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Cosmos

Eduardo Gismera Tierno

A José María,
a quien un día pidió su amigo verdadero:
«Save the last dance for me»

«…desapareció un buen día, como un capricho del destino,
como una pieza que juega un papel decisivo en la historia, y después, simplemente, queda derrotada por el paso del tiempo».

El rapto de la mariposa, Olga Casado

Índice

Primera parte

«La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre».

Friedrich Nietzsche

Segunda parte

«Te estoy tejiendo un par de alas. Sé que te irás cuando termine… pero no soporto verte sin volar».

Andrés Castura-Micher

Tercera parte

«¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso!»

Miguel de Cervantes

Cuarta parte

«No se viaja para buscar el destino, sino para huir de donde se parte».

Miguel de Unamuno

Quinta parte

«El hombre puede trepar a las cumbres más altas, pero no vivir allí mucho tiempo».

George Bernard Shaw

Sexta parte

«No eres lo que fuiste, no eres lo que serás; no eres lo que quieres. Eres lo que eres».

Alejandro Jodorovsky

Séptima parte

«Save the last dance for me».

Leonard Cohen

Primera Parte

«La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre».

Friedrich Nietzsche

Madrid, verano de 2010

Un rato antes, el viento despertó tras semanas de letargo y, a ráfagas, acercaba un denso aroma a tierra húmeda que convirtió en aún más irrespirable la tarde. Los veranos transcurren lentamente para las personas de mi edad. Nunca creí que fuera a hacerme mayor hasta constatar rendida, transcurridos casi setenta años, formar parte del último tramo del camino. Mi hálito quejumbroso, consecuencia del calor sofocante, no ayudaba a desmentirlo. La ventisca intermitente se mostraba incapaz de barrer el tiempo pasado. Entonces, el silencio que me cobija de antaño se vio sorprendido por el sonido seco, opaco y grave de una gota grande de agua y polvo que topó en el cristal de la puerta alta que daba paso a un diminuto balcón. Tenía baranda negra de hierro labrado y era la atalaya desde la que contemplaba el mundo que me rodeaba. Desde allí, mi ajado cuerpo no llamaba la atención. Como cada tarde, se veía la esquina del Ministerio de Asuntos Exteriores, quieta junto a una porción de firmamento, siempre el mismo. Minutos antes observé la llegada de una nube gris, manto portador de la inesperada sombra mortecina capaz de aliviar la vista y el alma. Cubrió el cielo de acero y mitigó la luz inmisericorde del sol cegador por costumbre a esas horas. Era un día veintiséis.

Sombra y sol me cobijaban, como me envolvía de nuevo el recuerdo del aroma del sol y sombra en el que pensaba instantes antes de levantarme a prepararlo. En eso no fue diferente esta tarde de otras, como no lo era la sala que acogía mi vida desde que vestía joven, lustrosa, algo más de mediado el siglo que partió hace tanto. El angosto, largo y oscuro pasillo desembocaba a la izquierda de mi lugar en el mundo. Usaba un sofá de felpa azul y estructura de pino oculta por unos quejicosos muelles como bastidor. Antes, el sentón era alto y duro, y luego bastante más mullido. Los antebrazos destacaban suavizados por sendos cojines y un respaldo abotonado conformaba el reposo de mi incesante conversación interior. También a la izquierda, en diagonal, la sala abría una oquedad en la que aguardaban una mesa y seis sillas de madera de castaño que me regaló ya no sé quién con motivo de mi boda. Más al fondo, presidía el comedor un aparador español de roble de fines del siglo XIX –creo que de cierto valor– con el que mis hijos no arramplaron debido a su tamaño, solo apto para los elevados techos de las casas antiguas. Se trababa de una pieza decorada por doquier con tallas y relieves y un remate con seres mitológicos –nunca supe cuáles– que protegían una corona y encumbraban una balda cubierta con una puerta acristalada en plomo. Bajo esta reposaban dos silentes cajones y un armario flanqueados por dos columnas salomónicas. Sobre trinchero y mesa sobrevolaba en lo alto una lámpara de bronce con seis brazos sin tulipas, bombillas en forma de vela, la mitad fundidas, y varios collares colgantes de cristal con abalorios convertidos en lágrimas. Representaba la añoranza de los tiempos en que iluminaba festejos con mayor o menor boato según el calibre de las posaderas que ocuparan el terciopelo de las sillas y que nunca me hicieron feliz.

Tras décadas de misterioso sigilo, de momentos y momentos transcurridos, aquella tarde sentí, de pronto, el deseo de compartir los errores cometidos desde bien bisoña y que oprimían mi pecho y clamaban por brotar a borbotones. La tenue claridad que llegaba de la Plaza del Marqués de Salamanca era amortiguada por unas cortinas de color turquesa estampadas con hojas doradas que se miraban unas a otras, símbolo del otoño en que vivía, ya viuda antigua. Quizá se diera el caso de que, en verdad, siempre lo hubiera sido aún cuando otrora se me considerara casada. A ambos lados reposaban dos mesitas pequeñas; la de la derecha sostenía un aparato de televisión siempre apagado y lleno de polvo.

