A todos los que soslayáis a Thomas Merton

por lo que habéis escuchado decir de él.

Espero que este libro os invite a

profundizar más en su obra y en su vida.

 

A ti, Tom.

Cuando descubrí que mis pies de niña

pisaron sobre tus huellas en Francia,

ya era demasiado tarde.

Siempre quedará una carta pendiente

para decirte qué sentí al saberlo.

PRÓLOGO

CUANDO UN RAYO DE LUZ HIERE EL CRISTAL

 

Los hombres y las mujeres interesantes suelen ser aquellas personas que han vivido varias vidas en una sola. Mucho más atractivo que tener una historia es tener un pasado, como sugería ese prestidigitador de los encantos que fue Oscar Wilde. Desde luego, Tom Merton, Thomas, Ludovicus, Father Louis, recorre esas vidas en un plazo no muy amplio de tiempo. Porque cincuenta y tres no son demasiados años. No para una especie de beatnik 1, de poeta y joven de conducta perjudicial, para un converso católico, un monje trapense, un activista político, un guía espiritual, un lama americano. Y para un enamorado, no siempre el mejor, de lo femenino, como descubrimos en este brillante ensayo de Cristina Inogés Sanz.

Cuando ella me propuso escribir el prólogo, no entendía al principio por qué podría haber sido elegido, salvo porque a menudo tengo la sensación de haber vivido varias vidas. Eso no significa, sin embargo, que estas sean interesantes o que tenga gran cosa que contar. Lo que casi sabía desde el inicio, en realidad antes incluso de haber leído el libro de Cristina Inogés, es que este y no otro habría de ser el título de mi escrito. Se trata de una cita, cómo no, del libro más famoso de Merton, La montaña de los siete círculos, y dice así: «Cuando un rayo de luz hiere un cristal, da al cristal una nueva cualidad» 2. A medida que releía al escritor, y sobre todo cuando por fin abrí el libro que tienen ahora entre las manos, me parecía que el título iba ganando un espesor y una densidad muy diferentes a lo que podemos suponer tan delgado como un mero rayo de luz. A menos que lo cautivador fuera el efecto sobre el cristal o, por así decir, el contraste entre ese efecto, arrebatador y absoluto, y la levedad casi anónima de su causa. Porque dice mucho del cristal que podemos ser, y de la luz dice todavía más.

Adelanto que Inogés ha tramado una conversación con su relato, como disponiendo una alternancia de voces que interpelan o responden o dilatan la llamada del propio Merton. Son voces importantes, como para hacer más difícil aún esta pequeña participación mía. Nada menos que, entre otras, la de Christian Bobin, Madeleine Delbrêl, Teresa de Jesús, Miguel de Unamuno y Simone Weil. Hay una, puede que menos evidente de entrada, que después de todo sería muy significativa para darle cierto sentido a este combate por mi parte con un título tal vez apresurado, caprichoso incluso. Me refiero a la voz de Dietrich Bonhoeffer, el pastor luterano asesinado por orden de Adolf Hitler, quien escribe:

 

La vida natural es vida configurada. Lo natural es la forma inmanente y auxiliar de la misma vida. Pero si la vida se separa de esta forma, si quiere afirmarse libre de ella, si no quiere dejarse servir por la forma, se destruye radicalmente a sí misma. La vida que se impone a sí misma de manera absoluta como meta de sí misma se aniquila a sí misma 3.

 

Pues sucede que la luz es también configuradora, porque es vida; de hecho, lo es de un modo superlativo. Pero hiere, no quiebra ni astilla. Así que se vale del propio cristal, no lo inventa. Son muchas y muy importantes las voces conjuradas por Inogés; hay además unas cuantas cartas nocturnas, seis o más de seis. Todo eso no hace fácil que me sume. Algún día contaré cuánto me costó abrir las Confesiones de san Agustín, que no son sino una larga carta nocturna dirigida a Dios. Pero ayuda algo si escuchamos al propio Merton en un poema que, de acuerdo con esta sinfonía femenina, está dedicado a María, y que es de una delicada belleza: Because my love is simple as a window, «Mi amor es simple como una ventana». Y ella, María, la Theotokos, recuerda: Light, my lover, steals my life in secret, «Mi amante, la luz, me hurta la vida en secreto». Porque se hace de la sustancia del amado: Being obedient, sinless glass, «Se vuelve un espejo obediente, sin pecado» 4. Pues bien, de eso trata el itinerario de Thomas Merton, que no es sino el de la contemplación. Porque su modelo perfecto es el vacío de María, su silencio y su obediencia 5. Ella hace del silencio y la quietud una obra de arte, mientras que la otra María –la de Magdala, la de Betania, si es que no son la misma– representa el impulso y la pasión, que no es incompatible en absoluto con el arrobo.

