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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Reclusa

Título original: The Captives

© 2018, Debra Jo Immergut

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés, Isabel Murillo

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Mario Arturo

Imágenes de cubierta: Arcangel Images

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-425-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Casualidad

1

2

3

4

5

6

7

8

9

La decisión

10

11

12

13

14

15

16

17

18

Huida

19

20

21

22

23

24

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Todo este tiempo, para John

Casualidad

1

 

El psicólogo se abstendrá de asumir un rol profesional cuando la objetividad pueda verse menoscabada

(Asociación Norteamericana de Psicología, Principios éticos y códigos de conducta, Estándar 3.06)

 

 

 

 

 

Lo que me sucedió es universal. Y puedo demostrarlo.

Piensa en toda la gente que conociste en el instituto. Ahora concéntrate en esa persona única, en la protagonista de tus sueños. En aquella que, cuando te la cruzabas por el pasillo, activaba en tu interior esa sensación previa incluso al Homo sapiens, esa descarga cerebral de adrenalina pura. El amor platónico, dicen.

Ves que esa persona camina hacia ti. Que se aproxima entre el bullicio del abarrotado pasillo, hacia ti, hacia ti, que pasa por tu lado. El cabello, la manera de andar, la sonrisa.

Se te ha acelerado un poco el pulso. ¿A que sí?

Eso te demuestra su poder. Estás visualizando un niño o una niña —ahora, años después—, y cuando visualizas a ese niño o a esa niña, con su porte desgarbado, de camino a la escuela, la imagen mental que tienes de él o de ella sigue haciendo vibrar tu córtex cerebral, sigue alterándote el ritmo de la respiración.

Así que ya lo ves. En estas situaciones, entra en juego un factor involuntario.

 

 

Ahora imagínate lo siguiente: eres un hombre adulto, de treinta y dos años de edad, psicólogo de profesión. Estás sentado en un sótano, en tu despacho del departamento de psicología de un correccional del estado de Nueva York. Una cárcel de mujeres. Es lunes por la mañana, has llegado tarde al trabajo y no has tenido tiempo de repasar los expedientes de los casos que te ocuparán la jornada, ni siquiera de echarle un vistazo a tu agenda. Entra la primera reclusa del día, vestida con el uniforme amarillo que llevan todas las internas.

Y es esa persona.

Con un aspecto sorprendentemente similar al de aquella niña que caminaba en dirección opuesta a ti por el pasillo flanqueado por taquillas con puertas que se cerraban estrepitosamente. El cabello, la manera de andar.

¿No te quedarías flipando?

Di la verdad. No tienes ni idea de cómo reaccionarías.

 

 

La reconocí al instante. ¿Y quién no? No es de ese tipo de personas que se olvida fácilmente. O, al menos, no es el tipo de personas que yo olvido. Sobre todo la cara. Podría compararla con la variedad de flores que mi madre cultivaba en los parterres de casa, bonita, del mismo modo que a nadie le sorprende que sea bonito un jardín bien cuidado, pero ofreciendo atisbos de complejidad interior, si le prestas la debida atención. Esa cara había merodeado por la periferia de mi memoria durante casi quince años. De vez en cuando, siempre había alguna cosa —una canción con la antigüedad adecuada, la visión de una chica con melena pelirroja haciendo deporte por el parque— que la devolvía al primer plano. De haber sido yo de ese tipo de personas que asisten a encuentros de viejos amigos —y no lo soy—, habría corrido a hacerme con una invitación al evento y me habría colgado una etiqueta identificativa para ver si ella aparecía. Para ver qué había sido de ella.

La vi. Tomó asiento en la silla de plástico de color azul claro delante de mí, con el anagrama «NY DOCS», las siglas de las instituciones penitenciarias del estado de Nueva York, estampado en tinta negra, ya borrosa, justo encima del corazón.

No me recordaba. Estaba claro. No vi ni un parpadeo, ni un destello de reconocimiento.

De modo que no abordé el tema. ¿Qué podría haberle dicho? ¿Cacarear su nombre y preguntarle: «¿Qué tal estás? ¿Qué te trae por aquí»? No. Mientras intentaba procesar la situación —¿ella?, ¿aquí?—, me levanté y fui directo hacia el archivador del rincón, donde guardaba todo lo necesario para preparar el té: una pequeña tetera roja, cajas de oolong y de Earl Grey, tazas y cucharillas de plástico. Mi breve ritual del té inyectaba una sensación reconfortante a la situación que servía para que mis clientas se sintieran algo más cómodas y, en consecuencia, lo llevaba a cabo en prácticamente todas las sesiones. Mientras, con manos temblorosas, preparaba dos tazas, solté mis habituales palabras de introducción, es decir, bienvenida, gracias por venir, establezcamos unas pocas normas básicas, lo que cuentes aquí no saldrá de esta habitación. Un discurso que, después de seis meses en mi puesto, podía desarrollar sin pensar. Le ofrecí un té humeante y lo aceptó con una sonrisa que fue como una pequeña puñalada. Regresé a mi silla y estabilicé el temblor de las manos rodeando con ellas la taza caliente. Una nota sujeta con un clip en su dosier me informaba de que acababa de terminar un periodo de aislamiento. Así que le pregunté al respecto. Pero no escuché su respuesta. Me resultaba imposible no volver a aquel recuerdo. Un recuerdo que se había repetido en bucle en mi cabeza innumerables veces a lo largo de los años, como uno de esos pegajosos anuncios de radio de mi época juvenil. Pensar en aquello, con ella en carne y hueso sentada delante de mí, me provocó ansias de revolverme en mi asiento, pero conseguí mantener mi porte profesional y quedarme quieto.

