Créditos

Medianoche absoluta


V.1: abril, 2020


Título original: Absolute Midnight

© Clive Barker, 2011

© de la traducción, Marina Rodil, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020


Diseño de cubierta: Taller de los libros

Corrección: Virginia Buedo y Unai Velasco


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-90-3

THEMA: YFH


Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

MEDIANOCHE ABSOLUTA

Clive Barler

Traducción de Marina Rodil
Serie Abarat 3


1








Epígrafe


No saldrá el sol mañana temprano.

No habrá luna que bendiga la noche.

Las estrellas se enfriarán de pronto.

Estos versos proclaman el fin de la luz.

Sobre el autor

2

Clive Barker nació en Liverpool en 1952. Es autor del best seller internacional Libros Sangrientos y de otras muchas novelas como Imajica, Sortilegio o El gran espectáculo secreto. Además de escritor también es ilustrador, guionista, director y productor. Entre sus películas más célebres se encuentran Hellraiser, Hellbound, Nighbreed y Candyman. Barker vive en Beverly Hills, California.

Contenido


Portada
Página de créditos
Dedicatoria
Epígrafe
Mapa de Abarat


Prólogo


Primera parte: Las Horas Oscuras

1. Hacia el Crepúsculo

2. El Consejo habla

3. La sabiduría de la muchedumbre

4. El niño

5. Remanentes de maldad

6. Debajo de Jibarish

7. Los pesares del Hijo Malo

8. Laguna Munn


Segunda parte: Tú, o yo no

9. Una nueva tiranía

10. Los pesares del Hijo Bueno

11. Ruptura

12. Una se convierte en dos

13. Boa

14. Vacía

15. Cara a cara

16. Laguna Munn se enfada

17. La serpiente habla

18. El desenlace

19. El precio de la libertad


Tercera parte: Muchas magias

20. Mañana, hoy

21. Boa en Medianoche

22. Quitarse de en medio

23. Una fría vida

24. En casa del predicador

25. No más mentiras


Cuarta parte: El amanecer de la Oscuridad

26. La Iglesia de los Niños del Edén

27. Interrogatorio

28. El retablo

29. La Medianoche tiene alas

30. Absorbiendo al fantasma

31. El rebaño

32. Sacrilegio

33. Unos conocidos

34. Inacabado

35. Escabullirse

36. El velo oscuro

37. Amor y guerra

38. Un viejo truco

39. Mirar hacia delante, mirar hacia atrás

40. Huesos y risas

41. Polvo de dragón

42. Los demonios

43. Aguas oscuras

44. Paria


Quinta parte: El Stormwalker

45. Los asuntos del Imperio

46. Hablando de misterios…

47. Convergencia

48. Sonrisas

49. Aquellos-que-caminan-más-allá-de-las-estrellas

50. Fuera de las profundidades

51. Padre e hijo

52. Atrocidades


Sexta parte: No existe el mañana

53. Compasión

54. La emperatriz en todo su esplendor

55. Hacia abajo

56. La mano está en llamas

57. Un cuchillo para cada corazón

58. Ahora, porque…

59. Un suspiro infinito

60. Abarataraba


Séptima parte: La llamada del Olvido

61. Desaparecidos

62. El volcán y el Vacío

63. Cerdos

64. No hay plan B

65. Canción de cuna

66. El amor llega demasiado tarde

67. Yat Yut Yah

68. Liberación

69. Por cada cuchillo, cinco corazones

70. Nada excepto las piedras

71. Una ejecución

72. La verdad

73. Las almas

74. El martillo del nephauree

75. El final del mundo

76. Y más allá


Final

Sobre el autor





Johnny 2.0 Raymond

Mark Miller

Robbie Humphreys






3

Primera parte

Las horas oscuras


Oh, dulces niños, queridos míos, es hora de irse a la cama.

Oh, dulces niños de párpados pesados,

os aseo y os alimento.

Es la hora de las almohadas, la hora de dormir

y de llenar vuestras mentes de sueños intrépidos.

Oh, dulces niños, queridos míos,

es hora de irse a la cama.


