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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Una bala con mi nombre

© Susana Rodríguez Lezaun, 2019

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Lookatcia

Imágenes de cubierta: AlinaStock

 

ISBN: 978-84-9139-394-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

1

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4

5

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9

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Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

«Nadie conoce la muerte, ni siquiera si es el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males».

Platón. Apología de Sócrates

 

 

«Uno no quiere creer que detrás de una sonrisa bondadosa se esconde lo inconcebible».

Víctor del Árbol. La víspera de casi todo

 

 

«Y ahora sé lo que debo hacer: seguir respirando, porque mañana volverá a amanecer y quién sabe lo que traerá la marea».

Tom Hanks en Náufrago (Robert Zemeckis, 2000)

 

 

 

 

 

Para Ander, Egoitz, Mikel, Ibai, Julen, Asier, Carlos, Nacho, Patricia, Graciela y Abraham.

Siempre sonrío cuando os veo, y eso es impagable

 

Para Eva e Iker, ahora y siempre

 

Para Santos, una vez más, y las que haga falta

Prólogo

 

 

 

 

 

Hace frío.

Hace frío y tengo miedo.

Noah flota a mi lado, no sé si muerto o inconsciente, y yo concentro las pocas fuerzas que me quedan en la punta de mis dedos, con las que me agarro a una rama medio podrida mientras intento que la corriente del río no nos arrastre a ninguno de los dos.

Vigilo que la cabeza de Noah permanezca fuera del agua, pero es difícil. Apenas puedo mantenerme a flote yo misma. Y a pesar de todo, tengo que reconocer que hemos tenido suerte. El coche en el que huíamos voló como una flecha en dirección al río, pero afortunadamente cayó sobre un arenal poco profundo y pude salir. Antes de alejarme del vehículo con Noah a rastras me aseguré de romper todas las bombillas de los faros, que parpadeaban como furiosas luciérnagas en mitad de la noche. Teníamos que ser invisibles si queríamos sobrevivir. Era posible que, a pesar de todo, haber caído al río nos acabara de salvar la vida.

No tengo ni idea de dónde estamos. Noah conducía como un loco, con los ojos desorbitados y una mueca aterrorizada en la cara. No me atrevía a preguntar adónde íbamos. Estaban a punto de darnos caza, así que era más que probable que muy pronto nos convirtiéramos en dos fríos cadáveres. La curva era muy cerrada y Noah iba demasiado rápido como para trazarla correctamente, así que el coche siguió recto, voló durante unos segundos eternos y aterrizó sobre el agua.

Lo más curioso de todo es que ninguno de los dos gritó mientras nos dirigíamos hacia lo que ambos suponíamos que sería nuestro fin. Recuerdo que miré a Noah, que seguía aferrando el volante como si todavía tuviera algún tipo de control sobre él. Tenía los labios separados, pero no decía nada. Los ojos fijos en el espacio abierto ante nosotros. No me miró ni habló, ni siquiera la breve oración que murmuran los condenados.

Por instinto, clavé los pies en el suelo y me agarré con fuerza a ambos lados de mi asiento. Una eternidad después nos rodeó el estruendo del agua al chocar con la chapa del coche. Me golpeé la cabeza contra la ventanilla, pero no llegué a perder el conocimiento. Noah, sin embargo, recibió un fuerte impacto contra el volante y yacía inmóvil sobre su asiento, en un incómodo escorzo sustentado por el cinturón de seguridad.

Esperé. Había oído que hay que esperar hasta que el coche se llene de agua antes de intentar abrir las puertas. Llamé a Noah, le grité, pero no se movió. El agua helada nos empezó a cubrir las piernas, pero se detuvo antes de llegar a las rodillas. Seguía viendo el cielo a través de los cristales. No nos estábamos hundiendo.

