Para Daniel, Román, Jorge,

Rebeca y Antonio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1. La carne frágil, antes del cobijo familiar

2. Una familia de dioses

3. Una familia corriente

4. Una familia sagrada

5. Prosaicos reflejos

6. Fantasmas contrapuestos

 

 

 

 

 

 

 

 

Los ensayos manejan ideas, las novelas personajes. Los mitos describen ánimos, sentimientos recurrentes de la vida. En contraste con prosas que prescinden de imágenes y música, el discurso mítico cuenta nuestra historia desde la historia de otros, con un procedimiento parecido al juego de las muñecas rusas. Propio y ajeno, dentro y fuera, ayer y mañana pierden así su recíproca extrañeza: lo particular de cada caso expresa también algo constante y general.

Las páginas siguientes rememoran cuatro leyendas que podrían decirse ocho, pues los mitos de Ishtar, Hera, Deyanira y María son también los de Gilgamesh, Zeus, Hércules y José. Sucesivas en el tiempo, mediterráneas en sentido amplio, iluminan modos distintos de asumir el destino «varón» y el destino «hembra». Cabría añadir que exponen etapas de una larga guerra, repleta de equívocos, con razones y cláusulas para divertidos armisticios.

La primera versión de este libro –cerrada hace casi dos décadas– ponía su acento en certezas que el tiempo fue puliendo y cambiando, hasta obligarme a reescribirlo por completo. De ahí que conserve el subtítulo, y no el título; aunque su asunto sea el mismo, su consideración actual proyecta luces y sombras bastante distintas.

 

 

 

1. La carne frágil, antes del cobijo familiar

 

La diosa más venerada en origen no es una madre, sino quien promueve y funda el ayuntamiento, un símbolo de voluptuosidad. Hay deidades de tipo materno, ciertamente, pero son diosas menores, que no suscitan tanta devoción popular. También hay deidades femeninas de senectud, como Hécate, con escasos fieles igualmente.

En su versión griega, esa diosa nace de un Cielo castrado por el Tiempo, cuyos genitales se mezclan con el mar océano. Llevados a la deriva, los restos formaron una blanca espuma –afros–, cada vez más densa, de la cual acabaría brotando una doncella que fue llamada por eso Afrodita. La parte inferior del cielo y la parte superior del mar habían producido un animal brillante y opaco a la vez, con el que amaneció la carne en su positividad inmediata, como vocación de goce.

Por donde iba pasando surgía la hierba, y el orden cósmico atribuyó a su persona el cuidado de los susurros, la risa y las chanzas. Era así Afrodita Pandemos, patrona de toda relación sexual, al mismo tiempo que Afrodita Urania, hija del propio Cielo, patrona del puro conocimiento; no en vano decimos que los amantes se «conocen» al copular. Vestida por las Horas, esa doncella se personó en la asamblea de los inmortales y sedujo sin demora a todos los dioses: ni uno solo omitió ofrecerse como esposo perpetuo.

La carne es del sexo femenino –Innana, Astarté, Melita, Cali, Venus–, y guarda un parentesco no aclarado con Eros, un vástago de Tierra y Caos que no es del todo encarnación. La naturaleza de éste parece más bien masculina, aunque ambigua, y lo que en su contrapartida femenina es inclinación a conocerse con otro él lo expresa como agitación de todo lo quieto, como movimiento constante.

 

Pero la diosa del amor no se repartió por igual a lo largo de las eras. Primero se derramó generosamente en la ciudad de Uruk, hace unos cincuenta siglos. Allí, celebrada con el nombre de Ishtar, impuso una sociedad que el cronista describe con trazos vivos:

Donde la gente bulle en atavíos de fiesta

y todos los días son feriados;

donde muchachos y mujeres de placer pasean su desnudez

llena de perfume. ¡Gobiernan a los grandes desde sus lechos!

