Neoliberalismo Y Corrupcion. Los 90: la década infame de América Latina

Jorge Zicolillo

Colección: Conjuras

LD Books (2010)

Esta obra analiza los años 90 en América Latina, caracterizados por políticas de corte neoliberal, reducción de planes de educación y asistencia social, duros ajustes económicos y una casi generalizada ola de corrupción. Varios mandatarios de esos años fueron o aún son sometidos a juicios por enriquecimiento ilícito, fraude e incluso, lavado de dinero. Por estas páginas desfilan los casos de Carlos Menem, Alberto Fujimori y Fernando Collor de Mello, y los altos precios que la política supusieron para sus países.

Colección “Conjuras”

Revela la cara oculta o poco conocida de instituciones, personajes y hechos relevantes de la Historia contemporánea. Cada libro, escrito por especialistas, se propone como un ojo cuestionador que no se contenta con una primera mirada.

NEOLIBERALISMO Y CORRUPCIÓN. Los 90: la década infame de América Latina

México Miami

Copyright Jorge Zicolillo, 2010

D. R. Copyright Editorial Lectorum, S. A. de C. V., 2010

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L. D. Books, Inc. Miami, Florida

ldbooks@ldbooks.com

Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización escrita del editor.

Introducción

“Declaro a la corrupción delito de traición a la patria.”

Carlos Saúl Menem

“Mi primer acto como presidente será mandar presos a una sarta de corruptos.”

Fernando Collor de Mello

En estos tiempos, los resultados y consecuencias del neoliberalismo y la globalización comienzan a ser cada vez más objeto de estudios críticos a nivel mundial. Los supuestos beneficios de dicho modelo económicopolítico tardan en hacerse visibles y, contrariamente, aparecen los daños. Entonces, un tema frecuentemente asociado despunta como pendiente de análisis: la corrupción y su eventual funcionalidad al modelo. Éste es el tema que, al menos someramente, procuraremos abordar.

No es sencillo aceptar que cuando un proceso se replica casi de manera idéntica en varios países del mundo, especialmente en América Latina, que fue la última en llegar a la estación neoliberal, responda exclusivamente a la inmoralidad de los protagonistas.

Hay algo allí que tal vez determine un correlato demasiado recurrente como para deberse al azar. Es por ello que elegimos, para esta obra, una estructura que combina ambos factores: la responsabilidad individual y los propulsores sistémicos.

Observando el proceso desde la región en conjunto, asomarán estrategias y resultados repetidos, consecuencias que podrían haber sido previstas de antemano y un notable bastardeo de la política, en general, y de los partidos políticos, fundamentalmente los históricos, en especial.

En esta parte del mundo y como en tiempos de la Colonia, las metrópolis han aplicado esquemas calcados para cada una de las regiones bajo su influencia, sin atender a las características particulares de cada una. La Latinoamérica de los 90, atrapada por el peso de una deuda externa incompatible con sus posibilidades de respuesta, fue recolonizada, esta vez por un diseño económico que se aplicó en cada uno de los países, obviando diferencias, grados de evolución y resistencia para soportar un modelo que, en muchos casos, llegaba para remover en un solo movimiento prácticas y estructuras con décadas de historia.

La política de shock, tal la denominación de la ortodoxia neoliberal, llegó a producir daños que, a casi dos décadas de distancia, continúan repercutiendo en los distintos entramados sociales de los países que la sufrieron.

En equitativo análisis, hablaremos de los logros que, al menos temporalmente, dichas políticas “bajadas” desde la usina ideológica neoliberal obtuvieron; en especial, vale citar la erradicación casi total de la hiperinflación latinoamericana.

Por razones paradigmáticas, decidimos detenernos especialmente en lo que fue la administración de Alberto Fujimori en Perú. Dicho gobierno concentró, en tres turnos electorales consecutivos, los peores traumas, históricos y recientes, que han asolado a Latinoamérica. Resumió, también, significativas paradojas: una opinión pública aplaudiendo a un golpe de Estado cívicomilitar, tras haber sido la principal víctima de gobiernos totalitarios; y una comunidad internacional (en especial la de la propia región) tolerando un modelo político a contramano de la historia.