Esa podía ser una situación pasajera, así que me liberé del cinturón de seguridad y solté también el de Noah, que cayó aparatosamente hacia un lado. Lo apoyé contra la puerta y abrí la mía. Tuve que empujar con fuerza, pero conseguí separarla lo suficiente para salir. Con el agua hasta la cintura, rodeé el coche y saqué a Noah, que se desplomó como un fardo. Era una noche cerrada y no conseguía distinguir la orilla; la lógica me decía que, si habíamos volado en línea recta, debía seguir la trayectoria del coche.

Arrastré a Noah hasta que topé con unos matorrales y una diminuta lengua de arena y guijarros. No sabía si nuestro perseguidor habría pasado ya por allí y si el coche sería visible desde la carretera. Con los faros enmudecidos, la oscuridad volvía a ser la reina del lugar.

Desde entonces estoy aquí, esperando.

Espero a la muerte, y suplico para que sea rápida. Son ya demasiadas las heridas que jalonan mi cuerpo. Sólo quiero acabar. De hecho, estoy tentada de soltar las ramas y dejarme arrastrar por la corriente, pero morir ahogada se me antoja una forma espeluznante de abandonar este mundo.

Espero la paz. Pensé que podría, que por una vez sería más lista que ellos, más rápida que mis competidores y que el trofeo sería sólo mío. Mis ridículas ansias de aventura, de sentirme viva por primera vez desde que puedo recordar, es lo que me ha traído hasta aquí. Sólo quería unos dedos acariciándome la piel, una boca besándome con deleite, un hombre joven y atractivo bebiendo los vientos por mí. Quería una fortuna que me hiciera sonreír cada mañana, que me permitiera cruzar y descruzar las piernas despacio sobre la tumbona de una playa. Me siento imbécil. Voy a morir sintiéndome una estúpida. Creo que no hay nada peor que eso. Morir por una estupidez.

Pero también espero sobrevivir, salir de aquí, partirle la cara a Noah y correr hasta la primera comisaría que encuentre para entregarme y explicar lo que ha ocurrido desde el principio.

 

1

 

 

 

 

 

Me gusta mirarme en el espejo cuando todavía está cubierto de vaho. Difumina las facciones y me permite creer durante unos minutos que el tiempo no ha pasado, que detrás del vapor se esconde una Zoe Bennett de veinte años, treinta como mucho, en lugar de la cuarentona que acaba de salir de la ducha. Suelo cepillarme el pelo y extenderme la crema corporal antes de desempañar el espejo. Cuando lo hago, descubro una piel que empieza a marchitarse, unos ojos hastiados y una boca que apenas recuerda cómo se dibuja una sonrisa. Sé que no estoy mal para mi edad; me esfuerzo por conservarme en buena forma, pero distingo perfectamente las muescas que el tiempo va grabando en mí.

Me divorcié hace casi quince años, después de un breve y aburrido matrimonio con mi novio del instituto. Recuerdo estar de pie junto a él, frente al altar, y rogar a voz en grito en mi alma para que John tuviera el valor de responder «no» a la pregunta del pastor. Pero dijo «sí», y yo hice lo mismo, y nos embarcamos en una convivencia confusa en la que, en realidad, ninguno de los dos queríamos estar. No hubo niños y vivíamos de alquiler, así que la separación fue rápida y aséptica. No nos hemos vuelto a ver desde entonces, y lo cierto es que John acude a mi memoria en contadísimas ocasiones. Ni siquiera conservo su apellido. Es como un libro que has leído, que sabes que lo has leído, pero que no recuerdas exactamente de qué va.

Soy restauradora en el Museo de Bellas Artes de Boston, especializada en pintura renacentista. Me encanta mi trabajo. Me considero una humanista convencida, educada desde pequeña para buscar la belleza en todo aquello que me rodea. Por eso elegí esta carrera. Y para borrar la fealdad y el vacío con el que conviví durante los primeros años de mi vida, un periodo breve, más incluso que mi matrimonio fallido, pero que me temo que ha dejado una huella en mí más profunda de lo que yo misma imaginaba.

