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VIDRIERA ROTA

 

Aguja de Marear

 

1976

 

 

José Antonio Gracia Ginés

 

 

 

© José Antonio Gracia Ginés

© VIDRIERA ROTA 2 - Aguja de Marear

 

Diseño portada: Ramón Cubero Tomás y José Ángel Aznar Galve

 

Primera edición: 2018

 

ISBN formato epub: 978-84-685-2584-6

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Esta es una obra de ficción, por lo que cualquier parecido con personas vivas o muertas será simple coincidencia. No obstante, hay personajes históricos que aparecen con sus verdaderos nombres, sin embargo, las circunstancias, situaciones y forma de comportarse en la novela es pura ficción y no se corresponde con la realidad.

 

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

 

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

 

 

 

 

Quiero agradecer a José Ángel Aznar y a Ramón Cubero no solo su diseño para las portadas y contraportadas de este trilogía sino también su colaboración en todos los proyectos en que hemos participado.

 

 

 

 

 

1

 

 

Mac bajó del tren al tiempo que alzaba el equipaje con la mano derecha hasta hacerlo reposar en el hombro. Avanzó dos pasos y se detuvo para observar la estación. Estaba en el andén cuatro, sobre él el techo, a varios metros de altura. Lo observó con una sonrisa. La estación de Francia era una construcción perfecta que recordaba el estilo de la torre Eiffel con todas sus vigas de hierro ensambladas. Un estilo arquitectónico que no pudo menos que fascinarle.

Introdujo la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y se encaminó siguiendo a los pasajeros hacia la salida. Sus ojos se paseaban ahora por toda aquella abigarrada fauna humana que desfilaba o permanecía sentada o de pie esperando la llegada y salida de trenes. El altavoz anunciaba la partida del Rápido con destino a Madrid. Una chica clavó sus ojos húmedos en él y a Mac le costó trabajo apartarlos tropezando con un niño.

Era finales de agosto, su camiseta blanca permanecía levemente humedecida por la transpiración allí donde reposaba el equipaje.

No había nadie esperándole, aunque era algo que ya esperaba. Durante aquellos dos últimos meses había viajado a Barcelona en varias ocasiones, para la matrícula del curso y buscarse trabajo. La academia estaba en la Portaferrisa, en un edificio antiguo, primer rellano, en donde habían unido dos pisos. En la pared, a poco de entrar, se veía un mapa titulado els països catalans. Mac había fruncido el ceño al contemplar los territorios absorbidos en el mapa, que parecía exhalar un tufillo imperialista. No obstante su sonrisa fue de lo más risueña cuando la directora le atendió. Una mujer mayor, de rostro rectangular, portando sus arrugas con gran dignidad y actitud de buena y antigua escuela, castellano perfecto con acento catalán. No admitían a cualquiera a pesar de sus calificaciones y aún menos con las que él aportaba. Mac se vio obligado a responder un pequeño examen oral. Se sintió más ofendido que molesto, aunque no supo precisar si por la evaluación simplemente, o por ser ésta posterior a haber contemplado el mapa. Tuvo la sensación de ser catalogado como el típico baturro, no ya cateto, que emigraba a la gran ciudad.

Se matriculó en clases nocturnas y algo le decía que no iba a ir bien. Aún no hacía el año que había muerto Franco y estaban renaciendo viejas pasiones. Se hablaba de nacionalidades históricas, de autonomías, de pactos y de restaurar el catalán, algo que Mac no terminaba de entender. Tenía ahora diecisiete años recién cumplidos y desde los tres que oía hablar aquel idioma por la televisión de su pueblo, que recibía la emisión vía Tarragona. Era un programa titulado “Teatro Catalán”. No dudaba que hubiera estado reprimido, incluso con saña al principio de la posguerra, pero la prohibición hacía tiempo que se había relajado lo suficiente como para que la emisora televisiva, que dependía del Gobierno, emitiese en lengua catalana. Así que no creía que la prohibición fuera tanta como afirmaba la gente. Estaba convencido que el apasionamiento de la transición los estaba haciendo caer en la exageración. Opiniones todas que se callaba, como su impresión del mapa, detrás de una encantadora y amigable sonrisa no exenta de ironía bajo su extrema candidez, para todos aquellos que conocían al muchacho.

El trabajo era mucho más difícil de encontrar. Habían empezado a escasear tres años antes como consecuencia de la crisis del petróleo. Crisis que, no obstante, favoreció a Andorra, ya que buscaron alternativas energéticas en el carbón. Y así, su pueblo, que había empezado a languidecer en la década de los sesenta y primeros años de los setenta, bajo la amenaza del cierre de las minas, tuvo una nueva época dorada. En 1972 desapareció la Empresa Nacional Calvo Sotelo y fue reemplazada por Endesa. Las minas trabajaban a buena marcha, hacíanse planificaciones de explotación a cielo abierto y aquel mismo año del 76 comenzaba la construcción de una central térmica, cerca del final del término de Andorra, al lado de la carretera que unía a ésta con Calanda.

El trabajo en el pueblo parecía asegurado durante unos cuantos años, pero no así en Barcelona para los que buscaban su primer empleo. Mac se encontró con el problema de que todos pedían experiencia, ¿y qué experiencia iba a adquirir si no le dejaban trabajar? Sin embargo de momento aquello no le preocupaba por la sencilla razón de que tampoco lo había buscado en serio. Aquel veinticinco de agosto todavía le quitaba menos el sueño. Llevaba poco equipaje encima y encaminó sus primeros pasos hacia un kiosco. ¿Tenían callejeros? Le vendieron un librito. Buscó la calle, luego la página donde estaba dibujada en el plano. En plenos bajos fondos. Emitió una alegre risita. No podía ser de otra manera.

¿Dónde estaba la estación de Francia? Pasó las páginas hasta hallarla. Podría acercarse andando.

