Portada: Las mil y dos noches. Carole Geneix
Portadilla: Las mil y dos noches. Carole Geneix

 

Edición en formato digital: septiembre de 2019

 

Título original: La Mille et Deuxième Nuit

En cubierta: fotografía de cineclassico/Alamy Stock Photo

© Éditions Payot & Rivages, 2018

© De la traducción, Vanesa García Cazorla

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17860-84-4

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para Robert, en recuerdo de Rusia

PRIMERA PARTE

1

Dimitri Ostrov sacó del sobre cuadrado de papel la carta que tenía encima de la cama. En un triángulo negro se recortaba el perfil de un príncipe persa y, en el dorso, escritas con pan de oro, las siguientes palabras:

 

Paul Poiret invita

al señor Dimitri Moiséyevich Ostrov

a Las Mil y Dos Noches.

La fiesta tendrá lugar el 27 de marzo de 1912

en la residencia de Paul Poiret,

sita en el 107 de la Rue Saint-Honoré.

Se pospondrá en caso de mal tiempo.

Indispensable acudir con un disfraz

tomado de los cuentos orientales. A las 21:30.

S.R.C.

 

¿Qué era aquello? Seguramente un capricho de la condesa, que solía fisgonear su habitación en su ausencia. Ella se burlaba de todo: de las antiguallas que, tras mucho rebuscar, compraba él en los anticuarios; de las fotografías de su infancia en Rusia y hasta de ese mechón de pelo de Anastasia que ella sacaba de su medallón para enrollárselo en torno al dedo, riéndose. Pero ¿qué podía decir él? Al fin y al cabo, la condesa estaba en su casa y a él lo trataba como a un príncipe.

Dimitri giró la invitación entre los dedos. De modo que el Rey de la Moda en persona lo había invitado, el modisto habitual y amigo íntimo de la condesa, favorito de todo el París artístico, que había revolucionado la vida de las mujeres, desembarazándolas del corsé. ¡Menuda sorpresa! En sus siete años al servicio de la condesa, Paul Poiret jamás le había concedido una mirada ni le había dirigido una palabra.

Junto a este estaría su esposa Denise, siempre pavoneándose allí donde había que ser visto, la quintaesencia de la mujer advenediza salida de la nada. Una pueblerina convertida en unos años en la ninfa Egeria de la capital. Ella sería la reina de esa garden-party que prometía quedar en los anales. Y es que la pareja Poiret era conocida por las refinadas bacanales que él daba a la crema del arte y la política, a las que solo unos pocos elegidos tenían acceso.

Dimitri abrió el programa de la fiesta.

 

Y esa será Las Mil y Dos Noches...

Y esa noche no habrá nubes en el cielo,

y nada de lo que existe existirá...

Habrá luces y perfumes y flautas

y timbales y tambores y suspiros de mujeres

y el canto del bulbul orfeo...

 

¿No desentonará él entre aquel alarde de lujo? Él, mero secretario de una excéntrica condesa rusa. Cada día, solía interpretar para ella el papel de confidente, escolta, escriba, ujier, porteador, recadero, masajista. Y ahora, ¿también el de caballero? Las murmuraciones se propagarían como un reguero de pólvora, esos comentarios dichos a media voz, como cuando lo veían siguiendo sus pasos cargado de paquetes cual perrillo faldero bien aseado atado a una correa invisible. Todo el mundo pensaba que se acostaba con Svetlana, que estaba con ella por su dinero. ¡Su dulce y hermosa condesa, su princesa de Las mil y una noches, a la que jamás habría osado tocar un solo pelo!

El destino le había deparado la gracia de cruzarse en el camino de esta rusa que había llegado a París en 1905, aseguraba ella, para buscar la joie de vivre a la francesa. Mas nadie era tan candoroso como para creerla: a buen seguro, huía de los bolcheviques que, en el Imperio ruso, arremetían contra las personas de «ilustre cuna» como ella, esos terratenientes que llevaban siglos avasallando a sus mujiks a lo largo y ancho de miles de kilómetros de estepas y tundras. Pero con ella nunca se sabía. Jamás hablaba de su pasado.

Su condesita.

Ella a menudo lo llamaba «Dimia, mi precioso Dimia», entornando los ojos como para resguardarse del blanco sol de los veranos petersburgueses.

¿E Ígor, su hijo? Seguramente acudiría a la fiesta. ¿No vería este con malos ojos su presencia allí, ese hijo que desaprobaba los regalos que su madre prodigaba a su secretario: los gemelos con engarces de piedras preciosas, el reloj Piaget, las corbatas de Bután? ¿Un sirviente luciendo un Piaget? Un día, había sorprendido una conversación. La puerta del salón estaba entreabierta. Mi fortuna, le decía la condesa a su hijo, la gasto como me place. Y si quiero comprarle anillos de oro o pañuelos de seda a mi secretario, ¡se los compro y sanseacabó!

Y había dado una patada que hizo que tintinearan las arañas.