Anónimo

Capítulo 1

Hacia el Crepúsculo


La pandilla abaratiana de Candy tenía muchos planes para celebrar que había vuelto sana y salva a las islas tras la violencia y la locura del Más Allá. Pero apenas habían terminado de darle la bienvenida con besos y risas (a lo que los hermanos John añadieron una versión a cappella de un viejo estándar abaratiano) cuando Deaux-Deaux, el Capitán de Mar, que había sido el primer amigo que había hecho Candy en aguas abaratianas, fue a buscarla para decirle que se estaba transmitiendo la orden, por todos los medios y en todas las direcciones posibles, de que se presentara ante la Gran Cabeza de Yeba Día Sombrío. El Consejo de las Horas ya estaba congregado allí, en una reunión de emergencia para analizar al completo los desastrosos acontecimientos que habían tenido lugar en Chickentown. Puesto que Candy poseía una perspectiva única de dichos acontecimientos, era vital que asistiera para prestar declaración.

No sería una reunión fácil, lo sabía. Sin duda, el Consejo sospechaba que ella era el origen de los sucesos que habían causado tanta destrucción. Querrían que les diera un testimonio completo de por qué y cómo había logrado hacer unos enemigos tan poderosos como Mater Motley y su nieto, Christopher Carroña: enemigos con el poder de anular el sello que el Consejo había puesto sobre Abarat y obligar a las aguas del Izabella a doblegarse a su voluntad, lo que provocó que se formara una ola tan potente como para anegar el umbral entre los mundos e inundar las calles de Chickentown.

Se despidió en seguida de aquellos a los que acababa de volver a saludar (Finnegan Hob, Tom Dos Dedos, los hermanos John, Ginebra) y, en compañía de su amigo Malingo, el geshrat, subió a bordo de un pequeño bote que el Consejo le había enviado y partió hacia los Estrechos del Crepúsculo.

El viaje fue largo pero sin incidentes. No fue gracias al temperamento del Izabella, que estaba muy agitado y presentaba en sus corrientes multitud de pruebas del viaje que habían realizado recientemente sus aguas más allá de la frontera entre los mundos. Había restos de Chickentown flotando por todas partes: juguetes de plástico, botellas de plástico y muebles de plástico, por no mencionar cajas de cereales y latas de cerveza, páginas de revistas del corazón y televisores rotos. Una placa con el nombre de una calle, pollos muertos, el contenido de la nevera de alguien, sobras que se meneaban en bolsas de plástico herméticas: medio sándwich, unos filetes de carne y una porción de tarta de cerezas.

—Qué extraño —dijo Candy mientras observaba cómo flotaba todo—. Me da hambre.

—Hay muchos peces —dijo el abaratiano vestido con el uniforme del Consejo que conducía el bote entre la basura.

—No los veo —dijo Malingo.

El hombre se inclinó sobre un lado del bote y, con una velocidad asombrosa, metió la mano en el agua y sacó un pez gordo con puntos amarillos y manchas de color azul brillante. Le ofreció la criatura, toda pánico y colorido, a Malingo.

—Toma —dijo—. ¡Cómetelo! Es un pez sanshee. Tiene una carne muy buena.

—No, gracias, crudo no.

—Como quieras. —Se lo ofreció a Candy—. ¿Mi señora?

—No tengo hambre, gracias.

—¿Le importa si yo…?

—Adelante.

El hombre abrió la boca mucho más de lo que Candy pensaba que fuera posible y mostró dos impresionantes hileras de dientes afilados. El pez, para gran sorpresa de Candy, emitió un chillido agudo que se apagó en el instante en el que su depredador le arrancó la cabeza. La chica no quería mostrar repulsión por lo que probablemente fuera algo perfectamente natural para el piloto, así que se puso a observar de nuevo los extraños recuerdos de Chickentown que seguían flotando, hasta que la pequeña embarcación les introdujo finalmente en el ajetreado puerto de Yeba Día Sombrío.

Prólogo

Lo que el hombre ciego vio


¡Soñad!

Forjaos y surgid

de vuestras mentes para adentraros en la de otros.

Hombres, sed mujeres.

Peces, sed moscas.

Niñas, dejaos crecer la barba.

Hijos, sed vuestras madres.