Miró el reloj. Sus tíos se preocuparían por su tardanza, pero no le importaba. ¿No se habían empeñado que fuera a Barcelona? Allí estaba la hermana de su madre, estaría más controlado que en Zaragoza donde no vivía ninguna. Estaban preocupados por lo que fuera a hacer con sus antecedentes. Él protestó y se opuso, aunque poco puesto que sus verdaderas intenciones eran ir a Barcelona.

Caminó calle abajo sintiendo el sol caer a plomo mientras sus pies daban pasos lentos y constantes conduciéndole hacia el puerto. No tardó en ver la reproducción de la Santa María reposando en las negras, puercas y malolientes aguas. Enfrente, Colón, con el dedo eternamente señalando el mar, hacia el este cuando su ruta fue al oeste, de allí ascendía las Ramblas con una fauna humana aún más pintoresca que la de la estación; a la izquierda, las Atarazanas.

Consultó el callejero nuevamente antes de empezar a ascender las Ramblas, luego torció a la izquierda adentrándose hacia el barrio chino pensando que aquellas callejuelas eran iguales en todas las ciudades, hasta los rostros de las personas eran los mismos que en los bajos fondos zaragozanos.

Alguno siguió con la vista el equipaje que llevaba colgado del hombro, pero en general no se fijaban en él influenciados por su forma de caminar, la típica de quien es un habitual de aquellas calles.

La casa tenía la puerta estrecha, alta y no estaba cerrada; el interior, oscuro desde que un año antes se fundieran la bombillas. Subió al segundo piso por unas escaleras retorcidas aún más estrechas que la puerta. Dejó paso a una enorme matrona, de papada colgante y culo himaláyico, que bajaba a comprar con un carro desvencijado de ruedas chirriantes. Tuvo que hacer equilibrios para dejarle pasar amagando aún más su delgado vientre haciendo sitio. Ninguno de los dos saludó excepto la mirada despreciativa de la fulana y la burlona de él.

Sólo había dos puertas, la posibilidad de equivocarse del cincuenta por ciento, ya que ninguna estaba señalada. Tocó el timbre de la primera. Esperó. Nada. Llamó una vez más insistentemente. Alguien farfullaba encaminándose a la puerta. Abrió un chico delgado, de su edad, algo más corpulento que él, desnudo de cintura hacia arriba, descalzo, con la impresión de haberse puesto los vaqueros en aquel mismo instante. El cabello, negro como la noche; una pelusilla ensuciando el rostro; ojos oscuros. Tenía su misma estatura y le contemplaba intrigado.

- ¿Qué coño quieres? Ahora no tengo nada.

El rostro le resultaba conocido aunque no terminaba de recordar quién era. Un equipaje. Seguro que se lo querría ceder a cambio de una papela. Afirmaría ser de su hermana, o de su padre, o suyo, que se lo dejaba en depósito hasta que tuviera dinero. Todo producto robado.

- Ya veo que no tienes nada, ya - rió divertido Mac deslizando los ojos arriba y abajo en aquel cuerpo- ¿No habré interrumpido? -no podía evitar un tono de cachondeo. Cuatro años sin verse y tenía que ser justo en aquel momento.

El otro enrojeció. Sus cejas se movieron peligrosamente.

- ¿Puedo pasar? -preguntó Mac sin dar tiempo a nada.

- ¡Claro que no! ¿Qué te has creído?

La voz era más madura, pero persistía la cadencia de antaño. Mac estaba seguro que la habría reconocido incluso de espaldas.

- Podríamos compartirla -sus ojos se destornillaban.

- ¡Te vas a ganar una hostia, chaval!

- Tenemos una pendiente, ¿o no te acuerdas? La que nos jodió Chema.

El rostro de Germán fue un poema.

- Mac -farfulló-, maldito hijo puta, podías haber dicho que eras tú. Pasa.

- Pensaba que me reconocerías. Yo no he tenido problemas.

- Estás muy cambiado.

- ¿Quién es?

La voz salió del dormitorio.

- Nadie que te importe -contestó Germán-. Será mejor que te vayas.

- Pero no puedo irme así.

La voz era gimoteante, exenta de sensualidad.

- Perdona un momento -dijo Germán. Se encaminó al dormitorio. Mac no entendió lo que murmuraban, pero Germán estaba irritado. Al poco salió una joven de diecinueve o veinte años, avejentada al estar en puro hueso, hizo una mueca despectiva a Mac.

El Negro cerró la puerta de la calle y se volvió.

- Cuéntame -dijo alegremente-, ¿qué haces aquí? ¿Cómo me has localizado?

- La postal que me escribiste hace año y pico para Navidad. Fuiste tan gilipollas que pusiste el remite.

- Ah, vaya -murmuró torpemente. Sonrió-. Y aprovechas las vacaciones para venir a visitarme. Eso es un amigo.

- He venido a quedarme.

La sonrisa desapareció.

- ¿Cómo a quedarte?

- Estoy buscando trabajo y he pensado que tú...

- ¿Yo? Ni siquiera tengo curro para mí.

- Pero te ganas bien la vida. Bueno, bien, ya me entiendes, para ir tirando, como el Chema, vaya.

Los ojos de Germán se tornaron metálicos.

- ¿Qué me estás reprochando?

- Yo, nada.

- Estás en plan cínico. ¿Qué esperabas de mí?

- Esto precisamente. Incluso que estuvieras enganchado.

Señaló las marcas de las venas en ambos brazos.

- No has tardado mucho -añadió.

El rostro de Germán era puro mármol.

- Mira, Mac, no necesito que vengas aquí a sermonearme.

- ¿Quién sermonea? ¿No será que sabes que estás en pecado y ves fantasmas?

- El Mac que era mi amigo habría aceptado mi vida.

- Y el Negro habría impedido que me autodestruyera.

- Yo no me autodestruyo.

- Lo estás haciendo desde el día que huiste del hospital. Niégalo si tienes huevos.

Hubo un instante de silencio. Luego Germán se sentó pasando una mano por el cabello en un gesto muy expresivo. De pronto pareció mucho más joven, diminuto en aquel sofá gris con grandes manchas haciendo juego con las de humedad del estrafalario empapelado que cubría las paredes. Al fondo, una puerta, sin ella, daba paso a la cocina en donde se observaba la pila llena de cacharros sin fregar. Otro marco accedía a un renegrido pasillo.

