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Akal literaria 78

serie negra

 

 

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Diseño cubierta: RAG

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Nota a la edición digital:

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Primera edición, 2003 Segunda edición, 2012

Tercera edición, 2018

Título original: Total Khéops

© Éditions Gallimard, 1995

© Ediciones Akal, S.A., 2002

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

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ISBN: 978-84-460-4652-3

Jean-Claude Izzo

Total Khéops

Traducción

Matilde Sáenz López

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El primer volumen de la Trilogía de Marsella, una obra maestra del noir francés.

La muerte de una destacada figura de la mafia marsellesa llevará a Fabio Montale, un policía escéptico y amante de los placeres de la vida, a introducirse en una oscura trama en la que se entretejen la xenofobia, la marginación y satanización de los inmigrantes magrebíes, la corrupción y la amenazadora sombra de la extrema derecha. Y en medio de todo ello, Marsella, una ciudad en la que «hay que tomar partido» y donde, «demasiado tarde, uno se encuentra de lleno en pleno drama. Un drama antiguo, donde el héroe es la muerte».

Una magnífica novela que, con su prosa directa, sensual y triste, constituye un apasionado homenaje a la ciudad y a su dignidad perdida, al tiempo que una melancólica y desesperanzada exaltación de la amistad y de la dignidad del ser humano.

«Cuántos escritores darían un brazo o deberían querer darlo por crear un personaje la mitad de bueno que el policía Montale, por tratar a una ciudad como es tratada Marsella en los libros de Izzo.» (Juan Carlos Galindo, El País)

La vida y la obra de Jean-Claude Izzo (Marsella, 1945-2000), hijo de un camarero italiano y una costurera española, han estado estrechamente vinculadas a su ciudad natal. Militante del PCF, integrante de movimientos pacifistas y periodista durante muchos años, a finales de los sesenta se inició en el mundo de la literatura a través de la poesía. No obstante, el éxito le vendría con la aparición de su primera novela Total Khéops (1995). Con ella se inicia la trilogía que, centrada en la figura del detective Fabrio Montale y con la ciudad de Marsella como omnipresente protagonista, le encumbró como el más destacado representante de la novela negra francesa.

 

 

«No hay verdad,tan sólo historia.»

 

Jim Harrison

Prólogo

Rue des Pistoles. Veinte años después

 

No tenía más que su dirección. Rue des Pistoles, en la parte antigua. Llevaba años sin venir a Marsella. Ahora ya no podía elegir.

Estábamos a 2 de junio, llovía. A pesar de la lluvia, el taxista se negó a meterse por las callejuelas. Le dejó delante de la Montée-des-Accoules. Más de un centenar de escaleras que subir y un laberinto de calles hasta la rue des Pistoles. El suelo estaba plagado de bolsas de basura reventadas, y de las calles subía un olor agrio, mezcla de meadas, humedad y mo­ho. Único cambio destacable: la rehabilitación reinaba en la zona. Habían tirado algunas casas. A otras les habían pintado la fachada de ocre y rosa, con persianas verdes o azules, a la italiana.

De la rue des Pistoles, quizás una de las más estrechas, no quedaba más que la mitad, el lado de los pares. El otro lo habían derribado, al igual que las casas de la rue Rodillat. En su lugar, un aparcamiento. Fue lo primero que vio cuan­do desembocó en la esquina de la rue du Refuge. Allí era co­mo si las promotoras se hubieran cansado. Las casas estaban negruzcas, leprosas, corroídas por una vegetación de alcantarilla.

Sabía que era demasiado pronto. Pero no le apetecía ponerse a tomar cafés en un bar, mirando el reloj y esperando a que fuera una hora decente para despertar a Lole. Soñaba con un café en una casa de verdad, cómodamente sentado. Hacía varios meses que no le ocurría algo así. En cuanto ella abrió la puerta, se dirigió hacia el único sillón de la habitación, como quien hace un gesto rutinario. Acarició el brazo del sillón con la mano y se sentó, lentamente, cerrando los ojos. Sólo entonces la miró. Veinte años después.

Estaba de pie. Erguida como siempre. Las manos hundidas en los bolsillos de un albornoz amarillo pajizo. El color daba a su piel una luz más tostada que de costumbre y le realzaba el pelo negro, que ahora llevaba corto. Tal vez había ensanchado de caderas, no estaba seguro. Se había hecho mujer, pero era la misma. Lole, la gitana, bella desde siempre.

—Podías ponerme un café.