Me gusta pensar que soy algo así como la neurocirujana de algunas de las obras de arte más valiosas del mundo. Vigilo su estado con ojo de halcón, las cuido con esmero y, cuando enferman, las traslado hasta mi clínica privada, donde pongo toda mi sabiduría y experiencia al servicio de las tablas y los lienzos lastimados por los elementos o los seres humanos. Mi trabajo me hace feliz, y convierte en aún más miserable el resto de mi vida.

Era viernes por la noche, y el museo había organizado una fiesta en honor a los benefactores que sustentan la institución. Como responsable del área de restauración mi presencia era obligada, como bien me recordó el director esa misma mañana.

—Puedes traer un acompañante —me dijo de pasada.

Sabe perfectamente que no tengo pareja, así que no sé si lo había olvidado o si disfruta humillándome.

—Lo tendré en cuenta, muy amable —respondí con toda la dignidad que fui capaz de reunir en tan poco tiempo—. De todos modos, no me quedaré mucho rato, tengo planes para el sábado y no quiero estar demasiado cansada.

Era mentira, por supuesto, y creo que él lo supo al instante.

—Ya sabes cómo van estas cosas, Zoe. Tienes que estar disponible para que nuestros benefactores charlen contigo de manera distendida y tú les hables del fantástico trabajo que hacemos aquí. No puedes marcharte a la media hora de llegar, no eres una simple invitada. Eres una anfitriona.

Tenía sus ojos clavados en mi cara mientras hablaba, buscando quizá un resquicio por el que ahondar en su crítica, o simplemente observando de cerca las arruguitas de mis párpados. En cualquier caso, me limité a contestar con un escueto «por supuesto, Gideon, no te preocupes» antes de dar media vuelta y dirigirme de nuevo hacia mi taller.

Desempañé el espejo del baño y comencé el lento ritual de maquillarme y peinarme. No es algo que hiciera con frecuencia, ya que mi vida social era bastante limitada, pero en este caso habría preferido quedarme en casa. Me maquillé con cuidado, perfilé con sombra oscura mis ojos azules y marqué los pómulos con un generoso brochazo de colorete. Me recogí el pelo en un moño informal, con algunos rizos sueltos aquí y allá, y observé el resultado en el espejo. Decidí que no estaba mal del todo.

Me había comprado un sugerente vestido de noche plateado, con un generoso escote delantero y otro aún más atrevido en la espalda. Completé el conjunto con unos zapatos de tacón altísimo, un echarpe negro y un diminuto bolso del mismo color en el que tuve que embutir el móvil, las llaves y unos cuantos billetes.

Vaporicé frente a mí el carísimo perfume que nunca tenía ocasión de ponerme y atravesé la fragante nube muy despacio, permitiendo que las gotitas se depositaran sobre mi cuerpo.

 

 

La planta noble del museo bullía de gente cuando me bajé del taxi y me dirigí hacia la entrada principal. Llegaba con treinta minutos de retraso sobre la hora oficial de inicio de la fiesta. Por nada del mundo quería ser la primera en entrar y verme obligada a deambular sola por un salón vacío.

La empresa contratada para organizar la fiesta se había esmerado en los detalles. Habían dispuesto varias mesas alargadas cubiertas de gruesos manteles rojos en diversos puntos del enorme espacio, de modo que no entorpecieran el paso de las personas y aquellos que lo desearan pudieran acercarse a las obras de arte que allí se exponían. Gideon había ordenado que algunas de las obras más destacadas de nuestra colección de Claude Monet se instalaran sobre caballetes de madera alrededor del salón. El impresionismo no es mi etapa favorita del arte, pero tengo que reconocer que esos óleos tienen la capacidad de atraer y atrapar mi mirada, que se suele quedar perdida en las pinceladas cortas, rápidas y furiosas del francés. En mi opinión, Monet fue demasiado prolífico y se acomodó en unos pocos temas. Me aburre tanto nenúfar, pero sus cielos, sobre todo los de invierno, me apaciguan el corazón, normalmente tan rápido y furioso como su pincel. En cualquier caso, la elección de la decoración había sido muy acertada. El común de los mortales se sentía muy dichoso al ver tan de cerca la obra de un artista de renombre, con independencia de su valor, y los invitados lanzaban indisimuladas exclamaciones aprobatorias al descubrir los Monet repartidos por todo el salón y se hacían fotos junto a los cuadros. Sin embargo, mi alma de conservadora no podía evitar estremecerse cuando toda esa gente acercaba sus manos al lienzo para palpar la pintura con la yema de los dedos o para rozar la madera del marco. ¡Por Dios! Respiraban tan cerca que podrían derretir el óleo con el calor de su aliento. ¿Por qué no guardaban las distancias? ¿Por qué Gideon, maldita sea, no había colocado un cordón de seguridad? Todo fuera por los ceros de sus chequeras…