Sin embargo, Dimia siempre había admirado a ese hombre de atuendo impecable, de cuerpo de atleta griego, de rostro fino como una cuchilla. Sus modales, su desenvoltura, las sagaces respuestas que manaban de su boca como un elixir, todo en él irradiaba nobleza y distinción. Casado con la heredera del clan de los Lansquenet, cuyos antepasados se remontaban a san Luis, había dado muestras de cierto talento para los divertimentos de la realeza que le había granjeado un nombre desde su entrada en los círculos parisinos más impenetrables.

Dimia no poseía ni los ademanes felinos ni la conversación de Ígor. Lo único sobre lo que él podía hablar sin pasar por un idiota era del teatro y el cine. Mas las tablas no le interesaban a nadie. A lo sumo, un numerito de feria, de circo de provincias.

De gitano.

De judío errante.

Había algo, empero, que Dimia sabía hacer y que Ígor no aprendería jamás.

Dimia hacía reír a la condesa cuando esta, tras cada una de las visitas de su hijo, se encerraba en su alcoba para llorar.

2

Dimia caminaba de arriba abajo. Todo se había aclarado. Unos días antes, la condesa le había cogido las manos mirándole directamente a los ojos, mi querido Dimia, debes hacer tu entrada en sociedad. ¡No puedes quedarte toda la vida conmigo! ¡Conque hablaba de la fiesta! Aquella invitación le haría conocer a esa élite de la sociedad parisina con la que tanto tiempo llevaba tratando sin haber entrado nunca en ella.

Sacó su reloj de cabujón. Las cinco menos diez. Fuera, la luz adquiría tintes anaranjados. Entreabrió las cortinas de terciopelo carmesí, ese rojo que había lacerado sus ojos como una bofetada cuando llegó a aquel palacete de la Chaussée-d’Antin. Al sugerirle a la condesa que cambiara el color de las cortinas, esta se había reído en sus narices.

—Vamos, Dimia, ¡con lo que realza el carmesí mi tono de piel! —Dándole un toque en la espalda, prosiguió—: Ya verás, Dimia, uno se acostumbra a todo. Incluso a lo que más odia en el mundo, con tal de que esté recubierto de terciopelo.

Dimia no había tenido el valor de decirle la verdad.

Que ese color despertaba en él las ganas de morir.

Echó una ojeada a la calle. Había una silueta apoyada en una farola. Un hombre caminaba de un lado a otro delante de los crisantemos de la condesa, quien, mofándose de la tradición francesa que los asociaba al duelo, había mandado que los plantaran a su llegada con el fin de conferirle un toque de alegría al lugar, según había asegurado. Dimia retrocedió, preocupado. ¿Y si estuvieran siguiéndole la pista? Dos años atrás, en el estreno de Sherezade1, un soplo de aire caliente le había envuelto el cuello mientras toda la sala, hipnotizada y casi sin respirar, seguía las contorsiones de Nijinsky. Al darse la vuelta, solo había visto a unos espectadores pasmados, boquiabiertos. Y ayer, sin ir más lejos, en una callejuela, unos pasos habían resonado tras él sobre el asfalto, acelerando la cadencia a medida que él alargaba sus zancadas. Había corrido para despistar a su perseguidor y, sin saber cómo, fue a parar a los Campos Elíseos. La sombra había desaparecido tras un portón en el último momento, como esos insectos larvarios que rondan las casas y solo aparecen de noche.

Se decía que el comunismo tenía antenas por doquier en Europa, que se propagaba como la peste.

Que, una vez que eras comunista, eras ya comunista para siempre.

Que no podías salirte.

Rusia, roja sangre.

¡Menuda idea, con diecisiete años, unirse a sus filas! Ese error de apenas dos meses había marcado su destino. Había traicionado al conde y a la condesa de Volinka; a su hija Anastasia, su primer amor; a su hijo Piotr, con quien había crecido; a sus propios padres, por último, tan valientes y consagrados a su tarea de guardianes de la finca de los condes. Sus amos lo habían educado como a un príncipe, judío o no, porque se parecía al David de Miguel Ángel y distraía a su hijo, que se marchitaba, permitiéndole beber y comer en la porcelana de Sèvres, enseñándole francés e inglés, artes y ciencias. ¿Todo aquello para qué? Unas apresuradas reuniones en el sótano de una fábrica de papel, unas octavillas impresas con plomo en anticuadas imprentas, unos ánimos caldeados y consumidos por el hambre... Nada lo unía a aquellos improvisados camaradas, él, que había mamado señorío. Lo que se le había subido a la cabeza habían sido los libros. El capital, por supuesto, además de algunos textos trotskistas, panfletos bolcheviques repartidos subrepticiamente... ¡A los diecisiete años, uno es idiota! Rimbaud llevaba razón.

La policía zarista se había presentado tras una denuncia anónima y lo había encerrado en prisión. Sin la menor dilación, el conde de Volinka había mandado que lo liberaran, y así fue como salió de allí con unos buenos ahorros en el bolsillo y un billete de primera clase para el Orient Express. A los diecisiete años, había partido para recorrer los caminos del mundo con nada más que su físico apolíneo, un billete de ida a París y el medallón de su primer amor como único equipaje.

