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Luis Rendueles (Gijón, 1967) es periodista de sucesos e investigación. Trabajó en el diario El Sol, TVE y Antena 3. Fue reportero y subdirector de la revista Interviú y ahora forma parte de El Periódico de Catalunya. En radio copresenta, desde hace diez años, el espacio de «Territorio Negro» dentro del programa Julia en la Onda, de Julia Otero. Fue nombrado Periodista del Año por sus reportajes sobre el secuestro de la farmacéutica de Olot y ganó el premio de la Fundación Policía Española por el programa de radio. Ha escrito, con su compañero Manuel Marlasca, los libros Así son, así matan; Mujeres letales, y Una historia del 11M que no va a gustar a nadie.

 

 

 

En julio del 2011, los canónigos de la catedral de Santiago de Compostela se dieron cuenta de que faltaba el Códice Calixtino, el manuscrito iluminado del siglo XII considerado como la primera guía de viajes del mundo y referente para millones de peregrinos cuando realizan el Camino de Santiago.

El robo del Códice Calixtino, una obra rodeada de misterio, leyendas y controversia desde sus orígenes hasta nuestros días —y de valor incalculable—, conmocionó a toda la sociedad española e internacional.

Para recuperar la famosa reliquia, se puso en marcha un operativo liderado por la Brigada de Patrimonio Histórico. Para su investigación, los policías tuvieron que viajar a Santiago —y también en el tiempo—, al entrar en un mundo gobernado por las leyes de Dios, ejecutadas por el deán, jefe del templo, y sus colaboradores, los canónigos.

Inevitablemente, las pesquisas que el inspector jefe Tenorio y el juez Vázquez Taín hicieron abarcaron todos los rincones más oscuros de la catedral y desvelaron chantajes sentimentales, guerras entre canónigos, acusaciones de homosexualidad y drogas, y permitieron averiguar, además, que había ratones que robaban dinero de los peregrinos desde hacía muchos años ante la «clamorosa desidia» de los sacerdotes, según dictaminó el tribunal que juzgó el caso.

El caso también desveló que la razón para robar el Códice Calixtino no era ni mucho menos la que los investigadores se esperaban.

 

 

 

 

 

 

 

 

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LOS RATONES DE DIOS

Los secretos del robo del Códice Calixtino de la catedral de Santiago

 

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Primera edición: junio del 2019

Para Josep Forment, siempre con nosotros

© Luis Rendueles, 2019

© de la presente edición, 2019, Editorial Alrevés, S.L.

Directora de la colección: Marta Robles

Diseño de la colección: Ernest Mateu

 

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Editorial Alrevés, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a - 08034 Barcelona

www.alreveseditorial.com

ISBN: 978-84-17847-03-6

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

LOS RATONES DE DIOS

Los secretos del robo del Códice Calixtino de la catedral de Santiago

- Luis Rendueles -

Colección dirigida y coordinada por

Marta Robles

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Para todas las personas que cada día
tratan de hacer el bien y ayudar a los
demás, como hizo mi madre, Carmen Bulté.
No hace falta que crean en ningún Dios; si
existe, ellas son su espejo.

Y para Emma, que tantas veces me ha
hecho tocar el cielo.

- . -

 

 

 

 

Soy una tramposa, una mentirosa y una ladrona.
Pero soy decente.

Marnie, la ladrona, de Alfred Hitchcock,
con Tippi Hedren.

- . -

Algo grave ocurrió aquí y ni ellos mismos pueden
justificarse. El principio de autoridad ha desaparecido
y los granujas obran a sus anchas.

Conspiración de silencio, de John Sturges,
con Spencer Tracy.

- . -

¿Puede alguien caminar sobre las brasas
sin quemarse los pies?

PROVERBIOS, 6:28.

- Índice -

Prólogo

Para ser honesto

Hablarán las piedras

¿El Códice... qué?

Entre nazis y videntes

«El ladrón es amigo de Manuel Fraga»

El impenetrable deán

El sexo de los ángeles

Los ojos de Dios

El electricista beato

Los ratones y el queso

No mentirás

Un Lacoste rosa palo

Cuando Manolo casi pierde la vida

Judas, Judas Iscariote

Las zapatillas calientes

Un hombre de acción

Tierras de fariña

Los «efebos» del deán

Un monaguillo en la comisaría

Un tesoro en la basura

Cuando muera el deán...

Secreto de confesión

Señales secretas

Una botella y media de orujo

Ataque al hijo del juez

Sálvame Deluxe

El día D

Todo, menos el Códice

«Lo tenemos»

Cosas de la política

Complot en la catedral

La escritura y el sexo

La baronesa Thyssen

Los pecados de los demás

En el banquillo

Uno de cada cuatro euros

Epílogo

- Prólogo -

Los ratones de Dios es una obra extraordinaria que rezuma tintes de novela gótica trasladada al siglo XXI, aunque se trate de una historia real por completo. La prosa de Luis Rendueles, sólida y brillante, recrea con absoluta maestría uno de los casos más fascinantes de la crónica negra reciente: el robo del Códice Calixtino. El recorrido por la catedral de Santiago de Compostela, de la mano de personajes insólitos, con trastiendas más que sospechosas, supone una aventura inesperada para el lector, que se ve atrapado en ella, sin remedio, como una mosca en una tela de araña. Poder conocer los entresijos de una historia de estas características, acudiendo a las fuentes principales y revisando los detalles más inimaginables, supone un privilegio, pero más aún si se hace a través de una narración de tantísima calidad como la que nos ofrece este periodista y escritor. Rendueles, sin ninguna duda, contaba con un interesante argumento del que tantos deseábamos saber más de lo que se había publicado en los medios de comunicación; pero la manera de desarrollarlo, la estructura, el ritmo, el lenguaje y esa mirada tan personal convierten el propio texto en una joya. Toda mi admiración para este compañero amigo, que tanto suma a la colección de sinficción.

