PREFACIO

Sobre la necesidad de una ecología cognitiva de la educación

“Hemos desarrollado velocidad, pero nos hemos encerrados

nosotros. La maquinaria que da abundancia nos deja en la necesidad.

Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra astucia, duros y crueles.

Pensamos demasiado y sentimos muy poco.

Más que maquinaria, necesitamos humanidad.

Más que inteligencia, necesitamos amabilidad y gentileza.

Sin estas cualidades, la vida será violenta y todo se perderá. (...)

No se entreguen a los brutos, los hombres que los desprecian,

los esclavicen, los que regimienten sus vidas,

les digan qué hacer, qué pensar y qué sentir. (...)

¡No se entreguen a estos hombres antinaturales, hombres de

máquinas con mentes y corazones de máquinas!

¡Ustedes no son máquinas!”

Charlie Chaplin (1940), The Great Dictator

Las democracias de todo el mundo están en crisis. Desde la antigüedad, el comportamiento de los votantes poco se ha basado en hechos y argumentos racionales, pero en las últimas décadas, el ascenso de las redes sociales está facilitando cada vez más explotar esta debilidad en favor de intereses creados. Procesos políticos de importancia nacional e internacional, tales como el manejo del calentamiento global, de las oleadas de inmigración e incluso de procesos electorales en general, se están volviendo vulnerables a la manipulación en gran escala. Quien tenga acceso a un ejército de “bots” en línea, suficientemente bien financiado, podrá influir en una proporción significativa de votos a través de las redes sociales. Hechos y argumentos se ahogan en torrentes de noticias falsas, y responder con una comunicación genuina se hace cada vez más difícil, si no imposible, por la amenaza constante del acoso en línea.

Por lo tanto, la visión original de Internet de llevar al mundo a una sociedad más libre, más educada y, en última instancia, más abierta, ha dado paso a una dura realidad en la que el Internet, omnipresente en nuestras vidas a través de los teléfonos inteligentes, se ha convertido, por mucho, en la plataforma más poderosa para la manipulación social que el mundo haya visto. Es comprensible que una respuesta ante esta situación ha sido una desilusión general, e incluso un retiro de la esfera en línea. Sin embargo, nunca podemos simplemente volver a una era sin Internet. Para bien o para mal, las tecnologías de la información llegaron para quedarse, y necesitamos encontrar una manera más efectiva de vivir con ellas, y rápido. Los filtros de spam y los moderadores en línea no pueden hacer mucho; lo que se necesita con urgencia es una forma de reducir directamente la susceptibilidad de las personas ante la amenaza de ser manipuladas en línea. Y aquí es donde entra en juego la necesidad de una mejor educación.

El mejor antídoto para la manipulación por parte de intereses creados es una combinación de conocer los hechos y el pensamiento crítico. Sin embargo, en lugar de usar la educación como la principal estrategia de defensa contra la interferencia en el proceso democrático, los gobiernos de todo el mundo han estado ocupados desmantelando el sistema educativo. La educación superior es siempre el primer sector al cual se reduce su ya limitado presupuesto, y el objetivo declarado de muchas universidades ha dejado de ser el de capacitar a las personas para el pensamiento crítico. El objetivo principal se ha convertido en la producción de trabajadores que sean útiles para que las empresas obtengan beneficios económicos. Se están cerrando departamentos en las universidades que no encajan fácilmente dentro de este esquema. Los campos más afectados por estos cierres y cortes son precisamente los que estarían en la mejor posición para inocular a los ciudadanos contra la manipulación: las ciencias sociales, las humanidades y, en particular, la filosofía.

Sin embargo, la propia academia no es del todo inocente en esta situación paradójica. Las ciencias “blandas” ya se habían debilitado al estar al final del orden académico, como si investigar las complejidades de la mente humana y de nuestro mundo vital fuera de alguna manera menos importante que investigar las complejidades de las moléculas y proteínas. Esta jerarquía de las ciencias tenía más sentido en una época en que los principales desafíos de la sociedad se resolvían en gran medida con la innovación tecnológica, pero tiene poco sentido en una era en la que los problemas en sí mismos se han vuelto sociales y globales. Es hora de que pongamos en orden nuestras prioridades y distribuyamos los limitados recursos académicos de manera apropiada.