Recordé su espalda desnuda, una extensión de blancura que ondeaba como una bandera, y luego, el fogonazo de un pecho cuando se giró para coger una toalla del banco. El cabello —de aquel tono rojo con mechones castaños— le cayó por encima del pecho y comprobé que su color era exactamente igual que el del pezón. Jason DeMarea y Anthony Li rieron con disimulo. Pero yo guardé silencio durante todo el rato en que me mantuve encaramado al muro exterior del vestuario de las chicas, a pesar de tener las puntas de los dedos doloridas de agarrarme con tanta fuerza al hormigón del alfeizar de la ventana y de notar la puntera de las zapatillas deportivas rozando constantemente el ladrillo. Había sido idea mía. Había visto las ventanas entreabiertas para dejar pasar la brisa que soplaba aquel soleado y templado día de noviembre, y había visto a aquella integrante del equipo de atletismo femenino de primer curso entrando sola en el vestuario después de su carrera. Habíamos estado cubriendo la competición para el Lincoln Clarion. A mí me tocaba ocuparme de los equipos femeninos júnior y Anthony era el fotógrafo de los equipos femeninos júnior, lo cual puede darte una idea del nivel del personal del Clarion y del Lincoln High, en general. Jason DeMarea se había apuntado porque no tenía nada mejor que hacer un martes por la tarde al terminar las clases. Estuvieron los dos riéndose y dándose codazos todo el rato y cuando ella acabó de vestirse (pantalón de pana azul celeste, camiseta estampada con flores de colores vivos), bajaron de un salto del improvisado mirador. Pero yo seguí colgado allí, observando. Se sentó entonces en el banco para atarse los cordones de los botines. Luego, cogió el chándal del colegio, hizo con él un amasijo de tela y lo utilizó para secarse los ojos. Solo pude ver un pequeño fragmento de su cara y una refinada oreja: la oreja que tenía aquel intrigante piercing doble, con un aro de plata y, encima, el minúsculo Pegaso, de plata también, que yo contemplaba en secreto cuando me sentaba detrás de ella en clase de Trigonometría, preguntándome si querría decir que le gustaban los caballos, las drogas o se trataba de algún lado oscuro de ella que jamás lograría decodificar. Se secó los ojos con el chándal y vi que lloraba de verdad. Tenía los párpados hinchados. Levantó la vista hacia la taquilla, que seguía abierta. Guardó de mala gana la ropa de correr y extendió el brazo hasta la portezuela. Vi entonces que había algún tipo de adhesivo pegado en la parte interior. Desde donde yo estaba situado, era imposible leerlo. Y entonces, con contundencia, tiró del adhesivo y lo arrancó. A continuación, cerró la taquilla de un portazo y sacudió la mano para deshacerse de la pegatina que acababa de arrancar. Pero el adhesivo se le había quedado adherido a la palma de la mano. Fijó la vista un instante en aquel obstinado pedazo de papel y rompió a llorar con ganas. Abrió de nuevo la taquilla y depositó en su interior el adhesivo, hecho una pelota. Cerró la puerta y se tapó los ojos. Al cabo de un rato, salió del vestuario y la perdí de vista.

 

 

Abrí el dosier y mis ojos se deslizaron por las palabras escritas sin verlas. Le hice cuatro preguntas sobre su reciente aislamiento, inicié el diagnóstico rutinario de personalidad. Solté unas cuantas secuencias de frases que sabía de memoria, ella me respondió, y entonces empecé a recuperar la concentración. Escuché, y no dije nada sobre Lincoln High, ni sobre su pecho desnudo, ni sobre la pegatina arrancada, ni sobre que yo era el chico de la última fila de clase de trigonometría. No dije que me plantaba en las gradas para verla en todas las carreras que corría, que estuvo una temporada practicando atletismo, y que sabía que solo había ganado una vez, precisamente aquel mismo día, aquel soleado día de noviembre. No dije que sabía que su padre había sido congresista durante una legislatura, y no dije que la adoré desde la distancia durante absolutamente todos los largos y frustrantes días de mis tiempos en el instituto. Era evidente que no me recordaba. ¿Me molestó? Supongo que de un modo muy sutil y asumido, tal vez sí. No de forma consciente. Pero, en cualquier caso, no dije nada.

Terminamos la parte del diagnóstico y entonces me comentó que tenía problemas para dormir. Los ruidos, los gritos en su unidad durante la noche. Vi que unía y desunía las manos en su regazo y me preguntó, dubitativa, si podría conseguirle alguna pastilla que le ayudara.

—Solo para poder adormilarme unas horas —dijo.

No pude evitar darme cuenta de que la laca de color tomate que cubría sus uñas estaba descascarillada. Si algo tenían en común todas mis clientas, era que lucían manicuras impecables e increíblemente complicadas: arcoíris, palmeras cocoteras, el nombre del novio, rayas brillantes, estrellas y corazones. Aquellas mujeres ni se toqueteaban ni se mordían las uñas. Las exhibían. Pero las de ella eran cortas. Destrozadas.

Sin darme cuenta, empecé a escribir en un formulario azul, recomendándole la toma de Zoloft. Me levanté de la silla, rodeé la mesa y le entregué el papel. Se levantó. Le sacaba una cabeza. Su mirada abatida, sus largas pestañas. Débiles pecas dispersas por las mejillas. Aparté la vista, enderecé la espalda, armándome con todos y cada uno de los centímetros que me daba mi altura.

—Enséñale esto a la secretaria del doctor Polkinghorne, dos puertas más allá.

Leyó la nota y me dio las gracias en voz baja. Nos quedamos un minuto sin decir nada. Yo, librando un debate interno sobre si decir lo que sabía que debería decir.

—Humm… ¿sabes qué? —empecé a decir. Pero dije algo completamente distinto—. Me gustaría incorporarte a mi lista de citas fijas. Creo que podríamos buscar soluciones a tu caso.

Frunció los labios para esbozar una minúscula sonrisa melancólica.

—Estupendo —dijo.

Y dio media vuelta para irse. Con su cola de caballo balanceándose de un lado a otro, se alejó de mí y cruzó la puerta.

Dejarla marchar en aquel momento, sin revelarle lo que sabía, fue una violación de la ética profesional, la primera de una serie de faltas que he cometido desde entonces. Las normas de la Asociación Norteamericana de Psicología en cuanto a relaciones preexistentes, no dejan lugar a dudas. Hay que reconocer su existencia, y en el caso de que la relación pudiera menoscabar la objetividad, la terapia tiene que interrumpirse. En la normativa queda muy claro.

