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Nota de la editora

Tengo la firme convicción de que todos los libros encierran algo de magia; cada uno a su manera transporta el alma del que lo ha escrito. El libro que tienes en tus manos es doblemente mágico. La primera vez que Óscar Mateo y yo hablamos tuve que colgarle el teléfono bruscamente porque mi madre exhalaba su último suspiro en la habitación de al lado. Yo por aquel entonces no sabía –ni quería saber– nada de la muerte. Ella se moría y yo aún le decía: «no te vas a morir». Óscar y yo empezamos hablando un día trascendental para mí y, mira por donde, ahora publicamos juntos un libro sobre trascendencia. Este texto cierra el círculo que se abrió ese día, hace ya tres años.

Ese acontecimiento supuso un hito en mi vida. Mi decisión de volcarme en el proyecto editorial la tomé en esa época y también surgió en mí desde entonces un enorme interés por todos los asuntos relacionados con la trascendencia y la muerte. Hoy constituyen una de los temas más importantes de Kolima.

Recuerdo la primera conferencia sobre phowa que organicé con Óscar; yo no sabía a lo que iba. Sentía cierta intranquilidad porque mi nombre apareciera junto al suyo en un contenido «inquietante». Muchos de los amigos y conocidos a los que había invitado asistían a un evento en el que se hablaba de muerte y «cosas raras». Creo que mucha gente salió impactada (yo entre ellos) de aquella conferencia. Después he tenido el privilegio de conocer a fondo este contenido y a su autor, y puedo deciros que ambos han marcado mi trayectoria de una forma definitiva.

Por lo tanto es para mí un placer poder presentar este tema tan especial en nuestro sello editorial y acompañar a Óscar en su tarea de difundir su experiencia y su conocimiento sobre esta materia con un objetivo que nos une a los dos: elevar la conciencia acerca de nuestra naturaleza trascendente y prepararnos para enfrentarnos con tranquilidad al día que nos transformemos en otra cosa. Con esta perspectiva, creedme, cada día de nuestra vida cambia.

Marta Prieto Asirón

Madrid, febrero 2017

Prologo

«Nacemos para vivir, vivimos para morir». Una realidad que a veces nos cuesta aceptar. La muerte nos acompaña desde el primer día de nuestra vida. Nuestro instinto de supervivencia nos protege de la muerte, pero no impide que tengamos que convivir con ella.

Desde niños aprendemos los valores y aspectos de nuestra esencia humana. En cambio, en la cultura occidental se ha evitado la educación en la muerte tratándola como un tema tabú. Las experiencias cotidianas las incorporamos a nuestra educación, a nuestra vida como algo natural. Podemos aprovechar el nacimiento de un cachorrito para explicar a nuestros hijos qué es la vida, cómo nacemos y cómo nos engendramos. En cambio la cosa cambia cuando se trata de afrontar la muerte. Cuando muere una mascota, en lugar de aprovechar el momento como una experiencia de aprendizaje, decimos a nuestro niño o niña que el perrito se ha quedado dormido o que se ha escapado. Una oportunidad perdida para educar sobre la muerte, para explicarles a nuestros hijos que un día nosotros también nos moriremos, independientemente de cuales sean nuestras creencias sobre la transcendencia del ser humano más allá de la muerte del cuerpo físico.

La muerte es una asignatura pendiente en nuestra sociedad. Durante siglos la hemos apartado de nuestra educación, convirtiéndola en una experiencia mucho más traumática de lo que debería ser. No solo no estamos preparados para afrontar nuestra propia muerte, sino que tampoco lo estamos para afrontar la de los demás. Acompañar al moribundo, vivir el duelo e incluso ayudar a aquellos que ya dejaron esta existencia es algo que está en nuestras manos, es algo que todos deberíamos aprender.

La cultura oriental atesora conocimientos ancestrales que nos ayudan a conocer y experimentar nuestra esencia espiritual. El budismo tibetano contribuye con el phowa a profundizar en la experiencia de la muerte.

