A Fray Simón Pedro Rementería Bañuelos

y Tomás García Martín Moreno, mercedarios,

por su coherencia.

 

 

La Iglesia no es la asamblea de los puros,

sino el hospital de los pecadores.

G. K. CHESTERTON

 

Entre la nada y el dolor prefiero el dolor.

W. FAULKNER

ENTRADA

 

La Palabra de Dios es y ha sido siempre una fuente donde acudir a beber cuando aprieta la sed, y la boca, como una teja, necesita mojarse y refrescarse ante la amenaza de la sequía pertinaz. Yo siento mucha sed y encuentro muy sediento a nuestro mundo.

Salgo a la calle, contemplo la vida y veo que todo ha cambiado mucho. Los hombres de hoy ya no se recuestan en el hombro de la fe, como en otros tiempos. Hemos ido aprendiendo a vivir al margen de Dios, como si él no existiera, o al menos como si a nosotros no nos hiciera falta para seguir bullendo por calles y plazas, entre anuncios de neón que nos prometen la felicidad a primera vista por muy poco dinero y en tiempo de rebajas. Esta sociedad tan técnica y estresada se resiste a reconocer su condición arcillosa y se engaña con mil argumentos para no mirarse al espejo y verse arrugada y deteriorada. El cáncer amenaza cada día más a los hombres y mujeres y los reduce a escombros humanos. No hay familia donde no se viva el Alzhéimer o algún familiar sufra demencia senil. Las enfermedades raras abundan y nadie sabe cómo atajarlas. Necesitamos llenar la vida de razones consistentes para no desesperar en «este valle de lágrimas».

Pero también descubro que este mundo nuestro, empeñado en vivir al margen de Dios, no acaba de encontrar su sitio para sentirse verdaderamente feliz. Ha llegado un vendaval de modernidad que ha arrasado muchos de los valores en los que hasta hace poco se cimentaba nuestra convivencia y nuestra serenidad interior. Y estamos asistiendo a espectáculos muy lamentables y tristes: niñas que mueren por un coma etílico después de un fin de semana desenfrenado con sus amigas, sin que sus padres supieran siquiera por dónde andaba su hija durante toda la noche. Estamos asistiendo a muertes crueles de mujeres a manos de sus parejas. Y nos enteramos de chantajes crueles de muchas mujeres a sus exmaridos, utilizando a sus hijos para conseguir dinero y causar el mayor sufrimiento posible. Una sociedad que no acaba de encontrar un lugar sereno.

Escuchando una homilía de un compañero, Emilio, me quedé impresionado de la hermosa interpretación que les estaba dando a los símbolos que aparecen en el relato de la boda de Caná, y fue allí donde surgió la idea de meditar sobre este texto y escribir algo sobre él.

Después del texto bíblico presento mi reflexión, muy personal, por si acaso a alguien puede ayudarle a vivir más a fondo el gozo de ser hijos del vino nuevo de Jesús y haber conseguido superar las tinajas de agua de la purificación de los judíos del Antiguo Testamento. Porque no todos están dispuestos al vino nuevo; hay intentos de querer volver al agua de las purificaciones de las tinajas judías. Menos mal que la fuerza del Espíritu de Dios es indomable.

No es intrascendente plantearnos hoy qué tipo de Iglesia y de vida cristiana y consagrada queremos ir construyendo desde ahora y para el futuro inmediato, en la formación, en las formas, en las propuestas. Hay un estilo rancio que quiere abrirse paso marginando el Concilio Vaticano II. Las reacciones absurdas de una minoría de cardenales contra el papa a causa de Amoris laetitia es todo un ejemplo del ansia de poder y renombre que algunos buscan en la Iglesia a costa de lo que sea. ¡Qué bajeza responder así a la confianza que el papa ha depositado en ellos! Todo un esfuerzo que hizo la Iglesia de forma consensuada y en perfecta comunión para que ahora broten, como cardos en la estepa, personalidades con afán de protagonismo individual que quieren replantear o echar abajo lo que «el Espíritu Santo y nosotros habíamos decidido».

