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Elit-16

9

 

Tal y como esperaba, no dejaron que Tori decidiera nada sobre su aspecto esa noche. Pero cuando se vio frente al espejo de su cuarto, no le importó.

—¿Esa soy yo? —murmuró.

No podía creer lo que veía. Siempre solía llevar vaqueros y camisas de franela, nunca se ponía tacones. No se reconocía a sí misma.

El vestido era dorado, simple y perfecto. Era liso y recto. Moldeaba con sensualidad su figura y se ataba en la parte superior con finos tirantes. Calzaba unas elegantes sandalias. Y hasta le habían pintado las uñas de los pies.

—Estás preciosa, Tori —le dijo Sukie orgullosa mientras miraba su reflejo en el espejo.

Nunca había ido a un baile del instituto, para entonces ya estaba corriendo en carreras. No pensaba que se hubiera perdido mucho, pero ahora creía que lo echaba de menos, igual que otras cosas que habían faltado en su vida.

—Gracias, Sukie. Y gracias por ser tan comprensiva, pensé que Teresa y Tiffany me iban a arrancar el pelo cuando se enteraron.

—Sólo están celosas. Saben que no podrán nunca conseguir a Bennett. Pero tú sí.

Ella sabía que lo había conseguido, al menos llevarlo a la cama, pero no creía que pudiera enamorarse de ella.

—Estás muy guapa —le dijo la señorita Evelyn comprobando el resultado con detenimiento—. Menos mal que hemos podido dominar tus salvajes cejas. Pero me habría gustado ponerte más sombra de ojos.

—No, gracias —repuso Tori.

—No, está perfecta —opinó Sukie—. La sombra dorada que le has aplicado va genial con el vestido. Con esos ojos azules no necesita nada más.

Tori sonrió a Sukie con cariño.

Suzanne, otra de las expertas en protocolo, entró entonces en el cuarto.

—Estás muy bien —le dijo—. ¿Recuerdas todo lo que hemos repasado? Tienes que esperar a que el aparcacoches abra la puerta, deja que te ayude a salir…

—De acuerdo, creo que lo haré bien.

Tori oyó a alguien reírse a sus espaldas. Era Jacey, la operadora de cámara.

—¿Qué tal estoy? —le dijo.

—América dice que fenomenal.

—América me importa poco esta noche, sólo quiero pasármelo bien —repuso Tori entusiasmada.

—Espero que no haya ninguna princesa de cuento en el baile, porque voy a romperles la nariz a codazos cuando empiece a bailar a lo vaquera.

Evelyn y Suzanne se miraron con horror.

—¡Era broma! —le dijo Tori.

Sukie y Jacey ya estaban riéndose.

—Me encantaría estar allí para verlo —le confesó Jacey.

—Me sorprende que no lo estés.

—Es mejor así.

Tanto Jacey como Andrew y Tori se habían dado cuenta de que ella había empezado a ser parcial y no se fiaba de sí misma. Necesitaban un operador de cámara implacable, que estuviera toda la noche encima de ellos sin dejarles a solas.

Tori le sonrió y Jacey asintió. Aunque era parte del equipo y no podía mostrar favoritismos, Tori sabía que Jacey apostaba por ellos dos. Y no sólo por la audiencia y tampoco por su reciente amistad. Estaba claro que Jacey tenía algo personal en todo aquello.

Como ya estaba lista, Tori salió de la habitación y se encaminó a la escalera para bajar al vestíbulo. Mientras descendía, vio que Andrew la esperaba ya abajo, mirándola sin pestañear.

Su corazón empezó a golpearle en el pecho.

Estaba guapísimo. Llevaba un esmoquin negro, acababa de afeitarse y su pelo estaba aún algo húmedo después de la ducha. Parecía un modelo sacado de una revista.

Pero lo que más le gustó fue la expresión en su cara. La miraba con hambre. Tori pensó que no le importaría pasarse la vida viendo esa mirada.

—Estás preciosa —murmuró él cuando llegó abajo.

