BREVE HISTORIA
DE
BLAS DE LEZO

BREVE HISTORIA
DE
BLAS DE LEZO

Víctor San Juan

Colección: Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título: Breve historia de Blas de Lezo

Autor: © Víctor San Juan

Director de colección: Luis E. Íñigo Fernández

Copyright de la presente edición: © 2019 Ediciones Nowtilus, S.L.

Camino de los Vinateros, 40, local 90, 28030 Madrid

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Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: El almirante Blas de Lezo (1735). Museo Naval de Madrid.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital: 978-84-1305-082-9

Fecha de edición: septiembre 2019

Depósito legal: M-28851-2019

Prólogo

Díjolo Blas, punto redondo

Viejo proverbio español

Frecuentemente se describe a Blas de Lezo como el más grande de los héroes y mejor marino de un rey, Felipe V, origen de la dinastía borbónica española. Repasando sus hazañas —por sus hechos los conoceréis— el interesado no puede sino convencerse de ello: con Blas de Lezo, teniente general de la Real Armada, la expresión «a man made himself» (‘un hombre hecho a sí mismo’) adquiere toda su verdadera dimensión, verificándose además la cruel paradoja de que cuanto más ascendía en la Armada, a nivel físico la vida no tenía otra cosa para él que crueles sinsabores con dolorosas y llamativas mutilaciones. Que fuera cojo, manco y tuerto no impidió, sin embargo, a nuestro hombre, ser el marino insuperable que fue, genio y figura, a pesar de lo cual siempre ha habido alguien —sobre todo desde el bando contrario, pero también del propio— empeñado en denostarlo o minusvalorar sus actos. El primero en incurrir en esta bajeza fue su último enemigo, un sensato y displicente almirante inglés de nombre Edward Vernon, al que debió de molestar ser completamente derrotado por alguien que tenía una pierna, un brazo y un ojo menos que él; en su estela, la persona con quien tuvo que compartir el mando en Cartagena de Indias, el virrey Sebastián de Eslava. A continuación, como no cabe menos, la propaganda anglosajona, siempre empeñada en trastornar los hechos para poner de relevancia sus victorias y sepultar las estrepitosas derrotas en el olvido. Por último, el increíble recelo, envidia y simple odio que en algunos de su propio bando despertó el héroe, hasta conseguir marginar su memoria de la Armada durante un tiempo que hoy parece increíble.

Por encima de todo ello, una biografía debe procurar ahondar en la persona. ¿Quién era Blas de Lezo? Lo cierto es que su figura ofrece poco misterio, discurriendo su trayectoria vital de forma totalmente paralela a una carrera naval a la que se entregó por completo; hoy diríamos que fue un hombre absorbido por su trabajo, que debía gustarle con locura. Resulta casi obvio dividir su vida en seis fases completamente diferenciadas y que componen la existencia insuperable de un hombre de mar al servicio del rey de España: primero, la breve estancia en Tolón con la experiencia traumática del combate de Vélez-Málaga; a continuación, cinco años con los corsarios franceses de Rochefort. Sin solución de continuidad, otros tres años de servicio y su primer mando tras su ingreso en la Real Armada Española, seguidos de la gran aventura, casi una vida, del frustrante mando profesional en la Armada del Mar del Sur, aunque muy satisfactorio en lo personal. El regreso a España significaría el cénit de su carrera: con cuarenta años participa en el desembarco de Orán y captura la Capitana de Argel. A partir de entonces, rechazando la comodidad de un más que merecido retiro, o un favorable y cómodo destino, afrontó la monumental hazaña de la defensa de Cartagena de Indias, hoguera que consumiría más de diez mil vidas, entre ellas, la suya, que supo estar en el momento justo en el lugar oportuno.

Blas de Lezo, a menudo enfrentado con sus superiores, mostró el camino de una entrega absoluta, servicio eficiente y gran pericia náutica y militar. Tomarlo como modelo, por mucho que fuera olvidado o criticado por sus contemporáneos, es algo justo pero que la posteridad olvidó hacer, para eterna condenación de una Real Armada borbónica que en él tuvo inmejorable espejo en que mirarse. Pero no quiso, puede que avergonzada por la tremenda sucesión de derrotas sufridas a finales del siglo XVIII (algo en lo que mucha culpa tuvieron los malos Gobiernos y la subordinación a la Francia napoleónica), pagando así el tremendo precio de la desconsideración de los propios españoles hasta nuestros días; aún hay que escuchar, en rutilantes medios de comunicación de masas, que la Armada no gana una batalla desde tiempos de Felipe II. Quien tal dice no conoce, evidentemente, absolutamente nada de Blas de Lezo, propósito al que van dedicadas estas líneas. Recientemente, la Armada española ha trabajado para recuperar sus hazañas y su figura; resulta un placer unirnos a esta corriente, compartida con otras asociaciones y autores, para devolver a nuestra historia un héroe que surge de la niebla del olvido con todo el vigor de su autenticidad.

