novedad. Mis botines blancos tenían las dimensiones de una servilleta.

No crean, señores, que me acicalo por afeminación. Es que practico (sin fe, pero con fervor) el culto de mi propia persona, y creo que esta persona, para mí archiestimable, merece no andar envuelta en talegos o en prendas, ¿Voy a vestirme como un cesante? Mil veces no. Me atrae todo lo que es confort, bien estar, pulcritud, decoro. Como que de estas condiciones externas pende y se deriva, en muchos casos, la paz del espíritu y la armonía del carácter.

Soy solterón, y lo soy con deliberado propósito y casi diría que por convicción religiosa. Ya explanaré detenidamente mis teorías sobre tan delicado punto.

Libre de familia, vivo, no en una fonda, donde me tratarían a puntapiés, me entregarían la ropa sin botones y no me barrerían el cuarto, sino en una casa de huéspedes muy especial que he descubierto, y donde me agazapé mientras no arreglo la garçonnière con que sueño, y a la cual me llevaré probablemente, en calidad de ama de llaves, a mi patrona actual, la mismísima doña Consolación Fontán y Guripe, a quien por ahorrar saliva llamo doña Consola. En España, la peor casa de huéspedes es siempre preferible a un hotel; pero la mía merece el dictado de la perla del género. Fue doña Consola, en sus juventudes, doncella de confianza de una notable mujer marinedina, la ilustre viuda del guerrillero Esteva, a quien Isabel II hizo merced del título de duquesa de la Piedad. En la larga emigración de la dama, que pasó a Inglaterra acompañando a su esposo perseguido por liberal, doña Consola no se apartó de ella, y mientras hincaba el diente al negro pan consabido, aprendió muchas cosas que se ignoran por aquí: a asar bien, a servir un té en punto, a preparar las tostadas del desayuno como un ángel (si los ángeles se dedicasen a tales menesteres); a tener la ropa blanca lo mismo que un monte de nieve; a cultivar las virtudes del orden, de la puntualidad, de la formalidad, del aseo… Fue doña Consola uno de esos criados en quienes la veneración y el cariño hacia un amo insigne trascienden misteriosamente a lo físico, y causan un parecido singular, más aún que en las facciones, en los movimientos, en la voz, en el gesto. Doña Consola tiene el rostro moreno, severo, algo bigotudo, de la duquesa; lleva, como ella, el pelo gris en bandós lisos; habla con reposado énfasis y frase escogida; usa por casa, en invierno, guantes de lana verde o negra, y siempre se la ve muy derecha, muy puritana, con cuello blanco planchado y delantal de seda a cuadritos, honrando su pecho la cadena de oro del reloj legado por su ama. Ha aprendido también en aquellos tiempos memorables a respetar al modo sajón la libertad del individuo, a no meterse en vidas ajenas, y a no fiscalizar a los huéspedes so pretexto de quererles como a hijos. Este tipo digno y serio es inconfundible con el de nuestras clásicas patronas.