Vamos a empujarlos a un lado desde la reflexión y el empeño de todos. El papa Francisco no actúa solo en esta batalla; el Espíritu lo anima y la Iglesia le sigue con fidelidad, como las ovejas a su pastor.

Pero no solamente entre los cardenales, sino entre los jóvenes seminaristas de las últimas hornadas parece aumentar un estilo de formas clásicas, encorsetadas, de cuello romano, mucho incienso y poca preocupación social, de cara a la pared, que puede conducirnos a una Iglesia de escape, de evasión, de pantalla, marginando, sin pretenderlo expresamente, el Concilio Vaticano II y sus inmensas conquistas. ¿Qué Iglesia queremos ofrecer a los hombres y mujeres del siglo XXI? ¿No somos conscientes de la gran deserción que se ha producido en los últimos años en nuestras filas? Las fuerzas conservadoras se están parapetando en torno al latín y la misa tradicional.

No puede haber vuelta atrás en un recorrido de acercamiento y cercanía al pueblo de Dios que es la Iglesia a través de muchos sacerdotes, consagrados y catequistas. ¡Ni un paso atrás!

La oferta de la Iglesia, del Evangelio, es increíblemente bella, llena de sentido y de coherencia. Una oferta que consigue hacer inmensamente feliz a la gente que los descubre y los ama. He buscado por muchos caminos, he llamado a muchas puertas, porque he sido siempre un hombre inquieto y buscador, y solo Jesucristo y su mensaje han conseguido seducirme hasta la emoción.

Estudié psicología con el deseo de conocer la profundidad del ser humano o, tal vez, de conocer los inquietantes vericuetos de mi interior, porque no soy un hombre simple. El Evangelio ha sido una fuente de felicidad para muchas generaciones. Nada ni nadie lo ha conseguido tanto. Encontrarse con Dios es una experiencia sublime que sobrecoge y te posee por completo, que te hace ver la vida de otra manera, que te empuja cada mañana a seguir adelante con gozo y con alegría, lo que no siempre es fácil, porque a veces las situaciones con las que tenemos que enfrentarnos en la vida son temibles. Yo me he enfrentado a un tumor cerebral y a sus posibles consecuencias imprevistas, y solo la fe ha conseguido transmitirme un poco de serenidad y esperanza contra toda esperanza. No es extraño que la samaritana le pidiera a Jesús esa agua viva que le quitaría la sed para siempre. No es extraño.

LA BODA DE CANÁ
(Jn 2,1-12)

 

Por aquel tiempo se celebraba una boda en Caná de Galilea, cerca de Nazaret, y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara el vino, le dice a Jesús su madre:

–No tienen vino.

Jesús le responde:

–Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Todavía no ha llegado mi hora.

Dice su madre a los sirvientes:

–Haced lo que él os diga.

Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Les dice Jesús:

–Llenad las tinajas de agua.

Y las llenaron hasta arriba.

–Sacadlo ahora –les dice– y llevadlo al maestresala.

Ellos se lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde venía (los sirvientes que habían sacado el agua sí lo sabían), llama al novio y le dice:

–Todos sirven primero el vino bueno y, cuando ya todos están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora.

Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus signos. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos.

Después bajó a Cafarnaún con su madre, sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días. Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén.

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INVITADOS A LA BODA CON SUS DISCÍPULOS

 

Jesús y sus discípulos no formaban una casta espiritual, alejada del pueblo, como podrían ser los esenios u otros grupos radicales que se asentaban y organizaban en Palestina en aquellos tiempos, algunos con intenciones políticas liberadoras. No, Jesús y sus discípulos convivían con la gente, eran conocidos por todos, cultivaban la amistad, y por eso son invitados por unos novios que les apreciaban a su boda. Invitan también a la madre de Jesús, que, con toda seguridad, seguía los pasos de su hijo lo más cerca posible; y todos en Caná lo sabían. Esto es importante, porque nos descubre que María era una oyente de la Palabra de su Hijo, una discípula y seguidora suya, desde un lugar apartado, como correspondía a las mujeres de su tiempo.