MARTA ROBLES

- PARA SER HONESTO -

Este libro es un retrato de la investigación policial que permitió recuperar el Códice Calixtino (ver página B) para la catedral de Santiago, Galicia y el mundo entero. La narración se basa siempre en documentos policiales y judiciales. También, en las entrevistas personales que mantuve con los protagonistas de esta historia. Algunos otros han preferido no hablar. Todo lo que aquí se cuenta ocurrió en aquel año de lucha por encontrar el Calixtino. Solo me he permitido la licencia de reconstruir algunos diálogos, que en los textos originales que he consultado estaban en estilo indirecto, para dar mayor viveza a la narración. En otros casos se traslada la conversación de fuentes directas de algunos de sus protagonistas.

Algunos detalles sobre ratones y hombres que pululaban por la catedral y fueron descubiertos por los investigadores se han omitido para no dañar a inocentes.

Mi agradecimiento al juez Vázquez Taín y a la inspectora Ana, que me ayudaron a entender sus aciertos y sus dudas durante aquellos doce meses de búsqueda. También a otras personas que han colaborado conmigo y cuyos nombres han pedido que no figuren en este libro.

También a Isabel, hija de Cristóbal y Concha, que me dejó su tiempo para ayudarme con los miles de folios de la documentación del caso.

Gracias a Carlota Lafuente, mi compañera, que sufrió el proceso de creación de este libro y fue corresponsal artística, colaboradora y primera editora del texto.

Gracias a Luis el Parrochu, un viejo abuelo de Gijón que siempre saca una sonrisa a la vida, y a veces la contagia, no importa lo dura que sea o cómo te golpee. Siempre he contado con su cariño, su fuerza y su apoyo. Los últimos diez años he aprendido también a comprender sus debilidades, como él aguanta las mías, y apreciar su ternura.

Los ratones de Dios no podría haber nacido sin la ayuda decidida y sincera de Antonio Tenorio, viejo policía asturiano que fue generoso en el tiempo y la palabra con el autor hasta un punto de que este tiene una deuda con él que no podrá pagar. Conociéndolo, sé que no le gustará verlo por escrito, pero es así. Y así debe quedar constancia. En tinta y, si fuera posible, en piedra.

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HABLARÁN LAS PIEDRAS

Las campanas iban a tañer imperiales aquel mediodía. Como siempre. La catedral de Santiago de Compostela es el corazón de Galicia. Tiene vida propia desde que Alfonso VI aprobó su construcción, en el año 1075 de nuestra era. Los reyes y los gobernantes pasan. Los siglos pasan, se deshacen bajo su piedra, bajo el granito colocado allí desde hace casi mil años. Tempus fugit. Ni siquiera las tropas de Napoleón Bonaparte que invadieron España en 1808 pudieron acabar con la morada del apóstol, aunque, eso sí, se llevaron el botafumeiro original. La catedral de Santiago tiene vida propia y también tiene moradores, los señores del templo: son los canónigos (ver página A), de diez a quince hombres que viven y mueren allí, que gobiernan entre pasillos, dependencias privadas y escaleras de caracol la vida del gigantesco y sagrado edificio. Los canónigos del cabildo son hombres casi todos mayores de ochenta años. Ellos guardan los secretos de uno de los lugares más importantes del cristianismo, al que cada año miles de personas acuden en peregrinación para dejar allí pecados, promesas y dejar también mucho dinero, papel moneda de todo el mundo en forma de ofrenda.

La mañana del 4 de julio del 2011, san Laureano y santa Isabel, mientras las campanas del templo anunciaban el mediodía en Santiago de Compostela, un hombre de pasos tranquilos cruzó el claustro, dejó atrás la formidable biblioteca y entró en el archivo de la catedral en dirección a la cámara acorazada. Las llaves de la caja fuerte estaban puestas. Miró hacia el piso superior. Nadie podía verlo. A su merced estaba el manuscrito encuadernado. Apenas treinta centímetros de largo y veintidós de ancho. Lo cogió, lo metió bajo sus ropas y salió de allí con los mismos andares tranquilos. Cruzó el claustro, llegó a la sacristía y se confundió con el resto de las almas que aquel lunes de verano poblaban la catedral.

Muy pronto, la vida de Santiago de Compostela y la de los canónigos, la de los sacerdotes, los sacristanes, los archiveros y la de todos los habitantes del templo iba a ser sometida a la mayor investigación de su historia. Muy pronto llamarían a la puerta de la catedral los forasteros, los bárbaros, esta vez encarnados en policías, los mejores especialistas de la Policía Nacional, llegados desde Madrid. Aquellos hombres y mujeres iban a descubrir sus pecados, veniales algunos y capitales otros. Y cuando lo hicieran, hasta las piedras tendrían que hablar. Aunque algunos trataron de resistirse.

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- CAPÍTULO 1 -

¿EL CÓDICE... QUÉ?

La semana había empezado tranquila para Ana, la inspectora de uno de los grupos de la Brigada de Patrimonio Histórico de la Policía Nacional. La terrible crisis económica ocupaba las conversaciones de policías y delincuentes; el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, se estaba muriendo en Cuba; Alberto de Mónaco se había casado por fin y Rafa Nadal no había podido con Novak Djokovic en la final de Wimbledon. Aquella jornada tranquila cambió por completo cuando sonó el teléfono de Ana. Lo que le comunicaron iba a cambiar su vida y la de sus compañeros durante casi un año. Al otro lado, Ana escuchó el acento gallego de un inspector jefe destinado en la comisaría de Santiago de Compostela que le decía algo increíble: «Han robado el Códice Calixtino». Cuando su compañero colgó, Ana sabía que tenía que llamar inmediatamente a su superior, el inspector jefe Tenorio, un veterano policía asturiano que estaba esos días postrado en la cama de un hospital. Los dos investigadores supieron de inmediato que aquello iba a ser una bomba.

