PRÓLOGO

Desconozco, lector, si al recorrer estas líneas lo estás haciendo movido por la curiosidad exploradora que hace que los bibliófilos andemos constantemente picoteando libros y hojeando folletos en librerías y bibliotecas; practicando calicatas acá y allá para así darnos a nosotros mismos la impresión de que no compramos por impulso, sino que más bien lo hacemos tras una seria y racional, tras una muy fundada evaluación de la mercancía. Pero ¡quía! Los libros atestan y abarrotan nuestras casas y aún así, la decisión de compra está ya tomada de antemano, al margen de aquellos supuestos considerandos argumentales. ¿Quién no observó la escena? Esa suerte de liturgia que a las veces se prolonga y desborda con una auténtica aplicación de sentidos por parte del amante de los libros: El tacto de la portada y del grosor de las páginas; el ruido –rrrraassss– que se produce y el examinador oye cuando abaniquea pasando los pulgares por las hojas y cierra el volumen; la vista que se ve atrapada y como llevada en vilo por colores, motivos y figuras. Y ¡cómo no!, el olfato que entra en liza, dando lo mismo –casi– una cosa que otra. Pues tan grato le resulta el olor a tinta fresca sobre papel de buen gramaje; como el tufo rancio y acre del antiguo en las librerías de lance y viejo; o incluso el desvaído propio de los libros impresos sobre papeles reciclados. Se saborea…

I

Soy María, tengo treinta y cinco años y esta es una parte del relato de mi vida. Desde muy niña fui una buena estudiante, aunque el precio que pagué por ello fuese asistir sin mucha vocación a uno de esos programas universitarios preparado para personas brillantes.

Tras unos años entre libros y de aprender unos cuantos idiomas, mi ascenso en el mundo de la empresa privada fue meteórico. Un par de años como técnico, luego jefe de departamento y me convertí en una de esas chicas con alta responsabilidad en un mundo aún de hombres.

Un Máster en Dirección de Recursos Humanos en una de las mejores escuelas de negocios del mundo, me unió al que sería mi jefe durante varios años. Dejé mi puesto como Responsable de Selección en otra organización para ayudarle a crear una Dirección completa con el pacto tácito de que al concluir el proceso, trataríamos de buscar su ascenso a una Dirección General mientras yo pasaría a ser Directora de Recursos Humanos.

Todo estaba perfectamente calculado. Las horas en la oficina no dejaban mucho tiempo a la vida personal, pero nada me importaba porque el reto merecía la pena y disfrutaba. Pasamos de ser cuatro mil personas, a gestionar más de veinte mil en muy poco tiempo, y comencé a ser reconocida como alguien capaz, afable por las buenas, pero implacable a poco que algo se interpusiese en mi camino.

Los departamentos fueron adquiriendo forma. Formación, Relaciones Laborales, Desarrollo de Personas, Selección, todos con personas conocidas, de mi confianza. Constituían una especie de coraza, una garantía de futuro lo suficientemente bien construida como para encofrar mi ascenso, cada vez más próximo. Recuerdo el relevo que dirigí en el Departamento de Administración de Personal, todo un signo premonitorio de lo que vendría después pero que no fui capaz de reconocer, o más bien que no quise reconocer; esas cosas sólo les ocurrían a los demás.

Valentín, hasta entonces responsable de hacer las nóminas de la plantilla, a juicio de mi jefe, sobraba. Ambos se habían incorporado juntos a la empresa; llegaron incluso a fraguar cierta amistad, hasta el punto de organizar cenas algunos fines de semana, o de asistir juntos a alguna que otra boda común. Pero lo cierto es que la relación se fue deteriorando poco a poco; ya no era sólo cuestión de si la nueva situación de crecimiento venía grande a uno u otro, que también. Se trataba de que los contendientes no tenían sitio, de modo que me puse a buscar entre mis contactos el sustituto más adecuado.

No tardé mucho en convencer a un viejo conocido, un antiguo Director de Administración de Personal con más de treinta años de experiencia en el puesto, para que ocupara el puesto de Valentín. Al principio se mostró algo reacio, pero unas cuantas mejoras a la oferta, (no muchas, la verdad), la ilusión por un proyecto atractivo, y un empujoncito de mi jefe, terminaron de arreglar el asunto.

