Un regalo inesperado

Copyright © 2013 - Taller del Éxito - Camilo Cruz

 

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida, por ninguna forma o medio, incluyendo: fotocopiado, grabación o cualquier otro método electrónico o mecánico, sin la autorización previa por escrito del autor o editor, excepto en el caso de breves reseñas utilizadas en críticas literarias y ciertos usos no comerciales dispuestos por la Ley de Derechos de autor.

 

Publicado por:

Taller del Éxito, Inc.

1669 N.W. 144 Terrace, Suite 210

Sunrise, Florida 33323

Estados Unidos

 

Editorial dedicada a la difusión de libros y audiolibros de desarrollo personal, crecimiento personal, liderazgo y motivación.

 

Diseño de carátula y diagramación: Diego Cruz

 

ISBN 10: 1-607381-95-8

ISBN 13: 978-1-60738-195-2

02-201310-14

INTRODUCCIÓN

En el año de 1536 Don Gonzalo Jiménez de Quesada comandó la primera de varias expediciones que partieron de Cartagena de Indias con la intención de explorar las ricas tierras del reino de la Nueva Granada. En su recorrido hacia el interior del continente, aquel primer ejército conquistador —del cual formaron parte el Teniente Luis Antonio Saldaña y su hermano Ramón Vicente, Sargento Primero— debió afrontar increíbles peligros, plagas tropicales y numerosas pugnas con tribus indígenas.

En 1551 Francisco Núñez de Pedroso, Capitán de la tropa, obtuvo licencia para establecer una población en la ribera izquierda del imponente Magdalena, región habitada por las tribus de los gualíes y los panches. Fue así como el 28 de Agosto de aquel año, en tierras del Cacique Marquetá, se fundó la ciudad bajo la advocación de San Sebastián, santo patrón al cual solían encomendarse los heridos de flechas envenenadas. Doscientos años más tarde, durante época de La Colonia, San Sebastián sirvió como sede a la llamada Real Expedición Botánica, ordenada por el Rey Carlos III y dirigida por el sabio José Celestino Mutis.

Es en este escenario fantástico de la geografía colombiana —rico en Historia, leyendas y costumbres—, que se sitúa la hacienda La Victoria. Y es allí donde un hecho insólito habría de regalarnos una de esas lecciones cuyas enseñanzas perduran a través de los siglos.

PRÓLOGO

 

 

UN SIGLO MÁS TARDE, lo sucedido aquel año en la hacienda La Victoria aún es visto por muchos como una obra de la Divina Providencia. Aunque hay quienes piensan que no fue más que un simple golpe de suerte y otros, una inexplicable jugada del destino. Sin embargo, todos coinciden en que lo ocurrido allí es una evidencia más de esa sabia e infalible ley que se encarga de recompensar a cada cual, no con lo que desea, ni con lo que busca, sino con lo que merece.

De cualquier manera, ese año de 1834 fue testigo de un singular evento que unió el destino de tres personas en un hecho que cambió el curso de sus vidas. Cuando todo estuvo dicho y hecho fue como si la naturaleza misma se hubiera confabulado para que cada quien recibiera lo justo: un regalo inesperado del cual se ha llegado a saber en todos los rincones de la Nueva Granada.

A finales de siglo, mientras visitaba París, tuve la fortuna de conocer a don Juan Crisóstomo Ruiz, un poeta extranjero, quien jamás había oído mencionar el cantón de Honda ni la provincia de San Sebastián —en cuyos alrededores sucedió lo relatado aquí—. Varias tardes conversamos sobre nuestros países de origen. Le hablé acerca de La Victoria y hasta compartí con él algunas de las anécdotas que mi padre me contara. Me complació mucho ver lo interesado que parecía estar en los pormenores de esa época cuando mamá llegó a vivir a la hacienda. Recuerdo que comentó con especial entusiasmo sobre la actitud detectivesca con la que me propuse desentrañar cada detalle de lo sucedido aquel 1834.

Antes de emprender mi viaje de regreso a casa me llamó a un lado y me dijo que quería obsequiarme un poema que él escribiera años atrás, que a su modo de ver, daba cuenta de lo que yo le había relatado. Tenía razón el poeta; así lo entendí cuando leí ese verso que dice:

“Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida...”.

— I —

casa_cross_hatched.jpg 

El tiempo destructor no en vano pasa...