El futuro del mundo ahora descansa

en los vientres de coral tras nuestros ojos.


Una canción entonada en la calle Paradise




Estoy. En la orilla de Idjit, donde las Dos de la Mañana miran al sur sobre los oscuros estrechos en dirección a la isla de Gorgossium, había una casa con una fachada muy decorada ubicada en lo alto de los acantilados. El inquilino respondía al nombre de señor Kithit, entre otros muchos apelativos, pero ninguno de esos nombres era el verdadero. Se le conocía simplemente como el Lector de Cartas. Las cartas que leían no se habían diseñado para los juegos de azar, ni mucho menos. Solo empleaba la baraja del tarot abaratiano, en el que un lector con tanta experiencia como el señor Kithit podría encontrarse con un pasado susurrante, un presente dubitativo y un futuro que apenas abría los ojos. Podía ganarse la vida cómodamente interpretando el modo en que caían las cartas.

Durante muchos años, el Lector de Cartas había atendido a los numerosos clientes que llegaban en busca de sabiduría, pero esa noche no iba a saciar la curiosidad de otros. No lo haría nunca más. Esa noche no era el futuro de otros lo que iba a encontrar en las cartas. Le habían convocado para mostrarle su propio destino.

Se sentó y respiró despacio para tranquilizarse. Entonces empezó a trazar un dibujo con las diecinueve cartas que las yemas de sus dedos habían escogido a voluntad. A pesar de estar ciego, cada imagen apareció en el ojo de su mente, junto con el nombre y el lugar numérico que ocupaba en el montón.

Estaban el miedo, la puerta hacia las estrellas, el rey de los hados y la hija de la curiosidad. No debía leerse cada carta solamente por sus propios significados, sino que también debía valorarse en conjunto con las que la rodeaban: una muestra de las matemáticas mitológicas que la mayoría de las mentes no podían desentrañar.

El hombre iluminado con velas, la isla de la muerte, la forma primitiva, el árbol de la sabiduría…

Y, por supuesto, toda la disposición de las cartas debía contrastarse con la que el cliente, en este caso él mismo, hubiera elegido como su avatar. Había elegido una carta llamada El umbral. La había devuelto al montón y había barajado las cartas dos veces antes de colocarlas por instinto en la Tirada Nula del Más Allá, cuyo nombre significaba que todo lo que contenía la baraja se mostraría en ella: todos los desagravios (el pasado), todas las posibilidades (el ahora) y todos los riesgos (en lo sucesivo y para siempre).

Movía los dedos rápido según la llamada de las cartas. Ahí había algo que querían mostrarle. Pronto entendió que en ellas había noticias que traerían grandes consecuencias, así que desatendió las normas de la lectura, la primera de las cuales dictaba que un Lector debía esperar hasta que cada una de las cartas que se necesitaban para la tirada estuviera sobre la mesa.

Se acercaba una guerra; lo vio en las cartas. Se estaban llevando a cabo los últimos movimientos; en aquel mismo instante, las armas estaban cargadas y pulidas, los ejércitos reunidos, todo listo para el día en el que la historia abaratiana torciera la última esquina. ¿Era esta la manera que tenían las cartas de decirle qué rol debía interpretar en este último y siniestro juego? Si así era, entonces cumpliría con lo que fuera que le mostraran, confiaría en su sabiduría como lo habían hecho otros tantos que habían acudido a él a lo largo de los años, desesperados por hallar otros remedios y buscando lo que las cartas mostraran.

No le sorprendió descubrir que había muchas cartas de fuego alrededor de su umbral, diseminadas como regalos. Era un hombre al que aquel elemento inmisericorde le había vuelto a forjar la vida… y la carne. Al tocar las cartas con la punta de su dedo chamuscado, no pudo evitar acordarse del incendio implacable que lo había golpeado al intentar salvar a su familia. Uno de sus hijos, el más pequeño, había sobrevivido, pero el fuego se había cobrado la vida del resto, salvo la de la madre del propio señor Kithit, a quien el fuego había concedido un indulto simplemente porque siempre había sido tan despiadada y absorbente como un gran incendio; un incendio tan potente como para convertir en cenizas una mansión y gran parte de una dinastía.

