Título original: The Bear and the Nightingale

© 2017 by Katherine Arden

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© de la traducción: Maia Figueroa, 2019

© de los detalles y las guardas: KittyVector, antuanetto (Shutterstock)

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

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Primera edición en Nocturna: enero de 2020

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-40-1

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A mi madre, con amor

A la orilla del mar hay un roble verde

y alrededor del tronco, una cadena de oro.

Día y noche un gato erudito

da vueltas y vueltas encadenado.

Cuando va hacia la derecha, canta una canción;

cuando va hacia la izquierda, cuenta un cuento.

ALEKSANDR PUSHKIN:

Ruslán y Ludmila

EL OSO Y EL RUISEÑOR

UNO

EL REY DEL INVIERNO

Estaba el invierno muy avanzado en la Rus 1 del norte y el aire, cargado de una humedad taciturna que no era lluvia ni nieve. El paisaje luminoso de febrero había cedido ante el gris monótono de marzo, y en casa de Piotr Vladímirovich a todos les moqueaba la nariz por la humedad y estaban flacos por las seis semanas que llevaban alimentándose tan sólo con pan negro y col fermentada. Sin embargo, nadie se acordaba de los sabañones ni de sus narices, ni siquiera pensaban con anhelo en gachas de avena ni en carne asada, pues Dunia estaba a punto de contarles un cuento.

Esa velada, la anciana se había sentado en el mejor lugar para dirigirse a todos: el banco de madera que había junto al horno de la cocina. Aquel horno era una construcción enorme de arcilla cocida, más alto que un hombre y tan grande que los cuatro hijos de Piotr Vladímirovich habrían cabido dentro con holgura. El techo llano servía como plataforma donde dormir, mientras que las entrañas servían para cocinar la comida, calentar la cocina y preparar baños de vapor para los enfermos.

—¿Qué cuento queréis esta noche? —preguntó Dunia.

Gozaba del calor del horno a su espalda mientras delante de ella los hijos de Piotr ocupaban varios taburetes. A todos les encantaban las historias; incluso al segundo, Sasha, que era muy consciente de su devoción. De habérselo preguntado, habría insistido en que prefería pasar la velada rezando. No obstante, en la iglesia hacía frío y fuera caía aguanieve con insistencia. Sasha había asomado la cabeza al exterior y, con la cara empapada, se había dado por vencido y retirado a un taburete algo apartado del resto, desde donde contemplaba la escena afectando indiferencia pía.

Los demás clamaron ante la pregunta de Dunia:

—¡El halcón Finist!

—¡Iván y el lobo gris!

—¡El pájaro de fuego! ¡El pájaro de fuego!

El pequeño Aliosha se puso de pie en su asiento y agitó los brazos para que Dunia lo oyera por encima de las voces de sus hermanos, y, ante tanto escándalo, el dogo de Piotr levantó su enorme cabeza surcada de cicatrices.

Antes de que Dunia pudiera contestar, la puerta de entrada se abrió de golpe y se oyó el rugido de la tormenta. Una mujer apareció bajo el dintel y se sacudió el agua de la larga melena. Le relucía la cara del frío, pero estaba aún más delgada que sus hijos; el fuego arrojaba sombras sobre sus mejillas macilentas, sobre su garganta y sus sienes. Sus ojos hundidos reflejaban el resplandor de la chimenea. Se agachó y cogió a Aliosha en brazos.

El niño dio un grito de alegría.

—¡Mamá! —chilló—. ¡Mátushka!

Marina Ivánovna se sentó en un taburete y lo acercó a las llamas. Aliosha, aún entre sus brazos, se aferró a su trenza con ambas manos. Marina temblaba, pero llevaba tanta ropa de abrigo que no era evidente.

—Rezo por que esa oveja desdichada pueda parir esta noche —dijo ella—. Si no, temo que no volvamos a ver a vuestro padre. ¿Estás contando cuentos, Dunia?

—Si consigo que se callen —respondió la anciana con aspereza.

También había sido el aya de Marina, mucho tiempo antes.

—Pues yo también quiero —contestó ella al instante.

Hablaba con tono alegre, pero con los ojos oscurecidos. Dunia le clavó la mirada mientras el viento sollozaba fuera.

—Cuenta el del rey del invierno, Duniashka. Háblanos del demonio del hielo, Karachún. Esta noche ronda por ahí fuera y está rabioso por el deshielo.

Dunia vaciló. Los tres hijos mayores se miraron. El nombre ruso del rey del invierno era Morozko, el demonio invernal. Pero tiempo atrás, lo llamaban Karachún, dios de la muerte. Con ese nombre reinaba en lo más negro del solsticio de invierno y acudía a matar de frío a los niños que se portaban mal. Era una palabra funesta y pronunciarla cuando la tierra aún estaba bajo su dominio traía mala suerte. Marina sujetaba a su hijo con tal fuerza que Aliosha se revolvió y le tiró de la trenza.

—De acuerdo —contestó Dunia tras dudarlo un momento—, os contaré la historia de Morozko, de su bondad y su crueldad.

Había pronunciado ese nombre con cierto énfasis, el nombre seguro que no les traería mala fortuna. Marina esbozó una sonrisa sarcástica y se desenredó las manos de su hijo del pelo. Nadie protestó, a pesar de que el cuento era antiguo y ya lo habían escuchado muchas veces. La narración intensa y precisa de Dunia nunca dejaba de deleitarles.

—En cierto principado… —empezó Dunia antes de hacer una pausa para mirar a Aliosha con reprobación, pues el niño chillaba como un murciélago y daba saltos en brazos de su madre.

—Chitón —dijo Marina, y le dio la punta de la trenza para que jugase con ella.

—En cierto principado —repitió la anciana con dignidad—, vivía un campesino cuya hija era muy bella.

—¿Cómo se llamaba? —balbuceó Aliosha, que tenía la edad suficiente para poner a prueba la autenticidad de los cuentos pidiendo detalles precisos.