Se acercaba el día de su incorporación y Valentín no se iba porque mi jefe no le había dicho nada, ni palabra. Aunque la relación ya era imposible, el despido debía llevarlo a cabo él; nadie en la organización entendería otra forma de hacerlo. La sorpresa para todos fue que mi jefe, incapaz de asumir la decisión tomada, ofreció una adjuntía a Valentín, algo que éste no dudó en rechazar de inmediato. En ese momento, cruzaron una última mirada que el superior eludió de inmediato, haciendo como que repasaba la cuantía de la indemnización que tenía ante sí. Una sonrisa por parte del despedido facilitó el trago; una última actitud que le honró en aquel momento, y que hoy recuerdo con renovada estima.

Cuando alguien salía de la organización todos hacíamos como que no pasaba nada. En verdad yo creía que no pasaba nada. El pez grande siempre se come al chico como parte del ciclo de la vida que nos hace a todos más grandes.

Crecimos, crecimos mucho. La situación era tan distinta dos años después de mi incorporación, que el Comité de Dirección no tuvo más remedio que diseñar una nueva estructura para la compañía, un modelo organizativo dividido en varias áreas de negocio gestionadas por una matriz, “la matriz”. La mayor parte de los ejecutivos más veteranos no querían “abrir ese melón”, conscientes de que sería el inicio de la aparición de dimes y diretes entre unos y otros por ocupar alguno de los mejores puestos a los que tocaba poner nombre, pero la expansión lo hizo inevitable.

Aún no te he contado que el que fue mi jefe se llama Luis. Un joven hecho a sí mismo que nunca ha estado en otra empresa distinta de la que nos unió por un tiempo, una carencia que sabe suplir con un humor socarrón que los demás ríen, sobre todo por ser quien es. Un tipo inteligente, mucho más que yo, desde luego, que tiene muy claro lo que quiere. De momento lo ha conseguido.

Nunca estuvo tan nervioso Luis como en la época en la que él y otros cuantos trataban de tomar posiciones para el ascenso en la nueva estructura. Quería ser Director General, pero no todos en el Comité de Dirección lo tenían claro y él lo sabía. Yo estaba muy tranquila; si Luis ascendía, la nueva Directora de Recursos Humanos estaba “cantada”, y si no lo hacía, yo seguiría desempeñando un puesto que me gustaba y por el que estaba bien considerada.

No me moví; no lo creí necesario, y tampoco lo hice a partir del día en el que Luis fue nombrado Director General Corporativo, jefatura de gran importancia que abarcaba casi todas las áreas corporativas: Recursos Humanos, Servicios Generales, Calidad y Prevención de Riesgos Laborales. Cada mañana llegaba a la oficina pensando que quizás ese día sería llamada a su despacho para comunicarme la buena noticia; el pacto estaba cumplido, la Dirección de Recursos Humanos funcionaba sola, los responsables de departamento eran antiguos compañeros míos. Incluso había pensado en la persona que me sustituiría, una mujer capaz y de buen fondo; así mantendríamos el obligado equilibrio que ponderaba el sexo por encima de otras cuestiones.

Llegó el día. Poco a poco iban pasando los Directores de Departamento y salían con una nueva función que desempeñar, o informados de que mantendrían la misma. Pensé que sería la última, aunque me extrañaba no participar en las decisiones sobre las personas que ocuparían los puestos de mi nueva Dirección. Pero como Luis tenía palabra, esperé con cierto sudor en las manos, hasta que la secretaria me hizo pasar al despacho.

–María; como sabes, estoy reorganizando las funciones de todas las personas de mi dirección y tengo un lugar ideal para ti, un puesto con recorrido en el que seguir aprendiendo. A partir de ahora serás la nueva Directora del Departamento de Gestión de Directivos.

–¿Entonces sigues siendo tú el Director de Recursos Humanos? –dije, aún confiada.

–La nueva Directora de Recursos Humanos es Abigail. Se trata de una mujer con antigüedad en la casa, conoce mejor que tú los entresijos de los distintos negocios, y creo que lo puede hacer bien. Tendrás una buena jefa, ya lo verás. Además, necesito a alguien de confianza para cuidar de los directivos y que me cuente eso que sólo tú y yo debemos saber.