Como asistió a la duquesa con abnegación, sin acostarse en treinta noches, nadie extrañó que quedase asegurada su suerte, y que además, la duquesa dispusiese en su favor de todos sus muebles y ropas, con lo cual pudo montar la casa de pupilos. Estos muebles son ricos, de poco gusto y anticuados. Corresponden a la última época del Imperio: mi cama, de caoba, tiene sus rosetas pseudo egipcias, y el sofá y sillería están forrados con bonitas sedas, de un verde pálido rameado de malva. Sobre la mesa dorada, redonda, de acanaladas patitas, campea un soberbio reloj con asunto mitológico, de bronce y mármol, pero que rige, pues le honra una mecánica nada menos que de French. Deliciosas miniaturas de la familia Real penden de la pared, entreveradas con ridículos trabajos de conchas, cuadros matizados de pluma y pelo, y un retrato al óleo, muy duro y mal engestado, de la duquesa. Vese asimismo un ejemplar de caligrafía barroca y enrevesada, (ofrenda de algún protegido o admirador), puesto en un marco de grandes pretensiones. Descifrado, no sin trabajo, dice así textualmente: «La gloria, con su fulgente aureola, enaltece vuestra sien. En el panteón de la inmortalidad os tejen los querubes dos purísimas guirnaldas. Ved, su lema: Beneficencia y Patriotismo. Vuestro evangélico y digno título simboliza elocuentemente vuestra alma, y en el Elíseo de los justos, donde mora vuestro esposo, un sinnúmero os bendice. Al adalid de la libertad, el cielo plugo concederle una heroína». El texto que traslado, figuréselo el lector con el aditamento de infinitos rabos de cometa, nebulosas de rayas, espirales, cohetes, sombras y arabescos: cuanto pudo discurrir el calígrafo, echando el resto sobre todo en las palabras que expresan algún concepto grandioso, las cuales llevan mayúscula: vr. gr., Inmortalidad, Gloria, Libertad y Patria. -No eran, sin embargo, los cuadros ni los muebles la mejor parte del legado de la duquesa. Constituíala una biblioteca, excepcional por lo escogida, que la heroína no había reunido, sino que a su vez le había legado un amigo y compañero de emigración, bibliófilo eminente, de la raza vivaz de los Salvas y los Gallardos. Era la tal biblioteca, en poder de doña Consola, tocino en casa del judío, y algunas veces se le había ocurrido enajenarla, gestionando que la adquiriese la provincia. Sólo que con valer mucho aquella espléndida colección de libros raros, no valía en venta todo lo que imaginaba doña Consola, y como la excelente pupilera no se resolvía a deshacerse de ella, yo la usufructuaba con deleite.

A pesar de que los recuerdos de la heroína no carecen de atractivo, no acaban de convencerme estas antiguallas patriótico-progresistas, que huelen a milicia nacional desde una legua, y voy poco a poco vistiendo las paredes con los cachivaches de moda, porcelanitas, acuarelas, manchas de paisaje encerradas en marco inmenso, fotografías, grabados, estatuillas en repisas, pedazos de tela vieja bordada, un yatagán, dos floretes, un relieve en bronce… Cuando me decida a arreglar mi nido (nido sin cría, por supuesto, ni más pájara que doña Consola, que es pájara disecada), entonces haré primores, y mi salita y mi despacho serán la envidia de todos los solteros marinedinos.

¡Sin pájara, sin cría! ¡Y qué bien, qué sosegado! -No te figures, lector, que en lo que voy a decir se contienen las verdaderas, las íntimas razones que me alejan del estado matrimonial; son las más superficiales, y ya llegaremos al análisis de las otras; pero ¿has admitido tú alguna vez el absurdo sofisma de que para vivir con tranquilidad, y hasta con un poco de poesía doméstica, sea preciso casarse? ¿Has transigido con la vulgaridad de que las moradas de los solteros tengan que parecer una leonera o una zahúrda? Digan lo que digan, y aunque Pereda, de quien soy lector constante, haya declamado contra el buey suelto, nunca poseemos un interior más pacífico y más estéticamente arreglado para recrear en su serenidad el alma, que cuando podemos hacerlo todo a nuestra imagen, y no según las exigencias siempre algo prosaicas de la vida de familia. Yo no soy como aquel Gedeón, el héroe de Pereda, un vicioso burdo y sin miaja de pesquis, a que no sabía ponerse de acuerdo consigo mismo, y que, por incapacidad, necesitaba con urgencia mujer, como los chicos niñera. Ninguna persona de mediano criterio tropezará en los inconvenientes en que tropezaba aquel zanguango.