 

 

 

 

 

 

1 Los Ballets Rusos de Diaghilev estrenaron Sherezade en junio de 1910 en la Ópera de París. La música era la de la suite sinfónica homónima compuesta en 1888 por Rimski-Kórsakov, quien fuera maestro del propio Diaghilev en el conservatorio de San Petersburgo. Los papeles protagonistas, el de Zobeida —favorita del harén— y el del esclavo con el que esta engaña al sultán, fueron interpretados respectivamente por Ida Rubinstein y Nijinsky, coreografiados por Mijaíl Fokin y vestidos por Léon Bakst, en cuyas manos estuvo asimismo la escenografía. El enorme éxito de este ballet y la impactante estética de Bakst —las sensuales combinaciones de colores puros de sus estampados, las sinuosas líneas del vestuario, que prestaban a los bailarines un aire de viva pincelada, así como la riqueza de los tejidos y las texturas, desde los encajes y bordados a los engarces de piedras, los metales, etc.— supusieron la entrada fulminante del gusto oriental y el exotismo en la moda y la decoración, de los que Poiret sería uno de los máximos exponentes. (Todas las notas son de la traductora, salvo que se indique lo contrario).

3

Había pasado su infancia comiéndose con la mirada a Anastasia, la hermana de Piotr. Ella acostumbraba a llevarlo delante de los espejos del salón de baile para ensayar pasos de danza y probarse los vestidos con miriñaque de los días de fiesta. Él se extasiaba con su esbelto cuerpo, con sus trenzas, que se movían al ritmo de la música, y, cuando ella estaba sin aliento, con la perla de sudor que corría por su cuello. Anastasia había cambiado últimamente. La niñita melindrosa había mudado en orgullosa jovencita. Ella lo llevaba aparte, le enseñaba sus vestidos, le forzaba a ser su modelo y a aguantar, sin moverse, largas sesiones de posado, pues, según decía ella, una joven de buena familia debía saber dibujar. Tres días antes de su fatídico arresto, Anastasia lo había arrastrado hasta la alcoba de sus padres, mira, te voy a enseñar el lenguaje de los abanicos. El cazamoscas revoloteaba rozando sus hombros desnudos mientras reía.

El abanico cerrado, de este modo, quiere decir «no me entregaré».

Y así, justo en el nacimiento de los senos, quiere decir «tiene usted una oportunidad, apuesto joven».

Entonces lo besó.

Al día siguiente se encontraron en un frondoso bosquecillo de la propiedad. Él la había estrechado entre sus brazos tras haberse arrodillado ante ella para recitarle a Pushkin. ¡Qué idiota era! Él, que soñaba con manosear esos senos ocultos bajo el abrigo de conejo de las nieves, solo había besado la boca escarlata por el frío de aquella princesa de la tundra. Su lengua había sido suave, su frente ardía y ella había gemido.

El conde de Volinka, después de la denuncia, le había prohibido volver a verla.

La última noche, con la maleta roja del exilio aguardándolo en esa alcoba que ya no volvería a verlo jamás, una aparición en camisón azul pálido había surgido en mitad de la penumbra. Soy yo, había dicho ella colocándole un dedo en la boca. Esta vez él se había puesto de inmediato manos a la obra, abriendo la florida crinolina de su corpiño para sacar de este, como si de una cesta se tratara, unos panecillos redondos y cálidos, palpando su humedad, serpenteando largamente en los recodos más absurdos de su cuerpo, hundiéndose en las carnes blancas y rosas sumamente suaves de aquella beldad que, con las mejillas arreboladas y el trasero en llamas, se ondulaba a porfía bajo un rayo de luna. Y la poseyó por la mañana, unos minutos antes del despertar oficial, con ese golpe de lanza que ella había aguardado toda la noche como algo que le era debido. Permanecieron estrechamente unidos, el uno en el otro, absortos en su amor naciente.

Pero el gallo había cantado y con este había resonado el paso de la vieja Macha: se tiene que levantar, mi pequeño amo. Deprisa y corriendo, él había cortado un mechón de pelo de su bienamada para llevarlo siempre consigo, le aseguró él, lo más cerca posible de su corazón.

Anastasia había llorado de rabia durante días enteros por la pérdida de ese alazán que, ya en su primera carrera, había llegado y besado el santo para, acto seguido, dejarla en la estacada en los fríos azulejos de una hacienda perdida en las estepas, rodeada de campesinos, de bostas de vaca y de cocheros tuertos, mientras él se marchaba para ir tras la primera falda que se le presentara en la Ciudad de la Luz.

4

Dos días después, con la maleta de cuero rojo a sus pies en el andén de Hauptbahnhof, en Viena, y atravesado por corrientes de aire, Dimia rememoraba la Rusia de su infancia, la de las puestas de sol en las llanuras de coles congeladas, la de las cúpulas apetitosas como la nata batida y la de las troikas con campanillas, con el melifluo regusto en la boca de su amor perdido.

