Como caracol…

Portadilla

Agradecimientos

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Epílogo

Acerca de la autora

Créditos

Contenido

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Nació en 1985 en Xalapa, Veracruz, a donde volverá tarde o temprano. Actualmente vive en la Ciudad de México. Estudió Antropología en la Universidad Veracruzana y en la UNAM; su tema de investigación es el proceso de envejecimiento humano. Ha trabajado como guionista y redactora en medios como Canal Once, Televisión Educativa y Time Out México, entre otros. Disfruta caminar por la ciudad y escuchar lo que la gente cuenta. Anda siempre buscando un lugar con pasto donde pegue duro el sol y jamás le dirá que no a la posibilidad de una historia.

Ventura Medina, Alaíde

Como caracol… / Alaíde Ventura Medina. - México: Ediciones SM, 2018

Formato digital – (El Barco de Vapor. Naranja)

ISBN: 978-607-24-3220-8

1. Novela mexicana 2. Relaciones de familia – Literatura infantil 3. Inclusión – Literatura infantil 4. Enfermedad de Alzheimer – Literatura juvenil

Dewey 863 V46


Edición digital

Irma Itzihuara Ibarra Bolaños
Gerente de Literatura Infantil y Juvenil

Valeria Moreno Medal
Coordinación editorial digital

Como caracol…

© del texto: Alaíde Ventura Medina

Coedición: SM de Ediciones, S.A. de C.V. / Secretaría de Cultura

1. Literatura mexicana 2. Novela mexicana – Literatura juvenil 3. Relaciones de familia – Literatura juvenil 4. Inclusión – Literatura juvenil 5. Enfermedad de Alzheimer – Literatura juvenil

Dewey 863 V46

Primera edición digital, 2018

D. R. © SM de Ediciones, S. A. de C. V., 2018
Magdalena 211, Del Valle,
03100, Ciudad de México
Tel. (55) 1087 8400
www.ediciones-sm.com.mx

ISBN: 978-607-24-3220-8
ISBN: 978-968-779-177-7 de la colección Gran Angular

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana
Registro número 2830

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La marca Gran Angular® es propiedad de Fundación Santa María.

Conversión de ebook: Capture, S.A. de C.V.

 

A mi abuelita Eva

 

AGRADECIMIENTOS

A Berenice Andrade, Luis Reséndiz, Pablo Mata y Sofía Téllez por ser los primeros en animarme a escribir. A Gabriela Damián, Libia Brenda y Óscar Luviano por darle estructura a mi narración (y a mí de paso). A Abril Castillo, Alejandra Limón, Isabel Zapata, Lilián López y Samuel Herrera por mejorar el borrador con sus comentarios. Agradezco su lectura, pero más: su cariño. A SM México y Secretaría de Cultura por creer en Julieta y en su abuela Mariana. Gracias a Mónica Romero Girón y a mi editor, Luis Bernardo Pérez, por su cuidado y profesionalismo.

Gracias a quienes, sin participar directamente en la novela, la crearon también. Mi familia y amigos, y las mujeres que me hicieron posible: mis tías y madrinas y maestras; las amigas de mi mamá, las mamás de mis amigas. Todas están de algún modo en el texto. Si miro con cuidado puedo ver a tía Lucía, a tía Rosy, a los de Veracruz. A mi abuelita Eva. A mi mamá, siempre. A Randy, a mi hermano, a mis sobrinos y cuñadas. A Jenny. A los Elier. A Porfi. A mi papá. A tío Eduardo. A Ángeles. Y a Pablo, con todo y animales.

Sin ustedes, no habría novela. Qué digo: no habría Alaíde.

1

A mi mamá no le gustaba nada. No era grosera ni le hacía el feo a las cosas, no, pero nunca la vi emocionarse. Si hubiera tenido frente a sus ojos el primer cuadro impresionista pintado por un mono clonado, habría comentado: “Está bien”. No tenía comida favorita, no escuchaba música y la noche antes de su cumpleaños dormía con la tranquilidad de quien no espera nada del día siguiente.

Mi papá era lo contrario. Le encantaba hacer cosas conmigo: jugar futbol en el patio o ver concursos de chefs. Hacía chistes malos que sólo daban risa porque eran demasiado tontos, les sacaba conversación a los vendedores telefónicos y una vez se metió una cucharada de engrudo a la boca cuando mi mamá estaba decorando una piñata para mi cumpleaños.

—¡Son puros ingredientes de cocina! —gritó, y mi mamá no tuvo tiempo de explicar que le había puesto vinagre a la mezcla “para que agarrara mejor”.

Vivíamos en Xalapa, con una gata medio ciega llamada Gordoloba. Mi mamá daba clases de Historia y mi papá vendía coches en una agencia. Gordoloba no tenía ocupación. Nuestra familia era pequeña, no tuve hermanos ni tíos ni primos. La mamá de mi mamá vivía cerca, pero nunca la veíamos. Viajaba… creo.

Mi cumpleaños dieciséis estuvo a punto de pasar desapercibido. Hacía años que no me hacían piñatas; la última había sido un Señor Cara de Papa que más parecía un frijol bayo con bombín hípster. Y para mis xv, no hubo celebración. Mis papás me ofrecieron la tradicional fiesta de señoritas, pero mi expresión de asco los desanimó.

Por eso, cuando cumplí dieciséis, nadie me ofreció nada, y yo tuve que pedir que por lo menos me compraran un pastel. Mi papá tomó esto como una misión y, además del pastel, contrató un servicio de tacos. Me dijo que podía invitar a todo el salón.

Dos empleados del restaurante Los Hermanos instalaron su puesto de cochinita el sábado a mediodía. Tuvieron que aguantar que mi papá les preguntara, una y otra vez, el mismo chiste: “¿Seguros que no son hermanos?”.

Como a las cinco de la tarde, sucedió un milagro: mi mamá nos permitió tomar cerveza, antes de subir a encerrarse en su cuarto. Mi papá había comprado un cartón de Coronitas que alcanzó de a una por persona.