Los defensores sistemáticos del matrimonio me dan la razón en este particular sin querer, cuando llaman egoístas a los que como yo piensan. Nos cortan sayos, porque atendemos a nuestro propio bien y labramos como la abeja el panal de nuestra apacible vida, sin preocuparnos de la ajena y desoyendo el mandato de Dios al hombre, por lo cual, en vez de abejas, deberíamos llamarnos zánganos.

Aun suponiendo, señores, que fuese labor… muy laboriosa la de engendrar un hijo cada once meses, siempre el producir humanidad sería lo contrario de destilar miel. Rejalgar es lo que generalmente destila el padre de una familia numerosa, y a rejalgar sabe la existencia condenada si al venir a ella no traemos condiciones que nos la hagan llevadera al menos. Yo de mí sé decir que, dadas las agonías y estrecheces y sonrojos y miserias con que se vive en ciertas casas, hiel y vinagre debe de ser la cotidiana bebida. El maltusianismo es el a, b, c, es la doctrina más trillada en los que sobre el matrimonio filosofamos; convengo en ello; pero también sé que estas razones no se han hecho vulgares sino a fuerza de ser evidentes.

Sólo la gente superficial e irreflexiva condena el egoísmo, cuando habría que erigirle altares como a numen tutelar: La pasión y el altruismo son los que casi siempre nos ponen en el caso de molestar, dañar y herir al prójimo: el egoísmo nunca. Consejero prudente sentado a nuestra cabecera y consagrado a reprimir nuestros caprichos sentimentales, nuestros arrechuchos, nuestras vehemencias, él es quien nos manda no alterar la paz del hogar ajeno, no meter la hoz en la mies del vecino, no revolver el cotarro, no buscar quimera, rehuir la acción y evitar el interés y la lucha, fuente de todo dolor. Rara vez nos aconsejará el egoísmo acciones malas, pues como inteligente y discreto sabe que en la fosa que cavamos nos rompemos las piernas. ¡Oh guía seguro y honrado, oh buen Mentor, oh incomparable egoísmo! Téngate, yo en mi compañía por siempre jamás amén.

Soy capaz de probar con argumentos firmes y sólidos que más amo yo a la esposa que no torno y a los hijos que no tengo, que todos los casados y padres de familia del mundo a sus hijos y esposas. Porque amo a esa tierna compañera, no quiero verla convertida en ama de llaves, en sirviente o en nodriza fatigada y malhumorada; porque idolatro a esos niños encantadores, a esos ángeles rubillos, no quiero procrearlos, no pudiendo untarles con manteca y miel las tortitas que han de merendar. ¡Querubines de mi corazón! No temáis, no, que os juegue la mala pasada de traeros a este mundo…

No me salgan a mí por el registro de la modestia y el arreglo en el hogar. Hoy nadie puede pasarlo modestamente; es decir, nadie que sea burgués; y hasta a los mismos proletarios se les imponen necesidades y refinamientos que antes desconocían. El rasero ha pasado, yo visto como el millonario y como el magnate; mis hijas tendrían que gastar iguales trapos que las de la marquesa de Veniales o las de ese podrido de dinero, Chucho Díaz. No hay clases, como dijo el otro. No hay más que apetitos, vanistorios y exigencias. Nuestras instituciones democráticas han amenguado la fuerza social de la nobleza de sangre, pero han duplicado la del dinero. ¿Cómo quieren Vds. que sustente principios rígidos de honor y de altivez un padre de familia?

¡Engendrar hijos y no poder satisfacer, no digo ya sus necesidades, sino sus antojos! En el padre comprendo y llego a excusar no sólo el delito, sino el crimen. Ahí si que cabe decir que el fin justifica los medios. Vean Vds. por qué entiendo que la paternidad es incompatible con el cumplimiento de la ley moral, pues nadie es capaz de afirmar que resistirá a ciertas tentaciones si es amante padre y esposo, y siente pesar sobre sus hombros la responsabilidad más abrumadora, la del sustento y el bienestar de seres que trajimos a la existencia sin que ellos lo solicitasen. Por eso un observador atento de este agitado mar que llamamos la sociedad y las costumbres, podrá anotar en su cartera que a fines del siglo XIX han coincidido dos fenómenos morales: una exaltación casi morbosa de los sentimientos de familia, y un ansia de riquezas y de goces desenfrenada, que ocasiona la corrupción política y administrativa y la lucha más rabiosa por una migaja de pan.

