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Tabla de Contenido

Título

Introducción

Bola de Sebo

Un expreso del futuro

Las fresas

Alain el Gentil: Soldado

Las tres naranjas de amor

Sombrío relato, narrador aún más sombrío

Deseo y posesión

About the Publisher

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Introducción

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La literatura francesa, el conjunto de obras escritas en lengua francesa producidas dentro de las fronteras geográficas y políticas de Francia. La lengua francesa fue una de las cinco lenguas románicas más importantes que se desarrollaron a partir del latín vulgar como resultado de la ocupación romana de Europa occidental.

Desde la Edad Media, Francia ha disfrutado de una posición excepcional en la vida intelectual europea. Aunque su cultura literaria no tiene una figura única cuya influencia puede compararse a la del Dante italiano o a la del Shakespeare inglés, períodos sucesivos han visto a sus escritores y su lengua ejercer una influencia mucho más allá de sus fronteras. En la época medieval, debido al complejo sistema de lealtades feudales de gran alcance (sobre todo los vínculos de Francia e Inglaterra), las redes de las órdenes monásticas, la universalidad del latín y las similitudes de las lenguas derivadas del latín, se produjo un continuo proceso de intercambio, tanto en la forma como en el contenido, entre las literaturas de Europa occidental. La evolución de los estados-nación y el aumento del prestigio de las lenguas vernáculas erosionaron gradualmente la fuerza unificadora de estas relaciones. Desde los primeros tiempos de la modernidad, Francia ha desarrollado una tradición cultural propia, distintiva y multifacética, que, sin perder de vista las riquezas de la base medieval y de la tradición bíblica judeo-cristiana, ha llegado a ser considerada principalmente mediterránea en su lealtad, arraigada en la imitación de los modelos clásicos, ya que éstos fueron mediados por los grandes escritores y pensadores de la Italia del Renacimiento.

La versión de la tradición francesa que comenzó en el siglo XVII y que se ha establecido en las historias culturales y en los libros de texto fue renovada a principios del siglo XX por el filósofo y poeta Paul Valéry y, sobre todo, por sus admiradores ingleses en el contexto de la lucha política y cultural con Alemania. En esta versión, la cultura francesa valora la razón, la perfección formal y la pureza del lenguaje y es admirada tanto por sus pensadores como por sus escritores. Al final del antiguo régimen, la lógica de Descartes, la moderación de Racine y el ingenio de Voltaire fueron vistos como los sellos distintivos de la cultura francesa y fueron emulados en las cortes y salones del continente. Otros aspectos de este legado -el escepticismo de Descartes, que cuestiona los axiomas autoritarios; la intensidad violenta y egoísta de la pasión raciniana, alimentada por la represión y la culpa; y la abrasiva ironía que Voltaire volvía en contra de la intolerancia, el prejuicio y la injusticia establecidos- eran menos bien vistos en los círculos del orden establecido. Frecuentemente forzados a la clandestinidad, estos y sus herederos, sin embargo, dieron energía al ethos revolucionario que constituía otra contribución, igualmente francesa, a las tradiciones radicales de Europa occidental.

Las revoluciones políticas y filosóficas instaladas a finales del siglo XVIII, en nombre de la ciencia y la razón, fueron acompañadas de transformaciones en la forma y el contenido de la escritura francesa. A principios del siglo XIX y más allá, una sensibilidad romántica emergente desafió el ideal neoclásico, que se había convertido en una pálida y tímida imitación de su antiguo yo. La nueva ortodoxia afirmaba las reivindicaciones de la imaginación y el sentimiento contra la razón y del deseo individual contra las convenciones sociales y morales. El alejandrino de 12 sílabas que había sido utilizado a tal efecto por Jean Racine seguía siendo el verso estándar, pero la forma era relajada y revigorizada; y el dominio temático de la poesía fue ampliado sucesivamente por Victor Hugo, Alfred de Vigny, Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud. Toda forma poética fue lanzada al crisol por las revoluciones modernistas a principios del siglo XX.

