AMANECER DE HIELO

 

 

 

LAURA FALCÓ

 

Diseño de la cubierta: Estudio Manuel Calderón

Diseño de la colección: Pepe Far

Primera edición: noviembre de 2017

Primera edición en e-book: diciembre de 2018

© Laura Falcó, 2017

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-1126-6

Producido en España

«Nadie se cruza en tu vida por casualidad y tú no entras en la vida de nadie sin razón alguna. La casualidad no existe, tan sólo existe la causalidad.»

CAPÍTULO 27

RAZONES PARA MATAR

Aquella mañana, María salió de su casa poco antes de las nueve para ir a trabajar. Su horario de entrada en el supermercado eran las nueve y media, así que tenía tiempo de sobra. Aunque era temprano, el calor ya se hacía notar, y María pensó que sería una jornada de lo más insoportable. Con aquel caminar nervioso tan propio de ella, aceleró el paso hasta llegar al último cruce antes de entrar en el centro comercial. Siempre llegaba unos minutos antes para hacer un café con sus compañeras. Fue entonces, en aquel semáforo, cuando un agente de paisano pasó con su moto y, de un tirón, le arrebató el bolso. María apenas pudo reaccionar, y a punto estuvo de caer de bruces contra el suelo. Tan sólo pudo chillar, desesperada, y ver cómo su bolso se alejaba encima de una moto. Ya no era el dinero, ni tan siquiera el móvil lo que le preocupaba, sino la cantidad de trámites que tendría que hacer para renovar sus documentos. Deseó que aquel cabrón sin escrúpulos se estampase con la moto y diese con todos sus huesos contra el asfalto. Agobiada, siguió caminando hasta el centro comercial y decidió que se lo tomaría con calma. Desde allí, llamaría al banco para que anulasen de inmediato todas las tarjetas, y por la tarde se acercaría a una de las tiendas de su compañía telefónica para que le hiciesen un duplicado de la tarjeta, y compraría un móvil nuevo. En cuanto llegó al bar donde solían desayunar, le contó lo ocurrido a una de sus compañeras y le pidió que le prestase el teléfono para hablar con su sucursal.

El inspector Suárez esperó hasta las once; tenían que parecer hechos aislados. Se suponía que la habría tratado de localizar en su móvil y, al no lograrlo, la habría llamado o a casa o a su puesto de trabajo. La intención era clara: que no regresase a su domicilio, o al menos que no sintiese la necesidad de llamar a su hija. Tratando de ser prudente, el inspector optó por hacerla ir a comisaría con alguna excusa, sin nombrar para nada a Sandra. Una vez allí, le daría la noticia.

–María, tienes una llamada. Un tal inspector Suárez... –le dijo una de sus compañeras desde la caja central.

Extrañada, María se acercó al centro de control.

–Sí, dígame.

–¿Hablo con María Cuevas?

–Sí, soy yo.

–Hola, soy el inspector Rafael Suárez. Se acuerda de mí, ¿no?

–Sí, sí, claro. ¿En qué puedo ayudarle?

–He estado tratando de llamarla al móvil, pero me daba apagado, así que la he llamado aquí.

–¡Sí, esta mañana me robaron el bolso!

–¡Uf, malditos carteristas! Lo siento mucho.

–Bueno, es la segunda vez que me ocurre, así que empiezo a acostumbrarme... ¿Quería hablar conmigo?

–Sí, sí, verá, tal como le comenté, necesito que venga a comisaría a testificar. Será poco tiempo, un mero trámite, pero necesitaría que viniese ahora.

–¿Ahora mismo?

–Me temo que sí. Lo siento.

–De acuerdo. Voy a pedir permiso, y me acerco a casa a por el coche.

–O si no coja un taxi, ya se lo pago yo. Pero corre bastante prisa, tengo aquí al procurador judicial, y está impaciente por cerrar el lamentable asunto del hospital.

–Bueno, está bien, cogeré un taxi. Tardaré unos treinta minutos, aproximadamente.

–Muchas gracias, señora Cuevas.

Un par de agentes de paisano estaban ya en el supermercado. Iban a seguir sus pasos, para descartar que hablara con nadie. Por el momento, parecía que todo iba bien. María se acercó a su supervisor, le pidió permiso para irse y, al explicarle los motivos, el encargado no le puso ningún problema. Luego habló con la misma compañera a la que le había contado lo del bolso, y le pidió algo de dinero para el taxi.

Con aquel tráfico, llegó a la comisaría algo más tarde de lo previsto; acceder al centro de Madrid a según qué horas era un suicidio. Suárez la esperaba impaciente.

–Buenos días, señora Cuevas. Disculpe que la haya hecho venir así, pero creo que el motivo real de mi llamada merece una cierta urgencia. Pase a mi despacho y le cuento.

–¿Motivo real? –preguntó ella, algo inquieta.

–Verá, no quería comentarle algo así por teléfono, y menos a través de una centralita –le dijo el inspector, invitándola a sentarse.

–Y... ¿qué es lo que quiere comentarme?

–Algo no muy agradable, la verdad. Pero prefería ser yo quien se lo dijese, y no que se enterase mañana por las noticias.

María lo miró con cara de preocupación.

–Es sobre su hija, Sandra. La acaban de detener.

–¿Cómo?

–La han encontrado en Suecia. Al parecer, conducía un coche robado. La han detenido por el asesinato de Eduardo Torres.

–No es posible... Sandra... Sandra estaba secuestrada. ¿Asesinato, dice?

–Por lo visto, no era así, todo era una tapadera para encubrir el asesinato de Eduardo Torres.

–No, se equivoca. ¿Cómo va a ser Sandra una asesina?

María se quedó unos segundos fuera de juego, pensativa. A juzgar por la expresión de su rostro, aquello la tenía desconcertada, y el inspector no alcanzaba a ver si era por lo inesperado de la noticia, o porque en realidad no sabía nada del secuestro simulado.

–Quiero hablar con ella –dijo de pronto.

–No creo que ahora sea posible, está siendo interrogada. Además, no está aquí, sino en Alesund.

–Esto no puede estar pasando, no debería haber ocurrido así...