Efebos y rameras, bullicioso mercado, festejo cotidiano en oasis que se ensanchan a costa de la inmensidad arenosa, muy poco a poco, con acequias delgadas como venas para nutrir sus huertas. En el centro del oasis más floreciente una fortaleza de arcillosos muros, y dentro de ella una multitud que se aprieta sin esfuerzo, fascinada ante la perspectiva de ver y hasta oler el rastro de cuerpos venerables, capaces de gobernar a los poderosos desde sus lechos. Por lo que respecta a la diosa de la carne, a Ishtar, dice el mitógrafo que:

Todos se inclinan ante ella, mortales e inmortales;

su palabra es suprema entre los dioses, su visión crea júbilo.

Está vestida de placer y amor,

rebosante de fibra, de encanto y voluptuosidad.

Es dulce en los labios; la vida está en su boca.

Es glorioso su aspecto, su cuerpo es bello, brillan sus ojos.

Reina de las mujeres, protectora de su estirpe,

sea una esclava, una doncella o una madre.

 

I

«Reina de las mujeres» es una situación práctica, que reflejan instituciones y costumbres. El estamento sacerdotal no está formado por eunucos –orgánicos o vocacionales– sino por hieródulas o rameras sagradas, a quienes incumbe administrar lo divino instruyendo a los jóvenes en el arte amatorio. De ahí que sus ofrendas a la deidad no sean de sangre, sino de aquel conocimiento que suscita esperma.

Mientras no incurran en actos de malicia o falta de dignidad, como frecuentar tabernas, el código de Hammurabi las protege del escándalo con los mismos preceptos que amparan la reputación de patricias casadas, aunque su estatuto social sea superior al de éstas. Como tales rameras, las hieródulas dan nacimiento a lo humano del hombre, suprimiendo el animal desorientado que habita a cada uno antes de probar los goces lúbricos.

Cuando se trata de civilizar a un salvaje, aquellas tierras prescinden de pedagogos y actores: envían a una cortesana para que «venza al hombre con su poder». Así le acontece a Enkidu, rival y luego amigo de Gilgamesh, que vivía obstinadamente unido a lo inculto hasta «yacer seis días y siete noches con una hieródula». Al igual que en la posterior historia semítica de la manzana y Eva, la mujer liquida el estado de naturaleza. Sin embargo, el mito sumerio es más explícito:

La ramera descubrió sus senos, su cuerpo,

él se acercó y poseyó su belleza.

Sin timidez, la mujer aceptó su ardor,

mostró el trato de una mujer fundiéndose en lujuria

al entrar su miembro en ella.

Una vez que Enkidu se sació de esos encantos

decidió salir en busca de sus bestias,

y al verle las gacelas huyeron,

los otros animales se apartaban de su cuerpo.

Ishtar es la hieródula llevada a su más alta expresión. Tiene la misma veleidad de Afrodita, y una audacia sin límites. Se acerca a los varones diciendo: «¡Deja que palpe tu vigor, extiende tu mano y acaríciame!». Ofrece matrimonio a Gilgamesh tras su victorioso combate contra el monstruo Umbaba, prometiendo que montañeses y gentes del llano le ofrecerán tributo. En respuesta, él comienza por una insolente pregunta:

¿A qué amante has sido fiel?

¿Cuál de tus pastores te ha gustado siempre?

Pero no será ocioso mencionar un episodio previo, que en cierto modo explica su conducta.

 

II

Ishtar concibió un día el deseo de bajar a la Casa Oscura, donde están retenidos los muertos, al parecer inspirada por el dios Luna y la inconsciencia, no menos que por una arrasadora ternura. Pretendía rescatar a parte de los mortales, concretamente «al hombre que dejó tras de sí a su viuda, a las doncellas arrancadas del regazo de sus amantes, al tierno infante desaparecido antes de madurar». Y como temía a Ereshkigal –su hermana gemela, reina de esas moradas–, antes de partir dijo a su chambelán que recurriera a varios dioses si no reaparecía en pocos días; le encomendó sobre todo ir en busca de Ea, dios de las aguas, si a los otros inmortales les diera por excusarse con cualquier pretexto.

Pero también puede decirse que no temía lo bastante a Ereshkigal, y que Luna sembró en ella una vanidad demente. Ni siquiera se condujo en el umbral de los reinos como un parlamentario, enarbolando bandera blanca, sino que gritó:

¡Abre la puerta, portero!