- Mierda, Mac -gimió-, ¿por qué has venido?

- Tenía ganas de verte -respondió afectuosamente.

Germán miró a su amigo. Volvía a tener el cabello largo, aunque no tanto como antes, el rostro más alargado. Se había enreciado, aunque menos que él. Los ojos no eran muy diferentes, no se veía en ellos la expresión desesperada de presa acorralada, pero seguían sin tener paz, sin embargo nadie habría adivinado al verlos que aquel muchacho había buscado la muerte cuatro años antes. Cuatro años. Parecía haber salido del pozo, confió Germán, él en cambio había ido hundiéndose más, limitándose a sobrevivir cada día.

- No es tan fácil cambiar. Tú tenías todos los ases en la mano y lo aprovechaste.

El tono de desesperanza irritó a Mac.

- Y tú lo rechazaste. Se te ofrecía una familia.

Fue un latigazo en pleno rostro. Germán no esperaba que se lo echara en cara.

- No podía aceptar. Esperaba que lo comprendieras.

- Lo comprendí, pero estábamos equivocados.

- Eso ya no tiene ninguna importancia, está hecho y no se puede cambiar.

Llevaba el cabello de forma que aparentara más edad. Los músculos suavemente dibujados. Sin embargo en aquellos momentos a Mac se le hizo tan desvalido como siempre.

- No puedes quedarte -murmuró Germán.

- ¿Te avergüenzas de mí?

El Negro endureció los ojos.

- Eres un capullo. Esta no es vida para ti.

- ¿En qué lío estás metido?

Germán pestañeó.

- ¿Qué quieres decir?

- Durante tres años no sé una palabra de ti y de pronto una postal. Comprende que es raro.

- No iba a escribirte todos los días.

Estaban en un callejón sin salida. Había transcurrido un tiempo esencial para su amistad aunque se esforzaran en aparentar que no era así. Mac lamentó haberle visitado, habría sido mejor dejar aquello en el recuerdo.

Se levantó mustio. Tenía que irse. Entregó la dirección de sus tíos. ¿Cuándo podrían verse y salir juntos?

- Ya te avisaré. Te enseñaré la ciudad.

Una amabilidad forzada.

 

 

 

 

 

2

 

 

La casa de sus tíos estaba casi en la otra punta de la ciudad. No tuvo dificultades de llegar a las Ramblas, ascender hasta la plaza de Cataluña y coger el Metro. El colegio no estaba lejos del barrio de Germán, no tendría dificultades para hacer escapadas y comprobar cómo estaba su amigo. En una cosa había tenido razón el Negro, el antiguo Mac no habría rechazado su forma de vida, se habría implicado en ella. Aún no estaba seguro que no lo hiciera.

En Sagrera hizo trasbordo. Se apartó para no tropezar con un indigente que pedía limosna. Un falso tullido que no sabía fingir a los ojos expertos de Mac. El sabía hacerlo mejor.

Bajó en la plaza de Virrey Amat. Echó un vistazo a las carteleras del cine. A su espalda unos niños jugaban en los toboganes con gran escándalo. Descendió por la calle de La Jota. Le llegó olor a basura desde un solar vallado a su derecha. En tiempos solían poner allí ferias para la chiquillería, pero desde que lo tapiaron que sólo servía de vertedero ilegal frecuentado por ratas y críos, principalmente en las proximidades de San Juan, para obtener todo tipo de muebles con que alimentar las hogueras. Se detuvo en la puerta lateral del cine; las carteleras eran las mismas que en la plaza. Siguió descendiendo.

No podía dejar de pensar en Germán, en la forma como había desperdiciado su vida. Sí, entonces era un chiquillo, y aunque fuera muy maduro, por la vida que había llevado, no dejaba de ser un niño que tomó una decisión equivocada. Ahora era un muchacho metido en el laberinto de las drogas y que no las abandonaría tan fácilmente. Mac tenía ya experiencia en ellas y lo sabía. También él las había probado, empezaban a circular por Andorra desde que se iniciaron las obras de la central térmica, con un aumento masivo de la población. Durante un tiempo había sido un consumidor tenaz de canutos hasta que consiguió poner coto para esnifar heroína aquel año. Era hipócrita que intentara librar a Germán de la toxicomanía cuando él estaba cayendo en ella en picado. Aquel era el motivo de la insistencia de su familia para que estudiara en Barcelona en vez de Zaragoza; al menos estaría más vigilado.

Efrén en cambio... Hacía meses que no lo veía. Incluso en el pueblo coincidían de tarde en tarde. Era curioso cómo las amistades de la infancia acababan enfriándose.

No quiso pensar. Era absurdo. Germán lo había dicho bien claro, lo hecho no se puede cambiar.

Llamó al timbre. Por el contestador automático apareció la voz de su primo. Antes de llegar al primer piso lo encontró bajando como un torrente. Dani se abalanzó sobre él abrazándolo. Mac trastabilló y si no se hubiera agarrado a la barandilla al verlo galopar habrían rodado los dos por las escaleras. Por alguna razón que ignoraba aquel crío de seis años, alto para su edad, nervioso y aturullante lo idolatraba.

La vivienda poseía un recibidor pequeño con una puerta a la derecha que daba a la cocina, otra enfrente que comunicaba a un comedor amplio del cual salía un pasillo corto, con el tamaño suficiente para albergar las puertas de cuatro habitaciones y el servicio.

Su tía le esperaba a la entrada. Él un beso en cada mejilla, ella al aire en actitud fría.

- ¿Dónde has estado todas estas horas?

Mosqueo.

- He aprovechado que era temprano para buscar trabajo.

- ¿Trabajo tú? -más mosqueo-. Si quisieras trabajar en el pueblo sobra ahora.