No casualmente Alberto Fujimori, de entre todos los presidentes civiles perseguidos por la justicia, es el único condenado por asesinato.

Nos detendremos también en el análisis históricopolítico de ese hermoso país centroamericano que es Guatemala, porque allí se resume de manera amplificada y dramática buena parte de lo que fue la historia de América Latina en términos políticos y económicos. Guatemala no es, por supuesto, ni Argentina, ni Brasil, ni México, pero pone en primer plano lo que en los tres países más grandes de la región ocurrió en sordina. Eso no impedirá que hablemos de Menem, Collor de Mello, Carlos Andrés Pérez y otros mandatarios sobresalientes en esa etapa.

Hoy, cuando la crisis financiera desatada en los Estados Unidos por obra de la mayor maniobra especulativa de que se tenga memoria ha dejado a la vista las entrañas de un modelo económicopolítico que sacó al ser humano del centro de las razones de la economía, vale la pena repensar causas y efectos. Con serenidad, sin histerias, intereses ni ideologismos de ocasión. Vale la pena saber qué nos pasó y por qué, única fórmula útil para que podamos crecer como sociedades libres y autodeterminadas.

Capítulo 1

CUANDO NO HAY ALTERNATIVA

“El Estado no soluciona los problemas; los subsidia.”

Ronald Reagan

“Vivimos en la era de la televisión. Una sola toma de una enfermera bonita ayudando a un viejo a salir de una sala dice más que todas las estadísticas sanitarias.”

Margaret Thatcher

En la organización de una sociedad, la economía, la sociología, la antropología, la historia, etc., deberían ser ciencias auxiliares de la política, partiendo de la base de que, para ésta, el hombre debe ocupar el centro de la escena. Sin embargo, ello no ha sido así durante larguísimos períodos históricos, en especial en el que comenzó hacia mediados de los años 70 del siglo XX, cuando la economía saltó al centro de la escena de la mano de lo que habría de conocerse como neoliberalismo; en rigor, nada más ni nada menos que liberalismo neoclásico.

La nueva escuela, que en verdad poco tenía de nueva, porque había nacido a principios de siglo de la mano de Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Israel Kirzner y Carl Menger, entre otros, y que se conoció como la “Teoría austríaca del ciclo económico”, cuestionaba la postura de Keynes en lo que a participación del Estado en la economía se refiere.

Sir John Maynard Keynes, el gran artífice de la salida de la gran crisis de 1930, ponía el acento en la demanda agregada (la cantidad de bienes que se pueden consumir según un determinado nivel de precios) como elemento equilibrador de los altibajos que en la economía producía la “confianza” de los inversionistas y, al mismo tiempo, como incentivo a la producción y, consecuentemente, al nivel de empleo.

Para ello, mediante instrumentos fiscales y monetarios, Keynes ponía en manos del Estado la regulación de la economía, sin entrar en el plano de la economía planificada socialista. Pronto, sus teorías dieron cuenta de una gran efectividad, y el economista británico resultó el triunfador de la larga controversia que venía manteniendo con Friedrich Hayek, una de las principales espadas del neoliberalismo.

Hayek sostenía, en cambio, que tanto capital como dinero y monedas debían estar sujetos a las leyes de oferta y demanda, en el marco de un mercado absolutamente libre de regulaciones. Su disputa con John Keynes comenzó hacia 1931 –estando Hayek en Londres– y concluyó veinte años más tarde, cuando la realidad y los economistas más destacados de entonces tomaron partido por el aristocrático británico.

La suerte de Hayek parecía definitivamente echada, fundamentalmente a partir de su paso por la Universidad de Chicago, en los Estados Unidos, donde fue marginado por sus diferencias metodológicas con la mayoría de los integrantes del Departamento de Economía de la universidad.

Sin embargo, y sorpresivamente, en 1974, Friedrich Hayek obtuvo el Premio Nobel de Economía. Pocos lo alcanzaban a ver entonces, pero nuevos vientos soplaban en algunos países centrales respecto del modelo económico que debía regir al mundo.