—Se llamaba Marfa —respondió la anciana—. La pequeña Marfa. Era hermosa como la luz de junio, valiente y de buen corazón. Pero no tenía madre, pues había muerto cuando ella era pequeña. Y aunque su padre se había casado de nuevo, Marfa continuaba igual de huérfana. Dicen que su madrastra era una mujer muy hermosa, que preparaba tartas deliciosas, tejía telas excelentes y fermentaba un buen kvas, pero el suyo era un corazón frío y cruel. Odiaba a la niña por su belleza y su bondad, y favorecía en todo a su propia hija, que era fea y holgazana. Primero intentó afear a Marfa obligándola a hacer las tareas más duras de la casa para que se le torcieran las manos, se le encorvase la espalda y se le surcara el rostro de arrugas. Pero Marfa era fuerte y tal vez poseyese algo de magia, pues cumplía sus tareas sin rechistar y con el paso de los años se volvió cada vez más encantadora.

»Al final, la madrastra —añadió Dunia al ver a Aliosha boquiabierto—, que se llamaba Daria Nikoláyevna, se dio cuenta de que no conseguiría volver a Marfa fea ni ruda, y buscó la manera de deshacerse de la chica para siempre. Cuando se acercaba el solsticio de invierno, Daria le anunció a su marido: «Marido, creo que ha llegado la hora de que Marfa se case».

»Marfa, que estaba en la isba haciendo tortas, miró a su madrastra con asombro y alegría, porque la mujer nunca se había interesado por ella salvo para criticarla. Mas la alegría enseguida se volvió consternación. «Tengo el marido perfecto para ella. Súbela al trineo y mándala al bosque. La casaremos con Morozko, el señor del invierno. ¿Puede una doncella pedir un novio mejor o más rico? ¡Es el señor de la nieve blanca, de los abetos negros y de la escarcha del bosque!».

»El padre, que se llamaba Borís Borísovich, la miró horrorizado. Al fin y al cabo, Borís quería a su hija y el abrazo frío del dios del invierno no es para las doncellas mortales. Pero quizá Daria también poseyese algo de magia, porque su marido era incapaz de negarle nada. Con lágrimas en los ojos, montó a su hija en el trineo, la adentró en el bosque y la dejó a los pies de un abeto.

»Durante mucho tiempo, la joven estuvo sentada a solas, temblando mientras el frío se encrudecía. Al final, oyó un gran repiqueteo y el crujido de la madera, y al levantar la vista vio al mismo rey del invierno, que se acercaba chasqueando los dedos y dando saltos entre los árboles.

—Pero ¿qué aspecto tenía? —exigió saber Olga.

Dunia se encogió de hombros.

—En cuanto a eso, no hay dos que lo cuenten igual: unos dicen que no es más que una brisa fría e intensa que susurra entre los abetos. Otros, que es un viejo de ojos brillantes y manos frías que viaja en trineo. Otros, en cambio, dicen que es un guerrero en la flor de la vida, ataviado con una túnica blanca y armado con hielo. Nadie lo sabe. Pero mientras estaba allí sentada, algo se acercó a Marfa. Una corriente helada le sopló en la cara y sintió más frío que nunca. Entonces el rey le habló con la voz del viento invernal y de la caída de la nieve: «¿Estás a gusto, bella mía?».

»Marfa era una joven muy educada que soportaba las dificultades con resignación, así que contestó: «Muy a gusto. Muchas gracias, mi señor del invierno». Ante aquella contestación, el demonio se echó a reír y, con ello, el viento arreció aún con más fuerza. Las ramas de las copas de los árboles crujieron en lo alto. «¿Y ahora —preguntó Moroz-ko—, estás calentita, mi bien?». A pesar de que el frío casi le impedía hablar, Marfa contestó: «Mucho, muy calentita, gracias». Se había desatado una tormenta enfurecida, y el viento aulló e hizo rechinar los dientes hasta que la pobre Marfa pensó que le arrancaría la piel de los mismos huesos. Pero el rey del invierno había dejado de reírse y, cuando le preguntó por tercera vez si tenía calor, ella se obligó a mover los labios congelados para contestar: «Sí…, estoy bien. No tengo frío, mi señor del invierno» a pesar de que unos puntos negros le nublaban la vista.

»Entonces, a él lo embargó la admiración por su valentía y se apiadó de ella. La envolvió en sus vestiduras de brocado azul y la acostó en su trineo. Cuando salieron del bosque y la dejó ante la puerta de su casa, Marfa aún se abrigaba con la magnífica capa y también llevaba un cofre de piedras preciosas y ornamentos de oro y de plata. Su padre lloró de alegría al verla de nuevo, pero Daria y su hija enfurecieron por verla tan radiante y bien vestida, dueña de una fortuna. Así que Daria se dirigió a su marido: «¡Rápido, marido! Lleva a mi hija Liza. ¡Los regalos que le ha hecho el rey del invierno no son nada en comparación con lo que le dará a mi niña!».

»Aunque en el fondo Borís no estaba de acuerdo con tanto sinsentido, montó en el trineo a su hija Liza, que iba ataviada con su mejor vestido y abrigada con un grueso abrigo de piel. La llevó al bosque y la dejó sentada a los pies del mismo abeto. Liza aguardó un buen rato y empezaba a tener mucho frío a pesar de las pieles cuando, al fin, el rey del invierno apareció entre los árboles, chasqueando los dedos y riéndose para sus adentros. Se acercó danzando hasta Liza y le echó el aliento a la cara, y su aliento era el viento del norte que congela la piel y la pega a los huesos. Sonrió y dijo: «¿Estás a gusto, querida?». Liza respondió temblando: «¡Claro que no, necio! ¿Es que no ves que estoy medio muerta de frío?».

»El viento sopló más fuerte que nunca y las ráfagas vertiginosas aullaban a su alrededor. Por encima de aquel estruendo, le preguntó: «¿Y ahora, estás más calentita?». «¡Claro que no, idiota! —chilló la chica—. ¡Estoy helada! ¡En la vida había pasado tanto frío! Estoy esperando al rey del invierno para casarme con él, pero el zoquete no se ha presentado». Al oír eso, la mirada del señor del invierno se volvió adamantina, le tocó la garganta con los dedos, se acercó y le susurró al oído: «¿Y ahora, mi palomita?». Sin embargo, la chica no pudo contestar, pues había muerto en el acto y estaba tendida y congelada en la nieve.