Era una mujer de estatura mediana, bien proporcionada, cuellicorta, rostro abigarrado y desconfiada. Movía la nariz como si quisiera olfatear algún olor característico en su sobrino, desconcertándose que no fuera así. Se secaba vigorosamente las manos en un delantal de tela de toalla, con el bolsillo izquierdo semirroto y colgante, que cubría sus rodillas huesudas hasta unas pantorrillas atractivas en tiempos y que lo seguían siendo cuando se acicalaba. Los pies eran pequeños introducidos en algo que Mac no supo distinguir entre zapatillas o chanclas. Escudriñaba al chico con ojos fieros faltos de astucia en una severidad forzada. Manos regordetas con dedos anchos y cortos, uñas rotas a pesar de su empeño porque fueran largas y bonitas, palmas rugosas de trabajadora y hombros redondos y fuertes. Su voz era levemente aguda y casi nunca severa evidenciando su actual tono guerrillero la incomodidad que ello le creaba.

- Ya -respondió Mac-, pero allí no puedo seguir mis estudios.

- Sí, todos sabemos cuáles son los que te gustan.

- ¿Cualos mamá?

- Vivir sin dar golpe -contestó risueño.

- ¿Sií? -circunspecto. Luego cayó en la cuenta-. ¡Anda ya!

- ¿Y el tío?

- En el taller, trabajando -apuñaló.

- ¿No necesitará un ayudante?

- Eso tendrías que preguntárselo a su jefe.

- Podría hablar de mí si acaso.

- A tu tío no le gusta recomendar a nadie, porque le pueden hacer quedar mal -nueva puñalada.

- Yo no lo haría.

- Permite que lo dude -otra, la tercera.

- ¿Por qué, mamá?

- ¿No tienes nada que hacer?

- No -respondió inocentemente.

- Nunca he hecho quedar mal a nadie.

Trataba de no demostrarlo, pero se sentía dolido.

- Mac, todos sabemos cómo eres y lo que has estado haciendo últimamente. Te he recogido porque eres el hijo de mi hermana, pero no me hace gracia que estés aquí, sobre todo por el ejemplo que puedas dar a Daniel.

El muchacho sufrió para digerir el recogido, el tono, la frase entera y la mirada atónita de Dani.

- Tía, si os estorbo... -musitó.

- No te pongas gallito.

- No me pongo gallito -bajaba la voz para no enfurecerla más-. Pero si vais a estar con el culo prieto vale más que me busque una pensión.

- No consentiré que el hijo de mi hermana vaya a una pensión teniendo sitio aquí.

El hijo de su hermana, no su sobrino. Mac optó por callar. Demasiado enrarecido estaba el ambiente. Además, ¿qué podía decir? No le faltaba razón y la culpa era suya. No podía alegar inconsciencia cuando probó las drogas después de haber entrado en contacto en Zaragoza. ¿Curiosidad? ¿No querer ser menos que los nuevos amigos que se había echado? ¿Influencia de Germán? Realmente no lo sabía, ni en aquel momento se preocupó de ello, simplemente le apeteció y no pensó en nada más excepto pasar un buen rato. Hasta que llegó el instante en que se percató que empezaban a obsesionarle los porros y decidió dejarlos. La heroína. Le sedujo la idea de conocer sensaciones más fuertes. Pero no iba a ser tan estúpido como Nacho para caer en ella, simplemente la probaría. No se sintió estúpido, sí idiota perdido cuando la probó por segunda vez. Bueno, de todas formas, por dos veces no pasaba nada. Se daba cuenta, no obstante, que jugaba con fuego y su ánimo tampoco estaba tan predispuesto a evadirse de la realidad como tres años antes.

Tres veces.

Empezó a preocuparse cuando no supo decir que no a la cuarta. Había que cortar de raíz ahora que aún estaba a tiempo. Los descubrieron antes de conseguir su propósito, alguien se había ido de la lengua. Aguantó junto con sus amigos el sermón del sargento. Uno de sus compañeros no levantaba la vista del suelo avergonzado, otro tenía la comisura ligeramente torcida en actitud serena, aunque Mac sabía que era burlona. Quizá de los tres era él el único que se hacía cargo de la gravedad de la situación y que estaba preocupado.

Su madre fue citada al cuartel de la Guardia Civil. Por primera vez en su vida dio un soberano bofetón a su hijo. Había pasado medio año y el carrillo aún le dolía al recordar, sobre todo cuando esnifaba.

¡Si hubiera estado el padre Javier! se lamentaba Eulalia. Pero los Salesianos habían sido cerrados en 1974 y los Hermanos habían abandonado el pueblo. Desde entonces había habido cierto descontrol en la escuela andorrana que había perjudicado a su hijo.

Juan no estaba de acuerdo. El mismo problema había tenido Efrén y ahí lo tenían, completamente asentado, superado su problema de invalidez y dando ejemplo de buen estudiante.

Era lógico, argüía Mac para sí. Tal como estaban los trabajos Efrén sólo podía aspirar a estudiar y sacar adelante una carrera. Aunque no le gustara estudiar era el mejor sistema y su amigo era eminentemente práctico. Lo cierto es que se alegraba por él aunque sus derroteros los habían conducido a caminos diferentes. Lo que le fastidiaba era que Juan se lo pusiera fijo de ejemplo, con tanta intensidad como lo criticaba antes.

Lo peor que tenía Mac, y peor aún es que se daba cuenta, era su completo despiste. No sabía lo que quería, según afirmaban en casa. El opinaba parecido, sólo que su pensamiento era que no sabía qué hacer con su vida.

A los doce años la vida era fácil. Tenía unos objetivos sencillos e inmediatos. Pero todos ellos se fueron al traste después de aquel verano.

