Página de créditos

Días de magia, noches de guerra


V.1: abril, 2020


Título original: Days of Magic, Nights of War

© Clive Barker, 2004

© de la traducción, Núria de la Rosa Regot, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020


Diseño de cubierta: Taller de los libros


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-89-7

THEMA: YFH


Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

DÍAS DE MAGIA, NOCHES DE GUERRA

Clive Barker

Traducción de Núria de la Rosa
Serie Abarat 2


1






Soñé que hablaba otra lengua,

Soñé que vivía en otra piel,

Soñé que era mi propia amada,

Soñé que era la piel de un tigre.


Soñé que el Edén habitaba en mi interior,

Y que, cuando respiraba, llegaba un jardín,

Soñé que conocía la Creación entera,

Soñé que conocía el nombre del Creador.


Soñé y este sueño fue el más puro

Que todo lo que soñé era real y verdadero,

Y que viviríamos felices eternamente,

Tú en mí,

Y yo en ti.


C.B.



Sobre el autor

2

Clive Barker nació en Liverpool en 1952. Es autor del best seller internacional Libros Sangrientos y de otras muchas novelas como Imajica, Sortilegio o El gran espectáculo secreto. Además de escritor también es ilustrador, guionista, director y productor. Entre sus películas más célebres se encuentran Hellraiser, Hellbound, Nighbreed y Candyman. Barker vive en Beverly Hills, California.

Contenido


Portada
Página de créditos
Dedicatoria
Cita
Mapa de Abarat


Prólogo

Primera parte: Bichos raros, dementes y fugitivos

1. Retrato de una chica y un geshrat

2. Lo que hay que ver

3. Abordo del Parroto Parroto

4. Los carroñeros

5. Pronunciar una palabra

6. Dos conversaciones

7. Algo en Babilonium

8. Una vida en el teatro

9. De nuevo, el Hombre Entrecruzado

10. ¡Los engendros se han escapado!


Segunda parte: Cosas desatinadas, cosas olvidadas

1. Dirección norte

2. Oscuridad y anticipación

3. El sacbrood

4. Lamento (El cuento de Munkee)

5. El perseguidor

6. La Wunderkammen

7. El lanzador de estrellas

8. Partida

9. Vida y muerte en Chickentown

10. Malingo solo

11. Conversaciones nocturnas

12. Una sentencia de muerte

13. Soñadora con soñadora

14. Marido y mujer

15. Destinos

16. Kaspar recibe una visita

17. Abducción

18. Una convocatoria


Tercera parte: Tiempo de monstruos

1. El capitán conversa

2. Las bestias de Efreet

3. Noticias del Presente

4. Sucesos en el umbral

5. Una visita a la calle Marapozsa

6. Secretos y pastel de carne

7. Dos en la diecinueve

8. El novio desenterrado

9. El dueño de la casa del Hombre Muerto

10. El corazón de Medianoche

11. Huesos de dragón

12. Una historia de despedidas interminables

13. Un conjuro ambiguo

14. El alto laberinto

15. La oscuridad negada

16. El príncipe y el chico-bestia

17. Una decisión


Cuarta parte: El mar llega a Chickentown

1. Partidas

2. Algo en el viento

3. Revolviendo las aguas

4. Hacia el Más Allá

5. Padre e hija

6. Dentro del Wormwood

7. El mayor de los secretos

8. El buque de guerra es destruido

9. Los vivos y los muertos

10. El principio del fin

11. Abajo y abajo

12. El regreso del mar

.

Sobre el autor







Para mi madre, Joan


Prólogo

Apetito

A continuación se sucede una lista de cosas espantosas:

Las mandíbulas de los tiburones, las alas de los buitres,

El mordisco rabioso de los perros de guerra,

La voz de alguien que nos dejó hace tiempo.

Pero lo peor es la mirada del espejo,

Que va restando los días que nos quedan.


Recto Patizambo, el Poeta nómada de Abarat




Otto Houlihan se sentó en la oscura habitación y escuchó jugar a derribar al demonio a las dos criaturas que le habían llevado hasta allí, una cosa con tres ojos llamada Lazaru y su compinche, Bebé Conjuntivitis. Después de la vigésimo segunda partida, no pudo controlar su nerviosismo e irritación.

—¿Cuánto más voy a tener que esperar? —exclamó.

Bebé Conjuntivitis, que tenía unas largas zarpas de reptil y la cara de un infante demente, dio una calada a un cigarro azul y exhaló una nube de humo acre en dirección a Houlihan.

—Te llaman el Hombre Entrecruzado, ¿no es así? —preguntó.

Houlihan asintió, dedicándole a Conjuntivitis su mirada más hostil, el tipo de mirada que suele amedrentar a los hombres. La criatura no estaba sorprendida.

—Crees que das miedo, ¿verdad? —dijo—. ¡Ja! Esto es Gorgossium, Hombre Entrecruzado. Esta es la isla de la Hora de la Medianoche. Cualquier cosa oscura e impensable que haya sucedido en alguna ocasión, ha sucedido aquí. Así que no intentes asustarme. Estás perdiendo el tiempo.

—Solo preguntaba.

—Sí, sí, te hemos oído —intervino Lazaru mientras el ojo que tenía en medio de su frente miraba a un lado y a otro constantemente de un modo inquietante.

—Tendrás que ser paciente. El Señor de la Medianoche se reunirá contigo cuando esté preparado.

—Tienes noticias urgentes, ¿no es así? —preguntó Bebé Conjuntivitis.

—Eso es entre él y yo.

—Te lo advierto, no le gustan las malas noticias —dijo Lazaru—. Se pone hecho una furia, ¿verdad, Conjuntivitis?

—¡Se vuelve loco! Despedaza a la gente con sus propias manos.

Intercambiaron una mirada conspiratoria entre ellos. Houlihan no dijo nada.

Solo intentaban asustarlo y no estaba funcionando. Se levantó y se acercó a la estrecha ventana para observar el tumoroso paisaje de la Isla de Medianoche, fosforescente de corrupción. Algo de lo que había dicho Bebé Conjuntivitis era cierto: Gorgossium era un lugar terrorífico. Veía la silueta de innumerables monstruos mientras se desplazaban por el desolado paraje; Olía un incienso picante y dulce que surgía de los mausoleos del cementerio rodeado de niebla; Oía el estridente estruendo de los taladros de las minas donde se producía el barro que Mater Motley usaba para rellenar las tropas de cosidos de Medianoche. Aunque no estaba dispuesto a dejar que ni Lazaru ni Conjuntivitis notaran su inquietud, se sentiría aliviado cuando hubiera informado a su anfitrión y pudiera marcharse a lugares menos aterradores.