Unos novios se casan e invitan a sus amigos más queridos y cercanos, y Jesús y sus discípulos, con María, estaban entre ellos. Una boda es un momento humano muy especial para ser compartido; es un proyecto de vida cimentado en el amor, que tiene fuertes raíces humanas y espirituales y que se proyecta en el futuro con mucha esperanza. Y aquellos novios sentían que Jesús era un amigo. Esa fiesta es para compartirla y disfrutarla en familia. Y Jesús quiere unirse a este proyecto humano de sus amigos y celebrar la fiesta con ellos: le llamarán comilón y bebedor por estas cosas, pero sabe que, por encima de lo que digan, está el deseo de compartir con sus amigos unos momentos tan especiales y únicos. Esto forma parte también de su anuncio del Reino: la fiesta, la alegría, la amistad… No es solo lo espiritual y dogmático, sino también, y, sobre todo, lo humano. Una asignatura que aún hoy nos cuesta aprobar en la Iglesia. Hemos suspendido muchas veces en lo humano, y desde aquí se explican muchos fracasos personales de muchos hermanos nuestros, educados solamente para lo espiritual, a fuerza de muchas jaculatorias, pero sin una base humana donde sustentarse.

Lo cierto es que Jesús no ha escogido una cátedra, ni una escuela oficial, ni el Templo para manifestarse a sus discípulos y comenzar su vida pública y el anuncio del Reino. Ha escogió una boda, un encuentro festivo de amigos. Algo está cambiando de manera sustancial. Una nueva mentalidad se abre paso en nombre de Dios. Una mentalidad que necesita contar con lo humano para no descuidar lo divino. Un estilo que muchos, ayer y hoy, no le perdonarán.

Lo humano es el gran olvidado en el camino de maduración espiritual de los creyentes. Un camino que no es un instante, ni un curso intensivo, ni unos ejercicios, aunque sean ignacianos, sino que es un itinerario creciente y progresivo en la vida y para toda la vida. Grandes problemas en la formación de los candidatos a la vida sacerdotal o consagrada están relacionados con la debilidad de los contenidos humanos en el proceso de formación. Esto supone tener que pagar después facturas muy altas en el mundo afectivo o espiritual: abandonos, escándalos, desequilibrios, depresiones…

En la boda había música, banquetes, vino, muchas bromas y alegría, sobre todo entre los más jóvenes. Después del exilio, la boda se convirtió en un contrato legal donde había incluso firma de papeles. El novio, con sus amigos, se dirigía a la casa de la novia y la acompañaba a su propia casa para comenzar la fiesta, que duraba una o dos semanas. Eso sí, las mujeres celebraban la fiesta por un lado y los hombres por otro. Se veía mal que los invitados no acudieran a la boda con un vestido de fiesta. Así podemos entender en la parábola del banquete que el amo se enfadara cuando reparó en uno que no llevaba traje de fiesta.

La fiesta es importante y necesaria en el camino del crecimiento cristiano, la alegría, el gozo de compartir, la sonrisa… Estamos demasiado acostumbrados a caras largas, a seriedad artificial y externa, a que la sonrisa, la alegría y la fiesta sean sospechosas de superficialidad. «Un cristiano triste es un triste cristiano» (papa Francisco). «Encuentra el tiempo de pensar, encuentra el tiempo de rezar, encuentra el tiempo de reír» (M. Teresa de Calcuta). «Un evangelizador triste no está convencido de que Jesús te cambia la vida y te da alegría» (papa Francisco).