Debió de ser entonces cuando dejé de seguir las normas. Hasta aquel momento, siempre había sido más o menos de lo más normal, un hombre que acataba la ley y seguía las normas.

Ella lo cambió todo, aun sin pretenderlo. Aquella persona con el uniforme amarillo del centro, con su cara de flor de jardín. Ella, a quien tan bien recordaba de cuando era una niña. Ella, de quien era imposible olvidarse.

No puedo referirme a ella por su nombre. Llamémosla M y sigamos con el relato.

2

 

Mayo de 1999

 

 

 

 

 

Miranda Green nació en Pittsburgh, Pensilvania. Vivió gran parte de su infancia en los barrios residenciales de Washington, D. C., y durante el mes de mayo de su trigésimo segundo año de vida, uno de los mayos más preciosos que se recuerdan en el Eastern Seaboard, hacía planes para morir en Nueva York. En Milford Basin, Nueva York. Más concretamente, en las instalaciones del penal de mujeres que ocupaba ciento cincuenta y cuatro acres de superficie talada en los bosques de arces y matorrales de las afueras de la ciudad de Milford Basin.

Durante los años veinte, un Rockefeller, un Roosevelt o algún otro ricachón fue el propietario de aquella finca en Milford Basin, explicaban los agentes inmobiliarios a los compradores potenciales. Por desgracia —desde un punto de vista inmobiliario—, el ricachón en cuestión estaba empeñado en reconducir la vida de las chicas descarriadas. Y de este modo, lo que en su día fuera un pabellón de caza se transformó en un reformatorio y en la actualidad, setenta años después, había pasado a ser una cárcel del estado calificada de entre mínima y media seguridad. Ya nadie pensaba en aquellas mujeres como «descarriadas». Eran delincuentes y criminales que necesitaban una malla perimetral tupida de cuatro metros de altura, alambradas y vigilantes de seguridad armados.

La cárcel quedaba en lo alto de las dos colinas que dominaban el pintoresco centro de Milford Basin. Se alzaba allí un amplio complejo vallado y en el interior de ese complejo se encontraba Miranda formulando sus planes. El método sería una sobredosis de pastillas. Las pastillas abundaban en el sistema; más de la mitad de las mujeres de Milford Basin estaban medicadas; el personal médico recetaba dosis diarias de Xanax, Litio, Librium y Prozac. Algunos personajes turbios las vendían también; evidentemente, podían comprarse fármacos, como tantas otras sustancias. Pero a veces era más fácil acudir al Centro de Terapia y hacerse con una receta, conseguir un diagnóstico de depresión, conducta social violenta o incluso de simple ansiedad social. Los medicamentos se dispensaban con generosidad, puesto que los medicamentos funcionaban, en todos los sentidos.

Miranda quería morir porque, después de veintidós meses de cárcel, no le veía sentido al hecho de seguir allí durante lo que le quedaba de condena. La condena se extendía una cantidad tan obscena de años que evitaba pensar en su duración exacta en términos numéricos y prefería considerar el tiempo como una carretera que se perdía en la niebla. No tenía posibilidad de solicitar la libertad condicional, y si algún día lograba volver a ser libre, sería muchísimo más vieja que ahora. De un modo u otro, la promesa de poder saborear la libertad a tiempo para disfrutar de las enfermedades de la vejez no le parecía razón suficiente para aferrarse al clavo ardiente de la vida. Deseaba soltarlo.

De ahí la visita de Miranda al Centro de Terapia. La idea de ir a ver un loquero no le gustaba nada. En una ocasión, durante ese periodo turbulento de su adolescencia que sucedió a la muerte de Amy, su madre le pidió hora para ir a ver a uno. Pero ella se negó a subir al coche. Nunca había tenido una personalidad introspectiva. En ese sentido, había salido a su padre. Pero en Milford Basin, donde el tiempo libre daba para bostezar a mansalva, no podía evitar reflexionar sobre lo que le había deparado la vida. ¿Qué hacer si no? Y las dos semanas que había pasado en el módulo de aislamiento le habían servido para concretar sus ideas. Cuanto más ahondaba en su interior, más segura estaba. No esperaría a que el destino diera el paso. ¿Acaso el destino no había jugado ya con ella, no la había golpeado con todas sus fuerzas? No, ahora sería ella quien tomaría el destino en sus insignificantes y encarceladas manos.

 

 

Un lunes a las nueve y media de la mañana, Miranda recorrió el sendero asfaltado que conectaba el Edificio 2A&B con el edificio de escasa altura de la administración, que albergaba la zona de visitas y el Departamento de Terapia. Pasó por delante de una anciana llamada Onida, que descargaba sus frustraciones en la parcela ajardinada cuyo cuidado le había encomendado la administración. Onida no tenía permiso para manejar herramientas de jardinería —los instrumentos metálicos afilados no hacían ninguna gracia en el recinto— y no le quedaba otro remedio que remover la tierra, primaveral y con lombrices, con las manos y una pala fabricada a partir de un trozo de cartón, mientras iba canturreando para sus adentros. Tenía a su lado varias bandejas de petunias donadas por las mujeres del club de jardinería de la ciudad. Levantó la vista cuando Miranda pasó por su lado.

—Dios es bondadoso, de verdad que sí —dijo.

—¿Tú crees? —replicó Miranda.

Siguió caminando. Y oyó que Onida murmuraba a sus espaldas. El cielo era dolorosamente azul. El olor a hierba cortada, la tímida brisa que le caldeaba la piel. Seguía sin acostumbrarse a aquello. A salir al exterior y tener únicamente la cúpula del universo por encima de su cabeza. Nada de cemento, nada de almas encerradas. Llevaba solo tres días fuera del módulo de aislamiento. Dos semanas en la caja de zapatos, como lo llamaban las mujeres, habían alisado sus percepciones, era como si hubiera pasado por un proceso de prensado y secado, como una tabla de cortar hecha con maderas exóticas. ¿Era posible empaparla por completo y rehidratarla? «Lo dudo», se dijo.