El autor

1

Un hombre para una época (1689-1702)

En un rincón del golfo de Vizcaya, sobre la costa guipuzcoana, entre las poblaciones de San Sebastián (Donostia) y Fuenterrabía (Hondarribia), los montes Ulúa y Jaizquíbel se alzan para remontar luego hacia el norte, sumergiéndose en la mar; entre ambos, la caprichosa naturaleza ha querido modelar una ría, en cuyas riberas se instaló el hombre desde muy antiguo, para actividades siempre relacionadas con la pesca del bacalao en la lejana Terranova, la Newfoundland descubierta por Giovanni Caboto en 1597 por encargo del rey de Inglaterra, Enrique VII Tudor, que venció en la batalla de Bosworth.

La población de la ribera este, más próxima a la frontera francesa, fue denominada Pasajes de San Juan, mientras que la del oeste, a escasos cinco kilómetros de San Sebastián, recibió el nombre de Pasajes de San Pedro. Esta última, a fines del siglo XVII apenas una fila de humildes casas de pescadores con muelles frente a ellas para amarrar las embarcaciones y extender las artes de pesca (quedando los astilleros más al fondo, en la ría) es el lugar de nacimiento de nuestro personaje, Blas de Lezo y Olavarrieta, venido al mundo el 3 de febrero —día de San Blas— de 1689, tercer hijo de Pedro Francisco y Agustina; sus hermanos fueron Agustín, cuatro años mayor; Pedro Francisco, dos; y los menores José Antonio y María Josefa, la benjamina de la familia.

El origen de la familia Lezo no estaba muy lejos de allí, pues la localidad de este nombre queda prácticamente a tiro de piedra, al sur del monte Jaizquíbel. El apellido podía presumir de expediente de nobleza desde 1657, es decir, concedido en el reinado del rey don Felipe IV de Austria, precisamente el año en que España, sumida en imparable decadencia a causa, entre otros factores, de nefastos Gobiernos precedentes, soportaba la ofensiva anglofrancesa en plena bancarrota. La única alegría del pesaroso rey, aparte del balsámico confesonario con sor María de Agreda, la constituyó aquel año el nacimiento de su hijo Felipe Próspero, habido con la reina Mariana de Austria; no obstante, fue, como todas las alegrías de este monarca desgraciado, un simple espejismo, pues el príncipe fallecería cuatro años después.

Sin embargo, en los treinta y dos años transcurridos hasta el nacimiento de Blas, la familia, perteneciente a la nobleza local, podía presumir de ancestros notables como Domingo de Lezo, que fuera arzobispo de Sevilla y después obispo de Cuzco, y Pedro de Lezo, tatarabuelo de Blas, en su día alcalde de Pasajes. Los cronistas, no obstante, con unanimidad, relacionan directamente a Blas, en su formación y carácter, con su abuelo paterno Francisco de Lezo y Pérez de Vicente, armador y propietario del galeón Nuestra Señora de Almonte, en cuyos brazos el niño seguramente se acunó escuchando viejas canciones marineras y leyendas de los marinos y pescadores vascos. Como dice Arteche, «La mar —Itsasua en vasco— atrajo a la raza vasca de manera poderosa», y así fue, en efecto, desde tiempos inmemoriales. Pero sigamos con el biógrafo de Elcano: «El número de vascos que, como marinos, dejaron huella en la historia es asombroso... Las aventuras y hazañas marinas vascas más formidables son aquellas que nunca fueron ni ya serán por nadie escritas... Conocían los fiordos escandinavos, el pálido cielo del Báltico, el mar de Azov y la misteriosa y última Thule, la Islandia actual. Conocían igualmente los bancos de Terranova y el golfo de San Lorenzo», río este último que penetra, como una lanza, en el corazón de América del Norte, alimentándose de los Grandes Lagos y surcando, en su curso bajo, las riberas del Canadá, donde se hallan las ciudades de Quebec y Montreal.