En la noche, todos comenzaron a despedirse. La fiesta había sido un éxito relativo: por lo menos, nadie se arrepentía de haber ido. Mi amigo Aldo se quedó para ayudarme a arreglar la casa y que no pareciera que acababa de devastarla un huracán.

—¿No vas a abrir tus regalos? —preguntó, en el mismo tono en el que mi mamá a veces preguntaba: “¿No te vas a poner suéter?”, como diciéndome: “Ponte suéter”.

Así que fui hacia donde estaban los regalos y, antes de que pudiera escoger alguno, él puso en mis manos una bolsa con moño amarillo.

Era una flor de peluche con la cara hecha de botones y costuras. Sonreía. O sea que, en el mundo de la felpa, las emociones le están permitidas al reino vegetal.

—¿Te gusta? —preguntó Aldo; me miraba fijamente, tenía los ojos muy verdes, si es que los colores pueden tener grados.

Antes de que yo hubiera respondido, recitó varias cosas que parecían diálogos de películas. Al final, me preguntó que si quería ser su novia. No encontré motivos para negarme. Nunca había tenido novio y Aldo era más o menos guapo…

—Bueno.

Sonrió y me abrazó. Estuvo a punto de darme un beso, pero yo giré la cabeza con un espasmo veloz, como Gordoloba cuando la desparasitamos. Sus labios alcanzaron mi cara en el cachete, muy lejos de la boca. Se quedó un poco desconcertado.

Pensé en mis amigas de la escuela y en mis amigas imaginarias de la televisión: todas perdidamente enamoradas de alguien. Me costaba trabajo creer que así era como se sentía el amor: medio incómodo, medio tibio.

Aldo quería seguir abrazándome, y para zafarme yo insistí en que quería seguir abriendo regalos. Una piyama, un perfume, el disco de un cantante que no me gustaba…

Entonces, pasó algo extraño.

Oculto entre los demás regalos, había algo del tamaño de un ladrillo, envuelto en periódico. No tenía tarjetita ni moño, y pesaba bastante. Tuve que quitarle tres capas de diarios viejos.

Era un cuaderno. En la portada tenía bordado mi nombre: Julieta. Las hojas eran finas, aunque algunas tenían manchitas: estaban hechas de papel reciclado. En las esquinas, había frases escritas a mano, como en las agendas de pensamientos positivos, con la diferencia de que estas frases sí estaban geniales. Por ejemplo, ésta: “Cuando pronuncio la palabra futuro, la primera sílaba pertenece ya al pasado (Wislawa Szymborska)”. Y esta otra: “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra (Gabriel García Márquez)”.

Yo no tenía la menor idea de quién me había regalado esa libreta. La hojeé para encontrar alguna pista, y luego, al agitarla, salió volando una tarjetita. “Escribe todo”, decía, en letra cursiva, como las frases. Por supuesto, tampoco tenía firma.

Estaba tan emocionada que no vi que Aldo se había ido a sentar al sofá, con cara de aburrido. Tampoco escuché a mi mamá, que en ese momento bajaba a la sala para preguntarnos qué estábamos haciendo.

—Alguien me regaló esta libreta y no sé quién fue —expliqué y mi mamá me vio con extrañeza. También le dedicó a Aldo una mirada de “ya es muy tarde”.

—Vamos a ver —dijo, con cara de sorpresa, lo cual no era bueno: ella odiaba las sorpresas. Pasó los ojos por las frases sin leerlas. Sacudió las páginas, husmeó por todos lados…

—Ya —determinó, un poco molesta—. Ya sé de quién es esta letra.

Se quedó callada.

—¡Dime de quién! —grité.

Ella hojeó una vez más la libreta, dudaba entre decirme o guardar el secreto.

—¡Mamá! —volví a gritar. Mi papá entraba en ese momento a la casa.

—Es la letra de mi mamá —dijo, incómoda—. De tu abuela.

2

Mi abuela. Esa noche pensé en ella. Se llamaba Mariana y yo la había visto pocas veces en mi vida: alguna Navidad, algún cumpleaños… y un día, por casualidad, en el pasillo gourmet de Chedraui.

Es raro cómo funcionan los recuerdos. Algunos son como inventarios: el día que aprendí la tabla del dos, la primera vez que escuché música de Los Beatles, pero hay otros más complicados. No puedo recordar en qué momento exacto supe que mis papás eran mis papás, que yo era yo. Ésos son recuerdos que no empezaron: siempre estuvieron ahí. No se ponen en duda… hasta que sí. “Me llamo Julieta, no tengo tíos, no tengo primos y a mi única abuela casi nunca la veo”. Y, de pronto, la gran pregunta: ¿por qué no la veo?

En casa, nadie mencionó mi libreta, y mucho menos a mi abuela. A mí me daba miedo preguntar. Sentía que cualquier palabra podría provocar un problema.

Estuve distraída en la escuela, pero todos creyeron que el motivo era Aldo. Me veían hojear mi libreta y pensaban que había empezado a componer poemas, pero yo sólo le daba vueltas al misterio: a mi abuela, a su ausencia y a la frase de la primera página, que decía: “Las preguntas realmente serias son aquellas que pueden ser formuladas hasta por un niño (Milan Kundera)”.

Una de esas tardes, me quedé sola en casa. Busqué los álbumes familiares, que vivían abandonados hasta arriba del librero. En ellos, había fotos de cuando yo era niña y un retrato de la boda de mis papás.

También encontré una caja de zapatos con algunos objetos raros: fotos desordenadas, un calcetín de bebé, un folleto de París y un boleto para un concierto de son cubano. Esa caja era tan vieja que le había brotado una capa de moho en los costados.

Reconocí a Mariana en algunas de las fotos. Tenía el cabello corto y usaba ropa de muchos colores y estilos: huipil, overol, vestido de flores, camisa de hombre. Había una fotografía en la que se veía más elegante: traía un saco negro y estaba dando una conferencia ante un auditorio lleno. Al fondo, se leía un cartel: IV Congreso Interamericano de Arqueología.