Hizo un gesto con la cabeza. Sin decir palabra. Sin una sonrisa. La había sacado de la cama. Del sueño en el que Manu y ella irían a tope hacia Sevilla, despreocupados, con los bolsillos hasta arriba de pasta. Un sueño con el que debía de soñar todas las noches. Pero Manu estaba muerto. Desde hacía tres meses.

Se abandonó en el sofá, estirando las piernas. Después encendió un cigarro. Sin duda, el mejor en mucho tiempo.

—Te esperaba –Lole le tendió una taza–. Pero más tarde.

—He cogido un tren nocturno. Un tren de legionarios. Menos controles. Más seguridad.

Tenía la mirada en otro sitio. En donde estaba Manu.

—¿No te sientas?

—Yo el café me lo tomo de pie.

—Sigues sin teléfono.

—Sí.

Sonrió. Por un instante pareció borrársele el cansancio de la cara. Había ahuyentado los sueños. Lo miró con ojos melancólicos. Estaba cansado e inquieto. Sus viejos miedos. Le agradaba que Lole fuera parca en palabras, parca en explicaciones. El silencio reordenaba sus vidas. De una vez por todas.

Flotaba en el aire un olor a menta. Observó detalladamente la habitación. Bastante amplia, paredes blancas, desnudas. Ni estanterías, ni adornos, ni libros. Un mobiliario reducido a lo esencial, mesa, sillas, aparador, mal combinados, y una cama individual cerca de la ventana. Una puerta daba a otra habitación, el dormitorio. Desde donde estaba, divisaba una parte de la cama. Sábanas azules, deshechas. Ya no sabía nada acerca de los olores de la noche. De los cuerpos. El olor de Lole. Sus axilas, durante el amor, olían a albahaca. Se le cerraban los ojos. Su mirada regresó a la cama próxima a la ventana.

—Puedes dormir ahí.

—Quiero dormir ya.

Más tarde la vio cruzando la habitación. No sabía cuánto tiempo había dormido. Para mirar la hora en el reloj tendría que haber hecho un movimiento. Y no tenía ganas de moverse. Prefería ver a Lole yendo y viniendo. Con los ojos a medio abrir. Salió del cuarto de baño envuelta en una toalla. No era muy alta. Pero tenía lo que había que tener, en su sitio. Y unas piernas preciosas. Después se volvió a dormir. Sin ningún miedo.

Cayó el día. Lole llevaba un vestido de algodón negro, sin mangas. Sobrio, pero muy favorecedor. Delicadamente ceñido al cuerpo. Seguía mirándole las piernas. Esta vez ella sintió su mirada.

—Te dejo las llaves. Hay café caliente. He vuelto a hacer.

Sólo decía cosas totalmente evidentes. El resto no encontraba lugar en su boca. Se incorporó, alcanzó un cigarrillo sin quitarle la vista de encima.

—Vuelvo tarde. No me esperes.

—¿Sigues haciendo de gancho de discoteca?

—Relaciones públicas. En el Vamping. No te quiero ver merodeando por allí.

Se acordó del Vamping, encima de la playa de los Catalanes. Un decorado increíble, a lo Scorsese. Cantante y orquesta delante de unos atriles con lentejuelas. Tango, bolero, chachachá, mambo...

—No era mi intención.

Se encogió de hombros.

—Nunca he conocido tus intenciones –su sonrisa vedaba todo comentario–. ¿Piensas ver a Fabio?

Estaba seguro de que le haría esa pregunta. Él también se la había planteado. Pero había desechado la idea. Fabio era poli. Era como un borrón en la juventud de ambos, sobre su amistad. Fabio, sin embargo, tendría ganas de verle.

—Más adelante. Quizá. ¿Cómo está?

—Igual. Como nosotros. Como tú, como Manu. Colgao. No hemos sabido qué hacer con nuestras vidas. Así que policía o ladrón...

—Le tenías cariño, ¿verdad?

—Le tengo cariño, sí.

Sintió una puñalada en el corazón.

—¿Le has vuelto a ver?

—Hace tres meses que no.

Cogió el bolso y una chaqueta de lino blanco. Seguía sin dejar de mirarla.

—Debajo de la almohada –soltó por fin. Le notó en la cara que le divertía verle sorprendido–. Lo demás está en el cajón del aparador.

Y sin decir nada más, se marchó. Levantó la almohada. Allí estaba la 9 mm. Se la había mandado a Lole en un paquete antes de salir de París. Los metros, las estaciones rebosaban de policías. La Francia republicana había decidido blanquear al máximo: inmigración cero. El nuevo sueño francés. En caso de control no quería problemas. O no de este tipo. Ya llevaba documentación falsa.