Tal como se inscriben en la memoria de un niño todos aquellos nombres misteriosos —Thule, Terranova, el Báltico y San Lorenzo— la imaginación de Blas haría el resto para figurarse las más inverosímiles aventuras de caballería, gloria y honor, que han perdurado en el tiempo, alcanzando, con su mensaje poderoso, a niños de todas las épocas; incluso a nosotros que, a punto de peinar canas, leímos en nuestra juventud cuadernos y cómics del capitán Trueno, cuya rubia novia Sigrid era nativa de Thule, o sea, islandesa. ¿Han mamado los infantes de todas las épocas las mismas leyendas con ligeras variaciones? En un país viejo y cargado de historia como el nuestro, sin duda alguna.

Para el niño Blas, la epopeya del descubrimiento quedaba también muy cercana; la navegación de las tres carabelas rumbo a América, y la posterior y primera vuelta al mundo, materializada por un vasco, casi paisano suyo —de la próxima Guetaria—, Juan Sebastián Elcano, ponía la leyenda al tentador alcance de lo práctico. Por no hablar de Andrés de Urdaneta, fundador del tornaviaje de la Nao de Acapulco a través del océano Pacífico, la más audaz y perdurable línea de navegación comercial jamás establecida sobre las rutas marítimas de la Tierra; López de Legazpi, también vasco, el veterano y cuerdo fundador de la ciudad de Manila en las remotas islas Filipinas, y un largo etcétera, pues la monarquía Habsburgo o de Austria —asentada en el trono español desde el emperador Carlos V— siempre contó para las grandes empresas náuticas con navegantes norteños, y así, las Armadas españolas y flotas de Indias estuvieron lideradas por marinos vascos como Martín de Bertendona, Tomás de Larraspuru, Carlos de Ibarra o el magnífico almirante don Antonio de Oquendo, hijo de don Miguel, capitán del galeón Santa Ana, que acompañó al San Martín del duque de Medina Sidonia, Guzmán el Bueno, en la dura e imposible jornada de Inglaterra, y a don Álvaro de Bazán en la más satisfactoria victoria de las Azores.

Probablemente, nada más salir de casa, o de paseo dominical después de misa, el niño Blas, acompañado de sus hermanos y atribulados ayos, topaba en los muelles con los buques balleneros o bacaladeros recién llegados de los confines de los bancos de Terranova. En 1533, ya había en aquellas aguas unos doscientos buques vascos con casi seis mil pescadores a bordo, cifras que, con diversos avatares, se mantuvieron a través de los siglos. La primitiva caza de la ballena llevó a la pesca del bacalao; Blas, aspirando aquel aroma a fango, agua y pescado removido del fondo del mar establecería en su mente, por primera vez, contacto con la esencia de lo que había de ser su elemento, esto es, la mar. Un sello imborrable que, percibido en la infancia, acompaña al profesional hasta el último de sus días, ya sean estos en tierra o demandado por la voracidad del océano que consume vidas y barcos, indiferente e imperturbable a sentimientos, penas, nostalgias o dolor. A la mar, dicen, solo le duele cuando los hombres valientes no van a ella; percibida esta llamada en lo más profundo de su alma, acudiría, puntual a la cita, don Blas.

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Vista de Pasajes de San Pedro, localidad natal de Blas de Lezo e intrincado y seguro puerto de la costa guipuzcoana desde el que los pescadores y armadores vascos se han proyectado hacia el Atlántico históricamente para transportar mercancías o explotar remotos y legendarios bancos de pesca en las costas americanas

El niño, de apenas diez años, quería ser marino, dándole así el primer disgusto a su madre, doña Agustina, conocedora de su audacia, arrojo y carácter (pues, cuando uno no es nadie, solo quien te ha parido te conoce). El padre y el abuelo valorarían, sin embargo, lo lógico y atinado de esta decisión: cubiertos los puestos del heredero con Agustín y de la Iglesia con Pedro Francisco, al tercer vástago, en aquella época, no le quedaba otra que el servicio de armas, y la Armada del rey era lugar lógico y honorable donde, aun a costa de graves riesgos, el pequeño Blas podía abrirse camino y llegar a la celebridad. Compinchados así en secreto padre y abuelo, bendiciendo la decisión de Blas a espaldas de los gritos y berrinches de doña Agustina —que preferiría para él un cómodo destino clerical o situarlo ventajosamente en cualquier prebenda—, el pequeño había dado el primer y difícil paso para emprender la primera singladura de su existencia.