Desde que Ana se lo comunicó a su jefe, las llamadas y las conversaciones sobre el robo en la catedral de Santiago fueron subiendo en la cadena de mando de la policía y de los políticos. De los sencillos muebles y pasillos donde trabajan Ana y los suyos en la central de policía de Canillas, el mensaje sobre lo que había ocurrido en Santiago viajó a despachos con moqueta y aire acondicionado. En esos territorios, a veces, hacía falta dar algún detalle más para ayudar a entender la trascendencia de lo que había ocurrido en Galicia, una noticia que iba a llegar a todo el mundo:

—¿Que han robado el Códice qué?

Calixtino, el Códice Calixtino.

Los investigadores de Patrimonio Histórico ya saben que a veces la mejor manera de explicar a un político o a un periodista la importancia que puede tener el robo de una obra de arte no es facilitar datos técnicos sobre su contenido, su historia o su relevancia artística. Lo más eficaz para no andarse con zarandajas es traducir esa obra de arte desaparecida a dinero, ponerle un precio.

—Han robado el Códice Calixtino, estaba en la catedral de Santiago de Compostela. La última vez que lo aseguraron valía más de mil millones de pesetas, unos mil doscientos millones. Ahora hay quien dice que vale cien millones, pero de euros.

A veces, como ocurriría en el caso del Códice, para explicar el valor de lo robado a algún profano un tanto obtuso, los policías de Patrimonio se permitían alguna licencia, alguna comparación un tanto excesiva.

—Es como si alguien se llevara Las Meninas del Museo del Prado.

Con esos dos mensajes, ya no hizo falta decir más.

El Códice Calixtino es un manuscrito iluminado del siglo XII que está considerado como la primera guía de viajes del mundo y que sirve de referente a miles de peregrinos cuando hacen su camino de redención hacia Santiago de Compostela. «Iluminado» quiere decir que sus autores lo decoraron con oro, plata, bordes, letras capitulares o cualquier clase de ilustraciones. Los expertos creen que lo escribieron hasta tres pares de manos diferentes. El manuscrito mide casi treinta centímetros de largo y veintidós de ancho. Son 225 folios de pergamino que conservan la paginación original, escrita en números romanos. El Calixtino fue encuadernado entre 1964 y 1966 en la Biblioteca Nacional de Madrid para evitar su deterioro. Se hizo, según los expertos, en un volumen en piel imitando las técnicas mudéjares. Y se utilizó una costura española, con un hilo de grosor de cincuenta gramos sobre cuatro nervios de cáñamo.

Desde entonces, el Calixtinus se guardaba siempre en una sala acorazada de la catedral de Santiago. Allí pasaba los años casi como un delicado recién nacido: apoyado sobre un cojín, con un paño que lo cubría. Todos los días se medían las condiciones de humedad y temperatura en las que estaba el preciado manuscrito para que no corriera ningún riesgo. El libro se mantenía entre el cincuenta y tres por ciento de humedad relativa en el mes de febrero hasta el sesenta y cinco por ciento en el mes de mayo. En cuanto a la temperatura, el Códice dormía entre los trece grados de febrero y los veintiuno propios de las tardes de verano gallegas. Todo estaba controlado para evitar que sufriera daños. Para poder verlo, había que solicitar un permiso especial. Muy pocos investigadores que acudían a Santiago lo conseguían por el conducto oficial.

No es un libro viejo más, el Códice Calixtino. Es una obra rodeada de misterio, leyendas y controversia desde sus orígenes hasta nuestros días. Su autoría, su fecha de escritura y los fines que perseguían quienes lo crearon están difuminados, quién sabe si de forma intencionada, entre la bruma. Los folios están escritos sobre piel de ovejas a las que se les arrancaba el pelo, que luego se pulía con piedra pómez. De esta manera se obtenía un material flexible, pero que no se descompone con los años ni sufre la temible invasión de hongos que destruyen el papel.

Los códices son libros escritos a mano por calígrafos especializados y están iluminados con tintas de vivos colores. En el caso del Calixtino son rojos, verdes, azules y dorados. Su autoría fue atribuida, sin mucho fundamento, al mismísimo papa Calixto II, muy relacionado con Santiago de Compostela porque su hermano, Raimundo de Borgoña, estaba casado con la reina doña Urraca. El de Borgoña fue uno de los nobles del sur de Francia que había llegado a España buscando hacerse con un nombre y fortuna en las guerras contra los musulmanes. Tenía excelentes relaciones con la abadía cisterciense de Cluny y, tras su boda con doña Urraca, montó una verdadera corte en Galicia. Don Raimundo, ya conde de Galicia, era quien nombraba los obispos. Y así hizo con su antiguo escribano y secretario, don Diego de Gelmírez, futuro arzobispo de Santiago y que fue quien coronó en la catedral al hijo de Raimundo y doña Urraca, el infante Alfonso VII. Quizá por este parentesco directo —el nepotismo es una costumbre milenaria— el papa Calixto II fue un gran benefactor de la catedral, y elevó a Santiago a dignidad arzobispal.

Ya en aquella época, hace casi mil años, los poderosos de Santiago cometían algunos pecados capitales. Don Raimundo tuvo un hijo ilegítimo con una princesa mora llamada Zaida, un bastardo al que no reconoció hasta diez años después de su nacimiento. Finalmente, el conde de Galicia murió en 1106, poco después de legar un monasterio a su amigo y colaborador Gelmírez. Raimundo de Borgoña está enterrado para la eternidad en la capilla de las Reliquias, construida en el siglo XVI en la antigua sala capitular, un viejo lugar de reunión del cabildo de sacerdotes que gobernaba el templo. Aquellos fueron años de oscurantismo y milagros. Relatos de peregrinos que visitaron Santiago en el siglo XVIII, como Nicola Albani, afirmaban que en la capilla había ampollas con sangre de san Genaro, el patrón de la ciudad italiana de Nápoles, y hasta dos frascos más: uno estaba lleno de las lágrimas que había vertido la Virgen María tras la muerte de su hijo y otro contenía la propia leche salida de los pechos de la Inmaculada.