En algunas fotos, Mariana abrazaba a un muchacho alto. Mi abuelo, probablemente. En otras, ambos cargaban a una bebé de ojos achinados: mi mamá. Soplaban las velitas de un pastel, rodeados de gente desconocida para mí.

Miré las fotos durante horas. Cuando oí el coche de mi mamá, guardé todo con rapidez, como si estuviera haciendo algo malo. Algunas fotos quedaron a la vista. Mi mamá me saludó y pasó de largo, sin hacer preguntas.

Me asomé a su cuarto, se ponía la piyama. Fingió no darse cuenta de que yo la veía. Era su forma especial de correrme sin decirlo.

Ya me iba, cuando me llamó por mi nombre. En la mano traía un papel que sacó de quién sabe dónde.

—Mi mamá y yo no tenemos relación desde hace años… —dijo, acercándose a mí—, pero eso no significa que no puedas tenerla tú. No voy a alejarte de la única familia que te queda.

Tras decir esto, me entregó el papel con descuido, como si me estuviera dando el dinero del lunch. Era la dirección de Mariana: calle y número. Le di las gracias, pero ella ya estaba otra vez fingiendo que no me oía. Se me hizo raro que no viniera un número de teléfono, aunque igual, si la llamaba, no habría sabido qué decirle.

3

La fachada de la casa de Mariana estaba pintada de colores. Pared amarilla, con detalles azules, tejas rojas y un portón verde. Había calcomanías de varios censos y un letrero que decía: “NO PROPAGANDA”. Era la misma letra de las frases.

Un buzón, un farol antiguo, un león de adorno, macetas… Lo que no había por ningún lado era un timbre. Tuve que golpear el portón varias veces.

—¿Quién? —preguntó una voz parecida a la de mi mamá.

—Soy tu nieta —contesté, por miedo a que mi nombre no le sonara conocido. Luego, recordé que ella lo había bordado en la portada de la libreta.

—¿Julieta? —abrió apurada—. ¡Julieta!

Lo pronunciaba raro, como si nos conociéramos más de lo que nos conocíamos. No se veía sorprendida con mi visita, a pesar de que era la primera ocasión que iba a su casa y, sobre todo, tomando en cuenta que pocas veces habíamos cruzado palabra.

Me invitó a pasar. Atravesamos un jardín que parecía que alguna vez había sido un garaje. Tenía ramas adheridas a las paredes y casi no se distinguía el piso.

Cuando entramos a la casa, sentí que cambiábamos de clima, aunque adentro todo era igual de exuberante que afuera. Caminamos entre cajas apiladas y bloques de libros amarrados con lazos.

La sala parecía sacada de un catálogo. Tenía unos ventanales enormes que mostraban el paisaje de los volcanes y, como estaba nublado, parecía que flotábamos en las nubes.

Mariana me invitó a sentarme. Ésa fue la primera vez que la vi con detenimiento. Era más o menos de mi tamaño y teníamos el mismo tono de piel. Sonreía sin mostrar mucho los dientes, en un gesto que le rasgaba los ojos. Tenía mechones negros escondidos entre el pelo gris. Se parecía a mi mamá, y a mí, supongo, y a la vez era completamente distinta.

—¿Por qué no tienes timbre? —le pregunté.

—Prefiero la aldaba —respondió, y como vio que no entendía, me explicó que aldaba era el nombre del león metálico que yo había creído que era un adorno.

A mí siempre me había gustado conocer palabras nuevas, aunque no las usara. En el baño de mi casa había un diccionario y yo me pasaba las horas leyéndolo. Eso molestaba a mi mamá, que no sabía qué tanto hacía ahí adentro.

Mariana se disculpó por el desorden de su casa. Dijo que estaba haciendo limpieza, incluso me mostró sus manos manchadas de mugre.

—No me molesta —contesté—, dice mi libro de Física que el caos es un orden que no hemos entendido. Ella sonrió.

—Qué gusto que estés aquí.

Y entonces comencé a hablar sin poder detenerme, como una bici a la que se le rompieron los frenos. Le di las gracias mil veces por la libreta. Le dije que había buscado en Internet cada frase. Le conté que en la escuela todavía no llevábamos clase de Literatura, pero que a mí me gustaba mucho leer, y que ya había conseguido algunos libros de la libreta para leerlos en el celular. Luego, volví a darle las gracias y a repetir que las frases me habían gustado. Y así estuve no sé cuánto tiempo hasta que ella me interrumpió.

—Cuando no conozcas a un autor —prendió un cigarro—, pregúntame, todavía tengo buena memoria.

Eso fue todo lo que hablamos sobre la libreta. Luego, ella me empezó a preguntar otras cosas: qué hacía, qué pensaba. Fue difícil resumir dieciséis años en tres horas. Le conté que me gustaba andar en bici, ver películas y videos raros en Internet: apariciones de fantasmas y esas cosas. Mencioné los libros que más me gustaban y, por primera vez, no dije mentiras (en mi escuela siempre decía que había leído muchos más de los que realmente había leído, y que me gustaban libros complicados que ni siquiera conocía). Ella me escuchaba con atención, como si yo fuera lo más interesante del mundo.

En algún momento, me ofreció té. No me gustaba, pero no pude negarme cuando vi que lo preparaba con mucho esmero: aplastaba las hojitas en un mortero de mármol y luego las ponía en un colador metálico. No era de bolsita como los que tomaba mi mamá.

Me contó que había sido arqueóloga toda su vida. Eso yo ya lo sabía, por la foto que encontré. Lo que no sabía era que había sido una de las arqueólogas más importantes de México: había descubierto piezas que hoy estaban en museos de todo el mundo. Ella no dijo lo de ser tan importante, pero yo lo deduje por sus historias de excavaciones, cargos públicos y premios.

Me dio pena admitir que no sabía exactamente cómo trabajaban los arqueólogos, pero ella me lo explicó con toda la calma del mundo, como si le estuviera preguntando la hora. Todo lo que decía era interesante y era muy fácil hablar con ella. Me hubiera gustado que mis maestros fueran así.