–¿Cómo dice? –preguntó Suárez, viendo que empezaba a ceder y que se abría ante él la posibilidad de que todo aquello funcionara–. ¿Cómo debería haber ocurrido, señora Cuevas? ¿Tiene algo que contarme? Si tiene información que pueda ayudar a su hija, éste es el momento de soltarla.

Lo único que el inspector temía era que María reaccionase y pidiese la presencia de su abogado.

–Sandra no es culpable de nada; lo sé, se lo juro.

–¿Cómo puede saberlo? Usted no estaba ahí.

María respiró hondo y, sin pensarlo demasiado, respondió:

–Lo sé porque... sí que estaba ahí –dijo con voz temblorosa–. Yo maté a Eduardo Torres, no ella. Cuando Sandra llegó a Alesund, Eduardo ya estaba muerto.

–¿Es usted consciente de lo que implica esa declaración?

–Sí, lo soy.

–Me veo en la obligación de leerle sus derechos, antes de proseguir –repuso Torres, diciéndose mentalmente qué fácil había sido todo.

–Lo entiendo, no se preocupe.

–¿Puedo preguntarle por qué lo hizo?

–¡Qué no hace una madre por proteger a una hija!

El inspector la miró, intrigado, y procedió a leerle sus derechos y a poner en marcha la grabadora.

–María Cuevas, se acaba de declarar culpable del asesinato de Eduardo Torres, ¿es así?

–Sí, es así.

–Puede contarme por qué lo hizo.

–Sandra se había enamorado de él, y no veía nada más. Estaba ciega, perdidamente enamorada, ¡y sólo lo había visto una vez y por unos pocos minutos! De hecho, incluso estaba dispuesta a aceptar que Cristina esperase un hijo de él. Pero eso no es todo...

–Continúe, por favor.

–Yo sabía que Cristina y Eduardo seguían viéndose. Eduardo jugaba con las dos.

–Entiendo... ¿Por eso decidió matar a Eduardo Torres?

–No, no fue sólo por eso. El día que un par de matones de la mafia se presentaron en mi casa y, tras violarme, me hicieron esto, supe que iban a matar a mi hija –dijo María, levantándose la blusa y mostrando una cicatriz que recorría de arriba abajo toda su espalda.

Rafael la miró, atónito, sin poder creer lo que estaba viendo.

–Me amenazaron de muerte, y me castigaron por no revelarles qué información tenía Sandra de ellos y su paradero. Y... ¿sabe quién fue el culpable de todo? ¿Sabe quién la delató? Fue Miguel, Miguel Torres.

–Es decir, que Sandra no estaba de vacaciones, sino escondida, hasta que tomó el avión a Alesund.

–Efectivamente.

–Pero sigo sin entender el porqué del asesinato y el falso secuestro.

–Es muy fácil de entender, inspector. Sandra necesitaba desaparecer, los hombres que me habían atacado tenían que creer que mi hija estaba muerta. Y Cristina y Eduardo eran las víctimas perfectas. Además de embarazada, Cristina estaba tan enamorada de Eduardo que era perfectamente creíble que, en un ataque de locura, lo matara. Y por supuesto, también querría terminar con su amiga, a la que secuestraría para hacerla sufrir hasta acabar con ella.

–Entiendo... –dijo el inspector, sorprendido por la sangre fría de aquella mujer.

–Fue todo muy fácil. Sandra me había hablado de su futuro viaje, y yo, como buena madre, le pedí la dirección de Eduardo por si tenía que localizarla.

–Es decir, que no es cierto que estuvieran distanciadas, como dice el informe de la policía noruega.

–¿Usted qué cree?

–Ya veo.

–Llegué a Alesund, fui a casa de Eduardo y me identifiqué como la madre de Sandra.

–¿Y a él no le extrañó que usted se presentara ahí?

–Sí, claro, y mucho, pero le dije que había aprovechado que mi hija iba a pasar allí unos días para hacer yo también el viaje. Añadí que, por supuesto, pensaba alojarme en un hotel, para no molestarles, pero que había decidido pasar a saludarlo antes.

–¿Y luego?

–¿Luego? Bueno, me ofreció algo de beber, le pedí un té y, cuando trajo las bebidas, le pregunté si tenía sacarina. Tiempo suficiente para echarle una buena dosis de somnífero en la bebida.

–Y... ¿por qué fue usted tan cruel, para qué toda esa horripilante escenografía? Podía haberlo envenenado, simplemente.

–Ya, lo sé, pero tenía que parecer una especie de venganza, y si encima era capaz de que pareciera que aquello tenía algo que ver con la mafia y transmitir un mensaje con su muerte, mejor que mejor.

–Lo tenía todo muy bien planificado.

–Bueno, no todo. El cadáver que apareció en la morgue no tiene nada que ver conmigo.

–Ya, lo imagino. Deduzco que ése era un mensaje real de la mafia para Miguel Torres.

–Probablemente.

–Prosigamos con la historia. Hábleme de la llegada de Sandra a Alesund.

–Cuando Sandra llegó al aeropuerto, por supuesto no sabía nada del asesinato. De hecho, se sorprendió mucho al verme allí. La acompañé al exterior, la metí en el coche para eludir las cámaras, y allí mismo le conté todo lo sucedido.

–¿Cómo reaccionó?

–Se volvió loca, quería denunciarme. Me costó mucho que se calmase y entendiese que era lo mejor que se podía hacer.

–Pero terminó por aceptarlo...

–Le conté lo de la violación. Y las cicatrices de mi espalda ayudaron. Entendió que corría peligro, pero ella estaba muy enamorada de Eduardo, y aquello fue un golpe duro de encajar. Por suerte, Sandra siempre ha sido muy lista y práctica...

–Es decir, que terminó por entrar en el juego.

–Nunca entró en el juego, ella no hizo nada, no sabía nada ni estaba de acuerdo con ello. Sólo se limitó a no denunciarme por el momento, y a mantenerse a salvo. Le hice escribir el diario que la policía noruega encontró, y le extraje sangre para poder esparcirla por la habitación. Pero ninguna de esas dos cosas son un delito, que yo sepa.

–Ésas tal vez no, pero ocultar y no denunciar un asesinato, sí. Eso la convierte en cómplice.

–Tienen que dejarla libre o meterla en un programa de protección. ¿No se dan cuenta de que, si entra en la cárcel, la mafia la matará?