Una sorprendente mujercilla recorría a zancadas el andén, ladrando las órdenes a los porteadores recorvados por el peso de sus equipajes, increpando al jefe de estación como un maître de hotel y haciendo correr a un joven para que le trajera un vaso de kvas2. Sin previo aviso, se sentó, repentinamente pensativa, encima de la maleta de Dimia, que, atónito, no tuvo arrestos para desalojar a la diva de su pedestal improvisado. El joven volvió enseguida, con una botella en la mano, la mujer se levantó e inició de nuevo sus imprecaciones; Dimia, temblando, recuperó su maleta, que era el único bien que poseía en el mundo. La mujer ni siquiera lo miró.

Por lo demás, tenía una enorme laguna en la memoria. ¿Quién de los dos, él o Svetlana, se había adueñado del otro? Su ama acostumbraba a burlarse de él con esto. ¡Dimia, me has engatusado con tu sonrisa de poeta! Él no recordaba nada semejante. Lo único que podía decir era que una noche atramentosa, en algún lugar entre Viena y París, en el vagón restaurante del Orient Express, al desdoblar su servilleta bordada con hilo de oro, la penetrante mirada de la condesa se había quedado aprisionada en la suya.

Y que aquello había terminado.

Al instante, el tren había entrado en un túnel, y ellos se habían abismado en la oscuridad. Al salir, Dimia estaba sentado frente a Svetlana y le tendía su servilleta con un gesto de la cabeza, sorprendido de su propia audacia. La condesa la había cogido entornando los ojos y se había puesto a comer en silencio, con un vislumbre de sonrisa en los labios, toda ella de color rosa por la excitación contenida. No se habían hablado en toda la comida, él limitándose a rellenar su copa con vino de Georgia, preguntándose por qué estaba ahí para servirla, deseando que la locomotora diera marcha atrás y no encontrarse, como movido por una fuerza que lo superaba, junto a aquella mujer de la que lo ignoraba todo.

Cuando le pasó la sal, había observado a hurtadillas a esa rubia platino cubierta de joyas, con unas graciosas patas de gallo alrededor de los ojos, barra de labios bermellón, unos guantes de piel de cabrito colocados junto a su plato, como si, en cualquier momento, pudiera ponérselos y desaparecer. Por el rabillo del ojo veía los anillos moviéndose con cada bocado, luminosos en la penumbra del salón. Las copas se entrechocaban cuando el tren iniciaba un giro, las arañas emitían un tintineo y Dimia se preguntaba con qué ardides lo embaucaría aquella mujer.

El hijo había llegado a los postres, rubio y apuesto, felino, de ojos grises. Parecía tener la misma edad que él. Si bien contaba con los rasgos delicados de la madre, de su camisa de seda sobresalían una mandíbula y unos músculos poderosos.

—Igorska, amor mío, este es mi nuevo secretario. A partir de ahora, vivirá con nosotros y nos acompañará a todas partes. Como comprenderás, Ígor, no es conveniente que una mujer como yo ande sola por ahí.

La condesa tenía una voz aguda.

—Dimitri Moiséyevich Ostrov.

—Ígor Vladimírovich Slavski.

Los dos jóvenes se estrecharon la mano con las pupilas brillantes de preguntas. Después de los licores, se marcharon los tres en fila india, la condesa abriendo la marcha, con el mentón alto, encaramada a unos tacones vertiginosos y mostrando, a modo de trofeo, su magnífico trasero, seguida de aquellos dos jóvenes sobre los que la gente se preguntaba quiénes eran: sus amigos, sus sirvientes, sus hijos o sus amantes.

Svetlana Slavskaya, perla de sus días.

 

 

 

Dimia se sobresaltó. Las cortinas se habían movido ligeramente. ¿Se había dejado la ventana abierta? Inspeccionó con cuidado los batientes y echó un vistazo calle abajo. Su imaginación, seguramente.

O quizá su mala conciencia.

Chirrió la pesada hoja de la entrada. Al punto, se oyeron unos pasos bruscos en el otro extremo del pasillo, y a lo lejos se abrió una puerta que enseguida se cerró.

Ella había vuelto.

Dimia cerró con cuidado las cortinas carmesíes. El reloj repiqueteó cinco veces, solemne como las campanas de una catedral, resonando en el aire vacío de aquella morada demasiado vasta para ellos.

Las cinco.

Era la hora de ir a saludar a la condesa, de agradecerle las atenciones que le dispensaba, de masajearle las pantorrillas.

Cogió el frasco de aceite de copra y fue a llamar a la puerta de la perla de sus días.