Me comí todas las galletas que sirvió y ella llenó el cenicero con colillas. Fue un día excelente. En la noche, llamé a mi casa para que alguien pasara por mí. Volví a darle las gracias a Mariana por todo. Nos abrazamos. Habíamos pasado una sola tarde juntas y yo ya la quería como si la conociera de toda la vida.

—Me dejaste sin galletas, chamaca —me dijo, riéndose.

Sonó el claxon de mi mamá y me apuré a guardar mis cosas.

—Vuelve cuando quieras, ésta es tu casa —me dijo Mariana. Tuve ganas de abrazarla otra vez.

El claxon sonó de nuevo.

Mi mamá arrancó el coche sin voltear a ver a Mariana, que nos decía adiós con la mano.

—El cinturón, Julieta.

No hablé con mi mamá en todo el camino. Dejé que mi enojo se fermentara en silencio, como el tepache, pero cuando llegamos a la casa le pregunté por qué no había saludado a Mariana.

—No lo creí necesario —respondió. Lo peor fue el remate—: ¿Vas a querer cenar?

4

Mi mamá no era una persona con la que se pudiera hablar mucho. A ella lo que le gustaba eran las conversaciones prácticas: llegar del punto a al b de la forma más fácil posible. Pregunta y respuesta, sin entretenerse ni disfrutarlo. De hecho, me parecía raro que fuera maestra; le habría venido mejor una profesión en la que no tuviera que interactuar: guardabosques o astronauta.

El día que conocí a Mariana no pude dormir. Siempre había creído que mi árbol genealógico era apenas un arbusto medio pisoteado, y ahora resultaba que se trataba de un árbol enorme: un haya, una araucaria… y no sólo eso, sino que además una de las mejores ramas vivía a minutos de mi casa.

Lo peor era sentir que mi mamá tenía todas las respuestas y que no me iba a soltar ninguna. Y preguntarle a mi papá sería una especie de traición, el viejo truco de acudir al segundo padre cuando el primero no da permiso.

En la escuela, todo lo que hacía era escribir en mi libreta. Me volví una detective de mí misma: debo haber gugleado mi apellido unas cien veces.

Recuerdo muy poco de aquellos días. Sé que Aldo me buscó para darme un beso, sé que lo evité. Sí me daba gusto que fuera mi novio, pero no me daban ganas de juntar mi cara con la suya.

El viernes, me preguntó si podía ir el domingo a mi casa “para hacer algo”. No encontré pretextos para negarme.

Entre que les pedí permiso a mis papás y que simplemente les avisé de mi cita. Mi mamá hizo mueca, pero mi papá sonrió y le dijo:

—Así tú y yo nos ponemos al corriente con The Good Wife… —y a mí me señaló con el dedo—: No le digas a nadie que me gusta The Good Wife.

Me dio risa, y él comentó que era un milagro del cielo que me riera, que hacía años que nadie se reía de sus chistes en ésa, su casa. Mi mamá dijo que no entendía qué era tan gracioso y que mi papá exageraba, como siempre. Me quedé pensando en una de las frases de mi libreta: “La alegría no tiene explicación, no debe tenerla (Sergio Galindo)”.

Llegó el domingo. El que no llegó fue Aldo. Repasé nuestra conversación, lo poco que recordaba. Había dicho “domingo en la tarde” y apenas eran las cuatro… Pero dieron las seis, y nada. Mis papás a cada rato me preguntaban por “mi visita” y me incomodaban. No podía creer que mi novio me acababa de dejar plantada en mi propia casa. Me sentía ridícula.

Dieron las siete. Le mandé un signo de interrogación a Aldo, y yo odiaba los mensajes de signo de interrogación. A los cinco minutos, sonó mi teléfono.

—Hey, Juls… —dijo, en el tono más casual del mundo—. ¿Qué haciendo?

¿Haciendo? No hacía nada, más que esperar.

—Creí que ibas a venir.

—Es que llegaron mis primos para ver el americano —al fondo, se escuchaban gritos, botellas, la tele—… ¿Próximo domingo?

Sólo alcancé a responder que sonaba bien o que estaría bien, o algo por el estilo. Una de esas cosas que se dicen por decir algo. Aldo ni siquiera me escuchó.

—Hey, Juls —se pegó la bocina a la boca para que no lo escucharan—. Un beso.

Colgué.

No estaba enojada. No quería insultar ni patearle la cara a nadie. Sólo me sentía insignificante.

A mis papás les inventé que “mi amigo” había tenido una emergencia. Luego, me encerré en mi cuarto. No tenía ganas de ir a la escuela al día siguiente, pero a la vez sí: quería averiguar si Aldo sentía un poco de pena o si para él era perfectamente normal haberme dejado plantada. Ni siquiera se había disculpado. Maldito Aldo, yo ni había pedido ser su novia.

Esa noche, me dieron ganas de llamar a Mariana.

5

Ese lunes empezó como cualquier otro lunes, pero a media mañana todo cambió por completo. El coordinador académico nos avisó que íbamos a comenzar con los talleres vocacionales.

—El Taller que elijan determinará su futuro —dijo, muy serio—. Las opciones son: Contabilidad… —sacó la hoja donde las tenía apuntadas, porque se le olvidaron— Comunicación y Veterinaria.

Así de reducido era el mundo para hacer nuestra selección.

A mí, el Taller de Comunicación me iba bien, porque me gustaba leer blogs de periodistas, pero ninguno de mis amigos pensaba igual que yo. Algunos querían ser arquitectos o diseñadores. Jorge, uno de nuevo ingreso que había llegado de la Ciudad de México, quería ser mago. Esto era completamente en serio. Un mago profesional, de esos que salen en la tele haciendo trucos en Nueva York. A ellos no les serviría ningún taller.

Aldo se metió a Contabilidad, porque “se le daban los números”. Jorge escogió Comunicación, porque odiaba las otras dos opciones. Solamente un compañero, Iván, escogió Veterinaria. Lo envidié un poco. El maestro López, quien daba el taller, era un veterinario verdadero. Un día, le conté que Gordoloba estaba haciendo un ruido raro y él me dio una tarjeta con su nombre y la dirección de su clínica. Me quedó una impresión muy buena del maestro.