No superó el crimen que había cometido. Lo consiguió en el sentido que ya no le obsesionaba ni soñaba por la noche, pero en nada más. Había perdido el rumbo. En ocasiones se preguntaba si valía la pena vivir, en otras tenía la sensación de ser un recién nacido en un mundo extraño al que no conseguía adaptarse. Quizá fue eso lo que le recondujo finalmente a tontear con las drogas, aunque no estaba seguro de ello. Pudiera ser que el fondo era aquello, que las buscase como una forma de suicido lento o como medio de evadirse de aquella sensación de estar en un mundo al que no tenía derecho. Quizá el motivo estuviera allí y no en que le gustaran. A lo mejor se engañaba a sí mismo al afirmar que le agradaban y por eso fracasaba en su intento por abandonarlas, teniendo en cuenta que aún lo tenía relativamente fácil para conseguirlo.

O simplemente buscaba una excusa.

Simplemente justificarse.

Justificar su vicio.

Justificar su poco valor para enfrentarse a la vida.

Admiraba a Efrén su forma de afrontar y superar su problema. El no podía o no sabía o no quería o no se atrevía. No consideraba a Efrén ningún inválido. Él lo era más. No. Él era un inútil. No hacía nada por superarse, se dejaba llevar como antiguamente en Zaragoza por los acontecimientos. Protestaba, pero no se negaba a esnifar o fumarse un chino.

No decía nada. No hablaba con nadie del tema. Incluso empezó a esquivar a Efrén para disgusto de éste y el suyo propio. Pero no tenía redaños de ver la superación de su amigo mientras él se hundía.

Su madre pensó que no estaría de más que cambiase de aires, el ambiente de Andorra no le convenía. Quizá Barcelona. Allí podría acabar el curso que le faltaba e incluso trabajar de día, que no le iría mal. Barcelona. Podría visitar a Germán. No dijo nada, intuyó que de hacerlo sospecharan en una mala influencia por parte de su amigo. No, mejor Zaragoza. No, señor, Barcelona. Vaale. Aceptó mustio.

No le extrañaba la reacción de su tía, a quien su madre había contado todo para que lo vigilaran mejor. Mostrábase dura para que quedara claro que no permitiría tonterías de su parte. La realidad es que tenía miedo a fracasar. Barcelona. Con todo el vicio que había en ella y con los tiempos tan revueltos. ¡Controla a un chico de diecisiete años! Imposible. Primer paso: demostrarle quien mandaba allí. Segundo: novenas a Santa Rita, patrona de lo inviable. ¡Y Dani que estaba cieguecico con su primo! Y eso que le llevaba once años. Señor, Señor, que cruz.

No era ilógico que reaccionara bruscamente con todos los temores que sacudían su cuerpo.

 

 

 

 

 

3

 

 

Mac dejó el equipaje encima de la cama, lo abrió sacando las ropas y colocándolas en el armario. Dani estaba sentado en el lecho observándole silencioso. Le gustaba su primo porque siempre jugaba con él, le hacía caso y no le trataba como a un niño. En ocasiones hasta se olvidaba de que era mucho mayor que él. Fue el único que le escuchó, y en el que se refugió, cuando emigraron dos años antes a Barcelona y creía que ya nunca más vería el pueblo y sus amigos. Veía a Mac como el hermano mayor que no tenía y le imitaba como Mac, antes de empezar a crecer, había imitado a Juan.

- ¿Qué has estado haciendo?

- ¿Eh?

- ¿Que qué has estado haciendo? -repitió el niño.

- Nada -¿A qué se refería?

- ¿Y por qué dijo mamá que has hecho algo?

- Ah, eso. Travesuras.

Dani torció los labios. La respuesta no le satisfacía.

- ¿Tú no las haces?

- Yo soy un niño. Y tú un viejo.

Arrea.

Mac no supo qué contestar.

- No lo soy tanto como para sentar la cabeza.

- ¿Sentar la cabeza?

No recordaba haber oído aquella expresión. La tomó literalmente.

- Quiero decir que no soy tan viejo como para ser un chico formal.

- Ah, vamos, un gilí.

Mac se desconcertó. El renacuajo conocía la palabra gilí y no sentar la cabeza. Sí, posiblemente se hacía viejo.

- Hombre, tampoco es eso.

Siempre hablaba a su primo con la misma claridad como si tuviera su edad. Se preguntó si era aquella la causa por la que Dani estaba tan pendiente suyo.

- ¿Qué problemas tienes con los papás? -insistió el pequeño.

¿Intuición? ¿O es que no se le escapaba nada?

- No hay problemas...

- Sí los hay.

La mirada limpia del niño siempre le enternecía.

Tenía que darle alguna explicación o no le dejaría en paz. Y no tenía que ser una cualquiera, Dani no era un estúpido.

- ¿Me prometes que no se lo dirás a nadie?

Dani asintió con la cabeza.

- Me he portado mal y le han llamado la atención a mi madre. Ya sabes, igual que cuando tú haces algo en el colegio y les dan la queja a tus padres.

- ¿Te han castigado?

- Naturalmente.

- ¿Qué hiciste?

Mac se sintió cogido.

Demonio de crío.

Dani balanceaba las piernas expectante.

- Robé -mintió.

- ¿Robaste? ¿Tú? -incrédulo.

- Sí -pronunció intentando que el tono fuera lo más sincero posible. Prefería aquel embuste que no mentarle la droga. Tal como era su primo empezaría con más preguntas.

- ¿Te cogió la poli?

- Sí, claro.

- Pero no te han metido a la cárcel.

No señor, no se le escapaba nada. Tendría que ir con pies de plomo en aquella casa.

- Me quieren dar otra oportunidad.

- ¿Por eso están enfadados mis padres?

- Por supuesto. ¿Tú no lo estarías?

- No lo estoy.

Aquel crío era increíble. Ni siquiera parecía asombrado por la noticia.

- Pues deberías. Tú no debes hacerlo nunca.

- Ni tú tampoco.

- No lo haré.

- ¿Me lo prometes?

- ¿No te fías?

- No -y sonrió.

Tenía una sonrisa peculiar, entre divertida y burlona. Mac se lo prometió con cara solemne, lo que fue un error porque Dani no se lo creyó y se lo hizo jurar.

El niño no lo dejó solo hasta que llegó su padre poco después para comer. No hubo diferencias en la bienvenida, sólo que Pablo fue más tajante aún que su esposa. Que no se pensase que en su casa iba a hacer lo que le diera la gana, la puerta estaba allí. ¿Estaba claro? Mac asintió.