 

 

 

CUANDO LEVANTÓ EL MAZO para asestar el primer golpe vaciló un momento al caer en cuenta de lo que estaba a punto de hacer. En tan solo unos instantes su mano se encargaría de echar por tierra la casa que un día fuera el corazón y el alma de toda la región, aunque para algunos había terminado por convertirse en una fea cicatriz en el rostro de aquella majestuosa hacienda. El golpe rompería en mil pedazos la roca erosionada por más de un siglo de abnegado servicio —eso era seguro—, pero nada hubiese podido prepararlo para lo que encontraría entre los escombros de la desvencijada casona.

Las desgastadas paredes se vendrían abajo sin ofrecer mayor resistencia, dejando libres las memorias que mantuvieron cautivas durante ciento veinte años. La felicidad, el dolor y las demás emociones que rondaran por su interior se disiparían con el viento, junto con el recuerdo del llanto de los once críos nacidos allí a lo largo de cuatro generaciones. Se esfumarían los sueños, las ilusiones y las aventuras que muchos Saldañas forjaron bajo ese techo desde el mismo momento en que Juan Vicente —bisnieto del primer Saldaña que llegó a San Sebastián como edecán personal del fundador de la Nueva Granada— la construyera durante el verano de 1713.

Solo el patrón sabía lo que caía oculto entre los restos de piedra, adobe y madera. Lo percibió en la tristeza con la que le dio la orden de derrumbarla, días antes a la víspera del viaje.

 

 

Simón Saldaña estuvo todo el día haciendo los últimos preparativos de la travesía que lo llevaría por el río Magdalena hasta su desembocadura en el mar Caribe.

Después de la cena pasó un largo rato hablando con su sobrina. Ahora tenía la costumbre de conversar mucho con ella. Al caer la noche, envió por sus dos capataces para hacerles algunas recomendaciones de último momento. Revisó una vez más las responsabilidades de cada uno. Mi padre lo observaba con atención, era evidente lo difícil que le resultaba encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que tenía atravesado en el pecho.

—Mateo… —su voz apenas perceptible—. Debo confiarte una tarea penosa —hizo una pausa y apretó los ojos, como tratando de hallar una razón para no dar aquella orden—. Quiero que guardes con el mayor cuidado todo cuanto hay en la casona y luego derrumbes esas cuatro paredes antes de que el tiempo lo haga sin avisar y alguien resulte lastimado.

—Pero, don Simón… —interrumpió él, sabiendo lo mucho que aquel lugar significaba para su patrón.

—Mateo, te he encomendado esta tarea porque tú mejor que nadie sabes lo mucho que representa para mí cada objeto, cada libro y cada pedazo de papel que se encuentran allí. Si fuera posible pedirte que guardaras las mismas paredes, te lo pediría. Quiero que esto se haga en mi ausencia porque cuando hayas terminado de tumbar esa vieja casa, un trozo de mi vida habrá dejado de existir.

Él advirtió en su voz el profundo dolor que le causaba encomendarle aquello. Numerosas veces le escuchó decir que allí se hallaba el más valioso tesoro de su hacienda: la semilla de cien fortunas más —resonaban aún sus palabras—. Pero mi padre era tan joven aún que no conseguía imaginarse a qué se estaría refiriendo: ¿oro, títulos de otras propiedades, promesas reales…?

Años atrás, cuando aún vivía Ramón Saldaña, la casa había servido de morada a personalidades de gran importancia que visitaron la región. En cierta ocasión, en medio de uno de los peores inviernos que azotaran la zona, se albergó en ella el mismísimo José Celestino Mutis, el más ilustre hombre de Ciencia en arribar a San Sebastián y a la Nueva Granada, dirían muchos. Sucedió durante uno de los tantos viajes que el científico realizó con el fin de estudiar la flora y la fauna de la provincia. Una tarea que, según se supo más tarde, le fue encomendada por el propio Carlos III, quien era un estudioso de la botánica y deseaba conocer todo lo referente a los recursos naturales de las colonias de la Corona. A menos de dos jornadas de haber empezado su recorrido, Mutis debió refugiarse en la hacienda a causa de un aparatoso diluvio que cayó sin anunciarse y no paró hasta veintinueve días después. Durante ese tiempo el letrado gaditano y el joven Simón entablaron una profunda amistad que perduró hasta la muerte del sabio, quince años más tarde.