No lo iba a tener fácil; en aquella época —finales del siglo XVII— la Marina española era una difícil entelequia prácticamente inexistente. A la muerte de Felipe IV, le había sucedido su único hijo superviviente, Carlos, conocido por la Historia como Carlos II, el Hechizado, muchacho con buenas y dignas intenciones pero de tan pobre salud, hechuras y personalidad que, durante su reinado (si se puede calificar así a lo que en realidad solo fue una larga ausencia), regentes, esposas, aventureros y poderosos hermanastros se disputaron las riendas del poder, llevando España a límites difícilmente concebibles. A título militar —y, concretamente, de la Armada— literalmente estrujada España entre las poderosísimas Marinas de Inglaterra y el rey Luis XIV de Francia, los pobres y anticuados barcos españoles apenas causaban risa o pena a sus enemigos, cuando no naufragaban en desastres que su bajo número, casi paupérrimo, magnificaba para el inventario patrio.

Desgranar las páginas llenas de recuerdos de aquellos días resulta trago verdaderamente amargo, pero no tenemos más remedio que hacerlo breve y esquemáticamente, pues esta fue la penosa situación en que Blas accedió a la que luego sería su extensa trayectoria profesional. En 1686, tras veinte años de reinado de Carlos II, España había devenido en potencia de segundo orden sistemáticamente agredida y desvalijada, en Europa, por la ambiciosa Francia —que la había reemplazado— y, en América, por la guerrilla pirática anglosajona, que desató una injustificada y cruel ofensiva contra todos los enclaves hispanos (no se salvó ni uno), muchos de los cuales fueron reducidos a pavesas, como Panamá, por el pirata y filibustero Henry Morgan en 1669. Aun así, la vetusta fortaleza hispana aguantaba impávida y no se venía abajo, sin que apenas nadie salvo los espíritus de otros tiempos la guarnecieran por el interior. El mantenimiento del «equilibrio» europeo obligaba a sus propios depredadores a apuntalarla, de vez en cuando, para evitar que se derrumbara, provocando así la preponderancia excesiva de alguno de ellos.

En esta época, el auténtico matón europeo era bastante reluciente, nada menos que el Soleil Royal de Francia, el Rey Sol Luis XIV, hijo de una española, Borbón por parte de padre y Austria por línea materna, con lo que se creía con derecho a heredar el solar español. Por si acaso llegado el momento las cosas no venían bien dadas, con su imponente Ejército y majestuosa Armada —la mejor de Europa con permiso de Inglaterra y Holanda— se iba cobrando anticipos que luego devolvía con la seguridad de que, vista la debilidad española, tarde o temprano acabarían en sus manos. Atrapada en las tenazas de este monarca, España apenas podía hacer otra cosa que debatirse pidiendo socorro a holandeses y británicos para que acudieran en su ayuda. Los holandeses, enemigos ancestrales, lo hicieron con nobleza y tenacidad, pagando el alto precio de que su mejor almirante, Michiel de Ruyter, perdiera la vida ante el más astuto y hábil almirante francés, Anne-Hilarion de Cotentin, marqués de Tourville, caballero templario y marino consumado, en la batalla de Augusta, al este de Sicilia.

El rey francés, aparte de agredir constantemente la monarquía española, haciendo gala de absoluta falta de escrúpulos decidió también extorsionarla para sacarle dinero, organizando posteriormente contra ella ataques piráticos con los que obtener botín, como el del barón de Pointis en Cartagena de Indias el año 1697; antes, en 1686, el mencionado almirante Tourville, con su colega Victor Marie D´Estreés, había aparecido frente a Cádiz con veintinueve navíos de combate para exigir quinientos mil pesos de indemnización por los supuestos daños sufridos por barcos franceses en aguas caribeñas de responsabilidad española. Estaban en Cádiz, en aquella época, los treinta anticuados galeones de guerra que le quedaban a la Armada española; pero, faltos de dotación, municiones, pertrechos y hasta oficialidad decente, apenas media docena habrían podido salir a combatir con cierta garantía para ser aniquilados por la superioridad enemiga. El almirante Mateo Laya se vio obligado a quedarse en puerto, mientras las autoridades pagaban religiosamente el «impuesto absolutista». Este vergonzoso episodio se conoce como la «vejación de Cádiz», uno más de la infortunadísima decadencia de España en la que una reina recaudadora, Mariana de Neoburgo, pugnaría en el futuro con Luis XIV para arrancar al pobre Carlos II, desde el tálamo, cantidades económicas con las que mantener a sus parientes centroeuropeos. La degradación de un reino sometido a estas presiones saqueadoras era imparable y resulta verdaderamente extraño lo que llegó a ser capaz de soportar.