Nos recuerda Cristina que Merton no dio con María sino poco a poco. Es natural, todo en su formación lo separaba de ella, como de una enojosa superstición católica. Sin embargo, el itinerario no se cierra hasta que él mismo concilia esa vocación cristalina con el empeño mismo del contemplativo. Porque aquello que somos, nuestro significado o configuración, no está en nuestra mano. Tampoco en la de nuestro adversario, como podría inferirse de una tradición trágica que va de Heráclito a Hegel y de Nietzsche a Carl Schmitt. Contra esa configuración épica de la configuración, el monje Merton propone otra lírica:

 

El significado de nuestra vida es un secreto que nos tiene que ser revelado con el amor por el ser que amamos. Y si ese amor no es real, el secreto no será encontrado, el significado nunca se revelará por sí mismo, el mensaje nunca será descodificado 6.

 

Salvo los niños, todo el mundo llega al amor con su pasado. No se puede no haber vivido lo que se ha vivido. A veces es una loca carrera de error y pecado, como la de Milarepa, ese bienaventurado tibetano que se levanta sobre la magia negra o el crimen juveniles, cuya historia el propio Merton conocía tan bien. Pero si alguien quiere cambios bruscos, desvíos, no tiene que ir muy lejos. Le basta con leer la vida de la mayoría de los santos. Eso sí, el amor siempre nos sorprende de nuevas. Es un pasado el que con él echa sus renuevos. Son esos retoños o vástagos de la planta agostada. Y ese encontrarse de la vida con la fuerza del vivir tiene algo de expiación, pues claro, pero también de canción, de idilio o epitalamio.

Demasiadas vidas, a menudo, que nos vienen como una fatiga. No seremos nunca, no en esta estación, un cristal o una ventana perfecta. Más bien hay que pensar en una suma heteróclita de cristales, de formas y colores muy diversos. Como un caleidoscopio, que adopta tantas figuras, ora seductoras, ora tediosas. Es el giro de Dios el que hace que, por un instante, aparezca esa estrella o esa flor. Tal vez una estrella que es una flor. Este caleidoscopio de Merton tiene dos cristales diferentes que, sin embargo, con un golpe divino, riman muy bien. El del poeta y el del profeta.

El poeta es muy moderno. De hecho, el padre Louis, maestro de novicios en el monasterio de Getsemaní, también lo fue de poetas. Primero del nicaragüense Ernesto Cardenal y también del argentino Hugo Mujica, ambos sacerdotes y con trayectorias poéticas admirables, aunque muy diversas entre sí. Cardenal, en la órbita de Ezra Pound, y Mujica, en la de un esencialismo místico y concentrado. Pero, si leemos al maestro de novicios, los recibía sin mayores ceremonias, al modo zen, porque a un buscador no se le abruma con la rumia del significado de su búsqueda, sino que basta con mostrarle lo que él mismo ha de encontrar. Ernesto Cardenal lo revive así:

 

En vez de hablarme de la vida «espiritual» me hablaba de cualquier cosa. Y nunca me dijo que eso era enseñarme la vida espiritual. Al final resultó que me enseñó a ser como él, en quien la vida espiritual no estaba separada de ningún otro interés humano 7.

 

Gracias a las numerosas cartas que se cruzaron entre ellos, una vez que se separaron sus caminos, sabemos hasta qué punto Merton estaba comprometido con lo más vanguardista y rompedor de la poesía americana, siempre orientado por esa especie de espiritualidad hedonista, algo paradójica, de la llamada «Generación Beat», en la que convergen el jazz, la iluminación budista, las drogas y una sexualidad bastante volátil. No tiene nada de extraño, puesto que el propio padre Louis, maestro de novicios en el monasterio de Getsemaní, fue antes de su conversión un beatnik y como tal vivió. En cierto modo, no dejó de serlo nunca; basta con leer las primeras impresiones de su viaje a Asia para percibir la misma efervescencia, excluido el afán orgiástico en todo ello 8.