Gracias sean dadas a mi numen, al santo egoísmo, yo no necesito pelearme con nadie por el mendrugo. Mi profesión de arquitecto, que ejerzo sosegadamente, a sus horas, y mi humilde patrimonio, me bastan para vivir con desahogo y para disfrutar de ciertas gratas su perfluidades. No me hace falta intrigar, ni disputar a un compañero, por esos medios que calificaría de indignos si la paternidad no los cohonestase, el encargo lucrativo, la apetecida comisión, la cátedra de la Escuela de Bellas Artes o la dirección del edificio público. Así conservo mi ecuanimidad, y miro desde la orilla las batallas navales en una palangana que se riñen en Marineda por presas siempre mezquinas, pero que para algunas familias representan el pan.

Repito que no es esto sólo lo que me ha determinado a conservarme doncello, y que no faltan otras consideraciones de un orden más elevado o por lo menos más alambicado y sutil. Mientras llegamos a tal capítulo, oigan y envidien el pasar de este empedernido solterón.

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Capítulo 2

 

En verano dejo las ociosas plumas a la metálica voz del French, cuando lanza ocho estridentes notas en la soñolienta atmósfera de la sala, contigua al dormitorio. Me lavo a escape, me visto de negligé y corro a la playa del Rial a tomar un baño. Salgo del chapuzón regenerado, con la sangre fresca, dispuesto a resistir bien el calor del día. Desde el baño hago rumbo al Casino de la Amistad, muy próximo a mi casa (vivo en la calle Mayor, el corazón de Marineda), y me arrellano en una butaca, a leer la prensa de la corte, a abrir y gulusmear Ilustraciones y Revistas. La de Ambos Mundos, decadente y todo, sigue siendo mi predilecta; devoro sus novelas interesándome mucho en la ficción; tampoco me desagradan los reposados y agudos estudios críticos de Lemaître y Brunetière, ni ciertos artículos de carácter biográfico: con los administrativos, económicos y científicos no me atrevo nunca de puro respeto que me infunden. No descuido el movimiento literario ameno, el que no fatiga el cerebro ni lo atolla en indigestas e insolubles cuestiones: leo a unos autores porque me divierten y estimulan (como Gyp), a otros porque me causan grata fiebre, (como Bourget), y a otros, (como Prevost), porque me tocan en el corazón. A las doce o doce y media vuelvo a mi domicilio, termino las operaciones de aseo, me pongo a gusto, en batín, y salgo al comedor. No me tengan Vds. por glotón; al contrario: en las horas de la mañana soy excesivamente sobrio, y guardo extraño régimen. Lo que me sirve con sus secas manos doña Consola, es buenamente ancha bandeja donde campea un tazón, no chinesco sino de nítida loza británica, rebosando de hirviente chocolate; un vidrio de agua cristalina y pura; un blanco azucarillo; unas rebanadas de dorado pan, y una limpia y bien planchada servilleta… Ni más ni menos.