Por si estas humillaciones no fueran suficiente desgracia, poco después (1688) el bey de Argel, liberado de la tutela del sultán Mehmet IV por la derrota de este ante los muros de Viena, movilizó un ejército de 35 000 hombres para asediar y rendir la plaza africana de Orán; sin embargo, esta vez Laya, con los galeones supervivientes, pudo acudir en auxilio de los sitiados después de que el duque de Veragua, con sus galeras, hundiera la capitana enemiga, logrando así el imprescindible dominio del mar. Pero a un reino débil se le multiplican los achaques y, al año siguiente —el mismo en que nacía Blas de Lezo—, el sultán Muley Ismail de Marruecos atacó Melilla y la plaza de Larache. De nuevo acudió una flotilla, la de Nicolás de Gregorio, que logró salvar Melilla pero no Larache, que cayó con mil setecientos prisioneros convertidos en esclavos por los alauitas.

Las agresiones francesas continuaron. En 1690, los almirantes Chateaurenault y De Nesmond merodeaban por el cabo San Vicente al acecho de la Flota de Indias de ese año, cargada con el tesoro americano. Vista la codicia incontenible de Luis XIV, en Europa se formó la llamada Liga de Augsburgo, después conocida como Gran Alianza cuando ingresó en ella Inglaterra, nivelando la situación: la llamada guerra de los Nueve Años había comenzado. Pronto se manifestó la forma de hacer la guerra de Francia, ensañándose contra ciudades españolas como Alicante, Barcelona y Cartagena; a pesar de la indefensa población civil, fueron despiadadamente bombardeadas por la flota de D´Estreés, que continuó con las extorsiones. En Alicante cayeron dos mil bombas y la ciudad se incendió en gran parte; sobre Barcelona cayeron novecientas.

D´Estreés recibió al fin su merecido viéndose obligado a huir ante un adversario más débil, en este caso, la Armada española que, haciendo un supremo esfuerzo, en 1692 atacó con veinte navíos los dieciséis iguales y veintiséis galeras del francés, obligándole a poner pies en polvorosa y persiguiéndole del cabo de Palos hasta el delta del Llobregat y Barcelona, recorrido en el cual los agresores perdieron dos pequeños navíos, uno de treinta y dos y otro de veintidós cañones. Este mismo año, la orgullosa Armada francesa sufría un tremendo correctivo frente a las costas normandas, en Barfleur: a pesar del alarde táctico realizado por Tourville durante el día, en plena inferioridad ante a la flota anglo-holandesa, una buena parte de su escuadra, con los mejores buques —el suyo incluido—, acabó siendo obligada a embarrancar y fue destruida al anochecer en las playas de La Hougue, que habían visto el desembarco del rey Eduardo III en 1345 y muchos años después, sería la playa Utah durante el desembarco en Normandía de la Segunda Guerra Mundial. En aquel histórico lugar el magnífico navío Soleil Royal, que materializaba el sobrenombre real en su denominación, fue reducido a pavesas sobre la arena, dando a Luis XIV un anticipo de lo que podía sucederle si seguía dando rienda suelta a sus ambiciones; presagio que, para su desgracia, no quiso escuchar.

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Busto en madera de la máxima figura naval a finales del siglo XVII, el almirante francés y aristócrata Anne-Hilarion de Contentin, marqués de Tourville, que, al mando de la flota del Rey Sol de Francia, Luis XIV, lograría señaladas victorias como Beachy Head y el convoy de Esmirna, no pudiendo evitar la completa debacle en Barfleur-La Hougue (1692)

Porque la guerra no daba respiro: al año siguiente, Tourville y D´Estreés se tomaron revancha frente a Lagos, embocando el estrecho de Gibraltar, donde sorprendieron al llamado «convoy de Esmirna», compuesto por un centenar de barcos mercantes; solo diecinueve pudieron refugiarse en Cádiz, veintisiete fueron capturados y cuarenta y cinco destruidos, entre ellos cinco que se refugiaron en Málaga. Señoreando el mar Mediterráneo, los franceses destruyeron otros cuatro bajeles aliados entre Vinaroz y los Alfaques. Mientras tanto, la Flota de Indias de ese año lograba llegar sin incidencias a puerto, pero la escuadra española de los almirantes Laya y Papachino perdía once unidades en un tremendo temporal, quedando prácticamente aniquilada. Ello permitía a los franceses atacar y asaltar Cartagena en la primavera de 1697; Barcelona fue cercada, asediada y rendida en agosto del mismo año. La desastrosa contienda, última del siglo, concluía con el tratado de Ryswick; contemplando ya la sucesión al trono español, Luis XIV se avino a devolver territorios conquistados como Cataluña.

