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Índice

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Índice

Colección

Portada

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Dedicatoria

Introducción

Primera parte. 1880-1916

1. La Argentina conservadora

Lecturas diversas de una transformación profunda

Algunas cifras del cambio

Los modos de la política (I): el régimen conservador

Los modos de la política (II): el noventa

La reforma electoral

Conjeturas: la cuestión de la democracia en la década de 1910

Segunda parte. 1916-1930

2. Los gobiernos radicales

Yrigoyen llega a la presidencia

La disputa central: la importancia de las imágenes

Del llano al gobierno

La candidatura de Marcelo T. de Alvear

¿Un nuevo eje del conflicto político?

Las líneas de acción del gobierno de Alvear

La vuelta de Yrigoyen

El camino hacia el golpe de estado

Interpretaciones

De 1912 a 1930

3. La cultura y la política

La guerra y la revolución

La Reforma Universitaria

Un clima de renovación cultural

Otros itinerarios

Más allá de los jóvenes

Más allá de los intelectuales

La cultura de masas y los cambios sociales

4. Las transformaciones sociales

Los grandes cambios a través de los números

Fuera de las ciudades

Dos conflictos relevantes: La Forestal y la Patagonia

En la ciudad: la Semana Trágica de 1919

El movimiento obrero

Otra vez en las ciudades

Variaciones ciudadanas

Tercera parte. 1930-1943

5. La disputa política, de un golpe a otro

Los términos del problema

La dictadura de Uriburu

El cuadro político en los primeros años de la presidencia de Justo

Los radicales: el retorno y el fraude

Las elecciones de 1937

La presidencia de Ortiz

Castillo y los conservadores

Escándalos y desprestigios

Otras formas de la intervención política

Ecos de la Guerra Civil española

El factor militar

6. Actividades intelectuales, acciones políticas

Tiempos de discusión intensa

Los intelectuales y la política

Debates en torno a la función social de los intelectuales

Principales dilemas de los hombres de la cultura

La cuestión de la identidad nacional

Otras versiones del pasado y un cambio de clima político

7. Cambios y continuidades en la sociedad

Escenarios en transformación

Las ciudades: Buenos Aires

De la agroexportación al mercado interno: economía y sociedad

Los trabajadores

Los sindicatos, la política y la acción estatal

Límites

El estado

Cuarta parte. 1943-1955

8. La llegada del peronismo, 1943-1946

Otro golpe

El GOU

Perón, los sindicatos y la Secretaría de Trabajo

Hacia el 17 de Octubre

Elecciones

1945-1946: disputas políticas, dimensiones sociales, conflictos imaginarios

Cambios perdurables

9. El peronismo en el gobierno

La primera presidencia de Perón

La economía: nuevas condiciones

Hacia la reforma constitucional

La continuidad inicial del activismo obrero

Otras movilizaciones

Un cambio de etapa: crisis económica y reelección

La segunda presidencia

Acción sindical y recomposición salarial

El conflicto con la iglesia

10. Otras dimensiones de la experiencia peronista

El peronismo y la extensión del bienestar social

Salarios, consumo y vivienda

Salud pública y turismo social

Educación y cultura

Los que se fueron: ¿intelectuales peronistas?

Imágenes del pasado (I)

Imágenes del pasado (II)

Bibliografía

colección

biblioteca básica de historia

Dirigida por Luis Alberto Romero

Alejandro Cattaruzza

HISTORIA DE LA ARGENTINA

1916-1955

Cattaruzza, Alejandro

© 2009, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Para Mabel, que ha encontrado tantos modos de hacernos saber que contamos con ella.

Introducción

Este libro está dedicado al examen del período que transcurre entre la llegada a la presidencia de Hipólito Yrigoyen, líder de la Unión Cívica Radical, en 1916, y el derrocamiento de Perón, en 1955. El primer acontecimiento fue resultado de la aplicación de las leyes electorales que establecían el voto secreto y obligatorio para los argentinos varones mayores de 18 años, mientras que el segundo fue la consecuencia de un golpe de estado. Los problemas centrales a los que se ha atendido son tres: el funcionamiento del mundo de la política, sus vínculos con procesos sociales de envergadura y profundidad y, finalmente, sus relaciones con el campo de la cultura, en particular a través del estudio de la toma de posición de grupos intelectuales ante los asuntos públicos.