En realidad lo había perdido todo, porque su madre (se decía que enloquecida por lo que había presenciado) se había llevado al niño y había desaparecido en el Día o la Noche, quizás en su obsesión por mantener al único superviviente de sus veintitrés nietos apartado del más mínimo indicio de humo en el viento. Pero el pretexto de la demencia nunca había sido suficiente para calmar del todo el desasosiego del Lector de Cartas. Su madre nunca había sido una mujer muy honesta. Le gustaban (más de lo recomendable para un espíritu desequilibrado como el suyo) las historias de la Magia Insondable, de la Tierra Ensangrentada y cosas peores. Y al Lector de Cartas le había preocupado bastante haber perdido la pista tanto de su madre como de su hijo; le preocupaba porque sabía qué estaban haciendo. Pero le inquietaba incluso más porque los dos, la que le había dado a luz y al que había concebido, estaban ahí fuera, en algún lugar; eran una parte de los poderes que se estaban conjurando para llevar a término la destrucción que señalaba toda la distribución de las cartas.

—¿Debería ir a buscaros? —dijo—. ¿Es eso? ¿Es un emotivo reencuentro lo que buscas, madre?

Juzgó por el peso cuántas cartas había colocado hasta entonces. Suponía que algo más de la mitad. Era posible que la otra mitad, la que seguía en su mano, portase noticias de su último vínculo con la historia abaratiana, pero lo dudaba. Esa no era una tirada de particularidades, era la Tirada Nula del Más Allá, el último evangelio apocalíptico del tarot abaratiano.

Colocó bocabajo las cartas sin usar y se dirigió a la puerta de su casa para que los rayos plateados de las estrellas le bañaran el rostro lleno de cicatrices. Habían quedado atrás los años en los que los niños del pueblo de Eedo, situado al final del empinado sendero que ascendía zigzagueando por el acantilado hasta la casa, habían tenido miedo de él. Aunque aún fingían sentir pánico para hacerse reír entre ellos y él alimentaba la farsa interpretando al monstruo que gruñe, los niños sabían que normalmente tenía unos cuantos paterzemes que lanzaba desde el umbral para que se pelearan por ellos, especialmente cuando, como esa noche, le traían algo que habían encontrado a lo largo de la costa. Aquel día, mientras estaba de pie en la puerta de la casa, uno de sus favoritos, una dulce mestiza de Capitán de Mar y de la raza común llamada Lupta, vino a buscarle chillando seguida de cerca por un séquito de niños.

—¡Tengo restitos y desechitos del naufragio! —se jactó—. Tengo muchos. ¡Mira! ¡Mira! Todos han salido de Nuestra Gentil Dama Izabella.

—¿Quieres ver más? —preguntó su hermano, Kipthin.

—Por supuesto —dijo el Lector de Cartas—. Eso siempre.

Lupta le gruñó unas instrucciones a su pequeña pandilla y esta soltó con gran estrépito la captura de la red al suelo, delante de la casa del Lector de Cartas. Este escuchó con su oído experto el ruido que producía el hallazgo. Los objetos eran grandes: algunos martilleaban y sonaban mucho, otros repicaban como campanitas deterioradas.

—Niña, descríbemelos, por favor.

Lupta procedió a hacerlo, pero, como solía ocurrir en los regateos de las semanas posteriores a que las corrientes explosivas del Izabella irrumpieran en el Más Allá, inundaran la ciudad de Chickentown en Minnesota y volvieran arrastrando con ellas algunos trofeos de aquella otra dimensión, no era nada fácil describir o representar los objetos que la marea había arrojado sobre la playa rocosa de abajo, ya que no tenían un equivalente abaratiano. Aun así, el Lector de Cartas escuchó atentamente, a sabiendas de que, si quería entender el significado de la baraja a medio descubrir en la habitación oscura que había a sus espaldas, entonces necesitaría comprender la naturaleza de los misteriosos humaníticos, y algunos de sus artefactos, cuyos detalles resultaban difíciles de imaginar para un hombre ciego, ofrecerían con toda seguridad pistas importantes sobre la naturaleza de aquellos que podrían destruir el mundo. La pequeña Lupta quizás sabía más de lo que creía saber; de detrás de sus suposiciones podía extraerse la verdad.