Después aprovechando que Dani había salido a jugar con los amigos, Pablo ido al trabajo y su tía fregaba los platos, volvió a su cuarto. Sacó del calcetín la papela de heroína que había escondido antes de emprender el viaje. Con ella en la mano izquierda, pasándola entre los dedos una y otra vez, paseó la vista por el dormitorio. ¿Dónde podía ocultarla? La habitación medía dos metros por dos y medio. No era conveniente un sitio muy rebuscado. Lo primero que mirarían, y lo iban a hacer aquello estaba claro, serían los escondites más recónditos. No sospecharían que pudiera estar a la vista. A la vista, ¿pero dónde? Y al mismo tiempo escondido. El armario descartado. La ropa también.

Sus ojos tropezaron en una pata de la cama. Había papeles doblados debajo de ella para que no cojeara. Estaba cruzada en la habitación, al lado de la ventana y tres de sus cuatro lados estaban pegados a las paredes.

Allí.

Era posible que no buscaran un papel entre papeles.

La levantó un poco.

Introdujo la papela.

Movió la cama.

No cojeaba.

Una cosa menos, pensó mientras terminaba de guardar la ropa en el armario.

De todas formas no estaba satisfecho. ¿Por qué había comprado la dosis si quería dejarla?

No quiso pensar.

No era conveniente.

En ocasiones cuanto más pensaba en dejarla más le apetecía.

Salió a la calle y paseó un rato por Fabra i Puig hasta la Meridiana, entró en el Canódromo y contempló dos carreras de galgos aburriéndose soberanamente. En aquellos momentos se sintió desplazado. ¿Qué hacía él en aquella ciudad? Su entrevista con Germán había sido un fracaso. Era el único motivo por el que había ido allí. ¿Estudiar? ¿El qué y para qué? Lo más inteligente era regresar al pueblo y ponerse a trabajar aprovechando que allí ahora había colocación, incluso ingresar en Endesa con un poco de suerte. No le importaba ya trabajar en las minas. La verdad es que no le importaba nada. Mac había muerto hacía mucho tiempo. Ahora era un ser que ni él mismo conocía y le daba igual trabajar como consumir la droga que guardaba en su habitación.

Pero no fue a buscarla, permaneció allí mientras anunciaban una tercera carrera.

 

 

 

 

 

4

 

 

Germán dio un puñetazo en la pared. Llevaba un rato paseando por la habitación como una fiera enjaulada y cuanto más pensaba más se enfurecía por la conversación con Mac. El muy... Y ni siquiera sabía distinguir los pinchazos en las venas de una enfermera principiante y manazas de los de un yonqui. Pues que creyese lo que quisiera, no lo desmentiría.

Se sentó.

Resopló.

¿Pero qué esperaba que hubiera hecho? ¿Qué habría hecho él, maldita sea? ¿Es que ya no se acordaba?

El teléfono le sobresaltó.

- ¿Germán?

- ¿Qué quieres ahora? -replicó agriamente.

- Nada, hombre, sólo hablar.

- No necesito que me evangelices. Además, ¿cómo sabes mi teléfono?

- Leí el número en tu casa. Venga, tío, reconozco que he sido un capullo, pero no podemos enfadarnos por eso.

Germán tardó en contestar.

- ¿Cuándo paso por tu casa? -insistió Mac.

- Ven mañana, hoy ya es tarde.

Creyó percibir la sonrisa de Mac a través del teléfono.

- Allí estaré.

Sinceramente Germán deseaba aquella conversación. El reencuentro había comenzado con muy mal pie teniendo en cuenta lo unidos que llegaron a estar antaño. Pero habían pasado cuatro años, mucho tiempo para la edad que tenían y habían cambiado. Posiblemente habían fracasado porque esperaban hallar al otro tal y como lo recordaban sin tener en cuenta que tanto él como el otro eran diferentes. Él al menos lo era. Habían desaparecido los tics y se había vuelto más agresivo. A los trece años evitaba las peleas, con casi dieciocho no rehuía ninguna a menos que fuera absurda, y absurda significaba que no le iba a reportar ningún beneficio. Su belicosidad había sido influencia de Mac, aunque también se dio la circunstancia, en el tiempo que huyó del hospital, que no tenía nada que perder.

Estuvo a punto de morir. Tenía intención de bajarse en la primera parada del autocar para despistar a su hermano, pero cayó en una semiinconsciencia de la que salió llegando a Barcelona. Durante dos días sobrevivió como pudo aumentándole la fiebre, siendo recogido al final por un hombre que lo llevó a su casa. Debía ser un mago o él que deliraba, no recordaba cómo fue, porque confesó su vida. El otro pareció sumamente interesado. Pagó a un médico discreto que no hacía preguntas y que afirmó que el chaval podía curarse sin necesidad de llevarlo a un hospital. Le dio antibióticos por un tubo, era de lo único que se recordaba. El hombre era amable, igual que la esposa, las niñas unos diablillos. Lamentábase de no tener hijos varones que un día llevaran el negocio y parecía satisfecho de la inteligencia y prudencia de aquel chiquillo.

Germán pensó que aún tendría suerte en la vida.

Suerte.

Resultó ser un traficante de droga de cierta importancia.

De tres millones de habitantes en Barcelona...

Se resignó, ¿qué podía hacer?

- ¿Qué habrías hecho tú, Mac? -masculló a la habitación vacía.

No se podía salir del pozo. Era algo que siempre había sabido aunque por un ligero instante lo hubiera olvidado.

Aprendió de abajo, convertido en un camello de catorce años distribuyendo la droga y sólo en raras ocasiones vendiéndola, en cuyo caso tenía que rendir cuentas de lo que ganaba. Si perdía el dinero o le robaban la mercancía tenía que reponerlo. No era habitual que le sucediera, pero alguna vez ocurrió. Recuperó el dinero mediante algún tirón a los bolsos de las viandantes. La última vez vendió su sangre. Por eso tenía las señales en los brazos. Era tan poco dinero que habría sido una estupidez robarlo corriendo el riesgo de que le cogieran.

