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Índice
I - El Manuscrito (marzo, 1985)
II - Confesiones (enero-marzo, 1977)
III - Génesis (1 de febrero, 1942)
IV - Charlas al aterdecer (1 de febrero, 1942)
V - Amigos (1 de febrero, 1942)
VI - Deambulando (lunes 2 de febrero, 1942)
VII - El Juez (lunes 2 de febrero, 1942)
VIII - Extraño interludio (lunes 2 de febrero, 1942)
IX - Sorpresas (martes 3 de febrero, 1942)
X - Misterios (miércoles 4 de febrero, 1942)
XI - El impostor (miércoles 4 de febrero, 1942)
XII - Nada (jueves 5 de febrero, 1942)
XIII - La cena del juez (viernes 6 de febrero, 1942)
XIV - La despedida (sábado 7 de febrero, 1942)
XV - El profesor (domingo 8 de febrero, 1942)
XVI - La noche tan temida (lunes 9 de febrero, 1942)
XVII - La humillación (martes 10 de febrero, 1942)
XVIII - La gran ilusión (martes 10 de febrero, 1942)
XIX - Al borde del abismo (miércoles 11 de febrero, 1942)
XX - Buscado (jueves 12 de febrero, 1942)
XXI - El Perro (viernes 13-sábado 14 de febrero, 1942)
XXII - Una escena imaginada (junio 2018)
Agradecimientos
Breve biografía de Abrasha Rotenberg

LA AMENAZA

Abrasha Rotenberg

PetricorV3-0

Dirección editorial edición impresa: Gastón Levin / Silvia Itkin

Dirección editorial edición electrónica: Marcelo Caballero

Diseño de tapa: Donagh / Matulich,

Armado edición electrónica: Pampia Grupo Editor

Imagen de tapa: Archivo personal Abrasha Rotenberg

© Abrasha Rotenberg, 2020

© Obloshka, 2020 (edición impresa)

© Pampia Grupo Editor, 2020 (edición electronica)

Rotenberg, Abrasha

La amenaza / Abrasha Rotenberg. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Petricor, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-47563-0-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

Libro de edición argentina.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial

de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.

Dedico estas páginas a los desaparecidos en la Argentina

y a todos los que fueron asesinados, exiliados,

condenados o castigados sin justicia.

Este no es un libro.

Quien roza sus páginas toca a un hombre.

Walt Whitman

I

EL MANUSCRITO

(marzo, 1985)

Ese misterio que denominamos destino, hado, casualidad o suerte puede ser el resultado de una multiplicidad de actos humanos que se entremezclan y conducen a una situación imprevisible o, para los creyentes, la consecuencia de una intervención del Altísimo que juega a los dados con nuestras vidas para divertirse o demostrarnos su poderío. ¿Fue una decisión divina o la multiplicidad de voluntades humanas entrecruzadas las que me condujeron al encuentro con lo imprevisto? No conozco la respuesta, pero sí sus consecuencias.

Soy una de las pocas personas que habló con Travin antes de que desapareciera. Tal vez fui el último. Siempre creí que le había salvado la vida, pero ahora, ocho años más tarde, comienzo a dudarlo. Travin fue un periodista honesto, intrépido e incorruptible, el más brillante de su generación.

El Estudio de mi padre atendía los problemas legales de Travin hasta que yo me hice cargo y me transformé en su asesor. Travin fue el periodista estrella del matutino donde trabajaba, pero tras el golpe militar su presencia resultó problemática y lo despidieron.

La controversia legal y financiera fue superada pero jamás el profundo rencor que el director del periódico guardaba contra Travin desde el día en que lo conoció. El director era el hijo del fundador de la empresa, un gran periodista de quien heredó su patrimonio pero poco de su poderoso talento. Travin lo ridiculizaba con el mote de Incitatus, el caballo a quien Calígula designó como miembro del senado romano.

Incitatus solo superaba a su padre en las habilidades para la intriga. Cuando el 24 de marzo de 1976 se produjo el golpe militar estableció una red de contactos con los miembros más prominentes del gobierno a quienes ofreció su apoyo incondicional. Travin no tenía sitio en ese esquema que imponía un silencio cómplice. Su despido fue inevitable.

Las relaciones de Incitatus con el gobierno (el apodo quedó fijado en mi mente aunque nunca lo verbalicé) le permitieron acceder a informaciones reservadas y al conocimiento anticipado de algunas decisiones cruentas, incluso al nombre de las víctimas.

En el joven director la prudencia y la ética estaban subordinadas al placentero ejercicio de la vanidad. A menudo vaticinaba el futuro de alguien y en pocas horas o días los hechos confirmaban su talento profético. La palabra “justicia” estaba excluida de su vocabulario.

Todos los miércoles me reunía con él en la sede del periódico para estudiar los problemas legales de la empresa. Ese día, 12 de marzo de 1977, una fecha que no olvidaré, discutíamos la situación de algunos periodistas cuando repentinamente, como al pasar, Incitatus comentó con su singular sentido del humor:

—Le voy a dar una primicia: un ex colaborador de esta casa disfrutará unas merecidas vacaciones a cargo del Estado. Me alegra: unos años entre rejas le vendrán bien a quien tanto ha dañado, ofendido, y desprestigiado a gente honesta. Ahora tendrá mucho tiempo para arrepentirse.

