Portada: Cuando tu vida es un libro. Alina Bronsky
Portadilla: Cuando tu vida es un libro. Alina Bronsky

 

Edición en formato digital: febrero de 2020

 

The translation of this work was supported

by a grant from the Goethe-Institut

 

4601.png 

 

Título original: Und du kommst auch drin vor

En cubierta: ilustración de © Ruth Botzenhardt

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© 2017 Dtv Verlagsgesellschaft MBH & Co. KG,
München / www.dtv.de

This book was negotiated through
Ute Körner Literary Agent - www.uklitag.com

© De la traducción, Begoña Llovet

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18245-06-0

 

Conversión a formato digital: María Belloso

1

Cuando la señora Meier nos dijo que íbamos a asistir a una lectura, todo el mundo empezó a protestar. Yo me puse a dibujar varias tes mayúsculas y minúsculas en mi cuaderno. Me importaba un comino que hubiera lectura o no. La verdad es que había garabateado en el jueves la palabra LEZTURA. Franz apoyó la cabeza en el pupitre y se puso a roncar. Solo Petrowna alzó la voz:

—¡Callaos ya, imbéciles! ¿Es que preferís matemáticas?

Petrowna siempre conseguía confundir a todo el mundo con una frase y que, por unos instantes, se hiciese el silencio.

La señora Meier dijo que dejáramos nuestras cosas en el aula. Ella se encargaría de cerrarla, así que no teníamos que preocuparnos por nuestros objetos de valor. Pero la verdadera razón era que quería que después de la lectura toda la clase regresara con ella dócilmente a la escuela para recoger las mochilas. De otro modo, la mitad siempre se esfuma a mitad de camino. Todos teníamos muy claras sus intenciones, precisamente por eso casi todos cogieron sus mochilas. La señora Meier hizo como si no se diera cuenta. No es más que una profesora jovencita en prácticas y nos tiene miedo.

Espero que no le salieran canas debajo de sus mechas rubias durante nuestro viaje en autobús. Cuando bajamos, Petrowna me gorroneó dos euros y se compró una chocolatina en la máquina. Pero me dio la mitad. Por fin habíamos llegado a nuestro destino y estábamos en una biblioteca.

—¡Una biblioteca! —dijeron todos al unísono en tono quejumbroso—. ¡Uf! ¿Qué pintamos aquí? ¿Es que vamos a leer libros?

—Cerrad el pico —bramó Petrowna—. ¿Adónde pensabais que íbamos? ¿A un depósito de cadáveres?

En realidad sus palabras no tenían lógica alguna, pero de nuevo todos parecían confundidos y la pequeña profesora Meier miraba agradecida a Petrowna.

Petrowna es mi mejor amiga desde primaria. Nos sentamos juntas desde el primer día de clase. En el primer recreo de nuestras vidas nos pegamos. Justo por esos niños como Petrowna es por lo que mi madre prefería enviarme a una escuela privada, pero mi padre le dijo que nunca era demasiado pronto para conocer la vida normal. El segundo día de clase volví a casa con un moratón y con un mechón de pelo entre los dedos: se lo había arrancado a Petrowna en una pelea. Mi madre llamó inmediatamente por teléfono a la tutora, a la directora del colegio y a la psicóloga y profetizó que las niñas como Petrowna terminarían haciendo la calle con trece años. Al tercer día de clase dejamos de pegarnos y, desde entonces, somos inseparables. El cuarto día Petrowna me explicó lo que había querido decir mi madre con eso de «hacer la calle».

Ahora las dos tenemos catorce años. Petrowna fue delegada de clase durante dos cursos y a menudo me deja copiar. Pero por desgracia tiene prohibida la entrada a mi casa desde primero.

En la biblioteca olía a viejo y a polvo. Nada más entrar empecé a estornudar. Por desgracia no llevaba encima el espray nasal.

—Espero no morirme aquí —le dije a Petrowna, a lo que ella contestó:

—No sería una gran pérdida.

Así es como hablamos entre nosotras, pero no lo dice en serio.

La señora Meier le estaba dando la mano a otra mujer también bajita y de aspecto gris con reflejos violetas en el pelo. Era la bibliotecaria. En la pared había un cartel en el que ponía algo sobre la Semana del Libro.