El trabajo de documentación y recopilación y la experiencia de Óscar Mateo sobre la técnica del phowa ha dado como fruto la obra que tienes en tus manos. Una guía práctica que, a través de numerosos ejercicios de meditación, nos permitirá entender la muerte como un proceso consciente. Dejaremos de ser espectadores para convertirnos en parte activa en aquellos casos donde nuestros seres queridos estén a punto de iniciar el tránsito. Podremos ayudarlos antes, durante y después del proceso de muerte. Ampliar nuestra consciencia sobre la muerte servirá también para cambiar nuestra consciencia sobre la vida. Este libro de Óscar será, sin duda, una guía personal en nuestro proceso de autoconocimiento.

Sea cual sea la forma en que llegó este libro a tus manos, te aseguro que no es algo casual. Hace tiempo que no creo en las casualidades, y menos aún tratándose de libros. Al igual que hay acontecimientos que pueden cambiar el rumbo de nuestra vida, la lectura de un libro puede tener el mismo efecto. Estoy convencido de que con la técnica del phowa encontrarás respuesta a muchas preguntas sobre la vida y la muerte. Es posible que hayas perdido recientemente a un ser querido, y es seguro que tendrás que afrontar esta situación a lo largo de tu vida. En cualquier caso, la lectura de este libro te brindará las claves para afrontar el trance de la muerte desde una nueva perspectiva y, lo más importante, te preparará para vivir conscientemente tu propia muerte.

Rafael Campillo
Director del congreso Vida después de la vida

¿Es este libro para mi?

«Para el que cree,
ninguna prueba es necesaria.
Para el que no cree,
ninguna prueba es suficiente».

Ignacio de Loyola

Si eres una de esas personas a las que la muerte ha arañado porque has sufrido una pérdida que deja un vacío que no parece llenarse ni con el paso del tiempo, este libro es para ti.

Quizás la cicatriz no la haya dejado la pérdida en sí misma, sino la sensación de que algo quedó pendiente porque no se dio el momento o la oportunidad para resolverlo. Quedaron cuestiones abiertas de gran importancia para ti que no fueron dichas o hechas.

Tienes que saber que aún hay cosas que puedes hacer. Eso tan importante para ti que quedó a medias, todavía puede ser retomado y de algún modo resuelto.

También puede suceder que te sientas en la necesidad de ser una parte activa en el acompañamiento del que se encuentra en trance de morir. Incluso que te plantees si hay algo que se puede hacer más allá del momento del óbito. Todo ello es posible y tu intervención podría tener una influencia de alcance inimaginable para ambos.

Incluso puede que seas alguien que piensa firmemente que las cosas no terminan al final de esta existencia. Que hay mucho más y que no hay motivo para dar por finalizada una relación de amistad o un profundo sentimiento de amor solo porque una de las partes haya abandonado este plano.

Aquí encontrarás respuestas y el acceso a una práctica ancestral de meditación creada específicamente para estos fines llamada phowa1.

Si en tu caso no te identificas con ninguna de las anteriores situaciones porque lo tuyo es simple curiosidad, entonces pasa como invitado y, como tal, te ruego que lo hagas con respeto.


1 El término phowa deriva de una práctica ancestral de budismo tibetano que es descrita en el Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte llamado Bardo Thodol. Textualmente el término phowa quiere decir «transferencia de la consciencia».

Viviendo fuera de la coherencia

«La mayoría de nosotros tenemos
tan poco respeto por la vida,
que alcanzamos el punto de la muerte
sin haber vivido en absoluto».

Henry David Thoreau

Cuántas veces no habrás hecho afirmaciones que luego no has cumplido. ¡Son tantas las personas que dicen una cosa y luego hacen la contraria!

Esto lo comprobamos cada vez que intentamos abandonar un hábito por considerarlo nocivo o poco saludable. Es como cuando quieres imponerte el sano propósito de perder un poco de peso. Cuando quieres darte cuenta ya estás comiendo de nuevo en exceso, llenándote más allá de tu sensación de apetito o saciedad, volviendo a comer aquello que te sienta pésimamente pero que tiene ese sabor que te resulta tan apetitoso... O lo mismo que pasa cuando quieres dejar de fumar y al momento ya estás otra vez con el cigarrillo encendido en la boca, porque «este será el último».