Lo miré sorprendido:

—¿Se trata de una información o de un rumor?

—Yo me baso en informaciones, no en rumores. Usted lo sabe.

—¿Y si en vez de rejas sucede algo peor?

—Todo es posible.

—¿Podemos ayudarlo?

Su sonrisa se transmutó en una mueca de repugnancia, como si se hubiese encontrado con un cadáver putrefacto.

—Es una decisión tomada desde arriba. Ni usted ni yo debemos inmiscuirnos.

—Solo le hice una pregunta.

Incitatus estaba fuera de sí:

—Esa rata judía no ha perdido oportunidad de descalificarme y usted me propone que lo defienda. Ese hombre se ha ganado el odio del país. El día que lo maten será declarado fiesta nacional.

Permanecí en silencio sin saber a qué atenerme.

Incitatus insistió:

—Estimado doctor, le voy a dar un consejo. No se involucre porque se trata de un asunto de Estado y cualquier intervención puede perjudicarnos. El futuro de este hombre está definido: preso o muerto su suerte no me atañe.

Yo estaba perplejo: Incitatus me anunciaba, sin inmutarse, que un ex periodista de su diario sería encarcelado o asesinado por defender sus ideas. Además, demandaba mi silencio y mi complicidad.

Repentinamente cambió de actitud.

—¿Cometí una imprudencia facilitándole una información confidencial sin considerar el incomprensible vínculo que lo une a este personaje nefasto? Confío en su prudencia porque recibí la noticia de boca del Coronel. ¿Quiere cuestionar una decisión del Coronel? Hágalo, pero antes reflexione varios días y sus noches.

Tal vez Incitatus me mentía pero si el Coronel estaba involucrado nadie podía salvar a Travin. Las decisiones del Coronel eran inapelables.

Incitatus se puso de pie, solemnemente extendió su mano derecha con la evidente intención de estrechar la mía y exclamó:

—Este es un pacto entre caballeros y lo celebramos en medio de una guerra en la cual no tenemos otra alternativa que la de vencer.

Instintivamente, sin poder dominarme, estreché su mano con una desagradable sensación de asco, por él y también por mí.

Salí del encuentro con un sentimiento de pesar. ¿Cómo podía ayudar a Travin sin saber dónde encontrarlo? Hacía mucho que no aparecía por el Estudio ni por el café que frecuentaba.

Decidí que no debía inmiscuirme, que la prudencia era la actitud adecuada en tiempos oscuros, que la suerte de Travin estaba definida y nadie podía cambiarla. Preferí olvidar este asunto, recoger mi coche y dirigirme al Estudio.

El tráfico de Buenos Aires fue siempre desordenado, pero en esa época de controles militares súbitos los atascos eran el pan de cada día. Para llegar a mi Estudio, cercano a Tribunales, entré a la Avenida Córdoba para incorporarme a una caravana que avanzaba a paso de tortuga. Al llegar a la esquina de Florida el tráfico quedó inmovilizado.

Dentro de mi coche yo observaba cómo una multitud cruzaba por Florida sin respetar las indicaciones del semáforo. Todos vivíamos fuera de la ley vial.

Mientras observaba el ajetreo humano tuve una extraña visión: me pareció descubrir a alguien que, a diferencia de la multitud pero rodeado por ella, permanecía inmóvil mientras el gentío avanzaba. Estaba indeciso, inseguro, como si dudara hacia dónde dirigirse. Había adelgazado notoriamente, tanto que comencé a dudar si de él se trataba. ¿Yo era víctima de una visión o el destino me ofrecía una generosa oportunidad?

No pude contenerme y sin pensarlo comencé a vociferar su nombre desde el interior del coche, pero mi voz no le llegaba. Entreabrí la puerta y con todas mis fuerzas volví a gritar. Descubrí su rostro y en su rostro, desconcierto o tal vez miedo. Volví a llamarlo y el hombre, prudentemente, se acercó a mi coche, que permanecía detenido. Su mirada perpleja y desconfiada no excluía una pizca de curiosidad.

Me identifiqué dos veces mientras él me observaba dubitativo con sus ojitos minúsculos enmarcados en unos anteojos poderosos.

Volví a repetirle:

—Soy… su abogado…

Hizo un gesto. Sus labios insinuaron una sonrisa relajada, como si reconocerme le hubiese producido un alivio.

—Súbase al coche. —Le indiqué.

Él dudaba.

Volví a insistir y le señalé que abriera la puerta.

—Entre —dije con un inédito vozarrón autoritario—. Tenemos que conversar.

Enseguida comprobé que el personaje, a pesar de sus adversidades, disfrutaba su estilo. Sin darme tiempo a reaccionar, desoyendo mi indicación de que se sentara a mi lado, abrió la puerta trasera del coche y ante mi estupor se acomodó detrás de mí convirtiéndome en su chofer.