Se produjeron algunos murmullos a sus espaldas, y un instante después Lazaru anunció:

—El Príncipe de la Medianoche puede recibirle.

Houlihan apartó la vista de la ventana y vio que la puerta que se encontraba en la otra punta de la sala estaba abierta. Bebé Conjuntivitis le hacía gestos para que entrara.

—Vamos, vamos —le apresuró el infante.

El hombre se dirigió hacia la puerta y se detuvo en el umbral. De las tinieblas de la habitación salió la voz de Christopher Carroña, severa y adusta.

—Pasa, pasa. Llegas a tiempo para ver el festín.

Houlihan siguió el sonido de la voz de Carroña. Había una luz centelleante en medio de la oscuridad que iba ganando intensidad progresivamente y, cuando se iluminó todo, vio al Señor de la Medianoche a escasos diez metros de él. Vestía ropas grises y unos guantes que parecían hechos de una delicada cota de malla.

—No hay mucha gente que llegue a ver esto, Hombre Entrecruzado. Mis pesadillas tienen hambre, así que voy a alimentarlas. —Houlihan se estremeció—. ¡Mira, hombre! No bajes la vista al suelo.

El Hombre Entrecruzado levantó la mirada a regañadientes. Las pesadillas de las que Carroña hablaba estaban flotando en un fluido azul que tenía en un collar transparente situado alrededor de la cabeza de Carroña. Dos tuberías emergían de la base del cráneo de Carroña. No eran más que largos hilos de luz; pero había algo en su movimiento agitado, el modo en que recorrían el collar, a veces tocando la cara de Carroña y otras presionando el cristal, lo que hacía patente su apetito.

Carroña levantó la mano hasta el collar. Una de las pesadillas hizo un movimiento rápido, como una serpiente atacando, y se abalanzó hacia la mano de su creador. Carroña la levantó hasta sacarla fuera del fluido y la estudió con tierna curiosidad.

—No parece gran cosa, ¿no crees? —dijo Carroña. Houlihan no contestó. Solo quería que Carroña mantuviera esa cosa lejos de él—. Pero cuando se enroscan dentro de mi cabeza me muestran horrores deliciosos. —La pesadilla se iba marchitando en la mano de Carroña, soltando un chillido fino y agudo—. Así que de vez en cuando las recompenso con un buen y opulento festín de terror. Les encanta el terror. Y para mi es difícil sentirlo últimamente. He visto muchos horrores en mi vida. Así que les proporciono a alguien que sí sienta miedo.

Mientras decía esto, soltó la pesadilla. Esta se escurrió de su mano y se golpeó contra el suelo. Sabía perfectamente a dónde debía ir. Serpenteó por el suelo parpadeando de emoción, la luz que provenía de su delgada silueta iluminó a su víctima: un hombre corpulento, con barba, que estaba agachado contra la pared.

—Piedad, mi señor… —sollozó—. Solo soy un minero de Todo.

—Oh, ahora estate callado —dijo Carroña como si se estuviera dirigiendo a un niño molesto—. Mira, tienes visita.

Se volvió y señaló al suelo donde se deslizaba la pesadilla. Entonces, sin esperar a ver qué pasaba, se dio la vuelta y se acercó a Houlihan.

—Bien —dijo—. Cuéntame lo de la chica.

Totalmente intimidado por el hecho de que la pesadilla estuviera suelta y que en cualquier momento pudiera volverse contra él, Houlihan balbuceó algunas palabras:

—Ah, sí… sí… la chica. Se me escapó en Martillobobo. Junto con un geshrat llamado Malingo. Ahora viajan juntos. Volví a pisarles los talones en Soma Pluma. Pero se escabulló de nuevo entre algunos monjes peregrinos.

—¿Así que se te ha escapado dos veces? Me esperaba algo mejor.

—Tiene poderes —respondió Houlihan a modo de auto justificación.

—¿De verdad? —dijo Carroña. Mientras hablaba sacó con cuidado otra pesadilla de su collar. Esta bufó y siseó. Dirigiéndola hacia el hombre de la esquina, soltó la criatura de su mano que se deslizó hacia donde se encontraba su compañera—. Debe ser capturada a toda costa, Otto —continuó Carroña—. ¿Comprendes? A toda costa. Quiero conocerla. Más que eso. Quiero entenderla.

—¿Cómo hará eso, señor?

—Descubriendo qué pasa por esa cabeza humana que tiene. Leyendo sus sueños, en primer lugar. Lo cual me recuerda… ¡Lazaru!

Mientras esperaba a que su sirviente asomara por la puerta, Carroña sacó otra pesadilla de su collar y la soltó.

Houlihan vio cómo se unía a las otras. Se habían acercado mucho al hombre, pero aún no lo habían atacado. Parecían esperar una orden de su amo.

El minero seguía suplicando. De hecho no había dejado de suplicar durante toda la conversación entre Carroña y Houlihan.

—Por favor, señor —seguía implorando—. ¿Qué he hecho para merecer esto?

Carroña finalmente le contestó.

—No has hecho nada —explicó—. Simplemente hoy te he elegido de entre la multitud porque estabas maltratando a uno de tus hermanos mineros. —Volvió a echarle un vistazo a su víctima—. Siempre hay miedo en los hombres que son crueles con otros hombres. —Apartó la vista de nuevo, mientras las pesadillas esperaban dando latigazos con sus colas expectantes—. ¿Dónde está Lazaru? —preguntó Carroña.

—Aquí.

—Encuéntrame el aparato de los sueños. Ya sabes cuál.

—Por supuesto.

—Límpialo. Voy a necesitarlo cuando el Hombre Entrecruzado haya cumplido con su trabajo. —Su mirada se posó en Houlihan—. En cuanto a ti —dijo—, sigue con la persecución.

—Sí, Señor.

—Atrapa a Candy Quackenbush y tráemela. Viva.

—No le fallaré.

—Será mejor que así sea. Si me fallas, Houlihan, entonces el próximo hombre que se sentará en esa esquina serás tú. —Murmuró unas palabras en abaratiano antiguo—: Thakram noosa rah. ¡Haaas!