¿Me dices, ¡oh lector abogado de la santa coyunda!, que es triste eso de sentarse a la mesa solo? ¡Bah! Lo de la soledad es según se entienda. No me falta compañía. La ex doncella de la heroína se encarga a veces de distraerme contándome las proezas y glorias de su ama, y cómo en aquella casa se vieron reunidos a la mesa el Gobernador, el Capitán general, el señor de Picavia y D. Salustiano Olózaga. «Si el general Espartero viene a Marineda -acostumbra añadir la buena mujer- a la mesa le tenemos seguro». Ni es la compañía de doña Consola mi único solaz. Poseo un amigo, un repolludo gato, negro, lucio, manso, con redondas pupilas de esmeralda, que al sentirme entrar acude enarcando el lomo, entiesando el rabo y fregándose contra las paredes. Llégase a mi asiento y se pone a hacer carretilla, alargando delicadamente una pata de terciopelo, a fin de avisarme de su presencia. Yo le arrojo bolitas de pan, y él juguetea con los proyectiles. Sus brincos, zapatetas y zarpazos me divierten, como me divertirían las gracias de un rapazuelo.

Raro es también que a la hora del chocolate no parezca algún conocido a traerme la chismografía de la ciudad: quién se casa, quién se muere, quien está tronado, a quién destinaron a Filipinas… Yo confieso que soy aficionado, no precisamente a arrancar a tiras el pellejo, pero sí a llevar un alta y baja de observación de las vidas ajenas, que ofrece sorpresas más entretenidas que novela alguna. Así, mientras chupo un excelente Henry Clay, traído en dechura de la Habana por un capitán de barco, me entero de cuanto ocurre en Marineda. Mi mejor reporter es el festivo maldiciente de la Pecera, Primo Cova (el que ha sentado y defendido la teoría de que la murmuración es el pan del espíritu).

Volviendo al Henry Clay, afirmo que es uno de los más exquisitos goces que debo a mi soltería. ¿Conocen Vds. algún hombre casado que a los ojos de su mujer tenga derecho a invertir peseta y media o dos pesetas en un puro? Apenas prendiese la cerilla, saldría, mi dulce compañera con que los niños necesitan esto, y que ella carece de lo otro, y que es no tener vergüenza ni corazón derrochar en humo y vicios el pan de la casa.

Después del chocolate, al trabajo, a recorrer mis obras o a levantar mis planitos. Si no hay que hacer y me encuentro exento de servicio, me voy a nuestra querida sociedad de la Pecera, me reclino en la mecedora mejor situada, ¡y que se me escape una rata ya! Como tan bien informado, sorprendo y descifro en la cara de los transeúntes el por qué pasan y qué objeto les guía. El cristal de mi Pecera es un microscopio. Cuando cruza Antoñita Marqués, muy remilgada y andando a saltitos, ya sé que detrás ha de venir Demetrio Llana; cuando Baltasar Sobrado atraviesa la calle aprisa, con la quijada en el pecho y las manos en los bolsillos, ya sé que busca el medio de deslizarse por la apartada callejuela donde vive quien él y el diablo saben… Sin poder remediarlo me río de la pobre humanidad, de su eterna ilusión, de la fidelidad con que reproduce, a distancia de años, gestos, actitudes y errores, que sin embargo afecta conocer y despreciar… Cuido, eso sí, de no reír en alto, porque no es de hombres prevenidos el decir en esta piedra no tropezaré…

Si hace bueno (caso en Marineda no muy frecuente), voy a dar mi paseíto largo por los alrededores del pueblo. De dos o tres años acá noto propensión a engordar, y, por higiene, me he recetado ejercicio en píldoras de excursiones que entre ida y vuelta no suelen pasar de seis u ocho kilómetros. A eso de las cuatro, como con robusto apetito, avivado por el movimiento. Doña Consola me presenta golosinas y piperetes, consultándome y estudiando mis gustos y antojos; y aun cuando no está muy fuerte en primores a la francesa, su esmero en elegir la flor del mercado, su tino para espumar los puestos, así los de las legumbres y hortalizas que cría este privilegiado suelo como los de los suculentos mariscos de esta costa, y la limpieza y seguridad con que los condimenta, bastan para hacer de mis comidas verdaderos festines. Los cuatro o seis platos británicos en que doña Consola es maestra, realzan de vez en cuando con un saborcillo exótico mis menús castizos y regionales.

