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Los niños sin nombre

Juan de Ávila

Para Álvaro y Julia

I. Una maestra

Cuando alguien descubre que tiene un don comprende por fin por qué se siente distinto de los que lo rodean. Cree que el destino lo ha elegido para alcanzar logros inigualables. Pero no es cierto. El destino solo existe cuando se mira hacia atrás. Lo único que está en la mano de quien ha recibido un don es abrir la puerta, salir de su casa y comenzar una aventura. Todo puede salir bien, todo puede salir mal. Quizás las metas que termine por alcanzar sean muy distintas de las que un día imaginó. Esto es lo que le ocurrió a un niño llamado Bruno, que nació en una tierra muy pobre y desapareció un día delante de un millón de personas que gritaban su nombre y lo aplaudían a rabiar.

Los padres de Bruno eran campesinos. Sus hermanos también eran campesinos, como lo eran sus abuelos y sus vecinos. Además de campesinos, eran pobres, pero esto no lo supo Bruno hasta el día en que vio por primera vez al dueño de la tierra. Hasta entonces creía que vivir así, como vivía toda la gente a quien conocía, era lo normal: casas pequeñas con agujeros en el tejado, ropa gastada, siempre la misma comida... Aquel día un automóvil se detuvo a pocos metros de su casa. Era la primera vez que veía una máquina como aquella. Se abrió la puerta y salió un hombre muy distinto de todos los que había conocido hasta entonces. Llevaba en la cabeza una cosa muy rara. Cuando preguntó, alguien le dijo que se trataba de un sombrero de copa. Le explicaron que era algo que usaban los ricos. Preguntó quiénes eran los ricos. Cuando se lo contaron, Bruno comprendió que él era pobre, que vivía entre pobres y en una tierra pobre.

El dueño de la tierra fue llamando a las puertas de las casas para que salieran los vecinos. Se acercó a Bruno y lo miró. Aquel hombre tenía la piel blanca y no tostada como todo el mundo. El sombrero de copa era negro y brillante. El individuo regresó al coche y abrió una puerta. Por ella salió una mujer. Era menuda y tenía el pelo blanco. Dijo que se llamaba Magdalena y que era maestra. Estaba allí para enseñar a los hijos de los campesinos a leer y escribir. Daría clase en la iglesia. La gente se miraba sin atreverse a decir nada, pero por sus caras Bruno entendió que no les gustaba mucho la idea. La señora Magdalena sacó de su bolso una libreta y un lápiz para apuntar los nombres de los niños que asistirían a la escuela. Nadie decía nada, hasta que una mujer preguntó que para qué tenían sus hijos que aprender nada que no fuera trabajar la tierra. La señora Magdalena miró a aquella mujer como si se esperara la pregunta y dijo: «para que mañana no tengan que ser campesinos si no lo desean».

Aunque nadie estaba hablando, se hizo un silencio todavía más profundo y todos volvieron la vista hacia el dueño de la tierra, como si la maestra hubiera dicho algo inaceptable que debía ser castigado. El hombre del sombrero de copa bajó la vista y comenzó a ponerse rojo. Bruno comprendió que estaba muy enfadado y sintió lástima por la maestra, que le parecía una persona muy agradable. Sin embargo, el dueño de la tierra no le dijo nada a la señora Magdalena, sino que gritó a todos los campesinos que estaban allí reunidos: «¡Tienen que estudiar para no ser tan burros como vosotros!» Luego se calmó y dijo que además iban a comprar un montón de libros para abrir una biblioteca. Cuando iba a explicar lo que era una biblioteca se detuvo, lanzó un bufido y volvió a gritar: «¡Todos los niños de menos de siete años asistirán a la escuela por la mañana! ¡Por la tarde podrán ayudaros en el campo, que es lo que os preocupa!» Luego cogió del brazo a la maestra, la llevó al coche y se fueron levantando una gran polvareda.

La señora Magdalena estaba muy arrugada y era muy pequeña. En esto no era muy diferente de las mujeres que Bruno conocía. Sin embargo, no estaba encorvada, siempre olía bien y se movía con la rapidez y la energía de los niños. No escondía su pelo blanco con pañuelos negros y solía llevar vestidos alegremente estampados. Hablaba bajo y con palabras que en ocasiones no se comprendían, pero era muy agradable oírla, igual que oír el ruido del arroyo o el murmullo del trigo cuando lo agitaba el viento de primavera. Era muy estricta con los horarios, con los deberes y con el silencio en clase, pero todos los alumnos tenían la impresión de que de verdad se preocupaba por ellos. No solo eso. Bruno estaba convencido de que la maestra sabía siempre lo que él estaba pensando antes de que se lo dijera.

Durante las primeras semanas, Bruno apenas se atrevía a dirigirse a ella, y si lo hacía su tono era casi inaudible. Sin embargo, la señora Magdalena siempre lograba entenderlo. Entonces sonreía y decía: «muy bien, Bruno». Incluso cuando se había equivocado, antes de corregirlo, decía «muy bien, Bruno». Por fin, un día de marzo de cielo azul y brisa templada, se acercó a su maestra y le confesó que le gustaba ir a la nueva biblioteca a leer cuentos de piratas.

–Muy bien, Bruno. ¿Hay muchos cuentos de piratas en la nueva biblioteca?

–No.

–¿Cuántos hay?

–Uno –Bruno se quedó callado y se puso rojo. Luego habló tan bajo como hablaría una pulga afónica que no hubiera desayunado–. Pero lo leo muchas veces.

–Muy bien, Bruno.