Suárez se quedó pensativo; sabía que en eso María tenía razón. La cárcel era el lugar idóneo para los ajustes de cuentas.

–Si me disculpa un momento... –dijo el inspector, que se levantó y salió de su despacho.

Fuera, el equipo esperaba órdenes para enviar un mensaje desde el teléfono de María al número que creían, por descarte, que pertenecía al móvil de Sandra.

–Adelante –ordenó el inspector, quedándose unos minutos para observar si había respuesta.

Pero nadie respondió.

* * *

Erika esperaba con impaciencia la llamada del inspector Suárez. El tiempo pasaba lentamente, y el hecho de no haber recibido aún noticias de España la hacía enloquecer. Al cabo de un par de horas, su teléfono sonó. Lars se acercó a su mesa, ansioso por saber cómo había salido todo.

–¿Fortelle? –respondió ella.

–Buenos días, inspectora Vinter, soy Rafael Suárez.

–Buenos días, inspector. ¿Cómo ha ido?

–No del todo mal.

–Cuénteme, que me tiene en ascuas.

–Por lo que se refiere a María, todo perfecto, ha confesado y tenemos su declaración. Pero el mensaje de móvil para Sandra no ha dado el resultado esperado. Nadie ha respondido, ni creo que lo hagan.

–¡Qué extraño!

–A menos que nos hayamos equivocado de número, o que ella intuya que todo es una trampa para atraparla.

–Si el número fuese incorrecto..., ¿no cree usted que alguien hubiese respondido diciéndonos que nos estábamos equivocando?

–Es posible.

–Casi seguro, diría yo.

–Pues entonces, sólo nos queda pensar que es más inteligente de lo que pensábamos.

–Me temo que sí –dijo Erika, que temía que nunca iban a darle caza.

–Me parece que, a menos que tenga un golpe de suerte y alguien la reconozca, no vamos a poder apresar a Sandra Cuevas.

* * *

El agua cristalina y cálida lamía sus pies mientras paseaba por la orilla de aquella hermosa playa de arena blanca, cerca de Cancún. Aquello era mucho más de lo que podía esperar. El lugar era perfecto, y las expectativas inmejorables. La operación había sido bastante compleja, pero había valido la pena. Ahora, por fin iba a ser libre para hacer con su vida lo que le viniese en gana. No recordaba cuánto hacía que eso no era así. En aquel instante, sonó su teléfono:

–¿Sí, diga?

–Hola, bomboncito... Soy yo, Diego. ¿Qué tal va todo por el Caribe? –dijo aquella voz oscura y desagradable.

–Bien, no me puedo quejar. ¿Cómo va por España?

–Sigue su curso. Tu madre ha sido detenida, pero al interrogarla sin su abogado y utilizando falsedades, incluso robándole el móvil, creemos que va a ser sencillo ganar el juicio. Además, tenemos a más de un juez que nos debe algún favorcillo. ¿Tú sabes, no?

–Perfecto, espero que todo se resuelva. Mantenme informada.

–Lo haré, princesa, descuida.

–Hasta pronto.

Sandra colgó el teléfono y siguió paseando por la fina arena. Era la primera vez, desde que se involucró en el blanqueo de dinero, que se sentía tranquila. El precio que había acabado pagando para salir de todo aquello y conseguir su libertad y la de su madre había sido un poco alto, pero perfectamente asumible. Miguel llevaba mucho tiempo estafando a la mafia con la ayuda de su hijo y desviando capitales a una cuenta de Noruega. Creía que nunca le pillarían, pero se equivocó. Engañar a la organización pasa factura, y ése fue el mensaje que su muerte y la de su hijo iban a transmitir al resto. Cristina había sido un daño colateral necesario para terminar de hundir a Miguel y dar credibilidad a la historia. Que después Miguel decidiese suicidarse, o acabar en la cárcel, había sido algo que habían decidido dejar en manos del destino. Ahora, sólo quedaba esperar a que liberasen a su madre, y a que ésta se reuniese con ella en aquel rincón paradisíaco del mundo. Tenía que reconocer que María había hecho un trabajo increíble, digno de las mejores actrices, digno de un Óscar. Por un momento había temido que terminase por sentir algo por Miguel, pero tuvo la suficiente sangre fría como para hacerle creer que le amaba y conducirle a su propia muerte. Sandra se tumbó en la hamaca, y dejó que el rumor de la brisa la adormeciese.

Ya nunca volvería a mirar atrás. Nunca más en su vida.

AMANECER DE HIELO

CAPÍTULO 1

COINCIDENCIAS

Como cada martes, Agnes llegó a casa de Eduardo sobre las ocho de la mañana. Prefería madrugar y entrar temprano para poder salir antes de las tres del mediodía. Aquel sol, similar al del ocaso, seguía brillando en el horizonte y desdibujando los adoquines de la calle, y lo haría al menos hasta que acabara el maldito solsticio de verano. A pesar de que llevaba ya viviendo allí más de ocho años, no acababa de acostumbrarse al hecho de que no hubiera noche. Eso, y los fríos inviernos con meses y meses sin apenas luz, hacían que todavía echase de menos la Bretaña francesa. Era cierto que aquellos paisajes idílicos, aquellos fiordos, constituían un verdadero lujo para los sentidos, pero el precio que uno debía pagar a cambio era, al menos para ella, demasiado alto.

La verdad es que Alesund era un lugar tranquilo donde vivir. A aquella hora de la mañana, las calles estaban prácticamente desiertas, y una sutil y gélida brisa acariciaba sus grises cabellos de forma constante, mientras ella, todavía algo somnolienta, rebuscaba en su bolso las malditas llaves. Daba igual dónde guardase las cosas; aunque las pusiese en uno de los bolsillos internos, cuando las buscaba nunca aparecían.

Abrió el portal y alzó la vista con resignación hacia el primer tramo de escaleras. El hecho de tener que subir a un cuarto piso sin ascensor se le hacía bastante arduo; sus castigadas rodillas acusaban ya los años, aunque parecía bastante más joven de lo que era en realidad. La edad es una de esas pocas cosas que no perdonan. Por suerte, el señor Eduardo era un hombre bastante pulcro y organizado. No le daba demasiado trabajo, y siempre dejaba la casa recogida. De haberse tratado de una familia con niños, jamás hubiese aceptado aquel compromiso; ya no tenía edad para semejantes tutes. De hecho, cuando llegaba a casa por la noche, su espalda se resentía de estar todo el día encorvada y limpiando.