–Eso no es lo acordado, Luis. Yo vine aquí para ayudarte a crear esta Dirección y ocupar tu puesto cuando lo dejases, si lo dejabas, claro. No entiendo…

Luis, fuera de sí, dio un manotazo en la mesa, y asunto zanjado. Me levanté y salí. Luis no había cumplido su palabra; no lo podía creer, comenzaban malos tiempos. Abigail y yo, a pesar de trabajar en áreas distintas, no nos llevábamos bien. Todos pensábamos que ella era un cero a la izquierda y muy pelota, pero la realidad era de otra forma a la que yo había imaginado y tardé demasiado tiempo en darme cuenta.

Mis antiguos compañeros de departamento aseguraban no dar crédito. Las personas que yo había traído de otras empresas eran mucho más valiosas que su nueva jefa. Me sentí mal; creía haberlas engañado. Poco a poco todas ellas irían saliendo, y el castillo construido de hormigón armado se convertiría pronto en otro de arena a merced del viento. Tenía que haber una razón que explicara ese desastre. Una vez las aguas volvieran a su cauce, me haría por fin con la anhelada dirección de Recursos Humanos. Además, el puesto de Gestión de Directivos no estaba nada mal; miles de personas querrían una oportunidad así a mi edad. No debía quejarme tanto, el tiempo pasaría pronto.

Efectivamente, con el tiempo todo se sabe, aunque hay quien se empeña en ponerse una venda para no ver la realidad. En aquella ocasión, una de esas personas fui yo misma. Resulta que Abigail se había dejado querer por uno de los tipos peor considerados del Comité de Dirección, una de esas personas portadoras de una inocultable lascivia. Un encuentro fuera de la oficina por otras causas resultó ser suficiente motivo para que el súper jefe accediese a nombrar a Luis Director General a cambio de imponer a su Directora de Recursos Humanos. Los movimientos de Abigail se mostraron sin duda más eficaces que la palabra de mi jefe, y yo sin percatarme de nada.

Los tres años transcurridos desde entonces hasta el día en que comienza esta historia fueron un calvario. Las buenas palabras de Abigail, a la que nunca reconocí como lo que era, dicho sea de paso, contenían todo el cinismo necesario para ir progresivamente reduciendo mis funciones. Es cierto que mi habilidad para relacionarme con los directivos hizo que poco a poco llegase a tener mucha información de lo que ocurría “arriba”, pero eso, lejos de ayudarme, ponía a Abigail más y más nerviosa. Luis tenía un papel difícil, pero se lo había ganado a pulso y, aún confiada en que no se atrevería a hacerme daño, yo le contaba la situación que se iba creando para que tomase partido. Se podía cortar el aire. Durante algo más de tres años, el ambiente era cada día más irrespirable.

Los cambios en la estructura no habían salido del todo bien y la situación económica del país no era ni mucho menos la de antaño. Una crisis sin precedentes invirtió el crecimiento de la plantilla y la empresa modelo comenzó a dejar de serlo. Durante ese tiempo, me convertí en una especie de Robin Hood de sexo femenino, alguien que discutía las injusticias que el grado de información que yo tenía me permitía conocer. Los despidos no tardaron en llegar mientras miembros del Comité de Dirección continuaban percibiendo unos salarios ciertamente astronómicos. Se negaba a buenos directivos poner en los coches de empresa sistemas de telefonía manos libres, mientras otros disponían de varios vehículos completamente equipados, aunque sólo los usasen para desplazarse de casa a la oficina.

Desde luego, esa no era la empresa a la que yo me había incorporado unos años antes, aunque también cabía la posibilidad de que sí lo fuera y que mi nueva situación me hubiese abierto los ojos, antes cegados por la velocidad imparable de mi ascenso, parado en seco a la postre. Me encontraba en un callejón sin salida. Por un lado no quería abandonar el barco en esa situación general de crisis, pero por otro, mi puesto de trabajo se vaciaba de contenido cada semana. Abigail me quitaba funciones paulatinamente mientras Luis me reprochaba que no realizase mi misión. Aunque no entendía nada, el afán de lucha que me acompañó desde niña no había desaparecido y seguía creyendo en mis posibilidades.

Cuando una botella contiene sidra, lo único que puede salir de su interior es sidra, del mismo modo que la situación creada entre Abigail y yo tenía que estallar algún día, por mucho que yo no quisiera aceptarlo.