cover.jpg

JOSEPH MITCHELL

LA FABULOSA TABERNA

DE MCSORLEY

Y OTRAS HISTORIAS

DE NUEVA YORK

traducción de marcelo cohen,

alejandro gibert abós

y martín schifino

prefacio de

alejandro gibert abós

título original:

McSorley’s Wonderful Saloon

© 1938, 1939, 1940, 1941, 1942,

1943, 1944, 1945, 1947, 1948,

1949, 1951, 1952, 1955, 1956,

1959, 1964, 1965, 1976, 1992,

Joseph Mitchell

© renovado, 1966, 1967, 1968, 1969, 1971,

1972, 1973, 1975, 1976, 1977,

1979, 1980, 1983, 1987, 1992,

Joseph Mitchell

© de la traducción, 2017, Marcelo Cohen,

Alejandro Gibert Abós

y Martín Schifino

© 2017, Jus, Libreros y Editores S. A. de C. V.

Donceles 66, Centro Histórico

C. P. 06010, Ciudad de México

La fabulosa taberna de McSorley

isbn digital: 978-607-9409-72-2

Primera edición: marzo de 2017

Imagen de cubierta:

George Bellows, Cliff Dwellers (1913)

Diseño de interiores y composición: Sergi Gòdia

Todos los derechos reservados.

Queda prohibida la reproducción total o

parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,

incluidos la reprografía, el tratamiento informático,

la copia o la grabación, sin la previa autorización

por escrito de los editores.

PREFACIO

Joseph Mitchell murió el 24 de mayo de 1996. Seguía siendo redactor del New Yorker, aunque llevaba más de treinta años sin dar a la imprenta una sola palabra. Cuentan que acudía a diario a la redacción de la calle 43 y se encerraba en su despacho para luchar con la página en blanco en la más estricta soledad. Su bloqueo era un tabú en las oficinas. Los sucesivos directores lo mantenían en plantilla porque les era inconcebible despedir al periodista más emblemático de la casa, que tanto había hecho para asentar el prestigio de la revista desde los tiempos de Harold Ross, su fundador. Los compañeros más veteranos, que le profesaban una mezcla de cariño y admiración sin límites, padecían viendo cómo se marchitaba en su inexplicable sequía creativa. Los recién llegados no se atrevían a molestar con sus preguntas a aquel reportero de aura legendaria cuyos artículos eran materia lectiva en sus carreras de Periodismo o Literatura; también ellos se habían encariñado con aquella figura discreta y cordial que parecía vivir en una época y una ciudad extintas. En una de las muchas necrológicas que el semanario neoyorquino le dedicó a su muerte, su colega Roger Angell escribe:

Cada mañana salía del ascensor con aire ensimismado, saludaba a quien se encontrara por el pasillo con una muda inclinación de cabeza y se recluía en su despacho, del que no asomaba hasta la hora del almuerzo, con su elegante sombrero de fieltro (de paja en verano) y una gabardina beige; al cabo de hora y media desandaba el camino y volvía a cerrar la puerta. Nunca se oía el repiqueteo de la máquina de escribir y la gente que entraba a verlo decía que en su escritorio sólo había lápiz y papel. Al terminar la jornada se iba derecho a casa. Alguna vez le oí soltar un breve suspiro en el ascensor nocturno, pero nunca se quejaba, nunca se explicaba.

A pesar de aquella formidable parálisis, que acabó siendo una de las más largas y célebres de la historia de las letras estadounidenses y llegó a eclipsar en parte sus méritos pasados, Mitchell no había tirado la toalla ni había perdido las formas, aquellos modales de caballero sureño que permanecían intactos desde el lejano día de octubre de 1929 en que llegó a Nueva York, justo a tiempo para presenciar el crac de la Bolsa que daría inicio a la Gran Depresión.