»En casa, Daria esperaba recorriendo la estancia de arriba abajo. «Dos cofres de oro por lo menos», decía frotándose las manos. «Un vestido de novia de terciopelo de seda y mantas de la mejor lana». Su marido no decía nada. Las sombras empezaron a alargarse, y la hija no aparecía. Al final, Daria envió a su marido a buscar a la joven, no sin antes advertirle que tuviera cuidado con los cofres del tesoro. Pero, cuando Borís llegó al árbol donde había dejado a su hija esa mañana, no había tesoro alguno: sólo la chica, muerta sobre la nieve.

»Con un gran pesar en el corazón, la cogió entre sus brazos y la devolvió a casa. La madre corrió a recibirlos: «¡Liza! —exclamó—. ¡Querida mía!».

»Entonces vio el cadáver de la niña, acurrucado en el fondo del trineo. En ese instante, el dedo del señor del invierno alcanzó también el corazón de Daria, y ella cayó fulminada.

Se produjo un silencio breve y agradecido, hasta que Olga lo interrumpió con tono lloroso:

—Pero ¿qué le ocurrió a Marfa? ¿Se casó con él, con el rey del invierno?

—Qué abrazo tan frío… —musitó Kolia para nadie en particular con una sonrisa amplia.

Dunia le clavó una mirada severa, pero no se dignó a responder.

—Pues no, Olia —le dijo a la niña—, no lo creo. ¿De qué le sirve al invierno una doncella mortal? Lo más probable es que ella se casase con un campesino rico y aportase la mayor dote de toda la Rus.

Olga parecía dispuesta a protestar por aquel final tan poco romántico, pero ya se oía el crujir de los huesos de Dunia, que se levantaba con ganas de retirarse. El techo del horno era grande como una cama amplia y allí dormían los pequeños y los enfermos. Dunia se acostó arriba con Aliosha.

Los demás besaron a su madre y desaparecieron. Marina se levantó la última de su asiento. A pesar de la ropa de invierno, Dunia vio lo delgada que se había quedado y eso fue un duro golpe para el corazón de la anciana. «Pronto llegará la primavera —se consoló para sus adentros—. El bosque se volverá verde y las bestias darán leche nutritiva. Le haré pastel y huevos y requesón y faisán, y el sol le dará fuerzas».

Pero, al verle los ojos a Marina, la vieja aya tuvo una corazonada.

DOS

LA NIETA DE LA BRUJA

El cordero nació, por fin, sucio y cenceño, negro como un árbol muerto bajo la lluvia. La oveja empezó a lamer al pequeño con urgencia y, poco después, la criatura diminuta se levantó y se tambaleó sobre sus minúsculas pezuñas.

—Molodets —le dijo Piotr Vladímirovich a la oveja, y se puso en pie. Al enderezarse, su espalda protestó—. Aunque podrías haber escogido mejor noche.

Fuera, el viento hizo rechinar los dientes y la oveja agitó la cola como si nada. Piotr esbozó una sonrisa amplia y los dejó. Era un macho sano y fuerte, nacido entre las fauces de una ventisca tardía: un buen presagio.

Piotr Vladímirovich era un gran señor: un boyardo que contaba con tierras fértiles y muchos hombres que obedecían sus órdenes. Y si pasaba las noches ayudando a parir al ganado era porque él así lo quería. Estaba presente siempre que una nueva criatura hacía crecer sus rebaños y, a menudo, las sacaba él mismo con las manos ensangrentadas.

Había dejado de caer aguanieve y la noche despejaba, y cuando Piotr cerró la puerta del establo, algunas estrellas valientes asomaban entre las nubes. A pesar del aguanieve, la casa estaba prácticamente sepultada bajo las nevadas de casi todo un invierno. Sólo escapaban el tejado inclinado, las chimeneas y la entrada a la vivienda, que los hombres de la hacienda se afanaban por mantener despejada.

La parte de la vivienda que usaban en verano tenía ventanas amplias y una chimenea abierta, pero esa ala se cerraba al llegar el invierno y ahora se veía desierta, enterrada bajo la nieve y sellada con escarcha. El ala invernal contaba con hornos enormes y ventanas pequeñas colocadas en lo alto. De las chimeneas escapaba un hilillo constante de humo y, con las primeras heladas negras, Piotr colocaba bloques de hielo en los marcos de madera de las ventanas para impedir el paso del frío, pero no de la luz. En ese momento, el fuego del dormitorio de su esposa arrojaba un rayo de luz trémula sobre la nieve.

Pensó en ella y se apresuró. Marina se alegraría por el cordero.

Entre los edificios había pasadizos que estaban cubiertos y entarimados con tablones de madera para resguardarse de la lluvia, la nieve y el barro. Pero ese día había caído aguanieve inclinada desde el amanecer y sobre los troncos empapados se había formado una capa de hielo que ofrecía un agarre traicionero; los bancos de nieve se alzaban hasta la altura de un hombre, agujereados por las gotas de agua helada. No obstante, con las botas de fieltro y piel, Piotr caminaba con seguridad. En el calor adormecido de la cocina se detuvo para echarse agua en las manos sucias. Encima del horno, Aliosha dio media vuelta y gimió entre sueños.

El dormitorio de su esposa era pequeño como deferencia al hielo, pero estaba bien iluminado y, según el estándar del norte, era lujoso. Las paredes de madera estaban cubiertas con tapices y la hermosa alfombra —parte de la dote de Marina— había llegado hasta allí por carreteras largas y serpenteantes, ni más ni menos que desde Tsargrad. Los taburetes de madera estaban adornados con tallas fabulosas y había varios montones mullidos de mantas hechas con pieles de lobo y de conejo.

La estufa del rincón arrojaba un resplandor ardiente. Marina no se había acostado, sino que se peinaba la melena sentada junto al fuego, arropada con una túnica de lana blanca. Aun después de haber dado a luz a cuatro hijos, tenía una cabellera gruesa y oscura que le llegaba casi hasta las rodillas. En aquella luz indulgente, recordaba mucho a la novia que Piotr había llevado a la casa tanto tiempo atrás.

—¿Ya está? —preguntó Marina.

Dejó el peine a un lado y empezó a trenzarse el pelo sin apartar la mirada de la estufa.

—Sí —contestó Piotr, distraído, mientras se quitaba el caftán al calor agradecido—. Un macho hermoso. Y su madre también está bien; es buena señal.

Marina sonrió.

—Me alegro, porque nos hará falta. Estoy encinta.

Piotr la miró con la camisa a medio quitar. Abrió la boca y la cerró. Era posible, sin duda. No obstante, ella era demasiado mayor para algo así y ese verano había adelgazado mucho.