Parte del motivo por el cual la educación ha sufrido aún más es porque la ciencia cognitiva ha estado operando bajo un concepto de aprendizaje empobrecido. Para ser justos, el paradigma cognitivista-computacionalista dominante debe ser acreditado por contrarrestar los excesos del conductismo y por crear un espacio para el estudio científico de la mente subjetiva. Sin embargo, por otro lado, ahora podemos observar cómo esta victoria inicial de la ciencia cognitiva no logró hacerle justicia a la mente en su totalidad, ya que ha concebido el aprendizaje como un proceso esencialmente pasivo, en términos de transferencia y procesamiento de información. Para ponerlo de una manera sencilla, es como si las mentes de los estudiantes fueran contenedores cerebrales, el conocimiento fuera pedazos pequeños de contenido informacional, y los profesores sólo tuviesen la función de transferir el contenido requerido a esos contenedores con el propósito de almacenarlo en la memoria para luego ser simplemente recuperado. Esta metáfora no solo no vislumbra ningún papel crucial para el pensamiento crítico y creativo en el proceso de aprendizaje, sino que también, deja en un completo misterio la manera en que dicho pensamiento podría ser cultivado a través de las prácticas educativas. Por ello, existe una necesidad urgente de repensar el paradigma dominante de la ciencia cognitiva, y sobre esa base reevaluar las prácticas educativas actuales.

Sin embargo, en este momento, es improbable que los impulsos necesarios para generar estos cambios provengan de la corriente científica que promueven las potencias de la ciencia y la tecnología, las cuales han estado atrapadas en el paradigma del procesamiento de la información computacional por mucho tiempo. Una obsesión que no desaparecerá en un futuro cercano, a juzgar por el clima actual de la fiebre del oro de la inteligencia artificial (IA). Desde los años 90, los EE. UU. y la UE han invertido mucho en neurociencia, cada uno con su propio proyecto emblemático, y China ha anunciado que está lanzando su propia iniciativa que rivalizará con estos proyectos existentes. Esto ahora se ha complementado con enormes inversiones en inteligencia artificial, y la razón detrás de ello es que habrá sinergias entre una mejor comprensión de la función cerebral y los próximos avances en el aprendizaje automático, específicamente en los sistemas de redes neuronales artificiales.

Pero hay razones para mantener la cabeza fría y resistir dicha fiebre: los proyectos cerebrales hasta ahora no han cumplido sus promesas más elevadas, dejándonos difícilmente más cerca de una teoría madura del funcionamiento del cerebro. Y a pesar de los célebres aumentos en el poder computacional de la IA, los límites fundamentales para replicar las capacidades semánticas de la mente humana en sistemas artificiales, ya bien conocidos por lo menos desde la década de 1970, persisten obstinadamente. Las computadoras son capaces de procesar grandes volúmenes de datos como nunca antes, pero aún no entienden nada. La base del significado sigue siendo elusiva.

Esta situación requiere una reevaluación del marco teórico que ha motivado e impulsado estas agendas de investigación desde la creación del campo de la ciencia cognitiva hace más de medio siglo. Tenemos que ir más allá de los supuestos originales de la teoría cognitivista-computacionalista de la mente, que considera a las personas como robots implementados en la carne y reduce la comprensión al procesamiento de la información dentro de su cerebro.

Afortunadamente, hay señales de optimismo: existe un sentido cada vez mayor entre las nuevas generaciones de científicos cognitivos de que la mente no es una computadora abstracta y que el individualismo neurocéntrico está mal informado. La teoría alternativa emergente es que la cognición humana se entiende mejor como acción encarnada y afectiva en el mundo, y que se configura en sus formas más distinguidas de nivel superior a través de interacciones complejas con una serie de factores tecnológicos y socioculturales. Incluso la corriente conservativa en la ciencia cognitiva no puede darse el lujo de ignorar esta perspectiva y se ha ocupado en tratar de acomodarla de la mejor manera dentro de su esquema tradicional. Sin embargo, los avances teóricos más recientes apuntan a que básicamente se necesita un replanteamiento de la ciencia cognitiva, el cuál tome en consideración que la mente no puede ser separada de la vida, y en el caso de la mente humana, tampoco de las varias formas de vida.

¿Qué significa esta teoría alternativa de la mente en la práctica para América Latina? En primer lugar, significa que ya no hay necesidad de tratar de competir directamente con EE. UU., la UE y China en términos de sus enfoques actuales sobre la ciencia del cerebro y la IA, ya que estos han sido motivados por el paradigma tradicional. Esta es una buena noticia porque no es realista esperar que América Latina pueda permitirse las enormes inversiones en ciencia del cerebro e IA que están ocurriendo actualmente en estos campos en las naciones más ricas del mundo. De hecho, las limitaciones financieras de la región pueden ser visto como una bendición disfrazada, porque lo que se necesita con urgencia en este momento es una ruptura con las distracciones de la generación de grandes conjuntos de datos, tanto en ciencia cerebral como en la IA. Esto no quiere decir que la región no necesita de grandes inversiones en educación superior y en investigación básica, porque de hecho lo necesita. Pero es importante señalar que grandes inversiones en si mismas no son equivalentes a la generación de grandes o mejores perspectivas, especialmente si las directrices de la investigación son determinadas en gran medida por el prestigio que da el equipo e infraestructura costosa y no por el progreso a nivel teórico y de comprensión. Más bien, tenemos que encontrar ideas novedosas que conduzcan a mejores teorías, y eso es algo que el dinero no puede simplemente comprar. Al igual que el pensamiento crítico, la creatividad es algo que necesita ser cultivada, por lo que volvemos nuevamente a la necesidad de una mejor educación.