Es conveniente hacer explícitas algunas concepciones acerca de la relación entre esos diversos planos, pues sobre ellas se funda la organización de este trabajo. Se entiende aquí que la política y sus actores se rigen por un conjunto de reglas propias, y que las acciones que ellos emprenden tienen por objetivo central lograr el éxito en ese campo peculiar. Sin embargo, los partidos exhiben un cierto anclaje social y, a la vez, los resultados de sus luchas tienen efectos por fuera del mundo específicamente político. En consecuencia, la política y sus conflictos poseen una dimensión social que no resulta sencillo precisar pero tampoco desconocer.

Los tiempos que han de estudiarse aquí fueron los de la política de masas y también los de la cultura de masas: los intelectuales cercanos a los partidos, así como aquellos vinculados a las agencias del estado, y los dirigentes o militantes con inquietudes culturales desplegaron en esos años esfuerzos muy importantes para explicar el sentido de la tarea que llevaban adelante, para justificar sus tácticas, para proponer cómo debían concebirse los escenarios en los que ellas tenían lugar y para imponer su propia interpretación sobre esos asuntos. Tales construcciones, siempre imaginarias y sin embargo siempre eficaces a la hora de sostener intervenciones políticas, fueron centrales en el intento de difundir entre grandes grupos sociales qué era lo que estaba en juego, cuáles eran las posiciones propias y cuáles las ajenas, por qué las propias eran las justas, las convenientes, las adecuadas y, en un extremo, para aquellos militantes de alto compromiso y en los momentos más duros, por qué podía valer la pena arriesgar la libertad o la vida por ellas.

Teniendo en cuenta los temas que aquí se estudian, en particular los referidos a la política, pueden distinguirse varias coyunturas a lo largo de estos cuarenta años; a propósito de ellas, existe cierto consenso entre los historiadores acerca de que cada una constituye un período con cierta autonomía que admite ser estudiado por sí mismo. Este libro ha sido estructurado en cuatro partes, que remiten precisamente a esas coyunturas. La primera, dedicada al período 1880-1916, cumple una función introductoria. Luego siguen los tramos referidos a las presidencias radicales que se extienden entre 1916 y 1930, a los gobiernos herederos del golpe de estado, en el lapso 1930-1943, y finalmente al peronismo.

Desde el punto de vista de la economía pueden observarse, a su vez, transformaciones significativas a lo largo del período. Los gobiernos radicales, entre 1916 y 1930, se desarrollaron cuando la agroexportación todavía era el eje de la economía argentina. Los tiempos de la Primera Guerra Mundial y la inmediata posguerra fueron complicados, pero durante los años veinte se recompusieron parcialmente las condiciones internacionales para que aquel modelo continuara funcionando. La crisis de 1929, en cambio, lo dislocó. A la salida de la depresión, en la segunda mitad de la década abierta en 1930, la industria sustitutiva de importaciones destinada al mercado interno experimentó un fuerte crecimiento, que fue más espontáneo que alentado desde el estado. La Segunda Guerra dio mayor impulso a ese proceso, aunque también le marcó cierto límite, y luego de 1946 su consolidación fue uno de los objetivos de la política económica inicial del peronismo. De todas maneras, la exportación de productos agropecuarios siguió siendo importante a pesar del crecimiento de la industria.

Estos cambios en la economía tuvieron relación estrecha con fenómenos sociales. Así, las cifras de la inmigración ultramarina, que había sido masiva desde las últimas décadas del siglo XIX y había contribuido a constituir la peculiar sociedad argentina, se mantuvieron altas hasta 1929-1930, cuando, en razón de la crisis económica internacional, la llegada de inmigrantes disminuyó radicalmente; esta tendencia decreciente se mantendría en el tiempo. Las migraciones internas, aunque eran ya de larga data, se hicieron más intensas en los años treinta, y las grandes ciudades fueron el destino de los migrantes nacidos en provincias, en un movimiento que continuó durante el peronismo. La combinación de esos dos factores con otros –como la escolarización de masas que, con algunos cambios de velocidad, continuó su ritmo ascendente, y la circunstancia de que el estado reconociera como argentinos a los hijos de extranjeros– provocó la paulatina nacionalización de los sectores populares, que al comienzo del período analizado, en tiempos de la Gran Guerra, se caracterizaban todavía por la fuerte presencia de los inmigrantes. No se trata, en absoluto, de la desaparición total de esas huellas, sino más bien de un proceso de incorporación al colectivo nacional de las generaciones de hijos de quienes llegaron con la gran inmigración, muchos de ellos, además, miembros de los grupos populares. El servicio militar, así como la obligatoriedad del voto, presionaron en el mismo sentido; como siempre, al tiempo que incorporaban y buscaban consolidar identidades colectivas en clave nacional, estos mecanismos contribuían al control social.