No solía gastar mucho de lo que ganaba ahorrando el resto. Tampoco se chutaba, lo que era una ventaja. Hacía poco más de un año que alquiló aquel piso. El jefe le tenía más confianza, ya no iba por las calles sino que tenía a su cargo su pequeño número de camellos, todos juveniles porque el hombre temía que Germán tuviera problemas de mando si fueran mayores que él. El Negro les repartía la mercancía para su distribución y venta haciéndolos rendir cuantas como él al jefe.

El fugaz pensamiento que tuvo al llegar a la ciudad de poder salir de aquella vida hacía tiempo que había desaparecido. Ahora estaba totalmente habituado y veía su actividad como algo normal una economía sumergida como cualquier otra. Tenía un producto para vender, existían compradores, era la oferta y la demanda de una sociedad normal de consumo. El que fuera ilegal tenía a fin de cuentas poca importancia. Él no iba en busca de nuevos acólitos, el que se drogaba era porque quería, nadie le obligaba. ¿Qué culpa tenía que fueran unos gilipollas? Lo suyo era un trabajo como cualquier otro. No hacía mal a nadie, se lo hacían ellos mismos, con lo que no tenía remordimientos.

Su posición le obligaba a tener mano dura para que sus camellos no le tomaran por el pito del sereno y le respetaran. Tenía un arma escondida en el piso, pero nunca llevaba ninguna encima, ni siquiera una navaja. Tampoco la necesitaba. Hasta entonces su personalidad y sus manos habían sido suficientes. Por otra parte, aunque nunca había sucedido, un arma encima podía crearle problemas si algún día lo detenían y cacheaban.

No, no era el mismo que Mac conoció. Se sentía más seguro de sí mismo y la sensación de desamparo ya no existía.

De Teo hacía tiempo que no sabía nada. Sospechaba que habría llegado a Barcelona buscándole, pero no lo sabía de cierto y en aquellos años no lo había visto ni una sola vez. Mejor así, porque su hermano era de los que no olvidaban.

Volvió a pensar en Mac. Que se estaba destruyendo. Su amigo lo veía muy fácil.

Lo malo es que Mac tenía razón.

Eso era lo que le enfurecía, porque no quería reconocerlo. Se había dejado llevar, como siempre. Sí, se ganaba la vida, estaba mejor que cuando estaba en Zaragoza. Pero, ¿qué? Seguía siendo una mierda. Ni siquiera se había planteado ser alguien en aquel submundo en que se movía.

Ahora lamentaba la conversación con Mac. Las verdades dolían.

- Tú habrías hecho lo mismo -murmuró como si su amigo pudiera escucharle.

No. Aquello no era cierto. Era probable que Mac hubiera entrado, pero no se hubiera conformado. O habría salido o habría ascendido hasta convertirse en jefe. No sería un paria como él. ¿Qué tenía? Una cuadrilla de camellos que había de vigilar concienzudamente. Aquello no era nada. Un cambio de suerte y si lo detenían no tendría ni para pagarse un abogado. Los demás le abandonarían. Ni siquiera le darían compensación económica para que tuviera la boca cerrada. Sabían que la tendría si no quería ir a parar al otro barrio.

La puerta.

Abrió.

La muchacha le recorrió con los ojos. Aún llevaba únicamente el vaquero.

- ¿Te ocurre algo? -preguntó.

- No me encuentro bien -mintió dejándola pasar.

- Tienes los ojos enrojecidos. ¿Qué mierda has tomado?

- Sabes que no tomo nada -gruñó.

Elisabet frunció el ceño. Tenía un rostro ovalado con un cabello leonino rojizo, ojos de ágata, la nariz recta, labios carnosos. De la misma estatura que Germán y un año más joven.

Deslizó la vista alrededor, luego entró al dormitorio, la cama estaba revuelta.

-Se puede saber qué buscas, Eli -rezongó sin moverse.

- No me llames Eli, no me gusta. Habíamos quedado a las seis, ¿o no te acuerdas?

- Ya te he dicho que me encuentro mal.

- A otro chino con ese cuento.

- Me estáis dando el día -refunfuñó.

- Estamos. ¿Quién es ella?

- ¿Qué te hace pensar que hay otra?

- Estás aquí desnudo...

- No estoy desnudo. Sólo me falta que te pongas celosa.

- No estoy celosa. Pero tú a mí no me tomas el pelo. ¿Quién es ella?

- Es un chico. Un amigo que no veía desde hace cuatro años, y no se le ha ocurrido nada mejor que decir que me autodestruyo.

Elisabet enarcó las cejas.

- Al menos hay alguien que te aprecia.

No más que ella, pensó malhumorado. Cualquier otra ya le habría plantado hacía tiempo.

 

 

 

 

 

5

 

 

Se los encontró cuando regresaba. No había visto a Silverio y a su hermana desde que se fueron a vivir a Barcelona el año anterior.

Desde luego el mundo era un pañuelo.

- Venimos de casa de tus tíos -dijo Silverio-. Nos hemos enterado que venías hoy y hemos ido a verte.

- Las noticias vuelan -sonrió hipócritamente. Lo que menos falta le hacía era hablar con ellos.

Pese a su mal humor no pudo menos que fijarse en la muchacha. Estaba desconocida con quince años.

- ¿Quién os lo ha dicho?

- Efrén nos telefoneó.

Silverio pareció sin saber como llevar la conversación ante una nueva respuesta árida de Mac.

- ¿Qué te parece si tomamos algo? -probó.

- Si os apetece.

Lo habría mandado a la mierda, pero ello habría significado perder de vista a Isabel, y se había puesto muy buena desde que emigró.

El bar era pequeño y estrecho, con fuertes olores a tapas calientes y comidas económicas. El dueño esperaba la legalización de los partidos políticos para decorar las paredes con símbolos comunistas. Se habían sentado al fondo, justo donde se ensanchaba para constituir el comedor.