A los veintiún años y con los estudios universitarios inacabados, Mitchell llegaba dispuesto a comerse el mundo, empezando por aquel mundo quintaesenciado que era entonces la ciudad de Nueva York, la «Gran Puta de Babilonia y madre de todos los engendros» que pretendía salvar el reverendo Hall, a quien tardaría todavía algún tiempo en conocer. Rebosante de energía y dotado de un oído portentoso, un extraordinario dominio del idioma y una sensibilidad única para captar y reproducir sus múltiples variantes callejeras, no tardó en hacerse un hueco como reportero de sucesos y ecos de sociedad, articulista y corrector de estilo en las redacciones de periódicos ya desaparecidos como el Morning World, el Herald Tribune o el World Telegram. Como relata al principio de «Los cavernícolas», durante los años más crudos de la Depresión solían mandarlo a la calle en busca de dramas humanos con los que «dar brillo» a las primeras planas; muchos de sus reportajes eran cuadros más o menos patéticos de la miseria que asolaba la ciudad y el país. También cubría incendios, asesinatos y juicios tan sonados como el de Bruno Hauptmann, el hombre que secuestró y asesinó al hijo de Lindbergh. El joven Mitchell era un reportero eficiente que escribía bien y escribía rápido, pero si en algo descollaba era en su extraordinaria cordialidad. Sabía escuchar como nadie y poseía un don de gentes y un encanto natural que le permitían ganarse a cualquier interlocutor, ya fuera un personaje ilustre (en aquella época entrevistó a Fats Waller, George Bernard Shaw y Albert Einstein, entre otros) o un pobre de solemnidad, un fenómeno de circo, un bohemio del Village o un pescador de ostras. Su especialidad y su pasión, en cualquier caso, eran los ear-benders, como él llamaba a los charlatanes redomados, los que hablaban como descosidos hasta doblarle a uno las orejas. La expresión le inspiraría el título de su primera colección de reportajes, My Ears Are Bent, que apareció en 1938, cuando aún trabajaba en el World Telegram. Y a un ritmo de vértigo, por lo que contaba en el prólogo:

Un día llegué a la redacción a las nueve y me mandaron a entrevistar a un albañil italiano que, según decían, era clavadito al príncipe de Gales; alguien nos había informado por teléfono de que le habían ofrecido trabajo en Hollywood. Cuando di con él estaba reparando el horno en el sótano de una panadería judía del East Side y me enzarcé en una agria discusión con el dueño, que me había tomado por un inspector de Salud Pública. Al final conseguí hablar con el albañil, que no me contó mucho de su vida porque temía que lo demandaran. «Esa gente de Olywood me lleva in tribunale», se lamentaba una y otra vez. Al volver a la oficina escribí la noticia y salí enseguida para entrevistar a una boxeadora que vivía en el Hotel St. Moritz. La muchacha tenía todo el equipo pugilístico imaginable en su habitación, que olía a sudor y cuero húmedo como el vestuario del gimnasio de Jack O’Brien en un día de lluvia. Según me dijo, además de boxeadora era condesa. Luego se calzó los guantes para enseñarme cómo las gastaba y si no llego a esconderme debajo de la cama me noquea ahí mismo. «¡Soy una apisonadora!», gritaba. Al salir volví a la redacción para escribir el artículo y cuando terminé fui a entrevistar a Samuel J. Burger, que acababa de llamar para contarnos que vendía sus cucarachas de carreras a miembros de la alta sociedad, a setenta y cinco centavos la pareja.

Ese mismo año comenzó a colaborar en el New Yorker, donde publicaría lo más valioso de su obra periodística antes de enmudecer y languidecer en aquel cargo honorífico de redactor vitalicio. En 1939, su año más productivo, llegó a firmar trece perfiles relativamente extensos, muchos de los cuales se recogen en La fabulosa taberna de McSorley, que apareció cuatro años más tarde.