La pistola. Regalo de Manu cuando cumplió veinte años. Por aquel entonces Manu ya empezaba a descontrolar. Nunca se había separado de la pistola, pero tampoco la había utilizado. No se mata a alguien así como así. Ni bajo amenazas. Como había ocurrido alguna vez en algún que otro sitio. Siempre había otra solución. Eso es lo que creía. Y todavía estaba vivo. Pero hoy la necesitaba. Para matar.

Eran algo más de las ocho. Había parado de llover y, al salir del edificio, el aire caliente le pegó en plena cara. Después de una larga ducha, se puso un pantalón negro de algodón, un polo negro y una cazadora vaquera. Volvió a calzarse los mocasines, pero sin calcetines. Se fue por la rue du Panier.

Era su barrio. Había nacido allí. En la rue des Petits-Puits, a dos pasajes de la casa natal de Pierre Puget[1]. Cuando llegó a Francia, su padre vivió primero en la rue de La Charité. Huían de la miseria y de Mussolini. Tenía veinte años e iba cargando con dos hermanos. Nabos, napolitanos. Otros tres habían embarcado hacia Argentina. Hicieron el trabajo que no querían hacer los franceses. Su padre consiguió colocarse de estibador, cobrando al céntimo. «El perro del muelle» era el insulto. Su madre trabajaba en el dátil, catorce horas al día. Por la noche, los nabos y los babis, los del norte, se reunían en la calle. Colocábamos la silla delante de la puerta. Charlábamos de ventana a ventana. Como en Italia. La buena vida, vaya.

No reconoció su casa. También rehabilitada. Se la había pasado de largo. Manu era de la Rue Baussenque. Un edificio oscuro y húmedo en el que se instaló su madre, embarazada de él, con dos de sus hermanos. A José Manuel, su padre, lo habían fusilado los franquistas. Inmigrantes, exiliados, todos aterrizaban un día u otro en una de estas callejuelas. Con los bolsillos vacíos y con el corazón lleno de esperanza. Cuando llegó Lole, con su familia, Manu y él eran ya mayores. Dieciséis años. O por lo menos era lo que hacían creer a las chicas.

Vivir en el Panier era la vergüenza. Desde el siglo pasado. Era el barrio de los marineros, de las putas. El cáncer de la ciudad. El gran lupanar. Y para los nazis, que habían soñado con destruirlo, un foco de degeneración para el mundo occidental. Su padre y su madre conocieron allí la humillación. Orden de expulsión en plena noche. El 24 de enero de 1943. Veinte mil personas. Una carretilla improvisada para apilar unas cuantas cosas. Gendarmes franceses violentos y soldados alemanes socarrones. Tener que empujar la carretilla al amanecer por la Canebière, bajo la mirada de los que iban a trabajar. En el instituto los señalaban con el dedo. Hasta los hijos de los obreros, los de la Belle-de-Mai. Pero no se dejaban mucho rato. ¡Les partían los dedos! Manu y él sabían de sobra que el cuerpo y la ropa les olían a moho. El olor del barrio. A la primera chica a la que besó seguro que se le quedó ese olor en la garganta. Pero les daba igual. Amaban la vida. Eran guapos. Y sabían pelearse.

Se metió por la rue du Refuge, para volver a bajar. Seis moros, entre catorce y diecisiete años, estaban comentando la jugada. Al lado de un vespino rutilante, nuevo. Lo miraron mientras se acercaba. Sin bajar la guardia. Cara nueva en el barrio igual a peligro. Poli. Soplón. O el nuevo propietario de una finca rehabilitada que iría a quejarse de inseguridad ciudadana al ayuntamiento. Vendría la pasma. Controles, días en comisaría. Quizá hostias. Marrones. Una vez a su altura, echó una mirada al que tenía pinta de cabecilla. Una mirada directa, franca. Breve. Después continuó. No se movió ni uno. Se habían entendido.

Cruzó la place de Lenche, desierta, después bajó hacia el puerto. Se paró en la primera cabina telefónica. Batisti descolgó.

—Soy el amigo de Manu.

—Hola, mozo. Pásate mañana a tomar el vermut por Le Péano. Hacia la una. Me hará ilusión conocerte. Hasta luego, chavalote.