Procuro tenerme a raya y no entregarme sin tino a la satisfaccioncilla sensual de la gula, resistiendo las asechanzas de la fresca langosta, de la sabrosa cachucha y del chorizo reventón y gorduroso. Paréceme que un hombre algo culto debe levantarse de la mesa cortés consigo mismo, no ahíto ni pesado, y no soy de los que a un hartazgo le llaman placer. Sin desconocer que la naturaleza tiene sus leyes imperiosas y ha puesto goces en el cumplimiento de todas ellas, prefiero a las expansiones de la materia las del espíritu. Además, temo contraer las enfermedades que son reato y castigo del comer brutal y desordenado.

La noche es para mí lo más grato de la jornada. Si hay compañía de teatro, me abono a mi butaquita, la misma siempre… (a no ser en ciertas ocasiones excepcionales). Si falta este matadero de horas y alivio de las noches largas del invierno, entonces me recojo a mi madriguera casi temprano -a las diez-. El gato me aguarda apelotonado, haciendo un valle profundo en mi edredón de seda roja, y al llegar yo entreabre sus verdes ojazos y carraspea voluptuosamente, cual si murmurase: «Somos un par de filósofos, Mauro amigo. ¡Cáspita si entendemos la aguja de marear!». Doña Consola ha cuidado de abrir el embozo de mi cama, de tener reluciente como el oro el velón alemán de aceite de oliva, de que esté a la cabecera mi tisana contra los romadizos incipientes -una parte de té por dos de leche, y una cucharada de coñac añejo-, y de cerrar bien ventanas y puertas. Allá fuera se escucha el lloroso gotear del aguacero, el silbo fúnebre del viento, la sorda y perenne amenaza del Océano, y, a cosa de las once, el pitido del tren descendente, que entre ventiscas y lluvias viene de Madrid… ¡Ah -pienso yo al deshacer el lazo de mi corbata-, quién fuese marino y a estas horas cruzase el golfo de Gascuña, o se acercase a los peligrosos escollos de la boca de la ría, donde tantos buques ingleses han encontrado el fin de sus viajes! ¡Quién, extraviado por el ansia de lucro, se viese ahora juguete de las olas irritadas, o patease, para calentar sus helados pies, en alguna solitaria estación de ferrocarril! -Mientras me desnudo metódicamente, dejando mi ropa en buen orden sobre la silla (soy enemigo del desbarajuste y de los cuartos leoneras), evoco escenas azarosas y trágicas, y fantaseo naufragios, vuelcos, choques, puentes que se hunden arrastrando al abismo sartas de vagones, asesinatos en los departamentos, locomotoras atolladas en la nieve, viajeros muertos de hambre, y otros dramas no menos lastimosos, a que no está expuesto quien no se mueve de su amada casita… El gato, inquieto mientras no tomo la resolución de despachar mi bebistrajo y acostarme, guiña los párpados y rezonga suavemente, mirándome de reojo, como si desaprobase mi morosidad… Al cabo el French, siempre vigilante, da la media, y me deslizo entre sábanas de verdadera holanda, herencia de la duquesa de la Piedad. El gato gruñe de contento, se enrosca mejor, y gravita sobre mis pies. -Yo extiendo la mano y tomo de un estantillo, colgado sobre la mesa de noche, la novela nueva de Daudet, de Galdós, de Tolstoy, de Bourget, o de autores menos afamados pero dignos de lectura; el último poema de Campoamor, el más reciente drama de Ibsen, las novísimas picardigüelas de Armand Silvestre… y ya me tienen Vds. lejos del mundo real, en grato coloquio con damas espiritadas y neuróticas, con maniáticos donosos, con tipos castizos arrancados de la inagotable cantera de nuestra raza, con horizontales sandungueras, con iluminados místicos, con príncipes agricultores y teofilántropos, con damas parisienses vestidas por Worth y que exhalan perfumes de gardenia y de verbena blanca, con heroínas emancipadas y que huyen de su hogar batiendo las puertas, con caballeros de trusa y garzota… en fin, con una cohorte de seres extraños, fantásticos, pero de vida más intensa y ardiente que la de los hombres y mujeres de carne y hueso que recorren las calles de Marineda. Ya estoy donde quiero y como quiero: en el tocador de la hermosa, en la taberna innoble, en los barrios bajos, en el taller del artista, en el aristocrático club, en el camarín feudal, en el jardín frondoso y sombrío que ilumina el rayo de la luna, al borde del estanque donde relumbran entre el césped los verdes gusanillos de luz… Ya me traslado a todas partes, llevándome de la mano hombres ilustres, que al narrar la sensación la duplican, y que al mirar un objeto nos lo hacen ver cual si jamás lo hubiésemos visto antes. Tantos goces debo a esta afición a las letras, que reservo, como parte más escogida y delicada de mi ser intelectual, para la intimidad conmigo mismo, guardándome bien de cultivarla en público, porque tengo suficiente discreción para comprender que no soy capaz de producir obras maestras de arte, a no ser que tal se juzgue el arreglo de mi vivir, que es realmente un capolavoro. Crean Vds. que esto de combinar bien la vida no carece de mérito. Las nueve décimas partes de los hombres se la estropean por falta de tino. Raro será el que acierte a acostarse una sola noche como yo me acuesto sin faltar una,