 

 

¿Lo conocía de algo? A primera vista, le pareció vislumbrar un destello de familiaridad, la cara… tal vez lo había visto en alguna ocasión, o quizás simplemente se parecía a alguien que conocía. Ojos azul grisáceo, cabello rubio, abundante, algo despeinado. Debajo de la barba de dos días se adivinaba una mandíbula fuerte. Un hombre que, desde un punto de vista sutil, no estaba mal. Aunque tenías que mirarlo dos veces para llegar a esa conclusión. Frank Lundquist, se dijo para sus adentros, para poner mentalmente a prueba su nombre.

Era el primer hombre sin uniforme de carcelero con el que hablaba desde hacía casi un año, excluyendo familiares y abogados. Que, por otro lado, eran una excepción.

—Bienvenida —dijo él, moviendo de un lado a otro, con un aire distraído, los papeles que tenía encima de la mesa—. Gracias por venir hoy a verme. —Hablaba con una voz titubeante, profunda. Cuando se levantó, de forma muy brusca, vio que era bastante alto. Encima de un archivador que había en un rincón silbaba una tetera eléctrica, humeante. Dándole la espalda a ella, llenó las tazas, tomándose más tiempo del necesario, mientras iba recitando alguna cosa relacionada con las normas básicas a seguir—. Lo que digas aquí no saldrá de esta habitación.

El té estaba buenísimo. El desplazamiento habría valido la pena aunque fuera solo por eso. Volvió a sentarse, cogió un dosier y la miró fijamente. Miranda dejó que los vapores del té le calentaran la nariz y estudió el mechón de pelo que le caía a él sobre la frente, suave como el ala de un pájaro. Empezó a pensar en cómo sacar a relucir el tema de la medicación.

El hombre levantó por fin la vista del dosier y habló:

—Dice aquí que acabas de salir del módulo de aislamiento. ¿Podrías explicarme qué pasó para que acabases allí?

Se quedó sorprendida.

—¿No sale ahí?

—Me gustaría oír tu versión de las cosas.

Se recostó en su asiento. Sus ojos viajaban sin cesar de un lado a otro: miraba su cara y apartaba la vista, su cara y apartaba la vista.

«Acabará poniéndome nerviosa», pensó ella.

—Mi versión de las cosas. —Esbozó la sonrisa más mínima posible—. No sabía que aún tengo mi propia versión de las cosas.

Asintió.

—Te escucho. —Se rascó la barbilla. Sonido de lija—. Reflexiona. Tómate tu tiempo.

 

 

Veía fragmentos deshilachados de blanco, la insinuación de unas nubes, desfilando por la esquirla de una ventana que se abría dos metros y medio por encima de su cabeza. Estaba tumbada en un rincón de la celda del módulo de aislamiento, intentando ver lo que había al otro lado de una ventana diseñada para no mostrar nada. Y poco a poco, observando aquellos hilillos, empezó a cobrar conciencia de un retumbo rítmico. Una nota grave repetitiva que le recordaba, en alguna parte primigenia de su ser, su primera infancia. No se le ocurría qué podía ser.

Se acercó a la puerta y miró por el pequeño ojo de buey, un pedazo de cristal reforzado del tamaño de un estropajo de cocina. Lo único que se veía era la puerta de la celda de enfrente; detrás de ella estaba Patti, que había asesinado a un cirujano en una disputa relacionada por el pago de las cuotas de la mutua Blue Cross/Blue Shield.

Acercó el oído a la solapa metálica que se abría tres veces al día, cuando le traían la comida. El retumbo continuaba a través de la lámina de acero.

Se agachó hasta rozar el suelo, cubierto de pintura gris grumosa y eternamente helado, y acercó la boca al resquicio de un par de centímetros que se abría bajo la puerta.

—Patti.

Sin respuesta. Volvió a intentarlo. Entonces, de pronto, identificó aquel retumbo. Patti estaba roncando, una cacofonía profunda y mocosa. Roncaba igual que el padre de Miranda, un sonido que la despertaba de sus sueños cuando era niña. Patti estaba durmiendo. Patrizia Melvoin, VIH positiva, estafadora, transgénero, originaria de Morrisania, el Bronx, roncaba con el mismo tono y el mismo ritmo que Edward Green, congresista, distrito veintiocho, Pensilvania.

Miranda se sentó en el suelo y rio. Rio, y el sonido de su risa resultó tan extraño para sus propios oídos que se quedó de inmediato en silencio. Los ronquidos continuaban.

Era su último día de aislamiento y tenía la impresión de que aquel encierro estaba durando años. Fijó la vista en el pedazo de cielo. Sin duda alguna, era más de mediodía.

Normalmente, los funcionarios soltaban a las prisioneras que estaban en el módulo de aislamiento por la mañana. ¿A qué venía este retraso? Pensó en sus fotos, en su ropa, en la Cup-a-Soup que le esperaba en la caja de plástico que guardaba en su unidad. Se desabrochó el batín de franela, que tenía un color amarillo apagado y le recordaba los albornoces que la abuela Rosalie solía regalarles a Amy y a ella, para su consternación, por Navidad. Habrían preferido una de esas muñecas que podías peinar y maquillar, unos bastones de majorette o un conejito como mascota. El batín se lo habían dado después de obligarla a entregar su uniforme amarillo antes de acceder al módulo de aislamiento. Se lo quitó, e hizo lo mismo con las bragas impuestas por la institución. En el módulo de aislamiento no podías tener tu propia ropa, de modo que estabas obligada a vivir con el estado de Nueva York hasta en el culo.

Miró el inodoro de acero inoxidable, sin tapa, sin protector de asiento, un tragadero gélido. Se sentó. Y empezó a brincar arriba y abajo. Rápido. Dos semanas atrás, Miranda era incapaz de hacer esto. Cuando Patti le contó cuál era su pasatiempo favorito, ella le replicó:

—Yo jamás llegaré a tener tantas ansias de entretenimiento.