—Déjeme en Córdoba y Pueyrredón. —indicó solazándose con su travesura.

—Travin, no estoy para juegos infantiles. Y usted, menos. Siéntese a mi lado —grité indignado.

Travin me obedeció y se sentó en el asiento delantero.

—Intenté hacerle una broma, mi estimado amigo. ¿Qué sucede, ha perdido su sentido del humor? —exclamó, campechano.

Le respondí:

—No estamos en tiempos de bromas y lo que voy a contarle no mueve a risa. No me dirijo hacia Corrientes y Pueyrredón. Si le conviene puedo dejarlo cerca de mi estudio, en la plaza Lavalle.

—Ya me las arreglaré. ¿Qué quería contarme? —preguntó.

En ese momento el tráfico se volvió más fluido y comenzamos a avanzar.

—Travin, toda la tarde pensé en usted. Créame, este encuentro es milagroso —dije.

—¿Milagroso encontrarnos en Florida y Córdoba por donde miles de porteños transitan todo el día? —comentó con su ironía habitual—. Si hubiese sucedido en el Polo Norte…

—Digo milagroso porque este encuentro puede salvarle la vida.

Travin me sorprendió con una sonrisa escéptica.

—También a usted le place gastarme bromas, aunque a mí no me ofenden.

—Travin, no se trata de una broma. Le ruego que me escuche. Mi información proviene de fuentes muy, muy fiables. Usted corre un riesgo inminente.

—Desde que nací corro un riesgo inminente.

—¿Tiene su pasaporte al día? —pregunté.

— Como todo argentino previsor.

— Magnífico. Mi consejo es este: pase por su casa, recoja su pasaporte, prepare su valija con lo imprescindible, diríjase al aeropuerto, tome el primer avión que salga del país con destino a Europa y desaparezca sin hacer ruido porque mañana puede ser demasiado tarde. No lo dude: han decidido detenerlo o secuestrarlo y usted conoce las consecuencias. Si lo necesita puedo adelantarle dinero porque sé que usted me lo devolverá.

Travin no me respondió. Permanecía en silencio, reflexionando. Después de una breve pausa escuché su respuesta:

—Estimado doctor, le agradezco su preocupación, pero en cualquier régimen, aún en el más autoritario, existen los intocables. Cuando los alemanes ocuparon París y metieron en campos de concentración a todo el mundo, a André Malraux, un intelectual y luchador antinazi, lo dejaron hacer su vida en paz. Hasta a León Blum, judío y socialista, lo encerraron en una cárcel privilegiada, un castillo, donde fue tratado con respeto. No pretendo compararme con ninguno de estos personajes, pero le aseguro que no se atreverán conmigo.

A pesar de la desesperación que me provocaba la ceguera de Travin, insistí:

—Travin, ¿no comprende que para esta gente no existen los privilegiados? Por favor, escúcheme.

—Si me detienen, a las 48 horas estaré libre. Desde Washington a Moscú los gobiernos, los políticos, los medios y los intelectuales más influyentes del mundo exigirán mi liberación. Hasta el Vaticano se sumará a la demanda. Quédese tranquilo. Nada puede sucederme, nada.

—Usted no los conoce y si los conociera, no los reconocería. No tienen límites. La decisión la ha tomado directamente el Coronel.

Travin me miró sorprendido y con una expresión de desagrado dijo:

—Parece que usted se empeña en ignorar quién soy yo. Se lo diré en pocas palabras: soy intocable, incluso para el Coronel. Conmigo no se va a meter.

—Para ellos usted no es nadie, entiéndalo bien, nadie, solo un ególatra que decidió suicidarse.

Travin reaccionó como una fiera herida. Con la mejor intención tuve la torpeza de desmoronar su soberbia. Me ordenó a los gritos:

—Detenga el coche de inmediato, deténgalo. Usted no sabe nada de mí. Le ordeno que nunca intente salvarme. Ni de un dolor de cabeza.

Su mirada me alteró.

Nos encontrábamos en Córdoba y Libertad y el semáforo estaba en verde, pero detuve el coche a pesar de los bocinazos y los insultos.

—Usted es un desagradecido —respondí—. Alguna vez me voy a divertir leyendo su necrología, si tiene la suerte de que la publiquen.

Al salir del coche un descontrolado Travin siguió gritándome:

—Usted es un imbécil. Váyase al diablo.

Me quedé petrificado, sin reaccionar ni entender qué nos había sucedido. Durante unos minutos estuve sentado dentro del coche, humillado y agraviado. Ni siquiera podía pensar, tan grande era mi angustia. ¿Cómo habíamos llegado a esta locura? ¿Por qué tuve que insultarlo? ¿Por qué esta violencia repentina?

Cuando me calmé y levanté la vista descubrí que Travin no se había movido y permanecía en la esquina. Estaba indeciso frente a la posibilidad de cruzar la Avenida Córdoba y, tal como sucedió cuando lo divisé en la calle Florida, parecía perdido en el mundo.