—Gracias —repuso ella—. Parecías el mismísimo Rhett Butler mirándome como lo has hecho desde la escalera. Tu mirada y tu sonrisa eran de lo más pícaro que he visto en mi vida —añadió ella en un susurro.

—Hablando de picardía. Tuve que darme otra ducha fría después de salir esta mañana de la galería.

—Empezaste tú.

—Y tengo intención de terminarlo.

—¿Vas a sobornar al operador de cámara?

—A lo mejor podemos drogarlo.

—O echar a correr como locos.

Andrew comenzó a reír y eso captó la atención del cámara que se acercó de inmediato. Estaba claro que había notado que susurraban.

—Bueno, profesor, intentaré no volver a decir ninguna tontería como ésa cuando estemos en público. No quiero que se avergüence de mí —dijo Tori en voz alta.

—Tori, tú nunca podrías avergonzarme —repuso él con seriedad.

Sabía que sólo lo decía por la audiencia de televisión, pero, aun así, le gustó escucharlo.

 

Sabía que una noche así habría sido una tortura con cualquiera de las otras chicas, pero no con Tori. Con ella la noche fue perfecta. Desde que cubrió sus hombros con la capa antes de salir hasta ese instante, tres horas después, en la pista de baile, aprovechándose de la penumbra y de la música para seguir bailando y así poder seguir estando en brazos el uno del otro.

Tori parecía estar más bella con cada instante que pasaba. Era la más bonita de la fiesta. En ese instante se dio cuenta de hasta qué punto había cambiado en las últimas dos semanas. Siempre había sido guapa, pero entonces tenía además seguridad y elegancia.

Se movía con desenvoltura, pero sin dejar de ser amable con cada persona que le presentaban.

Esa noche era la cita perfecta para dos personas como ellos, que se sentían tan atraídos.

Tori parecía encantada de notar en el ambiente que pronto sería Navidad. El club estaba adornado con plantas verdes y lazos rojos por todas partes. En medio de la pista había un inmenso árbol de Navidad, lleno de brillantes adornos, ninguno tan deslumbrante como el vestido de Tori.

Andrew no había pensado mucho en la cercanía de las fiestas, ya que la casa donde vivían no estaba decorada, seguramente porque no emitirían el programa hasta febrero.

La felicidad en los ojos de Tori hizo la velada aún más deliciosa. Sólo le faltaba dar saltitos mientras le contaba entusiasmada todas las tradiciones navideñas que le gustaban. Casi pudieron olvidarse del operador de cámara y de la gente que los rodeaba, conscientes de que estaban participando en un reality.

—Me preguntó en qué estará pensando esa gente —le comentó Tori en un susurro.

—Ni idea. A lo mejor creen que somos una pareja de la realeza, mezclándose con los demás mortales durante una noche.

—No, yo no soy ninguna princesa de cuento ni lo quiero ser.

—Pues pareces una —le dijo él mirándola con intensidad.

—A lo mejor la Cenicienta.

—Ella era mi favorita.

—Y la mía —repuso ella, dejando que su cabeza se apoyara en el hombro de Andrew.

A Andrew no le gustaba mucho bailar. Nunca había ido a clases. De niño, había estado más preocupado por conseguir comida que por ir a clases de baile o hacer deportes.

Pero, por algún motivo, Tori y él consiguieron bailar toda la noche y lo hacían en perfecta armonía, como si lo hubieran ensayado. Era como hacer el amor con ella estando vestido.

—Tenemos público.

—Ya me he enterado —repuso él mirando al cámara.

—Me refiero a la gente de aquí.

—Saben que somos parte de un programa que se está rodando. Seguramente creen que es uno de esos tan horrorosos en los que personas que no se conocen tratan de conseguir que otro se enamore de ellos sólo para conseguir un cuantioso premio económico. Esos programas son lo peor de la televisión.

Tori se estremeció un poco y Andrew vio que alguien había abierto la puerta que daba a un patio exterior.

—¿Estás bien?

Ella asintió y no dijo nada, simplemente se acurrucó más contra él. Andrew, sin poder controlarse y sin querer hacerlo, la besó en la sien.

—¿Tienes frío?

Ella negó con la cabeza.