Así, ya a punto de retirarse, el austríaco tomó renovados bríos, radicalizó sus teorías y comenzó a recorrer el mundo hablando de la conveniencia de un libre mercado absoluto, basado en la teoría de la competencia perfecta. El monetarismo comenzaba a ser la nueva estrella en el cielo económico y, paradójicamente, la Universidad de Chicago se consagraba como el templo que cobijaba a los renacidos neoliberales de la mano de un flamante astro de la economía: Milton Friedman.

Considerado el padre del monetarismo y el indiscutible cacique de los “Chicago Boys”, Friedman trajinó casi todo el planeta publicitando su “economía social de mercado”, sin que nadie entendiera muy bien qué hacía la palabra social en su receta económica.
Lo cierto es que, se comprendiera o no, muy pronto, los dos organismos creados en Bretton Woods con el objetivo de asistir a los países en dificultades económicas, a fin de evitar una nueva depresión como la del 30 –esto es: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial– copiaron el modelo de Friedman y lo aplicaron a rajatabla en los países subdesarrollados.

Desde luego que todos los postulados de Milton Friedman y sus seguidores no hubiesen superado el umbral de lo teórico o lo académico de no haber ocurrido un par de hechos que dieron motor político y práctico a las posturas del economista.

En 1979, Margaret Thatcher se convirtió en la primera ministra de Gran Bretaña, con la consigna electoral de sacar al Reino Unido del declive económico que padecía mediante la drástica reducción de la intervención del Estado en la economía. Y un año más tarde, Ronald Reagan ganó la presidencia de los Estados Unidos con un programa idéntico al de Thatcher.

Nacía en el mundo el “reaganthatcherismo”.

La teoría del mercado como exclusivo asignador de recursos, y como remedio para todas las desviaciones y enfermedades de la economía plantea, en principio, una pregunta vital para los seres humanos: el libre mercado puro y duro, ¿es sinónimo de desarrollo?

El bengalí Amartya Sen, Premio Nobel de Economía en 1998, acerca una posible respuesta al tema:

“Resulta difícil pensar que es posible conseguir un proceso de notable desarrollo sin utilizar mucho los mercados, pero eso no excluye el papel de la ayuda social, la legislación o la intervención del Estado cuando puede enriquecer –en lugar de empobrecer– la vida humana”.

Lo cierto es que, más allá de las voces discordantes, que fueron apagadas muy rápido, el reaganthatcherismo y la economía social de mercado de Friedman pasaron a ser el único modelo posible de organización económica en las distintas sociedades del mundo occidental.

El flamante recetario era “indiscutible”, y no tardó en encontrar sustento político, sociológico y hasta filosófico, alcanzando su expresión más extrema cuando, en 1989, Francis Fukuyama decretó nada menos que el fin de la Historia (con su libro llamado, precisamente, El fin de la Historia y el último hombre). Era la expresión más acabada del “pensamiento único”, que derivaba de una legendaria frase de Margaret Thatcher respecto del neoliberalismo: “No hay alternativa”.

Mientras todo esto ocurría en el mundo desarrollado, en América Latina distintas dictaduras militares iban promediando su reinado o llegaban a su fin. Los respectivos regresos a la normalización democrática y republicana tendrían la impronta de los nuevos tiempos. Pero sería recién al terminar la década de los 80 cuando el nuevo recetario económico llegaría con toda su fuerza; era el ímpetu de un alegre y festejado salto al vacío.

Promotores y socios

El 28 de noviembre de 1990, después de haber privatizado casi todas las empresas que estaban en manos del Estado británico, y tras consumir la totalidad de su capital político, Margaret Thatcher renunció al Partido Conservador que la llevara al poder.

El 20 de enero de 1989, al concluir su segunda presidencia, también Ronald Reagan dejó el poder político en su país.

Empero, más allá de las críticas que a ambos los acompañaron al resignar la gestión, ninguna de las administraciones que los sucedieron modificaron el modelo económico vigente. Más aún: para entonces, casi todo el mundo desarrollado llevaba adelante una cerrada política privatizadora y neoliberal.