Instintivamente bajé del coche y corrí con la intención de ayudarlo, pero Travin ya me había visto y avanzaba a pasos lentos en mi dirección. Sin decir una palabra caminamos juntos hasta el coche. Le abrí la puerta, entró y yo me senté al volante, a su lado.

No era el mismo Travin. El peso del altercado se instaló en su rostro. Con voz queda me dijo:

—Es posible que, dadas las circunstancias, deba irme por un tiempo. Nada me obliga a permanecer en Buenos Aires, y unas semanas en Madrid me vendrán bien. Podría escribir un artículo sobre la situación política española.

Tras unos minutos de reflexión, añadió

—Quizá usted esté en lo cierto: en este país ya no soy nadie. Ni vale la pena que me maten porque ya estoy muerto. Si tengo suerte seré una anécdota en alguna tertulia de periodistas borrachos. Tengo que reconocerlo: me equivoqué de país y tal vez de profesión.

—Partir será para usted un acto de prudencia. Ya volveremos a la normalidad y usted ocupará el sitio que le corresponde.

Travin se mantuvo en silencio. Luego con una delicadeza que no le conocía me dijo:

—Necesito pedirle un favor. Estuve escribiendo un relato sobre mi adolescencia. No se trata de un texto que puede comprometerlo, pero lo quiero preservar y dejarlo en sus manos hasta que vuelva. Y si no vuelvo entréguelo a nuestro amigo, el editor, para que haga con él lo que le plazca.

—¿Un manuscrito?

—Es la primera parte de una trilogía. La segunda parte será un relato sobre mi experiencia periodística. Más de un político temblará al leerlo pero este texto es anecdótico y se refiere a mi familia. Nada comprometido. Le doy mi palabra.

—Le creo. ¿Dónde lo tiene?

—En mi casa. Cerca de Malabia y Camargo.

—¿En Villa Crespo?

—El barrio de mi infancia.

—Vamos a buscarlo. ¿La Policía sabe dónde vive?

—No lo dudo pero nunca me han molestado. Tampoco me siguen ni me controlan. Circulo libremente por las calles a la vista de todo el mundo.

—Le aseguro que su situación ha cambiado.

Estuvimos sin hablar el resto del viaje hasta que Travin me pidió que detuviera el coche en una esquina sin indicarme donde vivía. Al rato volvió con un sobre cerrado.

—Aquí le entrego mi manuscrito. Si no vuelvo en un tiempo prudencial, puede leerlo.

Y tomándome de la mano, a modo de despedida, agregó:

—La semana próxima me voy a Madrid.

—¿La semana próxima? Usted no me entiende. Tiene que irse esta noche. Su tiempo se acaba.

Travin sonrió, y volvió a ser Travin

—Me voy porque usted me lo pide —comentó con suficiencia—, pero estoy convencido de que exagera. A nadie le intereso. Me convertí en un periodista mudo e invisible. Ya no existo.

—Exista o no, le recomiendo que se tome unas prolongadas vacaciones —respondí.

—Gracias por el consejo. —Fueron sus últimas palabras.

Nos separamos en silencio. Todo estaba dicho.

Nunca volvimos a vernos.

II

CONFESIONES

(enero-marzo, 1977)

A los quince años descubrí un libro cuyo título, Momentos estelares de la humanidad, me parecía muy interesante. Su autor, Stefan Zweig, era muy popular en esa época. En realidad, me intrigó la palabra “estelares” cuyo significado, como muchos otros, yo desconocía. Aprendí castellano en la calle, en la escuela, en la radio y en los diccionarios que siempre me fascinaron. Fui un niño inmigrante que apenas balbuceaba el polaco, mi idioma natal que pronto olvidé, y algunas palabras en el idish que apenas recordaba porque era la lengua que mis padres utilizaban para que mi hermana y yo no conociéramos algunos conflictos familiares. Mi castellano se enriqueció con vocablos inusuales que, tras minuciosas búsquedas, yo extraía, como un minero, de los diccionarios. Tardé en desprenderme de neologismos de vida fugaz y arcaísmos enterrados en las profundidades del idioma castellano que exhumé, utilicé y luego abandoné cuando descubrí que habían muerto con quienes lo hablaron.

A menudo me instalaba en la biblioteca de mi barrio para leer los libros que me interesaban y que por falta de dinero no podía comprar. Una tarde busqué en el diccionario el significado de la palabra “estelares” y cuando supe que se originaba en la misma raíz que estrella y equivalía a “excepcional” o “importante”, decidí leer ese libro donde Stefan Zweig relata doce historias que acaecen en diversas épocas, pero trascienden a su tiempo y generan cambios sustanciales en la historia de la humanidad.

Existen momentos estelares en la historia de la humanidad y también en la historia de cada individuo. Viví un momento estelar cuando imaginé que había llegado a las puertas del paraíso sin entender que estaba metido en un aterrador nido de víboras.