Con esta conversación, la primera entre los dos, se rompió el hielo. Desde entonces, Bruno aprovechaba los recreos para charlar con la señora Magdalena. En realidad, lo habitual era que el niño preguntara y la maestra respondiera. Al principio hablaban de piratas, de grandes guerreros y de lejanos países. Ella le contó quiénes eran los samuráis y dónde estaba Japón; por qué luchaban los cruzados y dónde quedaba Tierra Santa; cómo vestían los vikingos y el aspecto de sus barcos. Como el recreo se le hacía demasiado corto, la maestra comenzó a recomendarle libros de la biblioteca. Otras veces ella se los traía de su casa. Bruno los leía durante la comida, en el campo durante los descansos y en casa por la noche a la luz de un candil. Al día siguiente, los devolvía y pedía más. Un día, ella le dijo riendo que acabaría loco, como don Quijote. Bruno quiso saber quién era, y la señora Magdalena le dijo que era el protagonista de un libro que perdía la cabeza de tanto leer novelas de caballeros. Aquello dejó a Bruno preocupado. Ahora que había aprendido a leer, no quería hacer otra cosa. La maestra decía que aquello era bueno. ¿Cómo podía algo bueno llevar a alguien a la locura?

Bruno comenzó a interesarse por la vida de la señora Magdalena. Se dio cuenta de que no sabía si era del pueblo o de otra parte de aquella tierra y se lo preguntó. «Oh, yo nací en otro país», respondió ella sin darle importancia. A Bruno se le puso cara de haber encontrado un tesoro dentro de un calcetín viejo. ¿De qué país era la maestra? «Nací en América, en Nueva York».

Desde entonces, Bruno no hizo otra cosa que preguntarle por su vida y descubrió que aquella pequeña anciana había viajado por todo el mundo. Durante los recreos, ella contó historias sobre gente y lugares de diferentes países, pero tuvo cuidado de no revelar nada de su vida. Sus aventuras personales se las contaría a Bruno mucho tiempo después, cuando él ya no esperaba volver a saber de ella.

Así fue como Bruno se convirtió en el primer miembro de su familia que sabía leer y escribir. Le gustaba ir a la escuela por muchos motivos. El primero era que junto a la señora Magdalena el mundo parecía un lugar enorme y fascinante lleno de momentos, lugares y personas asombrosas. En aquella tierra daba la impresión de que las cosas siempre habían sido como eran, y así seguirían siendo. La maestra reveló a Bruno una realidad de la que él no había tenido noticia.

Otra razón por la que disfrutaba la escuela era que mientras estaba allí, no tenía que ir al campo a trabajar. Odiaba el trabajo de campesino sobre todas las cosas. Odiaba el calor en verano y el frío en invierno. Odiaba los callos en las manos y las espinas en los pies. Odiaba el barro bajo la lluvia y el polvo de la sequía. Por encima de todo, odiaba a la gente que parecía disfrutar con aquella tortura diaria. Por las mañanas, durante las clases y las charlas con la señora Magdalena, imaginaba que dejaba aquella tierra y aquella vida, que viajaba a cualquier parte del mundo en la que no tuviera que ver una azada, un saco de semillas, un buey. En aquella iglesia y en la nueva biblioteca, Bruno comenzó a sentirse muy distinto de sus familiares y vecinos. Se lo dijo a su maestra, la única que podría comprenderlo. Como otras veces, ella le dio una respuesta que no acabó de entender.

–No eres diferente, ninguno lo somos. Pero sí puedes hacerte diferente con las decisiones que tomes en tu vida.

–Yo quiero viajar como usted –dijo Bruno.

–Estoy segura de que lo harás, pero no creas que eso cambiará las cosas. Será solo el comienzo.

A la madre de Bruno, una mujer redonda y cuarteada que siempre parecía estar esperando una desgracia, todo el mundo la llamaba La Castaña. Solo salía de su casa para ir a misa y al mercado. Saludaba a los vecinos con un gruñido y únicamente se veía con el padre Ciriaco, un cura anciano, embrutecido y colérico al que no se entendía una palabra. La Castaña solía dirigirse a sus hijos como si fueran unos gorrones que se aprovechaban de ella. De hecho, le gustaba insinuar que entre ellos había algún infiltrado. «Aquí hay alguno al que yo no recuerdo haber parido», decía.

Al padre de Bruno le llamaban El Espiga porque era tirando a alto, delgado y con el pelo claro. Apenas pasaba por su casa: estaba todo el día y parte de la noche trabajando. Los lugareños lo tenían por un sabio, un hombre con respuestas para todo. Bruno no tardó en darse cuenta de que el único secreto de El Espiga era que abría poco la boca en un lugar donde todo el mundo hablaba sin parar, aunque fuera para no decir nada. Aquello le daba un aire misterioso, pero no había misterio alguno. En realidad, siempre que algún vecino le pedía consejo, él contestaba con alguna frase obvia de campesino, del tipo: «para que crezca el trigo, hay que plantarlo»; «si riegas demasiado, ahogas la semilla»; «del granizo, protégete». Todos se tomaban aquellas respuestas como mejor les convenía y nadie le reprochaba después que no le hubieran sido útiles. Al contrario, muchos lo buscaban para darle las gracias por su inestimable ayuda.

El Espiga hacía como si sus hijos no existiesen, salvo Adriano, el mayor. Aunque todavía era muy joven, se le consideraba ya todo un hombre, de modo que su padre lo tenía como una especie de ayudante para el trabajo en el campo. Adriano se parecía más a La Castaña: bajo, fornido, tostado. La responsabilidad de los hermanos mayores se veía en sus ojos y él la ejercía haciendo muchas de las labores paternales que El Espiga y La Castaña evitaban.

En realidad, todos los hermanos se ayudaban. Después de Adriano iba Gaspar, un flacucho pelirrojo que se esforzaba por preparar los alimentos que de vez en cuando La Castaña dejaba junto a la pila. Cándida, la tercera, hacía lo posible por remendar la ropa vieja e incluso por tejer algunas prendas nuevas. Como en aquella casa el que quisiera aprender algo –salvo trabajar la tierra– tenía que hacerlo por sus medios, a Cándida nadie le había enseñado a tejer: era autodidacta.