Todo indica que lo de atribuir al Papa la autoría del Códice Calixtino fue una maniobra medieval destinada a dar prestigio al libro —el marketing y los negros que hacen el trabajo sucio de algunos escritores tampoco son inventos modernos—. Su grafía es la letra minúscula francesa y el tipo de escritura va variando a lo largo del libro. Los expertos creen que quien escribió la mayor parte del Calixtino fue un clérigo francés llamado Aymeric Picaud, que supuestamente lo llevó en persona hasta Compostela para tratar de redimir su alma pecadora.

Picaud había nacido en Parthenay, un pueblo cercano a Poitou, propiedad de la abadía de Cluny, cuya iglesia está dedicada a Santiago. Pero es dudoso que un simple clérigo fuera capaz de tal despliegue cultural y se apunta al arzobispo Gelmírez, a quien Picaud habría acompañado en una peregrinación, como el verdadero impulsor de la obra, el alma del Calixtinus. Atribuirle una autoría francesa, de donde procedían entonces la mayor parte de los peregrinos que llegaban a Santiago, también pudo ser otra maniobra publicitaria, porque le dio trascendencia internacional y ayudó a su difusión y su popularidad.

El Calixtino está dividido en cinco partes. El tópico habla de que es la primera guía turística del Camino de Santiago, pero es mucho más que eso. Es toda una estratégica campaña de promoción del culto jacobeo, que sirvió para convertir a Compostela en la segunda capital del cristianismo, solo por detrás de Roma. Fue el instrumento de un fabuloso despliegue propagandístico orquestado por el audaz arzobispo Gelmírez, según apuntan algunos estudiosos, para convertir la catedral gallega en la diócesis más importante de España y competir incluso con el Vaticano. Gelmírez había estado allí y trató de imitar en su sede compostelana lo que había visto en Roma.

La cabeza que ideó el Códice fue la de un personaje extraordinario. Don Diego de Gelmírez era un inteligente estratega, con sagacidad y diplomacia sobradas para conseguir cada vez más poder sin indisponerse con el Papa, con otras iglesias del reino ni con sus monarcas correspondientes. El arzobispo de Santiago acuñaba moneda, administraba justicia, recaudaba las abundantes riquezas que dejaban los peregrinos y ejercía todo el poder, el eclesiástico y el político, en Galicia.

La catedral iba a ser el legado de Gelmírez, del mismo modo que el Códice fue su campaña de promoción, su «marca Compostela» particular. Todo en el Calixtino es algo más de lo que parece a simple vista. Tiene un trasfondo destinado al enaltecimiento de Santiago, una ciudad construida para la catedral. El primero de los cinco libros, que ocupa las tres cuartas partes del total, respondía a la necesidad de dar contenido a lo que se predicaba en la seo. Hasta ese momento, en España existía un rito propio visigodo, que fue sustituido por el romano tras la reforma gregoriana. Así que había que crear nuevas oraciones, nuevas lecturas, sermones, homilías y cánticos para decir en las misas, las celebraciones y también en el ofertorio, durante las comidas. Era una forma de reivindicar que en España se estaba a la última en cuanto a las tendencias católicas del momento.

El segundo libro detalla los veintidós milagros atribuidos al apóstol Santiago, en los que fue favoreciendo a cristianos de toda latitud: castellanos, catalanes, franceses, de la Borgoña, de Italia, de Grecia... «El abrazo de Santiago abarca a todo aquel que lo invoca», reza la tradición.

El tercer libro del Calixtino cuenta el traslado en barco del cuerpo del apóstol Santiago desde el puerto de Jafa, en Palestina, hasta Iria, en la gallega ría de Padrón. La narración reivindica la validez del hallazgo del sepulcro de Santiago en tan remoto paraje del noroeste de la península ibérica en el siglo IX. Según la leyenda, un lugareño guiado por una lluvia de estrellas que caía sobre un punto concreto descubrió el sepulcro y el lugar comenzó a llamarse Campus Stellae («campo de estrellas», Compostela) y a ser objeto de peregrinación.

El cuarto es el llamado «Libro de Turpin», una crónica atribuida al arzobispo de ese nombre en la que se narra la campaña llevada a cabo por Carlomagno para liberar de los sarracenos a Galicia y otros territorios de lo que hoy es España. En esas lides estaba el emperador cuando el apóstol Santiago se le apareció y se le presentó así, según el Calixtino:

—Yo soy Santiago apóstol, discípulo de Cristo, hijo de Zebedeo, hermano de Juan el Evangelista, a quien con su inefable gracia se dignó elegir el Señor, junto al mar de Galilea, para predicar a los pueblos; al que mató con la espada el rey Herodes, y cuyo cuerpo descansa ignorado en Galicia, todavía vergonzosamente oprimida por los sarracenos. Por esto me asombro enormemente de que no hayas liberado de los sarracenos mi tierra, tú que tantas ciudades y tierras has conquistado. Por lo cual te hago saber que así como el Señor te hizo el más poderoso de los reyes de la Tierra, igualmente te ha elegido entre todos para preparar mi camino y liberar mi tierra de manos de los musulmanes, y conseguirte por ello una corona de inmarcesible gloria. El camino de estrellas que viste en el cielo significa que desde estas tierras hasta Galicia has de ir con un gran ejército a combatir a las pérfidas gentes paganas, y a liberar mi camino y mi tierra, y a visitar mi basílica y sarcófago. Y después de ti irán allí peregrinando todos los pueblos, de mar a mar, pidiendo el perdón de sus pecados y pregonando las alabanzas del Señor, sus virtudes y las maravillas que obró. Y en verdad que irán desde tus tiempos hasta el fin de la presente edad. Ahora, pues, marcha cuanto antes puedas, que yo seré tu auxiliador en todo; y por tus trabajos te conseguiré del Señor en los cielos una corona, y hasta el fin de los siglos será tu nombre alabado.