Colgó. Nada charlatán, Batisti. Ni tiempo para decirle que él hubiera preferido cualquier otro sitio. Pero allí no. No en Le Péano. El bar de los pintores. Ambrogiani expuso allí sus primeros lienzos. Después de él vendrían otros, en su órbita. Pálidos imitadores. Era también el bar de los periodistas. De todas las tendencias. Le Provençal, la agencia France Presse, Libération. El pastís tiende puentes entre los hombres. Allí era donde se esperaba por la noche la última hora de los periódicos antes de pasar al salón interior a escuchar jazz. Tocaron allí los Petrucciani, padre e hijo. Con Aldo Romano. Y, lo que se dice noches, hubo unas cuantas. Intentaba comprender lo que era su vida. Esa noche Harry estaba al piano.

—Uno no entiende más que lo que quiere entender –soltó Lole.

—Sí. Y yo necesito urgentemente airearme la vista.

Manu vino con la enésima ronda. A partir de las doce ya ni las contábamos. Tres whiskies dobles. Se sentó y levantó la copa sonriendo por debajo del bigote.

—Por los novios.

—Tú, cállate la boca –repuso Lole.

Os examinó como a animales extraños, después os olvidó por la música. Lole te miraba. Te acabaste la copa. Lentamente. Con aplicación. Tu decisión estaba tomada. Te ibas a marchar. Te levantaste y saliste tambaleándote. Te ibas. Te fuiste. Sin una palabra para Manu, el único amigo que te quedaba. Sin una palabra para Lole, que acababa de cumplir veinte años. A la que amabas. A la que amabais. El Cairo, Yibuti, Adén, El Harar. El itinerario de un adolescente tardío. Luego, la pérdida de la inocencia. De Argentina a México. Al final, Asia, para concluir con las ilusiones. Y una orden de detención internacional pegada al culo por tráfico de obras de arte.

Volvías a Marsella por Manu. Para ajustar cuentas con el hijo de puta que lo había matado. Salía de Chez Félix, una tasca en la rue Caisserie donde comía a mediodía. Lole le esperaba en Madrid, en casa de su madre. Él se iba a embolsar una buena pasta. Por un golpe limpio en casa de un gran abogado marsellés, Éric Brunel, en el boulevard Longchamp. Habían decidido irse a Sevilla. Y olvidarse de Marsella y de los malos rollos.

No se la tenías jurada al autor de esa cabronada. Matón a sueldo, sin duda. Anónimo. Frío. De Lyon, o de Milán. Y al que no encontrarías. Se la tenías jurada al saco de mierda que había encargado aquello. Matar a Manu. No querías saber por qué. No necesitabas razones. Ni una sola siquiera. Manu era como si fueras tú.

El sol le despertó. Las nueve. Se quedó tumbado boca arriba y se fumó el primer cigarrillo. No había dormido tan profundamente desde hacía meses. Siempre soñaba con que dormía en un lugar distinto de donde estaba. En un puticlub de El Harar. En la cárcel de Tijuana. En el expreso Roma-París. En cualquier sitio. Pero siempre en uno distinto. Esa noche había soñado que dormía en casa de Lole. Y estaba en casa de Lole. Como en su propia casa. Sonrió. Apenas la había oído llegar, cerrar la puerta de su habitación. Estaba dormida en sábanas azules reconstruyendo su sueño roto. Siempre le faltaba un trozo. Manu. A no ser que ese trozo fuera él mismo. Pero hacía tiempo que había descartado esa idea. Y no era adjudicarse un mal papel. Veinte años eran más que un luto.

Se levantó, hizo café y se dio una ducha. De agua caliente. Se sentía mucho mejor. Con los ojos cerrados debajo del chorro, se puso a imaginar que Lole venía a su encuentro. Como antes. Se abrazaba a su cuerpo. Su sexo contra el suyo. Le pasaba las manos por la espalda, por las nalgas. Se empalmó. Abrió el agua fría gritando.

Lole puso uno de los primeros discos de Azuquita. Pura salsa. Sus gustos no habían cambiado. Él esbozó unos pasos de baile, y eso la hizo sonreír. Ella se acercó para besarle. En ese movimiento, él se fijó en sus pechos. Como peras que esperan a ser cogidas. No apartó la vista a tiempo. Sus miradas se encontraron. Ella se quedó inmóvil, se apretó más el cinturón del albornoz y se fue hacia la cocina. Se sintió patético. Pasó una eternidad. Lole volvió con dos tazas de café.

—Ayer por la noche un tío me preguntó por ti. Si estabas por aquí. Un amigo tuyo. Malabe. Franckie Malabe.