Patti rio entre dientes.

—Aquí no hay tele. Ni tampoco un solo libro de Reader’s Digest que poder leer.

Los primeros días habían transcurrido bien. Miranda se había hecho con cuatro pastillas para dormir que Lu le había suministrado cuando quedó claro que acabaría entrando en la caja de zapatos. Las había pasado introduciéndose un par de ellas en cada orificio nasal y sin estar segura del todo de si al respirar se delataría, pero lo había conseguido. Las pastillas la habían mantenido agradablemente adormilada. Pero se habían acabado y no le había quedado otro remedio que fijar la vista en aquel retazo de cielo y empezar a ver desfilar recuerdos de Lewis Patterson, y de Duncan, y cosas peores si cabe, y poco había tardado en quedar sumida en una agonía de imágenes repetidas, desesperada por encontrar cualquier cosa con la que mantener la cabeza ocupada, con la que llenarla y aniquilar cualquier pensamiento.

Y así fue como un día se sentó en el inodoro y empezó a saltar. A botar. Con escepticismo al principio. Riendo incluso. Qué ridiculez. Rio, pero continuó, como si estuviera montando a caballo, como hacía en Camp Piney Top, en los montes de Allegheny, cuando tenía nueve años. Y entonces oyó una reverberación; resultó que los saltos habían provocado el efecto de un desatascador y habían succionado el agua en las tuberías, dejándolas limpias. Se arrodilló junto al inodoro, cerró con fuerza los ojos, se tapó la nariz e introdujo la cabeza en la taza.

Oyó voces.

 

 

Trajes oscuros a medida, corbatas italianas de colores vivos confeccionadas con seda de primera calidad atadas con ampulosos nudos. Además de pañuelos de bolsillo a juego. Un día de color azul pavo real, al día siguiente de un tono morado intenso con motivos de flores de lis. Miranda se preguntaba a veces si sería por eso por lo que acabó con aquella sentencia mareante. Su abogado olía a dinero. Los miembros del jurado —el ayudante de cocina de una pizzería, el conductor de una máquina quitanieves— se imaginaron que estaban derribando a una princesa de su pedestal en lo alto de una montaña de dinero. No sabían que el capital heredado del que hablaban los periódicos, la fortuna de los Greene de Pittsburg, construida a lo largo de décadas a base de mesas de comedor con hojas abatibles, sofás cama y sillas de jardín con respaldo ergonómico, se había agotado hacía tiempo, con la sangría que habían conllevado los gastos publicitarios de la última y desastrosa campaña de su padre. Alan Bloomfield, experto en elegantes corbatas italianas y pañuelos de bolsillo, era un viejo amigo de la familia, miembro de la hermandad estudiantil de su padre y enamorado de su madre, que había ofrecido sus servicios a precio de ganga.

Bethanne Bloomfield, la hija de Alan, era de la misma edad que la hermana de Miranda, Amy. Hubo una época en la que fueron amigas íntimas: iban juntas al Twin Oaks Mall, al cine, se encerraban a cal y canto en la habitación de Amy. Un par de aventureras de catorce años de edad. Miranda recordaba un día que se plantó en la puerta de la habitación mientras las adolescentes se emperifollaban para asistir a un baile del instituto. Secadores, planchas para el pelo; aquello sonaba y olía como una pequeña fábrica. No había adultos en casa. Las chicas decidieron saquear el tocador de Barbara Greene, repleto de sofisticados frascos de perfume. Repasaron los oscuros e interesantes nombres: Opium, Skin Musk. Entonces, Bethanne abrió el armario de Edward Greene y descubrió un paquete de Trojans en el cajón inferior. Chilló:

—¿Utilizan condones?

Amy le arrancó la caja de las manos. La examinó y acto seguido dijo, frunciendo el entrecejo:

—Tenía entendido que mi madre llevaba un DIU.

Bethanne se apoderó de nuevo del paquete, sacó un sobrecito de su interior y se lo guardó en el bolsillo. Amy cogió otro y devolvió la caja a su escondite.

Miranda no sabía qué era un DIU y cuando luego se lo preguntó a Amy, no quiso decírselo.

Miranda podía pasarse horas así, persiguiendo momentos de su juventud, esquirlas de seguridad de un pasado lejano. Pero los recuerdos siempre acababan serpenteando hacia lugares peligrosos. Bethanne era ahora abogada, se había casado con otro abogado y la pareja vivía en Bethesda de alquiler, en una zona residencial con casas adosadas. A partir de Bethanne, sus pensamientos regresaron a Alan Bloomfield, sentado muy erguido a su izquierda, dando suaves golpecitos a su cuaderno con el lápiz, viendo como su caso se desmoronaba.

Y a partir de allí, una vez más, aunque intentó impedirlo, hacia la mujer del estrado, su voz autoritaria aunque temblorosa, su cuerpo voluminoso, una dignataria de nervios y de dolor.

—Mi hermano era un solterón. Funcionario del ejército en Saigón. Capitán del camión de bomberos voluntarios. Mi hermano era un buen hombre.

La mujer rompió a llorar. La mujer jamás miró en dirección a Miranda.

 

 

El estado la conocía como 0068-N-97, porque era la prisionera número 68 que ingresaba aquel año en NYS DOCS Facility N, conocido también como la institución penitenciaria de Milford Basin de aquel año. Vivía en la Unidad C 109, en la celda número 34, la última del lado sur del ala Este.

Allí, la funcionaria de prisiones Beryl Carmona era como el Dios del Antiguo Testamento: seria, pero a menudo también amorosa, omnipotente y aterradoramente impredecible. Lu se había acercado a Miranda nada más llegar a la unidad, le había pasado un brazo por el hombro y le había hablado al oído sobre la vigilante principal:

—Carmona es una imbécil muy lista. Vete con ojo con ella.