 

 

 

 

 

 

2 Bebida típica de los países del Este a base de centeno, malta y manzanas.

5

Cogidos del brazo, Paul y Denise Poiret caminaban a paso moderado entre los murmullos de las transeúntes. La hora era siempre la misma; el itinerario, también: a las diecisiete horas en punto, la manzana formada por las calles Bobichette, Saint-Placide y Faubourg-du-Bois, una hora larga de camino antes de acabar a las dieciocho horas en la terraza de los Park para beber champán y comer caviar de beluga. Ese paseo diario era la ocasión para que París viera con sus propios ojos a esa pareja que movía los hilos de la moda. Se decía que Poiret había viajado a más de veinte países para concebir sus colecciones. Rusia, Japón, México, Argelia: la casa Poiret mezclaba alegremente todas las influencias posibles. Pronto sería el turno de los Estados Unidos, último bastión de un puritanismo que había subido demasiado los cuellos y gangrenado con encajes y punto de cruz las blusas de las mujeres. Poiret había introducido el erotismo en el matrimonio, recurriendo a las voluptuosas modas de los prostíbulos del mundo entero, que había visitado, según decía sin pestañear, por razones profesionales, con el propósito de vestir a las parisinas como geishas de altos vuelos.

Estados Unidos, última parada. La consagración. En poco tiempo, el Titanic haría su maiden voyage saliendo desde Southampton con una escala en Cherburgo, y a casi nadie extrañaría que Poiret fuera uno de sus pasajeros y aprovechara la ocasión para lanzar una nueva colección inspirada en las majestuosas líneas del transatlántico más grande de la tierra.

Las mujeres cuchicheaban tras los abanicos: ¿has visto?, ¡qué extraña mezcolanza, un turbante a juego con una falda de linón! ¿Y esos lazos salmón que lo festonean?, ¿volverá el rosa a estar de moda? ¡Qué desastre! ¡Y yo, que le di a mi sirvienta todos mis vestidos de color rosa! ¡La Gazette de la Mode decía todavía la semana pasada que era un adefesio! Y este conjunto, ¿crees que es de estilo Directorio? ¿Se habrá acabado ya el vestido de tubo? Sin embargo, hemos visto a nuestra Denise con un atavío así en la Ópera. ¡Una verdadera estatua pasada de moda!

Nuestra Denise. Así la llamaban, haciendo como si la frecuentaran, dejando que flotara la duda. ¡Oh, Denise!, por supuesto, nosotras la conocemos bien.

Día tras día, los mismos chismorreos los envolvían como ráfagas de viento, como pelusas que se arremolinaban a su paso y que ellos no se dignaban a apartar, absortos como estaban en hacerse ver: el señor Poiret, perfectamente afeitado por su barbero a domicilio; Denise, con su cabellera de seda, alisada durante horas por su peluquero, que acudía a su casa temprano cada mañana.

Denise Poiret, el sueño de toda mujer. Su historia era la comidilla de más de una. Decían que Poiret, durante una partida de campo generosamente regada, se había casado con ella casi sobre la marcha, transformando a aquella joven de estrecha cintura, de perfil masculino y de cabello color negro cuervo en la mujer más célebre de la capital.

A las envidiosas que se daban la vuelta para mirarlos por poco les faltaba hacerles una reverencia: demimondaines3 extenuadas por los desórdenes de la noche; damas de la alta sociedad ocultas tras velos de viudas, avergonzadas por mezclarse así con el común de los mortales; burguesas endomingadas a las que picaba la curiosidad, y, a veces, escondidas tras el tenderete de una florista, dos o tres meretrices desdentadas que habían venido a ver lo que los grandes de ese mundo hacían durante el día en esas calles que, de noche, les pertenecían a ellas.

También los periodistas pululaban por allí, disfrazados de chicos de los recados o de vendedores de periódicos; eso cuando no era un dibujante del Louvre enviado por una revista, cuaderno en mano, para dibujar al natural el atuendo de la gran Denise, su caída inenarrable, el imperceptible detalle que marcaba la diferencia entre la firma de Poiret y una imitación salida de América a toda velocidad. Era el genio lo que se trataba de aspirar en el aire de aquella atestada calle que exhalaba el aroma de las primeras lilas.

El escaparate de Cabaché atrajo la mirada de la señora Poiret.

—¡Un collar de zafiros amarillo y azul! ¡Qué combinación tan inesperada! Y también hay un anillo... ¿Crees que iría con mi abrigo Elzevir? Contrastaría con el negro del terciopelo. ¡Para Las Mil y Dos Noches! ¿Qué te parece, Paul?

Este no respondió, ni tampoco avivó ni aminoró el paso. La señora Poiret se calló. Llegaron a la altura del guarda, que los saludó mientras abría solemnemente los batientes de acero grabados con las iniciales de la casa: una «c», una «h» y una «e» entrelazadas como tres campesinos durmiendo en el mismo lecho. El matrimonio Poiret fue fagocitado por las pesadas puertas de la joyería más cara de París.

Al día siguiente, al despuntar la aurora, dos periodistas serían enviados a Cabaché a toda prisa para saber lo que la Bella había comprado.

 

 

 

 

 

 

3 Las demimondaines eran mujeres «ligeras», muy a menudo mantenidas, que vivían al margen de la buena sociedad, pero que eran frecuentadas por hombres que pertenecían a esta, o que participaban de la sociedad elegante en calidad de mantenidas.