No conocía a ningún Malabe. ¿Un poli? Lo más seguro un soplón. No le hacía gracia que se acercaran a Lole. Pero al mismo tiempo le tranquilizaba. Los polis de las aduanas sabían que había vuelto a Francia, pero no sabían dónde estaba. Todavía no. Lo intentaban con las pistas que tenían. Le hacía falta todavía algo de tiempo. Quizás un par de días. Todo dependía de lo que le vendiera Batisti.

—¿Por qué estás aquí?

Cogió la cazadora. Ante todo no contestar. No enzarzarse en las preguntas-respuestas. Sería incapaz de mentirle. Incapaz de explicarle por qué iba a hacer aquello. Ahora no. Tenía que hacerlo. Igual que un día tuvo que irse. Nunca había encontrado respuestas para sus preguntas. Sólo había preguntas. No respuestas. Eso es lo que había aprendido. Nada más. No era gran cosa, pero era más seguro que creer en Dios.

—Olvida la pregunta.

A su espalda, Lole abrió la puerta y gritó:

—Nunca he sacado nada en limpio con no preguntar.

Por fin habían demolido el aparcamiento de dos pisos del cours d’Estienne d’Orves. El antiguo canal de las galeras se había convertido en una hermosa plaza. Habían restaurado las casas, pintado las fachadas, pavimentado el suelo. Una plaza a la italiana. Los bares y restaurantes tenían todos terraza. Mesas blancas y sombrillas. Como en Italia, para dejarse ver. Pero de elegancia, nada. Le Péano también tenía su terraza, bastante llena ya. La mayoría, jóvenes. Bien arreglados. Habían remodelado el interior. Decoración a la última. Fría. Reproducciones en lugar de cuadros. De vomitar. Aunque casi mejor. Así podía mantener los recuerdos a raya.

Se puso en la barra. Pidió un pastís. En la sala, una pareja. Una prostituta con su chulo. O vete tú a saber. Hablaban bajito. Su charla era más bien animada. Apoyó un codo en el mostrador todo nuevecito y se puso a controlar la entrada.

Pasaban los minutos. No entraba nadie. Pidió otro pastís. Se oyó «hijo de puta». Un ruido seco. Las miradas se volvieron hacia la pareja. Silencio. La mujer salió corriendo. El hombre se levantó, dejó un billete de cincuenta francos y salió detrás de ella.

En la terraza, un hombre plegó el periódico que estaba leyendo. De unos sesenta y tantos. Gorra de marinero en la cabeza. Pantalón azul de algodón, camisa blanca de manga corta por fuera. Zapatillas azules. Se levantó y fue hacia él. Batisti.

Pasó la tarde reconociendo el lugar. El señor Charles, como le llamaban en el hampa, vivía en una de esas villas señoriales que dominan la Corniche. Villas imponentes con campanillas y columnas, y jardines con palmeras, adelfas e higueras. Una vez pasado el Roucas Blanc, la calle que serpentea por esta pequeña colina, empieza un arabesco de caminos, a veces casi sin asfaltar. Cogió el autobús, el 55, hasta la place des Pilotes, arriba de la última cuesta. Después continuó a pie.

Podía ver toda la bahía. Desde L’Estaque hasta la Pointe-Rouge. Las islas del Frioul, del Château d’If. Marsella en cinemascope. Una hermosura. Emprendió la bajada, de frente al mar. No estaba más que a dos villas de la de Zucca. Miró la hora. 16:58. Las verjas de la villa se abrieron. Apareció un Mercedes negro, aparcó. Él pasó delante de la villa, del Mercedes y continuó hasta la rue des Espérettes, que corta el chemin du Roucas Blanc. Cruzó. Diez pasos más y llegaría a la parada del autobús. Según los horarios, el 55 pasaba a las 17:05. Miró la hora y, apoyado en el poste, esperó.

El Mercedes dio marcha atrás bordeando la acera y se paró. A bordo, dos hombres, uno de ellos el chófer. Apareció Zucca. Debía de tener unos setenta años. Vestía con elegancia, como los viejos hampones. Sombrero de paja incluido. Llevaba de la correa a un caniche blanco. Precedido por el perro, bajó hasta el paso de peatones de la rue des Espérettes. Se paró. El autobús estaba llegando. Zucca cruzó. Por la sombra. Después bajó el chemin du Roucas Blanc, pasando por delante de la parada del bus. El Mercedes salió en primera.

