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Camino Díaz

NO PRONUNCIARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO

Esta novela es una obra de ficción y todo lo que se cuenta es fruto de la imaginación de la autora. Por lo tanto, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.


COLECCIÓN: Parnass negro


PRIMERA EDICIÓN PAPEL: junio de 2018

PRIMERA EDICIÓN EBOOK: septiembre de 2018

© Camino Díaz, 2018

© de esta edición, Parnass Ediciones, 2018

Aragó, 336 bajos 08009 Barcelona

Tel. 93 207 34 38

parnassediciones@gmail.com

www.parnassediciones.com

DISEÑO DE CUBIERTA: Ricard Sans

MAQUETACIÓN: Marta García

ISBN PAPEL: 978-84-948293-8-3

ISBN EBOOK: 978-84-949159-4-9



CUALQUIER FORMA DE REPRODUCCIÓN, DISTRIBUCIÓN, COMUNICACIÓN PÚBLICA O TRANSFORMACIÓN DE ESTA OBRA SOLO PUEDE SER REALIZADA CON LA AUTORIZACIÓN DE SUS TITULARES, SALVO EXCEPCIÓN PREVISTA POR LA LEY. DIRÍJASE A CEDRO (CENTRO ESPAÑOL DE DERECHOS REPROGRÁFICOS, WWW.CONLICENCIA.COM) SI NECESITA FOTOCOPIAR O ESCANEAR ALGÚN FRAGMENTO DE ESTA OBRA.

Una señal inequívoca del amor a la verdad,

es no mantener ninguna proposición con
mayor seguridad de la que garantizan las
pruebas en las que se basa.
JOHN LOCKE

El que mire a Dios a la cara morirá.
ANTIGUO TESTAMENTO

Quien con monstruos lucha, cuide de
convertirse a su vez en monstruo. Cuando
miras largo tiempo a un abismo, el abismo
también mira dentro de ti
F. NIETZSCHE

CUATRO AÑOS ANTES

El despacho donde le hicieron pasar le resultó un lugar frío y aséptico, un lugar sin alma donde se podía llevar a cabo cualquier cosa, desde un asesinato hasta un interrogatorio duro y cruel, sin anestesia. Miró los estores metálicos de las ventanas, cerrados a cal y canto, que impedían el paso del sol, que brillaba resplandeciente, y el sonido alegre de los niños, y pensó que lo que iba a hacer se parecía mucho a un asesinato. Y eso se tenía que hacer siempre de espaldas a la gente, con nocturnidad y alevosía. Con la persiana bajada y los estores cerrados.

Le habían citado hacía un mes y desde entonces, los treinta días que componían ese mes, había estado pensando qué iba a decir cuando se sentase en aquella silla. No había tomado una decisión concreta hasta ese instante, sentado frente a una mesa llena de carpetas en la que, en breve, se sentarían los que decidirían el futuro de su compañera. Lo había meditado con la almohada, con su mujer, con diez botellines de cerveza, nada había sido más decisivo que estar sentado en aquel despacho desalmado, ante la mesa gris que separaba su estatus del que lo iba a interrogar. Tendría que contar la verdad, nada más que eso, la puñetera verdad que nos hace libres o nos encadena para siempre. Al menos su verdad, esa de la que nunca podían desprender a uno porque la había vivido en primera persona. Luego otra cosa sería lo que ellos decidieran hacer con esa verdad unipersonal e intransferible.

En definitiva ella se lo había buscado, con su chulería y su alcoholismo. La apreciaba, eso era cierto. En el fondo de su corazón admitía que ella le había parecido siempre una mujer con dos cojones, pero díscola e inestable. Todos en la comisaría lo sabían, la habían echado de estupas, de homicidios, de cualquier parte donde hubiera que trabajar en grupo y la habían degradado a realizar funciones de seguridad ciudadana con un uniforme que le incomodaba. Escuchó el ruido de la puerta y ante él aparecieron el Inspector jefe y el oficial de policía que lo iban a interrogar, con un café humeante cada uno en las manos.

—Buenas tardes, señor Díaz.

—Buenas tardes.

—¿Sabe por qué está aquí? —preguntó el inspector jefe con unos ojos pequeños de sapo que lo contrariaron.

Pablo asintió de un modo lacónico. Ese tío con rostro de batracio parecía imbécil. Lo habían citado hacía un mes y la intervención policial dichosa había sucedido hacía ya seis meses. Si no sabía por qué estaba allí, es que era idiota.

—Comience a escribir —ordenó el inspector jefe al secretario, un hombre mucho más joven que él pero de rostro ladino y ojos desconfiados. Este comenzó a darle al teclado del ordenador de un modo tan ruidoso que le molestó sobremanera. El interrogador volvió a mirarlo obviando el ruido excesivo del teclado al tiempo que le hacía una pregunta.

—¿Es usted compañero de Amanda Giménez Acosta en la comisaría Centro de esta ciudad?

—Sí, bueno, lo fui hasta hace unos meses en que fue apartada del servicio.

—¿Cómo describiría usted el carácter de su compañera? Supongo que después de pasarse horas patrullando con ella sabrá decirme algo.

A Pablo le costó responder. Amanda era una mujer de carácter voluble y fuerte, una tía especial que tenía una manera peculiar de ser policía. Una mujer de modos rudos para ser una mujer, la verdad. Una especie de Harry el sucio pero con vagina y tetas y, que según se decía en los corrillos cotillas, follaba de la misma manera, compulsiva y violenta. No era una mujer convencional.

—Bueno, no la conocí mucho, estuve poco tiempo con ella, pero diría que es una mujer con un carácter fuerte y poco dada al diálogo.

—¿Cómo se comportaba en su trato diario de trabajo? ¿A qué se refiere con que era poco dada al diálogo?