6

Es la hora de la muerte. Todo el mundo está allí presente: Victor de Lansquenet, el barón; el conde de Dorimont, amigo íntimo de la familia; el maestro Boileau; Jacquelin Berteaux-Lamaury, el célebre cirujano, y, por último, los Lusey padre e hijo, que son quienes llevan la batuta en la partida de caza. Están rodeados de ojeadores y monteros versados, así como de algunas mujeres atrevidas y curiosas por ese obsceno mundo masculino.

Ígor, con gabardina y guantes burdeos, se encuentra junto al jabalí agonizante. Perros, monturas y jinetes los observan en silencio. Los foxhound ingleses recobran el aliento, con la lengua colgando, tendidos sobre la hierba pringosa por la sangre; los cazadores ya están evaluando la belleza del pelaje, el peso de los colmillos, la magnitud de las heridas; los caballos dejan de piafar, desfallecidos por las horas de carrera a toda velocidad por las landas salobres y los senderos boscosos y cubiertos de broza, aliviados porque la lluvia de látigos y espuelas sobre ellos haya cesado.

Aturdido, el jabalí freza la tierra y resopla, mas no se salva. Ígor le venda los músculos. La sangre del pelaje destrozado por los colmillos de los perros gotea sobre la hierba.

Hay un momento de silencio. Los matorrales ya no suenan, el bosque está muerto. La humedad traspasa las ropas, se infiltra hasta lo más profundo de los chalecos, ya sean de piel, ya de punto de áspera lana.

Por fin un hombre empuña su cuerno y tañe de occisa.

Ígor, con el venablo en las manos, desmonta. No tiene miedo. Todo el mundo lo mira. Es el más fino cazador de la partida. El barón de Lansquenet lo observa.

Se acerca al puerco y, con un garrote, lo empala con un golpe seco hasta el bajo vientre; a continuación, se arrodilla delante de la masa informe y agonizante. Concentrado, extrae una a una las vísceras del animal todavía vivo, hurgando hasta lo más profundo de las entrañas para arrancar la carne sanguinolenta, cortes de carne de calidad inferior, que los dogos se repartirán en medio del desorden. Ahora Ígor extirpa con delicadeza el corazón palpitante, los pulmones rosas, así como las tripas enmarañadas, y los lanza al azar a la jauría, que se dispersa a la desbandada. Algunos perros las reciben en la cabeza; otros, los más jóvenes, ladran a diestro y siniestro mientras muerden las corvas de sus semejantes. Enseguida, el cadáver despedazado es arrastrado varias decenas de metros por los dogos enloquecidos.

Cuando Ígor vuelve a levantarse, la penetrante mirada de su suegro se cruza con la suya. Se enjuga las manos llenas de sangre con su pañuelo de seda y vuelve a ponerse los guantes; a continuación, parte a galope y persigue a los perros que agonizan en la landa, a los que, o bien sacrificará, o bien suturará en carne viva, si es que alguno merece la pena.

Hoy se ha marcado un tanto. Los ojos de su suegro no han mentido. Y es que esta cacería no es como las demás. Los Lusey están ahí. El barón tiene la mira puesta en la política, y el tándem padre-hijo podría ayudarlo en su nuevo capricho.

El caballo de Ígor, agotado, ha bajado el ritmo de su carrera y trota mirando con avidez las hierbas secas de las cunetas. Ígor divisa a lo lejos un perro y llega hasta él. Este gime y lo mira, implorando. El jinete desciende de su montura y le da una vuelta como si de un crêpe se tratara. Un intestino rosa se le ha salido del vientre y tiene rasgado el cuarto trasero. Los ojos, vidriosos. Qué lástima. Es su pequeña Diana, la más fina cazadora de la manada.

Le acaricia la cabeza pensativo y le dispara un pistoletazo entre los ojos. La perra gime. Él sonríe. Cuán dulce ha sido ver la mirada de aprobación que, durante un instante, ha aflorado en el rostro del barón. Incluso tal vez se trate de admiración, algo que no habrá sido fácil de conseguir. ¡Después de tanto tiempo...! Hace seis años que está casado con Juliette, la heredera, seis años desde que lleva el apellido y título de su familia política, haciéndose llamar barón de Lansquenet para borrar toda filiación con Rusia. Desde entonces, nada lo une ya a ese país de mujiks y de coles podridas. ¡Arre, arre! El látigo restalla. Ígor espolea a su caballo y lo obliga a galopar a toda prisa. Está embargado por el júbilo.

Hoy ha conseguido lo imposible: que le perdonen sus orígenes.

7

Pogrom o pogromo, n. m., del ruso погром, designa en el Imperio ruso un movimiento popular antisemita promovido o tolerado por las autoridades y consistente en su mayoría en saqueos y masacres, y, por extensión del término, una violenta sublevación contra la comunidad judía.

 

La condesa de Slavskaya cerró su diccionario suspirando.