- Aún no te hemos dado las gracias -comentó al cabo de un rato Silverio para romper el incómodo silencio.

Mac lo miró gélido.

- Entonces estaba tan furioso que ni pensé en ello -añadió el otro.

- No me debéis nada -dijo bruscamente-. Ahora no lo haría.

Silverio palideció.

- No hablas en serio -dijo Isabel. Tenía una bonita voz, como su rostro.

Parecido a lo que le dijo Antonio en el bar de la gasolinera. Mac se irritó, la miró.

- ¿Tú crees?

- Desde luego.

- No me conoces.

- Eso lo dirás tú.

- Mira, no quiero hablar -gruñó.

¿Por qué no le dejaban en paz?

- Te debemos mucho -insistió Silverio pacientemente-. Sabemos lo que has pasado y...

- ¿Saber? -interrumpió-. Vosotros no sabéis nada. Pero sí, he pasado mucho y no volvería a pasarlo por ayudar a un borracho.

- No hables así de mi padre -el tono del muchacho fue duro.

- Es la puta verdad -de pronto deseó una buena pelea y curiosamente le habría gustado perderla-. Así que no me vengáis con agradecimientos, iros a joder a otra parte.

Silverio se levantó torvamente. Isabel permaneció sentada.

- Yo me quedo un rato, luego nos vemos.

Mac sostuvo la mirada de la chica mientras el hermano se alejaba con expresión encendida.

- ¿Qué pasa contigo? ¿Te doy lástima? -masculló Mac.

- Nunca más fuiste el mismo desde que regresaste de Zaragoza. Por lo que veo llevas cuatro años sufriendo.

- Y a ti qué te importa. ¿No has oído lo que he dicho? Ahora no lo haría.

- Lo he oído perfectamente, y también que le has llamado borracho. Me guste o no, es cierto.

- Claro, y eres tan santa que me perdonas. Hazme un favor, desaparece.

- Cuando me contestes una cosa. ¿Estás así por lo que pasaste o porque ahora dejarías a mi padre colgado?

Mac frunció el ceño intrigado.

- No necesito tu compasión.

- Es cierto. Te bastas contigo mismo y las drogas.

- Veo que Efrén sigue metiéndose donde no le llaman.

- Efrén te aprecia. Hay mucha gente que te quiere y que estás dañando.

- Me vas a hacer llorar.

- No conseguirás que me enfade. Estás tan amargado por matar a ese hombre...

- Lo sabes todo, ¿eh?

- ... que buscas que te castiguen de alguna forma. Pues no lo lograrás conmigo. Gabriel era un cabrón. No se merecía otra cosa. Si lo llego a matar yo no me remordería la conciencia.

- No lo mataste tú.

- Y eres tan buena persona que desde entonces no vives.

- ¿Yo buena persona?

- Sí, Mac. Lo eres aunque te empeñes en lo contrario.

- Te recuerdo lo de tu padre.

- Aunque lo jures no te creeré. Intentas hacértelo creer tú mismo, pero sólo es para olvidar que mataste a una fiera. Lo cierto es que no serías capaz.

- ¿Ah, no?

- No.

- Mira, Isabel, vamos a dejarlo.

- Esto te gustaría, pero no lo haré. Estás enfermo, Mac.

- Vale, pues me tomaré una aspirina.

- Eres un niño.

- Entonces me pondré en chupete.

- ¿Lo ves? Tienes una rabieta.

- Basta ya, Isabel. He caído tan bajo que sería capaz de pegarte aunque seas una chica.

- Hazlo, si te crees tan valiente.

Mac no supo reaccionar. No había hablado en serio, sólo quería atemorizarla porque no veía otra salida para cortar la conversación. Agachó la cabeza, vencido aplastando los dedos unos contra otros.

Isabel puso su mano sobre la de él como en una caricia. Mac no se movió.

- Déjate ayudar.

La voz era dulce. El muchacho no alzó la vista en busca de aquellos ojos verdeazulados aunque lo deseaba.

- Por favor, Isabel, déjame solo -imploró.

- Llevas cuatro años destruyéndote. No puedes seguir así.

Había aproximado su silla a la suya, casi se tocaban. Mac podía sentir el aroma a sándalo de la muchacha. Se atrevió a mirarla. Tenía un rostro fino con unos labios suaves, la nariz ligeramente respingona y un cabello rubio castaño que despediría destellos al sol del mediodía. Sus ojos parecían sufrir tanto como él.

- ¿Por qué haces esto? -murmuró el chico.

- Porque necesitas ayuda y eres demasiado orgulloso como para pedirla. Porque no quiero ver como echas a perder tu vida por algo que no tuvo remedio.

- Sí lo tuvo. ¿No podéis comprenderlo ninguno? No había necesidad y yo...

- No pienses en eso.

- ¿Crees que se puede olvidar?

Ya no había belicosidad en su voz.

- Supongo que no.

Isabel intuía que estaba ganando la batalla, pero aquella muralla no sabía cómo sortearla.

Mac era consciente de aquellos pechos altos que rozaban su brazo derecho. Desvió los ojos hacia los muslos suaves y bien torneados. Los elevó hacia el rostro.

- Eres muy bonita, debes tener a muchos chicos detrás de ti. No deberías perder el tiempo con un miserable.

- Tú no eres un miserable.

- Un asesino y un drogadicto. ¿Qué soy pues?

- No eres un asesino.

- Venga, Isabel.

- Es cierto.

- Maté a un hombre.

- Mataste una fiera.

- Un hombre, un inválido.

- Una alimaña que te persiguió hasta hacerte enloquecer. No sabías lo que hacías.

- No lo entiendes -susurró.

- Claro que lo entiendo. Eres demasiado bueno, Mac.

- No vuelvas a llamarme bueno -gruñó.

Fue una reacción tan infantil que Isabel sonrió. Sus ojos destellaron.

- ¿Te doy risa?

- No. Es que por un instante has vuelto a ser como antiguamente.