Hay otro fragmento de vidrio muy diferente en la caña del caleidoscopio mertoniano, que no es nada moderno, sino todo lo contrario, aunque su originalidad tal vez se deba al choque de ambos. Me refiero a su medievalismo, entendiendo aquí la Edad Media no como una pasión erudita ni una mera opción estética, sino como una forma de vida. Del mismo modo que no se puede interpretar el primero sin tener en cuenta la exploración literaria, el compromiso político, el activismo contra la guerra y sus simpatías izquierdistas, tampoco se comprende el segundo sin esta inclinación por la filosofía mística cristiana de los siglos XII y XIII. En particular, de san Buenaventura será fundamental para él la lectura del Itinerario del alma a Dios, pues, de hecho, se sintió muy interpelado por la rectitud y simplicidad franciscanas. Aunque también lo fuera por el orden conceptual escolástico. Desde luego, el Itinerarium de Buenaventura suma ambos ingredientes, pues es el programa para dar alcance a una docta vida angélica 9. En otro aspecto es importante Buenaventura para Thomas Merton, ya que su alta espiritualidad no está en absoluto reñida con las inquietudes del milenarismo y el forzamiento mesiánico de los tiempos, en medio de las cuales el santo italiano busca una vía de compromiso ordenado con una teología política, como podemos reconocer en la brillante tesis de habilitación del futuro Benedicto XVI, en la que vemos que el anuncio escatológico es legítimo y, en verdad, consustancial a la Iglesia, porque en ella el tiempo es siempre tiempo final 10, y que, entre otras líneas de contextualización, tiene en cuenta la conexión entre Buenaventura y el milenarismo de Joaquín de Fiore. Aunque ya se hace tarde para continuar con esta introducción, hay mucho de pulsión milenarista en el pacifismo de Merton, quien había conocido de sobra los dolores de la guerra 11.

Ahora bien, si tuviese que apuntar a la formación fundamental de Thomas Merton en la mística medieval, recurriría sin dudar a la propia tradición interna cisterciense. En particular a Guillermo de Saint-Thierry, cuya bellísima Expositio sobre el Cantar de los Cantares 12 confiesa haber releído varias veces durante seis años 13. Idéntica fuente, que la misma Cristina Inogés conoce tan bien 14, determina la perspectiva de Bernardo de Claraval. Me atrevo a señalar que, en su núcleo central, la idea que posee de la contemplación se debe a la meditación y a la práctica en torno al Liber de diligendo Deo, de Bernardo, que a su vez es un comentario al Cantar. En especial el epígrafe titulado Undepunica («Dónde nacen las granadas»), que se nos ofrece como un capítulo de primer orden en la teología del amor cisterciense 15. San Bernardo deja aquí sus páginas más primorosas, ya que, como él mismo dice: Delectatur floribus Christus, «A Cristo le encantan las flores». Y con este pensamiento, que acaso deberíamos dejar crecer dentro, con guirnaldas y margaritas en el pelo, como vio tantas veces, y con tanta comprensión, este protagonista espiritual del siglo pasado, yo mismo me hago pequeño para que puedan gozar del libro de mi amiga, con la que no dejo nunca de aprender.

 

JULIO GARCÍA CAPARRÓS,

filósofo y poeta,

Zaragoza, mayo de 2018

PRESENTACIÓN

 

En octubre del año 2015, la librería Ars, de Zaragoza, organizó un sencillo acto para conmemorar el centenario del nacimiento de Thomas Merton.

Me invitaron a participar en el mismo junto a otras dos personas. A una la conocía desde hacía tiempo; a la otra la había conocido hacía unos meses. Los tres éramos, y espero que siga siendo así, ávidos lectores de Thomas Merton. Se trataba de presentar, cada uno según su experiencia y preferencia, a Merton para un público que no lo conocía o lo conocía solo de referencias.

La intuición femenina me hizo sospechar que mis compañeros de exposición se decantarían por presentar al cisterciense más conocido del siglo XX a través de su autobiografía, La montaña de los siete círculos, en clara referencia a los siete círculos que Dante dibujó en su Divina Comedia, y escrita cuando ya estaba en la abadía de Getsemaní.