Pogromo. Una palabra de origen ruso. Una palabra que, durante mucho tiempo, solo había existido en su lengua materna y que, ahora, se propagaba por doquier para designar la matanza de judíos a manos de la población rusa. Desde luego, se estaban cubriendo de gloria.

A paso lento, se dirigió hacia su tocador para empolvarse de nuevo la nariz y ocultar los surcos que emergían de sus ojos, hundidos, a lo largo de los años, por unas lágrimas densas, corrosivas.

8

Dimia se calzó las babuchas renegando contra la condesa, que había desempolvado para él el traje del ballet de Sherezade: un pantalón bombacho, una camisa que cubría a medias el torso y recubierta de tiras de cobre, un cinturón de seda y un abrigo de mandarín chino en satén blanco y azul que nada tenía que ver con Persia. ¿Era esta la manera de comenzar su carrera de hombre de mundo? Según Svetlana, penetraría en la misteriosa flor y nata de la sociedad parisina, cuyos méritos ella enaltecía desde hacía siete años. Sentía remordimientos por haberlo tenido escondido, quería reparar sus errores. Le presentaría a los Étienne, a la familia Teillard d’Eyry, al primo carnal del emperador de Prusia, así como al productor Roger Félix, número uno del cine francés, que vendría a filmar la fiesta.

Se estremeció en el momento de ponerse el abrigo sobre los hombros desnudos. Le vino a la mente el estreno de Sherezade. La música de Rimski-Kórsakov había estallado y, de pronto, el tigre le había vuelto a respirar una vez más en el cuello, al son de la línea de bajo de los cobres del sanguinario sultán que, todos los días, se comprometía a matar a su esposa sin conseguirlo.

Y, mira por dónde, hoy, él lucía el traje del bailarín al que había visto aquella noche.

En dirección al camarín de la condesa, justo enfrente.

Ahora, sería él quien saliera a escena.

 

 

 

La puerta no estaba cerrada. La condesa, de perfil, sentada en una butaca de ébano, se cepillaba el pelo frente a su tocador, embutida en una incongruente simbiosis de tutú corto y recio y atuendo de faquir engastado en perlas. No lejos de ella, destacaba una poltrona. Grandes anaqueles cubiertos de bibelots y de grabados tapizaban la estancia. Al fondo, se distinguía un diván para fumar opio. En la repisa del tocador había un frasco de whisky cubierto con un vaso. Ella sacaba la lengua, comparando su reflejo con una foto que había colocado en sus rodillas.

—Pero ¡entra, mi caro Dimia! —le dijo, sin mirarlo siquiera—. ¿A qué esperas?

Dimia se acercó, incómodo por la estrechez de su abrigo de seda. Ella se giró hacia él.

Boje moï!4 ¡Por las diez cúpulas de la catedral de San Basilio, estás guapo como un dios! ¡Vamos, date la vuelta, que yo te vea! ¡Pareces un príncipe!

La condesa estalló de risa. Dimia cogió el frasco de aceite de copra y derramó varias gotas en la palma de su mano; luego, se arrodilló a los pies de la condesa y le quitó las babuchas.

—¿Querrá la princesa Zobeida que la masajee?

Le cogió el pie derecho con ambas manos y le masajeó la planta. Ella se retorció.

—¡Para, tontuelo, me estás haciendo cosquillas!

En ese instante apareció una silueta en el vano de la puerta.

—¡Madre!

Ígor Vladimírovich Slavski entró sonriendo, corbata en mano. Un ligero aroma a vetiver invadió la estancia. Apoyó su fusta contra la pared y acercó la poltrona, ignorando al joven acuclillado a sus pies. La condesa tendió la mano blanda a su hijo. La mirada de Ígor se detuvo en su meñique.

—¿Una nueva joya, querida madre? ¡Magnífica! ¡Enséñemela! —Sacó su monóculo y la examinó—. Hermosa factura..., rubíes rodeados de aguamarinas..., cierre contorneado en espiral de platino..., 1,2 quilates por lo menos... Déjeme adivinar... ¿Casa Ribochon? ¿O Alezi?

—Bellini. La compré hace quince días, en Mónaco. ¿Por qué nunca vienes con nosotros? ¡Ese Tren Azul que nos lleva de noche es tan romántico! Ya sabes lo mucho que me gusta el ruido del tren al partir, los coches cama, el olor del carbón quemado... Diaghilev incluso habla de formar una compañía de Ballets Rusos monegascos. ¡Y ese tiempo suave, esas adelfas que florecen todo el año! Iríamos a Niza. ¡Eso te distraería de tus derbis y tus cacerías! ¡Correr detrás de perdigones, qué espantosa diversión para un descendiente de boyardos!

Ígor se atusó el bigote, fino y cortante como un escalpelo.

—Si mal no recuerdo, la caza de montería es un deporte de reyes. Y no son perdigones lo que yo cazo, sino el Cervus elaphus. Luis XIV era un amante de los ciervos. Ayer, sin ir más lejos, traje una enorme cabeza de cérvido con astas de catorce puntas que voy a mandar poner en un pedestal.