—¿En qué piensas?

—En bailar. Sabía que me iba a gustar cómo bailas en público.

—¿Como bailo?

—Sí, es todo muy decente y correcto. Pero también un poco travieso, como hacer el amor pero de pie y sin besos —le susurró ella.

—Yo estaba pensando en lo mismo —admitió él—. No me importaría probar tus bailes tampoco.

—A lo mejor puedes venir a verme a Tennessee e iremos a bailar como los vaqueros.

Andrew se apartó un poco para mirarla a los ojos.

—¿Tennessee? ¿De verdad te ves volviendo allí?

Y su pregunta encerraba muchas otras.

—No lo sé —repuso confusa—. Cada día estoy más confusa.

—Acabarás sabiéndolo. Y yo estaré a tu lado cuando descubras qué es lo que quieres hacer cuando termine el programa. Lo único que sé es que darás un paso adelante. Eres demasiado fuerte para volver atrás.

—No me siento muy fuerte —le dijo ella bajando la vista—. Además, nosotros somos muy diferentes, venimos de dos mundos distintos. Creo que no deberíamos ni pensar en dónde estaremos dentro de una semana. Antes de que pasen esos días, podría ocurrir cualquier cosa. ¿Quién sabe lo que pensaras de mí cuando todo esto termine y todo se sepa?

No la entendía, pero veía que estaba muy preocupada. Lo podía sentir en su tenso cuerpo.

—Eso es ridículo. Y nuestros mundos no son tan diferentes como crees. No soy quien crees que soy.

Él aún no le había hablado de su dura infancia, pero ése no era el momento para hacerlo.

—A lo mejor yo tampoco soy quien crees que soy —murmuró ella en voz bajísima.

Ella le levantó la cara tomándola de la barbilla, para conseguir que lo mirara.

—¿Qué quieres decir?

Tori abrió la boca, pero no pudo decir nada.

—¿Qué pasa? ¿En realidad eres un hombre?

Pero ella no se rió.

—Era broma, Tori. Cuéntame que pasa.

Ella dudó de nuevo. Pero luego respiró hondo.

Estaba preparándose para hablar cuando Sam, el operador de cámara, se acercó tanto a ellos, que casi le dio a Andrew en el brazo.

Andrew lo fulminó con la mirada, pero vio que Sam miraba a Tori como si la estuviera amenazando y ella no dijo lo que iba a decir.

 

La noche había sido mágica para Tori. Toda ella, hasta que se pusieron a hablar del programa.

Durante unas horas, bajo los adornos navideños, había podido bailar con él y olvidarse de cómo se conocieron y qué hacían juntos. Ni siquiera la presencia de Sam la había molestado, al menos no hasta el momento final, cuando había estado a punto de desvelarle a Andrew la verdad. Quería decirle que él era el objetivo y la víctima de uno de esos programas que tanto odiaba.

Sabía que no iba a reaccionar bien cuando supiera la verdad. Lo más seguro era que demandara a Burt Mueller, tal vez incluso quisiera pegarle.

Y no quería ni pensar en lo que sentiría por ella.

Sam parecía haberse dado cuenta de lo que había estado a punto de hacer y su mirada amenazante la había parado en seco.

No quería que lo suyo terminara y temía qué ocurriría cuando Andrew se enterara de la verdad. A lo mejor no del todo, pero pensaba que dejaría de confiar en ella. Porque ya una vez le había hecho daño una mujer que lo había dejado por dinero.

Así que sólo quería disfrutar de esa noche, para poder después recordarlo, por si acaso no volvía a repetirse.

Más tarde, cuando la fiesta comenzó a degenerar un poco y volverse más estridente, Andrew fue al bar a por bebidas. Tori vio que le daba una propina al camarero.

—¿Qué has hecho? —le preguntó cuando volvió con su copa de vino.

—He pensado que a lo mejor Sam estaba sediento.

—¿Estás intentando emborracharlo para que deje de seguirnos?

—Es la cuarta copa que le mando.

Tori no pudo evitar reír.

—¿Y adónde piensas ir cuando se desmaye o se distraiga?