Las informaciones de Batisti bien valían cincuenta mil francos. Había anotado todo minuciosamente. No faltaba ni un detalle. Zucca daba este paseo todos los días, excepto los domingos. Tenía a la familia. A las seis, el Mercedes lo devolvía a la villa. Pero Batisti ignoraba por qué Zucca la había tomado con Manu. En ese sentido, no había manera de progresar. Tenía que haber una relación con el atraco al abogado. Empezó a decirse eso. Pero, en realidad, le importaba un huevo. El único que le interesaba era Zucca. El señor Charles.

Le horrorizaban esos viejos hampones. Culo y mierda con la pasma, con los magistrados. Siempre impunes. Orgullosos. Condescendientes. Zucca tenía el careto de Brando en El Padrino. Tenían todos ese mismo careto. Aquí, en Palermo, en Chicago. Y donde fuera. En todas partes. Y él tenía ahora a uno de ésos en el punto de mira. Iba a cargarse a uno. Por amistad y para liberar el odio.

Estaba hurgando entre las cosas de Lole. La cómoda, los armarios. Había vuelto algo borracho. No buscaba nada en concreto. Hurgaba como si fuera a descubrir un secreto. Sobre Lole, sobre Manu. Pero no había nada que descubrir. La vida se les había escurrido entre las manos, más rápido que el dinero.

En un cajón encontró un montón de fotos. Era lo único que les quedaba. Le dio asco. Estuvo a punto de largarlo todo a la basura. Pero estaban esas tres fotos. La misma por triplicado. A la misma hora, en el mismo sitio. Manu y él, Lole y Manu. Lole y él. Era al final del gran muelle. Detrás del puerto de mercancías. Para ir hasta allí había que burlar la vigilancia de los guardas. Para eso sí que éramos buenos, pensó. Detrás de ellos, la ciudad. Como telón de fondo, las islas. Salíais del agua. Desfondados. Felices. Saciados de barcos alejándose bajo la puesta de sol. Lole leía Exil de John Perse, en voz alta. «Les milices du vent dans les sables d’exil»[2]. A la vuelta, le cogiste la mano a Lole. Te atreviste. Antes que Manu.

Esa noche dejasteis a Manu en el bar de Lenche. Todo se había venido abajo. Adiós a las risas. A las palabras. Os bebisteis los pastís en un incómodo silencio. El deseo os había alejado de Manu. Al día siguiente, hubo que ir a buscarle a comisaría. Había pasado la noche allí. Por provocar una pelea con dos legionarios. No podía abrir el ojo derecho. Tenía la boca hinchada. Un labio partido. Y moratones por todas partes.

—¡Les he partido la cara a dos! ¡Y bien partida!

Lole le besó en la frente. Se abrazó a ella y se echó a llorar.

—Joder, qué duro –dijo.

Y se quedó dormido, así, en las rodillas de Lole.

Lole le despertó a las diez. Había dormido profundamente, pero sentía la boca pastosa. El olor a café invadía la habitación. Lole se sentó en el borde de la cama. Le rozó el hombro con la mano. Le posó los labios en la frente, luego en la boca. Un beso furtivo y tierno. Si la felicidad existiera, acababa de acariciarla.

—Se me había olvidado.

—Si es verdad lo que dices, ¡sal inmediatamente de aquí!

Le tendió una taza de café, se levantó para ir a buscar la suya. Sonreía. Feliz. Como si la tristeza no se hubiera despertado.

—No quieres sentarte. Como hace un rato.

—Yo, el café...

—Te lo tomas de pie, ya lo sé.

Sonrió otra vez. No se cansaba nunca de esa sonrisa, de su boca. Se quedó colgado de sus ojos. Brillaban como aquella noche. Le subiste la camiseta, luego te subiste tú la camisa. Juntasteis vuestros vientres uno al otro y os quedasteis así, sin hablar. Sólo vuestra respiración. Y sus ojos que no te soltaban.

—No me abandonarás nunca.

Se lo juraste.

Pero te fuiste. Manu se quedó. Y Lole esperó. Pero Manu se quedó quizá porque alguien tenía que velar por Lole. Y Lole no se fue contigo porque abandonar a Manu le parecía injusto. A Ugo le dio por pensar en estas cosas. Desde la muerte de Manu. Porque tenía que volver. Y allí estaba. Marsella se le estaba subiendo a la garganta. Con el regusto de Lole.

Los ojos de Lole brillaron más fuerte. Con una lágrima contenida. Adivinaba que él estaba tramando algo. Y que algo iba a cambiar su vida. Tuvo el presentimiento después del entierro de Manu. Durante las horas pasadas con Fabio. Eso era lo que presentía. Y era capaz también de presentir los dramas. Pero no diría nada. Le tocaba hablar a él.