En todas esas circunstancias estás comportándote fuera de la coherencia. Es como si en tu interior convivieran dos personalidades contrapuestas, lo que se convertirá en una fuente constante de irritación y ruido interior que alimentará tu sufrimiento.

A todo ello hay que añadir que, pese a encontrarse dentro de ti la causa del malestar, tu mente la buscará siempre fuera. Sin embargo, por mucho que busquemos esos culpables, no podremos encontrarlos porque en verdad estaremos responsabilizando a personas o circunstancias que no guardan relación directa con el malestar que experimentamos.

Son muy pocas las personas que hacen lo que dicen que harán, es decir, que cumplen sus propósitos. La mayoría vive en la fantasía de lo que le gustaría hacer o ser frente a lo que realmente es y hace. Esta distorsión entre una y otra cosa es vivir fuera de la coherencia.

Si ese estado se reduce a pequeñas cosas, como esos hábitos un poco descontrolados, pequeñas adicciones, promesas de poco valor y, en fin, a la ruptura de pequeños compromisos, entonces, con más o menos incomodidad se puede vivir y hasta convivir manteniéndose fuera de la coherencia.

Otra cuestión es que en ese estado de confusión la persona llegue a creerse sus propias mentiras y a justificar sistemáticamente con mil razones falsas el por qué finalmente tomó aquella decisión o hizo eso que la ha mantenido siempre dentro de un guión de vida que no le trae felicidad ni plenitud. Lo fácil, como decíamos, es culpar a otro o a las circunstancias. Lo difícil, lo realmente difícil, es asumir la propia responsabilidad en todo y tener el valor para ejercer el cambio, primero dentro de uno mismo, para luego extenderlo a las circunstancias que nos rodean.

Ocurre que cuando se expresan esos estados, digamos de desorden interior, se invita a que otros también salgan de su estado de orden o coherencia. Por ejemplo, imaginemos una situación dentro del entorno laboral, en la que el jefe le dice al subordinado: «¡Resuélvelo!, me da igual cómo lo hagas2». ¡Menuda frase! De un lado te da una orden y a la vez te dice que le da igual lo que hagas. Te está dando dos mandatos contradictorios... Alguien que actúa de este modo demuestra encontrarse completamente fuera de su centro, dominado por estados y deseos que directamente entran en conflicto entre sí. El grave inconveniente de ello es que ese conflicto interior le desborda y lo lanza hacia el exterior alcanzando, en nuestro ejemplo, a un pobre subordinado que tiene la misión imposible de cumplir tal orden, pues haga lo que haga nada será lo adecuado: de no intentar algo, estará desobedeciendo, y si obedece aportando alguna clase de solución, ya sabe que la misma no será valorada en absoluto... Tal y como intuyes, así podemos mantenernos dentro de un bucle infinito de incoherencia. Salir de esas interacciones tan insanas, por lo general requiere de gran claridad interior y de gran valor y energía psíquica y emocional.

La Humanidad en su conjunto también hace gala de una fuerte ausencia de coherencia cuando, por ejemplo, actúa destruyendo el mismo ecosistema que la soporta. ¡Eso sí que es permanecer fuera de la coherencia!

Sí, la Humanidad vive, o mejor dicho, malvive, en un estado que parece alejarse cada día un poco más de la coherencia. Nos encontramos recorriendo un camino que nos va distanciando más y más de la felicidad, por mucho que el sistema se empeñe en construir falsos mensajes sobre el modelo de vida que deben vivir sus individuos para ser más exitosos y felices.

Volviendo al tema que nos ocupa: pongámonos en cualquiera de los siguientes extremos. Imaginemos que una persona afirma no creer en nada más allá de la presente vida. Entonces el paso por la existencia sería una oportunidad verdaderamente extraordinaria, algo increíblemente excepcional. Lo cierto es que visto así, cada día debería ser una pura celebración similar a la explosión de vitalidad de los niños pequeños el día de Reyes o sabedores de que ese día va a tener lugar un acontecimiento que les ilusiona verdaderamente. Así debería ser la vida en caso de permanecer en un verdadero estado de coherencia.