—¿Otro? —preguntó.

Se irguió y dejó la camisa a un lado. Marina le adivinó el miedo en la voz y le vino una sonrisa a los labios. Se ató el extremo de la trenza con un cordón de cuero antes de responder.

—Sí —dijo, y se echó la trenza por encima del hombro—. Una niña. Nacerá en otoño.

—Pero Marina…

Su esposa escuchó la pregunta silente.

—Quería tenerla. Y aún quiero. Una hija como era mi madre —añadió en voz más baja.

Piotr frunció el ceño: Marina nunca hablaba de su madre, y Dunia, que ya había vivido con ella en Moscú, sólo la mencionaba de vez en cuando.

Cuentan las historias que, durante el reino de Iván I, una joven harapienta cruzó las puertas del kremlin acompañada tan sólo de un caballo alto y gris. A pesar de estar sucia, hambrienta y agotada, los rumores se extendieron como la pólvora. La gente decía que tenía una gran elegancia y ojos como los de la doncella cisne de los cuentos de hadas. Al final, los rumores llegaron a oídos del gran príncipe.

—Traédmela —ordenó Iván con una leve sonrisa—. Nunca he visto a una doncella cisne.

Iván Kalitá era un príncipe duro, frío, astuto, avaro y corroído por la ambición. No habría sobrevivido de otro modo, pues Moscú aniquilaba pronto a sus príncipes. Con todo, más tarde los boyardos afirmaban que, cuando Iván conoció a la joven, permaneció inmóvil durante diez minutos. Los más fantasiosos llegaron a asegurar que, cuando se acercó a ella y le tocó la mano, tenía los ojos húmedos.

Para entonces, Iván había enviudado ya dos veces y su primogénito era mayor que su joven amante; pero, un año más tarde, se casó con la chica misteriosa. Aun así, ni siquiera el gran príncipe de Moscú podía silenciar los rumores. La princesa se negó entonces y siempre a revelar de dónde venía, y las sirvientas murmuraban que era capaz de domar animales, soñar el futuro y hacer que lloviese.

Piotr recogió la ropa de abrigo y la colgó cerca de la estufa. Era un hombre pragmático y nunca había hecho caso de los rumores; aun así, su esposa estaba muy quieta y no apartaba la mirada del fuego. Sólo las llamas se movían y le bañaban la mano y la garganta de dorado. Piotr se inquietó y se puso a caminar por la estancia.

La Rus era cristiana desde que Vladímir había bautizado a todo Kiev en el Dniéper y había hecho arrastrar a los dioses viejos por las calles. Con todo, la tierra era vasta y los cambios llevaban tiempo. Quinientos años después de la llegada de los monjes a Kiev, la Rus todavía vibraba con los poderes de lo desconocido y algunos de ellos se reflejaban en la sabia mirada de aquella princesa extraña. Eso importunaba a la Iglesia y, por insistencia del obispo, habían enviado a su única hija, Marina, a una tierra salvaje a muchos días de viaje de Moscú para casarla con un boyardo.

Piotr agradecía su buena fortuna. Su esposa era tan sabia como hermosa; la amaba, y ella a él. Pero Marina nunca hablaba de su madre y él no le preguntaba. Su hija, Olga, era una niña normal y corriente, guapa y obediente. No necesitaban otra y mucho menos una heredera de los supuestos poderes de una abuela extraña.

—¿Estás segura de que tienes suficientes fuerzas? —preguntó Piotr al fin—. Aliosha también nos sorprendió y de eso hace ya tres años.

—Sí —contestó Marina, y se volvió hacia él. Apretó el puño despacio, pero él no se fijó—. La veré nacer.

Hubo una pausa.

—Marina, tu madre era…

Ella le cogió la mano y se levantó. Piotr le rodeó la cintura con el brazo y notó que ella se tensaba.

—No lo sé —respondió Marina—. Tenía dones de los que yo carezco y recuerdo que las aristócratas de Moscú susurraban a su paso. Pero el poder es un derecho natural de las mujeres de su linaje. Olga es más hija tuya que mía, pero esta… —dijo, y levantó la mano para acunar un bebé invisible—. Esta será distinta.

Piotr estrechó a su esposa y ella se aferró a él con fiereza repentina. Notó el latido de su corazón en el pecho y el calor de su piel. Le olió la cabellera, recién lavada en los baños. «Es tarde —pensó Piotr—, ¿para qué buscar problemas?». El deber de las mujeres era tener hijos. Su esposa ya le había dado cuatro, aunque seguro que aún podía tener otro bebé. Si la criatura tenía alguna rareza, ya se ocuparían de ello en su momento.

—En ese caso, que la traigas al mundo con salud, Marina.

Su esposa le sonrió de espaldas al fuego, así que él no le vio las pestañas mojadas. Le subió la barbilla y la besó. Se le notaba el pulso en la garganta, pero debajo de la gruesa túnica estaba tan frágil y delgada como un pajarito.

—Ven a la cama —la instó él—. Mañana habrá leche: el cordero no la necesitará toda y Dunia te la puede asar. Hay que pensar en el bebé.

Marina pegó el cuerpo al de su marido, que la alzó en volandas como cuando eran novios y la hizo girar en el aire. Ella se rio y le rodeó el cuello con los brazos, pero hubo un instante en que miró más allá de Piotr, hacia el fuego, como si leyera el futuro en las llamas.

—Deshazte de ella —dijo Dunia al día siguiente—. Me da igual si llevas a una niña o a un príncipe o a un profeta de la antigüedad.

El aguanieve había regresado con el alba y fuera tronaba de nuevo. Las dos mujeres se habían apiñado junto al horno por el calor y para iluminarse mientras zurcían. Dunia clavó la aguja con particular vehemencia.

—Cuanto antes, mejor. No tienes el peso suficiente ni la fuerza para llevar un embarazo y, si por algún milagro lo consiguieras, te mataría. Ya le has dado tres hijos a tu marido y tienes una niña, ¿para qué necesitas otra?

Dunia había sido su aya en Moscú y la había seguido a casa de su marido para criar a sus cuatro hijos. Decía lo que se le antojaba.

Marina sonrió con aire de sorna.

—Qué cosas dices, Duniashka. ¿Qué diría el padre Semión?