A medida que la novela superaba a la poesía y al drama para convertirse en la forma literaria dominante en el siglo XIX, los escritores franceses exploraron las posibilidades del género y, en algunos casos, lo reinventaron. Los novedosos ciclos de Honoré de Balzac y Émile Zola desarrollaron un nuevo modo de realismo social para celebrar y desafiar los procesos en marcha en una nación que estaba siendo transformada por la revolución industrial y económica. En el trabajo de otros escritores, como Stendhal, Gustave Flaubert y Marcel Proust, cada uno siguiendo su propio camino, surgió un tipo diferente de realismo, centrado en la preocupación por el análisis de la acción, la motivación y el deseo individuales, así como en la fascinación por la forma. Entre ellos, los novelistas franceses del siglo XIX trazaron el destino de las sensibilidades individualistas nacidas de la cultura aristocrática y de la alta burguesía mientras se ocupaban de las formas colectivizadoras de una nación que se movía hacia la cultura de masas y el umbral de la democracia. El héroe aristocrático de Joris-Karl Huysmans, Des Esseintes, en À rebours (1884; Against Nature or Against the Grain), ofreció una versión tradicionalista y pesimista del resultado final. A mediados del siglo siguiente, la trilogía Les Chemins de la liberté (1945) de Jean-Paul Sartre respondía a un mundo en el que el equilibrio del argumento había cambiado visiblemente.

Durante la primera mitad del siglo XX, París siguió siendo el centro de la vida intelectual y artística europea. Su posición fue cuestionada desde la década de 1930, y especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, por escritores angloamericanos, muchos de los cuales perfeccionaron sus propias habilidades dentro de su cultura y sus fronteras; pero aún así continuó generando modos de pensamiento y escritura que otros siguieron. A partir de la década de 1950, los defensores de la novela nueva, o Nueva Novela, montaron un ataque radical a las convenciones del género. Al mismo tiempo, el drama de boulevard sentía en su cuello el aliento de las vanguardias; y a partir de los años sesenta, los escritores franceses comenzaron a estimular nuevos enfoques en casi todos los campos de la investigación racional. El estatus internacional de la lengua francesa ha disminuido constantemente desde la Segunda Guerra Mundial, con el aumento de la hegemonía del mercado estadounidense y, especialmente, con la rápida expansión de la descolonización. Sin embargo, el francés sigue siendo el medio preferido de expresión creativa para muchos en Suiza, Bélgica, Canadá, las antiguas colonias de Francia en África y Asia, y sus dependencias caribeñas. La contribución de los autores francófonos de fuera de sus fronteras a la renovación de las tradiciones literarias francesas es cada vez más importante.

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Bola de Sebo

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Por Guy de Maupassant

Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restosdel ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecíanhordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidasy sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio,sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados,incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andabansólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto separaban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchosde los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas,y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntariosimpresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmentea huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos,restos de una división destrozada en un terrible combate; artillerosde uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entrelos cuales aparecía el brillante casco de algún dragóntardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligerade los infantes.

Compañías de francotiradores, bautizados con epítetosheroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, LosCompañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto defacinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o decereales, convertidos en jefes gracias a su dinero -cuando no al tamañode las guías de sus bigotes-, cargados de armas, de abrigos y degalones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campañay pretendían ser los únicos cimientos, el único sosténde Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombrosde fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados,gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidosy truhanes.

Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.

La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba congran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos,fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combatecuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sushogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos quehasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entreleguas a la redonda, desaparecieron de repente.

Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Senabuscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y sugeneral iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porqueno podía intentar nada con jirones de un ejército deshechoy enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencery al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.

Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron ala población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio,esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armasde combate un asador y un cuchillo de cocina.

La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron.De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio,al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.

La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, deuna vez, el invasor.

En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropasfrancesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta decómo ni por dónde, y atravesaron a galope la ciudad. Luego,una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otrasdos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume.Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en laplaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyóel ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacíanresonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.

Las voces de mando, chilladas guturalmente, repercutían a lolargo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientrasque detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observabana los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas porderecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus vivencias, sentíanla desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornosasoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y todaenergía son estériles. La misma sensación se reproducecada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existirla seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombreso de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz.Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario;un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinosahogados, junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejércitovictorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demásprisioneros, saquea en nombre de las armas vencedoras y ofrenda sus precesa un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azoteshorribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianzaque nos han enseñado a tener en la protección del cielo yen el juicio humano.

Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todaslas casas. Después del triunfo, la ocupación. Los vencidosse veían obligados a mostrarse atentos con los vencedores.

Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio,se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartíala mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientosdelicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnabaverse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecíanesas demostraciones de aprecio, pensando, además, que alguna vezsería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitaríanel trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A quéhubiera conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fueramás temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defectode los actuales burgueses de Ruán, como lo había sido enaquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustrea la ciudad. Se razonaba -escudándose para ello en la caballerosidadfrancesa- que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casalas atenciones, mientras en público se manifestase cada cual pocodeferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran;pero en casa era muy distinto, y de tal modo lo trataban, que reteníantodas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar, en familia.