Los vestidos de las señoras centelleaban bajo los focos, mientras que los caballeros estiraban la espalda y metían barriga para lucir sus esmóquines con elegancia. Distinguí a Gideon en cuanto entré. Pendiente de todos los detalles, esperaba junto a su mujer cerca de la puerta, listo para saludar a cada benefactor en cuanto cruzara el umbral. Por supuesto, no movió ni un músculo cuando me vio; me acerqué a él con una sonrisa en la cara y saludé afectuosamente a Rachel, su esposa.

—Estás radiante —le dije con sinceridad—. El rojo te sienta de maravilla.

—Gracias. —Su azoramiento era evidente, al igual que su placer ante el piropo—. Pero nunca me quedará como a ti. Mis caderas son las de una matrona que ha pasado tres veces por el paritorio, mientras que las tuyas siguen lisas y firmes. Me das una envidia…

Decidí tomarme aquello como un cumplido y no como un recordatorio de mi situación vital y saludé a su marido.

—Al final has venido sola —me dijo.

Eso ya no era un halago, ni siquiera un recordatorio. Era una puñalada en toda regla. Incluso Rachel se dio cuenta de lo inapropiado del comentario.

—Ya sabes lo que dicen: más vale sola…

No terminé la frase. Sonreí cortésmente y me dirigí hacia el rincón más alejado, en el que habían instalado la mesa de las bebidas. Los camareros deambulaban por la sala con bandejas llenas de copas de champán, pero en esos momentos necesitaba algo más fuerte.

Saludé a varias personas por el camino, casi todos caballeros que admiraron mi escote sin pudor, antes de alcanzar la improvisada barra de bar.

—Vodka con zumo de limón —pedí mientras oteaba la sala.

Un minuto después apareció junto a mi mano un vaso alargado con la bebida. Lo cogí y decidí dar una vuelta por la sala. Si algún benefactor tenía interés en hablar conmigo, tendría que ser ahora.

Deambulé despacio entre la gente, los Monet y las blanquísimas esculturas de corte clásico que adornaban la entrada, dando cortos sorbos a mi vaso. Charlé con cuatro o cinco personas y sonreí a diestro y siniestro. Incluso acepté bailar con un industrial bostoniano, un hombre cuyo apellido, al igual que la fortuna de su familia, se remontaba hasta la época colonial. Sentí cómo sus dedos acariciaban distraídos mi espalda desnuda. Hice como que no me daba cuenta, o que no me importaba, mientras el sonriente magnate me hablaba de sus últimas adquisiciones en las subastas de arte de medio mundo.

—Sé que muchos coleccionistas confían en marchantes y galeristas —comentó ufano, con cuatro de los cinco dedos de su mano derecha acercándose peligrosamente al borde del escote de la espalda—, pero yo prefiero ver la obra en persona. Me resisto a comprar a ciegas, por mucho que los catálogos la describan e incluyan fotos detalladas. Quizá algún día le gustaría acompañarme a una de esas subastas. Su consejo de experta me sería de gran utilidad. Pagaría por sus servicios, por supuesto…

Sonreí y di gracias a Dios en silencio porque la música terminó justo en ese momento. Le agradecí el baile y me despedí con una coqueta inclinación de cabeza. Estoy segura de que lamentó abandonar el refugio de mi espalda.