Era la orden que esperaban las pesadillas. Atacaron en un abrir y cerrar de ojos. El hombre trató de evitar que treparan por su cuerpo, pero era inútil. Cuando alcanzaron su cuello procedieron a envolver sus palpitantes extremidades alrededor de su cabeza, como si quisieran momificarlo. Sofocaron parcialmente sus gritos, pero aún se le podía oír mientras sus súplicas de clemencia a Carroña se transformaban en alaridos y gritos. A medida que crecía su miedo, las pesadillas iban engordando, desprendiendo destellos más y más brillantes de luminiscencia pálida mientras se nutrían. El hombre continuó pateando y resistiéndose durante un rato, pero pronto sus chillidos se debilitaron hasta convertirse en sollozos y, finalmente, incluso estos se detuvieron. Igual que su lucha.

—Oh, qué decepción —comentó Carroña, pateando el pie del hombre para confirmar que el miedo efectivamente había acabado con él—. Pensé que duraría más tiempo.

Volvió a hablar en idioma antiguo y las ahora nutridas y perezosas pesadillas se desanudaron de la cabeza de su víctima y volvieron hacia Carroña. Houlihan no pudo evitar alejarse uno o dos pasos por si las pesadillas le confundían con otra fuente de comida.

—Vete, pues —le dijo Carroña—. Tienes trabajo que hacer. ¡Encuentra a Candy Quackenbush!

—Dicho y hecho —contestó Houlihan.

Sin mirar atrás ni para echar un vistazo, se apresuró a salir de la cámara de los horrores y bajó por las escaleras de la Duodécima torre.

3

Primera parte

Bichos raros, dementes y fugitivos


Nada

Tras una batalla que se alargó durante siglos,

El Diablo ganó,

Y le dijo a Dios (quien fue su Creador): «Señor,

Estamos a punto de presenciar la destrucción de la Creación

De mi mano.

No quiero que me consideres un ser cruel,

Así que, te lo suplico, coge tres cosas

De este mundo antes de que lo destruya.

Tres cosas, y las demás desaparecerán.»

Dios lo pensó un breve momento.

Y al final contestó:

«No, no hay nada.»

El Diablo se sorprendió.

«Ni siquiera Tú, Señor?» preguntó.

Y Dios dijo:

«No. Ni siquiera yo.»



De las Memorias del Fin del Mundo

Autor desconocido

(Poema favorito de Christopher Carroña)

Capítulo 1

Retrato de una chica y un geshrat


—Hagámonos una foto —le dijo Candy a Malingo.

Estaban paseando por una calle de Tazmagor, donde, al encontrarse en la isla de Qualm, eran las nueve en punto de la mañana. El mercado tazmagoriano estaba a pleno rendimiento, y en mitad de todas las compras y ventas, un fotógrafo llamado Guumat había montado un estudio improvisado. Había colgado un telón de fondo de color crudo de un par de perchas y había colocado su cámara, un aparato gigantesco montado sobre un trípode de madera pulida, enfrente. Su ayudante, un joven que compartía con su padre el peinado en forma de cresta y una piel con leves rayas azules y negras, exhibía un tablón con ejemplos de las fotografías de Guumat el Viejo.

—¿Quieren que Guumat el Viejo les haga una foto? —le preguntó el joven a Malingo—. Les sacará muy bien.

Malingo sonrió.

—¿Cuánto cuesta?

—Dos paterzemes —dijo el padre mientras apartaba gentilmente a su hijo para cerrar el trato.

—¿Por los dos? —inquirió Candy.

—Una foto, mismo precio. Dos paterzemes.

—Podemos permitírnoslo —le dijo Candy a Malingo.

—Quizá les gustan los disfraces. ¿Sombreros? —les preguntó Guumat, mirándoles de arriba abajo—. Sin coste adicional.

—Nos está diciendo amablemente que parecemos vagabundos —dijo Malingo.

—Bueno, lo somos —contestó Candy.

Al oír esto, Guumat se mostró desconfiado.

—¿Pueden pagar? —demandó.

—Sí, por supuesto —dijo Candy, y rebuscó en el bolsillo de sus pantalones de estampados llamativos, sujetos con un cinturón tejido con biffelreeds, y sacó unas monedas, seleccionó algunas y le entregó las paterzemes a Guumat.

—¡Bien! ¡Bien! —dijo—. ¡Jamjam! Tráele un espejo a la señorita. ¿Qué edad tiene?

—Casi dieciséis, ¿por qué?

—Póngase algo mucho más propio de una dama, ¿de acuerdo? Tenemos cosas bonitas. Como le digo, sin coste adicional.

—Estoy bien. Gracias. Quiero recordar esto tal y como es. —Sonrió a Malingo—. Dos viajeros en Tazmagor, cansados pero felices.

—Eso es lo que usted quiere; eso es lo que yo le doy —Guumat dijo.

Jamjam le tendió un espejito y Candy consultó su reflejo. Estaba hecha un desastre, sin duda alguna. Se había cortado el cabello muy corto un par de semanas antes para poder esconderse de Houlihan entre los monjes de Soma Pluma, pero el corte había sido muy apresurado y ahora le crecía por todos lados.

—Te ves bien —dijo Malingo.

—Tú también. Toma, mírate.

Le prestó el espejo. Sus amigos de Chickentown se habrían reído de la cara de Malingo, con su tono de piel naranja oscuro y los abanicos de piel curtida que asomaban a cada lado de su cabeza, apropiada solo para halloween. Pero en el tiempo que habían pasado viajando juntos por las islas, Candy había llegado a amar el alma dentro de esa piel: bondadosa y valiente.

Guumat les colocó delante de su cámara.

—Tienen que quedarse muy, muy quietos —les indicó—. Si se mueven, saldrán movidos. Bien, ahora déjenme que prepare la cámara. Denme uno o dos minutos.

—¿Qué te hizo querer una fotografía? —preguntó Malingo por la comisura de la boca.

—Tenerla. Para no olvidarme de nada.

—Como si eso fuera posible —dijo Malingo.

—Por favor —dijo Guumat—. Quédense muy quietos. Necesito concentrarme.

Candy y Malingo guardaron silencio un momento.

—¿En qué estás pensando? —murmuró Malingo.

—En la visita a Yzil, al mediodía.

—Ah, sí. Eso es algo que seguro que recordaremos siempre.

—En especial después de ver su…

—El Aliento de Princesa.