Considerando lo anterior, existe una oportunidad para que América Latina pueda forjar un camino alternativo, para crear una nueva visión de la futura investigación académica que posicione intentos por comprender las complejidades socioculturales de la mente humana en su centro. Chile, México y Colombia ya están haciendo contribuciones notables al desarrollo de una ciencia cognitiva encarnada, embebida, extendida y enactiva (la llamada “4E cognition”) que ofrece una resistencia significativa a los últimos vestigios de la corriente dominante cognitivista-computacionalista. En general, América Latina tiene ricas tradiciones en antropología, sociología y humanidades, que podrían ampliar significativamente el alcance de la ciencia cognitiva y darle una orientación sociocultural e incluso humanista muy necesaria.

Un par de aclaraciones son pertinentes. Primero, este rechazo del paradigma cognitivista-computacionalista no debe confundirse con una postura anti-tecnológica. Por el contrario, los avances tecnológicos, como en el análisis complejo de redes y el modelado basado en agentes, combinados con la creciente disponibilidad de “big data” proveniente de las redes sociales, hacen cada vez más fácil fortalecer la reputación de las ciencias tradicionalmente “blandas” con una nueva dimensión matemática y experimental. Metodológicamente, ya no tienen que esconderse detrás de las ciencias “duras”. Muchas de estas nuevas herramientas están disponibles de forma gratuita, e incluso las que tienen un precio no son tan costosas como, por ejemplo, comprar escáneres cerebrales cada vez más potentes o instalar granjas de servidores para competir con las de las universidades y empresas más ricas del mundo. De manera más general, una teoría que acepta que los seres humanos están constituidos por algo más que sus cerebros, también implica una ciencia cognitiva menos elitista: la investigación de vanguardia sobre la constitución de la mente ya no se limita a las manos de quienes tienen acceso al escaneo de imágenes cerebrales o modelado de redes neuronales profundas.

En segundo lugar, esta reorientación de la ciencia cognitiva no debe considerarse, por consiguiente, como opuesta a cosechar las recompensas del progreso futuro en la ciencia del cerebro y la IA. Más bien, si la nueva teoría está en el camino correcto, es de esperarse que la re-concepción de estos campos, en contraste directo con el paradigma cognitivista-computacionalista que todavía está obstaculizando los programas de investigación a gran escala existentes, conduzca a avances inesperados. Estos serían avances en los que la acción personal y la interacción social ocuparán un lugar central: el valor real de la IA se medirá en términos de cómo interactúa con las personas para potenciar sus interacciones, el cerebro se consideraría más bien como un componente crucial de este el proceso de interacción agente-ambiente, y la pedagogía se enfocaría menos en cómo transferir lo que está dentro de un individuo a otro, y más en cómo el proceso de aprendizaje puede ser potenciado por la interacción social en si misma.

En este contexto, una ecología cognitiva madura de la educación promete revelar todo el alcance de nuestra vulnerabilidad a la manipulación, dado que nuestra mente ya no está cerrada dentro de nosotros mismos, sino que ya está fuera en el mundo y entrelazada en todas nuestras interacciones, incluidas, por supuesto, aquellas en línea. En una nota más positiva, una ecología cognitiva de la educación también tiene el potencial de mostrarnos cómo aprovechar mejor el potencial hasta ahora insospechado de las interacciones para formar directamente nuestras mentes con el fin de fomentar el pensamiento crítico y creativo. Todavía hay esperanza de que las tecnologías de la información puedan finalmente cumplir con su promesa original.

“Ustedes, el pueblo, tiene el poder, el poder de crear máquinas,

¡el poder de crear felicidad!

Ustedes, el pueblo, tiene el poder de hacer esta vida libre y hermosa,

de hacer de esta vida una aventura maravillosa”.

Charlie Chaplin (1940), The Great Dictator

Dr. Tom Froese

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES EN MATEMÁTICAS APLICADAS Y EN SISTEMAS. UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO.

6 DE MARZO DE 2019

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¿Tiempo objetivo de aprendizaje o temporalidad de la experiencia de aprendizaje en la escuela?: aproximación ecológica de la cognición

RONNIE VIDELA REYES
ALEJANDRA TORREJÓN VERGARA

Introducción

En las ciencias cognitivas contemporáneas se establece que el aprendizaje, es un flujo de acciones que devienen estructuralmente (cerebro-mente-entorno), de manera que lo que se aprende no es algo que está al modo único de conceptos estáticos, sino más bien, es algo que hacemos a través de la experiencia (Thompson, 2007; Gallagher & Zahavi, 2013). Desde esta perspectiva, los seres humanos podrían entenderse como unidades ecológicas, por tanto, plásticas, y co-dependientes del resultado histórico de coherencias biológico-culturales (Maturana & Dávila, 2015). Se infiere entonces, que el organismo es un continuo que involucra la totalidad del existir en un ciclo de transformación y conservación de todos sus sistemas (molecular-sensorial-relacional).