Por el contrario, vayámonos al otro extremo, al de una persona que cree firmemente que la muerte no es el final de la existencia. La eternidad es suya; se acabaron las prisas, el correr, el deseo tanto de salir rápidamente de situaciones indeseables como el de que lleguen éxitos maravillosos. Porque nada es permanente, está en un continuo devenir en el que solo el ser permanece. Todo pasaría a ser relativizado ante la magnitud de un pensamiento tan sólido como «la eternidad me pertenece», «yo soy eterno».

Podemos cruzarnos con personas que defienden con mayor o menor vehemencia cualquiera de esos extremos. Lo que no es tan fácil es que alguno de ellos refleje tales convicciones con una vida enteramente consecuente con esas ideas.

Peor aún, la mayoría de las personas ni se plantea el hecho de encontrarse en tránsito por esta existencia, venga lo que venga antes o después. Viven en un estado como de ensoñación bobalicona, dejándose llevar por las tendencias que marca la sociedad sin cuestionarse verdaderamente las cosas. En tal estado ni tan siquiera reflexionan acerca de la consistencia o inconsistencia de sus vidas.

Todo perfecto. Todo irá funcionando hasta que llegue ese día, ese suceso inesperado y siempre inoportuno, en el que la vida, esa cosa ordenada y predecible, ese existir monótono y sin sobresaltos, se esfume bajo sus pies.


2 Si deseas profundizar en estas ideas, te sugiero que leas algunas de las obras de Gregory Bateson [1] y de Paul Watzlawick [2], verdaderos genios de la comunicación humana, en las que describen la «Teoría del doble vínculo», que es el nombre técnico que se da a este tipo de interacciones que ponen a los individuos en tesituras imposibles, donde, hagan lo que hagan, estarán atrapados en una situación en la que la solución es que nada vale. Indudablemente hablamos de relaciones muy enfermizas y tóxicas.

Un suceso inesperado

Supongamos que en este momento te dijeran que solamente te quedan unas pocas semanas de vida, que llegado un determinado día te acostarás y no volverás a despertarte porque es tu hora. Trata de imaginarlo con verdadero realismo. A continuación, piensa en todo lo que te gustaría hacer antes de partir y también en lo que no harías más durante esas semanas. Piensa a quién te gustaría ver y por qué, qué es lo que le dirías a esa o aquella persona.

La diferencia a partir de ese momento sería que decidirías realizar todas esas pequeñas acciones, esos pequeños cambios que traerían el suficiente (y digo suficiente) orden a tu vida, para que pudieras partir con un grado aceptable (y digo aceptable) de satisfacción y plenitud.

Seguramente no serían grandes cambios; hasta es posible que fueran un puñado de cosas que siempre has pospuesto pues les prestabas una atención relativa y que, de pronto, ante un fin próximo, cobrarían una relevancia sobresaliente.

Hay algo muy paradójico en todo esto porque esas pequeñas acciones seguramente serían el detonante de grandes cambios que te gustaría introducir en tu vida. Sin embargo, fuera de la coherencia, o no las pondrías en marcha, o ni siquiera pensarías en ello. De otro modo, si concertases esos encuentros con esas personas, dijeses aquello que necesitas decir y realizases esas cuatro acciones o experiencias que te gustaría haber tenido, probablemente los cambios que experimentarías serían profundos. No importa tanto el tamaño de la semilla como el hecho de sembrarla y dejar que la naturaleza haga el resto. Aún estás a tiempo, el momento es ahora.

¿Sabes qué es lo peor de todo? Que esta hipótesis podría ser real ahora mismo porque nadie tiene la certeza de no encontrarse dentro de ese limitado plazo.

En realidad, ninguno de nosotros puede afirmar que continuará mañana aquí, la semana próxima, el mes que viene o un año más. Desconocemos cuándo llegará nuestro momento de dejarlo todo, dónde se producirá y cuáles serán las circunstancias que nos rodearán entonces.