Ahora, sin que Guumat lo pidiera, se quedaron en silencio durante un largo rato, recordando su breve encuentro con la Diosa en la Isla del Mediodía, Yzil. Candy la había visto primera; una mujer pálida y bella, vestida de rojo y naranja, de pié en una mancha de luz cálida, expulsando con su aliento una criatura viva, un calamar purpúreo. Este, según se decía, era el modo en que la mayoría de especies de Abarat habían sido creadas. Habían sido expulsadas con el aliento de la Creadora, quien había entonces permitido al suave viento que soplaba constantemente entre los árboles y las vides de Yzil reclamar al recién nacido de sus brazos y conducirlo hasta el mar.

—Eso fue asombroso.

—¡Estoy listo! —anunció Guumat desde debajo de la tela negra bajo la que se había agachado—. A la de tres hacemos la foto. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres! ¡Quietos! ¡No se muevan! ¡No se muevan! Siete segundos.

Alzó la cabeza por fuera de la tela y consultó su cronómetro.

—Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. ¡Ya está! —Guumat deslizó un filtro para detener la exposición—. ¡Fotografía hecha! Ahora tenemos que esperar unos minutos para que prepare una copia para ustedes.

—No hay problema —dijo Candy.

—¿Van a bajar al ferry? —le preguntó Jamjam.

—Sí —contestó ella.

—Parece que hayáis estado viajando sin descanso.

—Oh, sin duda —dijo Malingo—. Hemos visto muchas cosas durante las dos últimas semanas, viajando por todos lados.

—Tengo envidia. Yo nunca he salido de Qualm Hah. Me encantaría ir en busca de aventura.

Un minuto más tarde, el padre de Jamjam apareció con la fotografía, que aún estaba húmeda.

—Puedo venderles un bonito marco, muy barato.

—No, gracias —dijo Candy—. Ya está bien así.

Ella y Malingo miraron la fotografía. Los colores no eran demasiado fieles, pero Guumat les había retratado como si fueran dos turistas felices, con su ropa arrugada de colores llamativos, así que estaban bastante satisfechos.

Con la fotografía en mano, bajaron por la empinada colina hasta el puerto y el ferry.

—Sabes, he estado pensando… —dijo Candy mientras se abrían paso entre la gente.

—Uy, uy, uy.

—Ver el Aliento de la Princesa me hizo querer aprender más. Sobre la magia.

—No, Candy.

—¡Vamos, Malingo! Enséñame. Tú lo sabes todo de los conjuros.

—Un poco. Solo un poco.

—Es más que un poco. Una vez me dijiste que te pasabas todas las horas que Wolfswinkel se pasaba durmiendo estudiando sus grimorias y sus tratados.

El tema del mago Wolfswinkel no solían tocarlo entre ellos: los recuerdos eran demasiado dolorosos para Malingo. Había sido vendido como esclavo de niño —por su propio padre—, y su vida como propiedad de Wolfswinkel había sido una serie interminable de golpes y humillaciones. Solo la llegada de Candy a la casa del mago le había dado la oportunidad de escapar finalmente de su esclavitud.

—La magia puede ser peligrosa —dijo Malingo—. Hay leyes y normas. Supón que te enseño cosas malas y empezamos a deshacer la estructura del tiempo y el espacio. ¡No te rías! Es posible. Leí en uno de los libros de Wolfswinkel que la magia fue el comienzo del mundo. También podría ser el final.

Candy parecía irritada.

—No te enfades —dijo Malingo—. Pero no tengo el derecho de enseñarte cosas que ni siquiera yo entiendo del todo.

Candy caminó en silencio durante un rato.

—De acuerdo —dijo finalmente.

Malingo le lanzó una mirada de soslayo a Candy.

—¿Seguimos siendo amigos? —preguntó.

Ella alzó la vista hacia él y sonrió.

—Por supuesto —dijo—. Siempre.

Capítulo 2

Lo que hay que ver


Después de esa conversación, no volvieron a mencionar el tema de la magia de nuevo. Simplemente siguieron saltando de isla en isla, usando la guía consagrada de las islas, el Almenak de Klepp, como su principal fuente de información. De vez en cuando tenían la sensación de que el Hombre Entrecruzado les estaba alcanzando, y entonces interrumpían sus exploraciones y seguían adelante. Unos diez días después de haber dejado Tazmagor, sus viajes les llevaron a la isla del Gorro de Orlando. Era poco más que una simple roca con un psiquiátrico construido en lo más alto. El edificio había sido desocupado muchos años atrás, pero su interior conservaba los signos inconfundibles de la locura de sus inquilinos. Las paredes blancas estaban cubiertas con garabatos extraños que, en algunos puntos, se convertían en la imagen reconocible de un lagarto, un pájaro, para después reducirse a garabatos de nuevo.

—¿Qué le pasó a toda la gente que vivía aquí?

Candy se lo preguntaba.

Malingo no lo sabía. Pero rápidamente decidieron que ese no era un lugar en el que quisieran detenerse. El manicomio tenía ecos extraños y tristes. De modo que volvieron al pequeño puerto a esperar otro bote. Había un anciano sentado en el muelle, enrollando un cabo desgastado. Tenía un aspecto extraño, con los ojos entornados, como si fuera ciego. Ese no era el caso, de todos modos. En cuanto Candy y Malingo se acercaron, empezó a observarles.

—No deberías haber vuelto —refunfuñó.

—¿Yo? —dijo Malingo.

—No, tú no. Ella. ¡Ella! —Señaló a Candy—. Te encerrarán.

—¿Quién?

—Ellos lo harán, en cuanto sepan qué eres —dijo el hombre, incorporándose.

—No te acerques —le advirtió Malingo.

—No pienso tocarla —contestó el hombre—. No soy tan valiente. Pero puedo ver. Oh, puedo ver. Sé qué eres, niña, y sé lo que haces. —Sacudió la cabeza—. No te preocupes, no te tocaré. No, señor. Yo no haría algo tan estúpido como eso.

Y, después de pronunciar estas palabras, los rodeó, procurando mantener la distancia, y echó a correr por el muelle chirriante y desapareció entre las rocas.

—Bueno, supongo que eso es lo que pasa cuando dejas salir a tipos chiflados —dijo Malingo con una alegría forzada.

—¿Qué era lo que veía?

—Está loco, mi señora.

—No, realmente parecía que estuviera viendo algo. Por el modo en que me miraba.

Malingo se encogió de hombros.