En la escuela, producto de la era de la técnica centrada en el proceso y el énfasis de lo inmediato, se ha priorizado el tiempo objetivo del aprendizaje por sobre la temporalidad de la experiencia. Es decir, la duración de los eventos temporales que tienen lugar los conceptos en la mente y no el flujo temporal en la cual se configura la experiencia como resultado de la plasticidad conductual de todo el organismo. Lo anterior, queda de manifiesto en el currículo nacional a través de los siguientes conceptos que orientan la práctica educativa: aprendizajes esperados, objetivos de aprendizaje y cobertura curricular (MINEDUC, 2018). Estos tres aspectos mencionados, se fundan desde una teleología implícita, cuyo trasfondo temporal asume el tiempo de aprendizaje como la magnitud de la duración de un suceso a priori, sustrayéndose de la dinámica experiencial en la cual el organismo deviene como totalidad.

Debido a que los aspectos mencionados hacen referencia a que el aprendizaje debe ocurrir en un período determinado con independencia de la experiencia, el presente al cual hace referencia la escuela se vuelve vacío. En este presente vacío, no hay sujeto de la experiencia y por lo cual, la totalización del aquí y el ahora carece de un trasfondo temporal que deviene vivido. En cambio, el marco temporal de la experiencia de aprendizaje es dinámico e incesante, ya que ésta deviene corporeizada y extendida en la percepción. La concepción de un tiempo objetivo definido a priori en la escuela, reduce el presente a picos de actualidad sin tejido temporal, pues carece de tensión dialéctica entre pasado y futuro. Un presente vacío, se sustrae de la profundidad y la correspondencia histórica del devenir experiencial del sujeto (Giannini, 1987). En relación a lo anterior, es posible afirmar que la escuela opera desde un tiempo-espacio funcional que confina la temporalidad de la experiencia de aprendizaje en un tiempo objetivo de aprendizaje. Esto último atenta con la experiencia reflexiva y contemplativa de los niños y niñas, debido a que ya no hay demora y, por lo tanto, espacio para la sincronía temporal (Chul Han, 2015).

El presente capítulo expone una reflexión crítica sobre el tiempo objetivo de aprendizaje en la escuela y la temporalidad de la experiencia de aprendizaje como aproximación ecológica de la cognición. Con el objetivo de ilustrar las diferencias entre el tiempo objetivo del aprendizaje y la temporalidad de la experiencia de aprendizaje, se desarrollará una breve contextualización de estos conceptos en el currículo nacional, para luego dar paso a diferencias entre éstos, como aspectos relacionados a una comprensión ecológica de la cognición. Finalmente, se celebrará la dispersión temporal, el ahora, el instante, el silencio y un fenómeno interesante y poco estudiado en educación, como es el caso de lo “sublime”. Este último consiste en hacer intensivo el acontecimiento, en donde el marco temporal de la cognición parece dilatarse y hundirse, trayendo desde el fondo una conexión profunda que amplifica la experiencia de aprendizaje, mediante la sensación de que el tiempo se ralentiza (Oyarzún, 2010).

Tiempo objetivo de aprendizaje en la escuela

Si me preguntan qué es el tiempo, no lo sé.

Si no me preguntan, lo sé.

San Agustín, Las Confesiones.

Una de las preguntas que más ha inquietado a la humanidad desde sus orígenes está asociado al tiempo. Por ejemplo, ¿cómo es qué las cosas cambian, perduran y se extienden temporalmente en nuestra mente?, ¿cuál es el trasfondo por el cual se articula el pasado, el presente y el futuro? de modo que algo acontece, pero a la vez se acaba y se abre al porvenir. ¿Cuál es la forma del tiempo? Es acaso lineal como una flecha según la física clásica o como una maraña compleja de relaciones en la cual se urden todos los momentos del ahora. Tal como se desprende del epígrafe de San Agustín, el intento por objetivar el tiempo parece ser ininteligible al ser humano, sin embargo, desde el trasfondo intuitivo-experiencial, parecen desprenderse indicios sobre éste.

El asunto del tiempo y la temporalidad trasunta el devenir de las sociedades, dado que rige el modo en el cual se realizan y organizan las acciones, ya que incorpora un marco temporal en el cual las acciones duran. La escuela ha asumido un tiempo de aprendizaje a priori de la circunstancia que lo posibilita, pues ha delineado antes de la experiencia de los niños y niñas, el momento en el cual el aprendizaje ha de constituirse. Esta adscripción deja fuera la dimensión ecológica temporal que resulta de la experiencia cuando se aprende, y es posible identificarla en los aprendizajes esperados, objetivos de aprendizaje y cobertura curricular que aparecen en los planes y programas de estudio.