Cuando me volví, a punto estuve de darme de bruces con uno de los camareros. El joven alargó la mano y me ofreció un vaso similar al que acababa de terminarme.

—Creo que lo necesita —dijo simplemente.

Sorprendida, acepté la bebida sin decir una palabra. Él dio media vuelta y desapareció entre las parejas que acababan de iniciar un nuevo baile.

La fiesta estaba en pleno apogeo. La gente se divertía, las risas resonaban entre las columnas y había un desfile constante de bandejas con canapés y copas de champán. Enganché una sonrisa a mi cara hasta que me dolieron las mejillas y me deslicé con discreción hacia uno de los ventanales abiertos, cerca de la zona del bar y detrás de un impresionante Monet que me servía de parapeto. Bendito fuera el francés, sus grandes óleos y los enormes marcos dorados que los rodeaban. Ya me preocuparía mañana por el estado en el que quedaban después de la fiesta, con tanto calor, semejante grado de humedad y todas esas personas rozándolos, lanzándoles los flashes de sus móviles y hablando tan cerca de ellos que casi podía ver las gotitas de saliva volando hacia el lienzo.

Dejé el vaso vacío sobre una esquina de la larga mesa y caminé hacia la balconada. Hacía una noche magnífica, ideal para celebrar una fiesta. ¿Por qué, entonces, no era capaz de divertirme? Si lo pienso ahora, la respuesta es muy sencilla: porque estaba sola, y porque seguramente seguiría así durante el resto de mi vida. No es que me asustara la soledad. Al contrario, disfrutaba de mi independencia y agradecía el hecho de no tener que dar explicaciones a nadie. Pero la soledad es una compañera ingrata, exigente, que te roba las palabras hasta dejarte muda, que te cubre el alma de polvo y moho, y que suele invitar a fantasmas indeseados cuando menos te lo esperas. Un plato, una taza, un cepillo de dientes. Un solo lado de la cama caliente.

¿A quién le cuentas el maravilloso reto al que te enfrentas en el trabajo? ¿Quién se sienta a tu lado para ver una película y comer palomitas? ¿Con quién compartes la alegría, el dolor, el miedo, la ilusión… la vida?

La sonrisa se me había congelado en la cara, que notaba insensible, dormida. Sonreía al vacío, a la noche cálida que se abría ante mí al otro lado del ventanal. Ensimismada en mis pensamientos, no oí llegar al camarero hasta que su mano me rozó el hombro con suavidad. Sobre la bandeja que portaba con elegancia, un nuevo combinado de vodka y un platillo con dos canapés de caviar. Esta vez sí le miré a la cara. Era un hombre muy guapo. El pelo ondulado, del color del trigo maduro (creo que Monet tuvo algo que ver en mis apreciaciones), había sido disciplinado hacia atrás por el látigo del gel fijador. Me observaban dos ojos azules risueños y divertidos, a juego con la fabulosa sonrisa que cruzaba un rostro casi perfecto. Vestido de negro de los pies a la cabeza, como el resto de los camareros, era al menos un palmo más alto que yo, a pesar de los tacones. El arco del brazo con el que sostenía la bandeja marcaba un definido bíceps bajo la camisa, y apostaría a que el abdomen estaría igual de trabajado.

—Le traigo otra copa, pero me he permitido añadir algo de picar. Con el vodka, lo que mejor marida es el caviar, sin duda.

Titubeé un instante, pero sólo uno. Al momento, alargué la mano y cogí uno de los canapés. Estaba delicioso. Acompañé las huevas con un generoso trago de la refrescante bebida, todo ello sin apartar la mirada de sus ojos.

—¿Quieres uno? —le pregunté en voz baja.

—Estoy trabajando. De no ser así, nada me gustaría más que cenar con usted.

—¿Te gusta el caviar? —seguí preguntando, uniéndome a su descarado flirteo.

—Claro, ¿y a quién no?

—Podría nombrarte a más de veinte personas en esta sala que detestan las huevas de esturión y que sólo las comen porque son caras y se supone que eso es lo que hacen los ricos.

—¿Aparentar?