Siempre recordaré lo que me sucedió en el verano del año 98. Mi mujer, tras varios intentos, había conseguido aprobar unas duras oposiciones, lo cual para nosotros era sin lugar a dudas motivo de gran celebración. De otra parte, a mi padre hacía muy pocos meses que le habían diagnosticado un cáncer, ya en un estadio muy avanzado. Entonces vivíamos muy lejos de mi familia y queríamos pasar una parte de nuestras vacaciones con ellos para acompañarlos y compartir sus circunstancias. Todo tenía un poso tan dulce como amargo.

Llegamos a casa de mis padres y enseguida pudimos comprobar el estado de depresión en que se encontraba mi padre. Le estaba costando mucho asimilar la nueva situación física hacia la que progresaba. Además, el diagnóstico había sido dado sin ninguna clase de contemplaciones. En apenas unas pocas horas de estar juntos, él había repetido en varias ocasiones que le quedaban pocos meses de vida.

Aquel sábado primero de agosto, nos pidió que lo acompañásemos al centro de la ciudad para realizar algunas gestiones, para lo cual nos ofrecimos gustosos. Había que dejar un ordenador a reparar en una tienda muy céntrica. Detuve el coche enfrente y crucé. Al salir de la tienda, vi a mi mujer y a mi padre que me esperaban dentro del coche. Estaba de pie, parado frente a ellos, esperando para cruzar y marcharnos. En aquel momento sentí un aire ligeramente cálido y extraño que me alcanzaba por la izquierda. En un gesto instintivo giré la vista hacia ese lado y solo pude distinguir una masa roja que se me echaba encima. A continuación, oí una fuerte explosión y noté que mi cuerpo adoptaba en el aire una posición imposible mientras salía despedido a bastante distancia. Un autobús que pasaba rozando la acera me había alcanzado atropellándome de forma inesperada.

Horas después, ya en el hospital, mi padre llorando se acercaba y me decía: «Hijo creía que habías muerto. Creía que habías muerto». Unos días más tarde, conversábamos y yo le subrayaba que ninguno sabíamos verdaderamente cuándo íbamos a morir, ni si las circunstancias podrían ser predecibles de alguna forma. Al menos durante unas pocas semanas su preocupación sobre sí mismo se disipó completamente, quedando en un segundo plano a causa de mi accidente.

Si cada mañana al levantarnos evaluásemos rápidamente el curso de nuestra existencia para verificar si vivimos al día, si realmente el guión de nuestra vida es verdaderamente el que nos gustaría estar viviendo, esa brevísima reflexión sería suficiente para guiarnos por el camino directo hacia la felicidad.

Experimentar las cosas por uno mismo es imprescindible

Uno más de los muchos problemas de la sociedad que estamos construyendo es que la gente está dejando de vivir por sí misma las experiencias.

La revolución tecnológica permite que las personas tengan acceso a gran número de imágenes grabadas en primera persona de gente que salta en paracaídas, surfea una gran ola, desciende en bicicleta de montaña por una ladera, bucea en algún precioso fondo marino, se asoma a la caldera de un volcán activo, sobrevive en condiciones extremas… y todo ello apoltronados en el sofá de sus casas fantaseando y creyendo (una vez más, viviendo fuera de la coherencia) que ya se pueden considerar ellos mismos una autoridad sobre eso que han visto.

Muchas personas viven sus vidas vicariamente, es decir, el acceso a imágenes ultra-realistas les permite acercarse mucho a una situación, creando en ellos la fantasía de que son quienes hacen las cosas que otros llevan a cabo. Desgraciadamente, entre la realidad y el sofá de casa hay un abismo. Es el problema de la realidad virtual, muy útil para determinados fines, pero muy nociva si los individuos sustituyen la vida real por la fantasía de vivirla. La experiencia se pierde y con ella el verdadero aprendizaje.