A continuación estaban las gemelas, Lucía y Sofía, que siempre estaban sucias, sucísimas, incluso después de bañarse (y se bañaban poco). En la aldea las consideraban más peligrosas que la langosta. No es que fueran malas; las malas eran las ideas que se les venían a la mente. La Castaña rogó en una ocasión al padre Ciriaco que les sacara el demonio que llevaban dentro. El párroco se presentó en la casa con unas tenazas oxidadas. Las niñas escaparon por un ventanuco y las encontraron tres días después en el gallinero, felices como almas libres en el Paraíso.

El único que era más pequeño que Bruno era Ezequiel. Había nacido con la piel más oscura de lo normal y el pelo muy rizado, por lo que en el pueblo le llamaban El Negrito. Si La Castaña y El Espiga ignoraban a sus otros hijos, a Ezequiel lo despreciaban. Sobrevivía gracias a los cuidados de sus hermanos. Adriano procuraba mantenerlo lejos de sus padres. Las gemelas eran las que más jugaban con él. Gaspar le daba de comer unos mejunjes que habrían indigestado a una cabra, y las ropas que le tejía Cándida habrían avergonzado a un espantapájaros, pero el pequeño jamás se quejó. Al contrario, se le veía siempre agradecido.

Bruno, que apenas le llevaba un par de años, no podía hacer tanto por Ezequiel como sus hermanos. Hasta que empezó a llevarlo a la biblioteca y a leerle en voz alta el cuento de piratas que tanto disfrutaba. Descubrió que, leída para otro, la historia sonaba y sabía diferente.

Cuando llegó el verano, Bruno leía y escribía perfectamente. Era lo que más le gustaba, pero solo compartía su afición con Ezequiel y con su maestra. Los otros niños que iban a la escuela no le hacían caso, salvo para meterse con él de vez en cuando. Y en su casa todos eran analfabetos, tanto sus padres como sus hermanos. De modo que la señora Magdalena, una mujer que podría ser su abuela, se había convertido en su única camarada. Y por este motivo, cuando volvió el calor, el trigo se doró y el arroyo se secó, Bruno se sintió profundamente abatido: habían llegado las vacaciones.

Durante el verano tenía que traer y llevar suministros y provisiones a los campesinos mientras cuidaba de Ezequiel, ya que La Castaña se negaba a quedarse con el pequeño. Cuando Bruno tenía que ir a por agua al pozo, tenía que hacerlo llevando al Negrito, que apenas sabía andar, de la mano. El asunto se complicaba cuando debía cargar con sacos de grano o semillas. Con todo, aquello era mejor que pasar el día agachado al sol arando la tierra o segando el cereal.

A mediodía, el padre y los niños bajaban a una alameda a comer y descansar. Comían en silencio y rápidamente a la sombra de los árboles y junto al cauce casi seco del arroyo. Luego El Espiga se apartaba unos metros y se echaba a dormir media hora. Entonces los niños aprovechaban para hablar entre ellos. De vez en cuando compartían chismes sobre algún vecino, pero el tema de conversación solía ser el trabajo, y el que más hablaba era Adriano, el mayor. Un día, de forma inesperada, lo interrumpió Gaspar para decirle que estaba cansado de oír hablar tanto del campo, de la siembra, de la cosecha. Trabajaba todo el día en aquello y lo detestaba. Tenía ganas de hablar de otra cosa, de lo que fuera. Bruno lo miró asombrado. Era la primera vez que alguno de sus hermanos expresaba su disgusto por la labor. Se sintió repentinamente unido a Gaspar. Nada como descubrir que aborreces lo mismo que otro para estrechar lazos.

–Vivimos en el campo y trabajamos todo el día en el campo. ¿De qué quieres que hablemos? –preguntó Adriano.

–¡De lo que sea!

–Sí, pero ¿de qué?

–Puedo contaros alguna historia –dijo Bruno.

¿Una historia? A aquellos niños nadie les había contado nunca una historia, ni un cuento, ni nada parecido. Los padres nunca lo habían hecho. En otros lugares, los niños como ellos iban a la iglesia y allí escuchaban al menos los evangelios y otras narraciones bíblicas. Pero el párroco de aquella tierra era el padre Ciriaco, que estaba como una cabra. Los sermones eran más bien regañinas terribles con amenazas de castigo divino. A la hora de las lecturas, el padre Ciriaco abría el libro, lo miraba de cerca, lo miraba de lejos, emitía unos gruñidos y enseguida lo cerraba con estrépito. Luego continuaba con la misa en latín o en algún idioma igualmente incomprensible. Era difícil saber si es que no sabía leer o si estaba medio ciego. Tal vez las dos cosas.

Así que los hermanos de Bruno no habían escuchado jamás una historia. Bruno les contó la del capitán Strogonoff y el loro pirata, su cuento preferido y el único de piratas que había en la biblioteca. Todos lo escucharon en silencio, muy atentos. Tardaron un rato en comprender que el cuento había terminado. Tenían los ojos muy abiertos, y algunos también la boca. Las gemelas parecían petrificadas; Cándida tenía los ojos brillantes; Adriano, cara de susto; Ezequiel se había quedado plácidamente dormido. Fue Gaspar el que rompió el silencio con una gran carcajada. Todos lo siguieron y rieron con ganas durante un buen rato, hasta que se despertó el padre. Entonces volvieron a callar, se levantaron y lo siguieron de nuevo al trabajo. Al día siguiente en la Alameda, pidieron a Bruno que contara de nuevo la historia del capitán Strogonoff y el loro pirata. Él lo hizo, encantado de tener un protagonismo que le era desconocido. Siguió contando la historia durante una semana, hasta que se cansó y les dijo que les contaría otra diferente. Los hermanos se quedaron estupefactos: ¡había más de una historia! Bruno les fue contando los distintos cuentos que había leído en la biblioteca y algunos de los relatos de viajes y caballeros que le había narrado la señora Magdalena.