Ludmilla Chermayev, antigua residente de Moscú y de Sheepshead Bay, tenía razón al respecto, igual que la tenía en prácticamente cualquier cosa relacionada con Milford Basin, como muy pronto descubrió Miranda. Durante su primer mes en la unidad, Carmona amonestó a Miranda doce veces.

Barb Green no alcanzaba a comprender cómo era posible que su hija hubiera acumulado tantas faltas de disciplina como para estar a solo una amonestación de ser enviada al módulo de aislamiento.

—En la escuela no hacían más que hablar de lo bien que te comportabas. En cuarto, fuiste la que obtuvo mejor calificación en conducta —había dicho resoplando, agazapada entre el caos de la sala de visitas y haciendo trizas un pañuelo de papel. La madre de Miranda había intentado no llorar en esta ocasión, pero había acabado haciéndolo una vez más. Pañuelos de papel por todos lados, lentes de contacto fuera—. ¿Por qué no puedes seguir las reglas, cariño? —le había suplicado Barb—. ¿Por qué no lo intentas?

Pero Miranda seguía las reglas, lo intentaba. «Sé sensata y mantente alejada de los problemas, no te metas donde no te llaman y cumple tu condena». Este era el pacto que había hecho consigo misma la primera semana. Incluso lo había plasmado por escrito en el ejemplar de la versión abreviada de la Biblia de April Nicholson, puesto que April, que ocupaba la celda de delante de Miranda en el módulo de recepción, había insistido en ello.

—Tú eres como yo —le había dicho aquella primera noche espantosa desde el otro lado del oscuro pasillo con una expresión solemne dibujada en una cara redonda, con pómulos que parecían esculpidos en bronce, unos ojos oscuros preciosos y una boca de color ciruela que le habían proporcionado cierto consuelo, un poco de belleza—. Yo no soy de la calle, y nunca he estado ni estaré en la calle —le había dicho con aquella voz en la que Miranda acabó confiando, provista de un tono grave que se entremezclaba con una vaga calidez sureña—. Tú haz lo que yo y no tendrás problemas.

Y Miranda no era el problema. El problema era Beryl Carmona. La primera noche que dejó atrás el módulo de recepción, arrastrando su uniforme de presidiaria dentro de una bolsa negra de plástico, con April siguiéndola con sus libros y su material de papelería, Carmona estaba esperándola en la 109C.

—Estás delante de la funcionaria jefe de esta unidad —dijo señalando su placa de identificación. El pelo castaño rizado enmarcaba su mandíbula prominente y cuando andaba, las esposas y la linterna sacudían sus anchas caderas. Los bolsillos delanteros de sus pantalones de algodón beis sobresalían como orejas. Fijó la mirada en el montón de material que cargaba April en brazos y se volvió hacia Miranda con una sonrisa—. ¿Lees? Yo también. Estupendo. Así podremos discutir sobre el tema. Pero que no vuelva a verte con esas chancletas —dijo señalando las chanclas azules de Miranda.

—Me las ha dado el jefe de almacén.

—Son para la ducha. No me gusta ver los dedos de los pies de la gente.

Había varias mujeres por allí observando la escena con amigable curiosidad. Todas llevaban chancletas. En la unidad hacía calor y había poca ventilación.

Carmona siguió su mirada y suspiró con exageración.

—No busques inspiración en estas mujeres, por favor. Son penosas, de eso no cabe la menor duda, pero nacieron penosas. A ti pienso exigirte más nivel. —Le guiñó el ojo y sacudió su abultado llavero—. Me gusta eso de tenerte aquí. De verdad. Y ahora, permíteme que te muestre tu habitación.

Carmona solía llamarla Missy May. Otras funcionarias la llamaban Miss Lady. Las chicas la llamaban Miss Prell o Lady Prell.

—Tiene el pelo de los anuncios del champú Prell —observó un día Chica, en la unidad de cocinas, durante la primera semana de Miranda en la cárcel, levantando la vista de las judías que estaba removiendo y agitando la cuchara de madera para señalar el cabello grueso, brillante y castaño rojizo de Miranda. Le había crecido y le superaba ya la altura de los hombros—. Como mi hermano —continuó Chica—. Pelo brillante Prell. Mi hermano se lo lava dos veces al día. Siempre con Prell. Siempre.

—Un pelo Prell, podría decirse —añadió otra.

Las chicas hablaban entre ellas sobre ellas. Miranda sabía que su opinión no era necesaria ni deseada. Se limitó a ahuyentar una mosca que rondaba su bocadillo de mermelada de arándanos y siguió leyendo la historia de Tess d’Urberville. Le daba igual que la apodaran Lady Prell, completamente igual. Reconocía que siempre se había sentido muy orgullosa de su pelo y se alegraba de que aún mantuviera su brillo. Llevaba semanas sin usar acondicionador. Las instrucciones —aplicar con generosidad, peinar, esperar cinco minutos y aclarar— no encajaban con los lavabos de una cárcel.

Chica era, de hecho, la mujer de la alfombrilla del baño, y la cosa acabó con la treceava amonestación, la que llevó a Miranda al módulo de aislamiento. De color rosa empolvado, peluda, y solo un poco sucia por los bordes. Miranda codiciaba aquella alfombrilla desde el instante en que la vio, porque le recordaba el Hotel Flora de Roma. Con doce años de edad, con motivo de alguna conferencia que había dado su padre. Gastos pagados. Su padre, su madre, Amy y ella alojados gratuitamente en un hotel con suelos de mármol verde oscuro y angelitos blancos de yeso aleteando por el techo. A última hora de la tarde, una camarera se encargaba de dejar las camas preparadas y colocar una gruesa toalla de color rosa en el suelo, junto a la mesilla de noche.

«Para los pies —le había explicado su madre—. Para que lo último que hagas por la noche y lo primero que hagas por la mañana sea sentir su suavidad en la planta de los pies».

Cuando Miranda vio aquella alfombrilla, supo que si conseguía sentir su suavidad en la planta de los pies, podría tener la oportunidad de conservar, al menos en parte, su cordura.