Cuando la expedición se puso en marcha de nuevo, Simón, que entonces contaba con tan solo diecinueve años, la acompañó durante dos meses en los que conoció cada rincón de la provincia y desarrolló un intenso amor por la naturaleza. Como resultado de ese viaje llegaron a La Victoria los primeros almendros y el propio Simón plantó doscientos canelos de semillas que Mutis le regaló, luego de instruirle sobre los múltiples beneficios y bondades de la especia.

La casona era también su refugio, el lugar donde se retiraba a meditar y deliberar antes de tomar cualquier decisión importante, el sitio donde se recluía a digerir sus dolores. Allí pasó más de una semana, solo, poco después de la muerte de su joven esposa. Únicamente las súplicas de Hortensia, su criada de siempre, lo persuadieron para que aceptara algo de comer, cuando ya llevaba cuatro días de ayuno que hicieron que muchos pensaran que jamás se recuperaría de tan duro golpe. Fue la única vez en que el optimismo pareció abandonarlo. Una profunda melancolía se apoderó de él y todo dejó de tener sentido. Debió pasar un largo tiempo antes de que volviera a desplegar el entusiasmo y el ímpetu por la vida que siempre lo caracterizaron.

 

 

Mi padre sabía el significado que ese recinto tenía para su patrón, los muchos recuerdos que atesoraba. Pese a contar con un puñado de hermosos parajes y estancias en la hacienda adonde retirarse a escribir, siempre prefirió aquel lugar. No se trataba solo de derrumbar cuatro muros ajados, era hacerlo sin perturbar la sabiduría que impregnaba cada rincón; era tratar de preservar el recuerdo de Isabel, presente en cada uno de los rayos de luz que se filtraban por entre el adobe agrietado dibujando figuras fantasmagóricas al reflejarse en el polvo que levantaba la brisa; era deshacerse del viejo espacio físico sin destruir o perturbar el ambiente sobrenatural y místico que allí reinaba.

—Sé cuánto representan esas paredes para usted, patroncito, y lo difícil que debe haber sido esta decisión —dijo él queriendo reconfortarlo—. Haré lo que me pide con el mayor cuidado, de eso no le quepa la menor duda.

—Sé que así será, Mateo —asintió Simón colocando la mano sobre el hombro del joven capataz—. Sabía que él hubiese dado cualquier cosa por no ser el encargado de realizar dicho trabajo y comprendía su desazón.

—A ti, Serafín —el hombre había permanecido al margen de la conversación—, quiero encomendarte una tarea de igual importancia...

Luego calló y caminó hasta la ventana para observar una vez más el triste semblante de la vieja casona. Las paredes reflejaban la pálida luz de una luna que por momentos se escondía tras el manto de nubes negras que arropaba el patio.

—Mañana lloverá —dijo con nostalgia.

 

 

El año de 1834 trajo uno de los inviernos más crudos de los que se tuviera memoria. Muchos creen que se debió a que durante los primeros seis meses del año tembló de manera casi ininterrumpida a todo lo largo y ancho del territorio granadino. El primer terremoto sacudió el sur del país, un lunes 20 de enero, muy cerca del nacimiento del río Magdalena. La ciudad de San Juan de Pasto quedó reducida a escombros y más de una docena de conventos e iglesias se vinieron abajo sepultando a un gran número de personas. La onda sísmica pareció entonces viajar a lo largo de todo el rió azotando cuanta población encontró con vientos tempestuosos, lodazales y crecientes que arrasaron con todo lo que había a su paso. El 22 de mayo, el temblor se hizo sentir en las ciudades cercanas a la desembocadura del río en el mar Caribe. Siguieron más de un centenar de réplicas que duraron hasta el 10 de junio y destruyeron colegios, edificios y catedrales en la ciudad de Santa Marta al igual que en Cartagena de Indias, donde Artemio, el hermano menor de Simón, decidiera radicarse años atrás en busca de fortuna y aventura, atraído por el creciente movimiento del puerto más importante con que contaba la Nueva Granada. Cartagena era la puerta de entrada al nuevo mundo, “refugio y amparo de los desheredados de España” —escribiría el gran Cervantes—, que aún después de tres siglos seguía cautivando a viajeros de todos los rincones del viejo continente con el espejismo seductor de una tierra que era toda promesas.

No obstante, tras largos años de duro trabajo, Artemio tenía poco que mostrar y la frustración se percibía en las cartas que a menudo le escribía a su hermano. Simón albergaba la esperanza de que regresara a ayudarle en la administración de la hacienda.