—No sé —dijo. Tenía abierta su copia del Almenak y la usó para cambiar de tema ágilmente—. Sabes, siempre he querido ver la cripta de Hap —dijo.

—¿En serio? —dijo Candy, sin apartar la vista de las rocas por donde el hombre había desaparecido—. ¿No es una simple cripta? Bueno, es lo que dice Klepp.

Malingo leyó en voz alta un fragmento del Almenak.

—«Huffaker: la cripta de Hap de Huffaker, que está en las Nueve en Punto de la Noche… Huffaker es una isla impresionante, en el sentido topográfico. Sus formaciones rocosas, sobre todo las que están bajo tierra, son enromes y están hermosamente elaboradas, ¡asemejándose a catedrales y templos naturales!» Interesante, ¿no? ¿Quieres ir?

Candy seguía distraída. Su sí apenas fue audible.

—Pero escucha esto —Malingo continuó, haciendo todo lo posible por apartar sus pensamientos de las palabras del anciano—. «La más grande es la cripta de Hap»… bla-bla-bla… «descubierta por Lydia Hap»… bla-bla-bla… «Fue la señorita Hap la primera en sugerir la cámara de Skein.»

—¿Qué es Skein? —dijo Candy, algo más interesada.

—Cito: «Es el hilo que une todas las cosas vivas y muertas, sintientes y no pensantes con otras cosas».

Ahora Candy sí que estaba interesada. Se situó al lado de Malingo, mirando el Almenak por encima de su hombro. Él siguió leyendo en voz alta.

—«Según la persuasiva señorita Hap, el hilo se origina en la cripta de Huffaker, y aparece momentáneamente en forma de luz parpadeante antes de recorrer Abarat, invisible… para conectarnos, los unos con los ostros.» —Cerró el Almenak—. ¿No crees que deberíamos ver esto?

—¿Por qué no?

La isla de Huffaker estaba a solo una Hora de distancia de Yeba Día Sombrío, la primera isla que Candy había visitado en su llegada a Abarat. Pero, mientras Yeba Día Sombrío aún tenía algunos rayos de luz tardía en el cielo que la cubría, Huffaker estaba bañada en oscuridad, una gruesa masa de nubes que oscurecían las estrellas.

Candy y Malingo se hospedaron en un hotel andrajoso cerca del puerto, donde comieron, hicieron sus planes para el viaje y, tras algunas horas de sueño, partieron hacia la carretera oscura, aunque debidamente señalada, que conducía hasta la Cripta. Habían tomado la precaución de cargar con comida y bebida, puesto que la necesitaban. El viaje era considerablemente más largo de lo que les había hecho pensar el dueño del hotel, quien les había dado algunas indicaciones. De vez en cuando, oían el ruido de algún animal persiguiendo y derribando a algún otro en las tinieblas, pero generalmente el trayecto estuvo desprovisto de acontecimientos.

Cuando finalmente llegaron a las cuevas, se encontraron con que algunos de los escarpados pasadizos tenían antorchas llameantes colocadas en unos soportes dispuestos a lo largo de las frías paredes para iluminar la ruta. Sorprendentemente, teniendo en cuenta cuán extraordinario sonaba el fenómeno, no había más visitantes allí para presenciarlo. Estaban solo ellos dos recorriendo los empinados caminos que les guiaban dentro de la Cripta. Pero no necesitaban a ningún guía que les indicara cuándo habían llegado a su destino.

—Oh, Dios Lou… —dijo Malingo—. Mira este lugar.

Su voz resonó a lo largo de la extensa caverna en la que habían entrado. Del techo, que se encontraba a suficiente distancia de la luz de las antorchas como para estar sumido en completa oscuridad, colgaban docenas de estalactitas. Eran inmensas, cada una podía ser fácilmente del tamaño del capitel invertido de una iglesia. Eran las perchas de los murciélagos abaratianos, un detalle que Klepp había olvidado mencionar en su Almenak. Las criaturas eran más grandes que cualquier murciélago que Candy hubiera visto en Abarat, y ostentaban una constelación de siete ojos brillantes.

En cuanto a las profundidades de la caverna, eran de un negro tan oscuro como el techo.

—Es mucho más grande de lo que esperaba —dijo Candy.

—¿Pero dónde está el Skein?

—No lo sé. Quizá lo vemos si nos ponemos en el centro del puente.

Malingo le dedicó una mirada nerviosa. El puente que colgaba sobre la oscuridad insondable de la Cripta no parecía muy seguro. Las vigas estaban agrietadas y eran antiguas; las cuerdas, desgastadas y delgadas.

—Bueno, ya que hemos llegado hasta aquí —dijo Candy—, será mejor que veamos lo que hay que ver.

Puso un pie tentativo sobre el puente. No cedió, así que se arriesgó a seguir adelante. Malingo la siguió. El puente crujió y se balanceó; las tablas —dispuestas a escasos centímetros las unas de las otras— rechinaban con cada paso que daban.

—Escucha… —susurró Candy cuando llegaron a la mitad del puente.

Encima de ellos podían oír el parloteo de un murciélago parlanchín. Y, muy a lo lejos, bajo ellos, una corriente de agua.

—Hay un río aquí abajo —dijo Candy.

—El Almenak no dice…

Antes de que Malingo pudiera terminar su frase, una tercera voz emergió de las tinieblas y resonó por toda la Cripta.

—Mientras viva y respire, ¿me harás el favor de mirarlo? ¡Candy Quackenbush!

El grito alteró a varios murciélagos. Se precipitaron desde sus perchas hacia el aire oscuro y, al hacerlo, despertaron a cientos de sus hermanos, de modo que, en pocos segundos, incontables murciélagos aleteaban sin descanso; una nube agitada agujereada por constelaciones cambiantes.

—¿Eso ha sido…?

—¿Houlihan? —dijo Candy—. Me temo que sí.

Tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, se oyeron pasos al final del puente, y el Hombre Entrecruzado apareció a la luz de las antorchas.

—Por fin —dijo—, te tengo donde no puedes huir.