En la escuela se impone un tiempo y espacio funcional fuera de un tiempo y espacio vivido. El tiempo-espacio funcional es un escenario de interacción donde se suprime el devenir de la experiencia como manifestación espontánea del sentido que se encarna y extiende en cada instante de la cognición. Dado el énfasis programático y lineal del tiempo objetivo de aprendizaje, el marco de tiempo-espacio funcional en la escuela se convierte en el trasfondo rutinario que rompe la continuidad del yo, y, por ende, con la transferencia y la novedad. El tiempo lineal de la rutina se proyecta en un espacio físico donde nada se toca, pues la percepción se desliga de su carácter activo que aviva la multidimensionalidad sensorial proveniente de una subjetividad encarnada. Desde este marco temporal, las ideas ya no tienen un suelo fértil que irradie la historia de transferencias desde el contexto, de manera que las ideas que surgen no cavilan, sino más bien, marchan a la espera de un nunca retorno. Aquí el destino del aprendizaje descansa y se proyecta en la superficie de lo esperado. El tiempo objetivo de aprendizaje asume el supuesto de que el aprendizaje debe ocurrir en momentos puntuales y de manera específica, lo cual se ratifica en las evaluaciones basadas en indicadores de logro que buscan la correspondencia entre la conducta manifiesta y los estándares de aprendizaje propuestos a nivel ministerial.

Dicha correspondencia señalada connota el carácter intemporal del aprendizaje, ya que se establece a priori el devenir de éste como una totalidad que encaja con lo previsible, abstrayéndose de la novedad y la emergencia del momento que todo lo inaugura. En el caso del currículo nacional, los aprendizajes son considerados como esperados y objetivos, es decir, que deben alcanzarse y ser tratados todos dentro de un marco temporal fijo previo a la experiencia, dado que se conoce con antelación su aparición y, por ende, la ruta de acceso. Lo expuesto anteriormente puede rastrearse en la cobertura curricular, que, si bien no establece un orden en el tratamiento de los contenidos, predispone un marco temporal a priori para que se cumpla el número mínimo de objetivos de aprendizaje.

La cobertura curricular hace que el profesor acelere el tratamiento del asunto temático para que sus estudiantes logren el aprendizaje en un tiempo determinado, sin embargo, se desliga del presente para seguir con el futuro, de aquello pre-establecido a alcanzar. Este exceso de futuro conduce a la demarcación del trasfondo de tiempo-espacio funcional que deja afuera la maravilla de lo espontáneo e inhibe el flujo incesante del devenir que se regocija siempre en la incertidumbre. El profesor y sus estudiantes se cierran a lo disponible como impuesto y al terreno sólido del acontecimiento que se diluye en la fijación de lo esperado. La raíz de todo esto, recae en el énfasis programático y lineal de la escolarización, dado que, al acudir a relaciones preestablecidas, prima la aceleración del tratamiento del contenido, lo cual reduce las interacciones de aprendizaje a instantes desacoplados del ahora que se desarticulan de la unidad de sentido que otorga lo educativo como tiempo vivido.

La aceleración del tiempo en el proceso de enseñanza y aprendizaje que impone la cobertura curricular es engañosa, pues confunde la extensión asociada a la acumulación de contenidos con la profundidad ligada a la comprensión holística de éstos. Tal como sostiene Chul-Han (2015, p. 25), acerca del paradigma de la globalización del conocimiento y las competencias, “quien vive doblando la velocidad también puede aprovechar doblemente las oportunidades del mundo” situación que ingenuamente ha llevado a la escuela a pensar en análogas la vida plena con la vida exitosa. En el tiempo espacio-funcional se pierde el disfrute de las transiciones temporales producto de la aceleración y la dispersión temporal. Ya no hay incertidumbre, dado que no hay tiempo para demorarse y por la tanto, se desvanece la contemplación y la reflexión.

La reflexión siempre es una instancia por la cual los niños y niñas participan socialmente de prácticas culturales compartidas para luego internalizarlas y que se vuelvan individuales, para nuevamente volverlas a socializar e interiorizar (Vygotsky, 1962). Esta circularidad de acciones donde el los niños y niñas intercambian y transforman el conocimiento para sí y para un otro, es co-dependiente del ciclo de coordinaciones y coherencias que se dan a nivel molecular-sensorial-relacional (Maturana y Dávila, 2015). En este sentido, todo lo que acontece en la experiencia es el resultado de interdependencias del tipo cerebro-mente-entorno, de manera que no hay un afuera que especifique al organismo, ni un adentro que determine la conducta.