 

libre de amor, de celo,

de odio, de esperanza, de recelo…

Capítulo 3

 

No: caigo en la cuenta de que la cita anterior no expresa bien el estado de mi ánimo, y da de mí una idea falsa, exagerando demasiado mi interior tranquilidad. Por ella propenderá quien lea estas confesiones a suponer que navego en una balsa de aceite, y que soy de corcho o de pasta flora, es decir, insensible a las ilusiones y espejismos que atraen a la humanidad y la atraerán siempre, encaminándola a su perdición. Si así fuese; si el empecatado genio de la especie no me hiciese cosquillas, incitándome a sacrificar en sus aras la ventura de mi individuo, entonces no tendría yo gran mérito; mi condición sería la de la piedra, que se está, ¡miren qué gracia!, donde la ponen.

No señor; yo quiero que no ignoren los venideros siglos que soy de Dios, que tengo mi alma en mi almario, y que no sólo la tengo, sino que algunas veces me lanza por sendas peligrosas, empujándome a precipicios que, gracias a la reflexión y a la fuerza de voluntad, he conseguido evitar hasta hoy, y donde espero no caer nunca. Para defenderme de estos abismos tengo mi táctica especial, que voy a descubrir, recomendándola a los solterones futuros, si es que poseen mi misma índole, pues en medicinas del alma se requiere identidad de sujeto psíquico, y ya se sabe que el alma ajena es una selva obscura. Viniendo a mi caso especial, diré que si soy el mayor enemigo de la realidad del matrimonio, adolezco en cambio de una afición vehemente a los sueños o fantasmagorías que le preceden, a esa dulce escaramuza en que poco a poco el albedrío y el corazón de una preciosa niña van acudiendo, como pájaros bien domesticados y amaestrados, a posarse en nuestro hombro o a refugiarse cerca de nuestro corazón. Ese período de cortejo fino que prepara la petición de la blanca mano de una señorita, es lo único bueno (en mi sentir) del matrimonio; una serie de emociones gratas y tiernas, una seducción casta que os entrega poco a poco, y sin detrimento de su pureza, a una mujer. Tiene la frescura ideal de la primavera, el encanto de los primeros días de un Abril florido. Así como infaliblemente sabemos que después de las bendiciones no habrá más que breves horas de embriaguez física, no siempre mutua, y luego una eternidad de indiferencia y prosa -cuando no de discordias y regaños- antes de las bendiciones todo es poesía, gracia, harmonía, tierna sumisión o coqueterías halagüeñas y picantes, que no comprometen nuestra honra viril, pues la coquetería, que halaga y divierte al soltero, al casado le volvería tarumba. Mi carácter dado a las impresiones benignas y suaves; mi propensión imaginativa, me hacen encontrar deliciosos esos amoríos a flor de agua, caprichosos, risueños, ligeros, en que si la ruptura cuesta lágrimas, son lágrimas que se secan pronto y no abrasan las pupilas.