Nuestra fe es una potencialidad de esperanza que nos catapulta a la alegría del Reino: los ciegos ven, los cojos andan, se anuncia un tiempo de gracia y alegría. Con frecuencia me encuentro con cristianos que viven su fe como una carga y necesitan ponerse un velo enlutado en la cabeza para darlo a conocer. Algo así como si nuestro Dios fuera un rodillo que va aplastando por donde pasa las mejores ilusiones y sentimientos humanos y exigiera de nosotros sacrificios y golpes de pecho. Un Dios juez que todo lo ve pecado y está dispuesto a castigar a sus hijos por infidelidad. Un Dios amenazante, terrible, al que Jesús, curiosa paradoja, nos ha descubierto como Abbá (papá). Un Dios del Antiguo Testamento que aún no ha sido cribado por el tamiz de Jesús, el Hijo, y su Evangelio. Menos mal que el papa Francisco está desmontando todas estas mentalidades absurdas y lejanas al Evangelio de la buena noticia.

Mucha gente todavía asocia lo religioso a lo fúnebre, a lo oculto, a los oscuro y amenazante, a las campanas tocando a difunto, tal vez porque durante mucho tiempo a la Iglesia le ha interesado promocionar y mantener esa imagen para tener súbditos más que fieles y promocionar el miedo más que la alegría.

Pero la tristeza es la antesala del miedo y de la ausencia de Dios, como decía Doyle: «Al demonio le gustan las almas tristes; son su juguete». La alegría es el ámbito más propicio para crecer en espiritualidad, en amor a Dios y en su conocimiento. Los discípulos de Emaús no conocieron a Jesús, que caminaba junto a ellos, porque estaban cegados por la tristeza del fracaso de la crucifixión, que les había nublado los ojos. Dadme un cristiano triste y os mostraré un cristiano frustrado.

Yo me siento también invitado a la boda con Jesús. He querido ser siempre de sus amigos, de sus discípulos y vivir bajo el calor y la ternura de su madre. Por eso yo también soy uno de los invitados que, junto a los discípulos, se siente convocado a la boda, y, si no he sido invitado, me cuelo, sin permiso de nadie, como hacíamos los niños en mi pueblo cuando había boda y sabíamos que allí se comía muy bien. Nos escabullíamos entre la gente y pasábamos al banquete de bodas sin que nadie notara que no estábamos invitados; entre tantos niños, uno más pasaba inadvertido; y lo mismo sucedía en el cine, en el fútbol y en el circo cuando llegaba al pueblo una compañía circense.

Yo quiero estar en la boda con Jesús, su madre y sus discípulos para escuchar su palabra y contemplar su gloria.

Desde muy niño me he sentido convocado a su amor y a su cercanía; tal vez por eso, siendo un adolescente, quise, sin que nadie me obligara, ni siquiera me lo recomendara, entrar en el seminario y comenzar mi formación. El seminario ha sido mi boda de Caná de Galilea; allí, junto a mis compañeros, hoy buenos amigos, comencé un recorrido muy hermoso desde las tinajas vacías de mi ignorancia a las tinajas llenas del vino nuevo de Jesús. Logré sentir la presencia y la grandeza de Dios en mi vida y pasar del agua de las tinajas al vino nuevo de Jesús, que me llevó a mi consagración y a mi sacerdocio.

Estamos todos convocados a la boda de Caná, a sentirnos hijos del vino nuevo del Reino, a superar tanta agua para las purificaciones como nos ha llenado la boca durante tantos siglos, a descubrir la gloria de Jesús, que se nos manifiesta en la abundancia de su misericordia. ¡Había seis tinajas!

La escena de la boda nos remite al profeta Isaías, cuando profetiza: «Tu tierra tendrá marido». La novia, ataviada para su esposo, es símbolo de esta Iglesia redimida y enviada por Jesús a ser buena nueva del Reino. Nuestra Iglesia tiene que despojarse del luto de la desesperanza y de la tradición esclavizante y vestirse el traje blanco de la novia de la vida, de la alegría de la utopía, del tiempo que está por venir. La Iglesia es una esposa joven y radiante, vestida de perlas y brocado para su esposo, que es capaz de entusiasmar a todos y convocarlos a la boda definitiva del encuentro con Dios.