Aunque no era enorme, aquel apartamento era bastante grande, más aún teniendo en cuenta que allí sólo vivía una persona. Se notaba que era la casa de un hombre. Colores sobrios, decoración minimalista, aquella curiosa barra de bar en la esquina del salón... Al entrar, Agnes miró sorprendida hacia los grandes ventanales de la estancia principal; las viejas y desgastadas persianas de madera seguían bajadas. Aquel era un piso muy luminoso, y se hacía extraño verlo tan a oscuras. En los dos años que llevaba trabajando para Eduardo Torres, jamás se había olvidado de subirlas por la mañana antes de irse a trabajar. Miró hacia la puerta del dormitorio, y vio que estaba cerrada. Aquello era más extraño aún, de modo que se acercó hasta la puerta procurando no hacer ruido y llamó suavemente con los nudillos. «Tal vez el señor Eduardo se ha dormido, o quizás esté enfermo y en la cama», pensó mientras lo llamaba sin apenas levantar la voz. Nadie contestó al otro lado, pero Agnes detectó un desagradable olor que emanaba del interior de la habitación, y que la obligó a llevarse la mano a la nariz. Dio un paso atrás, extrañada, y se quedó unos segundos paralizada ante la puerta.

–¡Qué demonios! –exclamó sin comprender todavía qué podía desprender aquel desagradable olor.

Se acercó de nuevo y volvió a llamar, esta vez con más insistencia. Nada. Ninguna respuesta. Sorprendida, y viendo que nadie contestaba, decidió que lo único que podía hacer era entrar y comprobar qué pasaba. Empezó a abrir la puerta lentamente.

–¿Señor Torres? ¿Está usted ahí? Soy Agnes... –musitó la mujer por última vez antes de entrar.

Cuando abrió la puerta del todo y entró en la estancia, aquel horrible olor se hizo todavía más intenso, obligándola a arrugar la nariz y a entrecerrar los ojos. Un grito agudo, quebrado y que pudo oírse en todo el inmueble salió entonces de su garganta, al tiempo que un escalofrío recorría todo su cuerpo. Petrificada, sintió que su respiración se paralizaba. Por un instante, Agnes pensó que iba a desfallecer: la escena que tenía delante era indescriptible, dantesca, aterradora. Apoyada en la pared del fondo, temblando junto a la puerta, con los ojos abiertos de par en par, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por no vomitar o desmayarse. Sentía que sus piernas flaqueaban y que su estómago, absolutamente vuelto del revés, se retorcía en su interior. Se frotó los ojos con fuerza; apenas podía creer que lo que tenía delante pudiera ser cierto.

Frente a ella, tumbado en aquella enorme cama de madera, desnudo, engullido por un espeso y repugnante mar de sangre, estaba lo que quedaba del señor Eduardo. Aquel rúbeo océano teñía y empapaba el níveo lienzo de las sábanas. Sus brazos blanquecinos se alzaban indefensos hasta el cabezal de la cama, como las ramas de un árbol endeble, grotesco e imperturbable. Sus muñecas, asidas a la madera por unas viejas y oxidadas esposas, se veían descarnadas por los múltiples e infructuosos esfuerzos que aparentemente había realizado al tratar de desatarse, y los tobillos, también inmovilizados con fuerza por gruesas cuerdas a los pies de la cama, dejaban entrever los huesos bajo los restos putrefactos de su piel roída por aquellas inhumanas ataduras. Su cuerpo, completamente desnudo, parecía rebozarse en un rojizo y untuoso manantial que procedía de algún punto situado entre sus piernas y su cintura, y su rostro desencajado, con los ojos cristalizados en una expresión de horror tras la agonía sufrida, miraba de forma estéril y yerma en dirección a ella. En su boca, entre sus carnosos labios, un trozo de una masa de carne indefinida surgía hacia el exterior. Una masa ensangrentada que sin duda había sido introducida con ahínco y decisión hasta su garganta para taponar su boca por completo y producir la asfixia...

Agnes, profundamente conmocionada, cerró los ojos por unos instantes, tratando de recuperar las fuerzas. Aquello no podía estar pasando, pensó espantada. Luego volvió a mirar la escena y, tras tomar aire, se aproximó como en trance a la cama. Poco a poco, lentamente y cubriéndose la nariz con la mano, se acercó a lo que quedaba de Eduardo Torres. Era como si algo la empujase a comprobar que aquello era real.

Mon Dieux! –exclamó espantada la pobre mujer al descubrir el origen de toda aquella sangre.

Alguien había cercenado de cuajo el pene y los testículos de Eduardo para ponerlos de forma obscena y casi ritual en su boca. Mareada, a punto de desplomarse por la impresión, Agnes retrocedió lentamente sobre sus pasos hasta apoyarse de nuevo en la pared. Iba a necesitar algo más que unos simples segundos para recuperarse y no caer desmayada sobre el suelo de la habitación. Aquella imagen era mucho más de lo que podía soportar.

* * *

Las coincidencias son a veces sorprendentes, casi imposibles, y hacen que uno se pregunte si no existe una mano invisible que pone las cosas en nuestro camino por alguna extraña razón. Una mano que parece guiarnos de forma sutil, pero firme, en algunos momentos de nuestra vida. Esas «sincronicidades», o serendipias, pasan en muchas ocasiones inadvertidas, pero cuando hacen acto de presencia en nuestra vida siempre es por algún motivo. La mayoría de nosotros no somos ni tan siquiera conscientes de ello, y las dejamos pasar como si nada. En nuestra mano está el estar atentos, el saber detectarlas y, lo más importante, el ser capaces de averiguar la razón oculta que hay detrás de esos inquietantes sucesos. Porque, indiscutiblemente, las casualidades ocurren siempre por algo; nada ocurre sin una buena razón.