—¿Para qué servirán estos objetos? —preguntó él—. ¿Son máquinas o juguetes? ¿Se supone que se comen? ¿O son para matar?

Se escucharon unos murmullos frenéticos entre la pandilla de Lupta, pero al final la niña dijo con total seguridad:

—No lo sabemos.

—El mar los ha destrozado bastante —dijo Kipthin.

—No esperaba menos —dijo el Lector de Cartas—. Aun así, dejadme que los palpe. Guíame, Lupta. No hay nada que temer, pequeña. No soy un monstruo.

—Ya lo sé. Si lo fueras, no parecerías uno.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Yo.

—Mmm. Está bien, ¿hay algo aquí que creas que yo podría comprender?

—Sí. Aquí. Dame las manos.

Lupta colocó uno de los objetos en las palmas extendidas. Tan pronto como los dedos del Lector de Cartas entraron en contacto con lo que fuera aquello, sus piernas empezaron a temblar, se cayó al suelo y soltó el desecho que Lupta le había dado. Extendió la mano y la buscó, sobrecogido por el mismo fervor que lo poseía cada vez que leía las cartas. Sin embargo, había una diferencia importante. Cuando leía las cartas, su mente era capaz de crear un patrón con las señales que veía. Pero ahora no había ningún patrón, solo un caos que cubría más caos. Vio un monstruoso barco de guerra y a su madre, más anciana pero tan arpía como siempre, ordenándole a las aguas del Izabella que rompieran violentamente a través de la divisoria de su cauce natural en dirección al Más Allá, mientras la enloquecida inundación destrozaba lo que había al otro lado.

—Chickentown —murmuró.

—¿La ves? —preguntó el hermano de Lupta.

—La están arrasando —asintió el Lector de Cartas.

Cerró los ojos con más fuerza, como si pudiera bloquear con una ceguera voluntaria los horrores que veía.

—¿Ha escuchado alguno de vosotros alguna historia de las personas del Más Allá? —preguntó a los niños.

Como había ocurrido antes, hubo un murmullo frenético, pero captó que uno de los visitantes instaba a Lupta a que se lo contara.

—¿Contarme el qué? —preguntó el ciego.

—Lo de las personas de un sitio llamado Chickentown. Solo son historias —dijo Lupta—. No sé si alguna de ellas es cierta.

—Cuéntamelas de todas formas.

—Cuéntale lo de la chica. Todo el mundo habla de ella —dijo un tercer miembro de la pandilla de Lupta.

—Candy… Quackenbush… —dijo el ciego, casi para sí mismo.

—¿La has visto en tus cartas? —preguntó Lupta—. ¿Sabes dónde está?

—¿Por qué?

—La has visto, ¿a que sí?

—¿Qué importaría si la hubiese visto?

—¡Tengo que hablar con ella! ¡Quiero ser como ella! La gente habla de todo lo que hace.

—¿Como qué?

La voz de Lupta se convirtió en un susurro.

—Nuestro sacerdote dice que hablar de ella es pecado. ¿Tiene razón?

—No, Lupta, no creo que tenga razón.

—Me escaparé de casa algún día, ¡eso haré! Quiero encontrarla.

—Ten cuidado —dijo el Lector de Cartas—. Son tiempos peligrosos y van a ir a peor.

—Me da igual.

—Bueno, al menos ven a despedirte, pequeña —dijo el Lector de Cartas. Rebuscó en el fondo de su bolsillo y sacó unos cuantos paterzemes—. Toma —dijo mientras le ofrecía las monedas a Lupta—. Gracias por subirme estos objetos de la playa. Repartid esto entre vosotros. Equitativamente, claro.

—¡Por supuesto! —dijo Lupta. Y, contentos por su recompensa, la niña y sus amigos bajaron por la carretera hacia el pueblo y dejaron al Lector de Cartas solo con sus pensamientos y con la colección de objetos que la corriente, los niños y las circunstancias habían llevado ante él.