Si no abres para que entre

aplastaré la puerta, haré pedazos el cerrojo,

destrozaré el marco, trastocaré el dintel,

resucitaré a los muertos, que se comerán a los vivos

y serán así más numerosos.

Cuando el portero hubo comunicado estas novedades Ereshkigal palideció, apretando los labios hasta volverlos negros. Sin otro gesto, dijo al guardián que diera a la recién llegada el trato ordenado por la antigua costumbre.

Volvió el portero a su puesto y descorrió los cerrojos, añadiendo:

Entra, señora mía, para que esta ciudad

pueda regocijarse sobre ti,

para que en el palacio de la Tierra sin Retorno

se celebre tu presencia.

Tras la gran puerta había otras siete, y antes de cruzar cada dintel el portero iba despojándola de una prenda. Primero fue la corona, luego los pendientes de su cabeza, los collares del largo cuello, los ornamentos de sus senos, el ceñidor de las caderas, los brazaletes de sus manos y pies, la clámide que le ceñía el cuerpo. Ishtar preguntaba al guardián el porqué de cada despojo, y éste respondía que tales eran las leyes del mundo subterráneo. Desnuda al fin, como exigía la antigua costumbre, fue puesta en presencia de su hermana.

Corrió entonces hacia ella, con ánimo de abrazarla, deslumbrante en su perfecta desnudez. Pero antes de poder tocar a Ereshkigal quedo inmovilizada por sesenta miserias corporales: «Miseria de los ojos, miseria de los flancos, miseria del corazón, miseria de los pies, miseria de la cabeza... miseria de todo el cuerpo». Impasible mientras Ishtar agonizaba, Ereshkigal le murmuró al oído que era una necia, incapaz de cumplir su parte en el concierto del mundo. Y así hubo de ajarse la diosa del amor carnal, la altiva Ishtar. Sin embargo,

desde que ella descendió al lugar sin retorno

el toro no se arquea sobre la vaca

el asno no impregna a la borrica,

en la calle el hombre no persigue a la doncella.

Al poco agoniza también Ereshkigal. Está rota la proporción cósmica, y queda en precario la continuidad del movimiento. La semilla ya no es invocada a su largo viaje por Ishtar, ni protegida por su hermana de los ávidos muertos. Una abrasadora sequía cayó sobre la tierra.

El sabio Ea, dios de las aguas, se formó entonces la imagen de alguien ajeno a la razón del perecimiento, y cuando lo hubo soñado surgió Ashusnamir, un ser sin sexo. Ea le instruyó para que se acercase a la señora de la Casa Oscura y pronunciara una fórmula lacónica: «Lo de dentro con lo de dentro, lo de fuera con lo de fuera». Pero el conjuro fue eficaz. Cuando Ashusnamir logró estar ante ella y hablar, Ereshkigal se incorporó llena de vigor, preguntándole qué quería a cambio de su cura.

El ser sin sexo señaló el pellejo arrugado donde en otro tiempo resplandeciera Ishtar. Otra versión dice que se limitó a pedir el agua de vida custodiada por Ereshkigal, para rociar con ella al cadáver. En cualquier caso, cesó de inmediato la canícula; ríos subterráneos se derramaron sobre la tierra, que absorbía su humedad exhalando los aromas más deliciosos. El asno montó a la borrica, el toro impregnó a la vaca, la doncella fue perseguida por el varón.

No obstante, Ereshkigal obraba forzada por la astucia de Ea. Consideró excesiva la petición de Ashusnamir y accedió a disgusto, maldiciendo el abuso. Cuando sus protestas terminaron hizo saber que el retorno de su hermana a la superficie exigía el ingreso de otro en su lugar.

Acompañada por dos pavorosos guardianes, Ishtar hizo el camino de regreso entre llantos, y donde sus lágrimas caían iban brotando árboles de ácido fruto. El pastor Dumuzi, su esposo, había preparado un ágape de bienvenida, aparentemente ajeno a la gravedad de su situación. Se acercó a ella como siempre, solícito y sintiéndose corto de méritos. Ishtar le reprochó entonces que se ocupara de frivolidades, cuando ella debía pagar rescate para seguir viva. Acto seguido exigió que hallara de inmediato alguien innecesario, alguien que pudiera faltar sin merma sensible del mundo.