Al final, tal y como había predicho la maestra, el verano se le pasó mucho más rápido de lo que esperaba gracias a los descansos en la alameda. Con el primer viento de otoño regresaron las clases. El niño contó a la señora Magdalena el efecto que sus cuentos habían tenido sobre sus hermanos. Ella sonrió con ternura, como siempre, y le dijo: «He conocido niños pobres, pero hay que ser muy pobre para no haber escuchado nunca una historia». Aquello sorprendió a Bruno. Él creía haber entendido que pobres eran los que no tenían cosas, y ricos los que tenían muchas cosas, como sombreros y automóviles. La maestra le explicó que en general era así, pero que las cosas que más se podían echar de menos, las que verdaderamente hacían que alguien fuera pobre… esas no eran cosas como las que él había mencionado. «¿Sabes qué es lo que no tenían los niños más pobres que he conocido? No tenían nombre. Es imposible ser más pobre que los niños sin nombre». Bruno trató de pensar en lo que significaba vivir sin nombre. Imaginó que aquellos niños estarían totalmente solos, y que nunca habrían tenido unos padres que, al menos, los llamaran de alguna forma. No podrían dirigirse a un desconocido y decir «me llamo… y me he perdido». Los niños sin nombre estarían siempre perdidos porque no tendrían adónde ir. Pensar en aquello lo llenó de tristeza. Comenzó a llorar. La maestra lo abrazó, y él se sintió reconfortado. Era una suerte tener a la señora Magdalena.

–Has hecho un gran regalo a tus hermanos al contarles esas historias –dijo la maestra–. Les has dado más de lo que jamás podrán ganar. Piensa en esto cuando estés triste.

Bruno siguió abrazado a ella, esperando las palabras mágicas que nadie le había dicho durante el verano. La señora Magdalena le revolvió el pelo y dijo: «Muy bien, Bruno».

Las historias que iba contando cambiaron a sus hermanos. Les hicieron salir de su mundo de pobres campesinos e imaginar otras vidas. Empezaron a jugar a caballeros y a princesas, disfrazándose con cualquier cosa. De vez en cuando discutían acerca de la altura del Everest o sobre el color del Mar Caribe. Aquello, como era de esperar, creó algunos problemas de disciplina en la casa del Espiga. De pronto, los niños se resistían a ir a trabajar, o en mitad de la siega se ponían a representar un combate con las hoces. Varias veces hubo que atender a algún herido: la aventura era imaginaria, pero no las armas. La Castaña no parecía enterarse de aquellos cambios. Desconfiaba por sistema de sus hijos y seguía obsesionada con descubrir quiénes eran los espías. El Espiga parecía más preocupado, y se le oía suspirar y murmurar cosas como «el viento que agita el trigo es el que te mete el polvo en el ojo» o «si crías un mastín vigila que no se vuelva topo» y también «cuando la noria cruje es hora de cavar la tumba». Pero aparte de soltar estas frases que nadie entendía, no hacía nada.

El primero en irse de casa fue Gaspar. La historia del loro pirata había sembrado en su corazón el deseo de surcar los siete mares, correr grandes aventuras y visitar lejanos países. Explicaba a quien quisiera escucharlo que sus días de campesino tocaban a su fin. Viajaría hasta el puerto de Santa Lucía y buscaría trabajo en el primer buque que zarpase, con una sola condición: que fuese un viaje largo. Aprendería el oficio de marino y algún día tendría su propio barco.

A los otros hermanos también se les había despertado la imaginación, pero les daba miedo lo desconocido. Y lo desconocido era casi todo fuera de su tierra. Solo sabían de aquel paisaje amarillo en verano y verde en primavera, de aquel suelo reseco y del sol abrasador, de aquellas casas agrietadas y de la iglesia destartalada, de aquellas mujeres vestidas de negro y de aquellos hombres tostados y sucios. ¿Qué se encontrarían más allá? ¿Serían las cosas como en las historias que contaba Bruno?

A Gaspar la curiosidad le había derrotado a la prudencia. Le contó a Bruno que había hablado con su padre sobre su idea de hacerse a la mar. Mientras le abría su corazón, El Espiga había seguido trabajando sin siquiera levantar la vista de la tierra que estaba arando. Cuando Gaspar hubo terminado, su padre por fin lo miró y sentenció: «cuando llueve sobre el barbecho los grajos bailan en el chopo».

–¿Qué crees que quería decir? –preguntó Gaspar a su hermano.

–Creo que padre solo habla por no perder la costumbre de mover los labios –respondió Bruno.

–Bruno, me voy. Mañana por la noche.

Bruno no supo qué decirle. Sintió una mezcla de pena y alegría. Se dio la vuelta y se alejó de él. Al día siguiente, durante el recreo, le contó a la señora Magdalena lo que iba a ocurrir. «Es natural –dijo–. Le has abierto los ojos y quiere usarlos». Bruno también le dijo que no sabía qué decirle a su hermano. Le daba mucha pena pensar que seguramente no volvería a verlo, pero no le salían las palabras de despedida. «Hazle un regalo. Es otra forma de hablar», respondió la maestra.

¿Un regalo? Los niños de aquella tierra no solo no escuchaban historias, sino que nunca recibían regalos. Y, por supuesto, tampoco sabían hacerlos. ¿Qué podía Bruno ofrecerle a Gaspar? «Regálale un libro», sugirió la maestra. Pero Gaspar no sabía leer. «Bueno, seguramente aprenderá, sobre todo si quiere llegar a tener su propio barco». Para llevar a cabo esta idea había un par de problemas: el primero era que Bruno no tenía dinero; el segundo, que en aquella tierra nadie vendía libros. «Puedes coger uno de la biblioteca», propuso la señora Magdalena. ¿Estaba sugiriendo a Bruno que robara? Los libros de la biblioteca no eran suyos. «Estoy diciendo que lo tomes prestado. Yo dejaré un libro mío en lugar del que tú te lleves, y un día tú traerás un libro tuyo y lo pondrás en lugar del mío. ¿Qué te parece?»

Aquella noche, Bruno descubrió a Gaspar preparando un hatillo con ropa y algo de comida. Aunque era varios años mayor que él, a la luz del candil lo vio como si fuera más pequeño, de su propia edad. Quizás él también se fuera algún día de aquella tierra, tal y como Gaspar estaba a punto de hacer. Sintió admiración por el valor de su hermano. Se acercó y lo llamó: «Gaspar». El chico rubio se volvió sobresaltado, como si hubiera sido descubierto.