Sandra jamás habría imaginado que conocería a Eduardo del modo en que lo hizo; para ambos, aquel extraño cúmulo de casualidades era ciertamente sorprendente y excitante. Había trabajado mano a mano con el padre de Eduardo casi desde los veinte años, y sin embargo nunca supo nada de él. Era cierto que Miguel era un hombre muy reservado con su vida y que apenas contaba nada de su familia, pero no dejaba de ser extraño que jamás le hubiese hablado de ninguno de sus hijos.

Tampoco hubiese imaginado que un simple «me gusta» en el muro de Facebook de Cristina, su mejor amiga, pudiese desatar aquel sinfín de hechos. Un simple comentario, y la caja de Pandora parecía haber cobrado vida, abriendo una realidad hasta aquel momento inexistente. A aquel comentario le siguieron un montón de respuestas, entre ellas la de Eduardo, y Sandra no dudó en rebatir sus argumentos, lo que dio comienzo a un verdadero debate en el muro de su amiga. Tras enzarzarse en una discusión cuasi filosófica, Eduardo decidió echar un vistazo al perfil de Sandra.

–Veo que trabajas en el Periódico de las Naciones –comentó, enviándole un privado.

–Sí, ¿cuál es el problema? –respondió ella tras aceptarle como amigo, todavía caliente por la apasionada discusión que habían mantenido–. ¿Acaso eso también te parece mal? Igual también quieres opinar sobre mi trabajo.

–Pues no tengo ningún problema en absoluto. Sólo que igual conoces a mi padre...

–¿Tu padre? ¿Y quién es tu padre?

–Miguel Torres...

–¿Miguel? ¿En serio? ¡No jodas! Jajjajajajj –respondió Sandra, que no daba crédito a lo que estaba ocurriendo.

–¿Le conoces?

–¿Que si le conozco? Trabajo con tu padre desde los veinte años.

–¡Ostras! Menuda casualidad... –exclamó Eduardo, absolutamente sorprendido.

–Pero... ¿cómo es posible que nunca te hayas pasado por la oficina?

–Porque hace muchos años que me fui a vivir a Noruega por trabajo. De hecho, sólo voy a casa un par de veces al año a ver a la familia, ya sabes... Y claro, cuando voy él está de vacaciones, como puedes imaginar.

Aquella extraña coincidencia desembocó en horas y horas de apasionante charla sobre el trabajo de ambos y sus respectivas situaciones personales. No fue hasta casi tres horas más tarde que, tras despedirse de él, Sandra llamó sin dudarlo a su amiga Cristina para comentar todo lo ocurrido. Tenía una extraña e intrigante sensación; era como si, de algún modo, aquella persona hubiese estado destinada a entrar en su vida.

–Pero ¿tú no sabías que era el hijo de tu compañero? –preguntó Cristina, sorprendida.

–¡Qué va! La verdad es que Miguel no habla nunca de su vida.

–Pues qué hombre tan extraño, ¿no? La gente suele hablar de la familia, y más después de tanto tiempo. En cualquier caso, os habréis quedado alucinados.

–Ya te digo. Mañana mismo se lo voy a contar a Miguel. No se lo va a creer.

–Yo es que hace años que conozco a Eduardo, pero no tenía ni idea de que su padre también trabajara en el Periódico de las Naciones; si no, te lo hubiese dicho. Nos conocemos desde niños; coincidíamos cada verano en el camping de Málaga –apuntó Cristina.

–¿Y cómo es posible que nunca me hablaras de él?

–Bueno, la verdad es que hace mucho que no hablamos. Ya sabes, con la edad la gente cambia.

Casualidades o causalidades, las mismas que, tres años después de ese sorprendente comienzo y tras otro comentario en Facebook –esta vez gracias a un post algo desafortunado sobre Noruega en el muro de Sandra–, llevaron a Eduardo a proponerle que lo visitase y conociese el país para poder hablar con propiedad.

–Deberías venir a pasar unos días, y así juzgas con tus propios ojos y no hablas de oídas. Además vivo solo, y en mi apartamento hay dos habitaciones... –le propuso Eduardo.

–No me lo digas dos veces, que con lo que a mí me gusta viajar... Y, además, nunca he estado en Noruega –respondió Sandra, tentada por aquella loca idea.

–Pues no lo dudes. Vente con tu marido unos días, y yo os enseño un poco todo esto.

–Bueno, de venir lo haría sola. Es que acabo de separarme...

–¿En serio? Como en Face pones casada... –comentó Eduardo un tanto extrañado.

–Sí, totalmente en serio, ¡puedo asegurártelo! Es que todavía no he sido capaz de empezar a cambiar las cosas... Me da apuro que la gente empiece a preguntarme.

–Pues con más motivo tienes que venirte. Lo pasaremos de fábula, ya verás –añadió Eduardo, entusiasmado con la idea de tener compañía.

–¿Sabes qué? ¡Por qué no!

* * *

Y así fue como dos personas que tan sólo se habían visto en una ocasión –cuando, al año de descubrirse, Eduardo decidió acercarse en uno de sus viajes a la oficina de su padre y conocerla en persona–, dos personas que llevaban casi tres años sin apenas intercambiar cuatro palabras seguidas por las redes, decidieron pasar unos días juntos en Noruega. Una decisión impulsiva, alocada y atrevida, una decisión absolutamente imprevisible, pero que en principio parecía acertada. Ambos eran aún jóvenes y con ganas de disfrutar de la vida, y lo más importante, ninguno de ellos tenía compromiso alguno.

Durante las siguientes tres semanas, Eduardo y Sandra se hicieron prácticamente inseparables. Estaba claro que se sentían atraídos el uno por el otro, y, una vez superadas las rencillas de aquella primera discusión, la química saltó de forma casi inmediata entre ellos. Su día a día se convirtió en un continuo ir y venir de wasaps, llamadas, chats interminables, videoconferencias... Miles de conversaciones, ideas y planes para cuando ella estuviese allí con él. Cuando pasaban más de dos horas sin saber del otro, ya se echaban en falta. Sin darse cuenta, a medida que iban pasando los días, una extraña y maravillosa atracción fue fraguándose entre ellos. Una química que, a diez días de que Sandra cogiese el avión rumbo a Noruega, se había convertido en la firme promesa de algo más que una mera amistad. Una fascinación, una seducción mutua, que probablemente podría haberse dado en cualquier otro momento, pero que el destino quiso que fuese justo entonces, tres años después de haberse conocido y justo cuando Sandra estaba sin compromiso alguno y él también. Una química que les hacía soñar con unos días idílicos en los fiordos, con el principio de una relación casi mágica, una relación que parecía haber sido planeada por el destino y con la que los dos fantaseaban. Ambos contaban ansiosos las horas que faltaban para verse y para averiguar si aquellas expectativas que se habían generado eran en realidad el inicio de algo sólido o sólo una bonita pero irreal quimera.