A Iván le gustaban mucho los animales. Sus papás tenían un rancho en Jalcomulco, al que una vez fuimos todos los del salón. Había hortalizas, un estanque y corrales. También un establo con vacas y dos caballos que Iván quería como si fueran sus hermanos; me había contado que diario los cepillaba y que los tenía desde que eran potrillos. La yegua se llamaba Mariposa.

Un día, Iván me dijo que los cochinos eran animales muy inteligentes, incluso más que los perros. Como vio que yo no le creía, me contó una historia que lo demostraba. Dijo que una vez, durante una tormenta muy fuerte, hubo un chispazo en las jaulas donde guardaban a los animales, porque habían tenido una fiesta y se olvidaron de desconectar una extensión de electricidad. Para cerciorarse de que fuera completamente seguro, sacaron a todos: cochinos, chivos, borregos, gallinas y un guajolote, mientras revisaban que no hubiera más cables sueltos. Pero no se fijaron en que la reja principal se había quedado abierta y los animales, asustados por los rayos, salieron corriendo rumbo a la casa. No pudieron entrar. Los mamíferos se quedaron ahí, parados, guarecidos bajo un techito, pero las aves huyeron despavoridas y hubo que perseguirlas. Cuando Iván, sus hermanos, su papá y su tío fueron tras los animales para regresarlos, notaron que hacía falta un marrano. Lo buscaron por todos lados y no aparecía. Por fin, lo encontraron dentro de la casa, acostado en un tapete, muy cómodo y tibio al lado del calentador. Había encontrado la forma de entrar a la casa, siguiendo un camino por el garaje y saltando unas cajas. Luego, había empujado una ventana corrediza y, una vez dentro, había dejado que su intuición (más que su instinto, según Iván) lo guiara hasta un buen lugar. Ninguno de los perros, ni siquiera los más malcriados, habían conseguido nunca acceder a la casa, ese recinto tan anhelado desde afuera.

Después del receso, el coordinador nos pidió, o más bien nos ordenó, que fuéramos a los salones donde tomaríamos los talleres. A los de Comunicación nos tocaba en el de usos múltiples, donde también daban clases de zumba.

Nos recibió una maestra chaparrita y malencarada que dijo llamarse Guillermina. Lo primero que hizo fue enlistar las cosas que no permitiría en clase: teléfonos, iPads, chicles y teléfonos, otra vez. Al hablar, cortaba las frases con un estilo medio militar que daba escalofríos.

—Este taller se debería llamar Comunicación Impresa —no movía ni un músculo, casi ni los labios, al hablar—, porque sólo vamos a bordar prensa.

Alguien pidió que repitiera lo último y ella volvió a decir que bordaríamos prensa.

—La comunicación es compleja, está la comunicación impresa, la visual… —hizo una pausa, ella tampoco podía memorizar más de dos ejemplos— la gramática, etcétera. A mí sólo me interesan los medios impresos: revista o periódico.

Alguien preguntó que si revistas virtuales también.

—Desde mi perspectiva —alzó las cejas para enfatizar que esa necedad de pregunta estaba por debajo de ella—, la computación definitivamente no es más que una moda.

—Entonces, ¿blogs tampoco? —pregunté yo, y su mirada condescendiente fue suficiente respuesta.

Luego se sentó, viendo a la nada, sin parpadear. No supimos si ya nos podíamos ir. Nadie se atrevía a cerrar su cuaderno. Se había quedado muy quieta, sin un gesto, como las iguanas cuando se agarran a los troncos. Parecía que no respiraba; se había petrificado en su escritorio.

Pasaron varios minutos, hasta que de pronto se colgó su bolso y salió del salón. Sucedió tan rápido, que nos quedamos esperando alguna confirmación de que toda esa escena había ocurrido, que no estábamos despertando de un sueño.

6

Llegué fastidiada a mi casa. Dejé sin respuesta la pregunta de siempre: “¿Qué aprendiste hoy, hija?”. Además, ¿qué clase de pregunta era ésa? Como si pudiera contestar con una efeméride.

Después de haber comido, me acosté a rumiar mis múltiples enojos. Gordoloba tuvo la misma idea y se acomodó a rumiar los suyos encima de mi panza. La acaricié y ella acabó clavándome un colmillo.

Al cabo de un rato, tomé la bici. Pensaba salir a carretera, pero se me ocurrió algo mejor.

Tuve que tocar mil veces antes de que Mariana me escuchara. La aldaba no era más práctica que un timbre, aunque sí un tanto más poética, medio vintage.

—¿Quién es? —preguntó desde adentro.

—Yo —respondí. Había aprendido ese hábito de mi papá.

—¡Julieta! ¡Justo a tiempo! —el chillido metálico del portón al arrastrarse me puso la carne de gallina. ¿A tiempo para qué?

Traía el pelo recogido en dos trenzas y una gorra. Tenía puesta una playera enorme que decía EZLN (o mejor dicho, E LN, porque se estaba despintando), y leggings. Parecía una de esas viejitas que andan trotando con ropa brillante y colorida; sólo le faltaba la cangurera.

—Estaba pintando el patio, ¿me ayudas? Te puedo prestar ropa… Perdona que no te salude, estoy muy sudada…

Me sirvió un litro de agua de pitaya y mientras me la tomaba subió a buscarme un pants viejo y una playera igual a la suya. Zapatos, no consiguió.

Bajamos las escaleras hacia el jardín. Era enorme, o se veía enorme, porque tenía árboles altísimos, además de rosales, bugambilias y una hortaliza.

—Perdón por llegar sin avisar.

—Ésta es tu casa, chamaca, no tienes que sacar cita —Mariana usaba ese tono, medio burlón, pero que me hacía sentir en confianza. Era como un zape cariñoso hecho de palabras.

La pared del patio era alta y larguísima, estaba cubierta de hiedra.