A partir de lo anterior, ¿cómo es que puede fijarse a priori el aprendizaje con independencia del devenir de la experiencia?, ¿es significativo el aprendizaje de los niños y niñas en un tiempo-espacio funcional donde el profesor acelera y disgrega el tratamiento de los contenidos a presentes puntuales donde la duración de la experiencia se vuelve vacía?, ¿qué es lo que específica la cobertura curricular con independencia de la interacción en el proceso de enseñanza y aprendizaje? Estas preguntas tensionan el paradigma escolarizante centrado en el procesamiento de información que impera actualmente en la escuela.

Desde un paradigma educativo basado en la ecología cognitiva, la temporalidad de la experiencia de aprendizaje está siempre en transformación a la circunstancia histórica que la posibilita, ya que deviene dinámica, corporeizada y extendida. Por el contrario, el tiempo objetivo de aprendizaje en la escuela se agota en lo estipulado por el currículo, limitando el despliegue temporal del aprendizaje a una cosa objetiva, que está allá afuera amparada en el tiempo-espacio funcional. En la escuela, el exceso de automatización, reproducción y certidumbre considera idéntico cualquier instante con otro, pues el tiempo se convierte en el guardián de la memoria del mundo físico, y por ende en el soporte del futuro como reafirmación de lo esperado.

El intervalo entre el inicio y el final de la clase en la escuela, carece de novedad, pues no hay espacio para las irrupciones, ya que las transiciones demoran y por lo tanto retrasan la llegada al logro del aprendizaje. En cambio, en el mundo de la experiencia “el intermedio que separa la partida de la llegada es un tiempo indefinido, en el que hay que prever lo imprevisible” (Chul-Han, 2015, p. 60). Sin embargo, el tiempo objetivo de aprendizaje en la escuela se suprime de todo aquí y todo ahora, pues carece de orden y, por lo tanto, de extensión como unidad de sentido. Todos los momentos se vuelven iguales como retazos de actualidad y la experiencia de aprendizaje como vivida se despoja de su base contextual, de modo, que ya no hay cuerpo ni sombra que pueda dar testimonio del ahora repleto de lo cotidiano. Lo igual, no es lo mismo que lo semejante, la escuela busca la correspondencia de lo igual, pues lo tacha, pondera y le sirve como criterio para establecer diferencias, siendo estas últimas, también un artificio u abstracción de lo vivido, donde el mapa no es el territorio (Calvo, 2016).

Tiempo objetivo del aprendizaje v/s temporalidad de la experiencia de aprendizaje

La actualidad consiste en la captura de lo que crea el

movimiento en el seno de una totalidad.

(Malabou, 2015)

El tiempo objetivo del aprendizaje tiene su raíz en el paradigma del procesamiento de la información, el cual concibe el aprendizaje a partir de la manipulación objetiva de símbolos en formato de representaciones en la cabeza. El tiempo desde este paradigma es concebido como un reloj biológico que, por medio de pulsaciones internas derivadas de la memoria, establece el marco a priori de duración de la conducta (Varela, 2000). Esta perspectiva temporal proveniente del procesamiento de la información, posee un carácter físico y computacional, ya que es análoga a la visión del tiempo físico entendido como una flecha, cuya estructura de pasado, presente y futuro, obedece a una configuración lineal que se sustrae de la dinámica en que deviene la experiencia (Gallagher & Zahavi, 2013). Los sentidos aquí operan como receptores pasivos que recogen información del entorno y pertenecen a un tiempo a-histórico desarticulado de la dimensión temporal de la experiencia corporeizada y extendida.

Lo que prevalece en la escuela es el tiempo de aprendizaje entendido como la duración de la magnitud de un evento, en la cual, la tarea llevada a cabo por los niños y niñas, se corresponde con el indicador esperado y previsto a resolver según la cobertura curricular. Cuando los niños y niñas designan por medio del discurso e indican la posición de un objeto en el esquema presentado en la pizarra por el profesor, el objeto dura, en tanto su percepción se desplaza con él. En este sentido, el discurso del objeto que dura surge del ciclo de percepción-acción, donde el lenguaje que resulta corresponde a una historia de acoplamientos estructurales donde el objeto apuntado y enunciado configura la unidad objeto-suceso como consecuencia del estar presente (Varela, 2000). A partir de esto, el tiempo nunca aparece como distanciado u objetivo.

La asunción de un objeto ubicado espacialmente da cuenta de un objeto temporal que está allí y que dura en y con la conciencia. El proceso o acto en el cual se extiende temporalmente eso que está allí y ahora, se configura como unidad y duración. Si se da cuenta de un objeto tal en algún lugar, no es que el objeto esté afuera durando con independencia de la temporalidad con la cual se connota su aparición, sino más bien, ocurre en y por la acción de la percepción. En cambio, en la escuela donde se impone un trasfondo de tiempo-espacio funcional, el aprendizaje aparece como objetivo o independiente del devenir de la experiencia. La adscripción objetiva del tiempo de aprendizaje posee una raíz más antigua que proviene de la cosmología aristotélica donde el concepto de tiempo es entendido como una secuencia de eventos externos, en el cual, es menos importante sentir el movimiento permanente de la naturaleza y más relevante es describir su orden (Cornejo y Olivares, 2014).