En el New Yorker sus intereses fueron polarizándose; dejó de entrevistar a las personas que le resultaban más cargantes («las damas de sociedad, los magnates industriales, los escritores distinguidos, los políticos, los exploradores, los actores de cine —exceptuando a W. C. Fields y Stepin Fetchit— y cualquier actriz menor de treinta y cinco años») y se dedicó casi por entero al hombre de la calle. En una ciudad como Nueva York, donde tan tentador es alzar la mirada, Mitchell prefería mantener la suya a ras de suelo, dirigirla hacia los ciudadanos anónimos que habían hecho posible la construcción de aquellos rascacielos y a menudo se veían catapultados hacia los márgenes por una maquinaria feroz. Campaba ahora por sus crónicas una variada fauna de «bohemios, visionarios, obsesos, impostores, fanáticos, crápulas, reinas y reyes gitanos», pero el espíritu ligero que animaba sus artículos en la prensa diaria había desaparecido para dar paso a un humor «de cementerio». Su voz era más madura y comenzaba a proyectar una sombra de tristeza incluso en sus personajes más festivos. Mitchell había encontrado por fin su estilo.

Al comparar los reportajes del New Yorker con los escritos hasta entonces se diría que Mitchell ha dado un paso atrás. Su proximidad como interlocutor sigue siendo esencial, y salta a la vista que es él quien pone el oído y firma el relato, pero como cronista se ha ido apartando del objeto de sus crónicas. Esa nueva distancia nos remite a una imagen del Retrato del artista adolescente que a buen seguro Mitchell conocía de memoria, siendo como era un lector compulsivo de Joyce desde su juventud (a los ochenta años confesaba, con comprensible sonrojo, haber leído el Finnegan’s Wake media docena de veces): «El artista, como el Dios de la creación, permanece dentro, o detrás, o más allá, o por encima de su obra, trasfundido, evaporado de la existencia… indiferente… entretenido en arreglarse las uñas». Cuesta imaginar a Mitchell arreglándose las uñas con desdén o adoptando cualquier otra pose de divina indiferencia, pero la distancia sí es palpable. Rara vez habla de sí mismo y, aunque hay textos algo más personales, en la mayoría sus juicios y sentimientos se reducen a la mínima expresión; y cuando afloran, responden a propósitos estrictamente narrativos. De otro modo se oculta modesta y obstinadamente tras las reacciones y diálogos de los protagonistas.

Es una ocultación problemática, todo hay que decirlo, porque muchas de sus historias se presentan como crónicas o perfiles verídicos y el lector sabe que Mitchell presenció muchas de las situaciones que describe, que estuvo allí tomando notas. Y aunque en algunas historias aparece como un hombre de carne y hueso, con algo más de entidad, su ausencia persistente acaba por despertar la curiosidad del lector. ¿Qué parte de la conversación nos han escamoteado?, se pregunta uno al leer ciertos diálogos. ¿Quién sería y qué diría el interlocutor de tantos y tan variopintos personajes? ¿Quién era Joseph Mitchell?

Testimonios no nos faltan. Sabemos que era un hombre apuesto con una fotogenia evidente de la que su mujer, fotógrafa de oficio, sacó partido en múltiples ocasiones. Su indumentaria, siempre impecable, casaba a la perfección con sus delicadas maneras. Al parecer tenía un habla muy característica, que un amigo y admirador suyo definía como «un tartamudeo de extraordinaria coherencia». Si el tema le interesaba, Mitchell no acababa jamás una frase «antes de que la siguiente […] se le desprendiera de la cabeza». Sabemos también que era un hombre religioso. Durante algún tiempo fue sacristán en la Grace Episcopal Church de Broadway. Sus amigos y allegados, sin embargo, no se ponen de acuerdo con respecto a su religiosidad. Por lo visto, era más proclive a ensalzar el Book of Common Prayer por la calidad de su prosa que a suspender su incredulidad sobre algunos dogmas del credo protestante. Sabemos, por último, que tuvo problemas con el alcohol y durante muchos años observó la más rigurosa abstinencia.