A la izquierda habitaba junto a mí aún un carrito-camarera con dos alturas y cuatro ruedas. Las dos más grandes disponían de varios radios y las otras, harto menores, podrían haber servido de guía si es que alguna vez se me hubiese ocurrido moverlas. Desde tiempo inmemorial, permanecía rodeada de botellas que contenían todo tipo de licores, seguramente echados a perder, a excepción de dos frascos, uno con anís y otro, más oscuro, con coñac y tapón de corcho. Se me entregaban cada tarde y me acompañaban, y nos mantenían vivas a ambas. Más a la derecha, yacía una persiana cerrada a cal y canto que jamás abrí por miedo al vértigo que siempre me produjo sin motivo aparente la calle José Ortega y Gasset. Apoyé el antebrazo derecho en uno de los cojines a modo de palanca con ánimo de incorporarme, esquivé la mesa de centro de metacrilato que deslucía el entorno sin lograr provocarme la más mínima preocupación, e inicié pausada el trayecto al otro lado de la estancia. Tropezaba a menudo con el cable de un ordenador portátil, tronera al mundo que un día creí capaz de ingerir sin percatarme de ser yo y mi orgullo los engullidos.

Desde hacía unos meses agarraba con la mano izquierda un bastón de haya con cabeza en forma de pato y contera de desgastada goma negra. Me lo regaló uno de mis hijos cuando aún tenía tiempo de entregar briznas de cariño a su madre. Lo buscaba en los raros paseos por el barrio y en los momentos dedicados al sol y sombra de cada tarde. El doctor que me intervino meses atrás de varios achaques en la espalda y que logró desentumecer mi lastrado cuerpo, de modo siquiera provisional se empeñaba en asegurar que no me era en absoluto necesario. Asentí sin contarle que su misión principal era asegurar mi tránsito al licor que saciaba más el alma que el cuerpo. No me lo habría permitido y, puesta a tener que desobedecer de forma voluntaria, preferí guardar silencio. Aquella tarde escancié como de costumbre, primero el coñac. Usaba una copa sin pie, pequeña y rechoncha, de vidrio levemente verdoso. Se adornaba con un botón redondo del mismo cristal. Poseía varias desde los lejanos años sesenta. Fueron más, pero alguna entregó su ser en alguna parte del camino. Tenía por costumbre usar la misma por varios días hasta que, demasiado pegajosa, la sustituía por una de sus hermanas. El anís cayó al encuentro, despacioso, en lenta marea que aclaraba el ocre de a poco y lo convidaba a bailar juntos una espirituosa danza hasta hacerse uno. Contemplé su mecer calmo y percibí el aroma que se elevaba al cielo de lo sublime. El alcohol constituyó desde antaño para muchos la manifestación más perfecta de cobardía, pero yo ya había perdido por entonces ese tipo de prejuicios. Los consideraba más propios de quienes se aferraban a la vida que de aquellos otros que anhelábamos pertenecer al otro barrio. Vivir no era para mí sino una prolongación del sufrimiento que me fue dado por destino. Observé la copa y la profané alzando con mano temblorosa su esencia hasta rozar el labio inferior, mientras fijaba la vista en algún punto y sentía caer lento el calor muy dentro de mí. Noté cómo aliviaba la herida que un día me hice y por la que aún penaba.

Apoyé la sien izquierda en el blanco, tibio y áspero marco de la ventana. Miré abajo, a través del cristal empañado por el cálido aliento que manaba de una boca, la mía, con olor a licor y sabor a melancolía. La plaza se extendía ante mí más vacía que de costumbre. Era surcada tan solo por algún que otro vehículo que despejaba el vendaval a duras penas y se dirigía en prudente retirada, dejando dos efímeras rodadas como recuerdo. También deambulaba algún que otro valiente con paraguas, o sin él, vencido en cualquier caso por el agua airada y tenaz. El asfalto se ocultaba parcialmente bajo el velo que formaron millones de pequeñas salpicaduras ligeramente elevadas. Caían unas tras otras y todas a la vez hasta alcanzar la altura de los bordillos barnizados por una capa líquida y sonora, resultado de miríadas de pequeños impactos contra el suelo.

–Nos han dejado solos –musité despaciosamente a la estatua de don José de Salamanca. Quedaba oculta a mi vista por la fronda de un grupo de pinos, todos en el centro de la plaza que lleva el nombre de mi querido marqués. Él fue el creador del barrio con más solera de Madrid. Falleció en Carabanchel por una de esas ironías con las que la vida nos agasaja de vez en cuando.

Permanecí en estado de hipnosis durante largo rato, abstraída y sin ninguna idea aparente en mi cerebro. Nunca respondía el marqués, como nunca me respondió la vida en la que, tal vez, aún habitaba el único ser al que siempre quise. Un hombre a quien amaría toda la vida y al que anhelaba cada día desde hacía cincuenta y dos años y pico. Miré a través del cristal y respiré lento. Desapareció paulatinamente la imagen de la calle y las gotas que temblaban borrosas sobre mi retina. De la mano de los efluvios de la copa, en cada sorbo inconscientemente fui transportada a otra lejana tarde de lluvia.

Sucedió otro día veintiséis, aquel de marzo, en el que mi destino pudo haber sido de otra forma y que convirtió cada día veintiséis de cada mes en recuerdo eterno de lo sucedido. Desde entonces creo que una vida entera puede aglutinarse en el recuerdo de la pérdida de aliento que, de cuando en cuando, nos ayuda a continuar respirando y que en mi caso me opacaba los pulmones y el alma.

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