Candy echó un vistazo al tramo de puente que tenían detrás. Uno de los stitchling secuaces de Houlihan apareció de las tinieblas y avanzaba hacia ellos a zancadas. Era una cosa grande y deforme, con los dientes propios de una calavera, y, en cuanto puso un pie en el puente, la frágil estructura comenzó a balancearse de lado a lado. Al stitchling sin duda le gustaba esa sensación, ya que procedió a zarandear su peso de aquí para allá, haciendo más y más violento el movimiento. Candy se agarró a la barandilla, y Malingo hizo lo mismo, pero las cuerdas desgastadas ofrecían poco consuelo. Estaban atrapados. Houlihan avanzaba ahora desde su extremo del puente. Había cogido una de las antorchas llameantes de la pared y la sujetaba delante de él mientras avanzaba. Su rostro, con sus tatuajes entrecruzados, relucía por el sudor y el triunfo.

Por encima de sus cabezas, la nube de murciélagos seguía creciendo, a medida que los sucesos del puente perturbaban a más y más de ellos. Algunos de los más grandes, quizá con la intención de expulsar a los intrusos, se abalanzaban sobre Candy y Malingo, soltando chillidos estridentes. Candy hizo todo lo posible por ignorarles; le preocupaba mucho más el Hombre Entrecruzado, quien ahora no se encontraba a más de dos metros y medio de distancia.

—Te vienes conmigo, niña —le dijo—. Carroña quiere verte en Gorgossium.

De repente tiró la antorcha por encima de la barandilla y, con las dos manos ya vacías, echó a correr hacia Candy. Ella no tenía a donde ir.

—¿Ahora qué? —dijo él.

Candy se encogió de hombros. Desesperada, buscó a Malingo a su alrededor.

—Será mejor que veamos…

—¿Lo que hay que ver? —contestó él.

Ella sonrió levemente y, entonces, sin ni siquiera echar un vistazo a sus perseguidores de nuevo, los dos se lanzaron de cabeza por encima de la cuerda que servía de barandilla.

Mientras se zambullían en la oscuridad, Malingo soltó un grito salvaje de euforia, o quizá miedo, quizá ambos. Pasaron segundos y seguían cayendo y cayendo y cayendo. Y todo estaba oscuro a su alrededor y los chillidos de los murciélagos se habían desvanecido, borrados por el ruido del río que tenían debajo.

Candy tuvo tiempo de pensar: «Si nos golpeamos contra el agua a esta velocidad nos partiremos el cuello», y entonces Malingo le agarró la mano y, haciendo uso de algunos trucos acrobáticos que había aprendido colgándose boca abajo del techo de Wolfswinkel, consiguió darles la vuelta a los dos, de modo que ahora caían con los pies por delante.

Dos, tres, cuatro segundos más tarde, cayeron al agua.

No estaba fría. Al menos no congelada. Aun así, la velocidad que llevaban los sumergió muy hondo, y el impacto los separó. Candy sufrió un momento de pánico al pensar que ya había agotado todo el aire que había cogido.

Entonces, ¡gracias a Dios! Malingo la agarró otra vez y, agonizando para coger aire, salieron juntos a la superficie.

—¿Ningún hueso roto? —jadeó Candy.

—No. Estoy bien. ¿Tú?

—No —contestó, casi sin creérselo—. Pensaba que ya nos tenía.

—Y Yo. Y él también.

Candy rió.

Alzaron la vista, y por un momento ella pensó que vislumbraba la oscura y andrajosa línea del puente que había encima de ellos. Entonces la corriente del río los arrastró, y lo que fuera que había visto fue eclipsado por el techo de la caverna por la que corrían esas aguas. No tenían otra opción que ir a donde les llevara. A su alrededor solo había oscuridad, de modo que las únicas pistas que tenían sobre el tamaño de las cavernas por las que viajaba el río era el modo en que el agua avanzaba más tempestuosamente cuando el canal se estrechaba, y cómo el escándalo del ajetreo se suavizaba cuando el camino se ensanchaba de nuevo.

En una ocasión, apenas durante unos segundos, vislumbraron lo que parecía un hilo brillante, como el Skein del que hablaba Lydia Hap, a través del aire o las rocas que había encima de ellos.

—¿Has visto eso? —dijo Malingo.

—Sí —contestó Candy, sonriendo en la oscuridad—. Lo he visto.

—Bueno, al menos hemos visto lo que hemos venido a ver.

Era imposible determinar cuánto tiempo pasaba en un lugar tan irregular, pero poco después del atisbo del Skein entrevieron otra luz, en un lugar lejano enfrente de ellos: una luminiscencia que se hacía incesantemente más brillante a medida que el río les conducía hacia ella.

—Es la luz de las estrellas —dijo Candy.

—¿De verdad?

Estaba en lo cierto; sí que lo era. Tras algunos minutos, el río finalmente les condujo fuera de las cavernas de Huffaker y les devolvió a ese momento tranquilo justo antes de la caída de la noche. Una delgada red de nubes había cubierto el cielo, y las estrellas que se habían quedado atrapadas en ella volvían plateada al Izabella.

Sin embargo, su viaje por el agua todavía no se había acabado. La corriente del río los arrastró demasiado lejos de los oscuros acantilados de Huffaker como para intentar nadar a contracorriente hacia ellos y los condujo hasta los estrechos entre las Nueve y las Diez en punto. Ahora el Izabella se hizo cargo de ellos, sosteniéndoles con sus aguas para que no tuvieran que esforzarse en nadar. Pasaron sin esfuerzo más allá de Martillobobo —donde las luces ardían y resplandecían en la agrietada bóveda de la casa de Kaspar Wolfswinkel—, hacia el sur, hacia las brillantes aguas tropicales que rodeaban la isla del Presente. El aroma soñoliento de una tarde interminable salía de la isla, que estaba en las Tres en punto, y la brisa arrastraba semillas bailarinas de las frondosas laderas de esa Hora. Pero el Presente no sería su destino. Las corrientes del Izabella les llevaron más allá de la Tarde hasta la isla vecina de Gnomon.

Antes de que pudieran llegar a las costas de esa isla, sin embargo, Malingo atisbó su salvación.

—¡Veo una vela! —exclamó, y empezó a gritar a quien fuera que estuviera en la cubierta—. ¡Aquí! ¡Aquí!

—¡Nos han visto! —dijo Candy—. ¡Nos han visto!

Capítulo 3

A bordo de Parroto Parroto


La pequeña embarcación que la visión nítida de Malingo había detectado no se movía, así que pudieron permitirle a la corriente gentil que les llevara hasta ella. Era un humilde barco pesquero de no más de cuatro metros y medio de largo y que se encontraba en unas condiciones muy ruinosas. Los miembros de la tripulación estaban trabajando duro arrastrando una red llena a rebosar de decenas de miles de pequeños peces con manchas turquesa y naranja, llamados smatterlings, a la cubierta. Hambrientas aves marinas, estridentes y agresivas, daban vueltas alrededor del navío o se mecían sobre el agua cercana, esperando robarles aquellos smatterlings que los pescadores no pudieran sacar de la red en cubierta para meterlos en la bodega del barco lo suficientemente rápido.