Las cosas, sin embargo, no siempre acaban como uno espera. Las cosas a veces pueden cambiar y estropearse en cuestión de minutos, de segundos, y mostrarte su cara más imprevista, más oscura, más amarga. Las cosas, aquellas cosas que empezaron bien, que parecían hermosas, casi mágicas y perfectas, pueden de pronto mutar y convertirse en algo impredecible, en algo muy negativo, en algo casi macabro, en una de tus peores pesadillas. Y eso era lo que el caprichoso, absurdo e imprevisible destino parecía tener preparado para ambos.

* * *

Cuando la policía llegó a casa de Eduardo, Agnes estaba sentada en el sofá, llorosa, pálida y con una infusión de manzanilla entre las manos. Blanca como la cera, hacía verdaderos esfuerzos por permanecer serena y no venirse abajo. Su voz temblorosa apenas tenía fuerza para describir, en su todavía deficiente noruego, lo que acababa de presenciar en aquel apartamento. Aquella escena tardaría años en borrarse de su mente, si es que llegaba a hacerlo algún día.

El inspector Lars Ovesen, que sentía curiosidad por lo sucedido, se adelantó y entró solo en la habitación, mientras su superior, Erika Vinter, seguía tomando declaración a Agnes Dufrais. De pronto, un extraño ruido salió del dormitorio, y Erika, alarmada, se incorporó y corrió hacia la habitación, pistola en mano. Ya desde la puerta vio a su compañero allí parado, encorvado sobre sí mismo y casi congelado ante la escena. A dos metros de la cama, Lars, cuyas piernas apenas podían sostenerlo, acababa de echar todo el desayuno. Erika no pudo evitar sonreír. Después de oír la declaración de Agnes, sabía perfectamente lo que iba a encontrarse en aquella habitación.

–¿Por qué será que os afecta tanto todo lo referente a vuestras partes íntimas? –preguntó con ironía.

–Creo que prefiero contestar a eso más tarde... –dijo Lars entre arcadas, mientras salía de la habitación a toda prisa.

Erika asintió sin perder la sonrisa. La cara de Lars era un verdadero poema.

–¡Pídele a la señora Dufrais que te prepare una manzanilla! –respondió divertida, antes de adentrarse en el dormitorio.

Con la mano sobre la nariz, tratando de evitar en parte aquel insufrible hedor, Erika observó atentamente la escena. Era evidente que la víctima era un hombre bastante joven y atractivo; debía de estar sobre los treinta y largos, y no parecía nórdico, sino más bien del sur de Europa. El espectáculo era realmente repulsivo y, aunque la inspectora Vinter estaba acostumbrada a situaciones parecidas, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no apartar la vista. Estaba claro que aquello no era obra de un aficionado. Se acercó un poco más a la cama, y empezó a analizar aquella barbarie con curiosidad casi malsana. No parecía haber otro traumatismo en el sujeto que la disección de sus partes, y, a juzgar por la cantidad de sangre y la expresión de su rostro, aquello había sido realizado cuando aún estaba vivo y consciente. El corte era limpio y preciso, y la forma en que el hombre había sido atado, perfectamente calculada para impedir sus movimientos. Se le hacía difícil imaginar el sufrimiento por el que había pasado aquel pobre desgraciado. Cabía suponer que la muerte se había producido por la masiva pérdida de sangre, aunque ella estaba convencida de que era mucho más probable que hubiera muerto por asfixia; aparte de ocluir la garganta de la víctima, el asesino había taponado también concienzudamente con algodones las fosas nasales del sujeto. Fuese quien fuese el responsable de aquella carnicería, era innegable que se había tomado su tiempo para disfrutar de su obra. Había una cierta dosis de ensañamiento y de sadismo en aquel asesinato.

Erika sabía que su capacidad de observación se había convertido con los años en su mejor arma a la hora de analizar los hechos. En apariencia, aquel crimen tenía todos los ingredientes para ser clasificado de asesinato ritual, y posiblemente era fruto de algún tipo de ajuste de cuentas, aunque algunos detalles parecían demasiado elaborados para algo tan burdo. En primera instancia, habría que investigar qué organizaciones o sectas practicaban tales castigos o venganzas, pero no descartaba otras hipótesis. Lo que estaba claro era que, de entrada, a falta de la autopsia y de otros análisis, ésa era la hipótesis más plausible sobre la que empezar a trabajar. A juzgar por el olor nauseabundo y el avanzado estado de descomposición del cadáver, Eduardo Torres debía de llevar muerto como mínimo entre cuatro o cinco días. Probablemente desde el jueves o el viernes.

A pesar de que era una mujer bastante dura e impasible, la crudeza de aquella escena y el vomitivo hedor empezaron a hacer mella en Erika, de modo que decidió retroceder y alejarse del cuerpo. Era difícil que aquello no le afectase a uno. Había que ser de hielo para permanecer inmune ante tal atrocidad, y sabía que, cuando saliera del dormitorio, aquel penetrante olor se quedaría impregnado en sus mucosas. Ahora tenían que esperar a los de la Científica y al médico forense, que ya estarían de camino. Se acercó de nuevo al sofá, donde Agnes seguía llorando desconsolada, y, posando la mano sobre su hombro, le dijo:

–Si quiere puede irse a casa, pero esté localizable y no abandone la ciudad.

Era difícil imaginar a aquella pobre mujer huyendo de la justicia, pero la ley la obligaba a pronunciar aquella odiosa frase una y otra vez.