El batracio volvió a mirarle fijamente. Por un momento tuvo el descuido de sonreír. Visualizó a aquel tipo sacando su lengua bífida y tragándose algún mosquito. Intentó ahuyentar aquella visión surrealista, que le paseaba por la mente cada vez con más intensidad, para ahogar sus ganas de reír a carcajadas.

—Hacía su trabajo sin muchas palabras, eso es lo que quería decir, era una persona más bien introvertida pero con fuerte decisión en lo que hacía. Conocía su trabajo y lo llevaba a cabo sin dudas, esa es mi impresión.

—¿Consumía alcohol durante el servicio?

Pablo odió a aquel tipo con papada. Sabía perfectamente que Amanda era alcohólica, por eso se la quitaron de encima los de estupas y los de homicidios, todo el mundo conocía su adicción. ¿Por qué tenía que preguntarle a él? Estaba seguro de que ya tenía ese dato con certeza en su expediente. Según contaban en la comisaría, por culpa del alcohol la había cagado en una operación importante de drogas. Era sabido que coleaba tras ella un pasado lleno de alcohol y cagadas.

—Usted sabe que sí.

—Entonces… ¿acudía en estado ebrio a trabajar?

—No lo sé, a veces bebía en el trabajo, alguna cerveza.

—¿El día que murió Daniel Pérez Ortigas estaba ebria?

—¡Y yo qué coño sé! Oiga, se cargó a un tío, vale, de eso va todo esto, pero no sé si iba borracha o no, yo no llevaba un medidor de alcoholemia en el bolsillo ni convivía con ella, ¿comprende?

El sapo lo miró cabreado, pero al momento pareció cambiar de actitud.

—Bueno, venga, cálmese, no quiere joder a su compañera. Tome. —le acercó una cajetilla de tabaco con un cigarro a medio sacar. Pablo aceptó el cigarro y decidió calmarse, no iban a sonsacarle algo que no era su cuestión. Él no era un chivato y no iba a facilitarles la tarea, que lo investigaran de otro modo. Sabía que le habían hecho unos análisis el mismo día, después de matar al chulo de putas.

—Disculpe, pero no es fácil venir aquí y ponerse a hablar de una compañera que está siendo investigada y a punto de ser juzgada. Todos trabajamos juntos en la calle, todos luchamos ahí fuera contra el delincuente. Soy yo quien tiene que vérselas en una intervención con un compañero. ¿Sabe?

—Tranquilo, lo comprendemos, nuestro trabajo es difícil, en la calle se toma una decisión en pocas décimas de segundos que puede ser terrible para nosotros pero aquí dentro… las cosas son peores, ¿no es eso?

Pablo entendió entre líneas. Aquel batracio quería parecer el poli bueno y sonsacarle información, pero no lo haría, él sería más listo. Y sí, era un trabajo jodido en el que si la cagabas, te quedabas solo ante el monstruo de la Justicia y si te chivabas, estabas vendido en la calle.

—Yo no he dicho eso. Es solo que no sé nada más, no la conocía demasiado. Verá, venía a comisaría, se cambiaba en el vestuario de mujeres y patrullábamos juntos, pero no era una mujer de muchas palabras, ya se lo he dicho. Y sí, bebía alguna cerveza en el trabajo, pero no sé si le emborrachaban o no, desconozco su tolerancia al alcohol.

En ese momento recordó la tarde en que tuvo que detener el coche patrulla en una zona solitaria para que su compañera durmiera un rato la mona. Le había dicho que se marchara a casa, que no estaba en condiciones de trabajar pero ella no le había hecho caso. No se lo hacía nunca, cuando le decía que no entraran en el bar a beber cerveza yendo de uniforme o cuando le decía que intentara no complicar las intervenciones con sus comentarios desagradables o su actitud chulesca. O que soltara del cuello al tío en cuestión que se había puesto tonto. Sí, estaba harto de ella, de sus contestaciones y de sus malos modos a pesar de ser una señorita, pero en el fondo le daba pena. Era como ver un animal herido que pataleaba y gritaba porque le dolía algo. Estaba a punto de pedir un cambio de compañero cuando sucedió lo que les terminó de separar. Ella no se comportaba bien, pero de ahí a joderla… había un trecho. Perro no mordía perro, eso lo había aprendido hacía unos años, cuando era un joven policía recién escudillado. Si un compañero se comportaba mal en el trabajo, uno se callaba y punto, para eso estaban los jefes que debían actuar en consecuencia. Él no iba a mojarse. Era mucho peor que te catalogaran como un chivato.

—Entonces pasemos ya a describir qué pasó el día doce de septiembre. Cuéntenos lo más detalladamente que pueda qué sucedió ese día, de manera cronológica. Si su compañera tuvo algún comportamiento extraño antes de la intervención, o sea, si cree usted que iba bebida.

Pablo respiró profundamente y rodando el anillo de casado por su dedo comenzó la historia.

—Aquel doce de septiembre hacía calor, era uno de esos días de septiembre en que parece que el verano todavía tiene arrestos y quiere demostrar al mundo entero que él también es un mes de verano—. Hizo una pausa y sonrió, aquella frase le había quedado poética—. Habíamos relevado a los compañeros de la mañana y no había gran cosa, todo estaba tranquilo, así que fuimos a tomar el café al bar de enfrente de la comisaría, como todos los días. Ya le he dicho que hacía mucho calor a esas horas.

—¿Recuerda qué consumió su compañera en el bar? —el sapo lo interrumpió. Intuía que le iba a ser difícil pasar por el relato sin ser interrogado.

—Creo recordar que se bebió un tubo de cerveza.

—¿Para comenzar el servicio? … Prosiga.