Nos dirigimos como un rebaño de ovejas a una sala lateral con sillas en filas. Todos se acomodaron en los asientos de plástico y pusieron los pies en el respaldo de delante. Algunos empezaron a tirarse cojines y libros de cuentos. Nadie se enteró de que la lectura ya había comenzado ni de que la bibliotecaria estaba ahí delante hablando de algo. La señora Meier dirigió una mirada suplicante a Petrowna.

—¡Cerrad todos el pico de una vez! —vociferó Petrowna.

Entonces nos dimos cuenta de que había alguien más. La autora.

Era una mujer bastante alta y delgada. Estaba sentada detrás de una mesita que resultaba demasiado pequeña para sus largas piernas y parecía muy triste. El pelo, grasiento y teñido de negro, le caía sobre los ojos. Así que casi no se le veía la cara. Junto a ella había una pila de libros.

La señora Meier y la bibliotecaria empezaron a aplaudir como si estuviéramos jugando en la guardería. Enseguida todos nos pusimos a aplaudir. Estuvimos así durante un minuto, luego dos, luego cinco. Se podía conseguir mucho con cosas muy sencillas. Las mejillas de la bibliotecaria se sonrojaron, la señora Meier gesticulaba con las manos como una directora de orquesta. Pero seguíamos aplaudiendo imperturbables. Petrowna estaba distraída porque justo en ese momento se había puesto a leer un mensaje en su Samsung.

Dejé de aplaudir cuando las palmas de las manos empezaron a dolerme. A los demás les debió de pasar lo mismo, en algún momento lo dejaron y tuvieron que masajearse los dedos.

La autora dijo que se llamaba Leah Eriksson, que había escrito cinco libros y que iba a empezar a leer. Después podríamos hacerle preguntas. Así que se puso a leer. Hablaba muy bajito y algunos gritaron: «¡No se oye nada!». Otros se pusieron a cuchichear y dos chicas aprovecharon para cepillarse el pelo. Petrowna miraba con el ceño fruncido el árbol que asomaba por la ventana.

Yo era la única que estaba escuchando.

Y no me lo podía creer.

Lo que la tal Leah Eriksson estaba bisbiseando trataba de mí.

De mi familia.

De mi vida.

De mis pensamientos.

Los nombres eran diferentes y había un par de detalles sin importancia que no coincidían. Pero el resto se refería a mí.

Y encima nadie se daba cuenta. Porque nadie estaba escuchando. Creo que ni siquiera la señora Meier prestaba atención. Simplemente se conformaba con que guardásemos silencio y estaba sumida en sus pensamientos. A lo mejor estaba contando los años que le quedaban para jubilarse. Le di un codazo a Petrowna, pero no lo entendió y me lo devolvió.

—¿Lo estás escuchando? —le pregunté, pero siguió mirando el árbol como si no hubiera nada más interesante en el mundo.

Me fastidió que los demás se pusieran a hablar cada vez más alto. No podía entender casi nada. Deseaba que Leah dejase de leer. Y al mismo tiempo tenía miedo, como si fuese a dejar de respirar cuando ella parase. Busqué en el bolsillo algunas monedas que me habían sobrado. Qué tonta había sido al darle los dos euros a Petrowna. Mis dedos se toparon con un billete enrollado de veinte euros. No tenía ni idea de cuánto costaban los libros.

—¿Tenéis preguntas?

Leah Eriksson nos miraba a través de sus mechones de pelo.

Levanté la mano, pero otros fueron más rápidos.

—¿Por qué se dedica a esto?

—¿Cuánto gana?

—¿Qué va a hacer esta tarde?

Leah Eriksson pestañeaba confundida.

Chasqueé los dedos y luego alcé mucho la voz para que me oyese a pesar del ruido que hacían los demás.

—¿ME PUEDO COMPRAR EL LIBRO AHORA MISMO?

Todos volvieron la cabeza hacia mí. Incluso Petrowna. Sobre todo Petrowna. Aunque ella también se había puesto a leer un libro cuando nadie la miraba. Hizo como si nada, pero yo sí me di cuenta.

—¿Qué pasa? —dije—. Suena muy emocionante.

Franz hizo como si tuviera entre las manos un libro invisible y lo estuviese leyendo con cara de pirado. Todos empezaron a carcajearse. Pero la que estaba más perpleja era Leah Eriksson.