—El padre Semión no podría morir dando a luz, ¿verdad? En cambio, tú, Marushka…

Marina contempló su labor sin decir nada, pero cuando miró los ojos entrecerrados de su aya, tenía la cara pálida como la nieve y a Dunia le pareció ver cómo le bajaba la sangre por la garganta. Le dio un escalofrío.

—¿Qué has visto, niña?

—No importa —respondió Marina.

—Deshazte de ella —insistió Dunia, casi con súplica.

—Dunia, debo tenerla: será como mi madre.

—¡Como tu madre! ¿La doncella harapienta que apareció sola y a caballo desde el bosque? ¿La que se convirtió en una sombra de sí misma porque no soportaba vivir entre tapices bizantinos? ¿Te has olvidado de la vieja gris en la que se convirtió? ¿De cómo acudía a la liturgia con velo y dando tumbos? ¿De cómo se escondía en sus aposentos a comer hasta que se convirtió en una bola grasienta de mirada perdida? Esa era tu madre. ¿Le desearías eso a una hija tuya?

La voz de Dunia se quebró como el graznido de un cuervo, pues, aunque le dolía, recordaba a la niña débil, perdida e irremediablemente hermosa que había llegado a los salones de Iván Kalitá dejando un rastro de milagros a su paso. Iván bebía los vientos por ella y la princesa había encontrado la paz a su lado, al menos durante un tiempo. Pero la alojaron con las mujeres, la vistieron con ricos brocados y le dieron iconos, sirvientes y carnes suculentas. Poco a poco, ese resplandor ardiente, esa luz que quitaba el aliento, se había ido apagando. Cuando la enterraron, hacía mucho que Dunia había llorado su pérdida.

Marina sonrió con amargura y negó con la cabeza.

—No, pero ¿te acuerdas de ella antes de todo eso? ¿Te acuerdas de las historias que me contabas?

—De nada le sirvieron la magia y los milagros —gruñó Dunia.

—Yo sólo he heredado un poco de su don —continuó Marina sin hacer caso de su aya, y Dunia conocía a su señora lo suficiente como para oír un lamento en sus palabras—. Mi hija heredará más.

—¿Y esa es razón suficiente para dejarla huérfana de madre?

Marina se miró el regazo.

—No. Sí, si es necesario —repuso con un hilo de voz—. Pero quizá yo sobreviva —añadió, y levantó la cabeza—. ¿Me das tu palabra de que cuidarás de ellos?

—Marushka, soy vieja. Puedo darte mi palabra, pero cuando muera…

—No les pasará nada. Estarán bien. Dunia, no sé leer el futuro, pero sé que la veré nacer.

Dunia se santiguó sin decir nada más.

TRES

EL MENDIGO Y EL DESCONOCIDO

Los primeros aullidos del viento de noviembre sacudían los árboles desnudos el día que Marina sintió los dolores, y el primer llanto de la niña se mezcló con su bramido. Al ver a su hija recién nacida, Marina rio.

—Se llama Vasilisa —le dijo a Piotr—, mi Vasia.

El viento remitió al amanecer y, en mitad de aquel silencio, Marina espiró una vez sin hacer ruido y murió.

El día que Piotr entregó a su esposa a la tierra con expresión pétrea, la nieve caía con la prisa de las lágrimas, y su hija chilló durante todo el funeral: un llanto demoníaco como el del viento ausente.

Durante todo ese invierno, en la casa se oyó el eco de sus lloros y más de una vez Dunia y Olga perdieron la esperanza, pues era un bebé pálido y escuálido, toda ojos, y no paraba de agitar los brazos y las piernas. Más de una vez, Kolia había amenazado medio en serio con lanzarla fuera de la casa.

Pero el invierno pasó y la niña sobrevivió. Dejó de llorar y se hizo fuerte con la leche de las campesinas.

Pasaron los años como hojas con el viento.

Un día muy parecido al que la vio llegar al mundo, en el umbral acerado del invierno, la hija de cabellera negra de Marina entró en la cocina de invierno sin hacer ruido, apoyó las manos en el borde de la chimenea y estiró el cuello para mirar. Le brillaban los ojos. Dunia estaba sacando tortas de entre las cenizas y toda la casa olía a miel.

—¿Ya están listas, Duniashka? —preguntó con la cabeza en el horno.

—Casi —respondió Dunia, y apartó a la niña antes de que le prendiera fuego el pelo—. Si esperas sin hacer ruido y remendando tu camisa, te daré una entera para ti, Vásochka.

Vasia pensó en las tortas y se sentó con resignación. En la mesa ya se enfriaba una pila; estaban tostadas y salpicadas de ceniza. Mientras miraba, a una se le rompió una esquina y Vasia vio que el interior era de un dorado veraniego. De dentro salió una voluta de vapor. Vasia tragó saliva. Le parecía que las gachas de la mañana se las había comido hacía un año.

Dunia le hizo una advertencia con la mirada, así que Vasia frunció los labios con decoro y se puso a coser. Pero el roto de la blusa era grande, el hambre apremiante y su paciencia, negligible incluso en las mejores circunstancias. Las puntadas fueron separándose cada vez más, como los huecos entre los dientes de un anciano; hasta que Vasia no pudo aguantar más. Apartó la blusa y se acercó un poco al plato humeante que estaba sobre la mesa, fuera de su alcance. Dunia, que estaba agachada frente al horno, le daba la espalda.

La niña se acercó un poco más sin hacer ningún ruido, con el sigilo de un gatito cazando saltamontes. Entonces atacó, y tres tortas desaparecieron en la manga de su camisa de lino. Dunia dio media vuelta y alcanzó a verle la cara.

—Vasia… —dijo con aire severo.

Pero ella, asustada y risueña al mismo tiempo, ya había sobrepasado el umbral de la casa y salía al día taciturno.

El tiempo ya cambiaba y los campos parduzcos permanecían cubiertos de los restos de la siega y de una fina capa de nieve. Mientras masticaba una torta de miel y sopesaba distintos escondites, Vasia atravesó el patio al trote, pasó entre las cabañas de los campesinos y salió por la puerta de la empalizada. Hacía frío, pero ni lo pensó. Había nacido rodeada de él.