Curiosamente, o no tanto, la biografía de Mitchell es más visible en sus relatos de ficción. De sus largos años de abstinencia forzosa da testimonio el relato «En dique seco»; el narrador que vuelve a Nueva York en «No me cabía en la cabeza» halla también su reflejo en el propio Mitchell, que en 1931 se embarcó en un carguero que llevaba madera a Estados Unidos desde Leningrado; los tres relatos finales del condado de Black Ankle, destilados a partir de recuerdos de infancia, dan sobrada cuenta del agreste ambiente en que se crió.

Pero tal vez la forma más segura y grata de saber quién era Joseph Mitchell sea leer sus crónicas callejeras y preguntarse con quién andaba. Los retratos que escribe están siempre cargados de afecto; de hecho, es lícito imaginar que con varios de aquellos personajes tenía verdaderos lazos de amistad. Muchos críticos han creído identificar un rasgo de carácter en la afición de Mitchell por la gente estrafalaria, aunque es difícil discernir si esa afinidad era la causa o la consecuencia de su trato. En una entrevista que concedió al Washington Post en 1992 no acaba de despejar la incógnita: «Uno escoge a alguien tan afín que, en el fondo, acaba escribiendo sobre sí mismo. Joe Gould tuvo que irse de casa porque allí no encajaba, igual que yo me fui de la mía. Después de hablar con él durante tantos años, Joe Gould se convirtió un poco en mí, no sé si me explico». Esta última frase es ciertamente ambigua, también en inglés: he became me in a way. Uno no sabe si interpretar que con el correr del tiempo Gould fue adquiriendo rasgos de Mitchell, si el narrador Mitchell le fue endosando sus propios rasgos al personaje Gould o si se trataba más bien de una auténtica simbiosis: Gould se convirtió un poco en mí y yo un poco en él.

Muchas veces se ha planteado la duda sobre las dosis de ficción que Mitchell puso en su obra periodística. En lo relativo a su calidad literaria es una cuestión del todo baladí, pero es preciso apuntarla aquí porque ha dado pie a bastantes polémicas y es además una pregunta lógica: sus personajes están tan logrados, son tan redondos en su especie, que uno tiende a dudar de su veracidad.

La distorsión es innegable, podría decirse incluso que está en la base de su obra. Cualquier historia contada incorpora, por el mero hecho de ser contada, elementos subjetivos y ficticios. La reordenación misma de la cronología impuesta por el flujo del relato supone ya una alteración de los hechos, cuya interpretación sería esencialmente distinta si se atuviera a la cronología real. Todo relato es un prisma que afea o embellece la realidad, pero que nunca deja de distorsionarla. Y eso es lo que sucede con Mitchell, ni más ni menos.

A esa deformación narrativa hay que añadir la asociada a la memoria, que tiene sus propios mecanismos para olvidar, falsear y reinventar el pasado. Muchas de las conversaciones y anécdotas que aparecen en estos reportajes serían difícilmente registrables en un bloc de notas o un magnetófono, con lo que hay que concluir que Mitchell componía cada escena elaborando sus recuerdos. Hasta qué punto compensaba las lagunas con fragmentos de su cosecha es materia para la especulación.

Sea como fuere, los protagonistas de sus semblanzas urbanas existían y, además, estaban vivos cuando se publicaron, de modo que Mitchell no podía apartarse demasiado de la realidad sin exponer su reputación o la del New Yorker. El propio Mitchell da fe del riesgo que corría en «Los cavernícolas» cuando una discrepancia de sesenta y tres centavos entre los hechos y su testimonio, fruto de un malentendido, se salda con una botella de ginebra hecha añicos contra la pared a escasos centímetros de su cabeza.