Un día, a la hora de comer, abordó el tema. Como era habitual, las dominicanas estaban congregadas alrededor del microondas, con la mujer a la que todas llamaban Mami, una señora arrugada que había gestionado un piso franco en Inwood, sirviendo un menú compuesto por tomates de lata y arroz instantáneo. La mayoría de las latinas de la unidad no comía en el Zoo, excepto unas pocas del grupo de Marcy. Miranda era más o menos bienvenida en el círculo de la cocina; y se sentía agradecida por ello, la comida era decente, y empezaba a pensar que tendría que haber estudiado español en vez de francés y alemán en el instituto para de este modo poder seguir toda la conversación.

El caso es que aquel día le pareció entender que el recurso de Chica había sido aceptado y que en cuestión de una semana saldría de allí. Sin ni siquiera pensarlo, le dijo:

—¿Podrías darme esa alfombrilla, Chica?

Las mujeres rieron con nerviosismo.

—Lady Prell quiere tu alfombrilla, Chica —dijo una de ellas.

Chica le sonrió, una sonrisa muy amable, de oreja a oreja.

—Pásate por mi habitación el día que me marche. Creo que sí.

Las chicas, e incluso las funcionarias, llamaban «habitaciones» a las celdas, como si estuviesen hospedadas en el Hotel Flora.

El día de la puesta en libertad de Chica reinaba en el recinto una tensión especial porque, durante la noche, una mujer de la Unidad D había sufrido convulsiones como consecuencia del consumo de un fermentado hecho con restos de tostadas, terrones de azúcar, pieles de manzanas Red Delicious y una pizca de espray corporal con aroma a melocotón. Durante toda la mañana, las habían mantenido encerradas mientras registraban las celdas. Habían descubierto licor casero en cuatro celdas y habían enviado a sus ocupantes al módulo de aislamiento. Por la tarde, cuando Miranda se dirigió al otro extremo del bloque, donde Chica estaba recogiendo sus cosas, la rabia contenida vibraba por los pasillos. En la celda de enfrente, una mujer llamada Dorcas, desgarbada y fuerte, con una cara dura y bruñida como una castaña, hizo un comentario:

—El juez ha rechazado mi recurso de apelación. A Chica le han dado una oportunidad. Pero a las funcionarias les importa una mierda que Dorcas pueda tener una oportunidad.

—Sí, sí, Dorcas —dijo una voz por detrás. Su compinche, una chica rolliza llamada Cassie, estaba repantingada en la cama de Dorcas, pintándose sus pies rechonchos con un bolígrafo—. Por lo único que estás aquí es para darles trabajo a las putas funcionarias.

—Chica —dijo Miranda—. ¿Te acuerdas de lo que hablamos el otro día?

—Mira qué brazos tiene esta chica. Tiene los brazos más flacos que he visto en mi vida —dijo Dorcas mirándola con asco.

—Se cree que es algo —dijo Cassie.

Chica cogió la alfombrilla del suelo casi con tristeza.

—Incluso te la he lavado, lady. Me la regaló mi hermana. Es buen material.

Acarició la alfombra peluda rosa, casi como si fuera una mascota, y se la entregó a Miranda.

—Me alegro mucho de que te vayas, Chica —murmuró Dorcas—. No lo sabes tú bien.

Chica frunció el ceño y, de mala gana, cubrió el umbral de su puerta con un trozo de vinilo transparente lleno de arañazos. «Cortina de intimidad», llamaban a esas solapas concebidas como transparentes, aunque las mujeres siempre encontraban la manera de enturbiar la visión. Buscó detrás de su cama y extrajo una hoja de afeitar.

—A veces se le enreda el pelo. Utilizaba esta hoja para recortarla. —La depositó en la mano de Miranda—. Mantenla bien escondida —dijo en voz baja.

Miranda se guardó la cuchilla en el bolsillo, enrolló la alfombrilla y volvió a su celda. Escondió la cuchilla en la rendija que quedaba entre la pared y el lavamanos. A continuación, extendió la alfombrilla en el suelo, junto a la cama, se quitó las zapatillas deportivas y acercó los pies a su cálida suavidad. Se echó hacia atrás, dejando las piernas colgando, y pasó dos horas así, pensando en el Hotel Flora e intentando recordar hasta el más mínimo detalle de aquel viaje a Roma, la forma tan extraña en que se abrían aquellas ventanas, la envidia que le inspiraban las chicas romanas montadas en las motos de sus novios. En el Foro, su madre leyéndoles las explicaciones de la guía, la locura de flores que había por todas partes, los naranjos. Amy, con sus rizos rubios y sus vaqueros ceñidos, atrayendo las miradas de los hombres que viajaban a bordo de los tranvías, su padre intentando entender las cuentas de los restaurantes. Doce años de edad. La familia unida, intacta.

Justo antes del recuento de la noche, Carmona apareció en su puerta, escoltada por Dorcas y Cassie.

—Lo que te dije —dijo Cassie—. Ahí está.

—Vaya, vaya, Missy May. —La funcionaria se acercó a grandes zancadas a la cama donde Miranda estaba sentada—. Me has decepcionado. Así que robándole la alfombrilla a esa desgraciada.

—¡Y una mierda!

—¿Quieres que te amoneste por soltar tacos?

—Creo que deberías amonestar a la chica por soltar tacos.

Carmona se giró hacia Dorcas.

—Cierra tu puto pico.

Miró de nuevo a Miranda.

—Si no me das esa alfombrilla, te amonestaré por lo que acabas de decir. No es tuya.

Miranda se sentó en la alfombrilla.

—Es un regalo de Chica.

Cassie intervino entonces, hablando con petulancia.

—Es un regalo de Chica, siempre dijo que me la daría y por eso me la dio.

—Me cuesta creer que esto esté pasando. Que esté discutiendo por una alfombrilla de baño.

—Ya no estás en la Casa Blanca —observó Dorcas con satisfacción.

—Voy a amonestarte por robo. Serás llamada a declarar. Y ahora, dame ese puñetero trasto.

La funcionaria se acercó a Miranda, que cogió la alfombrilla con las dos manos, sin levantarse.

—No.