—Yo no vendo libros —contestó.

—¿Y eso? ¿Quién los vende entonces?

—Las librerías.

—Pero usted tiene ahí uno.

—Es mi ejemplar —respondió mientras lo agarraba con determinación, como si yo le quisiera robar el libro y no comprárselo—. Lo necesito para mí.

—¡Le doy dinero por ese ejemplar!

Leah se levantó para dejar bien claro que la lectura había concluido y la conversación también. Todos lo entendieron de inmediato. Una mitad de la clase quitó de enmedio a la bibliotecaria del pelo violeta y atascó la puerta de salida. La otra mitad intentó abrir la ventana para salir trepando. La señora Meier corría de un grupo a otro gesticulando y cubierta de sudor.

Aproveché el momento para acercarme a la autora, que estaba guardando sus libros en una cartera. Me sacaba dos cabezas. Miré desde abajo a través de su pelo para verle la cara.

—Hola —le dije.

—Hola —contestó dando un respingo.

—Ha leído usted muy bien —le dije mintiendo.

—Gracias. —Ella sabía perfectamente que estaba mintiendo.

—Como le he dicho antes, me encantaría comprarme el libro.

—Pues hazlo.

—Tengo veinte euros en el bolsillo.

—Cuesta 14,95.

Saqué triunfante el billete de veinte euros, lo desenrollé y se lo puse a Leah Eriksson encima de la mesa.

—¿Tiene cambio?

—Ya te he dicho que no vendo libros. Los escribo.

—¿Es que ahora me voy a tener que ir a una librería?

Se apartó su grasiento flequillo a un lado y clavó en mí un par de ojos azules como el acero.

—Me da igual —dijo.

Me pareció un poco impertinente de su parte. Al fin y al cabo escribía libros para ganarse la vida, así que no le podía dar igual.

—Debería alegrarse de que alguien quiera leer sus chorradas.

El par de ojos desapareció de nuevo tras el flequillo. Cerró de golpe su cartera y se dirigió hacia la puerta, que ya estaba desatascada. Mi billete de veinte euros se había quedado encima de la mesa, abandonado como una lata aplastada por la rueda de un coche.

—¡Oiga! ¡Usted, autora! ¡Leah!

La muy idiota ni siquiera volvió la cabeza.

 

 

En el autobús me senté junto a Petrowna y me puse a romper en mil pedazos el folleto de la Semana del Libro que había cogido a la salida. Dos tercios de la clase se habían esfumado tras la lectura, como era de esperar. La señora Meier contemplaba con aire de resignación al mísero grupo restante que se había repartido por todo el autobús. Y en lugar de estarnos agradecida por regresar con ella a la escuela, tenía una expresión malhumorada.

—¿Has escuchado lo que ha leído? —le pregunté a Petrowna—. ¿Has entendido de lo que iba?

—A medias. Algo de un divorcio.

—No solo eso. Trataba de una chica.

—Una pasada —dijo Petrowna, bostezando.

—No, escucha. A la chica le pasaba lo mismo que a mí. A la chica del libro.

—Pues vaya.

Si seguía bostezando así, se le iba a desencajar la mandíbula.

—En serio, Petrowna. Decía las mismas cosas que siempre digo yo.

—Todo el mundo dice las mismas chorradas que tú.

Tenía la sensación de que no me quería comprender.

—¡Qué nombre tan raro! Leah Eriksson —dije, cambiando de tema.

—Seguro que es un seudónimo.

—¿Un qué?

—Seguro que su nombre verdadero es Pepita Pedorra. El otro nombre se lo ha inventado la editorial. Lo hacen siempre, adornan todo para que a la gente le parezca una autora guay y compre sus libros en vez de reírse de ella.

Desde luego aquella mujer no tenía nada de guay. Y sin embargo, tampoco me apetecía reírme de ella.

La señora Meier venía hacia nosotras tambaleándose por el pasillo del autobús.

—Quería preguntarte si te ha gustado, Kim —dijo a la vez que me echaba una mirada simpática del tipo si-te-esfuerzas-un poco-te-pongo-un-seis.

—¿Por qué me lo pregunta precisamente a mí? —contesté desconfiada. ¿Adónde quería llegar?

—Te he estado observando. Estabas escuchando muy atenta.

—¿Y qué otra cosa tenía que hacer?

