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DEDICADA,

 

con admiración y respeto,

 

a

 

P. K. D., V. N., P. F. M., M. P., M. L.,

S. B., M. B., M. di G., G. M., A. M.,

el otro A. M., W. E., W. B., C. L. D., J. C.,

G. O., G. S., S. K., S. L., J. L., L. M. P., H. G.

y, en fin, a

D. A. F., M. de S.

 

[R. I. P. donde corresponda]

 

Da pena, una especie de fúnebre desesperanza, contemplar a una joven olorosa y fresca con un libro entre las manos.

Y en cambio, ¡qué alegría, qué sensación de infinita potencia, verla tumbada sobre la hierba viendo ayuntar a las bestias!

 

FRANCISCO TARIO

 

Cada hijo tiene su burdel en el corazón.

 

ARTURO MEZA

 

mas el esplendor de la Naturaleza alegra sus días y lejana yace la oscura pregunta de la duda.

 

FRIEDRICH HÖLDERLIN

LA CRIATURA
 (1967) 

 

 

La puerta se cierra tras ellos.

—Ahí está.

La criatura los mira. Nació aquí. Y aquí ha vivido siempre. No ha conocido jamás lo que hay afuera. No ha visto nunca un prado ni una brizna de hierba.

—¿Ésa es?

No carece de instintos, de recuerdos más allá de la memoria, pero ha crecido en los cuartos sin sol donde fue engendrada: donde han vivido tantos otros.

—Sí.

—¿Segura?

—Yo no veo ninguna más. ¿Usted?

Por consiguiente, si en este momento la llevaran al campo vasto, lleno de lomas y estanques, de plantas y árboles; si tuviera ante sí las montañas altas y nevadas; si se viera en el valle profundo y apretado bajo la luz de la mañana, no sabría qué hacer.

—Pensé que sería más chica.

—No es mala. Dígale algo.

—¿Qué le digo?

—Lo que usted quiera.

Tal vez se quedaría como está ahora: inmóvil, temblorosa…

—Ven acá.

—Háblele con cariño.

Aunque lo más probable es que, en realidad, no esté temblando: que no sienta miedo. Bien puede no percibir siquiera que el cuarto está cerrado con llave, que el aire se estanca, que el cliente se está desnudando y huele a sudor y ya respira pesadamente, como otro animal.

—¿Cómo con cariño?

«La sangre pulsa en los órganos», dice el libro azul, en una página que Isabel ya ha leído. «Se levanta como una ola que no se puede ver y de pronto, sin aviso, se ha apoderado ya del hombre, de los brazos y las piernas y el tronco y el pelo y la cabeza, las tripas y las glándulas, los nervios, los huesos y los músculos, y todo lo ha sometido y vuelto uno, en el deseo y en la urgencia.»

—O no le diga nada —dice Isabel.

—Ven acá —dice el cliente. Ella ha escuchado muchas veces la misma voz áspera, deseosa de sonar fuerte y temible como la de un presidente o un héroe de película. Al mismo tiempo es una voz acongojada: las palabras son blandas, vacilantes, y la última vocal siempre desafina. A Isabel le parece que quienes hablan así no creen en el poder que quieren representar. Pero nunca lo ha dicho. Ahora sólo dice:

—Eso sí no va a poder.

Pero el hombre vuelve a decir:

—Ven.

Ya está desnudo y con todo listo (como dicen otros cuidadores). Pero Isabel se resiste a mirarlo y en cambio observa, como él, a la criatura, encadenada a la pared por el cuello y las patas delanteras. Isabel se decide: no cree que pueda imaginar lo que va a sucederle.

—Ven —dice el cliente una vez más.

—¿Qué no ve que está amarrada? —empieza Isabel, con disgusto, pero entonces descubre que ella sí está temblando— Las tenemos que amarrar porque… ¡Oiga, además se tiene que esperar a que yo me vaya!

El cliente vacila: parpadea, mira a Isabel, mira de nuevo a la criatura; deja de mirarla; hace de pronto grandes esfuerzos por sumir el vientre; abre y cierra las manos. Isabel ya ha visto, también, los mismos gestos en otros clientes, y comprende que este hombre no esperaba el fallo de su propia voz ni, tampoco, un reproche como el que Isabel acaba de hacerle.

«No esperan la presencia de nadie», dice el libro azul, «en momento tan cercano a la culminación de su fantasía: en ella –en sus diez o doce escenas, borrosas, rápidas, nacidas sin duda en noches largas, en incontables minutos de tedio en excusados y calles y autobuses– no debe haber ningún testigo, como tampoco debe haber defectos en su potestad, ni el recuerdo del dinero que apenas han tenido que pagar en la entrada, ni la conciencia de que su ropa y su cinturón y todas sus otras cosas aguardan tras ellos, en el suelo, en un montón informe, para cuando terminen y deban salir al lugar del que vinieron.»

El hombre toma unas botas de hule, altas y de color naranja, que están a su lado. Se las pone.

—Vete —dice, e Isabel se da cuenta de que está decepcionado: no sabe si continuar o si dar media vuelta y olvidarse de todo. Pero ya está allí, debe pensar. ¿Va a perder su dinero, va a ser un cobarde?

—¡Mi papá es el encargado y se va a enojar conmigo! —se queja Isabel, quien de pronto siente rabia.

—¡Ya vete! —grita el hombre, con una voz mucho más aguda, mientras avanza hasta la criatura que ahora empieza a balar.

—Yo no… —comienza Isabel, mientras el cliente se afana en atorar las patas traseras de la criatura en las cañas de sus botas, pero la interrumpe una voz, desde fuera del cuarto.

—Isabel —dice.

—¿Ya ve, ya ve? —murmura la niña, furiosa. Se aparta de los otros dos, sale y cierra la puerta tras de sí —Ya salí, papá —dice a otro hombre, vestido con un traje barato, que la mira con dureza.

Dentro, amortiguados por la puerta, los balidos se convierten en un sonido distinto. De este lado el corredor está en silencio.

Su padre no dice nada y echa a andar. Isabel lo sigue.

—¿A dónde vamos? —pregunta, pero cuando se encaminan al elevador entiende que van hacia el último piso; de seguro ya los esperan.

Mientras avanzan, Isabel no habla porque conoce el gesto adusto de su padre: lo vio por primera vez aquella noche, hace tan poco tiempo, cuando lo del niño y el muerto.