Simultáneamente, la sociedad se hacía más compleja; a partir de los años veinte, la expansión de los inciertos grupos medios se hizo visible, sobre todo en las ciudades, vinculada a los mecanismos de ascenso social. Maestros, pequeños comerciantes, empleados y algunos profesionales liberales fueron sus figuras más representativas. Por su parte, la expansión de la industrialización sustitutiva sostuvo el crecimiento de los sectores asalariados que a ella se dedicaban, se tratara de obreros o de empleados.

Si se retorna en este punto a la cuestión de la política y de las principales agrupaciones y partidos con una mirada de largo plazo, pueden percibirse algunos procesos decisivos. Uno de ellos es la paulatina declinación del poderío de los grupos políticos que habían estado a cargo del aparato estatal entre 1880 y 1916 y que con alguna precaución pueden llamarse conservadores. Durante los años radicales, la principal oposición provino justamente de los herederos de aquellos grupos. En los años treinta, continuaron exhibiendo un notable arraigo en varias provincias, que se traducía en desempeños electorales eficaces, y tuvieron además el control de sectores de la administración, pero no consiguieron consolidar una estructura nacional estable. Al final de la etapa, en 1955, sus elencos estaban casi disgregados en otras formaciones y muy menguados de votos, con la excepción de algunas provincias. Así, a la disputa entre radicales y conservadores –en ocasiones aliados a desprendimientos del radicalismo–, característica de la etapa que va de 1916 a comienzos de los años cuarenta, le sucedió la confrontación que libraron entre 1945 y 1955 peronistas y antiperonistas; la más poderosa de las formaciones de este último conjunto era la UCR. Ese enfrentamiento sería central en la política argentina durante bastante tiempo más.

El radicalismo, por su parte, pasó de ser una agrupación opositora, que había apelado a la protesta armada en 1905, a ser partido de gobierno, para volver al llano luego del golpe de estado de 1930. Durante esos años, y aún después, el partido se parecía mucho a una reunión de estructuras provinciales bien diferenciadas, aunque algunos elementos comunes estuvieran extendidos, como ocurría con el liderazgo de Yrigoyen. En la década de 1930, el radicalismo probó sin suerte el camino de la abstención combinado con algunos levantamientos armados, para optar más tarde por la participación en elecciones, a pesar de las disidencias internas. La UCR retuvo buena parte de su potencia electoral y fue objeto de fraude masivo en las presidenciales de 1937. Finalmente, en la coyuntura de 1945/1946, el partido debió enfrentar un desafío para el cual no estaba preparado en el plano simbólico. Desde los momentos iniciales, a fines del siglo XIX, se había concebido a sí mismo como la expresión de la nación y ésa era una de las piezas clave en la identidad partidaria. En 1946, era el peronismo el que reclamaba para sí aquella condición; según planteaba el nuevo movimiento, se trataba de una nación que reconocía un lugar a los trabajadores en su condición de tales y no sólo de ciudadanos. Como se sabe, en este tipo de argumentación, sea en su versión radical o peronista, la nación puede expresarse sólo en un movimiento político; el resto queda excluido de ella. Al mismo tiempo, tales razonamientos tornan imprescindible la victoria en comicios libres: no está previsto que la nación pueda perder elecciones. Tampoco que para ganarlas deba integrarse en un frente electoral. Así, los sucesos de 1945 y 1946 atenuaron mucho los aires movimientistas del radicalismo –que sin embargo no desaparecerían por completo– y favorecieron la extensión, en el futuro, de una imagen de sí mismo que lo hacía un partido más.