Con ese marco ideológico, América Latina se disponía a entrar en la década de los 90. Desde luego, el hecho de que la mayoría de los países de la región hubiesen atravesado procesos dictatoriales más o menos prolongados hacía que casi todos ellos cargasen con una pesada deuda externa, legado que las frágiles democracias iniciales no habían podido disminuir o que directamente aumentaron.

Este segundo marco de referencia era, tal vez, más determinante que el primero. El endeudamiento los había conducido a firmar créditos stand by con el Fondo Monetario Internacional y con el Banco Mundial, que, a condición de refinanciar sus deudas –por lo general, sólo los intereses–, los obligaba a adoptar políticas económicas en línea con los preceptos de Friedman, preceptos con los que, por otra parte, los propios organismos comulgaban.

Con algunas excepciones, al comenzar los 90, la mayoría de los Estados latinoamericanos poseían una gran cantidad de empresas propias. Ferrocarriles, teléfonos, agua, electricidad, gas, petróleo, aviación y correo formaban parte del menú que, al ritmo de los tiempos, debían pasar a manos privadas; no sólo porque ésa era la política imperante en el mundo, sino porque las privatizaciones constituían parte de las exigencias de los organismos de crédito. Varios cientos de millones de dólares estaban en juego.

Por supuesto que en países con una fuerte tradición de participación estatal en la economía, el proceso privatizador no llegó de un día para el otro. Primero, toda una serie de consultoras y fundaciones económicas de orientación neoliberal desperdigó economistas que saturaron pantallas de televisión, micrófonos de radio y páginas de diarios y revistas.

El mensaje en cascada, favorecido por la histórica burocracia imperante en las empresas estatales, cerró sin demasiados inconvenientes la ecuación en la que la opinión pública era una de las patas sustanciales.

En países como la Argentina, por ejemplo, hubo periodistas televisivos, muy en boga en esos momentos, que organizaron marchas ciudadanas en favor de la más rápida y absoluta privatización de todo cuanto estuviese en manos estatales. Algunos creían en lo que decían; otros, sin duda, y de variadas formas, cobraban por hacerlo.

Pero si convencer a la opinión pública era una tarea determinante, contar con el acompañamiento de las clases políticas vernáculas no era menos sustancial. En términos generales, la conducción política latinoamericana llegaba hasta los comienzos de los 90 con un modelo de pensamiento básicamente estatista. Los regí

menes más populares que en diferentes períodos habían gobernado Brasil, la Argentina, Chile, Bolivia y Perú, entre otros países, consideraban –y con razón– que las empresas estatales eran parte del patrimonio nacional y del esfuerzo económico de la población.

Políticamente, eran gobiernos que representaban la soberanía del país en dichas áreas. No ignoraban, además, que la privatización conllevaba, inexorablemente, un programa de cesantías de una buena parte de los trabajadores de dichas empresas. Sin embargo, tal cual formula Federico García Morales:

“La introducción de las privatizaciones masivas en América Latina se facilita a partir del derrumbe de las experiencias desarrollistas, de crecimiento hacia adentro, con algún contenido socialista o nacionalista. Muy particularmente, vienen a operar en las revanchas que siguen a la detención de la Revolución boliviana, el ocaso de la experiencia allendista, peronista y velazquista… El fuerte retroceso de la organización obrera, el desastre centroamericano y la descomposición del sistema soviético crearon condiciones para una ofensiva burguesa, así como para la extensión de nuevas formas de coloniaje neoimperial, que ya no encontró restricciones para acceder al control de la producción y del excedente en el continente del sur”.

Así las cosas, si había que privatizar, “algo” debía quedar a cambio para los oficialismos que llevasen adelante una tarea que tendría mucho de traumática.

El proceso, entonces, que a la luz de los resultados posteriores significó una pérdida fenomenal de patrimonios nacionales con pocas o nulas ventajas en cuanto a la eficiencia y estándares de producción de las empresas privatizadas, desembocó en un nuevo modelo de corrupción que, como nunca había pasado en Latinoamérica, terminó con presidentes destituidos, ex presidentes presos o procesados y toda una locura de transferencias económicas de unas manos a las otras, sin que, realmente, el Paraíso Terrenal prometido por Friedman despuntase alguna vez en el horizonte.