CAPÍTULO 2

NOTICIAS

El calor empezaba a ser insoportable en aquella época del año. La gente se guarecía bajo los toldos de las terrazas o vegetaba en las oficinas, agradeciendo infinitamente el aire acondicionado. En realidad, seguir trabajando cuando el sol atizaba de aquel modo era algo inhumano. Ni tan siquiera las gafas de sol servían de mucho. Miguel detestaba el calor. Él prefería las estaciones templadas, y creía firmemente que, cuando en los países mediterráneos empezaba el verano, los gobiernos deberían decretar el horario laboral nocturno. Así podrían entrar a trabajar justo cuando cayese el sol en el horizonte, y quien quisiera podría salir de la oficina sobre las nueve de la mañana y aprovechar para ir a la playa.

Ése, desde luego, no sería su caso.

Hacía media hora que todos habían regresado de comer en aquel bar-restaurante de la esquina. No es que fuese un sitio especialmente bueno, pero el menú era correcto y el precio muy ajustado. Aun así, a Miguel no le gustaba nada tener que comer cada día fuera de casa, y en esta ocasión, como le ocurría tantas otras veces, ya se estaba arrepintiendo de haber comido demasiado. Y sobre todo de haber bebido tanto vino. Durante aquellas comidas, ninguno quería recordar lo duro que era volver luego a la oficina y continuar trabajando como si nada. Sentía que su cabeza estaba ligeramente espesa y que le costaba concentrarse más de lo habitual. Su lengua parecía como de trapo, y era consciente de que, si se veía obligado a hablar, le costaría bastante pronunciar las palabras con claridad. No es que estuviese borracho, pero sí algo más achispado de lo debido. Miguel era de buen comer y de buen beber, y eso se podía ver en cómo disfrutaba de las comidas y en la dudosa forma física en la que se encontraba.

Se sentó frente a su ordenador, dispuesto a acabar de una vez con aquel maldito informe que le habían pedido los del Comité; era imprescindible que lo entregase como muy tarde a la mañana siguiente, y lo llevaba muy atrasado. Tenía la mala costumbre de dejar las cosas para el último momento, y luego siempre tenía que acabarlas deprisa y corriendo. Debían de ser cerca de las tres del mediodía y, tras la comilona, sentía que se le cerraban los párpados. Le resultaba muy difícil luchar contra las órdenes que el cuerpo dictaba a la mente, y ahora estaba claro que éste quería echarse una cabezadita a toda costa. Se incorporó y se fue al baño a lavarse la cara para ver si conseguía despejarse; era incapaz de trabajar con aquella modorra. Ya de vuelta y algo más despierto, volvió a sentarse frente a la pantalla para proseguir con el dichoso documento. El sol, que en el mes de junio entraba a degüello por las enormes cristaleras del despacho, amenazaba desde hacía rato con achicharrarle el pescuezo, y, pese a que había bajado la cortina de la ventana trasera, la sensación de calor parecía no desprenderse de su cuerpo. Al parecer, era imposible que la temperatura de aquella oficina contentase a todo el mundo; siempre había gente que decía congelarse y otros, como él, que se morían de calor por las tardes. Y justo en aquel momento, cuando por fin había conseguido concentrarse y redactar unas líneas con cierta coherencia, su teléfono empezó a sonar de forma insistente. Por seguridad, antes de coger el móvil que vibraba encima de su mesa decidió guardar el informe que estaba preparando en su ordenador. Aquello era lo que más lo exasperaba de los teléfonos móviles, que entorpecían y paraban todo lo que uno estuviese haciendo, fuese donde fuese, y te obligaban a contestar. Molesto con la interrupción, avanzó hasta casi la puerta del despacho para evitar que aquel inclemente sol siguiese abrasándole mientras atendía la llamada. Miró la pantalla y vio el prefijo de Noruega; sin duda, era su hijo.

–Hola, Eduardo. ¿Cómo va todo por ahí?

Al otro lado se hizo un pequeño silencio.

–Yo no... –musitó una voz femenina que parecía descolocada por la respuesta–. ¿Hablo con Miguel Torres? –dijo con claro acento nórdico desde el otro lado de la línea.

Miguel apartó ligeramente el teléfono de su oído y miró de reojo el número que aparecía en la pantalla. El prefijo era de Noruega, eso estaba claro, pero no reconocía la voz. No tenía ni idea de quién podía estar llamándole.

–Emm... Sí, sí, soy yo –respondió, extrañado–. ¿Con quién hablo?

–Buenos días, señor Torres. Soy la inspectora Erika Vinter, y pertenezco al cuerpo de policía de Noruega.

–Ya... ¿En qué puedo ayudarla? –preguntó Miguel algo descolocado.

–Verá, tengo malas noticias sobre su hijo. Lamento informar...

Apenas pudo oír las siguientes palabras que pronunció aquella mujer. El mundo, su mundo, se paró en seco en aquel preciso instante. Miguel se tambaleó, aturdido, y dejó caer su teléfono, que por suerte resistió el impacto con el suelo. Su cabeza empezó a dar vueltas como un tiovivo y tuvo que retroceder unos pasos para no caerse, hasta topar con la mesa de su despacho y desplazarla ligeramente. Apoyado sobre ella, tratando de mantenerse en pie, aún no podía creer lo que acababa de oír al otro lado de la línea... Aquello no podía ser cierto... Había hablado con su hijo hacía apenas una semana y todo iba bien... Tenía que haber un error. Sí, seguro que se habían equivocado de persona... Esas cosas ocurrían a veces... Ocurrían a menudo... Agarrándose a la mesa, cogió el teléfono del suelo, se acercó hasta la silla y se dejó caer sobre ella. Al otro lado de los cristales de su despacho, un par de compañeros lo miraban intrigados por su errática actitud. Era como si estuviera borracho. Las palabras de la inspectora retumbaban en su cabeza una y otra vez como una maldición:

–Lamento informarle de que su hijo ha sido asesinado –había dicho la inspectora con voz entrecortada.

Dar ese tipo de noticias era algo a lo que incluso ella, con su característica frialdad y falta de tacto, no conseguía acostumbrarse. Se necesitaba una falta absoluta de empatía, una completa ausencia de emociones, para que algo así no te afectase. Erika dejó pasar unos segundos para que Miguel tuviese tiempo suficiente de asimilar lo que había oído y, tras una breve pausa, añadió:

–Siento mucho tener que darle esta noticia... –se quedó callada unos segundos, antes de proseguir–. Necesitaremos que venga a Alesund lo antes posible, tanto para proceder a la identificación del cuerpo, como para poder avanzar con la investigación. Tómese el tiempo que necesite para organizarse, y en cuanto sepa su número de vuelo le agradecería que me llamara para informarme de su llegada. Si quiere apuntar mi teléfono...