En esa época yo tenía dieciséis años y me recuerdo algo petulante, intelectualmente inquieto, interesado en la literatura y sobre todo en la política. Me apasionaban los acontecimientos diarios de la guerra y admiraba a la Unión Soviética y al camarada Stalin, el gran líder de los pueblos, el sabio salvador de la humanidad, el nieto del socialismo científico. Yo era locuaz, algo fantasioso, demasiado temerario y de reacciones incontroladas, muy descreído de las verdades ajenas e incondicional de mis propias certezas. Me creía superior a la media de mi edad, pero en mi vida sobraban las angustias y las inseguridades. Un típico adolescente bienintencionado, dueño de un arsenal de dogmas inamovibles e inmune a las dudas, es decir un ineludible candidato al fracaso y a las frustraciones.

Mi lenguaje nunca fue espontáneo, como lo es el materno. Lo había aprendido de otros, lo había trabajado para enriquecerlo y para exponer mis convicciones que siempre fueron auténticas, pero a menudo equivocadas, aunque lo entendí muchos años más tarde.

Tal vez ahora, cuando relato esta historia, se infiltran algunos pensamientos míos, los de un hombre adulto, en la lengua de aquel adolescente que subyace con cierta compasión en mi memoria porque nunca fue demasiado feliz.

Vuelvo al pasado: este es el relato del momento estelar de mi adolescencia que marcó mi vida y mi derrotero.

El mes de diciembre de 1941 fue horrible para el mundo en guerra y en especial para los países democráticos. La Alemania nazi había conquistado gran parte de Europa, el norte de África y, tras invadir la Unión Soviética, en pocas semanas sus tropas llegaron hasta las puertas de Moscú y Leningrado. Japón atacó sorpresivamente a Estados Unidos en el Pacífico y en horas destrozó la potencia naval de su sorprendida víctima.

Muchos políticos y militares argentinos estaban convencidos de que Hitler iba a ganar la guerra y dominar el mundo y se preparaban para ese momento. Yo vivía pendiente de cada batalla, de cada avance y retroceso, y también de nuestros miedos. Si Hitler ganaba la guerra (y los nazis argentinos ya se anticipaban a celebrarlo) ¿qué sería de nosotros, los judíos?

Los dos grandes estrategas de nuestra casa, mi padre y yo, estábamos convencidos de nuestra victoria. Para Stalin la guerra entre el Eje (Alemania y sus socios) y los Aliados (Francia e Inglaterra) había sido un conflicto ente “Estados capitalistas”, pero al invadir Hitler la Unión Soviética se convirtió, repentinamente, en una guerra en defensa de la “Madre Patria rusa” y “de la democracia y la libertad”.

De ese lado estábamos nosotros.

Mi familia había llegado a la Argentina a principios de 1930 invitados por un pariente lejano sin otros bienes que la esperanza y las ganas de trabajar. Mi padre fue el sastre más conocido de mi pueblo natal simplemente porque era el único y porque sus trajes eran atípicos y fácilmente identificables por sus asimetrías involuntarias. En realidad, su principal oficio consistía en rehabilitar ropa usada porque muy pocos disponían de dinero para comprar un traje nuevo.

En Polonia había poco trabajo y éramos muy pobres.

Al llegar a Buenos Aires los cuatro nos instalamos en la habitación de un conventillo en el barrio de Villa Crespo, a diez cuadras de Canning (hoy Scalabrini Ortiz) y Corrientes, en aquella época una zona representativa del comercio textil y metáfora del ascenso social: de sastres pobres a humildes tenderos. De una habitación pasamos a tener dos y lentamente nos fuimos desplazando hacia la esquina admirada.

Durante la guerra la situación económica de mi padre mejoró; con muchos esfuerzos, y con la ayuda de mi madre, inauguraron una especie de sastrería en la calle Canning, un paso exitoso pero arriesgado, generador de problemas inéditos, especialmente financieros, que los enervaba día y noche. Mi padre no dormía, no comía, era un manojo de nervios, quejas, tensiones y malos humores. Mi madre, además de sus obligaciones en el negocio, atendía a mi hermana, una adolescente sumisa, poco agraciada y sin otros intereses que las revistas frívolas y los novelones sentimentales que escuchaba en la radio tarde y noche mientras ayudaba a mi padre.

¿Era la nuestra una familia feliz? La palabra felicidad estaba vetada, no formaba parte de nuestro vocabulario. Felices eran los “otros”. Nosotros teníamos la obligación de sufrir. Habíamos adquirido por temperamento el monopolio de los dramas y de las desgracias. Mi hermana padecía desde temprana edad algunos problemas respiratorios hasta que un médico tuvo la torpeza de utilizar la palabra aterradora, “tuberculosis”, que desencadenó una tragedia.

Cuando mis padres fueron a consultar a otro médico de la Liga Israelita contra la Tuberculosis, este redujo a dimensiones inocuas la opinión de su colega, pero aconsejó, dada la endeblez física de mi hermana, que por precaución la llevaran por un tiempo a las sierras cordobesas cuyo clima podría beneficiarla. En ese momento se inició un conflicto familiar. A mi padre le obsesionaban las finanzas de su negocio, el futuro de la familia y la salud de su hija y a mi madre, solo la salud de su hija.