La temporalidad de la experiencia de aprendizaje a diferencia del tiempo objetivo del aprendizaje, no puede ser establecida a priori y menos considerarse fuera del aspecto vivencial, ya que la conciencia tiene una duración que se debe exclusivamente al curso de la experiencia inmediata en que la persona se encuentra para él y para los otros (Heidegger, 1999). La temporalidad de la experiencia de aprendizaje deviene encarnada y extendida, de manera que la constitución temporal de los objetos es co-dependiente de la referencia egocéntrica por la cual éstos se presentan y no por la referencia objetiva del espacio físico (Merleau-Ponty, 1962). A partir de esto, la percepción del mundo estructura su propio tiempo, cuya dinámica temporal de la experiencia se hace imposible reducir a descripciones objetivas y a priori del organismo en movimiento, pues la esencia del tiempo es el devenir que se configura en la encarnación y extensión de los sentidos.

Temporalidad de la experiencia de aprendizaje: aproximación ecológica de la cognición

El pasado está adelante, al frente, porque es lo que yo

estoy viendo lo tengo, lo sé y lo repito porque lo estoy viendo

y si lo estoy viendo puedo cantarlo, por eso se canta el pasado

Leonel Lienlaf, poeta mapuche

No hay nada dentro de nosotros que perciba, sienta o piense, ni una mente cartesiana ni un cerebro sin cuerpo. La cognición no opera en base representaciones objetivas desacopladas de la interdependencia cerebro-mente-entorno, sino más bien, actúa en el flujo multidimensional en el cual se integran los sistemas circulatorio, vestibular, respiratorio, esquelético y muscular entre otros. El cerebro no crea, sino que media, transforma y regula los ciclos, por la cual los múltiples sistemas del organismo dan paso a la constitución de la experiencia subjetiva producto de un ciclo de respectividad biológica-cultural (Froese y Fusch, 2012).

La ecología cognitiva se enmarca en la relación indisociable de cerebro-mente-entorno a partir de la regulación de tres ciclos que operan a partir de la de corporeización y extensión del organismo: ciclos de autorregulación orgánica, incluido un sentido corporal básico del yo; ciclos de acoplamiento sensoriomotor entre organismo y entorno, resultando un yo ecológico; ciclos de interacción intersubjetiva, subyacentes al yo social (Fusch, 2017). Esta concepción ecológica de la cognición, también es coherente con los planteamientos de Maturana y Dávila (2015) acerca de la idea de ser vivo como unidad ecológica, cuya relación organismo-nicho surge a partir de coherencias entre los niveles molecular-sensorial-relacional. En relación a esta perspectiva cognitiva, el aprendizaje no conlleva a la modificación de esquemas mentales o representaciones, pues no hay un cerebro creador de realidad y no hay un ojo dentro que todo lo ve y organiza la información, sino más bien, hay una resonancia entre todas las estructuras que integran la actividad del organismo en un bucle dinámico que configura el devenir de la experiencia como totalidad (Videla, Araya y Rossel, 2018).

La dinámica por el cual el organismo en su conjunto logra coordinar y estabilizar los cambios que devienen de la experiencia encarnada y extendida, depende de la configuración de patrones de autoorganización de asambleas neuronales que modulan, pero no determinan el surgimiento de la actividad cognitiva que configura el mundo subjetivo que deviene en un flujo incesante (Varela, 2000). En este sentido, el cerebro no determina el mundo, más bien, media los diferentes sistemas del organismo, en donde la integración y la coordinación resultan fundamentales para decir que hay algo aquí y ahora discurriéndose, tanto para uno, como para un otro, pues surge ahí, donde los sentidos no dejan de estar.

La integración temporal es co-dependiente de la experiencia, ya que la emergencia del momento de la conciencia o momento presente involucra un conjunto de dimensiones perceptivas que se sincronizan; postura, visión, audición, lenguaje y un tono emocional que se coordinan para dar paso a un todo unificado o armónico. El mecanismo integrador para la coordinación es la base de la temporalidad, de manera que el origen de la duración no es a partir de un reloj interno o externo, sino más bien, obedece a la dinámica constitutiva de los horizontes del ahora que acontecen y se extienden temporalmente durante la acción del organismo (Gallagher & Zahavi, 2013).