Dumuzi miró alrededor. Los dioses estaban ebrios ya de ambrosía. Allí se solazaban Ea y Anlil, Anu, Tiamat y los demás que rigen el curso de las cosas. Estaban también los servidores, que le eran tan queridos como su propia vida. Divisando a Ashusnamir, apuntó hacia él. Pero cuando Ishtar vio que se trataba del ser asexuado golpeó el suelo con impaciencia: no podía servir de rescate alguien irretenible en el subsuelo. En realidad, nadie inútil divisaba allí salvo su propio consorte.

No le hizo falta hablar para que sus guardianes rodeasen a Dumuzi. Dicen que iba profiriendo desgarradores lamentos, mientras le arrastraban al reino sin retorno.

 

III

Esta peripecia ayuda a entender por qué Gilgamesh contesta con rudeza a la diosa, cuando al fin están frente a frente. Nacido de cierto daimon y una celeste, Gilgamesh tenía dos terceras partes de dios y una de hombre. Su divisa era avanzar sin miedo, conseguir la fama de quien cayó luchando. Había logrado no rendirse ante el hombre más vigoroso –el bestial Enkidu–, del que luego sería inseparable compañero.

El sol le dio la virilidad

la tormenta le dio el heroísmo.

Largo como varios su miembro,

la forma de su cuerpo es perfecta.

Ishtar le ha pedido caricias, extendiendo la mano para palpar su vigor. Él ha rechazado todo contacto. Le indignan sus «torpezas, lascivias y hechizos», su falta de fidelidad. A eso añade refinados insultos:

Eres un brasero que se apaga con el frío,

una puerta trasera que no resiste a la tormenta,

un palacio que los héroes han saqueado,

una trampa mal disimulada,

pez que ensucia a quien lo toca,

piedra caliza que se desprende de la muralla,

amuleto incapaz de proteger en tierra enemiga,

sandalia que oprime el pie de su dueño.

¿Acaso es Gilgamesh un adepto de la castidad? Al contrario, el cronista cuenta que su lujuria era una fuente de inquietud para los patricios: en sus correrías por Uruk no respeta ni a los mancebos ni a las vírgenes ni a las hijas casaderas del estamento militar ni a las casadas con ricos. Se siente legitimado para catar los cuerpos como se prueban los vinos de palma, y derrama su simiente donde quiere.

Día y noche suelta el freno a su arrogancia.

No deja al hijo al lado de su padre,

no deja a la doncella al lado de su madre,

ni a la hija del guerrero ni a la esposa del noble.

En otras palabras, reclama para sí el privilegio atribuido a Ishtar y sus sacerdotisas. Reprocha a la diosa sus veleidades como lo haría un rival. Parece ultrajado por una gula superior a la suya, que tras las promesas de esponsales oculta una propuesta de domesticación. Ante el mudo asombro de la diosa, cierra sus palabras con una sentencia donde laten ya hipocondría, temor al agotamiento e imágenes de despilfarro:

Amaste al león, perfecto en su fuerza,

pero le cavaste siete veces siete trampas.

Amaste al semental que se enardece en la batalla,

pero le sometiste a brida, espuela y látigo;

le destinaste a galopar catorce horas diarias

y le diste de beber agua lodosa.

La reacción de Ishtar es un conclave de dioses. Quiere que se cree un toro celeste, irresistible en empuje, y le es concedido ese deseo. Pero el toro cae derrotado. Enkidu descuartiza al animal, lanza una de sus patas al rostro de la diosa. «Si pudiera atraparte», añade, «como a él te trataría, y colgaría sus entrañas a tu cuello como una guirnalda». Tras la afrenta, Gilgamesh convoca a los inventores, a los artesanos, a las tañedoras de lira, y Uruk le celebra como al más glorioso de los héroes. Ishtar ha convocado a sus sacerdotisas, a las mozas de placer y a las rameras del templo, para gemir todas juntas sobre el cuarto trasero del animal.