Así es que ya he tenido lo menos diez o doce novias, elegidas con esmero entre lo más granado y lucido de la baraja de las marinedinas beldades. No con todas ha adquirido mi mariposeo el mismo grado de intensidad; con algunas se limitó a paseítos calle arriba y calle abajo, miradas en el teatro y a cada vuelta en el paseo del Ensache, asomadura cuando yo pasaba, y conversaciones breves en los asaltos al Casino de la Amistad y a la Pecera: con otras me corrí algo más, y hubo cartitas echadas por hilos, gran ventaneo y palique cuando no pasa nadie por la calle, acompañamientos por los alrededores si ella salía con una amiga complaciente, abonos enteros de teatro en que no mirábamos para el escenario, sino que se nos pasaba toda la función en una pura seña y un puro guiño… Lo que no hubo jamás, ni por asomos, en ninguna de mis novelitas cortas y del más calificado idealismo, fue conato o intención mía de convertir en repugnante seducción el hechicero idilio soso. Puedo jurar ahora mismo, delante del más respetable tribunal, que a las distinguidas señoritas a quienes me comía con los ojos no las toqué ni con la punta de un dedo. Ni creo (hágase justicia) que ellas lo consentirían, ni yo aspiraba a cosa semejante. Lo único que buscaba era la dulce fiebre del sueño amoroso, lo más bonito, la irisada sobrehaz del amor, y no su amargo y turbio sedimento. Mientras duraba uno de esos idilios, yo no necesitaba leer novelas, ni poesías; bastante tenía para soñar a mi modo con la lectura de aquellas cartitas tan monas, tan sencillas, tan parecidas entre sí, que muchas veces al descifrarlas creía no haber cambiado de novia jamás. Y, en efecto, todas mis novias eran para mí en cierto modo una misma: eran la Mujer, de la cual no pueden privarse enteramente nuestro cuerpo ni nuestro espíritu, cualquiera que sea la resolución que nos anime y el benéfico egoísmo que nos preste sus infalibles lentes de oro…

Nadie es capaz de comprender los placeres especiales de este amoroso juego de cañas. Al pronto la señorita muestra el contento propio de toda hembra cuando se ve requerida: la encontramos en paseo y se pone como la grana, o se queda pálida y grave (esto depende del temperamento); aparenta hablar alto y reír con sus amigas, y en realidad tiene las energías de su ser reconcentradas en una ansiedad secreta y profunda. Luego ya corresponde a nuestro mirar con otro intenso y largo. Llega un día de baile… y desde nuestro rincón la vemos azorada, inquieta, nerviosa, hasta que nos aproximamos. Al acercarnos parece que se transforma: es como si la devolviesen la libertad y la luz: se le ilumina la cara, se pone mucho más linda, y nos recibe con tal afán, que bajo su corpiño de gasa adivinamos el corazón cómo se alborota… La sacamos a bailar, y gozamos con delicado sibaritismo de su azoramiento, de sus inocentes ardides de defensa, que se parecen a los dragones de cartón con que intentan aterrar al enemigo los guerreros chinos; respiramos su aromado aliento, oímos de cerca su timbrada voz juvenil, detallamos su hermosura a distancia en que ya los artificios de tocador poco en cubren… y escuchamos, con sensación embriagadora, interrumpidas palabras, que nos prueban que lo mejor de aquella monísima criatura -la voluntad y el espíritu- ya han sido nuestros.