Para cuando Candy y Malingo llegaron a una distancia de la embarcación desde donde poder avisarles, la mayoría del trabajo duro se había acabado, y los felices miembros de la tripulación —solo había cuatro en el navío— estaban cantando una canción marinera mientras plegaban las redes.


«¡Peces que alimentan!

¡Peces del cielo!

¡Nadad en las redes

Y morded el anzuelo!

¡Alimentad a mis hijos!

¡Llenad mis colmados!

¡Por eso os adoro,

Pequeños pescados!»


Cuando acabaron la canción, Malingo les llamó desde el agua.

—¡Disculpen! —gritó—. ¡Todavía quedan un par de peces aquí abajo!

—¡Ya os veo! —dijo un joven de la tripulación.

—Lanzadles un cabo —dijo un hombre enjuto con barba en la cámara del timonel, quien aparentemente era el Capitán.

No les llevó mucho tiempo subir a Candy y a Malingo a la apestosa cubierta.

—Bienvenidos a bordo del Parroto Parroto —dijo el Capitán.

—Que alguien les traiga unas sábanas, ¿no?

Aunque el sol aún era razonablemente cálido en esa región de entre las Cuatro de la Tarde y las Cinco, el tiempo que habían pasado en el agua había dejado a Candy y a Malingo helados hasta los huesos, y agradecieron las sábanas y los boles hondos de sopa de pescado picante que les dieron unos minutos más tarde.

—Soy Perbo Skebble —dijo el Capitán—. El anciano es Mizzel, la moza de camarote es Galatea y el este joven es mi hijo Charry. Somos de Efreet, y nos dirigimos de vuelta allí con nuestra despensa llena.

—Buena pesca —dijo Charry. Tenía una cara ancha y feliz, que encajaba de forma natural con una expresión de sencilla alegría.

—Habrá consecuencias —replicó Mizzel, con unos rasgos tan naturalmente tristes como alegres eran los de Charry.

—¿Por qué tienes que ser siempre tan desagradable? —dijo Galatea, observando a Mizzel con desprecio. Su cabello estaba afeitado tan cerca de su cuero cabelludo que parecía poco más que una sombra. Sus brazos musculosos estaban decorados con elaborados tatuajes—. ¿No acabamos de salvar dos almas de morir ahogadas? Todos los de este navío estamos de parte de la Creadora. No nos va a pasar nada malo.

Mizzel simplemente la miró con desdén y arrancó bruscamente los boles de sopa vacíos de manos de Candy y Malingo.

—Todavía tenemos que pasar por Gorgossium —dijo mientras bajaba a la cocina con los boles. Le lanzó una mirada ladina y ligeramente amenazante a Candy mientras marchaba, como si quisiera comprobar si había conseguido sembrar las semillas del miedo en ella.

—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó Malingo.

—Nada —contestó Skebble.

—Oh, digámosles la verdad —dijo Galatea—. No vamos a mentir a esta gente. Eso sería vergonzoso.

—Entonces díselo tú —espetó Skebble—. Carry, ven, chico. Quiero asegurarme de que la captura está almacenada correctamente.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Candy a Galatea cuando padre e hijo hubieron ido a trabajar.

—Tenéis que entender que no hay hielo en este navío, así que tenemos que volver a Efreet antes de que los pescados se nos pudran. Lo que significa… dejad que os lo enseñe.

Les guió hasta la cabina del timón, donde había un mapa antiguo y envejecido colgado de la pared. Señaló con una uña mordisqueada un lugar entre la isla de Soma Pluma y Gnomon.

—Estamos por aquí —dijo—. Y tenemos que llegar… hasta aquí. —Su destino se encontraba pasado la Hora Veinticinco, hacia el norte del archipiélago—. Si tuviéramos más tiempo, tomaríamos el camino largo para volver, rodeando la costa de Gnomon y después pasando por el Presente y rumbo al norte entre Martillobobo y Girigonza, y doblando por la Hora Veinticinco hasta llegar a nuestra aldea.

La Veinticinco; Candy pensó que había estado allí durante un breve período con las mujeres del Fantomaya. Había tenido todo tipo de visiones, incluyendo una que se había repetido en sus sueños varias veces desde entonces: una mujer caminando por un cielo lleno de pájaros, mientras los peces nadaban en cielos acuosos alrededor de su cabeza.

—No habría ninguna posibilidad de que nos dejarais en la Veinticinco, ¿no? —dijo Candy.

Pero, mientras hablaba, recordó el lado oscuro de la vida en la Hora Veinticinco. Allí había sido perseguida por un par de monstruos llamados los Hermanos Fugit, cuyas facciones se movían por sus caras, sujetas por dos piernas que chasqueaban.

—¿Sabes qué? —dijo—. Quizá no sea tan buena idea después de todo.

—Bueno, de todos modos no podemos hacerlo —le contó Galatea—. Nos llevaría demasiado tiempo. El pescado se pudriría.

—Entonces, ¿en qué dirección estamos yendo? —preguntó Malingo.

Candy ya lo había supuesto mirando el mapa.

—Estamos yendo al lugar entre las Pirámides de Xuxux y Gorgossium.

Galatea sonrió. Le faltaba uno de cada dos dientes.

—Deberías ser pescadora, sí que deberías —dijo—. Sí, aquí es a donde vamos. Mizzel cree que es un mal plan. Dice que hay un sinfín de criaturas viviendo en la isla de Medianoche. Monstrosidades, dice. Cosas horribiles que vendrán volando por encima de nuestras cabezas y atacarán el barco.

—¿Por qué iban a hacer eso? —preguntó Candy.

—Porque quieren comerse los peces. O a nosotros. Quizá a ambos. No lo sé. Sea lo que sea, no son buenas noticias. De todos modos, no podemos ser miedicos con esto.

—¿Miedicos? —preguntó Candy.

—Miedosos —contestó Malingo.

—Debemos navegar cerca de Medianoche nos guste o no —continuó Galatea—. O eso o perdemos la pesca, y mucha gente pasará hambre.