Acerté, y así lo hicieron. Muy bien, cada uno en su estilo y resaltando aquello que más les interesaba. La intervención fue por riguroso orden alfabético de los apellidos, y me tocó ser la última. Una ventaja para hacer ajustes sobre la marcha. Comencé explicando a Merton como suelo hacerlo: como una mesa, para luego resituar la segunda parte de mi intervención.

La «mesa Merton» está formada por cuatro patas del mismo estilo y color, pero en tonos diferentes. Cada una de ellas es uno de los libros que tratan el mismo tema, el paso de lo viejo a lo nuevo, de diferente manera.

Pata 1: La montaña de los siete círculos narra su propio paso de lo viejo, la primera parte de su vida, a lo nuevo, su vida a partir de su conversión.

Pata 2: Las aguas de Siloé cuenta el paso de la Orden cisterciense de Europa, el Viejo Mundo, a América, el Nuevo Mundo.

Pata 3: El signo de Jonás es la crónica de sus primeros diez años en la abadía de Getsemaní y cómo sigue avanzando hacia lo nuevo.

Pata 4: El hombre nuevo, un ensayo donde se enfrentan el yo externo, cargado de vacío, viejo, y el yo interior, con más sentido y nuevo.

El tablero de la mesa lo formaría el resto de su obra: ensayos, poesía, correspondencia, artículos… De esta forma es más fácil, para quien no conoce a Thomas Merton, hacerse a la idea de que es un hombre hecho para el diálogo, con una visión excepcional de la sociedad en la que vivió y que, por desgracia, no resulta tan diferente a la nuestra.

Esto lo desarrollé bastante más y pasé a la segunda parte de mi intervención: las mujeres que hubo en su vida. Hablé de su madre y de otras mujeres de su familia; de aquellas que conoció, en el más amplio sentido del término, durante su alocada juventud; de la madre de su hijo; de aquellas que formaron parte, más adelante, de su círculo de amigos; de aquellas con quienes mantenía correspondencia y que le ayudaron a ver otros puntos de vista o profundizar en los suyos; y, finalmente, hablé de M, el amor de su vida, siendo ya monje. Las mujeres y Merton parece un tema que no se evita, pero del que se prescinde en cuanto hay oportunidad, ¿por qué?

La historia de la Iglesia está salpicada de parejas que le han aportado mucho 1. Lo único que hace falta es una mirada limpia y una lengua contenida cuando se desconocen las circunstancias. Como mujer, me parece maravilloso que un monje como Thomas Merton hable tan abiertamente de su amor por una mujer.

 

[Hay que ver en las mujeres] su humanidad, su feminidad [...] Pero qué incomprensible belleza se esconde ahí que tal vez habría permanecido inaccesible a mi comprensión si yo no me hubiese embarcado en un estilo de vida diferente [...] Es como si, en virtud de la castidad, yo hubiera perdido el temor a lo que es más puro en todas las mujeres del mundo y fuese capaz de gustar y sentir la belleza secreta de sus corazones de muchachas caminando a la luz del sol –cada uno de ellos con su secreto bueno y hermoso a la vista de Dios–, jamás tocados por nadie, ni por unos ni por otros, tan buenos y tan bellos o más que la vida misma [...] Porque la feminidad que está presente en cada uno de esos corazones es al mismo tiempo original e inagotablemente fructífera, ella introduce la imagen de Dios en el mundo 2.

 

Esta fue mi aportación, más bien resumida, al acto para conmemorar el centenario del nacimiento de Merton, y, cuando vi que se aproximaba el quincuagésimo aniversario de su muerte, decidí que bien podría profundizar en el tema. Lo que sucedió en ese momento es que tomé conciencia de la cantidad de presencia femenina que había en la vida de Merton, y no solamente por las mujeres.

Así como no hay muchas piezas musicales escritas en la mayor, pero las que sí lo están destacan 3, en la vida de Merton sí hay una gran presencia de la que conforma una sinfonía diferente, dirigida por él y cuyo clímax, paradójicamente comprensible tratándose de Merton, se alcanzará en la ermita. Han quedado en la memoria del ordenador otras las, no por menores, sino porque he considerado que estas resultarían más atractivas para acercar a Merton a personas que no lo conozcan, que es uno de los objetivos de este libro. De ahí la sinfonía incompleta del título.