Regresando a García Morales, el ensayista define así al modelo privatizacióncorrupción desplegado en América Latina:

“Rara vez el proceso de privatización es conducido de manera transparente, y con mucha frecuencia contiene:

a) cláusulas secretas que son de la conveniencia de alguno de los contratantes;

b) ventajas pecuniarias aceptadas por los representantes de la parte estatal;

c) participación de funcionarios o de parientes o prestanombres del gobernante en el directorio de la nueva sociedad;

d) perspectivas de integración a conglomerados no definidos en el convenio público;

e) condiciones tácitas para el progreso de condonación de pagos a futuro;

f ) condiciones en corto para repartos de parte o del total de la indemnización;

g) convenciones que afectarán los derechos de los trabajadores o derechos de terceros”.

Lo curioso de la situación fue que, en una buena cantidad de países fuertemente privatizados, la misma oposición política que alzó la voz ante la abrumadora suma de irregularidades con que dichos procesos se conducían, convalidó y hasta profundizó esas irregularidades al transformarse luego en oficialismo.

En este aspecto, la Argentina fue un caso paradigmático, porque la Alianza (Unión Cívica Radical y Frente Grande) que derrotó al Partido Justicialista en 1999 fue expulsada del gobierno por manifestaciones populares dos años más tarde, luego de haberse comprobado, entre otras cosas, que les había pagado a senadores justicialistas y de sus propios partidos para que votaran una reforma laboral que conculcaba derechos esenciales de los trabajadores. Dicha reforma, vía Fondo Monetario Internacional, había sido pedida por las empresas privatizadas.

Herencias similares

Las dictaduras militares que gobernaron en América Latina desde finales de los años 60 hasta mediados de los 80, siempre auspiciadas por el gobierno de los Estados Unidos y preparadas y financiadas por la CIA, tuvieron diferentes objetivos político económicos básicos, según el momento histórico en que gobernaron. En la primera etapa, que podría situarse entre finales de los 60 y finales de los 70, se dedicaron a consolidar el anticomunismo reclamado por la Casa Blanca en el marco de la Guerra Fría y a profundizar los procesos de dependencia económica que le asegurasen a la metrópolis mercados dóciles, buen flujo de dinero y la pervivencia de los países subdesarrollados en su condición de productores de materia prima, que le facilitara a los Estados Unidos una relación de intercambio fuertemente favorable.

Ya comenzando la década de los 80, y en el marco de una Guerra Fría que se extinguía en virtud de la creciente desintegración del bloque comunista, las dictaduras en proceso de repliegue cumplieron un segundo cometido antes de salir definitivamente de la escena política latinoamericana: terminar de erosionar los liderazgos –ya bastante desgastados– de los grandes partidos mayoritarios y preparar el terreno para el nuevo proceso económico que se imponía en el mundo.

Una ligera revisión de lo que fue el tránsito hacia la vida institucional de alguno de estos países bastará para ejemplificar el funcionamiento de un modelo general aplicado a toda la región.

La Argentina recuperó la democracia en 1983 de la mano de la Unión Cívica Radical, con Raúl Alfonsín a la cabeza. Pero el triunfo pronto comenzó a mostrar el dilema que habría de ser para los nuevos gobernantes conducir la deteriorada nave a buen puerto. Algunos de sus males eran: deuda externa exorbitante, salarios deprimidos, un poder judicial colonizado por los militares y una economía doméstica degradada. A eso se sumaba ya el coro de voces que pedían ajustes y privatizaciones diseñadas al paladar del neoliberalismo reinante.

Envuelto en una hiperinflación insoportable, Raúl Alfonsín debió abandonar el gobierno seis meses antes de cumplir su mandato constitucional. Lo heredó el Partido Justicialista, que poco tenía del peronismo tradicional que habían conocido los argentinos. Al frente del partido de Perón estaba ahora Carlos Saúl Menem, un riojano carismático y locuaz, pero absolutamente comprometido con el nuevo credo monetarista y privatizador.