—Nunca he visto a un alumno con la expresión que tenías tú durante la lectura.

Automáticamente me sujeté la barbilla y me toqué la nariz y las mejillas. Todo parecía estar en su sitio.

—¿Y a usted qué le ha parecido? —pregunté. Atacar es, como todo el mundo sabe, la mejor defensa.

—Creo que está bien para los jóvenes. Bastante cercano a la vida real.

Mi corazón comenzó a latir de forma sospechosa.

—Pero no es una obra de arte —añadió la señora Meier—. ¿Lees mucho?

Tendría que haber mentido, tal vez me hubiera puesto una nota más alta. Pero le dije la verdad.

—No leo nada.

 

 

A la salida del colegio, Petrowna me propuso ir al parque. Era su nuevo entretenimiento: ir al parque y sentarse debajo de un árbol. Como somos amigas, la acompaño siempre. Mientras Petrowna mira las musarañas y de vez en cuando garabatea algo en la palma de su mano, yo hago los deberes. Es decir, copio lo que Petrowna ya ha hecho durante el recreo.

Pero ese día no teníamos nada que hacer porque habíamos estado en la lectura. Primero la señora Meier nos había amenazado con una tarea relacionada con el libro. Pero después incluso a ella le pareció injusto endilgarnos algo justo a los pocos que la habíamos acompañado de vuelta al colegio. Yo era de la misma opinión.

—De todas maneras reflexionad un poco sobre el texto —nos dijo la señora Meier al despedirse—. Nos ocuparemos del tema en detalle. Cuenta para la nota de lengua.

—Mieeerdaaa —exclamó Franz, y los otros cuatro que había aparte de nosotras le dieron la razón—. Pero ¿qué es lo que ha contado esa tía? ¿Es que alguien la estaba escuchando?

—Bueno, a lo mejor hasta tenéis que leeros el libro —dijo la señora Meier con cierto retintín mientras me lanzaba una mirada. Miré hacia otro lado.

—¿Y cuál era el título del libro? ¿Cómo se llamaba la tía que lo ha escrito? —refunfuñó Franz.

—Manual de estupidez para avanzados —gruñó Petrowna mientras me agarraba del brazo.

Un poco más tarde estábamos sentadas bajo un castaño con el trasero empapado porque la hierba estaba húmeda y nos habíamos dado cuenta demasiado tarde. Pero nos daba mucha pereza levantarnos. Petrowna había cogido del suelo una hoja y seguía con la uña el dibujo de las nervaduras. Yo me estaba comiendo el sándwich del recreo. Excepcionalmente mi madre me había preparado uno, porque en los últimos tiempos casi siempre se olvidaba de hacerlo. Pan integral con queso y lechuga. Me comí todo lo del centro y le di los bordes a Petrowna. Ella nunca llevaba merienda, ni siquiera en primero.

—Creo que tengo que leer ese libro —le dije.

—¿Cuál? —Petrowna ya se había olvidado. Estaba observando la copa del árbol—. ¿Sabes que este castaño puede tener más de cien años? Ya existía cuando nuestros padres aún no habían nacido.

Su talante romántico me resultaba inquietante. Para traerla de vuelta al tema le enseñé el folleto. En él figuraban los nombres de los autores que habían leído algo en la Semana del Libro, y también los títulos de sus libros y sus fotos.

—Mira qué pinta tiene aquí la Leah esa —dije—. En persona es completamente diferente.

—Tal vez se lavó la cabeza para hacerse las fotos.

—¿Y sabes cómo se llama su libro, Petrowna?

—No me des la brasa todo el tiempo con lo mismo.

—Falso. Se llama Cosas que nunca sabrás. ¿Qué quiere decir con ese título?

—Ni idea. Tal vez el título pega con el libro.

En realidad, tenía pensado mirar en casa si me lo podía descargar gratis. Después de lo borde que había sido Leah conmigo, no tenía ganas de gastarme el dinero en su libro. Seguro que se quedaba por lo menos con la mitad, si no con todo, y eso me fastidiaba. Con esa pasta me podía comprar varios kebabs. Pero ya no aguantaba más.

—¿Sabes dónde hay una librería por aquí cerca? —le pregunté a Petrowna.

—Pasas delante de una todos los días. Junto al Starbucks —dijo.