Según el arzobispo Turpin, el apóstol se apareció dos veces más a Carlomagno, que reunió los ejércitos y entró en España para combatir a los infieles. Fue conquistando ciudades y llegó a Galicia, donde pasó tres años y donde enriqueció la por entonces «basílica de Santiago» antes de salir de España cargado de oro y plata.

El quinto libro del Calixtino, el más conocido y abiertamente propagandístico, es una guía del camino para los peregrinos a Compostela, en la que se ofrecen informaciones prácticas para quienes deseen emprenderlo: posibles rutas, poblaciones importantes en el trayecto, aguas para refrescarse, hospitales para los enfermos y peligros para los peregrinos. Menos conocidas, pero una de las joyas que contiene el Códice, son sus páginas musicales: composiciones gregorianas para varias voces que convierten al manuscrito en el primer repertorio polifónico de la historia. Casi todas están al final del quinto libro, en un apéndice.

En cuanto a su valor material, dos técnicas en restauración del Archivo del Reino de Galicia, Eva García Amador y Águeda Guardia Peragón, diplomadas en Restauración de Documento Gráfico, realizaron después del robo un informe junto a la directora del archivo, Carmen Prieto. El manuscrito tiene un «incuestionable valor histórico, cultural y artístico». Es único y fue el primero, del que muy pronto se hicieron copias, como el Códice de Ripoll, conservado en el Archivo de la Corona de Aragón, la copia que se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Salamanca, escrita a dos columnas en lugar de a una como el Calixtino. También hay una copia posterior en el British Museum, en Londres, que alguien realizó en Santiago hacia el año 1330. Es muy parecido al de la catedral, pero le faltan algunas de las piezas musicales. En el Archivo de San Pedro, en el Vaticano, se conserva un Códice, que se cree que fue copiado en Compostela en la segunda mitad del siglo XIV. Tiene los mismos cinco libros que el original, pero le falta el apéndice final con la polifonía.

La única valoración objetiva en dinero del Calixtino se había hecho muchos años atrás, en 1993, cuando los sacerdotes que gobernaban la catedral habían decidido suscribir un seguro antes de enseñar el manuscrito en una exposición abierta al público. En aquel momento, el seguro lo valoró en doscientos millones de pesetas. Dieciocho años después, el mercado del arte había cambiado mucho. Las tres expertas del Archivo del Reino de Galicia estudiaron también otro libro de la catedral, llamado el Tumbo A. Se trata de un documento de la misma época del Calixtino, redactado entre los años 1129 y 1255, y que recoge los distintos privilegios que los reyes fueron concediendo a la catedral compostelana. En el 2008, cuando formó parte de una exposición conmemorativa de los ochocientos años de la carta de foro del rey Alfonso IX a la ciudad de La Coruña, ese libro había sido valorado en seis millones de euros para firmar la póliza de un seguro. Y el Calixtino tenía, según las expertas, «una dimensión más amplia». No se podía entender el «fenómeno jacobeo» ni la «dimensión del camino de peregrinación a Santiago de Compostela sin el Códice Calixtino». Así que las tres mujeres pusieron un precio «de partida» para la obra robada: el Calixtino valía, como mínimo, siete millones de euros. Fueron muy prudentes. Otros expertos que lo valoraron después lo tasaron alrededor de los cien millones de euros.

En Madrid, el inspector jefe Antonio Tenorio seguía postrado en un hospital cuando la inspectora Ana y dos comisarios fueron a verlo. Al borde de su cama se colocaron los comisarios Pacheco y Castro, los responsables de la UDEV (Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta), ambos veteranos maderos con decenas de asesinatos, secuestros y otros crímenes resueltos en su mochila y que a finales de ese año iban a tener que encargarse del asesinato de Ruth y José Bretón, los niños de Córdoba que fueron quemados vivos por su padre.

Hasta aquella mañana de verano, el Códice, toda una joya medieval, era un tema de conversación reservado a iniciados, solo para eruditos, pero aquella traducción del Calixtino a dinero había funcionado y los políticos estaban dispuestos a dar muchos medios a la investigación, de forma que el asunto lo iban a llevar, además de agentes especializados en robos, los hombres y mujeres de Patrimonio Histórico. En aquella investigación iban a estar los mejores. Y Tenorio, el jefe de esa brigada, no podía levantarse de la cama para dirigirlos, ni para ir siquiera a la catedral. Era la tercera vez que lo operaban de una hernia discal entre la L3 y la L4. La espalda lo mataba. No podía ni andar. Lo que no habían conseguido los etarras cuando era un joven policía recién salido de la escuela, lo hacían sus vértebras. El caso más importante, al menos el que más presión iba a traer encima de su etapa en la Brigada de Patrimonio, lo cogía a punto de jubilarse y, como decía él mismo con su humor socarrón, cuando estaba «metido en boxes», como un coche averiado, como le ocurría mucho ese año a su paisano Fernando Alonso, entonces en Ferrari.

En Galicia, el hombre que iba a dirigir la investigación del robo del Códice Calixtino aún no lo sabía. Sus amigos lo llaman Toño y aquella mañana conducía como cada día desde La Coruña hasta Santiago de Compostela para ir al trabajo. Llevaba puesta la radio y así se enteró del bombazo que sacudía su ciudad y su comunidad. Cuando el magistrado José Antonio Vázquez Taín entró en el juzgado de Santiago que dirige, el número 2, sus trabajadores, que saben que al juez le va la marcha, no pudieron evitar darle el pésame: «Mala suerte, no le ha tocado lo del Códice». El caso había entrado en otro juzgado. Pero a la hora de la comida le comunican una novedad inesperada: la jueza de guardia ha terminado las diligencias sobre el robo y el caso pasa a reparto entre los magistrados de Santiago. Esa tarde, Vázquez Taín pensó que sus compañeros estaban de broma cuando le dijeron que en su despacho había gente esperándolo para una reunión urgente. Era un asunto muy gordo. Era el Códice Calixtino.