En efecto, ya en 1668 la mala salud de Carlos II de España había llevado a Leopoldo I, emperador de Austria, y el Rey Sol francés, a llegar a un acuerdo secreto sobre cómo se repartiría la copiosa herencia española, pero Carlos —al que, como dice el marqués de Lozoya, le sobraron los pintores pero le faltaron los soldados— vivió prodigiosamente treinta años más, dejando el acuerdo sin efecto; después del tratado de Ryswick, de nuevo el emperador y Luis XIV firmaron, en 1698, un acuerdo de partición, cuando Carlos II, que seguía sin descendencia, nombró salomónicamente heredero al príncipe elector José Fernando de Baviera, un niño de seis años, pero este falleció en febrero de 1699, lo que devolvía el problema a los términos iniciales. Las intrigas de los bandos francófilo y austracista arreciaron en la corte española hasta que, finalmente, en octubre de 1700, el agonizante Carlos daba de algún modo su beneplácito para que le sucediera el pretendiente francés, Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, abandonando este mundo al mes siguiente.

Aparte del cuestionarse la validez de un testamento arrancado en el lecho de muerte, la designación estaba expresamente invalidada por los tratados matrimoniales concertados por Felipe IV, en los que la madre y la mujer de Luis XIV, Ana y María Teresa, respectivamente (infantas ambas españolas), renunciaban a sus derechos al trono español. Pero Luis XIV alegó que los términos de estos tratados, en lo referente al pago de cantidades económicas, nunca se habían cumplido y, por lo tanto, no existían limitaciones a sus derechos hereditarios. Como es de suponer, la casa de Austria, Holanda e Inglaterra no estuvieron de acuerdo, apostando por el archiduque Carlos, hijo de Leopoldo, como candidato al trono español. La guerra de sucesión estaba servida.

Anticipándose al archiduque, en 1701 un joven muchacho de dieciséis años, Felipe, llegó a Madrid, instalándose en el palacio del Buen Retiro como nuevo rey. Esto significó que, de sufrir España el permanente acoso francés, ahora pasaba de repente a su bando, tornándose enemigas Austria, Holanda y Gran Bretaña, antes aliadas. El brusco cambio forzosamente había de tener trascendentales consecuencias para otro muchacho, aún más joven, cuyo único afán era ingresar en la Armada: Blas de Lezo. Los efectivos de la Marina española, después del último desastre de Laya y Papachino, apenas daban ya para mantener el tránsito de las flotas de Indias; la institución, en absoluta decadencia, necesariamente tendría que pasar por una regeneración, igual que la corona española. Siendo incierto el futuro de esta última, aún lo era más el de la Armada. Una de las primeras disposiciones de Felipe, totalmente al dictado de su abuelo Luis XIV, fue convocar una promoción de guardiamarinas españoles para servir en la Marina francesa. El joven Blas, con tan solo doce años, se inscribió en ella. Era un lógico destino, pues en España, en aquel momento, no existían escuelas navales de solvencia donde un joven pudiera realizar su aprendizaje; habría que esperar a 1717 para la fundación de la Real Compañía de Guardiamarinas en Cádiz, a instancias del intendente de marina don José Patiño, con la promoción del almirante Andrés del Pes. La sede inicial fue el castillo de la Villa, en el barrio de Pópulo, mudándose a la casa de Sacramento, en San Fernando, en 1769. Su primer director sería Pedro Manuel Cedillo, autor del Compendio del arte de navegar.

Encontramos de esta manera al muchacho haciendo el petate en su casa de Pasajes antes de partir para incorporarse a su destino, sin que doña Agustina pudiera reprimir las lágrimas en la despedida de su hijo. Había llegado para Blas el momento de separarse de la familia para ingresar en una institución extranjera de la que desconocía todo, empezando por el idioma. Muy duro tuvo que resultar para él hacerse valer en unas filas que, a pesar de la derrota de La Hougue, el almirante Tourville acababa de revitalizar con sus hazañas frente a las líderes del momento, la Marina holandesa y la Royal Navy británica. La Armeé Royale, nacida tan solo cuarenta años atrás por designio del cardenal Richelieu de la mano del intendente de marina Jean Baptiste Colbert —el más destacado ministro de Luis XIV—, al inicio de la guerra de los Nueve Años contaba con sesenta navíos de dos y tres puentes, los primeros, de setenta y cuatro y, los segundos, de entre noventa y cien cañones. Habiendo recibido el bautismo de fuego en Sicilia con las batallas de Strómboli, Augusta y Palermo, en las que el gran Abraham Duquesne se impuso a los holandeses, contaba con dos grandes bases dotadas de competentes astilleros, Brest en el Atlántico y Tolón para la flota del Mediterráneo.