Además de los conservadores, y sosteniendo complejas relaciones con ellos, otros sectores de la derecha argentina actuaron en estos años. De las posiciones de mera defensa del orden y las jerarquías tradicionales propias de comienzos del período, muchas agrupaciones e intelectuales comenzaron una deriva hacia actitudes nacionalistas más radicales y más activas, que en algunos casos tomaban como modelo al fascismo y al nacionalsocialismo, aunque se inclinaban a ver en las fuerzas armadas la institución de la que saldría el líder anhelado. En los años treinta los grupos nacionalistas se multiplicaron y crecieron, aunque no lograron unificarse, y muchos de sus puntos de vista consiguieron auditorios amplios; los sectores católicos se confundían a menudo con esos elencos. A partir de esos años, por otra parte, la influencia del factor militar en la ecuación política se fue haciendo cada vez más notoria. También aquí el peronismo provocó realineamientos; el nacionalismo, en general, se aproximó a los gobiernos militares que se sucedieron entre 1943 y 1945; luego, algunos sectores se alejaron de un peronismo que les parecía o demasiado pragmático o demasiado popular, o ambas cosas simultáneamente. Otras agrupaciones, y también intelectuales que provenían del nacionalismo, mantuvieron en cambio su apoyo.

Por su parte, los dos grupos mayores de la izquierda política, el Partido Socialista (PS) y el Partido Comunista (PC) –surgido pocos años después del comienzo del proceso que estudiamos–, tuvieron trayectorias distintas. El PS se constituyó en un adversario electoral poderoso del radicalismo en la ciudad de Buenos Aires a partir de la aplicación de la Ley Sáenz Peña, aunque su presencia en otros distritos, con algunas excepciones, fue decididamente débil. En cierto modo un partido dedicado a la lucha plenamente política y a la vez un partido de clase, contaba además con una ya antigua inserción en el movimiento obrero; las tensiones y los roces entre dirigentes políticos y sindicales no faltaban, pero el socialismo tenía allí un lugar destacado. El PC, por su parte, logró en los años treinta una notoria presencia en el movimiento sindical, incluso llegó a conducir sindicatos grandes y huelgas resonantes. Otro sector poderoso en el movimiento obrero era el sindicalista. Ya desde tiempos de Yrigoyen, algunos sindicatos, con conducciones de distintos perfiles ideológicos, habían establecido negociaciones con el estado a fin de conseguir ciertas reivindicaciones; en los años treinta esa práctica se hizo más frecuente. En el mundo del trabajo y en el de los sindicatos, la aparición del peronismo provocó un cambio muy profundo que redujo la presencia del socialismo y del comunismo; al mismo tiempo, el movimiento obrero exhibía un impactante crecimiento tanto en lo que hace al número de afiliaciones como a la estructura de sus organizaciones a partir de 1944-1945.

Junto a estas líneas de transformación, el trabajo sobre el período 1916-1955 permite percibir la permanencia de varios elementos en la política argentina. Uno de ellos remite, como se ha venido insinuando, a la manera en que distintas culturas políticas locales, con pocas excepciones, configuraban la disputa política. Un rasgo destacado –aunque no absolutamente singular– era la certeza de que dos grandes espacios políticos, dos bloques esenciales y uniformes, se enfrentaban en un solo combate decisivo, que en muchas oportunidades llegó a ser presentado como el mismo que había tenido lugar en 1810, 1852 o 1890. Proponer un panorama de este tipo suponía también construir una imagen del adversario que lo convertía prácticamente en ilegítimo, y esa versión terminó por teñir el funcionamiento del sistema. Como se ha indicado, el radicalismo constituyó de este modo su identidad en los años de la lucha de “la causa” contra “el régimen”, que era planteada como la lucha de la nación contra quienes impedían que ella se gobernara a sí misma. A su vez, la oposición conservadora a Yrigoyen se imaginaba como el sector que poseía las credenciales y los méritos, sociales y culturales, para ejercer el gobierno de la república, ahora en manos de un partido, el radical, que sólo podía ostentar su mayor caudal de votos, en una nueva denuncia de aquello que algunos miembros de la elite, desde hacía tiempo, habían llamado la “tiranía del número”. Cuando hacia 1945 se instauró una nueva línea de quiebre que enfrentó al peronismo y al antiperonismo, esta batalla también se concibió como cerrada y total; ambos adversarios, además, reclamaban filiarse con la más genuina y auténtica tradición nacional.