—En el bar estuvimos viendo el telediario y comentamos algunas de las noticias. »Amanda, con su particular manera de ver las cosas, dijo que todo era una mierda, que el mundo estaba podrido y no tenía solución. De pronto, por la emisora se escuchó que una pareja estaba discutiendo en la calle Carretas y que al parecer el hombre estaba maltratando a la mujer. Mi compañera y yo nos marchamos corriendo del bar porque, aunque la sala del 091 había comisionado a otro Zeta, fuimos en su apoyo. La zona es una zona peligrosa y pensamos que quizá había algo más, que tal vez podía tratarse de un tema de chulo-prostituta. Últimamente había problemas en ese sentido. Las prostitutas se quejaban de que un tío recién llegado a la zona les amenazaba. Suelen hacerlo para marcar territorio.

Pablo calló unos segundos. La cosa no había sido exactamente así. Había tenido que marcharse del bar solo, cansado de esperar a que Amanda decidiera dejar de beber. Después, se había arrepentido y había vuelto al bar para llevarse a su compañera a la intervención. Ahora lamentaba haberlo hecho, aunque quizá, si ella no hubiese ido, alguno de ellos estaría bajo tierra o la chica del coche con el cuello rebanado.

—¿Qué sucede, se encuentra bien? —preguntó su interrogador.

—Sí, sí gracias, es solo que me gustaría beber un poco de agua.

—Hernández, vaya a por un botellín de agua.

El oficial de policía se levantó obediente y los dejó solos.

—No sé si me acordaré de todo, hace ya tiempo de todo esto. —Pablo tragó un bolo de saliva que se había quedado en la garganta. Intentaba contar lo justo, pero sin mentir.

—No se preocupe, somos conscientes de que tiene una fuerte presión encima pero piense que va a contribuir a esclarecer las cosas y sobre todo va a colaborar en mejorar este trabajo.

Las palabras que transmitía aquel hombre anfibio no concordaban con su mirada y sus manos de avaro. Mientras se las masajeaba la una contra la otra, sus ojos intentaban eludir los de Pablo porque en el fondo sabían lo que pensaban ambos de todo eso.

El oficial entró con el botellín en la mano y lo dejó al lado de Pablo, que lo cogió como si se encontrara en un desierto sin agua. Mientras tragaba el líquido elemento pensaba en su mujer y en sus hijos, en que debía comportarse correctamente para seguir en un trabajo que cada día le parecía más pesado. Poco sueldo, muchos delincuentes en la calle y poco apoyo de los jefes cuando surgían problemas. Y en las salas de juicios peor aún, la justicia cada vez se ponía menos de su lado, pero tenía claro que debía mantener una familia y eso es lo que haría.

—Si se encuentra mejor puede proseguir. Nos hemos quedado en que su compañera y usted fueron en apoyo del indicativo que fue comisionado a la pelea de pareja en la calle Carretas.

—Fuimos todo lo rápido que el tráfico a esas horas nos permitió, aun poniendo los rotativos. Cuando llegamos nos encontramos a una pareja en un coche y a los compañeros de pie en la acera, intentando hacer entrar en razón al individuo. Amanda reconoció al tipo como un chulo de la zona apodado el Dandi que se dedicaba a amedrentar a las chicas para presionarlas con el dinero, pero esta vez al parecer se había pasado con la coca. A la chica podíamos verla a cierta distancia y llevaba un moratón en el ojo y el pelo desbaratado, sabíamos que él le había pegado. La tía estaba acojonada. Los compañeros intentaban por todos los medios que bajaran del coche y justo cuando llegamos nosotros el tío sacó un cuchillo.

—¿Cómo era el cuchillo?

—Pues era un cuchillo de grandes dimensiones, parecía uno de esos de cocina. Lo puso en el cuello de la chica y comenzó a gritar que si no nos íbamos a tomar por culo le rebanaría el cuello. La chica no hacía más que llorar y la cosa se puso muy tensa.

—¿Dónde estaba su compañera?

—Ella estaba a mi lado. Fuimos poco a poco acercándonos al coche por la parte delantera. Vi de soslayo que Amanda sacaba el arma y entonces yo también lo hice. »Encañonamos al tipo mientras le gritabamos que tirara el cuchillo, que depusiera su actitud y bajara del vehículo. Pero no lo hizo, muy al contrario, acercó el cuchillo más al cuello de la chica y le hizo sangre (eso estará reflejado en el parte de lesiones, supongo). Entonces, escuché una detonación muy fuerte a mi izquierda y al momento el tío del coche cayó fulminado encima del volante.

Pablo recordaba a cámara lenta aquellos fatídicos segundos. Vislumbró por el rabillo del ojo a su compañera que empuñaba el arma y gritaba «¡Cabrón deja a la chica o te voy a dar un taponazo entre ceja y ceja!». De pronto vio su dedo accionar el gatillo y al momento salir la bala por el cañón. Él gritó también con todas sus fuerzas a su compañera que no disparara, que no era buena idea, pero ella no le escuchó. Todos sabían que había sacado muy buenas notas en los exámenes de tiro de la academia y que era una tía que no se amilanaba ante nada, pero también se sabía que tarde o temprano cometería la gran cagada, esa que te cambia la vida para siempre.

—Eso es todo lo que pasó, la intervención finalizó con la muerte del chulo, un tío bregado, con muchos antecedentes.

—¿Vio si su compañera intentó primero disparar hacia partes no vitales del cuerpo o hacia otro lado? Tan solo se realizó un disparo, en eso es tajante el informe de la científica.

—Creo que no. Pero al menos el tío no mató a la chica, porque tal y como se puso la cosa lo habría terminado haciendo.

—Responda con sinceridad… ¿iba su compañera borracha, señor Díaz?