El flujo de la conciencia está siempre en movimiento para uno y para el otro, no se reduce a una línea continua, sino que es algo que desaparece y aparece con contenidos pues deviene en el presente vivo. A partir de esto, ¿cómo es que algo temporalmente extendido surge como presente y puede extenderse en el horizonte temporal? ¿Cuál es la forma en que se instancia el mundo como unidad de sentido en donde aparecen los contenidos como objetos-sucesos que duran? Una respuesta interesante a estas preguntas surge desde una visión ecológica de la cognición, particularmente desde la enacción como actividad responsable de otorgar unidad y duración a los objetos en la mente a través de la integración neuronal en tres jerarquías de escalas (Varela, 2000):

Escala elemental que varía de 10 a 100 mili segundos.

Escala de integración de 0,5 a 3 segundos.

Escala narrativa que implica la memoria (10 segundos).

Las presentes escalas establecen el marco temporal neurofisiológico en el cual los ritmos celulares intrínsecos realizan descargas neuronales. En el caso de la escala elemental, esta corresponde a una descarga de 10 a 100 milisegundos en la conexión de neuronas aferentes y eferentes relacionas con la percepción de estímulos no simultáneos. A partir de estos procesos rítmicos, surge la escala de integración entre 0,5 a 3 segundos, la cual implica una fuerte historia de conexiones recíprocas de subconjuntos de neuronas, cuya acción permite la constitución plena de una operación cognitiva básica, llamada también presente vivo (Varela, 2000). Por último, la escala narrativa, constituye el flujo del tiempo vinculado a la identidad personal a partir de descripciones lingüísticas y ocurre a los 10 segundos aproximadamente.

Este presente vivo deviene en patrones de actividad cerebral que van desde lo local a global, es decir, de activaciones distribuidas e independientes en diversos lugares del cerebro a coordinaciones paulatinas de fuertes conexiones recíprocas, denominadas sincronización de asambleas neuronales a gran escala. A modo de ilustrar desde una perspectiva ecológica la constitución de las jerarquías de escala en la actividad cognitiva cerebro-mente-entorno, imagínense el caso de la experiencia de aprendizaje de las fracciones, por ejemplo, la repartición de una pizza en partes iguales.

La experiencia comienza con el involucramiento de la mano, al igual que el brazo, los músculos del hombro y la espalda, el sistema nervioso periférico y el sistema vestibular, no menos que el cerebro, están haciendo sus propios ajustes dinámicos en la escala de tiempo elemental. Una descripción completa de la cinemática de este movimiento no se suma a una explicación de la acción como un tiempo objetivo de aprendizaje, ni tampoco un informe completo de la actividad neuronal involucrada, podría dar cuanta de la complejidad global que implica la acción, pues todo el ciclo de percepción-acción está integrado en un ciclo de mayor complejidad y en continua transformación, el que se denomina escala sincrónica. Una vez tomada la pizza y repartida en cuartos, los componentes neuronales de esta actividad son una parte necesaria, pero también la ubicación, y quienes participan de la interacción para establecer el reparto, así como también las prácticas pasadas y el estado de ánimo. Todo lo anterior hace referencia a una escala de tiempo narrativa.

La temporalidad de la experiencia de aprendizaje desde una perspectiva ecológica es análoga a una madeja dinámica que articula todos los momentos del ahora, producto del comportamiento dinámico no-lineal de diversas señales neuroeléctricas, las cuales cambian su actividad a partir de la interacción de los ciclos de autorregulación orgánica, como lo son el acoplamiento sensoriomotor y la intersubjetividad. Por lo tanto, ¿cuál es el presente al que hace referencia el profesor con sus estudiantes? ¿cuánto el profesor ve de lo que los estudiantes le muestran producto de la aceleración del contenido? La respuesta parece ser obvia, sin embargo, no más entendida.

El presente donde se reactualiza el ahora, se extiende o reduce, debido a la articulación de las tres escalas temporales ya mencionadas; elemental, sincrónica y narrativa. La temporalidad de la experiencia de aprendizaje daría cuenta de la conservación del flujo de estados a partir de la sincronización y estabilización de la dinámica completa de todo el organismo. Si bien, la evidencia presentada sobre temporalidad de la conciencia proviene de estudios en laboratorios controlados en neurociencias cognitivas, las interpretaciones acerca de ésta, deben ser comprendidas en este capítulo como referencias aproximadas y no inferencias explicitas, sin embargo, no por eso menos cercana y más profunda respecto a la experiencia de lo cotidiano.

Dispersión y sincronía temporal

Al borde del pozo, gusano y amante, los dos punteros del reloj.

El agua está vacía y la amada es un torrente

de mil rostros despeñados.

Eduardo Anguita

La sociedad actual, en la cual se enmarca la escuela, está subordinada a los preceptos del neoliberalismo donde impera la estética del consumo por sobre la ética del trabajo (Bauman, 2010). El predominio de la instantaneidad donde impera el logro de objetivos y el cumplimiento de estándares de aprendizaje, ha desarticulado la trascendencia de los aprendizajes, y, por ende, el rescate del proyecto vital que otorga profundidad y continuidad a la experiencia que deviene situada.