—No es una buena elección —dijo Skebble subiendo de la despensa.

—Pero, como dice la chica, no tenemos elección. Y… me temo que no os queda otro remedio que venir con nosotros. O eso u os lanzamos al agua otra vez.

—Creo que mejor nos quedamos a bordo —dijo Candy dedicándole a Malingo una mirada inquieta.

Pusieron rumbo al norte, desde las brillantes aguas vespertinas de los estrechos entre la Cuarta y la Quinta hacia los oscuros mares que rodeaban Medianoche. No fue un cambio sutil. Un momento el Mar de Izabella relucía con luz del sol dorada y era cálido; al siguiente, olas de penumbras cubrían el sol y un frío glacial aparecía para rodearles. Por babor podían ver la inmensa isla de Gorgossium. Incluso desde una distancia considerable podían discernir las ventanas de las trece torres de la fortaleza de Iniquisit, y las luces que ardían alrededor de las minas Todo.

—¿Quieres verlo más de cerca? —preguntó Mizzel a Candy.

Le pasó su viejo y maltrecho telescopio, y ella estudió la isla con este. Parecía que hubiera cabezas inmensas esculpidas en las rocas salientes de la isla. Algo que parecía la cabeza de un lobo, algo que parecía vagamente un humano. Pero mucho más espeluznantes eran los grandes insectos que vio trepando por la isla: como pulgas o piojos del tamaño de un camión. La hicieron temblar, incluso a una distancia tan segura.

—No es un lugar bonito, ¿no crees? —dijo Skebble.

—No, no mucho —contestó Candy.

—A muchos tipos les gusta, sin embargo —continuó el Capitán—. Si tú corazón es oscuro, ese es el lugar al que vas, ¿no? Es donde te sientes como si fuera tu hogar.

—Hogar… —murmuró Candy.

—¿Añoras el tuyo? —preguntó.

—No. No. Bueno… a veces. Un poco. Solo por mi madre, en realidad. Pero no, eso no era en lo que estaba pensando. —Señaló Gorgossium con un movimiento de cabeza—. Se me hace extraño pensar que alguien pueda llamar a ese funesto lugar su hogar.

—Cada uno a su Hora, como escribió el poeta —dijo Malingo.

—¿Cuál es tu Hora? —le preguntó Candy—. ¿Adónde perteneces?

—No lo sé —contestó Malingo tristemente—. Perdí a mi familia hace mucho tiempo, o al menos ellos me perdieron a mí, y no espero volver a verles de nuevo en esta vida.

—Podríamos intentar encontrarles por ti.

—Algún día, quizá. —Bajó su voz hasta convertirla en un susurro—. Cuando no tengamos tantos dientes mordisqueando nuestros talones.

Se produjo una repentina explosión de risa en la cabina del timón, lo cual puso fin a la conversación. Candy se acercó para ver qué pasaba. Había un pequeño televisor —con cortinas a cada lado de la pantalla, como en un teatro— en el suelo. Mizzel, Charry y Galatea la estaban mirando, muy entretenidos con las payasadas de un muchacho de dibujos animados.

—¡Es el Niño de Commexo! —dijo Charry—. ¡Es un salvaje!

Candy había visto la imagen del Niño muchas veces ya. Era difícil avanzar mucho por Abarat sin encontrarse con su cara constantemente sonriente en un cartel o una pared. Sus payasadas y sus eslóganes se usaban para vender de todo, desde cunas hasta ataúdes, y todo lo que uno quisiera entre medio. Candy miró la parpadeante pantalla azul durante un rato, recordando el encuentro que había tenido con el hombre que había creado el personaje: Rojo Pixler. Lo había conocido en Martillobobo, brevemente, y durante las muchas semanas que habían transcurrido desde entonces había esperado encontrárselo de nuevo en algún punto del camino. Él era parte de su futuro, lo sabía, aunque no sabía cómo ni por qué.

En la pantalla, el Niño estaba haciendo travesuras, como de costumbre, para la diversión de su corta audiencia. Eran cosas simples y disparatadas.

Salpicaba con pintura; tiraba la comida. Y, en medio de todo esto, trotaba la inexorablemente feliz figura del Niño de Commexo, expendiendo sonrisas, tartas y «un poquito de amor» —como decía para rematar todos sus espectáculos— al mundo.

—Oye, señorita Miseria —dijo Mizzel, volviéndose hacia Candy—. ¡No te estás riendo!

—Es que no creo que sea muy gracioso, eso es todo.

—¡Es el mejor! —dijo Charry—. ¡Dios Lou, las cosas que dice!

—¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! —dijo Galatea, imitando a la perfección la voz chillona del Niño—. ¡Eso es lo que yo es! ¡Feliz! ¡Feliz! Fel…

La interrumpió un grito de pánico de Malingo.

—Tenemos problemas —gritó—. ¡Y vienen de Gorgossium!

Capítulo 4

Los carroñeros


Candy fue la primera en salir de la cabina y aparecer en cubierta. Malingo estaba mirando por el telescopio de Mizzel y estudiaba el cielo amenazante en dirección a Gorgossium. Había cuatro criaturas de alas oscuras volando hacia el barco pesquero.

Eran visibles porque sus entrañas resplandecían a través de las pieles translúcidas, como si estuvieran llenas de fuego. Farfullaban algo mientras se acercaban, el parloteo de seres locos y hambrientos.

—¿Qué son? —inquirió Candy.

—Son zethekaratchia —la informó Mizzel—. Zethek, en corto. Los que siempre están hambrientos. Nunca comen suficiente. Por eso podemos ver sus huesos.

—No son buenas noticias —supuso Candy.

—No lo son.

—¡Se llevarán el pescado! —dijo Skebble, saliendo de las entrañas del navío. Aparentemente se había estado ocupando del motor, ya que estaba cubierto con manchas de aceite y llevaba un gran martillo y una llave inglesa aún mayor.

—¡Cerrad las bodegas! —gritó a su tripulación—. ¡Rápido, o perderemos la captura! —Señaló a Candy y a Malingo con un dedo pequeño y regordete—. ¡Eso también va por vosotros!

—Si no pueden conseguir el pescado, ¿no vendrán a por nosotros? —dijo Malingo.

—Tenemos que salvar los peces —insistió Skebble. Agarró a Malingo del brazo y le arrastró hasta las bodegas repletas.

—¡No discutas! —dijo—. ¡No quiero perder la captura! ¡Y se están acercando!