—Ya le he dicho que no lo sé.

—Le seré franco, señor Díaz, en este cuerpo nos gustan las cosas bien hechas, no nos gusta que los jueces nos tiren de la oreja cada dos por tres, en ello va la reputación de nuestra institución y francamente creo que esta vez saldremos indemnes una vez más. »Aquel tío era un delincuente y evitamos que ese hijo de puta se cargara a esa tía, o quién sabe, a alguno de ustedes, no sé si me entiende, ese tío está mejor muerto que vivo, menos problemas para nosotros y para la sociedad, así que bien hecho está, una vida por otra. En la cárcel no sería más que un gasto para el estado. Eso de la reinserción es una puta patraña.

Pablo lo miró asombrado. Aquel discurso de agradecimiento por cargarse a un tío era más de lo que esperaba. Seguro que el «pero» venía ahora. El batracio continuó.

—Pero lo que está claro es que su compañera no solo iba borracha sino que lo iba todos los días desde hacía años, y ya sabe lo que significa emborracharse en este trabajo y además tomar según qué decisiones, demasiado peligroso. No podemos permitirnos el lujo de dar cabida a los John Wayne, esto no es el lejano oeste. Además conlleva falta muy grave. No solo disparó una sola vez sino que disparó a matar. Era experta en tiro, sabía perfectamente que si apuntaba a la cabeza, la bala terminaría allí. »El resto de testigos dicen que había bebido, como siempre.

Pablo miró esta vez fijamente a su interlocutor. Sabía que al final iban a cargarse a su compañera, la expulsarían del cuerpo y quién sabe si al final saldría indemne del juicio. Vio en las pupilas del inspector jefe que le importaba muy poco la vida de sus subordinados y mucho menos la de su compañera. Les daba igual si estaba deprimida o si tenía un problema grave de alcoholismo. No había un gabinete psicológico especializado en policías deprimidos como en las pelis americanas. Nadie había dicho nada durante demasiado tiempo. La decisión ya estaba tomada. No le darían más prórrogas. «Alea jacta est».

Pablo se levantó y correspondió al apretón de manos que le dio el inspector mientras un sabor agrio le subía por la garganta. Algo le decía que tipos como él tampoco le salvarían el culo a él si la cagaba alguna vez. Que aquellas oficinas tristes que ocultaban el mundo con sus estores metálicos, no eran los lugares adecuados para decidir si un policía la había jodido o no, todo era mucho más complicado y sutil, pero no le correspondía a él decidir nada. Él solo era un policía que debía llegar a la jubilación sin cometer ningún error. Tenía que hacerlo, por sus hijos.

A la salida, el sol le recibió, cegándolo momentáneamente, sus ojos se habían amoldado a la oscuridad aplastante de aquel despacho de la Jefatura Superior de Madrid donde habían asesinado el futuro de su compañera.

Mientras se dirigía a la parada de metro que le llevaría a casa, pensó en la línea tan delgada que separaba el fracaso del éxito. Cuando un policía saca la pistola todo puede pasar, y en un segundo de su vida decide si dispara o no. Nadie se acostumbra a eso, nadie está preparado para eso, ni en miles de años de trabajo y experiencia. Amanda había cometido un error y había sido ahogar sus penas en alcohol, pero nadie lo había intentando solventar. Ni siquiera él mismo. ¿Qué sería de ella? Hacía meses que no la había visto y estaba convencido de que quizá aquella expulsión del cuerpo le supondría un renacer. A veces había que chupar polvo para levantarse y volver a empezar.

Bajó al metro y sonrió. Se imaginó a su compañera resurgiendo de sus cenizas. Una mujer como ella no se dejaría morir. Mientras la parada del metro desaparecía de su vista sintió algo muy parecido a la esperanza. Algún día la llamaría, cuando todo esto pasara.

1

Un ruido extraño y viscoso la despertó. Era como un ruido de vísceras y líquidos moviéndose al mismo tiempo, chocando entre ellos y volviéndose a separar. Un ruido silencioso y sutil pero desquiciante. Abrió los ojos y se dirigió hacia el salón. Todo le pareció diferente. Era su casa, de eso no había duda, pero cambiada, y no sabría decir en qué detalle exacto lo percibía. Tal vez era ella la que sentía algo distinto, como si no se fiara demasiado de sus esquinas y sus paredes. Detuvo esos pensamientos en el instante en que llegó al salón. Había una persona agachada, en cuclillas, pero no podía ver qué estaba haciendo porque le daba la espalda. La persiana a medio bajar dejaba pasar pequeños haces de luz que ejercían un juego de luces y sombras que alteraban la visión.Lo que sí veía con claridad es que había una mujer tendida en el suelo. Podía ver sus pies, pequeños y quietos, de muñeco de goma sin vida. Se fue acercando a la extraña escena aunque su estómago le decía que no lo hiciera, que aquello no era nada bueno. La persona agachada tenía el pelo largo y unas pezuñas grandes de bestia que no podía ver en toda su extensión. Se acercó un poco más, rodeándola, y pudo ver que la mujer tendida en el suelo, con las tripas abiertas y esparcidas, era su madre. Dio un paso atrás, con un miedo paralizante, como si de pronto hubiera entrado en una escena de la Matanza de Texas y quiso correr con todas sus fuerzas pero no pudo mover un solo músculo del cuerpo. Estaba pegada al suelo. La bestia masticaba con fruición y ni siquiera se había percatado de su presencia. Otra vez ese sonido. Ahora sabía de dónde procedía. Esa cosa, mitad hombre mitad bestia devoraba los intestinos de su pobre madre, unas vísceras enfermas, llenas de cáncer y angustia. De pronto pudo mover un pie. Se dijo a sí misma que ese era el momento de correr. Y justo cuando iba a hacerlo, la criatura volvió el rostro hacia ella. Era su padre, con la boca ensangrentada y poblada de dientes asesinos, que la miraba con ojos de animal salvaje. Ahora sería su turno, lo leía en su cara, no había tenido bastante, necesitaba más. Amanda se despertó. Un sudor frío y molesto le empapaba la camiseta. Sentía miedo, un miedo atroz e indeseable. Abrió los ojos hasta el límite, en un intento por borrar la escena que acababa de ver. Había sido un sueño, otro maldito sueño delirante. Le había dicho la psicóloga que los sueños eran como purgas de la mente, limpiezas que se realizaban desde el inconsciente para liberarnos de lo que nos atenazaba. Pero esas limpiezas estaban siendo salvajes. Se incorporó en la cama todavía con desconfianza. Su habitación era la misma en la que se había echado hacía unas horas. Eso la tranquilizó. Miró el cuadro de Van Gogh, con tonos azules y amarillos, y sonrió. Fue al salón y vio todo despejado, tal y como lo había dejado el día anterior. El móvil encima de la mesa junto a la taza de café y unas cuantas cajas de cartón a medio abrir. No quedaban restos de bestia ni de su madre inerte y cadáver. Había sido mala idea verla muerta. Se lo advirtió su hermano en el hospital, pero no le hizo caso. Ese rostro de cera sin vida se le quedó grabado para siempre en la retina.