–¿Qué quieres?

–Toma –dijo Bruno entregándole su regalo.

Gaspar acercó el candil. Miró la portada. No podía leer el título, pero enseguida comprendió. Vio el dibujo de un barco de vela con una bandera de fondo negro y el dibujo de la silueta de un cráneo de loro sobre dos plumas cruzadas. Era tal y como lo describía Bruno. El cuento del capitán Strogonoff y el loro pirata.

–¿Por qué me das esto?

–Es un regalo.

–¿Un regalo?

–Sí.

No sabía qué decir. Miró a su hermano pequeño, gracias a quien sabía lo que eran las historias y los regalos. Luego miró su hatillo. Dejó el candil sobre una mesa y entonces vio que todos sus hermanos estaban allí, observándolo en silencio. Cándida se acercó y le dio una prenda de ropa que evidentemente había hecho ella, porque no se sabía lo que era. El resto de los niños también tenían algo para él: una galleta, una piedra, una cuchara, un escarabajo muerto... Gaspar lo metió todo en el hatillo. Lo último fue el libro de Bruno. Lo cerró, se lo echó al hombro, abrió la puerta y marchó.

Al poco de la marcha de Gaspar, la señora Magdalena invitó a todos sus alumnos a una excursión nocturna a un promontorio cercano para ver las estrellas. Solo se presentó Bruno. A la maestra no pareció importarle y enseguida se pusieron en marcha. La ascensión, insignificante para un adulto joven, suponía un notable esfuerzo para una mujer de cierta edad y para un niño pequeño. Alcanzaron la cima felices y sin resuello. En cuanto se recuperaron, comenzaron a notar que se acercaba el invierno. Sentados sobre una roca, se envolvieron en una manta que había llevado Magdalena.

La noche era inmejorable: despejada y sin luna. La maestra guió al alumno por el firmamento narrando los mitos que habían dado origen a los nombres de las constelaciones y le explicó que las estrellas habían servido durante siglos a los marinos para orientarse en sus travesías. Bruno decidió que al día siguiente le contaría eso mismo a Gaspar. Luego recordó que su hermano se había ido de casa y se entristeció. La señora Magdalena se dio cuenta.

–¿Qué te pasa, Bruno?

–Mi hermano se ha ido.

–Nunca se sabe, Bruno. Es posible que te lo encuentres algún día. No pierdas la esperanza.

–Le echo de menos.

–Claro. Pero la familia sigue siendo la familia incluso en la distancia. Créeme, sé que no es fácil. Tienes que recordar siempre que tu hermano eligió su camino, como un día tú elegirás el tuyo.

–¿Yo también me iré de aquí? ¿De la aldea?

–¿Tú querrías irte?

–Sí. Me gustaría viajar. Pero...

–¿Pero qué?

–Yo no soy como Gaspar.

–No, claro, tú eres distinto.

–No sé si podría irme, dejar a mis padres, a mis hermanos. Gaspar simplemente abrió la puerta y se fue.

–Bueno, tal vez tú salgas por una ventana –Bruno rió–. Oh, sí, hay veces en las que uno sale por una puerta. Pero otras veces, la puerta está cerrada y lo que se abre es una ventana. Hay que estar atentos, Bruno, siempre hay que estar atentos. Los héroes que dan nombre a las estrellas ignoraban su destino, como lo ignoramos todos. No estás condenado a quedarte aquí si no lo deseas. No olvides mirar por las ventanas de vez en cuando. Tal vez veas pasar la oportunidad que estabas esperando.

Magdalena le pasó el brazo por el hombro y lo estrechó contra ella. Bruno quedó libre de toda inquietud. Pensó que era muy afortunado de que su maestra hubiera aparecido un buen día allí, en su tierra.

–Mira, aquella constelación se llama Lira. ¿Ves la estrella más brillante? –preguntó la señora Magdalena.

–Sí.

–Se llama Vega. Ese nombre te dice algo, ¿verdad?

–Sí.

–¿Te importa si te hago una pregunta?

–No.

–¿Te gusta que te llamen Bruno?

–Sí.

–Lo digo porque ayer me dijeron que tienes otro nombre, y si quieres...

–Todo el mundo me llama Bruno. Siempre ha sido así.

–¿Y no te importa?

–No me importa. Al revés, me gusta.

–Muy bien, Bruno.

Al día siguiente, un circo llegó al lugar. Cuatro carromatos desvencijados de los que tiraban mulas enfermizas. Naturalmente se habían perdido. Jamás habrían ido hasta allí por su propia voluntad. Se habían quedado sin comida ni agua y fueron a pedir por las casas. Se creó una gran expectación. Niños y mayores se acercaron a ver los carromatos. Los artistas los observaban temerosos, como si se tratara de caníbales. Antes de que pudieran huir, el automóvil del dueño de la tierra llegó levantando una gran polvareda. Preguntó quién mandaba allí, y un hombre gordo con grandes bigotes bajó de uno de los carros. Hablaron. Después, el hombre gordo miró a los curiosos allí reunidos y dijo: «¡Gentes de este lugar! ¡Niños y niñas! ¡Hombres y mujeres! ¡Gallos y gallinas! ¡El circo ha llegado!»

Como si hubiera pronunciado una contraseña, de los carromatos salieron hombres y mujeres vestidos de forma extravagante. Unos comenzaron a hacer malabarismos; otros, piruetas; otros, tonterías; y unos cuantos se pusieron a trabajar. Poco tiempo después habían montado una carpa. Entonces, el hombre gordo sacó una gran pizarra, escribió algo y la colocó a la entrada de la carpa. La gente no hizo caso alguno. El hombre gordo comprendió que eran todos analfabetos, de modo que leyó en voz alta el texto de la pizarra: «Esta noche, al ponerse el sol, única función. Improrrogable».