—Comer caviar y bañarse en champán.

Él amplió su sonrisa sin dejar de mirarme a los ojos.

—¿Es usted una de ellas?

—¿Una de quiénes?

—Una esnob.

Estuve a punto de atragantarme con el canapé.

—¿Esa impresión te he dado? —le pregunté. Él no contestó, continuó mirándome como si intentara leer la respuesta en mi cabeza—. No, en absoluto, no soy una esnob. Ni siquiera soy rica. Estoy aquí porque trabajo en el museo. Soy restauradora de arte.

—Debe de ser una profesión apasionante.

—Lo es, aunque a veces implique tener que asistir a aburridos eventos como este y ver cómo los invitados maltratan todas estas obras de arte. ¡Todo sea por el presupuesto del próximo año!

Alcé mi copa teatralmente y le di un trago. El vodka estaba delicioso.

—Mi turno termina a las once —me dijo en voz baja, con sus pupilas cobalto clavadas en mis ojos. Por un momento creí que intentaba hipnotizarme. Y quizá lo consiguió—. Si le parezco un descarado, es libre de abofetearme, pero estoy invitado a una fiesta y me encantaría que me acompañara. Una fiesta de verdad. Música, baile, bebida, diversión…

No pude evitarlo. Quizá fuera por efecto del alcohol, o porque su proposición en realidad parecía un chiste, pero el caso es que se me escapó una carcajada que hizo que los invitados más cercanos volvieran la cabeza para mirarme. El joven camarero me observó desconcertado. Era muy guapo, así que imagino que no estaría acostumbrado a que le dieran calabazas, pero yo tampoco lo estaba a que se rieran de mí.

—No quería ofenderla, lo siento —murmuró visiblemente avergonzado.

Le vi ruborizarse y me sentí malvada. El joven sólo intentaba ser atento. Y ligar conmigo, es cierto, pero yo había participado con mucho gusto en el juego del cortejo.

—No —dije por fin—, soy yo la que lo siente. No quería ser grosera, ni herir tus sentimientos. Has sido muy amable conmigo durante toda la velada, pero no estás obligado a entretenerme fuera de tus horas de trabajo. Te lo agradezco, pero no es necesario.

—Se equivoca —me cortó cuando ya había comenzado a alejarme de él—. No es ninguna obligación. Al contrario, para mí sería un honor que me acompañara a esa fiesta. No suelo invitar a desconocidas, y menos a mujeres con tanta clase como usted, pero estoy convencido de que es usted fascinante y que podríamos divertirnos mucho juntos.

Como en una novela barata, sentí la intensidad de su mirada, la tensión de su boca mientras esperaba mi respuesta, y sin poder evitarlo imaginé sus labios sobre mi piel.

—¿Por qué no? —respondí, sin poder dar crédito a mis palabras.

El joven relajó la expresión y lució una sonrisa de galán.

—Gracias, intentaré que se divierta y se olvide de todo esto —añadió, señalando la sala con un movimiento de la cabeza.

Sonreí y me dejé llevar por la emoción del momento.

—Para empezar, tendrás que dejar de tratarme con tanta ceremonia. Me llamo Zoe. Zoe Bennett.

—Yo soy Noah Roberts, y acabas de hacerme el hombre más feliz del mundo.

No sé si exageraba o si de verdad se alegraba de que le acompañara. En ese momento no me paré a pensar en nada más que en mi ego, que brillaba como una supernova por efecto de los halagos. Era altamente improbable que hubiera un hombre más atractivo en esos momentos en el museo, y acababa de invitarme a acompañarle a una fiesta. No sólo me había invitado, sino que había insistido.

Faltaba casi una hora para las once de la noche, así que me hice con un nuevo vodka con limón (¿el tercero?, ¿el cuarto?) y di varias vueltas por el salón, sonriendo generosa, besando alguna mejilla y charlando animadamente con todos los benefactores que me crucé en el camino. Cada vez que me volvía, encontraba a Noah mirándome con una sonrisa en los labios. Era lo más parecido a estar en el paraíso. Me sentía atractiva, hermosa, grácil, deseada, sexi… Era el mayor subidón de autoestima que había experimentado en toda mi vida, y pensaba disfrutarlo hasta las últimas consecuencias.