Ella, que había sido policía, no era una cobarde. No era de esas personas que intentaban endulzar su vida al precio que fuera. Ella iba a por la verdad, con mayúsculas, aunque doliera y estrujara el estómago. Por eso había pertenecido al Cuerpo Nacional de Policía durante quince años. Hasta que la había cagado. Hasta que hizo aquello por lo que tendría que pagar el resto de su existencia. En pocos segundos se pudo decidir toda una vida. Ya sabía que podía pasar, que la pistola que llevaba en el cinturón podría ser usada en cualquier momento. Pero uno no es consciente hasta que sucede, hasta que debe decidir si dispara o no, si mueve levemente ese dedo que tiene atrapado en el gatillo. Un segundo, un solo segundo y ya has disparado y has matado a un tío. Un mal tío, que no paraba de decir que se iba a cargar a la mujer que tenía zafada con el cuchillo jamonero que llevaba en la mano. Un imbécil al que le decía una y otra vez que tirara el arma al suelo y que soltara a aquella mujer, que ese no era el buen camino. Ahuyentó ese momento de su cabeza, no quería pensar más en ello, otra vez no. Bastante lo había hecho en las odiosas sesiones con la psicóloga que le sacaba con sacacorchos cada palabra enquistada en su intestino. Habían pasado casi cinco años desde aquel día y no se podía pasar el resto de su vida recordándolo. Un solo día para recordar toda la vida. Una sola decisión para joderte la existencia y para darte cuenta de que estás sola en el mundo. Que a pesar de pertenecer al lado de los «buenos», la justicia será implacable. A pesar de que el juez no la condenó con pena de cárcel, la habían expulsado de la Policía y habían decretado para ella una terapia de desintoxicación del alcohol. ¿Qué habría pasado si no lo hubiera matado? ¿Se habría cargado a la tía? Entonces, ella seguiría en el cuerpo y seguramente nunca habría sabido cómo era la vida sin alcohol.

Fue hacia la cocina y metió el café en el filtro. Vertió el agua y enchufó la cafetera. Recordó que era domingo y que debía pasar por el despacho para ultimar detalles. Después de todo había comenzado una nueva vida y eso era lo único que importaba. Gracias al dinero que su madre le había dejado en herencia había abierto el despacho de detectives y podía comenzar a trabajar de nuevo. Salió el café y su olor le puso de buen humor. El café era su compañero fiel en todo el camino, ese que nunca desaparecería sin más o le defraudaría con un hecho o una palabra. Cogió la taza y miró por la ventana. La basílica del Pilar destacaba ante sus ojos, tendría miles de historias calladas a sus espaldas que nunca podría contar. Igual que ella. Y el río, que majestuoso fluía a sus pies. Podría ser una bonita historia de amor imposible. Un río y una basílica. Siempre escuchándose y sintiéndose cerca, pero nunca tocándose. Le recordaba a sus historias de amor. Siempre el problema de la comunicación con el otro. Silencios y palabras. Se sentía incapacitada para amar a alguien de verdad. Zaragoza era su tierra, su ciudad, el lugar donde había crecido y donde pronto había empezado a comprender que el mundo era impredecible. En el fondo le dolían todavía demasiadas cosas, era como si las heridas estuvieran aún abiertas y dolorosas. La infección se había ido pero seguía latiendo el dolor en su cuerpo.

Su madre había querido que se quedara en la ciudad pero tuvo que marcharse, que escapar y respirar aire puro que no estuviera contaminado por las garras demoledoras de su padre. De eso se arrepentía ahora, de su huida hacia Madrid cuando ella aún estaba viva. Si hubiera sabido que moriría pronto no la habría dejado. Pero tenía que ventilar su maltrecho corazón.