Convocados a la vieja y siempre nueva evangelización del vino nuevo: «La evangelización no siempre es sinónimo de coger peces. Hay que ir andando, dar testimonio, y después el Señor es el que coge los peces. ¿Cuándo, cómo, dónde? Esto no lo sabemos. Esto es importante. Nosotros somos instrumentos, que no seamos instrumentos inútiles». «No pierdas la alegría de evangelizar, porque evangelizar es una alegría», dice el papa citando Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, el mayor documento pastoral del posconcilio. «Pidamos la gracia de no perder la alegría de evangelizar. No como evangelizadores tristes, porque un evangelizador triste no está convencido de que Jesús es alegría; que Jesús te cambia la vida y te da la alegría, te envía con alegría, también con la cruz, pero con alegría, para evangelizar» (papa Francisco).

2

ESTABA ALLÍ LA MADRE DE JESÚS

 

Esta frase nos lleva a descubrir muchas cosas interesantes de María. Era también mujer de amistad y de fiesta. Seguía a su hijo como discípula, aunque muchas cosas no las entendiera; pero se fiaba de él como se había fiado de Dios. ¿Cómo no fiarse del hijo de sus entrañas? Recordaba aquella duda que la invadió por completo: «¿Y cómo será eso, si no conozco varón?». Y la respuesta del ángel: «El Espíritu de Dios te cubrirá con su sombra». Y así fue.

Y desde ahí comenzó una historia apasionante y a la vez tremenda con su hijo en Nazaret y en Belén. Pero siempre recordaba como un bálsamo las palabras de su prima Isabel: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». Resulta muy significativo que la madre de Jesús estuviera allí junto a los discípulos de su hijo en la boda. Podía haberse quedado en casa haciendo sus labores; pero no, deja la casa y sale a convivir con su hijo y con los discípulos en una fiesta de bodas. No se quedó relegada o encerrada; no abandonó a su hijo a su suerte, como hacen muchas madres cuando los hijos abandonan el hogar y hacen ya su propia vida. Les guardan un inmenso cariño, pero no se inmiscuyen en las cosas y trabajos de sus hijos. María no es así. Sabe que su hijo tiene algo que ofrecer que es muy grande, y ella quiere participar de ello. Lo supo aquel día en que escuchó a su hijo, aunque muy joven aún, decir: «¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?». A esa frase le dio muchas vueltas, porque encerraba un misterio que ella presentía muy grande y quería descubrirlo y disfrutarlo. Lo guardaba y lo meditaba en su corazón. Por eso María seguía a su hijo y lo escuchaba con amor y con interés. Aquella ocasión de la boda era única para acompañar a su hijo y a sus discípulos, porque además ella también estaba invitada.

María ha estado siempre en los momentos cruciales de la vida de su hijo. Es la experiencia que tenemos todos de nuestras madres. Siempre han estado ahí cerca; nadie como ellas ha sabido entendernos, acompañarnos y comprendernos. Hayamos hecho lo que hayamos hecho, siempre hay en ellas un lugar para nosotros. Tal vez por eso, en la ancianidad, cuando ya nos invade la demencia y no controlamos nuestros razonamientos, vuelve la invocación a la madre. He oído muchas veces esta llamada a la madre en los ancianos con los que convivo diariamente: «¡Ay, madre!».

Se olvidan muchas experiencias y anécdotas; se olvida el propio nombre y la edad; se olvida el lugar de origen y todo cuanto ha formado parte de uno a lo largo de la vida, pero se sigue invocando a la madre como un recurso grabado a fuego, irracional, instintivo en cualquier momento de la vida, incluso en la más avanzada edad.

Pilar es una mujer de la residencia con más de noventa años, que me dice, cuando me siento a hablar con ella, que está esperando a que venga su madre a buscarla, porque ha quedado con ella y no entiende por qué se retrasa. Y así un día y otro y otro… La obsesión de la anciana Pilar es encontrarse con su madre. Incluso los mayores con demencia senil, que gritan sin razón alguna, acaban llamando a la madre.