—¡La sangre, siempre la sangre! ¡Cómo te pareces a tu padre! Pero basta ya de boberías. ¿A qué debemos que nos honres con tu visita?

—¡Madre, quería presentarle mis respetos como debe hacerlo un hijo! Es gracioso —continuó, pensativo—, su traje no me es desconocido... —Se le iluminó el rostro—. ¡Ya lo tengo! ¡Sherezade! ¡Es usted Zobeida, la mujer más hermosa del harén! —Palpó la tela de su tutú con mano experta—. ¡Qué buen gusto, madre! ¡Es tan característico de usted!

La condesa rio y señaló a Dimia con un gesto de la mano.

—Y he aquí el atuendo del esclavo, ¡el del propio Nijinsky! El bueno de Serguéi me lo ha vendido a precio de oro. Mira los detalles del corte, ¡qué caída! Una verdadera maravilla.

Ígor rozó con el dedo el pantalón de serrallo.

—¡Qué lástima, luz de mis ojos! Didi y yo nos disponíamos a salir. —Puso una voz meliflua y ahuecó sus manos sobre los muslos—. ¿Por qué no vienes a verme más a menudo? ¿Es tu mujer quien te lo impide? ¿Tus amantes? ¿O las caballerizas de tu suegro? ¿Ganasteis en Longchamp el viernes pasado?

—A ver, madre, si tal fuera vuestro deseo, ¡nos veríamos todos los días! En cuanto a mis caballerizas, descuide, están en excelentes condiciones.

La condesa dejó de juguetear con sus collares.

—¿Tus caballerizas? Pertenecen a tu suegro, ¿no?

—Digamos que las tengo en usufructo. Además, suyas o mías, da lo mismo.

—¡No entiendes nada! ¡Nunca formarás parte de ellos! El clan Lansquenet te tolera por la única razón de que su hija está loca por ti. Te casaste con ella en el momento oportuno, nada más. ¡Con veintitrés años, ya era bastante madurita!

La condesa suspiró, retiró el vaso de la licorera, se lo llenó hasta arriba y lo posó sobre el tocador. Cogió las manos de su hijo en las suyas y se las estrechó con todas sus fuerzas.

—¡Ígor, en qué nos hemos convertido los dos!

Madre e hijo se miraron a los ojos. Ella no lo soltaba y lo estrechaba aún con más fuerza. Sus dedos entrelazados palidecían en las articulaciones.

—Vamos, ¿qué quieres de mí? —dijo de pronto con una voz seca.

—Pues bien..., es que... ¿No tendría usted unas invitaciones de sobra para Las Mil y Dos Noches?

La condesa soltó bruscamente las manos de su hijo, agarró su brocha de plumas de cisne y comenzó a empolvarse el escote.

—¡Invitaciones, nada menos! ¡Es como pedirme una vigueta de la torre Eiffel! Ya he tenido que dejarme las uñas para que Dimia pueda ir... —Se ríe—. ¡Y, ahora, tú también!

Ígor carraspeó.

—Pensaba que Poiret era su amigo íntimo... ¿No podría hablarle en mi favor?

Soltó la brocha en su cuenquito y lo miró fijamente a los ojos. Se alzó una polvareda rosa.

—¡Ni lo sueñes! ¡Las tarjetas son verdaderas obras de arte, pintadas por Dufy y firmadas de su puño y letra! Paul nos las envió hace una eternidad. ¡Está ocupadísimo! Llevo un mes sin verlo. Su casa es un zafarrancho. Ya no se puede entrar, ha colocado guardas en todas las puertas. Has tenido una buena idea, con la cantidad de dinero que pululará por allí esa noche... La baronesa de Mirandole sacará por fin su diadema, ¡que vale más que las joyas de la corona de Inglaterra! No, hijo mío, llegas demasiado tarde. ¡Has perdido el tren! —dijo, soltando una risa ahogada. Destapó un frasco de perfume y lo olió—. Pero ¿no te habían invitado? ¡Qué raro!

Cerró los ojos, arrollada por una nube de aromas, y volvió a abrirlos al instante.

—¡Tengo una idea! ¿Y si le preguntaras a tu suegro? ¡Con la cantidad de amistades que tiene, será un juego de niños!

A Ígor se le demudó el semblante, impenetrable como una ostra cerrada.

La condesa se envolvió en abalorios de vidrio como si ya todo hubiera sido dicho.

—¿Y bien? —dijo ella.

Ígor se levantó y cogió su corbata.

—No importa, madre... No será ni la primera ni la última fiesta que dé Poiret. Ya habrá otra ocasión en el futuro.

—¡Igorska, qué sensato eres! ¡Adiós, hijo mío!

Él le besó la mano y se dio media vuelta.

La condesa hizo un guiño a Dimia y, en cuanto la puerta se hubo cerrado, se bebió su whisky de un tirón y soltó una risotada.

 

 

 

 

 

 

4 «¡Dios mío!», en ruso.