La diáspora familiar tuvo lugar pronto, pero desde que habían enterrado a su madre se había hecho más evidente. Su hermano por un lado, viviendo en Cádiz con una familia a la que veía poco. Su padre… No sabía nada de su padre desde el entierro, seguiría por ahí, bebiendo por los bares hasta que lo echaran. Y estaba ella, que había regresado a Zaragoza para comenzar una nueva etapa y olvidarse de fantasmas que la asediaban día y noche. Había deseado la muerte, la había esperado con ansia tres años atrás, pero ahora ya no. Se había hecho más fuerte, más consciente de todo lo que había ocurrido, incluso del lugar de donde procedía ese dolor. Había pasado una mala época, se había muerto su madre por un maldito cáncer en el estómago, y ella la había cagado en una intervención policial, no se hablaba con su padre desde hacía varios años pero estaba viva. Si al menos le acompañara la fe en Dios de la que hacía gala su madre todos los días, le ayudaría a levantarse con esperanza, con la certeza de que al otro lado nos espera algo mejor, quizá el Nirvana o el Olimpo. Pero no había lugar para ella en un mundo lleno de gente sin alma. No había nada más que poner la tele para corroborarlo. No había nada más que trabajar en lo que había trabajado ella para saberlo. La encendió mientras desayunaba. Las noticias sobre muerte, guerra y enfermedad se sucedían unas con otras en una terrible carrera por llegar al pódium de la crueldad. De pronto la presentadora arrugó el ceño e intentó mantener el aplomo. Una noticia extraña y local se colaba en el noticiario nacional. Alguien atiborrado de una droga llamada «droga caníbal» se había cargado a un tío que paseaba tranquilamente a su perro. Por lo visto, según fuentes policiales, le habían despedazado el cuello y en escasos segundos se había desangrado. Pero, seguía diciendo la presentadora, la Policía estaba tras la pista del asesino.

Apagó la tele. Definitivamente no había lugar para la esperanza. Miró con desgana las cajas que quedaban por desembalar y pensó que debería pasar el domingo arreglando su casa y su despacho, a medio instalar, pero la pereza le embargaba. La habían llamado sus amigas el día anterior y había estado con ellas hasta tarde. Unas amigas a las que había visto poco en los últimos años y que la juzgaban con la mirada aunque no lo dijeran. Que la mantenían en un stand by de amistad en espera de que ella mejorara y demostrara cordura de una vez. Todas vivían emparejadas y con hijos. Todas menos ella, que no había encontrado todavía la horma de su zapato. Quizá un zapato demasiado raro e incómodo. Carlos, su última pareja, le había dicho que el amor era un lugar para dos, no un desierto donde solo deambulaba uno como se le antojara. Según él, ella era egoísta y egocéntrica y con esos títulos no se podía empezar una vida en pareja. Así que él había decidido terminar la relación. Comenzó por abrir la caja de los recuerdos. Fotos, diplomas, orlas… hasta entradas de cine de cuando el cine todavía era asequible para jóvenes bolsillos. Colocó la foto de su madre en el salón. La había cogido sin avisar cuando fue por última vez a recoger sus cosas personales a casa, a la casa de toda la vida, aprovechando que su padre no estaba. En esa foto parecía feliz, pero si te acercabas a sus ojos grises podías leer ciertas señales. Por ejemplo, que estaba harta de aguantar los insultos y vejaciones de su marido, sobre todo después de echarse unos vinos por los bares de la zona. Una sutil sombra morada debajo del ojo dejaba adivinar las frustraciones nocturnas de su padre. Qué destino más cruel el suyo, morir joven y de cáncer y sin haber conocido la felicidad. O tal vez sí, quizá cuando ellos eran pequeños, cuando todo comenzó.

Le decía su psicóloga que la infelicidad podía ser causa de muerte o de enfermedad, que si no se luchaba contra ella, se acababa enfermando. Quizá su madre no había luchado contra la infelicidad y se había podrido por dentro, por no plantarle cara a la vida, quizá en el fondo nunca le había importado ser infeliz. Siguió sacando fotos de la caja, no sabía dónde iba a guardar todo eso. Fotos con sus amigas, con sus compañeros de la Policía, del día que le otorgaron la medalla al mérito policial, con su hermano y sus sobrinos. Ni una foto con su padre, las había roto un día de borrachera, ciega de ira y odio. Volvió a meter todo en la caja y la embaló de nuevo con fuerza. No estaba preparada para afrontar recuerdos y polillas envenenadas. De momento tenía que centrarse en el presente, en rehacer su vida. Había considerado varias posibilidades desde que supo con certeza que la expulsión de la Policía era un hecho. Entre ellas estaba la de suicidarse. Acabar con todo, meterse una caja entera de pastillas para dormir y quedarse traspuesta mientras esperaba la muerte. Le había costado mucho llegar a ser policía y de pronto, por una metida de pata, se había ido todo a la mierda. Bueno, si era sincera consigo misma, sabía que su debacle se había gestado antes, mucho antes, cuando vio en el alcohol a un amigo para olvidarse de sí misma. Poco a poco se fue recuperando, gracias a la psicóloga, a los antidepresivos y a su fuerte instinto de supervivencia. Cambió la idea macabra por la de renovar su vida y seguir hacia delante sin mirar atrás. Una de las ideas que tuvo fue la de fundar una agencia de detectives. Siempre le había gustado la investigación y aunque sabía que no podría tocar ciertos terrenos, al menos no dejaría del todo su profesión. Una profesión que amaba pero que había descuidado en los últimos tiempos, como todo lo demás.