Los enfrentamientos subieron de tono. Escuché frases hirientes, respuestas ofensivas, discusiones estrafalarias. Hasta se produjo una especie de cónclave en el que intervinieron algunos coterráneos amigos de mis padres, inmigrantes oriundos del mismo pueblo y de pueblos cercanos, quienes se involucraron en la disputa.

Tras escuchar varias opiniones mi padre tomó una decisión:

—Con la salud de mi hija no se juega: cueste lo que cueste es necesario que descanse dos semanas en la montaña y luego veremos. Pero ¿dónde? ¿En un sanatorio? ¿En el campo? ¿A quién le podemos consultar? Vivimos fuera del mundo.

Mi padre estaba abrumado. Aunque yo tenía 16 años ya conocía el centro de Buenos Aires, algunas pizzerías, cines, bibliotecas y librerías y para mí las respuestas a las dudas de mi padre eran sencillas. Intervine:

—Primero debemos averiguar adónde ir. Una vez que lo sepamos yo me voy a encargar del resto.

En diez días resolví el problema. El 31 de enero de 1942 íbamos a viajar a Río Ceballos, Córdoba, para alojarnos en la “Pensión Don José” donde teníamos garantizados, además de una habitación para tres, desayuno, almuerzo, merienda y cena. Yo había decidido acompañarlas. El azar me ayudó. A veces me ganaba unos pesos en una imprenta cercana pero un obrero pidió licencia y yo pude reemplazarlo algunas semanas porque había terminado el año escolar. Aprendí a manejar la linotipia y a redactar e imprimir folletos. El olor a tinta me embriagaba, pero aún más el dinero que había ganado para pagar mis vacaciones.

A mi madre y a mi hermana les alegró que las acompañara porque se sentían más seguras con mi presencia. Me encontraba frente a una grandiosa aventura: iba a sorprenderme con ciudades desconocidas, atravesar en tren medio país, conocer gente interesante. ¿Qué más podía desear a mi edad?

El mundo estaba en llamas, los asesinos avanzaban victoriosos en todos los frentes, la muerte de millones sonaba en los oídos como una rutina que no sorprendía a nadie y yo, a las puertas de la hecatombe, fantaseaba con disfrutar mis primeras vacaciones sin preconceptos, ni límites, ni falsos pudores. Necesitaba vivir un momento estelar, una gran aventura apasionante e inolvidable.

La aventura me deparó algunas sorpresas.

III

GÉNESIS

(1 de febrero, 1942)

—Me llaman Travin —contesté remedando al cronista que sobrevivió a la furia de Moby Dick, la ballena blanca. Don José había preguntado amablemente:

—Y, usted, señorito, ¿cómo se llama?

Me apresuré en responderle para evitar que mi madre me lapidara con un apresurado Moishele. No tuve la intención de mentir, pero tampoco quise revelar mi verdadero nombre. No era el momento. Me definí por pasivo, como el personaje de Melville: “Llamadme Ismael”. Llamadme Travin, dije para evitar malentendidos.

—Travin. Qué nombre tan extraño. ¿De dónde procede? —preguntó un intrigado Don José.

—Del norte de Europa.

—Yo nací en las antípodas, en el Mediterráneo. —Se apresuró a informarme el dueño de la pensión, un personaje propenso a la autobiografía, supuse—. Soy descendiente de andaluces y sicilianos.

—Una combinación explosiva— comenté sonriendo.

—Gente muy apasionada —respondió Don José—. Somos europeos y deberíamos llevarnos muy bien, pero ya lo ve, estamos a las patadas, pero no aquí. Aunque provenimos de diversas regiones, en esta casa impera la armonía.

Y abriendo los brazos, como si estuviera en el centro del escenario, con forzada solemnidad anunció con un leve acento andaluz:

—Bienvenidos a la Pensión Don José, vuestra casa.

Don José portaba la sonrisa asimétrica de Gardel, el fino bigote de Clark Gable, la profunda mirada de Rodolfo Valentino y un peinado con raya al medio, rígido, pegado al cuero cabelludo con una inconmensurable carga de gomina. Supongo que se consideraba un anfitrión irresistible. Me daba la impresión de que era muy simpático.

Habíamos llegado a la pensión cerca del mediodía tras una noche de padecimientos en un tren en el que se confabulaban, además del polvo que penetraba por las ventanas, el calor y unos asientos inhumanos. Decidí acostarme en el piso y fui el único que pudo dormir. Me desperté al amanecer para contemplar el campo y solo descubrí la miseria de las poblaciones cercanas a la capital cordobesa, con sus niños zaparrastrosos que mendigaban a lo largo de la vía. Tuve un arrebato de compasión y de tristeza que se esfumó a medida que el ómnibus, que nos conducía desde la estación ferroviaria cordobesa, se aproximaba a Río Ceballos. Un paisaje de colinas y riachos, ranchos primitivos y pueblos limpios comenzaron a fascinarme.

Al llegar a Río Ceballos y tras bajar del autobús, el aire me sorprendió con su atrapante olor a frío, a nieve, a intimidad y cercanía. Era el olor de los inviernos de mi pueblo natal. Me estremecí de emoción. Estábamos en febrero, en pleno verano y me regalaron un milagro.