Bruno fue aquella mañana a la escuela más emocionado que nunca. Y no era el único. Todos los niños estaban alterados. La señora Magdalena comprendió que aquel día no lograría dar clase, así que prefirió explicar a los niños lo que era el circo. Les contó que solía haber domadores de fieras, acróbatas, payasos y magos. Les habló de leones y tigres feroces que obedecían a un hombre pertrechado solo con un látigo; del funambulista que transitaba sin red por un cable tan fino como el tallo del trigo; de hilarantes payasos y sus números absurdos; y de las asombrosas ilusiones de señores silenciosos vestidos de negro capaces de hacer desaparecer un caballo delante de cientos de personas.

Aquello, la magia, fue lo que más llamó la atención de Bruno. Quería entenderlo bien y aprovechó el descanso para preguntar.

–¿En serio hacen desaparecer caballos?

–Te voy a decir la verdad: normalmente son trucos. Pero los buenos magos los hacen tan bien que nadie sabe cómo se las ingenian.

–Entonces, ¿no existen magos verdaderos?

Aquella pregunta hizo dudar a la maestra. Comenzó una de aquellas historias que tanto le gustaban a Bruno. Aunque esta era distinta.

–Durante un tiempo viajé con un circo. Era enorme; la caravana la formaban veinte carromatos. Llevábamos dos docenas de tigres y leones, diez o doce focas y tres elefantes. Íbamos cincuenta personas y la carpa era como dos veces la iglesia de esta aldea. Viajamos por toda Europa, desde Moscú hasta Lisboa. Yo era muy joven, y simplemente era la ayudante del mago. Le llevaba las cosas que necesitaba durante el espectáculo, lo ayudaba a ponerse y quitarse su capa, le sujetaba su sombrero de copa. Aquel hombre, que se hacía llamar Sire Alexander, no hablaba casi nunca, ni durante el espectáculo ni fuera de él.

»Uno de los trucos que hacía el mago consistía en meter a una chica del público en una especie de armario, atravesarlo con sables y luego abrirlo de nuevo: la chica había desaparecido. Volvía a cerrar, abría otra vez y ¡tachán!, allí estaba la chica sin daño alguno. Otro número habitual era el de sacar conejos y palomas de la chistera. Lo hacía muy bien, con mucha elegancia. Cuando yo llegué al circo su número era el más aplaudido. Sin embargo, pronto empezaron a llegar rumores de que otros magos en otros circos hacían lo mismo que él. Una vez alguien se lo dijo y él rompió su silencio:

»–No es posible que hagan lo mismo que yo. Ellos hacen trucos, yo hago magia.

»Lo decía sonriendo de una forma encantadora. Pero la gente no apreciaba la diferencia, y poco a poco, el número de Sire Alexander fue recibiendo menos aplausos. Era verdad: la gente se estaba acostumbrando a los números de los sables y las palomas. A él, sin embargo, no parecía importarle y seguía haciendo lo mismo. El director de pista y el resto de sus compañeros le pidieron que cambiara de trucos. Él les sonrió y dijo:

»–No es posible. Yo no hago trucos, yo hago magia.

»Un día llegamos a una gran ciudad donde el año anterior el circo había tenido un gran éxito. Todo fue bien hasta que le tocó el turno a Sire Alexander. Acababa yo de quitarle la capa cuando una voz gritó desde el público: «¡No nos saques más conejos!» La gente rió, pero el mago repitió su viejo número llenando la carpa de palomas y liebres. El personal comenzó a abuchear. «¡Eso ya lo hemos visto!» A Sire Alexander aquello no parecía afectarlo, y con su voz profunda pidió como siempre una voluntaria para bajar de las gradas y entrar en el armario. Nadie se ofreció. La gente silbaba y gritaba. Entonces él me miró, y comprendí lo que tenía que hacer. Me acerqué al armario. Él abrió la puerta, yo hice una reverencia al público y entré. No tenía ni idea de lo que iba a ocurrir, pero no estaba preocupada; al fin y al cabo se trataba del gran Sire Alexander. Cuando cerró la puerta dejé de ver y de oír cualquier cosa. Comencé a tener la impresión de que el armario se estaba estrechando. Me fui hundiendo en sus mullidas paredes hasta que apenas pude moverme. No era angustioso, podía respirar perfectamente, pero solo podía mover la cabeza hacia arriba. Lo hice y vi una pequeña luz blanca, como una estrella solitaria en una noche sin luna. Aquella luz comenzó a hacerse más grande, y entonces sí me asusté. Cerré los ojos y sentí que algo me tiraba del pelo. Noté que mis pies perdían contacto con el suelo y que la seda cedía. Tuve la sensación de caer durante un instante, hasta que de nuevo noté que estaba sobre tierra firme. Me temblaban las piernas. No me caí porque alguien me sujetó de un brazo. Abrí los ojos. Vi a la gente en las gradas. Todos guardaban silencio. El que me sujetaba por el brazo era Sire Alexander. En la otra mano tenía su sombrero de copa. Las caras de la gente no eran de sorpresa, sino de terror. Me miraban a mí, pero también lo que yo tenía detrás. Me volví. Era el armario. Estaba abierto. Dentro, los sables lo cruzaban de un extremo a otro, atravesando a decenas de conejos y palomas. ¿Cómo había salido yo de allí dentro? ¿Cómo había sucedido aquello? Aunque solo había una explicación, no la creí hasta que alguien me la contó más tarde. El mago me había sacado del sombrero de copa. Magia.

»Fue la última vez que actuó. La gente se asustó y la policía vino a buscarlo. No lo encontraron. Había desaparecido sin dejar atrás nada más que su chistera. Un sombrero que, por más que lo miraron y lo palparon, no parecía tener nada de extraordinario».

De todos los relatos que la señora Magdalena le había contado a Bruno, aquel era el más asombroso. ¿Magia? ¿Magia de verdad? Miró a la maestra con la boca abierta y sin saber siquiera qué preguntar. ¿No le estaría tomando el pelo? Aunque nunca lo habían hablado, entre la anciana y el chiquillo había un pacto: lo que ella le contara sería verdad, y cuando no lo fuera, cuando se tratara de un cuento o de una leyenda, lo avisaría previamente. Y hasta aquel momento así había sido. ¿Estaba la señora Magdalena inventando aquello?