2

El despacho de Amanda estaba situado en la calle San Miguel, segundo piso, número 46. Una calle céntrica y transitada repleta de tiendas y cafeterías. Era la casa familiar de su madre, en la que había vivido toda su juventud hasta que conoció a su padre. Había estado deshabitada mucho tiempo porque la abuela había pasado sus últimos años en una residencia y después de su muerte no habían querido hacer nada con ella. La visitaba su madre para no dejar que cayera en la ruina total, pero no había invertido en ninguna mejora. Había sido reacia a alquilarla, siempre decía que a ella volvían sus antepasados a pasar revista por la familia, que si la vendía, era como vender a todos sus muertos y sus recuerdos. Amanda sentía por esa casa cierto recelo, le parecía que en ella su madre había encontrado un lugar para salir de su horrible rutina. Un lugar donde su madre había depositado todas sus esperanzas, las pocas que le quedaban, inventando historias a su antojo. Pero cuando regresó de Madrid vio en ella una posibilidad práctica y decidió usarla para su trabajo, no le costaba dinero y además estaba bien ubicada. Sabía que su tío no tendría inconveniente, es más, estaba convencida de que no pensaba demasiado en ello ya que, como decía su madre, su hermano era un ermitaño de Dios. El piso era antiguo, con grandes ventanales y techos altos, con unas baldosas que parecían más bien teselas para un museo, de esas que ya no se veían por ninguna revista de decoración. La luz del sol entraba con todo su esplendor por los cristales y ejercía un efecto maravilloso sobre las paredes que todavía mostraban desconchones y trozos secos de pintura debido al escaso cuidado de los últimos años. Parecía a ratos como si de la pared surgieran rostros invisibles y misteriosos que a más de uno le habrían aterrorizado. Era detrás de esas imágenes fantasiosas en las que su madre creía ver a sus antepasados, pero Amanda sabía que tan solo se trataba de pintura podrida y el implacable paso del tiempo. Entró en la habitación. La luz del sol estampaba su fulgor en las baldosas que la miraban dándole la bienvenida. Parecía un lugar de otro mundo, tal vez del mundo de Alicia en el país de las maravillas, un mundo donde todo era posible. Por un momento atisbó una brizna de esperanza. Esa de la que había renegado muchas veces y a la que ahora quería asirse con fuerza. Había encargado la habitación que sería su despacho y después de varios intentos de colocación, ya estaba terminada. El despacho consistía en una mesa de madera marrón oscura con un sillón cómodo para trabajar, con orejeras, de cuero marrón, de esos que al sentarse uno se creería por un momento el dueño de todo un imperio al estilo Falcon Crest; dos sillones enfrente, a juego con el conjunto, para sus clientes y una gran estantería para sus libros. Allí quizá colocaría algunas de las fotos que todavía no quería mirar. Ya vería, con el tiempo. También había comprado un sofá cama para la habitación del fondo por si algún día tenía la necesidad de quedarse a trabajar hasta tarde. Y no faltaba tampoco entre sus nuevas adquisiciones un ordenador portátil, imprescindible para una buena detective del siglo veintiuno. Se sentó en el que a partir de ahora sería su sillón de detective y vio las dos carpetas que tenía encima de la mesa. Sus dos primeros trabajos para la agencia de detectives Amanda Detectives. Las hojeó por encima y no le parecieron muy interesantes. Todo ese halo de misterio que destilaban series americanas como Mike Hammer o Thomas Magnum era pura impostura. Viendo sus dos próximos casos, pensó que se iba a aburrir bastante. Quizá tendría que empezar por comprarse un sombrero, para parecer más interesante. Y lo del vaso de whisky a media tarde mientras tintineaban los hielos en su interior tendría que sustituirlo por café. Además, no era un tío duro con barba de tres días, sino una mujer soltera y con lastres que pesaban todavía. ¿Quién querría contratarla? Después de todos los trámites burocráticos a los que había tenido que enfrentarse para abrir el despacho con toda la legalidad, esos detectives americanos le parecían totalmente imposibles. Miró los nombres de sus clientes. Eran un marido desconfiado y un jefe con pocas ganas de pagar una baja fingida. Cerró las carpetas. Antes de todo tendría que hacerse un pequeño acopio de material para detectives. Sin eso no podría empezar a trabajar. Abrió el ordenador y pensó que no estaría mal llevar una cafetera. Después de todo había dejado el vicio del alcohol pero no el del café. Al menos este no tiraba su vida a la papelera. Indagó en Internet y se informó acerca de las últimas novedades en material detectivesco. Existía todo un mundo sobre el espionaje y la actividad investigadora. Impensable hacía unos años, cuando Internet todavía era un pequeño campo sin explorar. Si Sherlock Holmes hubiera tenido acceso a todo eso habría precipitado su pipa y su lupa al olvido y se habría dedicado a otra cosa. Su mente lógica deductiva se habría aturdido con tanto cachivache. Navegó un rato por la red y por fin sintió hambre. Por fin, porque en los últimos tiempos había comido por pura necesidad biológica. Era buena señal, empezaba a sentirse de nuevo una persona, con todo lo que eso conllevaba.

Bajó a la calle y el frío le sorprendió gratamente. Esa pequeña palmadita gélida en su cara le arrebató el cansancio. Vio su imagen reflejada en un escaparate por casualidad y sonrió. Ya no era una escoba a punto de romperse. Su físico también estaba mejorando. El pequeño restaurante al que le había echado el ojo por la mañana tenía mesas libres.

Regresó al despacho paseando, respirando el aire y observando el cielo, con el estómago lleno pero ligero. Le gustaba elevar la mirada hacia arriba, sorteando los edificios y los obstáculos humanos. Intentaba disfrutar de los pequeños detalles de la vida que otrora había ignorado a menudo. Era un cielo azul pero ya no era ese azul veraniego de tonos potentes. El otoño entraba con fuerza y aminoraba los colores y ya se podía sentir esa bajada de temperatura a las cuatro y media de la tarde. Entró en el piso. Se fijó en que la entrada quedaba algo desangelada, quizá le vendría bien una planta o un mueble recibidor para acoger a sus clientes. Todavía le quedaba mucho por hacer. De pronto una sombra se deslizó por el rabillo del ojo. Había un hombre apostado en la puerta. Se asustó y rebuscó en el bolso su espray de pimienta. Había escuchado en la televisión que los robos en domicilio estaban a la orden del día.