Tuvimos que caminar hasta la pensión —que estaba situada cerca de la calle principal pero lejos de la estación— cargando nuestro equipaje, pero cuando nos topamos con el cartel “Don José - Pensión para familias y restaurante” la alegría se sumó a la fascinación: desde la calle un enorme jardín precedía al edificio que a nuestros ojos parecía un palacio.

Apenas nos descubrieron, dos servidores se apoderaron de nuestras valijas y cuando nos acercamos a la puerta apareció Don José para regalarnos su sonrisa de bienvenida.

—A veces tenemos dificultades con los apellidos extranjeros. Es normal que usemos nuestros nombres, si ustedes lo permiten. Yo soy Don José, para servirles. ¿Cómo se llama la señora?

La Reisele original de Polonia se había convertido en Rosa en el barrio de Villa Crespo y la Iente que avergonzaba a mi hermana, en Juanita. En cuanto a mí ya saben cómo quería que me llamaran. Así que Doña Rosa, la señorita Juanita y el señorito Travin entraron deslumbrados a la habitación que les asignaron: dos ventanas que daban al jardín, un baño aireado por una enorme claraboya que permitía ver el cielo, dos camas, una doble, donde dormirían mi madre y mi hermana, y una para mí, armarios amplios que olían a lavanda, un sillón, dos mesitas de luz, una alfombra y muchas lámparas.

Nos sobraba luz. Habíamos entrado al territorio de la felicidad.

Tras ordenar el contenido de las valijas, asearnos y vestirnos como correspondía, nos fuimos a almorzar.

El comedor estaba repleto y las mesas, cercanas las unas a las otras. Podíamos escuchar las conversaciones de nuestros vecinos y ellos, si lo deseaban, también las nuestras. El mozo que nos atendía, un cordobés encantador, nos comentó que algunos comensales no eran huéspedes de la pensión: venían a almorzar o a cenar porque la comida era sabrosa y barata. La gente de alcurnia —agregó— se reunía en el hotel Los Sauces, un sitio para privilegiados de buen vivir. En el pueblo se había inaugurado una galería comercial que contaba con muchas tiendas y entretenimientos, entre ellos una pista de patinaje, mesas de ping-pong, alquiler de bicicletas y una pista de baile. Según el mozo se trataba de un lugar extraordinario donde los jóvenes se reunían para conocerse y divertirse. Mientras nos informaba sobre las tentadoras atracciones que ofrecía el pueblo, comenzó a servir una sopa como primer plato. Nos pareció una sopa deliciosa, aunque no podía compararse con el sabor del plato principal, un estofado de carne, ni con el exquisito flan casero con dulce de leche que devoramos como postre. Desde el inicio del almuerzo nos llegó una grata sorpresa. El propio Don José fue el portador.

—La casa invita —dijo, mientras descorchaba una botella de vino y me servía a mí, y solo a mí, una cantidad mezquina.

No entendía el significado de esa dimensión homeopática porque jamás había almorzado en un restorán ni probado una gota de alcohol. Pero allí estaba Don José, impaciente, esperando mi veredicto. Me dejé guiar por el instinto y tragué de un golpe el minúsculo contenido, como hacían los polacos cuando bebían vodka.

—Muy bueno —dije por amabilidad.

—Veo que el señorito sabe catar un buen vino. Ahora vamos a servir a la señora Rosa y a la señorita Juanita.

Cada vez que escuchaba la palabra señorito comenzaba a sentir náuseas.

—Travin, por favor, Don José, nada de señorito. Me llaman Travin.

Don José me sonrió:

—Travin, perfecto.Travin.

Mi madre y mi hermana me miraron sorprendidas, pero les distrajo la forma en que Don José escanciaba el vino. Estaba preocupado porque me habían servido poco, pero al terminar de llenar las copas de ambas, Don José me demostró su generosidad.

—Tenemos la tradición de brindar con los recién venidos —explicó Don José, mientras sacaba de no sé dónde una copa que llenó de inmediato hasta la mitad, como las nuestras.

—Por un feliz y plácido veraneo —dijo entre solemne y melifluo.

Chocamos las copas y bebimos un trago. Don José agotó la suya.

Me pregunté cuántos huéspedes llegaron esa mañana y si Don José los recibía a todos con una copa de vino.

Los ojos de mi madre y los de mi hermana adquirieron un brillo diferente que luego se transformó en somnolencia. No volvieron a tocar la botella que quedó sobre la mesa. Bebí dos copas. Además de un leve mareo, sentí que el mundo me reservaba sorpresas maravillosas y yo estaba dispuesto a recibirlas.

Disfrutamos la comida en silencio, pero de vez en cuando nos hacíamos guiños para compartir nuestra satisfacción. Me dediqué a observar a nuestros vecinos: la mayoría masticaba con vehemencia y conversaba sobre temas comunes. Yo estaba a kilómetros de las personas con las que compartía la misma mesa.

Me llamó la atención una pareja que comía en silencio. Cada uno tenía la mirada fija puesta en su plato ignorando la existencia del otro. Ambos vestían con elegancia.