La actividad de los astilleros bretones había materializado, aparte de maravillas como el Soleil Royal, que construyó Laurent Hubac en 1670, otros navíos como el Royal Duc (luego La Reine) o el célebre La Couronne. Por su parte, en Tolón se completaron barcos como el Royal Louis, el Monarque o el Dauphin Royale, todos ellos modernos mastodontes de entre noventa y dos y ciento diez cañones. Casi cincuenta navíos franceses, de ambas categorías, se hallaban en los puertos bretones, y entre quince y veinte en Tolón, siendo el principal inconveniente la dispersión de la fuerza frente a la unidad británica, capaz de poner en el canal de La Mancha casi un centenar de modernos barcos de línea bien armados en aquellas fechas. Tras las notables pérdidas de La Hougue, Luis XIV hubo de renunciar a masivas aventuras navales, pero la construcción en ambos puertos prosiguió regularmente. Blas de Lezo ingresó así, para su aprendizaje, en una de las Armadas que, a pesar de su inferioridad numérica, en aquellos momentos despuntaba en construcción naval y soluciones técnicas aplicadas en la construcción de buques; avances e innovaciones que, a la vuelta de unos años, iban a ser incorporadas en cierta medida a los astilleros españoles cuando, a partir de 1720, Antonio Gaztañeta, por orden de Patiño, iniciara la reconstrucción de la Armada española en Santander, Cartagena y las nuevas atarazanas de La Habana, debutantes estas últimas en la construcción naval. Así pues, el joven guardiamarina español, promocionando, se convertiría en pionero de la renovada Marina española.

En 1701, cuando Blas de Lezo acababa de entrar en la Armeé Royale del rey francés, daban aún los últimos coletazos buques supervivientes de la Marina de los Austrias españoles. Con el país abocado a una cruel guerra por la disputa al trono, los pocos galeones de guerra restantes, aparte de anticuados, debían emplearse perentoriamente en el transporte de los tesoros americanos. Tres de ellos, La Bufona, de cincuenta y cuatro cañones, el Jesús, María y José de cuarenta y cuatro, y la almiranta de la flota del Azogue, estaban en aquel momento en La Habana, paupérrima escolta de una flota de Indias. A causa del fallecimiento de Carlos II y hasta que se resolviese la inestable situación con la llegada del nuevo rey, habían quedado reunidas en aquel puerto las flotas de Tierra Firme y de Nueva España de 1699, un inmenso tesoro (valorado en unos cien millones de doblones, cifra exorbitante para la época) a bordo de un desusado número de bajeles, catorce en total, cargados hasta los topes de oro, plata, joyas, piedras preciosas, mercancías orientales, porcelana, sedas y un largo etcétera, fruto del comercio en América y Filipinas.

Sus mandos, Manuel Velasco y José Chacón, decidieron prudentemente esperar órdenes; estas llegaron al fin en 1702, con el nuevo virrey de la Nueva España, duque de Alburquerque, a bordo de una formidable escuadra francesa al mando del almirante Rosselet, conde de Chateaurenault, que ya había acechado estas flotas cuando España y Francia eran enemigas. Constaba de seis modernos navíos de línea de sesenta o más cañones, los Fort, Prompt, Ferme, Espérance, Superbe y Bourbon, acompañados de seis menores de sesenta cañones y otros más pequeños, con la misión de escoltar el tesoro hasta la península y, en especial, a los tres buques de guerra españoles que, cargados con el llamado «Quinto Real» —veinte por ciento del valor total de la flota—, eran garantía para reponer las exhaustas arcas de la corona española. Con este servicio, Luis XIV no esperaba otra cosa que una jugosa parte de este «Quinto», cuyo destinatario era, por el momento, su nieto Felipe V de España; fondos imprescindibles para dar comienzo a las hostilidades.

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Galeón español por Alberto Durero; tras medio siglo de decadencia ininterrumpida de la monarquía hispana y sus recursos marítimos, llegada la guerra de sucesión apenas le restaban a España galeones y naos suficientes para transportar los ingentes tesoros de Indias, codiciados por todos

Aparte de «cazador» de flotas de indias, el almirante francés contaba en su currículum con la batalla de Barfleur y el convoy de Esmirna, pero no daría muestras de gran pericia en esta aventura, desafortunadamente. La enorme flota de treinta y tres unidades zarpó de La Habana en julio de 1702, tras una buena travesía, llegaron a las Azores con fiebre amarilla en los barcos franceses. Allí se enteraron de que los aliados anglo-holandeses, al mando de los almirantes Rooke y Van der Goes, estaban atacando Cádiz. Celebrado el oportuno consejo, el francés ofreció llevar el tesoro a Francia, pero los españoles, conscientes de que lo que el conde de Chaterenault ofrecía era un billete solo de ida, decidieron dirigirse a Vigo, ría conocida por uno de los aristócratas que iban a bordo, don José de Sarmiento, natural de Redondela.