No queda más remedio que experimentar las cosas en primera persona para poder hablar con propiedad de ellas. Una cosa es opinar desde el punto de vista de un mero observador y otra muy distinta hacerlo desde la experiencia.

Cuanto más rica e intensa es la vida que tiene una persona, cuando se enfrenta al final de sus días con la mochila cargada de experiencias más fácil le resultará despedirse. ¡Qué gran paradoja que cuanto más vivo haya estado más fácil le resulte morir! Decía Confucio que «si aprendes a vivir, sabrás morir bien».

Siempre me ha impresionado mucho, al estar cerca de un moribundo, comprobar que aquello que produce un mayor arrepentimiento en las personas es, sobre todo, lo que no llegaron a hacer.

Así pues, se vuelve trascendental que la persona experimente en primera persona todo cuanto pueda, siempre dentro de sus posibilidades. No hace falta ir a los extremos; siempre hay una forma aceptable de aproximarse a las cosas en la medida de la economía de cada uno, sus circunstancias físicas y, en general, de las limitaciones a las que cada cual esté sometido.

Prepararse adecuadamente para enfrentarse a la muerte exige de la persona haber desplegado una vida rica, intensa y plena, colmada de experiencias de todo tipo.

Yendo todavía más allá, esa actitud valiente y exploradora debe alcanzar cotas aún más elevadas. Si te das cuenta, vivimos constantemente sumergidos dentro del paradigma de la escasez: la gente lleva la ropa estrecha y ajustada, la moda es la delgadez, el sueldo «mileurista», los ajustes, los recortes… Un programa social así acaba por generar en las personas hasta estrechez en su pensamiento.

Es hora de cambiar este paradigma tan limitante por otro que dé lugar al crecimiento y la expansión de personas y sociedades.

La cuestión es que, para progresar y avanzar, se hace imprescindible un talante explorador, la búsqueda en los límites de lo conocido y posible, porque solo en la frontera de las cosas es donde el mapa puede ser ampliado y se producen los descubrimientos.

Cuando la gente no sale de su zona de confort, cuando el científico se hace cientifista3, más preocupado por la defensa del dogma y de su estatus que verdaderamente interesado por la búsqueda de nuevos límites y campos del saber, entonces la sociedad no progresa sino que entra en decadencia.

Sin embargo, son muchos los que no solo no participan de la exploración sino que, no conformes con mantenerse en su espacio de seguridad, se permiten juzgar a los que sí se toman la molestia y asumen los riesgos implícitos de llegar hasta esos lugares retadores e inciertos.

Reflexiona para que puedas ampliar tu perspectiva de las cosas. Es imprescindible que te levantes del sofá de tu casa y estés dispuesto a poner a prueba las cosas por ti mismo sin conformarte con lo que otros te cuentan. Es necesario que profundices en contenidos que se encuentran en los límites de lo aceptado, allí donde el conocimiento empieza a ser difuso, allí donde tus esquemas corren el riesgo de tener que ser revisados o incluso reescritos.

Hay una medida de seguridad que vas a necesitar para adentrarte en esos territorios de lo incierto. Para no perderte en ese camino de exploración, siempre debes acudir a las fuentes, consultar al primero que lo dijo, al primero que lo probó, al primero que experimentó aquello que tanto te interesa. De lo contrario corres el riesgo de seguir pistas falsas con deformaciones del mensaje original y, en general, información corrompida, alterada o pervertida.

Sí, explorar significa asumir riesgos, visitar lugares incómodos, equivocarse y tener que regresar a puntos que se creían ya superados. Este es el precio. Pero el valor de la recompensa crece cuanto más dura se hace la exploración4.


3 Concepto que hace referencia a la actitud que demuestra el científico más preocupado por defender la ciencia ya conocida que por la exploración científica en sí misma. Es la ortodoxia a ultranza llevada al terreno de la ciencia.

4 Si algo me llevó al phowa, si algo me caracteriza y diferencia de la mayoría de las personas que conozco, es mi talante explorador y mi orientación a vivir la vida en primera persona, poniendo a prueba lo que otros me dicen, siempre dentro de los límites de lo razonable y de mis posibilidades.