Echó mano al sobre acolchado que estaba al lado de la cama.

—Esto es un billete para París. Hoy. En el TGV[3] de las 13:54. Esto, un resguardo de consigna manual. Estación de Lyon[4]. Esto, lo mismo, pero en la estación de Montparnasse. Dos maletas que recoger. En cada una, metidos entre ropa vieja, hay cien mil papeles. Esto, la tarjeta de un estupendo restaurante en Port-Mer, cerca de Cancale, Bretaña. Por detrás, el teléfono de Marine. Un contacto. Puedes preguntarle todo lo que quieras. Pero no le regatees los precios de sus servicios. Te he reservado una habitación en el hotel des Marronniers, en la rue Jacob. A tu nombre, para cinco noches. Habrá una carta para ti en la recepción.

No pestañeó. Paralizada. Poco a poco los ojos se le habían vaciado de toda expresión. Su mirada ya no transmitía nada.

—Y yo, ¿puedo opinar algo en toda esta historia?

—No.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

Para decir todo lo que había que decir habrían hecho falta siglos. Podía resumirlo en una palabra, en una frase. Lo siento. Te quiero. Pero ya no tenían tiempo. O, más bien, el tiempo los había dejado atrás. El futuro estaba detrás de ellos. Delante, no había más que recuerdos. Arrepentimientos. Levantó los ojos hacia ella con el mayor desapego posible.

—Vacía tu cuenta bancaria. Destruye tu tarjeta. Y tu talonario. Cambia de identidad lo antes posible. Marine te lo apañará.

—¿Y tú? –articuló ella con dificultad.

—Te llamo mañana por la mañana.

Miró la hora, se levantó. Pasó junto a ella evitando mirarla y fue al cuarto de baño. Después de entrar, echó el cerrojo. No tenía ganas de que Lole viniera a ducharse con él. En el espejo se vio la cara. No le gustaba. Se sentía viejo. Ya no sabía sonreír. Le había salido un pliegue de amargura en las comisuras de los labios que ya no se borraría jamás. Iba a cumplir cuarenta y cinco años y este día iba a ser el más chungo de su vida.

Oyó el primer acorde de guitarra de Entre dos aguas de Paco de Lucía. Lole subió el volumen. Estaba fumando con los brazos cruzados delante del equipo.

—Ahora te pones nostálgica.

—Vete a la mierda.

Cogió la pistola, la cargó, puso el seguro y se la caló en la espalda, entre la camisa y el pantalón. Ella se dio la vuelta y siguió cada uno de sus gestos.

—Date prisa. No me gustaría que perdieras ese tren.

—¿Qué vas a hacer?

—La voy a montar. Supongo.

El motor del vespino daba vueltas al ralentí. Sin pegar ni un petardazo. 16:51. Rue des Espérettes, debajo de la villa de Charles Zucca. Hacía calor. El sudor le chorreaba por la espalda. Tenía prisa por acabar con todo esto.

Había estado buscando a los moros toda la mañana. Cambiaban constantemente de calles. Era su regla. Probablemente no les servía de mucho, pero sin duda tenían sus motivos. Los había localizado en la rue Fontaine-de-Caylus, que se había transformado en una plaza, con árboles, bancos. Estaban ellos solos. Aquí no se sentaba nadie del barrio. La gente prefería quedarse delante de su puerta. Los más mayores estaban sentados en las escaleras de una casa. Los más jóvenes, de pie. Con el vespino al lado. Cuando lo vieron llegar, el cabecilla se levantó, los otros se apartaron.

—Necesito tu moto. Para esta tarde. Hasta las seis. Dos mil en metálico.

Echó un vistazo alrededor. Ansioso. Contaba con que nadie viniera a coger el autobús. Si aparecía alguien, lo dejaba. Si dentro del autobús un pasajero tuviera intención de bajarse, eso, lo sabría ya demasiado tarde. Era un riesgo. Había decidido correrlo. Después pensó que, puestos a correr ese riesgo, por qué no correr el otro. Empezó a calcular. El autobús se para. La puerta se abre. La persona sube. El bus arranca de nuevo. Cuatro minutos. No, ayer todo eso había durado tres minutos. Bueno, vale, pongamos que cuatro. Zucca ya habría cruzado. No, vería el vespino y le dejaría pasar. Vació la cabeza de todo pensamiento contando y recontando los minutos. Sí, era posible. Pero luego aquello iba a ser una del Oeste. 16:59.