—¿Ves esta humedad? —picó una burbuja de pintura que se rompió en pequeñas escamas—. Así es Xalapa, hay que pintar a cada rato.

La verdad era que yo nunca había pintado una casa. Mis papás hacían reparaciones de vez en cuando, pero nunca me pedían ayuda… y yo tampoco la ofrecía. Me dio pena confesarle que era la primera vez que agarraba una brocha.

—No importa, tú haz lo que yo —y comenzó a mover el brazo de arriba hacia abajo, igual que en la película Karate Kid.

Mariana arrastraba la cubeta de pintura conforme avanzábamos. Yo hacía lo posible por ayudarla, pero ella siempre iba un paso delante de mí. Tenía la fuerza de una persona más joven, pero igual me preocupaba que cargara tanto peso, sentía que en cualquier momento se le iba a romper algo, como en los comerciales de la osteoporosis.

—Tranquila, soy vieja pero correosa —me dijo, oliendo mi miedo.

Y después de un rato, me preguntó:

—¿Qué tal va la vida, querida Julieta?

Me gustó que usara esa palabra: vida. Yo estaba acostumbrada a que los adultos, para platicar conmigo, me preguntaran siempre por la escuela: “¿Cómo van las clases?”, “¿qué promedio llevas?”, como si eso me definiera o fuera lo único relevante de mí.

Le conté lo que había estado leyendo, que para mí ésa era la máxima novedad. Había descubierto muchos libros y autores gracias a la libreta. Mi favorito en aquellos días era La oveja negra.

—¡Tito! —exclamó, sonriendo.

—No, no es de ningún Tito, el autor se llama Augusto Monterroso —corregí, sintiéndome muy especial, muy inteligente.

—Sí, sí, Monterroso… Pero le decíamos Tito —explicó ella, intentando no avergonzarme. Luego, se puso a hablar de Monterroso como si lo hubiera conocido.

—Creo que habría sido un excelente tuitero —dije, para reivindicarme con un poco de humor. Y funcionó, porque Mariana se rio a carcajadas.

Me dijo que yo era una “chica observadora” y que cualquier libro que yo necesitara, ella podía dármelo, que no gastara mi dinero en comprarlo.

Yo no había comprado el libro de Monterroso, lo había sacado de la biblioteca de mi escuela. Un gran descubrimiento, porque hasta ese momento yo había creído que la biblioteca era de utilería y que todos los libros eran cajas de cartón pintadas, como las que ponen de fondo cuando algún político va a dar un mensaje.

Mariana se rio de nuevo, pero también se quedó pensando.

—No puede ser tan mala —dijo—, tu escuela.

Entonces, otra vez, me solté a hablar sin parar. Recité mi lista de quejas y sugerencias. Le di un ejemplo: el maestro de Matemáticas, que copiaba los ejercicios dígito por dígito y luego sacaba los resultados de su libro de operaciones, pues ni siquiera podía resolver la resta más sencilla.

—¡Qué barbaridad!

—El otro día le pregunté que para qué estábamos aprendiendo notaciones. Me respondió: “Es el programa de este bloque”.

—Clásico —dijo Mariana, secándose el sudor con la mano.

—Al rato, me mandaron llamar de la dirección para levantarme un reporte.

—¡Un reporte! ¿Por preguntar? —dijo y raspó una cáscara de pintura vieja. Luego se quedó en silencio, metida en sus pensamientos. Yo la miraba de vez en cuando, esperando que dijera algo. Al rato, escurrió su brocha y la dejó por ahí. Estiró la mano hasta la axila de un árbol, donde había guardado cigarros y encendedor. Me hizo señas para que me sentara junto a ella, en el pasto.

—Antes que nada, quiero decirte que es admirable que denuncies lo que te parece injusto…

Supe que a continuación vendría un pero. Y así fue, aunque de una forma más elegante:

—Sin embargo —dijo—, hay tan poca pólvora que no podemos andarla despilfarrando. Tienes que escoger con cuidado tus batallas, querida Julieta.

—¿Mis batallas? —me puse a arrancar pastos, señal de que estaba incómoda.

—Tu profesor no pudo darte una respuesta porque ni él la sabía. Y tú no le haces un bien exponiéndolo. Eres inteligente, Julieta, mira la gran escala.

—No me queda claro si me estás regañando…

—¡Para nada! Creo que eres valiente —tomó mis manos—, y que entenderás esto más adelante… Ahora, si me lo permites, quisiera responder a tu pregunta.

Mariana hablaba mucho y muy claramente, se veía que había estado frente a auditorios miles de veces. Era bonito escucharla.

Me contó sobre su propia escuela, cuando era niña en el Puerto de Veracruz. Pasaba al mercado a comprar fruta a las cinco de la mañana y luego tomaba el tranvía con su hermano. Dos niñitos agarrados de la mano, cruzando la ciudad olorosa a pescado. La escuela en la que los hacían cantar himnos, honrar símbolos, obedecer, siempre obedecer.

Para contar historias, hilaba sus recuerdos con pensamientos más elaborados, como de clase. Por ejemplo, la diferencia entre datos y conocimiento.

—Imagina que tu mente es como una vasija. La función de la escuela es esculpirla, prepararla para recibir cualquier contenido.

Siguió hablando durante un rato sobre muchos temas. Era una de esas escenas que al momento de vivirlas piensas que las recordarás por siempre. Y sí, pero lo que no sabes es que no serás capaz de explicarlo con palabras. Había que estar ahí.

Yo habría querido mudarme a esa casa, hablar con Mariana hasta recuperar los dieciséis años perdidos. ¿Cómo habría sido crecer a su lado?

Cuando terminamos de pintar, ya era de noche y yo había olvidado las luces de la bici, así que le escribí a mi mamá para pedirle que pasara por mí. Me contestó: “Ok”, el cual era uno de sus monosílabos favoritos.

Empecé a despedirme de Mariana.

Mi mamá ni siquiera se bajaría del coche, así que me apuré. Enjuagué las brochas y el rodillo. Luego, nos pusimos a esperar el coche en la banqueta.