Vasilisa Petrovna era una niña menuda y feúcha: delgada como un junco, de dedos largos y pies enormes. Como tenía los ojos y la boca demasiado grandes en comparación con el resto, Olga la llamaba rana sin remordimiento alguno. Pero los ojos de aquella niña eran del color del bosque durante una tormenta de verano y sus labios gruesos tenían encanto. Era sensata y lista cuando le convenía, tanto que sus familiares se miraban anonadados siempre que dejaba de lado la prudencia y se le metía otra idea descabellada en la mollera.

Junto a un campo de centeno segado, entre los restos de nieve, Vasia vio un montículo de tierra removida que no había estado así el día anterior, así que fue a investigarlo. Olió el viento mientras correteaba y supo que esa noche nevaría. Las nubes colgaban sobre los árboles como lana mojada.

Al fondo de un agujero de dimensiones respetables, había una réplica de Piotr Vladímirovich de nueve años que excavaba la tierra gélida. Vasia se acercó al borde y lo miró.

—¿Qué haces, Lioshka? —preguntó con la boca llena.

Su hermano se apoyó en la pala y levantó la cabeza con los ojos entrecerrados.

—¿A ti qué te importa?

A Aliosha Vasia le caía bastante bien, pues estaba dispuesta a todo. Pero él le sacaba casi tres años y debía mantenerla en su lugar.

—No sé —respondió Vasia sin dejar de masticar—. ¿Quieres torta?

Le ofreció la mitad de la última con cierta reticencia: era la más gorda y la que menos ceniza tenía.

—Dame —ordenó Aliosha, que soltó la pala y le tendió una mano sucia.

Pero Vasia se apartó para que no llegase.

—Dime qué haces —insistió ella.

Aliosha la miró con rabia, pero ella entornó los ojos e hizo ademán de ir a comerse la torta. Su hermano cedió.

—Es un fuerte —dijo—. Para cuando vengan los tártaros. Me esconderé aquí y los coseré a flechazos.

Vasia nunca había visto a un tártaro y no tenía una idea clara del tamaño que debía tener un fuerte para protegerse de uno de ellos. No obstante, miró el agujero con reservas.

—Pues no es muy grande.

Aliosha entornó los ojos.

—Por eso sigo excavando, conejito. Para hacerlo más grande. ¿Me das o no?

Vasia fue a estirar el brazo, pero vaciló.

—Yo también quiero cavar y disparar flechas a los tártaros.

—No puedes. No tienes arco ni pala.

Vasia torció el gesto. A Aliosha le habían regalado una navaja y un arco el día de su séptima onomástica, pero un año de súplicas no habían dado fruto y la niña seguía sin poseer ningún arma.

—Da igual —contestó—, puedo excavar con un palo, y padre ya me dará un arco.

—No te lo dará.

Sin embargo, cuando Vasia le entregó la mitad de la torta y fue a por un palo, Aliosha no se opuso. Durante unos minutos, trabajaron en silencio amistoso.

Cavar con un palo aburre enseguida por mucho que te alces a cada momento para ver si vienen los tártaros, y Vasia empezó a preguntarse si podría convencer a su hermano de dejar el fuerte para ir a trepar por los árboles cuando, de pronto, una sombra se alzó sobre ambos. Era su hermana Olga, furiosa y sin aliento, que había tenido que dejar su asiento junto al horno para descubrir por qué sus hermanos estaban eludiendo sus deberes. Los miró con desaprobación.

—Estáis hasta arriba de barro, ¿qué pensará Dunia? Nuestro padre…

Olga dejó la frase inacabada para lanzarse de repente y agarrar a Aliosha del cuello del abrigo, pues era el más torpe de los dos, justo cuando los niños intentaban huir como un par de codornices asustadas.

Vasilisa era patilarga para ser una niña y se movía con rapidez. Pensó que merecía la pena llevarse una regañina a cambio de comerse las últimas migas en paz. Echó a correr sin mirar atrás y atravesó el campo baldío como una liebre, esquivando tocones con gritos de alegría hasta que se la tragó el bosque vespertino. Olga jadeaba con Aliosha agarrado del cuello.

—¿Por qué a ella no la atrapas nunca? —se quejó el niño con resentimiento mientras Olga lo arrastraba hacia casa—. Sólo tiene seis años.

—Porque no soy Koschéi el Inmortal —respondió Olga con aspereza— ni tengo un caballo que corra más que el viento.

Entraron en la cocina y Olga dejó a su hermano junto al horno.

—Con Vasia no he podido —le dijo a Dunia.

La anciana clamó al cielo con la mirada; la niña era muy difícil de atrapar cuando quería que la dejasen en paz, y el único que lo conseguía con regularidad era Sasha. Dunia descargó su ira sobre un Aliosha empequeñecido. Lo desnudó ante el fuego y, antes de ponerle una camisa limpia, lo frotó con un trapo que, según pensó él, debía de estar hecho de ortigas.

—Qué travesuras… —musitaba Dunia mientras frotaba—. La próxima vez se lo diré a tu padre, ya lo verás. Te pasarás el resto del invierno cargando cosas, cortando leña y limpiando los establos. Qué comportamiento… Tanta suciedad y tanto hacer agujeros…

De pronto interrumpió la diatriba. Los hermanos de Aliosha, dos jóvenes altos, habían entrado en la cocina oliendo a humo y a ganado, y se sacudían los pies. A diferencia de Vasia, no recurrieron a ningún subterfugio, sino que fueron directos a las tortas y cada uno se metió una entera en la boca.

—Sopla viento del sur —le dijo Nikolái Petróvich, a quien llamaban Kolia y era el mayor, a su hermana Olga con la boca llena sin que se le entendiese nada. Olga había recobrado su compostura habitual y estaba tejiendo junto al horno—. Esta noche nevará. Menos mal que hemos resguardado a las bestias y el tejado está terminado.

Kolia dejó las botas empapadas cerca del fuego, cogió otra torta por el camino y se dejó caer sobre un taburete.

Olga y Dunia contemplaron las botas con idéntica expresión de desagrado. La chimenea limpia estaba salpicada de barro helado. Olga se santiguó.

—Si el tiempo cambia, mañana medio pueblo estará enfermo —se lamentó—. Espero que nuestro padre llegue antes que la nieve.

Contó las puntadas con el ceño fruncido.