En aquellas horas, la idea que difundieron algunos medios de comunicación era que lo más probable es que el manuscrito estuviera ya fuera de España. El inspector jefe Tenorio les pidió a sus superiores que en las investigaciones, además de policías expertos en robos, participara gente escogida de Patrimonio. Dentro de esa gente tenía que estar Carlos, un tipo concienzudo, y sobre todo la inspectora Ana, una policía más técnica de su total confianza. El jefe Tenorio llevaba en la policía toda la vida y sabía que Carlos y Ana eran los mejores para dar con el ladrón y recuperar el Calixtino. Si hubiera que tirar una puerta abajo para liberar a un secuestrado, posiblemente habría elegido a otros compañeros, pero para esa operación ellos eran los más indicados. Los dos comisarios aceptaron y desde entonces Ana iba a ser los ojos y las manos de Tenorio, que estaría aún varios días inmóvil en una cama de hospital y varios meses más con la espalda doblada, casi sin poder caminar ni viajar, confinado entre su despacho y su casa de Madrid.

Dentro de la catedral de Santiago, los hombres del templo retrasaron todo lo que pudieron la comunicación a la policía de lo que estaba pasando. Pero veinticuatro horas después del descubrimiento del robo, cuando ya habían removido todos los rincones de la cámara acorazada y el Códice no aparecía, decidieron por fin ir a poner la denuncia. Lo hizo el canónigo jefe del templo, en la comisaría de la Policía Nacional de Santiago, el 6 de julio del 2011 a las siete menos cuarto de la tarde. Allí, don José María Díaz Fernández, deán y archivero mayor de la catedral, máximo responsable de los documentos contenidos en la biblioteca, iba a contar que el día anterior un archivero medievalista lo había avisado de la falta del libro. El manuscrito que no estaba era precisamente el preferido del deán, pero, aun así, el culto y poderoso anciano no sabía desde cuándo no estaba en su lugar, desde cuándo faltaba de aquella cámara de seguridad.

La policía española avisa inmediatamente a Interpol, la Organización Internacional de Policía Criminal que conecta a fuerzas de seguridad de todo el mundo para resolver delitos sin que las fronteras los frenen. En menos de dos horas, 192 países estaban advertidos del robo del manuscrito de Santiago. También se había colocado ya una imagen del Codex Calixtinus con sus principales datos en la base de datos de las obras de arte robadas de la policía, conocida como Dulcinea, la amada de don Quijote, para que estuvieran avisadas las asociaciones y gremios de anticuarios, por si al ladrón se le ocurría ofrecer el manuscrito por ahí. Se establecieron inmediatamente controles policiales a la entrada y salida de Santiago, una especie de operación jaula.

Un helicóptero de la policía sobrevuela esa tarde la catedral. Y suena la primera voz de alarma. Desde el cielo, el piloto advierte que el templo tiene una ventana rota (ver página D).

Durante aquellas pasadas en vuelo de reconocimiento sobre la seo, lo que vio el piloto del helicóptero de la Policía Nacional fue algo muy parecido a los paisajes que los turistas disfrutan cuando pagan diez euros para realizar la ruta sobre los tejados del templo, una visita guiada denominada «Cubiertas de la catedral». Desde el palacio arzobispal de Gelmírez, un edificio contiguo a la seo, hay que subir por una estrecha escalera de 105 peldaños que lleva a las cubiertas, justo por detrás de la fachada del Obradoiro. Un paseo por las losas de granito macizo permite contemplar muy de cerca las torres de la Carraca y de la Campana, la torre del Reloj o de Berenguela y el claustro gótico-renacentista a través del cual el ladrón había accedido al archivo donde se guardaba el Calixtino. Pero aquella ventana rota de la catedral descubierta por el policía del helicóptero iba a ser la primera pista falsa. El cristal llevaba bastante tiempo así y la entrada de esa zona del templo no está cerca del lugar del robo. Ni siquiera hace falta romperla para llegar al Códice, mucho menos para salir de allí. Era la primera prueba de que nada iba a ser fácil en esa operación. El mismo Códice Calixtino lo explica. Todo son recovecos, lugares más o menos escondidos. La catedral de Santiago y sus moradores van a ser un laberinto para los investigadores.

Las vidrieras que hay en la misma catedral son 63. En cada uno de los altares del ábside hay tres. En el cielo de la iglesia alrededor del altar de Santiago hay cinco ventanas, por las que el altar del apóstol se ilumina. Arriba, en el triforio, hay 43 ventanas.

Mientras en el lugar del robo los agentes de la policía científica comprueban que nadie ha forzado las puertas del archivo ni tampoco la cerradura de la caja fuerte, la inspectora Ana y tres policías más viajan a Santiago de Compostela. Antes de salir del complejo policial de Canillas, en Madrid, le piden a un compañero que compruebe dónde está Ziska, al que algunos han bautizado como el Usain Bolt de los ladrones de arte. Un robo tan audaz como el del Códice puede llevar su marca. Es un tiro al aire, pero los policías están acostumbrados a las sorpresas y uno de sus primeros mandamientos es comprobarlo absolutamente todo en cada caso, no vaya a ser... Usain Bolt, el nombre del extraordinario atleta jamaicano, el hombre más veloz del mundo, es como en el gremio de los de Patrimonio llaman a Zsolt Vamos. El hombre es en realidad un ciudadano húngaro, antiguo vendedor de coches usados, que se había casado con una mujer de República Dominicana, se instaló luego en ese país caribeño y había robado en España hasta sesenta y siete mapas, la mayoría del siglo XVI, en bibliotecas de Soria, Toledo, Valladolid, Logroño y Pamplona, donde había sido finalmente detenido en el 2009.