Bajó la visera del casco. Tenía la pistola bien agarrada en la mano. Y las manos secas. Aceleró, pero sólo un poco, para bordear la acera. La mano izquierda rígida en el manillar. Apareció el caniche seguido de Zucca. Un frío interior se apoderó de él. Zucca le vio llegar. Se paró en el bordillo, sujetando al perro. Se dio cuenta, pero demasiado tarde. Redondeó la boca sin emitir un solo sonido. Los ojos se le agrandaron. De miedo. Podría haberse conformado con eso. Con que se cagara en los pantalones. Apretó el gatillo. Con asco. De sí mismo, de Zucca. De los hombres. Y de la humanidad. Le vació todo el cargador en el pecho.

Delante de la mansión, el Mercedes salió a toda pastilla. Por la derecha llegaba el autobús. Sobrepasó la parada. Sin desacelerar. Puso la moto a tope y le cortó el paso rodeándolo. Casi se come la acera, pero logró pasar. El autobús dio un frenazo en seco, bloqueando el acceso de la calle al Mercedes. Salió a todo gas, giró a la izquierda, otra vez a la izquierda, el chemin du Souvenir, luego la rue des Roses. Rue des Bois Sacrés, tiró la pistola en una alcantarilla. Unos minutos más tarde circulaba tranquilo por la rue d’Endoume.

Sólo entonces se puso a pensar en Lole. Uno frente al otro. No había nada más que decir. Sentiste el deseo de su vientre contra el tuyo. El sabor de su cuerpo. Su olor. Menta y albahaca. Pero había demasiados años entre vosotros, y demasiado silencio. Y Manu. Muerto, y todavía tan vivo. Os separaban cincuenta centímetros. Sólo con estirar las manos podrías haberle estrechado la cintura para atraerla hacia ti. Ella podría haberse desatado el cinturón del albornoz. Deslumbrándote con la belleza de su cuerpo. Os habríais tomado con violencia. Con un deseo no saciado. Después, habría habido un después. Encontrar las palabras. Palabras que no existían. Después la habrías perdido. Para siempre. Te marchaste. Sin un adiós. Sin un beso. Una vez más.

Estaba temblando. Frenó delante del primer bar, en el boulevard de la Corderie. Como un autómata, candó la moto, se quitó el casco. Se metió un coñac. Sintió el fuego recorriéndole hasta el fondo. Empezó a sudar. Corrió hacia el baño, para vomitar al fin. Vomitar sus actos y sus pensamientos. Vomitar a ese que era él. El que abandonó a Manu. El que no tuvo coraje para amar a Lole. Un ser a la deriva. Desde hacía tanto tiempo. Demasiado tiempo.

Lo peor, sin duda, lo tenía delante. Al segundo coñac ya no temblaba. Había vuelto en sí.

Aparcó en la Fontaine-de-Caylus. Los moros no estaban. Eran las 18:20. Extraño. Se quitó el casco, lo colgó en el manillar, pero sin apagar el motor. El más joven llegó dando patadas a un balón.

Chutó hacia él.

—Ábrete, que viene la pasma. Están controlando en la puerta de tu piba.

Arrancó y subió por la callejuela. Debían de estar vigilando los pasajes. Montée-des-Accoules, Montée-Saint-Esprit, traverse des Repenties. Place de Lenche, por supuesto. Se olvidó de preguntar a Lole si había vuelto Franckie Malabe. A lo mejor tenía alguna posibilidad tirando por la rue des Cartiers, arriba del todo. Dejó el vespino y bajó las escaleras corriendo. Eran dos. Dos polis jóvenes de paisano. Al pie de las escaleras.

—Policía.

Oyó la sirena, un poco más arriba, en la calle. Acorralado. Portazos de coche. Estaban llegando. Por la espalda.

—¡No te muevas!

Hizo lo que tenía que hacer. Metió la mano bajo la cazadora. Había que acabar con esto. Dejar de huir. Ahí estaba. En su casa. En su barrio. Mejor que fuera allí. Marsella, para acabar. Apuntó hacia los dos polis jóvenes. Los de detrás no podían ver que no llevaba arma. La primera bala le agujereó la espalda. Le explotó el pulmón. No sintió las otras dos balas.

[1] Escultor, pintor y arquitecto marsellés (1620-1694). [N. de la T.]

[2] «Las milicias del viento en las arenas del exilio.» [N. de la T.]

[3] Tren de Alta Velocidad. [N. de la T.]

[4] Una de las estaciones ferroviarias de París. [N. de la T.]

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Donde hasta para perder hay que saber pegarse