—Ya lo verás.

No tuvieron que esperar mucho. El cámara, que estaba pasando mucho calor en ese salón, se bebió de un trago la copa. Cinco minutos después, mientras Andrew y Tori saboreaban una deliciosa tarta, vieron cómo Sam dejaba la cámara en una mesa y se sentaba al lado.

—Casi medianoche. Ha sido más rápido de lo que pensaba —confesó Andrew.

—Eres muy malo.

—Ven —le dijo tomándola del brazo.

Atravesaron la pista. Andrew miró atrás una vez para comprobar el estado del cámara.

—Sigue medio dormido.

Cuando salieron de la sala, comenzaron a correr por el pasillo, parando un segundo al pasar al lado de otras personas. Fingían estar simplemente dando una vuelta por el edificio, rezando para que nadie se diera cuenta de la tensión sexual que los unía.

Tal era el deseo que tuvieron que parar un momento, donde no había nadie, y él la tomó entre sus brazos. Tori asió su cuello con fuerza y se fundieron en un apasionado beso. Ella no podía moverse, pensar ni respirar. Se quedó atrapada entre los brazos de Andrew, dejándose llevar.

—¡Dios mío! No sabes cuánto te deseo —le susurró ella con urgencia.

Esa vez fue ella la que lo tomó de la mano.

Juntos fueron hacia el baño de señoras, que tenía una zona de estar con un cómodo sofá.

—¿El cuarto de baño? —preguntó él.

—Espera un momento.

Tori entró y comprobó que no había nadie.

También se alegró al observar que la puerta tenía cerrojo. Abrió y se encontró con Andrew esperándola al otro lado de la puerta, vigilando que no se acercara nadie.

Ella lo agarró por las solapas y lo metió dentro.

Él rió sorprendido.

Tori cerró la puerta y le quitó la pajarita con un rápido movimiento. Rápidamente, le desabrochó la camisa. Y después le libró del resto de su ropa.

—Llevo toda la noche soñando contigo —le dijo él mientras la giraba para bajarle la cremallera.

A pesar del deseo que le nublaba la mente, ella no dejó de percatarse de la delicadeza con que la desnudaba, cuidando que no se estropeara el fino tejido de su vestido.

Era todo un caballero.

Pero, en ese instante, lo último que necesitaba era tener delante a una dama.

—¡Tómame, Andrew! —le susurró mientras su vestido caía a los pies de los dos.

Él se quedó contemplándola. Mirando su pelo, con el moño ya medio deshecho, su garganta, sus pechos desnudos, sus diminutas braguitas doradas y sus medias con liguero.

La cara de ese hombre hizo que le mereciera la pena haberse vestido así, aunque al poco de dejar la casa pensó que iba a congelarse.

Él se inclinó de nuevo sobre ella, esa vez besándola más lentamente, saboreando cada superficie, la suavidad de su lengua, la dureza de sus dientes. Ella gimió y lo acompañó en ese baile de lenguas, inclinando la cabeza hacia atrás para profundizar en el beso.

—Espera —le dijo ella mientras se separaba lo suficiente como para bajarse las braguitas y quitárselas.

Se dejó puestas las medias y las sandalias.

—Eres maravillosa —susurró él entre gruñidos—. Pagana y seductora como las diosas tribales.

A Tori le gustó esa imagen, le encantaba sentirse valorada y apreciada por él.

Pero de repente, él pareció enfriarse. Echó la cabeza atrás y gimió fastidiado.

—¡Dios mío! No he traído protección —confesó.

Ella tardó un segundo en percatarse de lo que hablaba.

—Supongo que éste no es el tipo de sitio donde tienen máquinas expendedoras de preservativos en los lavabos de hombres, ¿verdad?

—¿Quieres ir rápidamente a allí a ver si hay? —preguntó ella sonriendo.

—¿Cómo puede esto parecerte gracioso? —le dijo él enfadado.

Ella se entretuvo mordiéndole los pezones antes de contestarle.

—A lo mejor porque yo sí que he traído protección en mi bolso…

Él la miró esperanzado.