El otro joven no habló, sino que depositó la leña que cargaba, engulló la torta y se arrodilló frente a los iconos que había en el rincón opuesto a la puerta. Se santiguó, se levantó y besó la imagen de la Virgen.

—¿Ya estás rezando otra vez, Sasha? —preguntó Kolia con tono travieso y alegre—. Reza por que la primera nevada no sea fuerte y por que padre no se resfríe.

El joven era de hombros estrechos y los encogió aún más. Tenía la mirada seria, los ojos grises y las pestañas tupidas como las de una chica.

—Sí, Kolia, rezo. Podrías probarlo tú mismo.

Se acercó al horno sin hacer ruido y se quitó las medias húmedas. El olor acre de la lana mojada se sumó al olor general a barro y col y animales. Sasha había pasado el día con los caballos. Olga arrugó la nariz.

Kolia no reaccionó a la mofa: estaba examinando una de sus botas de invierno empapadas; una costura se había abierto entre las puntadas. Gruñó con desagrado y la soltó junto a la otra bota de la pareja. El calzado empezó a soltar vaho. El horno se alzaba más alto que cualquiera de los cuatro. Dunia ya había metido el estofado de la cena a cocer y Aliosha vigilaba la olla como un gato ante una ratonera.

—¿De qué comportamiento hablabas, Dunia? —quiso saber Sasha, que había entrado en la cocina a media regañina.

—Vasia —contestó Olga con brevedad, y relató la historia de las tortas de miel y de la huida de su hermana al bosque.

Mientras hablaba, tejía. Una leve sonrisa triste le rizaba los labios. Aún conservaba la gordura y las facciones rollizas y hermosas de la abundancia veraniega.

Sasha se rio.

—Ya volverá cuando tenga hambre —aventuró, y se centró en cosas más importantes—. ¿Hay lucio en el estofado, Dunia?

—Tenca —contestó Dunia con parquedad—. Oleg ha traído cuatro al amanecer. Esa hermana vuestra tan rara es demasiado pequeña para estar tanto rato en el bosque.

Sasha y Olga se miraron y se encogieron de hombros sin decir nada. Vasia llevaba escondiéndose en el bosque desde que había aprendido a caminar. Como siempre, aparecería sonrojada y arrepentida a la hora de cenar, con un puñado de piñones a modo de disculpa, silenciosa como un gato.

Pero ese día se equivocaban. Un sol quebradizo recorrió el cielo y las sombras de los árboles se alargaron monstruosamente. Cuando Piotr Vladímirovich llegó a casa con una faisana agarrada por el cuello roto, Vasia aún no había regresado.

A las puertas del invierno, el bosque estaba tranquilo y entre los árboles se acumulaban capas más gruesas de nieve. Vasilisa Petrovna, medio avergonzada y medio agradecida por la libertad, se comió la última media torta de miel tumbada sobre la rama fría de un árbol y escuchó los suaves ruidos del bosque adormecido.

—Sé que duermes cuando llega la nieve —dijo en voz alta—. Pero ¿no podrías despertarte? Mira, traigo tortas.

Estiró la mano con la prueba, que se había quedado en unas migas, e hizo una pausa como si esperase respuesta. Pero no se oyó más que un suave viento que agitó las copas de los árboles.

Vasia se encogió de hombros, se terminó las migas de la torta y correteó por entre los pinos buscando piñones. Pero las ardillas se los habían comido todos y hacía frío incluso para una niña nacida en invierno. Al cabo de un rato, se sacudió el hielo y las cortezas de la ropa y se dirigió a casa sintiendo, al fin, cargo de conciencia. Las sombras se habían espesado; los días, cada vez más cortos, se sumían rápido en la noche, así que se apresuró. La regañina sería sonada, pero Dunia tendría la cena preparada.

Caminó y caminó, y al final se detuvo con el ceño fruncido. A la izquierda, al llegar al aliso gris, alrededor del viejo olmo retorcido. Al fondo debería ver los campos de su padre. Había recorrido ese camino miles de veces, pero en ese momento no había aliso ni olmo; sólo un grupo de píceas de hojas negras y una pequeña pradera nevada. Dio media vuelta y probó en otra dirección. No, allí había hayas esbeltas y blancas como doncellas que temblaban desnudas en el abrazo del invierno. Vasia se preocupó. No podía haberse extraviado, eso nunca había sucedido. Antes se perdería en su casa que en aquel bosque. Se levantó un aire que agitó los árboles, sólo que eran árboles que ella no conocía.

«Me he perdido», pensó Vasia. Se había descaminado al anochecer, a las puertas del invierno y de una nevada. Dio media vuelta de nuevo y echó a andar en otra dirección. Pero en aquel bosque tembloroso no había ni un árbol conocido. De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas. «No sé dónde estoy». Quería ver a Olia o a Dunia, a su padre y a Sasha. Quería sopa y una manta, y hasta se habría puesto a remendar.

Al frente se alzaba un roble y la niña se detuvo. No era como los demás árboles, sino más grande y más negro y más retorcido que una vieja malvada. El viento sacudía las ramas oscuras.

Vasia, que empezaba a temblar, se acercó despacio. Posó la mano sobre la corteza y vio que era como cualquier otro árbol: áspero y frío incluso a través de la piel de sus manoplas. Lo rodeó contemplando las ramas. Al bajar la mirada, estuvo a punto de tropezar.

A los pies del árbol había un hombre acurrucado como un animal, profundamente dormido. No le veía la cara porque la tenía escondida entre los brazos. A través de las rasgaduras de la ropa, vio piel blanca y fría. Cuando se acercó, el hombre ni se inmutó.

No podía quedarse durmiendo allí ahora que la nieve se acercaba desde el sur: moriría. Además, tal vez supiera dónde estaba la casa de su padre. Vasia fue a sacudirlo para despertarlo, pero se lo pensó dos veces y prefirió decir:

—¡Despierte, abuelo! Nevará antes de que salga la luna. ¡Arriba!

Durante un instante muy largo, el hombre no se movió. Pero, justo cuando Vasia se armaba de valor para tocarle el hombro, se oyó un gruñido y un resoplido, y el hombre levantó la cara, la miró y parpadeó con su único ojo.

La niña dio un paso atrás. La mitad del rostro del hombre era hermosa, aunque de rasgos toscos; tenía un ojo gris. Pero le faltaba el otro y tenía el párpado cosido. Ese lado de la cara era un amasijo de cicatrices azuladas.