–Ahora ya conoces mi secreto, Bruno. –La anciana miraba a su alumno algo más seria que de costumbre, pero su voz tenía la misma calidez. El niño la admiró más que nunca. De nuevo, se sintió afortunado de que fuera su maestra. No podía imaginar que dejaría de serlo aquella misma noche.

Bruno quedó con la señora Magdalena en que se verían por la noche en la función del circo. Acudió al trabajo en el campo de mejor humor que nunca. Estaba nublado y soplaba un viento frío de final del otoño que impedía escuchar nada que no fueran los propios pensamientos. Bruno imaginó que tal vez aquella noche, en el circo, presenciaría auténtica magia. Tal vez no serían simples trucos, sino algo más. ¿Cómo lo sabría? ¿Cómo conseguiría distinguir un prodigio verdadero de la simple habilidad? La señora Magdalena había podido hacerlo porque ella misma había sido parte del prodigio. Entró en un armario y salió de un sombrero de copa.

La tarde pasó volando. Comenzó a oscurecer. Sus hermanos se habían marchado antes para no llegar tarde al circo. Solo quedaban El Espiga y el pequeño Ezequiel, que jugaba con una cuchara y una taza de latón. Miró a su padre, que subía y bajaba el azadón. «Padre», llamó. No lo oía, demasiado viento. ¿Alguien le habría preguntado si quería ir a la función? Seguramente todos habrían dado por hecho que él no tendría interés. Seguiría trabajando hasta bien entrada la noche. Bruno sintió que debía acercarse y decirle: «Padre, acompáñame al circo».

Comenzó a caminar hacia él. El Espiga le daba la espalda. Estaba ya muy cerca cuando el viento se detuvo súbitamente. Bruno notó que algo pequeño y claro caía junto a él. Una mota blanca. Luego otra. Luego muchas. El hombre se había erguido y miraba a su alrededor. Bruno sabía lo que era aquello, porque su maestra se lo había explicado en clase, pero nadie en aquella tierra lo había visto jamás. «¡Está nevando!», exclamó el chiquillo. Su padre miraba entonces al cielo con desconcierto. Bruno pensó en Ezequiel y se volvió para explicarle lo que ocurría. No estaba donde lo había dejado.

El pequeño ya sabía caminar, aunque muy despacio. Probablemente estaría cerca. Bruno lo llamó, pero no hubo respuesta. Bajó hasta la alameda nervioso. Oscurecía muy deprisa. Había ya una capa de nieve sobre el suelo. Copos del tamaño de margaritas caían sin parar empeorando todavía más la visibilidad. Volvió a buscar a su padre, pero El Espiga ya no estaba. Por primera vez en su vida había dejado de trabajar antes de medianoche.

Ya apenas se veía. Corrió a su casa a buscar ayuda, pero cuando llegó no había nadie. Todos se habían marchado al circo. No tenía tiempo de ir hasta allí; Ezequiel podría morir congelado. Encendió un candil y volvió a la alameda. Seguía nevando. El arroyo se había congelado. No se oía nada. Recorrió la alameda iluminando cada rincón. Escarbó alarmado los montículos que la nieve había acumulado. Cuando escudriñaba el fondo del hueco de un gran árbol oyó pasos detrás de él. Se volvió y vio un gran tigre blanco que lo observaba a pocos metros. En la boca llevaba unos jirones de la ropa que Cándida había hecho para Ezequiel.

El tigre se acercó lentamente a Bruno, que no podía moverse ni gritar. El niño apoyó la espalda en el árbol y se deslizó hasta quedar sentado en el suelo. La fiera ya estaba tan cerca que su hocico casi le tocaba la nariz. Cerró los ojos. En el momento en que estaba a punto de ser devorado, pensó en la señora Magdalena dentro del armario de Sire Alexander. La magia existía. Sintió el aliento del tigre, un aliento cálido y sin olor. Abrió los ojos y el animal había desaparecido. El jirón de la ropa de Ezequiel estaba sobre la nieve. Y, junto al jirón, había un pequeño pájaro de color pardo. En cuanto Bruno lo miró, el pajarito se dio la vuelta y se alejó dando saltos sobre la nieve hasta perderse en la oscuridad.

Bruno cogió el candil y caminó hacia el lugar por el que había desaparecido el pajarito. Sus huellas en la nieve le indicaban el camino. Llegó a un claro de la alameda. Algo se movía en la oscuridad. ¿De nuevo el tigre blanco? Siguió avanzando hasta que el candil iluminó a toda una bandada de pajaritos marrones que se amontonaban a los pocos metros. Estaban todos juntos, pegados los unos a los otros. Daba la impresión de que estaban cubriendo algo. Entonces, uno de ellos pió y todos salieron volando, dejando al descubierto el pequeño cuerpo oscuro de Ezequiel, tumbado y con los ojos cerrados. Bruno corrió hacia él. Estaba dormido. Lo abrazó y el pequeño le sonrió. Bruno se quitó su camisa y cubrió a su hermano menor. Los pajaritos le habían estado abrigando y protegiendo. Ahora habían desaparecido. Como el tigre.

Así fue como Bruno se perdió la única función que aquel circo extraviado dio para las gentes de su tierra. Al llegar a casa encendió un fuego y calentó un caldo para Ezequiel. Estaba deseando que volvieran sus hermanos para contarles la mágica aventura que acababan de vivir. Pero cuando llegaron todos traían en la cara una expresión triste, y ninguno se atrevía a mirarlo. «¿Qué tal ha estado?» preguntó Bruno con inquietud. Su hermano mayor se acercó a él y le puso la mano en el hombro.

–Han pasado cosas extrañas. Y la señora Magdalena se ha ido con el circo.