Ziska o Usain Bolt usaba muchos nombres falsos, se hacía pasar por investigador de libros antiguos y era audaz. Había sido capaz de asaltar el mismísimo monasterio de El Escorial. De allí se había llevado un planisferio desplegable de Ptolomeo, astrónomo, matemático y geógrafo del siglo I d. C. que creó los primeros mapas del mundo conocido. Algunos policías admitían en voz baja que, en lo suyo, Ziska era todo un artista. Usaba las ballenitas que hay en los cuellos duros de algunas camisas como pequeñas cuñas o cuchillas con las que cortaba los documentos de los libros que expoliaba. De esa forma, evitaba los detectores de metales al entrar y salir de las grandes bibliotecas.

Los policías comprobaron muy rápido que Ziska, que aquellos días aún estaba reclamado por un juzgado español y tenía prohibido salir del país por su último robo conocido, andaba de vacaciones por Torremolinos cuando el Calixtino se había esfumado. Así se lo transmitieron a Ana, antes incluso de que llegara a la capital de Galicia aquella noche de julio. La inspectora ya conocía de antes la catedral y Santiago era una de sus ciudades favoritas. El manuscrito que había desaparecido, el Códice Calixtino, dibuja así en su libro quinto lo que sentían los peregrinos medievales cuando se acercaban al final del Camino y ante sus ojos asomaba la ciudad:

Entre dos ríos, uno de los cuales se llama Sar y el otro Sarela, está situada la ciudad de Compostela. El Sar está al oriente, entre el Monte del Gozo y la ciudad; el Sarela está al poniente. Siete son las entradas y puertas de la ciudad. La primera entrada se llama Puerta Francesa; la segunda, Puerta de la Peña; la tercera, Puerta de Subfratribus; la cuarta, Puerta del santo Peregrino, la quinta, Puerta Fajera, que lleva a Padrón; la sexta, Puerta de Sussanis; la séptima, Puerta de Mazarelos, por la cual llega el precioso vino a la ciudad.

En esta ciudad suelen contarse diez iglesias, entre las que brilla gloriosa la primera, la del gloriosísimo apóstol Santiago el de Zebedeo, situada en medio; la segunda es la de san Pedro, apóstol, que es abadía de monjes, situada junto al camino francés; la tercera, de san Miguel, llamada de la Cisterna; la cuarta, la de san Martín obispo, llamada de Pinario, que también es abadía de monjes; la quinta, la de la Santísima Trinidad, que es el cementerio de los peregrinos; la sexta, la de santa Susana, virgen que está junto al camino de Padrón; la séptima, la de san Félix, mártir; la octava, la de san Benito; la novena, la de san Pelayo, mártir, que está detrás de la iglesia de Santiago; la décima, la de santa María Virgen, que está detrás de la de Santiago, y tiene un acceso a la misma catedral, entre el altar de san Nicolás y el de la Santa Cruz.

(Códice Calixtino)

Santiago, la Jerusalén de Occidente, como la llamara doña Emilia Pardo Bazán, es un festín para un amante de la historia del arte. También lo es para una policía destinada en la Brigada de Patrimonio Histórico. Durante el viaje por carretera, la inspectora Ana fue recordando la última vez que había estado trabajando allí, una operación que, a ratitos, le había permitido conocer un poco la catedral y otras iglesias. Ana y sus compañeros lo llamaron el asunto Patterson. En el año 1996, un tipo encantador, un hombre de mundo con apellido estadounidense y nacionalidad de Costa Rica, había aparecido en España. Leonardo Patterson se presentó a todos como un respetado marchante de arte que estaba dispuesto a organizar una exposición nunca vista en el mundo: tenía mil quinientas piezas de la época precolombina. Y algunas eran verdaderas joyas de la cultura moche, desarrollada entre los siglos I y VIII en la costa norte del Perú. Los mochicas habían creado la que quizá fue la primera organización política compleja de la zona andina. Entre ellos había grandes ingenieros que excavaron canales para obtener agua del desierto. Levantaron también enormes templos y sobre todo las huacas, grandes pirámides de adobe donde rendían culto a Ai Apaec, su principal Dios.

Aquellos indígenas eran también grandes ceramistas que habían dejado verdaderos tesoros, especialmente en los ajuares funerarios que colocaban junto a las tumbas de sus sacerdotisas. Esa civilización inca se derrumbó por los desastres climáticos: feroces inundaciones seguidas de largos períodos de sequía. Los jerarcas empezaron a hacer sacrificios humanos para calmar a los dioses, pero no fue suficiente. Y ahora, el coleccionista indígena, aquel Patterson, ofrecía en Galicia varios objetos procedentes de la tumba del señor Sipán, uno de los jerarcas mochicas del norte, que había sido descubierta en 1987 en una zona conocida como La Hueca Rajada, y también había sido saqueada, a veces por campesinos de esa zona humilde que luego vendían las piezas por cuatro soles a otros menos humildes y luego a otros intermediarios de marchantes desaprensivos, algunos Indiana Jones piratas. Pese a todo, durante los trece años de trabajos que realizaron allí, los arqueólogos encontraron la tumba de dos viejos reyes mochicas y de otros dieciséis nobles.

La Xunta de Galicia y el Arzobispado de Santiago de Compostela cayeron seducidos por aquel Indiana Jones que venía de Hispanoamérica. Nadie reparó entonces en que la policía federal norteamericana, el FBI, llevaba tiempo tras sus pasos y lo había acusado de falsificación y contrabando. La exposición fue inaugurada por el incansable Manuel Fraga, el que fuera presidente de Costa Rica y premio Nobel de la Paz, Óscar Arias, y la líder indígena guatemalteca Rigoberta Menchú. Fue todo un éxito y, aprovechando esa ola, Patterson trató de vender las piezas a la Xunta por unos tres mil millones de pesetas. Dos arqueólogos estadounidenses alertaron entonces de que no estaba clara la procedencia de algunas piezas y el negocio, o la estafa, se frustraron.