La aplicación de las leyes electorales impulsadas por el presidente Roque Sáenz Peña en 1912 tuvo a su vez efectos que se prolongaron durante todo el período examinado. A pesar de los golpes de estado, del fraude, de las propuestas de voto cantado, de algún arrebato corporativista que imaginó la reforma de la Constitución, de la reforma constitucional que efectivamente llevó adelante el peronismo, el voto secreto y obligatorio –extendido a las mujeres a partir de 1951– quedó instalado como el horizonte contra el cual se perfilaba, por contraste, una práctica fraudulenta o una elección opaca. Por otro lado, la aplicación de aquellas leyes señaló, como se ha indicado, el momento definitivo del tránsito a la política de masas en la Argentina. Los partidos, para actuar con eficacia en la nueva situación, no podían ser ya agrupaciones de notables, reunidos en pequeños círculos, incluso si contaban con algún apoyo popular; la competencia amplia por el sufragio los obligó a poner en marcha otros mecanismos de reclutamiento, organización y propaganda. Desde ya, algunos de estos cambios habían comenzado a manifestarse, tenuemente, tiempo atrás, pero a partir de 1912-1916 afectaron al conjunto del sistema. De todas maneras, aquellos partidos orgánicos que los reformistas deseaban no surgieron en la Argentina, al menos entre los protagonistas centrales de la disputa política.

Varios autores, argentinos y extranjeros, intentaron explicar, mediante interpretaciones generales, los fenómenos que se han venido mencionando. Así, hubo quienes consideraron al peronismo como un ejemplo claro de populismo, y también el radicalismo en su versión yrigoyenista fue a veces caracterizado de esa manera. A su vez, se planteó la posibilidad de que esos movimientos, concebidos como populismos, hubieran cumplido aquí las tareas de integración de las masas, de ampliación de los derechos políticos y sociales y, en fin, de democratización de la política y la sociedad que, en el caso europeo, había impulsado la socialdemocracia. En algunas versiones de ese relato, las leyes electorales de 1912 habrían supuesto la adquisición plena de derechos políticos para los ciudadanos, y las políticas sociales del peronismo habrían acarreado la consolidación de la dimensión social de la ciudadanía. Una imagen que en parte coincidía con la anterior veía en los gobiernos radicales la expresión de la integración a la vida política de las clases medias, mientras que el peronismo habría señalado la hora de la incorporación de los trabajadores. Otras miradas, en cambio, entendían que se trataba del tránsito de un régimen oligárquico a uno democrático, que algunas versiones presentaban, en el balance final, como fallido o incompleto.

En este libro, en cambio, no se hallarán ni el presupuesto de que la ciudadanía política o la social estaban “destinadas” a conquistarse, ni la opinión de que ello haya ocurrido de una vez y para siempre; la historia argentina posterior ofrece, lamentablemente, demasiados ejemplos de lo contrario. Tampoco se ha considerado la existencia de una más que secular lucha sostenida por entidades esenciales, siempre igual a sí misma, de la cual el período analizado sería apenas un momento más. En esta ocasión, aquellas aproximaciones han sido utilizadas parcialmente para formular ciertas preguntas, a las que este libro intenta ofrecer respuestas, que se refieren a la democracia y a las varias dimensiones de la ciudadanía, así como a los conflictos políticos, sociales y culturales desatados en torno a esas cuestiones en la Argentina de la primera mitad del siglo XX. Quizás esas preguntas, de cara a la situación presente, tengan todavía cierta actualidad.

Deseo agradecer a Luis Alberto Romero la invitación a participar de esta colección; entiendo que coincidimos en la idea de que los historiadores deben hacer oír su voz más allá de los claustros y de los públicos especializados, y es ésta una oportunidad para intentarlo. También a Siglo XXI Editores; es sabido que para hacer del manuscrito original un libro deben intervenir muchas personas, que en este caso lo han hecho con precisión, cordialidad y paciencia. Por otro lado, los argumentos que aquí se exponen se han forjado en varios ámbitos: las aulas de las universidades de Buenos Aires y Rosario, en las que con más continuidad desarrollo tareas docentes, son dos de ellos. También en los grupos de investigación, los congresos y jornadas donde muchos de los tramos de estas interpretaciones fueron discutidos bajo la forma de ponencias o artículos preliminares. Agradezco, entonces, a Fernando Rodríguez, Ana Lía Rey, Liliana Cattáneo, Tomás Ibarra, Alejandro Eujanian, Sylvia Saítta, Lila Caimari, Valeria Príncipe, Antonio Bozzo y Ana Virginia Persello. Todos ellos, junto a otros colegas y amigos, han sostenido esos intercambios conmigo en ámbitos formales o informales. Y a Luciano de Privitellio, cuyas opiniones son tan distintas de las mías acerca de tantas cuestiones.

Primera parte

1880-1916