Adriano se sentó junto a Bruno. En la alameda era el único que nunca pedía una historia, aunque las escuchaba tan absorto como los demás. En esta ocasión el hermano mayor se disponía a contarle una historia al pequeño Bruno. Solo que la historia era verdadera y acababa de ocurrir. Adriano miró a su hermanito y se esforzó por hablar sin la dureza con la que solía dirigirse a su familia, en el tono acogedor que Bruno usaba para sus relatos.

–Cuando llegamos, estaba allí todo el pueblo. No había sitio para que nos sentáramos todos juntos, así que nos repartimos. Vi una silla libre y me senté. A mi lado estaba tu maestra. Me preguntó por ti, y le dije que llegarías pronto, que no te lo ibas a perder. Salió un hombre gordo, bajito y con un gran bigote, y comenzó la función.

»Fue todo un desastre. Primero salió una mujer que hacía piruetas sobre un caballo. Iba ligera de ropa y los hombres la jaleaban. Algunas mujeres se soliviantaron y empezaron a insultarla. Dos saltaron a la pista y asustaron al caballo. La muchacha cayó y casi se mata. Las mujeres, en lugar de ayudarla, empezaron a atizarla. Luego salieron unos payasos. Hacían como que se pegaban, que se caían… La gente se animó y empezó a tirarles cosas. A uno le dieron una pedrada y lo dejaron medio muerto.

»Entonces tu maestra me dijo que no habías aparecido, y que le gustaría ir a buscarte. Yo le dije que no tardarías y que lo mismo estabas en otra parte del circo. Había tanta gente que iba a ser difícil verte. No me pareció que se quedara tranquila. En la pista había aparecido un tipo fuerte con un látigo, un domador. La gente empezó a gritar: «¡las fieras, las fieras!» Y, en efecto; entonces sacaron una jaula con un oso marrón, enorme. Daba miedo de verdad. El domador abrió la jaula y se apartó rápidamente. El oso salió enseguida, corriendo como un loco hacia el hombre. Cuando estaba junto a él, se puso de pie y rugió tan alto que los niños se pusieron a llorar. Entonces, el oso cayó de espaldas. Empezó a dar vueltas como una croqueta. Luego se levantó y corrió otro rato a cuatro patas, sin ningún sentido. El domador iba detrás de él intentando que le hiciera caso. Creo que quería que la bestia se subiera a unas sillas que estaban allí dispuestas, pero no había manera. De vez en cuando el oso se ponía de pie y caminaba haciendo eses. La gente empezó a murmurar que estaba borracho. A base de latigazos, el domador logró que se subiera a una silla, pero pronto se desequilibró y se dio un tortazo tremendo. Se quedó tirado en el suelo y empezó a roncar. Se lo tuvieron que llevar a rastras entre cuatro ayudantes, dos payasos y tres señores del público.

»La gente se enfadó y otra vez empezó a caer de todo a la pista. Salió el de los bigotes a tranquilizar al público, pero no había manera. Dijo algo que no gustó al domador, que quería largarse. Los ayudantes sacaron otra jaula. Dentro había un gato gigante. Era blanco. Tu maestra me dijo que era un tigre. Estaba despierto y quieto. Era un animal precioso. Al verlo, al domador le entró mucho miedo. Se veía que no sabía qué hacer. El tigre lo miraba desde la jaula. El hombre no se atrevía a abrirla. Estaba quieto, con el látigo en alto, descompuesto. Apareció una mujer. Llevaba una capa blanca con capucha de la que salía un mechón de pelo, también blanco. Pude verle la cara un momento y me pareció la de una niña. Pero aquel mechón, aquella forma de acercarse a la jaula sin ningún temor y la forma de mirar al animal… no eran propios de una niña. El circo estaba de nuevo en silencio. La muchacha abrió la jaula. El tigre no se movió. Parecía un rey.

»El domador temblaba en el centro de la pista. Por un momento pareció que iba a bajar la mano y a agitar el látigo, pero no se atrevió. El tigre dobló ligeramente las patas traseras y salió de la jaula. En dos saltos estaba encima del domador. La gente gritó. Lo iba a matar. El hombre se agitaba inútilmente. La mujer de blanco se acercó al tigre con una mano en alto y gritó: «¡no!» El tigre la miró. Luego liberó al domador, que corrió a ponerse a salvo. El animal miró hacia el público que estaba junto a la salida. Comenzó a correr y de un salto enorme, sin dar tiempo siquiera a que la gente gritara, sobrevoló a todos los que se interponían entre él y la salida y desapareció. Justo en ese instante entró desde la calle una ráfaga de aire helado lleno de extrañas virutas blancas. No sabía lo que era aquello y quise preguntar a tu maestra, pero no me escuchó. Era la única persona del circo que no miraba al lugar por donde había huido el tigre, sino al centro de la pista. Miraba fijamente a la chica de blanco.

»Salí de la carpa para buscar a tus hermanos. Les creía capaces de salir a cazar al tigre. Los reuní a todos dentro de la iglesia. Les pedí que se quedaran allí hasta que volviera y salí a buscaros a ti y a Ezequiel. Pensé que si habías ido al circo, tal vez siguieras cerca de la carpa y me acerqué. Estaban desmontándolo todo para salir del pueblo lo antes posible. Cuando iba a marcharme, tu maestra apareció junto a mí.

»–Tengo que irme, Adriano.

»–¿Ha visto a Bruno?

»–No. Tengo que irme y necesito que le digas una cosa.

»–No entiendo. ¿Adónde tiene que ir?

»–Tengo que irme con el circo y no puedo despedirme.

»–¿Qué quiere que le diga a Bruno?

»–Dile que le escribiré. Que le escribiré una carta explicando por qué he tenido que irme.

»Se dio la vuelta y se marchó. La vi subirse con disimulo a un carro. Al regresar a la iglesia vi pasar la caravana del circo, que se marchaba. Pregunté a un hombre que iba en el pescante de un carromato si iban a dejar al tigre blanco merodeando por el pueblo. Me dijo que la bestia había regresado y que estaba en el carro de las fieras. Recogí a tus hermanos de la iglesia y volvimos a casa.