Pero la noche misma del triunfo Enkidu sueña su inmediato destino. Como el fruto roído de gusanos, que cae hacia dentro, va agostándose ante los ojos espantados del amigo. Recuerda entonces con nostalgia su vida anterior, y maldice a la ramera que le arrancó de ella con siete noches y seis días de lujuria:

¡Ea, moza, voy a decretar tu destino,

un destino que no acabará nunca!

Serás una perra que huye por los campos.

La sombra de una pared será tu paradero.

El acosado y el borracho te golpearán.

Enkidu oyó en ese momento voces de Shamash –dios del sol, la justicia y la profecía–, que rasgaron el velo de amargura como un grito deshace algún encantamiento. Shamash le reconvino por su ingratitud, e incapaz de revocar la maldición Enkidu añadió a ella una bendición:

Te amarán reyes, príncipes y nobles.

El que está a una legua de distancia se golpeará el muslo,

el joven desceñirá su cinto.

Por ti será abandonada la esposa,

aunque sea madre de siete hijos.

 

IV

Sigue la muerte de Enkidu, decretada por los celestes. Confiando aún en la fuerza del amor y el rito, Gilgamesh llora por él seis días y seis noches, hasta que ve surgir de su nariz un gusano. Es evidente que el destino del hombre más heroico no difiere del destino de cualquier otro. El amigo ha vuelto a ser tierra: «No ha caído en el campo de batalla; el mundo inferior lo ha apresado». Al superviviente sólo le queda peregrinar en busca de la vida, con la oscuridad como horizonte. Todas las peripecias son ya amargas. Como quien suplica cuartel a un enemigo implacable, Gilgamesh es un mendigo sin honor, que por doquier busca un modo de hablar con el amigo muerto, un modo de saber que significa estar convertido en polvo. Al fin ve abrirse una puerta en la montaña, y tras doce leguas de negrura batidas por el viento aparece Siduri, la diosa tabernera. Ella le aconseja algo ya imposible:

Llénate el vientre,

goza de día y de noche.

Celebra cada día una alegre fiesta.

Ponte vestidos flamantes,

lava tu cabeza y báñate.

Cuando el niño te tome de la mano,

atiéndelo y regocíjate.

Y deléitate con tu mujer, abrazándola.

Un esfuerzo final empuja a Gilgamesh hasta el único hombre sempiterno, constructor del arca que salvó a la especie del Diluvio. Pero Utnapishtirn –luego llamado Noé– sólo puede ofrecerle una planta rejuvenecedora. Como cualquier otra cosa externa, la planta está expuesta al robo, y así sucede muy pronto, por mediación de una astuta serpiente. No queda más que denuedo ante el dolor y la tristeza:

Suspirando o gimiendo, seguiré adelante.

Pero seguir adelante, así, es mudar el curso de las cosas. Como otros héroes, Gilgamesh gana su batalla después de muerto, cuando reaparezca un rey masculino para todos los dioses. Ishtar ha sido afrentada, maldecida. La ramera ya no es sagrada; es tan sólo objeto de sórdida codicia. Pagará el acoso del borracho y el perseguido con insensibilidad.

Por su parte, el nuevo rey celeste se calca a imagen y semejanza de Gilgamesh, sin límites ya en cuanto a longevidad y fuerza. Será él, no ella, quien se consienta las veleidades y hechizos reservados antes al fruto del firmamento y las aguas, amparándose en la fuerza bruta de su constitución viril. Lo venerable no es ya el caos líquido del orgasmo, sino un puente entre pasado y futuro: esa fecundidad organizada patriarcalmente que representa la esposa.

Temida, secretamente deseada, Ishtar perderá su dominio indiscutido de la superficie como señora del amor y la guerra. Quien se instala en el hueco que ella deja es un símbolo femenino hecho a escala doméstica, aunque resuelto a la revancha.

 

 

2. Una familia de dioses

 

Gracias al engaño de su madre, Zeus evitó ser devorado –como sus hermanos mayores– por el padre Cronos, y a su debido tiempo le castró. También este había castrado al padre, Urano, con ayuda de su madre. Cupo a Zeus, pues, interrumpir el habitual derrocamiento del rey–dios por conspiración de la esposa y un hijo.