 

 

Dejé que pasaran unos minutos de las once antes de abandonar el museo. Me entretuve en despedirme de Gideon y de su esposa, que sin duda había bebido más champán de la cuenta y me miraba desde detrás de la cortina alcohólica que le nublaba los ojos, y salí a la cálida noche contoneando sutilmente las caderas. No tenía ni idea de dónde estaría Noah, pero confiaba en que pudiera verme emerger como una diosa desde donde quisiera que me estuviera esperando. Un segundo después, el joven se materializó a los pies de la escalinata y me dedicó una de sus sonrisas perfectas. Alargó una mano hacia mí y, como un impecable caballero, me ayudó a llegar hasta el suelo. Me besó en los nudillos y me condujo hacia la verja de entrada, donde nos esperaba un taxi. Abrió la puerta, esperó a que me acomodara y la cerró antes de rodear rápidamente el vehículo y sentarse a mi lado.

Se había librado de su uniforme de camarero y se había vestido con unos tejanos, una americana oscura y una camisa blanca. Un corbatín vaquero completaba el atuendo y le otorgaba un aire sofisticado que cortaba la respiración.

Le dio al conductor una dirección en una calle cercana al puerto. En esa zona había varios locales de moda de los que había oído hablar más de una vez, pero que nunca había visitado. Mis escasas amistades se limitan a personas relacionadas con mi profesión; apenas conozco gente de fuera de ese mundillo. Nunca he intimado con quienes sudan a mi lado en el gimnasio, ni mantengo contacto con mis amigas del instituto o la universidad. Esa fue una época de mi vida bastante anodina, que pasó sin pena ni gloria, sin eventos destacables y que está bien donde está: olvidada.

—Gracias por invitarme —dije para romper el hielo.

—Soy yo quien debe darte las gracias a ti por aceptar. Todo el tiempo he estado temiendo que te arrepintieras y decidieras no venir.

—¿Por eso me mirabas tanto? ¿Para evitar que me escabullera sin ser vista?

Noah se rio con ganas.

—¡No! —exclamó entre risas—. Lo que ocurre es que se me iban los ojos. Eras la mujer más guapa de la fiesta.

Me sentía halagada, pero no podía permitir que mi superego arruinara la velada.

—Sé que no es cierto, pero gracias de todos modos —respondí con una tímida sonrisa. A Audrey Hepburn le quedaba de maravilla; confiaba en que surtiera el mismo efecto en mi cara—. ¿Adónde vamos?

—Al Rock Club. Antes era un antro, pero mi amigo Deke Carter lo ha remodelado por completo y lo ha convertido en el centro de la noche de Boston. Lo inauguró hace tres meses y desde entonces se llena todas las noches. Hoy da una fiesta privada, hace varios días que me invitó. No pensaba asistir, pero me pareció la excusa perfecta para pasar más tiempo contigo.

—No creo que mi vestido sea el más adecuado para un local roquero…

—Estás preciosa, y muy adecuada.

Sonreí de nuevo y fijé mi atención en la calle. Necesitaba reflexionar unos instantes, pensar con calma en lo que estaba sucediendo. Me encontraba en un taxi con un desconocido mucho más joven que yo, que me llevaba a una fiesta privada en un garito del puerto de Boston. Aquello podía quedarse en una anécdota, una noche distinta y divertida, o convertirse en una auténtica pesadilla. La tentación de pedirle al conductor que me llevara a casa se materializó en mi mente, pero la mano de Noah rozando distraído mis dedos sobre el tapizado del asiento hizo que se evaporaran todas mis dudas.

«Una noche, —pensé—, no pasa nada por divertirse una noche, por ser otra persona durante unas horas. Mañana volveré a ser yo. Mañana».

Así que giré el cuello hacia mi joven y guapo acompañante y sonreí.