—¿Qué haces tú aquí? —dijo Amanda sorprendida bajando el espray e invitándolo a pasar al interior.

—¡Sobrina!

El hombre calvo, con unas gafas medio rotas, unidas por un roñoso esparadrapo, y vestido con un hábito marrón de monje atado con un cordón, se dirigió hacia ella y le dio un abrazo. Olía mal, a falta de higiene y podredumbre. Aquel hombre no se había lavado en unos cuantos días.

—Tío, ¿qué haces en España? —Amanda se retiró del abrazo sutilmente, el mal olor era insoportable.

—Esta era la casa donde crecí, está cambiada— contestó el hombre mirando alrededor con nostalgia.

—Sí, decidí quedármela cuando murió mamá, quiero conservar el legado familiar, si no te importa, claro. Puedes venir aquí cuando quieras. Le he hecho algún que otro arreglillo.

—Necesito que me ayudes. —Su tío obvió el comentario, parecía sobresaltado.

—Claro, dime, cuánto necesitas.

—No es cuestión de dinero —contestó airado—, necesito que me ayudes a proteger unos documentos.

Su tío Francisco, el cura, se había marchado siendo muy joven al extranjero. Primero a África y después al Vaticano. Por lo visto allí realizaba funciones de investigación histórica. Y en los últimos tiempos, según supo por él mismo en el entierro de su madre, se había marchado a Tierra Santa, lugar donde había permanecido hasta ahora.

—¿Por qué vas tan sucio?

—¿Así recibes a tu tío después de años sin vernos?

Amanda se sintió mal. Era verdad, no se habían visto mucho en la vida, pero cada vez que la familia había pasado por un mal momento, ahí había estado el tío Francisco, contando historias de África y de la sonrisa perenne de los niños que no tenían nada.

—Perdona, es que me pillas a medio instalar, con todo manga por hombro.

—Ya, ya, siempre es un mal momento para todo, los jóvenes de ahora solo pensáis en vosotros.

—Yo no he dicho eso.

Su tío cogió su mochila y rebuscó de manera nerviosa en el interior. De ella sacó un portátil y lo puso encima de la mesa del despacho. Amanda sintió otra vez ese olor a falta de higiene.

—A ver tío, lo primero que vamos a hacer es irnos a mi casa. Allí si quieres te das una ducha y te cambias de ropa y después hablamos de lo que quieras.

—No hay tiempo para duchas, sobrina, esto es importante —su tío insistió.

—Tío, por favor, hazme caso, vamos a casa y te preparo un café, una cama y hablamos todo lo que quieras.

—No me quedaré mucho tiempo —dijo mientras accedía al portátil.

—Insisto. Llegas de pronto, sin avisar y lo único que quieres ahora es abrir un dichoso portátil. Tío, llevamos años sin vernos. Qué menos que tomarnos un café tranquilamente y hablar de qué tal nos va la vida. Acabo de pasar por una muy mala racha y ahora creo que lo he superado.

—Sobrina, no eres la única que ha pasado un mal momento, mira el mundo, todos estamos pasando una muy mala racha.

Amanda se quedó pasmada, el hermano de su madre estaba loco. Ni siquiera tenía unos minutos para escucharla. Y ahora que lo miraba bien, sus ojos denotaban cierta falta de cordura.

—Vale, tú ganas, ¿qué quieres? —contestó vencida por la tozudez de su tío.

—Tú que entiendes de estas cosas, mira, lee, dime si crees que es verídico. Su tío abrió un documento que parecía escaneado. Era un documento oficial, con un sello en el que se podía leer «Santa Sede. Vaticano» junto a un escudo azul con dos llaves entrecruzadas. Amanda leyó durante unos minutos.

—¿Esto es real? —Su tío la miró contrariado—. Quiero decir, si esto no es una paranoia o un texto sacado de Internet.

—Eso que ves ahí es un documento oficial, registrado y sellado, que se encuentra en el archivo secreto del Vaticano. Yo mismo lo he escaneado. No tengo capacidad para decidir si es científico o no, por eso te pregunto a ti.

—¿Archivo secreto? ¿Qué es eso?

—Es el lugar donde trabajé diez años de mi vida y donde me dejé los ojos y el poco cerebro que me queda. Es el lugar donde van a parar los informes de todos los estudios científicos que se realizan en relación al entorno de la Biblia y de sus personajes, bueno, además de escritos históricos y otras cuestiones.

—No sabía que existiera algo así.

—Seguramente no sabes muchas cosas, querida.

—Entonces, si lo que pone aquí es cierto… ¿Por qué no lo sabemos la humanidad entera?

—Porque alguien tiene que proteger a la iglesia y a vosotros, y porque no sabemos si eso de ahí no es otra mentira. —Su tío puso cara de preocupación y de cierta tristeza.

—¿Qué pretendes mostrándome esto ahora a mí?

—Que me ayudes a protegerlo de las garras del demonio. Y que me ayudes a mí también, quieren matarme.

—¿Qué? ¿Quieren matarte? ¿Quiénes?

—Pues supongo que los que han caído ya en las garras de Satán.

—A ver, déjame que lo entienda. Esta información estaba guardada en el archivo del Vaticano y se supone que no podías sacarla, y ahora alguien quiere matarte… ¿Y por qué iban a querer hacerlo? Con llamarte y pedirte que lo devolvieras, como mucho te denunciarían a la Policía, además, ni siquiera lo has difundido, ¿no?

—De verdad, sobrina, te creía menos ingenua, pensaba que eras una tía dura, una poli de esas de la calle que no se quedan con la primera línea de la verdad.

—Todo esto que me cuentas ya lo imaginaba, a ver si te crees que nos seguimos creyendo el cuento este de que venimos de un Adán y una Eva. Además, ya no soy policía, joder.