El ojo bueno parpadeó con ademán malhumorado, y el hombre se sentó sobre los cuartos traseros como para verla mejor. Era una criatura escuálida, andrajosa y sucia, y Vasia le veía las costillas a través de las rasgaduras de la camisa. Pero, cuando habló, lo hizo con voz fuerte y grave:

—Vaya —dijo—, hacía mucho tiempo que no veía a una niña rusa.

Vasia no comprendía.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó ella—. Me he perdido. Mi padre es Piotr Vladímirovich. Si me llevas a casa, él mandará que te den de comer y que te sienten junto al fuego. Esta noche va a nevar.

De pronto, el tuerto sonrió. Tenía un par de colmillos más largos que el resto de los dientes que le mellaban la sonrisa. Se levantó, y Vasia vio que era un hombre alto de huesos grandes y rudos.

—¿Que si sé dónde estamos? Claro que sí, dévochka. Te llevaré hasta tu casa, pero debes acercarte y ayudarme.

Vasia, consentida desde que tenía uso de razón, no tenía motivos para desconfiar de él y, sin embargo, no se movió del sitio.

El ojo gris se entrecerró.

—¿Qué clase de niña viene aquí sola? Qué ojos… —añadió en voz más suave—. Casi los recuerdo… Bueno, ven aquí —insistió con tono persuasivo—. Tu padre estará preocupado.

La miró desde arriba con su ojo gris. Vasia frunció el ceño y avanzó medio paso. Y otro. Él le tendió la mano.

De pronto, oyeron el crujido de la nieve bajo los cascos y los resoplidos de un caballo, y el tuerto retrocedió. La niña dio un traspié al apartarse de la mano tendida y el hombre se desplomó al suelo y se encogió. Un caballo y su jinete llegaron al claro. Era una yegua blanca y fuerte, y cuando el jinete desmontó, Vasia vio que era un hombre esbelto de huesos prominentes, con la piel tersa sobre las mejillas y la garganta. Llevaba vestiduras gruesas de piel y le brillaban los ojos con un resplandor azul.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

El hombre harapiento se encogió.

—Nada que te importe —respondió—. Ha venido a mí. Es mía.

El recién llegado le clavó una mirada clara y fría.

—¿De veras? Duerme, Medved: es invierno.

Y, aunque protestaba, el durmiente se acurrucó de nuevo entre las raíces del roble y su ojo gris se cerró.

El jinete se dirigió a Vasia. La niña retrocedía, a punto de salir huyendo.

—¿Cómo has llegado hasta aquí, dévochka? —preguntó el hombre con autoridad y presteza.

Lágrimas de confusión surcaron las mejillas de la niña. La expresión ávida del tuerto la había asustado y la urgencia y fiereza de aquel otro también la atemorizaba. No obstante, tenía algo en la mirada que le impidió seguir llorando. Se fijó en su cara.

—Me llamo Vasilisa Petrovna. Mi padre es el señor de Lesnaya Zemliá.

Se miraron un momento. Y entonces el poco valor que Vasia había reunido la desertó; la niña dio media vuelta y echó a correr. El desconocido no hizo ademán de seguirla. Cuando la yegua acudió a su lado, se volvió hacia ella. Se miraron durante un largo momento.

—Cada vez está más fuerte —dijo él.

La yegua sacudió la oreja.

El jinete no volvió a hablar, pero miró una vez más en la dirección por donde se había marchado la niña.

Al salir del abrigo del roble, Vasia se sorprendió de lo rápido que había anochecido. Debajo del árbol había habido una especie de penumbra indeterminada, pero allí fuera había anochecido de pronto. Hacía una noche algodonosa de aire plomizo y la nevada estaba a punto de caer. El bosque estaba lleno de antorchas y de los gritos desesperados de varios hombres. Vasia no hizo caso; por fin reconocía los árboles y sólo quería estar en brazos de Olga y de Dunia.

Un caballo cuyo jinete no llevaba antorcha salió galopando de la oscuridad. La yegua vio a la niña un instante antes que el jinete y se detuvo derrapando con las patas delanteras en alto. Vasia cayó de costado y se rasguñó la mano, pero se metió el puño en la boca para ensordecer un grito. El jinete masculló un reniego en una voz conocida y, al cabo de un segundo, estaba en brazos de su hermano.

—Sashka —sollozó Vasia, y enterró la cara en su cuello—. Me había perdido. Había un hombre en el bosque. Dos hombres. Y una yegua blanca y un árbol negro. He tenido miedo.

—¿Qué hombres? —exigió saber Sasha—. ¿Dónde están? ¿Te han hecho daño?

La separó de él y la palpó de arriba abajo.

—No —respondió ella con voz temblorosa—. Tengo frío, nada más.

Sasha no dijo nada. Ella sabía que estaba enfadado, aunque la subió a la yegua con cuidado. Montó detrás de ella y la arropó con su capa. Vasia, a salvo y con la mejilla apoyada en el cuero cuidado de su tahalí, enseguida dejó de llorar.

Sasha estaba acostumbrado a tolerar que su hermana pequeña lo siguiera a todas partes e intentase levantar su espada o tensar la cuerda de su arco. Era indulgente con ella y le daba trozos de velas o puñados de avellanas. Pero el miedo lo había hecho enfurecer y cabalgó sin dirigirle la palabra.

Fue gritando a diestro y siniestro, y poco a poco corrió la voz entre los hombres de que habían rescatado a Vasia. Si no hubieran dado con ella antes de la nevada, habría muerto durante la noche y no la habrían encontrado hasta que acudiera la primavera a aflojarle la mortaja, si es que aparecía.

—¡Dura! —gruñó Sasha al final, cuando había acabado de dar voces—, pequeña insensata, ¿cómo se te ha ocurrido? ¿Por qué huyes de Olga a esconderte entre la maleza? ¿Te crees un hada del bosque o es que has olvidado en qué época estamos?

Vasia negó con la cabeza. Temblaba dando fuertes sacudidas y le castañeteaban los dientes.

—Quería comerme la torta —explicó—, pero me he perdido. No encontraba el olmo cortado y me he encontrado con un hombre debajo de un roble. Dos hombres. Y una yegua. Y se ha hecho oscuro.

Sasha frunció el ceño por encima de su cabeza.

—Háblame del roble.