El ojo selectivo de Mitchell ha generado más entusiasmos que censuras, en todo caso. Desde su publicación, sus crónicas urbanas fueron aclamadas como obras maestras de un género híbrido que a mediados de los sesenta eclosionaría en obras como A sangre fría, de Truman Capote, y El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron, de Tom Wolfe, por citar dos exponentes de la «novela testimonio» y el «nuevo periodismo», y tendría otros epígonos ilustres como Norman Mailer y Hunter S. Thompson. El uso periodístico de técnicas literarias propias de la ficción no era nuevo ni fue un hallazgo de Mitchell. Lillian Ross, cofundadora del New Yorker, y A. J. Liebling, colega de Mitchell y gran amigo suyo, llevaban muchos años empleando las mismas técnicas con notables resultados. Pero cuando se publicó este volumen nadie había logrado llevarlas tan lejos como él. No se trataba de confundir la realidad y la ficción, sino de plasmar lo real como si fuera ficticio, un arte espinoso que Mitchell cultivó con insuperable maestría.

Uno de los secretos de la obra de Mitchell es sin duda la empatía. Si su estilo resulta tan difícil de imitar es en parte porque requiere un interlocutor capaz de prestar oído, de ser todo oídos como él lo era. Por más que una fracción de sus crónicas fuera de su cosecha, la base real existía. De hecho, es probable que sólo transcribiera una mínima parte de lo que aquellos personajes le contaban y que hubiera de pasar incontables horas sometido al martirio de sus confesiones y sus diatribas, de sus recuerdos, sus ilusiones y sus lamentos. Mitchell era un confesionario andante y ése es un oficio para el que se nace. Leer la confesión ya filtrada es para nosotros una bendición, pero recibirla en bruto sería a menudo un tormento que, sin embargo, nunca se percibe.

Lo más extraordinario es que esa empatía permanece y sigue viva para el lector, que la experimenta como una forma de nostalgia. Porque hay un sentimiento común que subyace a todas estas crónicas, un hilo conductor que las recorre y estructura: el duelo recurrente por los tiempos que se fueron y no volverán. Es ahí, en esa añoranza, donde la identificación con Mitchell es completa. De ahí deriva la conexión casi automática entre el autor y el lector, tan característica de su obra.

No se trata sólo de que estos reportajes nos remitan fugazmente a unos tiempos pasados e irrecuperables, como podría hacer cualquier foto en sepia. Sucede, además, que su tema mismo es la melancolía porque nos conducen a un pasado que se enrosca en otro pasado aún más remoto. Ese encabalgamiento de nostalgias resulta especialmente manifiesto en «La fabulosa taberna de McSorley», la crónica que encabeza y da título a esta colección: Joseph Mitchell pisó por primera vez el local en 1940, hace casi ochenta años. Pero esa taberna tenía ya entonces ochenta y seis años de historia. Y nos enteramos, para colmo, de que su primer dueño era también un nostálgico de tomo y lomo que forraba las paredes con antiguallas y viejos recortes de prensa. Y así, tirando del hilo, llegamos a una portada amarillenta del Times londinense fechada el 22 de junio de 1815 donde se alude, en una esquina, a una batalla librada en las proximidades de Waterloo…

La fabulosa taberna de McSorley es, por encima de todo, un monumento a la nostalgia, a una retahíla de nostalgias que se añoran sucesivamente. Como lector, es casi inevitable sentirse un eslabón más de esa cadena y concluir, con Peter de Vries, que «la nostalgia ya no es lo que era».

Joseph Mitchell era un nostálgico impenitente. Lo era ya de joven, cuando comenzó a escribir en Nueva York, lejos de su tierra, y lo sería en grado extremo de mayor, a medida que desconectaba de un presente cada día más ajeno para instalarse sin remedio en el ayer. En 2015 el New Yorker publicó un escrito póstumo de Mitchell extraído de unas memorias (o de una novela autobiográfica, no está muy claro) que nunca llegó a terminar. Se titula «El lugar de los pasados» y empieza así:

En el otoño de 1968, sin darme cuenta cabal de lo que me estaba sucediendo, comencé a vivir en el pasado. Hoy, cuando me paro a pensar en ello y voy sumando los años transcurridos desde entonces, me parece increíble: llevo más de veinte años viviendo en el pasado. Lo que quiero decir es que vivo en él la mayor parte del tiempo, tanto como me es humanamente posible.