Leonardo Patterson vendía su historia como la de un coleccionista hecho a sí mismo. De raza negra, presumía de haber crecido en la selva y de no saber apenas escribir. Parecía tener alguna tartamudez o dificultad para hablar y decía también haber sido amigo de Salvador Dalí, uno de los artistas más falsificados de la historia. Diez años después de aquella exposición en Santiago, empezaron a llegar desde todo el mundo reclamaciones de algunas de las piezas de Patterson. Uno de esos países era Perú, al que muchos habían expoliado su cultura y su riqueza. En el 2006, la justicia peruana recurrió a Interpol para recuperar parte de sus tesoros robados y luego expuestos en Galicia. Y el asunto llegó a la Brigada de Patrimonio Histórico de la policía, donde Ana era ya inspectora.

El trabajo policial pareció sencillo entonces. Todas las piezas se habían quedado en Santiago, en un almacén de una empresa de mudanzas. Ana y sus compañeros tuvieron que hacer las fotos de las mil setecientas piezas, una a una, y enviarlas luego a la Interpol. Patterson había vendido el resto y esperaba colocar algunas más, pero la policía española lo avisó, a él y a su abogado, de que necesitaba un permiso expreso para sacar cualquiera de esas obras de arte de España. La operación no pareció ser muy difícil y durante aquellos días Ana pudo disfrutar de la catedral de Santiago y recibir por primera vez la enormidad de su piedra, aquella sensación de viajar en el tiempo, de trasladarse a otra época cuando entrabas en el templo y lo recorrías en silencio.

En el 2008, y ante una nueva petición del juzgado número 33 de Lima para recuperar algunas de las piezas de Patterson, Ana volvió al viejo almacén de mudanzas. Sorprendentemente, allí quedaban solo trescientas piezas. Por suerte, entre ellas estaban las que reclamaba Perú, de forma que pudieron recuperarlas y devolvérselas. Pero no se sabía dónde estaban las demás hasta que otro gobierno, esta vez el de México, denunció el expolio. Una aduana de la ciudad de Múnich, en Alemania, registró la entrada de casi toda la colección Patterson el 4 de marzo del 2008, procedente de Galicia. Todo aquel tesoro valía más de cincuenta y tres millones de euros y el Indiana Jones negro, el marchante salvaje y casi analfabeto, lo había sacado de España sin permiso. No había elegido mal el destino. La civilizada Alemania era uno de los pocos países europeos que entonces aún no había firmado los acuerdos internacionales sobre tráfico y protección de obras de arte y patrimonio. Así que la petición de España para que Patterson fuera detenido nunca se había ejecutado. El hombre sería desde entonces un fugitivo y Ana y los suyos no dejarían de pensar en detenerlo.

En todo eso pensaba Ana mientras se acercaba a Santiago de Compostela. Esta vez se había robado dentro de la catedral. En el corazón del cristianismo en España. Esta vez no habría que buscar aquellas curiosas cerámicas de la cultura moche, en las que se representaba con todo lujo de detalles a una pareja practicando el coito anal o una felación. Alguien profano podía pensar que aquella vez todo iba a ser más casto, más católico, aunque, cuando se habla de pasiones humanas, y cualquier investigación de un delito acaba tocando ese hilo, no hay religión ni rey ni Dios que les sea ajeno. Muchos pequeños templos románicos gallegos y castellanos tienen, de hecho, imágenes de hombres y mujeres mostrando sus genitales. Basta con asomarse a la puerta de Platerías de la catedral de Santiago y observar la representación de lo que se conoce como la mujer adúltera, la escultura de una mujer de pelo rizado que sostiene una calavera.

El libro 5 del manuscrito que había sido robado y que Ana tenía que recuperar, el Códice Calixtino, habla así de la imagen de esa mujer y del motivo para incluirla en las esculturas de la catedral: «No ha de relegarse al olvido que junto a la tentación del Señor está una mujer sosteniendo entre sus manos la cabeza putrefacta de su amante, cortada por su propio marido, quien la obliga dos veces por día a besarla. ¡Oh, cuán grande y admirable justicia de la mujer adúltera, para contársela a todos!».

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- CAPÍTULO 2 -

ENTRE NAZIS Y VIDENTES

Aquella primera semana de investigaciones en Santiago fue frenética. Cada día, agentes de policía hacían lo que llamaban una «requisa» de una zona concreta de la catedral. Es un lugar inmenso, lleno de recovecos. Cada mañana repasaban a conciencia alguno de ellos. Fuera del templo, en la comisaría, los investigadores llegados desde Madrid disponían ya de un despacho con ordenadores y la ayuda de personal de Santiago. Cada día, los policías iban varias veces desde esa oficina a la catedral, en visitas de ida y vuelta.

Muy pronto, Ana se daría cuenta de que aquella no iba a ser una operación policial cualquiera. Hablaba varias veces al día con su superior, el inspector jefe Tenorio, que seguía sin poder moverse casi, y ambos acuerdan desde el principio que no van a comentar con nadie nada de lo que averigüen, ni siquiera con sus compañeros, los jefes policiales de Santiago. Los investigadores iban a poner una enorme lupa sobre los habitantes de la catedral, y al hacerlo iban a enterarse, como les ocurre siempre a los policías, de trapos sucios y pecados más o menos capitales de quienes allí moraban. De forma que decidieron que nadie, salvo ellos, tuviera acceso a las pesquisas. Que tampoco trascendiera nada. Para encontrar el Calixtino, ellos iban a remover hasta las piedras de la catedral, un mundo opaco, cerrado al exterior, y muchas personas podían salir dañadas.