—“Lo que decimos pocas veces se parece a nosotros (Jorge Luis Borges)” —dije—. Ésa es la frase que me salió hoy.

Mariana se metió corriendo a la casa, como si hubiera dejado prendida la estufa.

—¡Ya vuelvo! —gritó a lo lejos.

Cuando regresó, traía un libro en las manos. Me lo dio y me pidió que leyera con cuidado el cuento de Funes.

—Es sobre la diferencia entre acumular datos y entender las cosas.

Sonó el claxon de mi mamá. Abracé a Mariana. Yo nunca había sido muy de abrazar a la gente, a lo mucho a Gordoloba… cuando ella me lo permitía.

Estaba poniéndome el cinturón de seguridad cuando noté que mi mamá miraba fijamente el libro, como intentando distinguir el título.

Ficciones, de Jorge Luis Borges —le dije. Ella asintió.

—Es maravilloso —contestó—. Me hubiera gustado ser yo quien te lo regalara.

7

El Taller de Comunicación era pésimo, sin esperanzas de mejorar. La rutina de Guillermina consistía en armar equipos de cuatro y repartirnos periódicos viejos. Una buena idea hubiera sido que distinguiéramos formatos, medidas, pies de foto, pero no. En cuanto terminaba de repartirlos, se sentaba detrás de su escritorio y sacaba su celular. Sus ojos y el movimiento de sus dedos revelaban que estaba jugando Candy Crush. Luego sonaba el timbre y terminaba la clase. Ni una sola interacción entre ella y nosotros.

Por las tardes, yo visitaba a Mariana y la ayudaba con arreglos de la casa. Me gustaba escucharla hablar, cada cosa que yo decía le detonaba recuerdos que se convertían en monólogos, en conferencias sobre cualquier tema: desde los universos paralelos hasta el asesinato de un ruso llamado Trotski. Mariana lo sabía todo. Lo que más me gustaba era que me contara sus propios recuerdos, no sus conocimientos enciclopédicos. De por sí era raro estarla conociendo desde cero, como si no compartiéramos un porcentaje de genes.

Un día, me dijo que le encantaba el olor a pintura vinílica.

—Me recuerda tiempos felices.

Y eso a mí me hizo sentir un poco triste, porque para mí, tiempos felices eran precisamente aquellos, ese instante en específico: las horas acostada en los tapetes polvosos de la sala de Mariana, sorber la espuma del chocolate caliente, admirar la biblioteca que nadie podría leer completa ni aunque viviera mil años.

Pero, de todos modos, le pregunté a qué se refería, de qué tiempos hablaba, y ella se soltó de nuevo con el monólogo. Casi que antes de cada narración, brotaban letras del piso: “VERACRUZ, 1950”, como en las películas de superhéroes.

—Al verano, cuando llegaba la época de pintar la casa. Vestirse la ropa más vieja, sacar los muebles al patio, empapelar con periódico, raspar el salitre. ¿Conoces el salitre de Veracruz? Pintar y pintar hasta acabar la recámara, la estancia, el comedor. Mi mamá preparando refrigerios y mi papá con el rodillo. Y mirar el resultado: las grietas ya no existen. La casa se ve limpia, resplandece junto al piso de loseta; el cuarto que comparto con mi hermano parece que apenas será habitado. ¿Sabes que yo no tuve un cuarto propio sino hasta que me divorcié? Tú tienes un cuarto propio, ¿verdad?

—No sabía —cómo iba a saber—. Sí, tengo un cuarto.

—Me da gusto. Por cierto, recuérdame regalarte ese libro: Un cuarto propio.

Me dieron ganas de preguntarle por qué nunca había estado en mi casa el tiempo suficiente para averiguar si yo tenía un cuarto sólo para mí. Recordé algunas fiestas familiares, su cara en medio de una multitud de gente. Pambazos, pastel, música, Mariana de entrada por salida, incómoda. Ahora la tenía enfrente, y ella actuaba como si no hubiéramos pasado dieciséis años siendo perfectas desconocidas. No paraba de hablar de la pintura vinílica.

—Yo me ofrecí a pintar mi cuarto para ahorrar dinero. Mis amigos del barrio me ayudaron, estaban felices porque tendríamos un lugar más amplio para la chorcha, para hablar con los muertos.

Mariana hablaba un idioma único, hecho de palabras viejas en voz medio cantada; mitad poesía, mitad jarochismos. A veces me envolvía a tal grado, que ni me daba cuenta de que estaba diciendo cosas raras.

—¿Hablar con los muertos?

—Nos gustaba jugar a la ouija. Mi vecino, el negro Ramiro, había perdido a su padre, que se fue de bracero.

Era como ver una película en blanco y negro. Mariana no era tan vieja, parecía fuerte, pero hablaba de cosas que a mí me resultaban muy lejanas. En parte, porque pertenecían a otra época, y en parte, porque yo nunca había oído de esa gente ni de esos lugares. Mi mamá apareció un día en el mundo, desligada por completo de los demás seres humanos. Sin familia ni lazos ni recuerdos.

—Mariana, ¿dónde están tus papás y tu hermano?

—Papá murió en un accidente en la embotelladora. Mamá, veinte años después. ¿Quieres oír algo curioso? Cuando ella murió, nadie reparó en la fecha, hasta que hubo que llenar los formularios del hospital. Dos de abril. Era el aniversario del accidente del viejo. Murieron el mismo día, ¿qué tal eso?

—¿Y tu hermano?

—Ése se murió hace poco, de tristeza.

Esa noche volví a hurgar en las fotos del librero. Les puse rostro a las personas de las que me había hablado Mariana: su hermano y sus papás… mis bisabuelos. Mi mamá había querido olvidarse de todo y de todos, pero las fotos seguían ahí; era un milagro que no las hubiera tirado.

8

El sábado amaneció soleado y yo me quedé un rato sin salir de la cama. Mi cuarto, en el segundo piso, daba a un pequeño jardín: pasto, maleza y dos ficus tan enanos, que sólo bastaba ladear mi cabeza, como los perros cuando no entienden algo, para borrarlos del paisaje. A veces, miraba el cielo azul, sin obstáculos en el horizonte, y me imaginaba que al fondo estaba el mar.