Se alegraba de que Sukie la hubiera convencido para llevar algunos preservativos con ella. No pensaba que fuera a necesitarlos, pero había llevado uno consigo por si acaso, para que no le pillara ese momento desprevenida.

Tenía que acordarse de darle las gracias a Sukie.

Apenas le dio tiempo de ir a por un preservativo a su bolso. Cuando se volvió, él la tomó entre sus brazos y la echó en el sofá

La besó de nuevo, con dulzura y suavidad, mientras que con sus manos recorría el resto de su cuerpo.

El deseo iba creciendo entre ellos.

Parecía gustarle especialmente que se hubiera dejado las medias puestas, porque se distrajo largo rato acariciándole los muslos, por encima de las medias, hasta el elástico e incluso la piel que asomaba por encima. Arañándola con las uñas hasta llegar a los rizos de sus partes más íntimas.

Ella no podía aguantar más, se moría de ganas de que él la poseyera.

—Más, por favor —suspiró ella—. Y más deprisa.

—Bueno, aquí no tienes ninguna jardinera ni maceta cercanas para darme en la cabeza si no hago lo que quieres —bromeó él mientras tomaba un pecho entre sus labios.

Le pasó la lengua por el pezón y ella se arqueó hacia él, dándole más y mejor acceso a su suave piel.

Él siguió acariciando y lamiendo, hasta que un cúmulo de sensaciones le atravesaron el cuerpo de arriba abajo, aumentando también el placer que comenzaba a humedecer la zona entre sus piernas.

—Creo que esta noche no tengo por qué amenazarte —le dijo ella cuando la entrecortada respiración se lo permitía—. Pero tienes que saber que creo en la ley del ojo por ojo, diente por diente.

Le sonrió y empujó para rodar con él, quedando encima.

—Y una tortura se paga con otra tortura —añadió Tori.

Comenzó a besar y acariciar su cuerpo, disfrutando con el placer de sentir la suavidad de su piel y la firmeza de sus músculos bajo la palma de sus manos.

—Me encanta hacerte esto —le dijo mientras besaba su torso de un lado a otro y saboreaba sus músculos con la lengua.

—Bueno, no eres tú sola. A mí también me gusta.

Por fin, sin poder ni querer esperar más. Ella se apartó para abrir el preservativo. Andrew la observó con fuego en los ojos mientras Tori se lo colocaba. Creía que ella iba a querer estar en control de la situación, pero no era así. Esa vez, Tori quería que fuera él quien la montara y que lo hiciera con fuerza e ímpetu.

Se tumbo sobre el sofá y lo empujó hasta que quedó sobre ella, abriendo las piernas y susurrándole al oído.

—Hazme el amor.

Y él así lo hizo, deslizándose dentro de ella muy lentamente, con mucho cuidado y haciendo que el cúmulo de sensaciones y placer llegara tan lejos, que ella no pudo sino jadear y gritar. Siguió enterrándose dentro de ella, muy poco a poco, y sin dejar de besarla con ternura ni un solo minuto.

Siguieron así. Dando y tomando. Con besos húmedos y caricias lánguidas y extremadamente lentas.

Tori no dejó de susurrarle cosas al oído. No dejó de decirle cuánto le gustaba lo que estaban haciendo y lo bien que la hacía sentir todo aquello. También le dijo que nunca quería que aquello se acabara.

Él le susurró algo también. Pero, en la pasión del momento, apenas fue consciente de sus palabras, estaban a punto de llegar al clímax juntos y, a pesar de la intensidad del instante, ella supo en su corazón qué era lo que Andrew le había dicho.

Se quedó grabado en su subconsciente.

—Me he enamorado de ti, Tori.

Su cuerpo remontó el vuelo, envuelta en una espiral de placer como nunca había sentido y con un montón de sentimientos agolpándose en su corazón, por lo que sentía por lo que creía que le había oído decir. Sabía lo que había dicho y creía que eso implicaba que había llegado el fin de su relación.

Sus palabras valían un millón de dólares. Pero también sabía que, a largo plazo, esas palabras iban a hacer que lo perdiera para siempre.