Completamente inadvertida, la flota llegó sobre las islas Cíes el 19 de septiembre, pasando de largo frente a Vigo para ir a fondear a la recóndita bahía de Rande, donde se halla Redondela. El príncipe de Barbanzón, gobernador de Galicia, lamentó su presencia, pues no contaba con medios para defender la ría. Mientras se iniciaba la descarga del Quinto Real, el francés decidió bloquear la entrada a Rande con la clásica obstrucción medieval de cadenas, que defendían dos pequeños fuertes —Corbeiro y Rande— en ambas orillas, disponiendo detrás sus buques fondeados en semicírculo para dar calurosa bienvenida al posible atacante. Incurriendo en la clásica molicie burocrática, no se descargó ninguno de los catorce mercantes, pues no había llegado aún el funcionario de la Casa de Contratación de Sevilla encargado de inventariar el cargamento.

Este individuo no llegó a Vigo hasta el 20 de octubre, cuando hacía dos semanas que el Quinto Real estaba ya descargado y a salvo en Lugo; también, pocos días después de que, a través del capellán del Pembroke, los anglo-holandeses se enteraran de dónde andaba haraganeando uno de los más grandes tesoros de aquel tiempo. Sin perder un minuto, Rooke y Van der Goes navegaron hasta las Rías Baixas y la brumosa mañana del 22 de octubre de 1702 penetraban en la de Vigo, fondeando cerca de Cangas, desde donde se remitió, al día siguiente, una fuerza de ataque de ocho navíos (cinco ingleses y tres holandeses) al asalto de Rande, mandada por el almirante Hopson.

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La bahía de Rande (Vigo) en la actualidad, lugar en el que trató de refugiarse la Flota de Indias de 1702 protegida por la escuadra francesa, produciéndose la batalla con los anglo-holandeses justo en el lugar que hoy ocupa el moderno puente colgante.

Este lanzó el Torbay a toda vela contra la obstrucción, seguido por los Mary, Grafton, Kent, Monmouth y Zeven Provincien, mientras tropas desembarcadas tomaban los fuertes de tierra. La barrera de cadenas fue rota y, a pesar de la resistencia presentada por la Bufona de Chacón, el Bourbon de Monbault o el Triton de Bécours, los incursores irrumpieron en la bahía a la caza del tesoro. Muchos barcos franco-españoles volaron o fueron destruidos por sus propias tripulaciones; los más grandes embarrancaron en las orillas, incendiándose después. El Jesús, María y José y la Bufona se hundieron, ya vacíos, igual que la almiranta del Azogue y el San Juan Bautista. Otros tres barcos mercantes, Angustias, Sacra Familia y Felipe V, ardieron completamente, y también se fueron a pique, naufragando, los Nuestra Señora de las Ánimas y Santo Cristo del Buen Viaje. Chateaurenault echó a pique su buque y escapó, sin duda con buen pellizco, porque pasó el resto de su vida entre lujos en su mansión campestre. Los británicos se llevaron tres galeones, Santo Cristo de Maracaibo, Santa Cruz y Toro, pero perdieron el primero de ellos a la salida, por embarrancada. Por su parte, los holandeses se quedaron con los Rosario, Dolores y San Diego; en total, los atacantes lograron casi cuarenta millones de doblones.

Luchando con violencia por el último tesoro del fallecido rey Carlos II, los contendientes acababan de interpretar a la perfección la escena de las hienas en pelea feroz por los últimos despojos monetarios del imperio Habsburgo español. Los antiguos aliados y protectores de Carlos, ahora enemigos, arrebataron un cuarenta por ciento del cadáver; el posible usurpador del trono y su intrigante abuelo se quedaban con el veinte, y, del cuarenta restante, casi la mitad se la llevarían los mandos aristocráticos, oficialidad intermedia, saqueadores de fortuna e incluso avisados marineros de la propia flota, que sabrían aprovechar su oportunidad en medio de la confusión del ataque. El resto quedó en el fondo de la ría, recuperando los buceadores un diez por ciento aproximado en posteriores extracciones. Lo demás, es decir, los huesos mondos y lirondos, esperan, junto con la leyenda, en la bahía de Rande, para los cazatesoros, apasionados de los misterios e investigadores a todo trance; restos, en fin, de una época que necesariamente se extinguía para dar a luz otra nueva, en la que nuestro protagonista iba ya embarcado.