Una frase de la libreta decía: “La poesía no es de quien la escribe, sino de quien la usa (Antonio Skármeta)”. Bajé una película basada en ese libro para verla con Mariana.

Me sentía en un mundo nuevo. Como los niños de Narnia, que un día abren la puerta del clóset y encuentran un universo paralelo. O como Bastian, cuando descubre Fantasía en La historia interminable. Todos tenían algo en común: el mundo que estaban viendo por primera vez era nuevo para ellos, pero había estado siempre ahí, escondido ante sus ojos, pero presente entre las cosas que existen.

Aldo me escribió que me invitaba al cine. Acepté, y luego me dormí otro rato. Cuando desperté mis papás estaban comiendo, platicaban sobre un tope de la avenida central: que si no estaba pintado de amarillo, que si en otros países ya habían prohibido esa clase de topes…

—¿Qué opinas, hija? —preguntó mi papá, al notar mi silencio.

—No he generado una opinión sobre ese tope en particular.

Mi papá sonrió, mi mamá hizo mueca y murmuró: “Qué payasa”.

Acabé mi arroz con plátano en dos bocados. Aldo venía en camino y apenas tuve tiempo de cambiarme de ropa.

Llevábamos meses de conocernos y dos semanas de novios, pero yo igual me sentía muy rara junto a él. No teníamos de qué hablar. Le gustaba contarme capítulos completos de series de televisión y partidos de futbol. Se sabía de memoria los nombres de los jugadores, biografías, precios, las estadísticas de los clubes nacionales y extranjeros. Los cinco datos que menos me interesaban en el mundo. Yo era la peor novia de la historia.

Caminamos junto al lago, incómodos. Hasta los patos platicaban mejor que nosotros. Pensé en cancelar todo: el cine y ser novios, pero cuando estaba a punto de decir algo, Aldo hizo un movimiento como de que iba a besarme… y en ese momento sonó su celular.

—Qué pedo —la voz al otro lado de la línea hablaba muy alto. Scar, un amigo de Aldo, sonó en estéreo: adentro del celular y afuera, porque de repente apareció en la otra orilla del lago y comenzó a caminar hacia nosotros.

Saludó a Aldo, a mí no. Yo me puse a mirar los patos del lago. Hacía un día muy bonito, lo que en términos xalapeños quería decir que no estaba lloviendo.

Scar tenía doctorado magna cum laude en incomodar. Le hablaba a la gente como si todos fueran tontos. El día que inauguraron una tienda de maquillaje, él se acercó a las que estaban platicando sobre eso y les dijo:

—Qué patético que crean que eso les va a quitar lo feas. No sé por qué hay tantas de ustedes, con que hubiera una, sería suficiente.

Con todo, Aldo y él eran muy amigos. Un día, todos los del salón le pedimos que dejara de invitarlo, porque ni siquiera estudiaba con nosotros, pero su respuesta fue tajante:

—Entonces, tampoco voy yo.

Por eso, el día de mi primer beso frustrado, asumí que Scar iba a ir con nosotros al cine.

Caminamos en un silencio todavía más incómodo. Aldo compró tres boletos para la película que él quiso, y entramos.

A media película, Scar empezó a hablar en voz alta. Era como uno de esos niños hiperactivos que patean el asiento de adelante. Le hacía preguntas a Aldo, gritaba lo que pensaba de la película… incluso su celular sonó dos veces, y las dos veces contestó. Hablaba tan fuerte que la gente alrededor comenzó a pedirle que se callara. Primero con el clásico, anónimo: “Shhh”. Luego, más directamente: “¡Silencio!”.

Un señor le tocó el hombro desde atrás. Era un señor educado que, con toda la discreción del mundo, le dijo:

—Hijo, guarda silencio, por favor, queremos ver la película.

—Yo no soy tu hijo, momia. Ya quisieras.

El señor se regresó a su asiento en la oscuridad, sin decir nada, pero cuando Scar quiso hacer otro comentario, no me pude contener y le grité:

—¡Ya cállate! —y salí del cine.

Esperé afuera a que acabara la película. Scar nunca salió: quizá se quedó dentro de la sala para ver otra película. Cuando Aldo apareció estaba furioso conmigo. Me reclamó que había sido muy grosera y no supe qué contestarle. La situación era absurda.

—Ya no quiero que andemos —le dije, con más flojera que enojo.

—¿Qué? ¿Por…?

Me sorprendió que se sorprendiera. ¿No había notado que éramos una pareja terrible? Me pidió que lo pensara mejor y nos fuimos cada quien por su lado.

Yo nunca había tenido novio, pero siempre había imaginado andar con alguien con quien pudiera platicar y que me dieran ganas de bañarme antes de verlo. Las películas me habían enseñado que las parejas son para pasársela bien juntos, no para estar con tipos que te dejan plantada y que luego defienden a un tarado como Scar. ¿Qué clase de apodo ridículo era ése, además? Como el tío malvado de El Rey León.

Al día siguiente, Aldo me pidió que lo volviéramos a intentar. Me preguntó si quería ver la final de la liguilla con él. Le dije que era mejor seguir siendo amigos, que la pasábamos mejor antes de los semibesos. En cuanto colgamos, me puse a llorar, ni siquiera supe por qué.

9

Lo primero que pensé al despertar fue que ese día la escuela iba a estar difícil. La prepa se alimenta de chismes, ése es su combustible siempre renovable, y lo mío con Aldo iba a ser gasolina en promoción.

Tocaba clase de Matemáticas. Pedro Peter lucía especialmente ridículo aquella mañana. Imposible referirme a él como “el maestro Pedro”, porque la verdad era que hacía de todo menos educar. Nunca. Ni por error.

El día que lo conocimos, a principios de semestre, dijo que su nombre era Pedro, pero que con toda confianza podíamos llamarlo Peter (Píter) o incluso Péter. Se presentó con un monólogo que con toda seguridad había practicado frente al espejo.