Antes de proseguir debo aclarar que eso de «vivir en el pasado» no acaba de parecerme una expresión satisfactoria: podría dar a entender que me he convertido en una especie de anacoreta amargado. El caso es que no se me ocurre otra forma de decirlo.

En el otoño de 1968, cuando se instaló definitivamente en el pasado, Mitchell tenía sesenta años y llevaba tres sin publicar una sola línea. Su última obra, El secreto de Joe Gould, que retomaba la historia de «El profesor Gaviota» tras la muerte de su protagonista, había aparecido en 1965. De haber sabido que le quedaban tres largos decenios de erial literario habría podido pensar que su impotencia era una maldición ultraterrena del propio Gould, que se vengaba así de él por haber desvelado su secreto.

Según relata en el mismo escrito, por aquel entonces «acababa de pasar lo que cabría describir como un periodo depresivo». En lo que hace a esa depresión y a su lucha contra la página en blanco, Janet Groth, antigua colega y confidente suya, comentaba hace poco lo sintomática que le parecía la pasión de Mitchell por «La madriguera», el oscurísimo relato de Kafka sobre un roedor atrapado en un laberinto de túneles subterráneos de los que no puede ni quiere escapar. Las similitudes son tan palmarias que asustan: el roedor ya no es joven y vive en la más absoluta soledad, una soledad que sobrelleva con relativa entereza pese a sus sueños esporádicos de establecer alguna clase de contacto con el exterior; es un animal sumamente lúcido, de una lucidez que raya en la paranoia, y dotado de una extraordinaria sensibilidad que llena de sobresaltos el mundo subterráneo donde habita; es un ser laborioso entregado a una tarea inaplazable: la reparación, ampliación y custodia de su obra, una intrincada guarida que rara vez puede admirar desde fuera.

La madriguera de Mitchell era más luminosa, sin duda, pero tenía su buena ración de amargura. «No consigo acabar nada —confesaba cumplidos los ochenta años—. El mundo se ha convertido en un lugar pavoroso que ya no tolera la clase de escritura que yo hacía.» Se imponían entonces las estridencias de los años ochenta y la ciudad que amaba, la ciudad a la que había consagrado buena parte de su vida, le resultaba irreconocible. Él mismo se había convertido en una reliquia, un anciano con un sombrero anacrónico a quien nadie prestaba ya mucha atención. Es posible que la publicación en 1992 de su antología Up in the Old Hotel, y el reconocimiento que le reportó después de un ostracismo tan prolongado, llevara un poco de luz a sus últimos años. Esperamos de corazón que así fuera.

sobre este libro

La fabulosa taberna de McSorley se publicó por vez primera en 1943. Los reportajes, perfiles y relatos que reúne habían aparecido en el New Yorker, aunque alguno sufrió leves cambios al editarse en forma de libro. En 1992, la editorial estadounidense Pantheon los incluyó en la antología Up in the Old Hotel; en esa nueva edición (de la que hemos partido), Mitchell añadió siete piezas, cuatro de la misma época («El club de los sordomudos», «Santa Claus Smith», «La rubia angelical» y «No me cabía en la cabeza») y tres posteriores («Pasmo y espasmo», «Indios de las alturas» y «Las gitanas»). También recuperó «El profesor Gaviota», que en 1965 se había publicado en El secreto de Joe Gould junto con la crónica homónima que volvía sobre los pasos del bohemio ya difunto. Debemos expresar aquí nuestro agradecimiento a la editorial Anagrama y a Marcelo Cohen por permitirnos incluir su traducción en este volumen.

El libro está dividido en tres partes. Los veinte textos que integran la primera son reportajes periodísticos. Los cuatro de la segunda son relatos cortos de índole autobiográfica. Los tres últimos son narraciones ambientadas en el imaginario condado de Black Ankle, una recreación burlona (casi una parodia) de Robeson, en Carolina del Norte, condado donde la familia Mitchell tenía una plantación de tabaco y algodón.

a. g. a.

PRIMERA PARTE