Don José circulaba por el comedor con gran éxito: sus comentarios despertaban risas y alegría. Al mirarlo me pregunté cómo podía dormir con su agarrotada cabellera o si era nocturnalmente desmontable y de día imprescindible para ocultar su calvicie. Me pareció que acababa de descubrir un gran secreto de Don José. ¿Cuántos más guardaba en este sitio donde, sin duda, los había?

A mis espaldas dos hombres charlaban en voz alta porque la acústica del comedor multiplicaba los sonidos pero, intermitentemente, por una brecha circunstancial, me llegaban frases o palabras que despertaron mi curiosidad.

La voz de uno era aguda, penetraba como una flecha en el oído y estaba cargado de una vehemencia irritante. La del otro era más mesurada y me resultaba atractiva por su cadenciosa tonada cordobesa.

Estaban sentados a mis espaldas y me llegaban trozos de su conversación que comenzó a interesarme porque discutían sobre la guerra.

Yo conjeturaba que el de la voz aguda era obeso, bajo de estatura, calvo y bigotudo, mientras que la voz calma pertenecía a un hombre elegante, alto, de modales finos y cultura superior. A medida que los comensales terminaban de almorzar y partían hacia sus habitaciones para hacer la siesta —como mi fatigada madre y mi somnolienta hermana— el comedor se iba vaciando y el silencio comenzó a imponerse.

Mis vecinos dialoguistas pidieron al mozo que les trajera café y aproveché la circunstancia para darme vuelta, verlos por un instante y pedir lo mismo. Descubrí que mis intuiciones habían fracasado: ambos eran delgados, elegantes, usaban bigotes y el de la voz calma comenzaba a padecer una incipiente alopecia. Un silencio circunstancial me permitió escuchar algunos fragmentos del diálogo. El de la voz aguda decía:

—Mirá, hermano, la guerra la tienen ganada los alemanes. Solo faltan algunas batallas para que los rusos se rindan. Este ciclo terminará a comienzos del verano europeo. Los ingleses no aguantan más y a los yanquis los japoneses los engancharon por error, pero lo van a aprovechar para hacer negocios, enriquecerse y firmar la paz de inmediato. El tema es otro: ¿qué nos conviene a nosotros, los argentinos?

El de la voz mesurada respondió:

—No te apresures, porque esas “algunas batallas” no serán tan fáciles. Es cierto que con la guerra los yanquis van a hacer negocios, el primero: venderle más armas a los ingleses y a los rusos. Lo que nos conviene a los argentinos es que gane la democracia.

El de la voz aguda la potenció aún más:

—¿Para que seamos tributarios de los ingleses? No, gracias. Quiero que vengan los alemanes y nos enseñen a trabajar en orden, a ser disciplinados, a madurar nuestra conciencia nacional y crear un estado poderoso. No me interesa la falsa libertad de las falsas democracias. Aquí necesitamos rigor, disciplina y menos vagancia. No. No estoy equivocado. Necesitamos orden.

—¿Un nuevo orden, como el de Hitler?

El de la voz aguda bajó algunos decibeles para evitar que se escuchara su respuesta.

Las últimas palabras que pude oír fueron:

—¿Por qué no? Unos años de disciplina nos vendrían bien. Necesitamos un cambio. La semana pasada me dijo el General que el presidente Ortiz está más enfermo de lo que trasciende y que su renuncia indeclinable es inminente, lo que significa que ha llegado nuestra hora. Te ofrezco la posibilidad…

Pero el resto de la frase fue dicha en voz tan baja que, pese a mis esfuerzos, sus palabras se perdieron.

El diálogo me impresionaba, pero decidí que había llegado el momento de levantarme para no despertar sospechas, aunque nadie me prestaba atención. Les lancé una última mirada y, a imitación de unos vecinos, repetí un “buen provecho” convencional. El de la voz calma levantó la mirada y lo agradeció con un “muchas gracias” tan convencional como el mío.

Yo vivía con pasión las vicisitudes institucionales del país: un presidente bienintencionado, pero enfermo y casi ciego, estaba asediado por una derecha implacable. Su sucesor, el doctor Ramón S. Castillo, actual presidente en ejercicio, iba a enterrar un proyecto político renovador. Las malas prácticas y el fraude estarían asegurados. ¿Quién era el General que anunciaba una renuncia inminente? ¿Quién era el hombre de la voz aguda que hacía un ofrecimiento, seguramente de contenido político, al hombre de la voz calma? Las opiniones del hombre de la voz aguda me preocupaban. ¿Los nazis argentinos preparaban un golpe de Estado? Me di cuenta que mis vacaciones podrían ser apasionantes si se me daba la ocasión o yo tenía la habilidad de encontrarla. Por ahora quería disfrutar una prolongada siesta cordobesa. Me fui a mi cama. En la otra mi madre y mi hermana dormían plácidamente.

Al cerrar los ojos reconstruí el diálogo que me esforcé en escuchar y la palabra “nazis” fue la última que retuve antes de quedarme dormido.

Así comenzó mi primer día de vacaciones.