Miguel, que más que una persona ahora parecía un robot, anotó el número de la inspectora como si una parte autónoma y primitiva de su cerebro fuese capaz de hacer cosas básicas sin usar la razón, y luego colgó. Con la mirada perdida, ensimismado, respiró profundamente e intentó calmarse. No, aquello no podía estar ocurriendo, no era posible... Por primera vez en su vida, entendió a aquellas personas que se sentían incapaces de llorar ante la muerte de un ser querido. No era por falta de dolor, ni de angustia... Se debía simplemente a una absoluta incapacidad de asumir el hecho, de creer que lo que estaba ocurriendo era real. Como si negar la evidencia le permitiese mantener la esperanza, mantener vivo a su hijo de algún modo. Superado por las circunstancias, apoyó su cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos, tratando de revivir todos y cada uno de los momentos que había pasado con Eduardo, como si tuviese miedo de que su muerte se los llevase también lejos de él. Sentía que en su interior iba creciendo una extraña montaña de emociones. Sentía que poco a poco lucharían por salir, y sabía que, cuando lo hiciesen, el dolor iba a ser tan intenso, tan profundo, que sería incapaz de afrontarlo, de soportarlo. Hizo girar la silla hacia la ventana y miró a lo lejos, a un punto indefinido del horizonte, tratando de buscar respuestas. Su mundo amenazaba con desintegrarse para siempre. Era como si un terremoto, un inmenso tsumani, hubiese arrasado de pronto con su vida, con su realidad, y la hubiese puesto patas arriba en cuestión de segundos. Era como si de pronto se hubiera visto inmerso bajo un inmenso océano que le engullía por momentos, como si estuviese bajo el agua, sintiendo ese vacío, ese silencio tan profundo, y por último la falta absoluta de aire que va presionando tus pulmones y te hace convulsionar. Si en aquel instante alguien hubiese tratado de hablarle, probablemente ni siquiera lo hubiese oído; ni siquiera se hubiese dado cuenta de su presencia. Estaba sumido en sus pensamientos, tratando de restablecer una cierta cordura a aquella sinrazón, cuando de repente recordó algo que lo puso en alerta. ¿No le había dicho Sandra que esa misma semana iba a estar con su hijo en Alesund?

Nervioso, se incorporó de un brinco del asiento, se asomó fuera del despacho y llamó a Ana Gutiérrez, compañera de redacción de Sandra.

–Ana..., ¿no se iba Sandra de viaje esta semana...? –preguntó de forma atropellada en cuanto ella entró en el despacho.

–Sí... Creo que se iba el domingo por la noche, pero como lleva casi diez días de vacaciones tampoco puedo precisarte... –contestó ella, sin terminar de entender el nerviosismo de Miguel–. ¿Por qué me lo preguntas?

–¡Hay que localizarla ya! ¡Como sea!

–¿Es que ha pasado algo...?

–¿Tienes su teléfono?

–Sí, claro, pero... ¡¿Qué ocurre?! –preguntó alarmada.

–Llámala, por favor; ahora mismo.

Un tanto desconcertada, Ana volvió a su mesa, cogió el móvil, buscó el número de Sandra y la llamó mientras volvía al despacho de Miguel.

«Este número se encuentra fuera de cobertura en estos momentos...»

–Está fuera de cobertura o apagado... –dijo Ana, que ya empezaba a temerse algo grave.

–Apúntame el número en un papel, por favor –pidió Miguel sin dar mayores explicaciones.

–Pero... ¿qué es lo que pasa? Me estás asustando, Miguel...

–Ya te lo contaré en otro momento, ahora no hay tiempo –respondió él, sin ser consciente siquiera de la inquietud de su compañera.

Ana salió del despacho y enseguida comentó con algunas de sus colegas el extraño comportamiento de Miguel. Todas lo miraban intrigadas a través del cristal, tratando de averiguar qué ocurría. Miguel buscó entonces angustiado el papel donde había anotado el número de la inspectora. ¿Y si Sandra había corrido la misma suerte que su hijo? Con el corazón en un puño, marcó el número con el prefijo de Noruega. Contestó una voz firme y profunda:

–Fortelle...

–¿Podría hablar con la inspectora Vinter?

–Sí, soy yo. ¿Señor Torres? ¿Es usted?

–Sí, verá..., es que acabo de acordarme de que mi hijo había invitado esta semana a una compañera mía de trabajo, y me extraña no saber nada de ella.

–¿Ah, sí? –preguntó ella, intrigada.

–Sí, se supone que llegó a Alesund el domingo por la noche. ¿Saben algo de ella? ¿Está ahí con ustedes?

–Curioso... En el apartamento no había ni rastro de una mujer. Y tampoco la mujer de la limpieza dijo nada al respecto. ¿Cómo dice que se llama su compañera?

–Sandra, Sandra Cuevas.

–Necesitaría que averiguara en qué vuelo venía y si alguien ha hablado con ella durante estos tres últimos días. Yo intentaré hacer algunas averiguaciones por aquí. ¿Sabe usted si iba a hospedarse en casa de su hijo o en un hotel?

–En su casa, seguro –confirmó Miguel, que sabía perfectamente cuánto le gustaba a su hijo tener invitados en casa.

–Muy bien. Gracias por avisarnos. Si pudiese hacerme llegar una fotografía de ella, sería de gran ayuda.

–Por supuesto, buscaré alguna reciente y se la hago llegar. La mantendré informada.

–¿Sabe si tiene algún familiar con quien pudiésemos hablar, llegado el caso?

–Sí, creo que sí.

–¿Cree que podría conseguirme algún teléfono? Si es de un familiar cercano, mucho mejor...

–Desde luego.

–Por cierto, ¿ya sabe usted cuándo podrá venir a Alesund? Tal vez no sea fácil encontrar un vuelo...

–Bueno, acaba usted de llamarme...