Carmona se lanzó a por la alfombrilla y Miranda la esquivó. Girando bruscamente los hombros, golpeó el brazo de la funcionaria. En la puerta de la celda se había congregado ya una pequeña multitud. Había gritos de excitación, pues todas sabían qué sucedería a continuación.

—¡Esto es agresión! —exclamó triunfante Carmona enderezándose y dando un paso atrás—. Estás jodida, Missy May.

Entre las mujeres, espectadoras de un accidente horripilantemente emocionante, reinaba la expectación. Carmona sacó del bolsillo trasero su libreta de amonestaciones y les indicó con la mano que se alejaran de la puerta.

—¿Y qué pasa con mi alfombrilla? —gimoteó Cassie.

—Pronto la recuperarás —replicó Carmona.

Cuando la multitud se dispersó, la funcionaria entró de nuevo en la celda, agitando su fajo de amonestaciones, sacó un bolígrafo del bolsillo y le quitó el capuchón con los dientes.

 

 

Miranda cerró los ojos con más fuerza y acercó más si cabe el oído al desagüe. «Nunca jamás volverás a ocupar este espacio», se prometió.

—A mi madre le encanta John Wayne.

Miranda reconoció la voz como perteneciente a Viv, la mujer que ocupaba la primera celda, la que tenía vistas al despacho. La interrumpió, y le preguntó a Viv si veía por ahí alguna funcionaria de guardia.

Las carcajadas, al escuchar su voz a través de las cañerías, fueron inevitables.

—Espera. Voy a mirar —dijo Viv.

Se hizo el silencio en el desagüe, roto tan solo por un murmullo de fastidio:

—Esa sale pronto.

Viv volvió enseguida.

—La de guardia está por aquí, cariño. Ocupada con papeleo, por lo que parece. Saldrás enseguida.

Miranda se sentó en el suelo junto al lavabo y apoyó la cabeza en la pared. Y entonces apareció la cara sonrosada de Carmona en la ventanilla, recortada a la altura de las cejas. Retiró la triple cerradura de seguridad con una sonrisa. Y se abrió la puerta.

—Vuelve a casa, Missy May —dijo con lo que parecía un cariño sincero—. Todo queda perdonado.

Miranda no sabía si estaba al corriente de lo que pasó justo antes de que la guardia del módulo de aislamiento viniera a por ella, hacía ya dos interminables semanas. Dorcas pasó junto a su celda y se detuvo en el umbral.

—Dice Cassie que te quedes con la puta alfombrilla. Le dije que estaba mal. Robé lo que no era mío, pero nunca dije que fuera mío algo que no era mío. ¿Entendido?

Miranda lo entendió, lo cual resultaba gracioso. Empezaba a encontrarle el sentido a la lógica de la cárcel.

 

 

Le contó todo esto a Frank Lundquist. Luego se quedó en silencio, saboreando el té, que empezaba a enfriarse. Al final, él levantó la vista de sus notas e hizo un mínimo gesto de asentimiento. Su expresión se volvió sombría, ¿o sería un efecto provocado por un cambio de la luz? Miranda miró hacia la ventana que se abría detrás de la cabeza de él. Un cielo azul y luminoso, un arbusto larguirucho, visto desde la perspectiva del sótano. Debía de haber sido el viento que agitaba las ramas y proyectaba sombras cambiantes en la estancia.

—Me gustaría hacerte un diagnóstico —dijo—. Para tener una base de la que partir.

—De acuerdo —dijo Miranda.

—Responde, por favor, verdadero o falso a las siguientes afirmaciones. «Muy pocas veces sueño despierta».

—Verdadero. ¿Son del test MMPI? He pasado ya un montón de pruebas de estas.

—Confía en mí. Ya sé que parece un poco ridículo.

—Por supuesto, adelante.

«Lo que sea mientras consiga salir de aquí con esa receta de medicamentos», pensó. Y estaba segura de que lo conseguiría. Era muy abierto, por formar parte del personal de la cárcel. Demasiado humano.

—«Mi madre me obligaba a menudo a obedecer, incluso cuando yo pensaba que no era lo más razonable».

—Verdadero. Pero era buena madre.

—Seguro. Por favor, limítate a responder verdadero o falso.

Lo dijo con delicadeza, no a modo de reprimenda. Justo en aquel momento, pasaron dos funcionarias por el pasillo comentando a gritos algo sobre el pago de horas extras.

—«A veces, pienso más rápido que hablo».

Se recostó en la silla giratoria y descansó el dosier en la rodilla.

«Creo que está un poco confuso conmigo —pensó Miranda—. Aunque ¿por qué no tendría que estarlo si yo estoy también confusa conmigo misma? Y mucho».

—Verdadero.

—«He abusado del alcohol».

—Falso.

—«A veces, de más joven, robaba cosas».

—Falso.

Aunque en alguna ocasión lo había hecho con los anillos de su madre. «¿Contará eso?», se preguntó.

—«No tengo enemigos que quieran hacerme daño».

—Verdadero.

Él tomó nota en el dosier. Tenía la frente recorrida por arrugas de preocupación, aunque solo eran visibles cuando enarcaba las cejas, un gesto que repetía cada vez que se ponía a escribir y que a Miranda le pareció agradable. Volvió a preguntarse: «¿Lo conozco de algo?». Parecía más o menos de su edad, o tal vez unos pocos años mayor que ella. Podría haberlo conocido en cualquier parte, haber coincidido con él en la cola para subir a un avión o en el bufet de la boda de algún amigo. Miranda hizo una comprobación. No llevaba anillo.

Volvió a mirarla.

—«Nunca he hecho nada peligroso por el simple placer de hacerlo».

—¿Qué? —dijo Miranda—. No te he oído bien.

—«Nunca he hecho nada peligroso por el simple placer de hacerlo».

¿Eran lágrimas eso que le escocía en los ojos? ¿Cómo era posible que aparecieran tan rápido? Pestañeó con fuerza. Se obligó a mirar aquellos ojos grises azulados.

—Falso —afirmó.