La revoltosa niña y su pandilla habían llegado en el momento oportuno. Tal vez con los restos que habían subido pudiera descifrar mejor la tirada. Las cartas y aquella basura tenían mucho en común: ambas cosas eran una colección de pistas que conectaban con lo que había sido el mundo en una época mejor. Volvió a entrar en la casa, se sentó de nuevo a la mesa y recogió el montón de cartas que aún no había colocado. Solo había depositado otras dos cuando la que representaba a Candy Quackenbush apareció. Era fácil de identificar. Yo soy ellos, se llamaba la carta. No recordaba haberla visto antes.

—Vaya, vaya… —murmuró—. Mírate. —Le dio unos golpecitos con el dedo—. ¿Qué te da el derecho a ser tan poderosa? ¿Y qué interés tienes tú en mí? —La chica de la carta se lo quedó mirando fijamente desde el ojo de su mente—. ¿Estás aquí para traerme agonía o alegría? Porque te confieso que ya he sufrido más de la cuenta y no podría soportar mucho más.

Yo soy ellos lo observó con gran compasión.

—Ah —dijo él—, no se ha terminado. Al menos ahora lo sé. Sé buena conmigo, ¿de acuerdo? Si es que está en tu poder hacerlo.

Le llevó otras seis horas y media después de su conversación con Candy Quackenbush decidir que ya había terminado de leer la tirada. Juntó las cartas, las contó para asegurarse de que estaban todas y después salió de la casa llevándoselas con él. El viento se había levantado considerablemente desde que había estado allí con Lupta y su pequeña pandilla. Soplaba deprisa al dar la vuelta a la esquina de la casa y lo golpeaba mientras se acercaba al borde del acantilado con el montón de cartas agitándose en su mano.

Cuanto más lejos de la puerta se aventuraba, más inestable se volvía el suelo, que pasaba de la tierra sólida al barro y los guijarros. Las cartas se excitaban más y más con cada paso que él daba allí afuera, más allá del borde del acantilado. Los acontecimientos que habían sido incapaces de revelar eran ahora inminentes.

De pronto, el viento cogió fuerza y lo lanzó hacia adelante, como si quisiera arrojarlo al mundo. Su pie derecho se apoyó sobre el aire y se precipitó mientras veía con muchísima claridad en el ojo de su mente las olas del Izabella que había más abajo. Dos pensamientos se agolparon a la vez en su mente: uno, que no había visto esto, su muerte, en las cartas; y dos, que se había equivocado con respecto a Candy Quackenbush. Al final no se encontraría con ella, lo que le entristeció.

Entonces dos pequeñas pero fuertes manos lo agarraron de la camisa y tiraron de él para alejarlo del borde. En lugar de precipitarse a su muerte, cayó hacia atrás y aterrizó sobre su salvador. Era la pequeña Lupta.

—Lo sabía —dijo ella.

—¿Sabías el qué?

—Que ibas a hacer alguna estupidez.

—No iba a hacerlo.

—Pues parecía que sí.

—El viento me ha arrastrado, eso es todo. Gracias por salvarme y evitar que perdiera…

—¡Las cartas! —dijo Lupta.

Las sujetaba con muy poca fuerza. Cuando el viento volvió a arremeter como un torrente, se las arrebató de la mano y, con un sonido que parecía el murmullo de aplausos mientras se chocaban las unas con las otras, se llevó las cartas por el aire indiferente.

—Deja que se vayan —dijo el ciego.

—Pero, ¿cómo conseguirás dinero sin tus cartas?

—El cielo me proveerá. O no lo hará y pasaré hambre. —Se puso en pie—. En cierto sentido, esto confirma mi decisión. Mi vida aquí se ha acabado. Ha llegado el momento de ir a ver las Horas una última vez antes de que ellas y yo muramos.

—¿Quieres decir que están llegando a su fin?

—Sí. Muchas cosas terminarán pronto: las ciudades, los príncipes, las cosas buenas y las cosas malas. Todo desaparecerá. —Hizo una pausa para mirar con sus ojos ciegos hacia el cielo—. ¿Hay muchas estrellas esta noche?

—Sí. Muchísimas.

—Oh, bien, muy bien. ¿Me guiarás hasta la carretera del Norte?

—¿No quieres atravesar el pueblo? ¿Para despedirte?

—¿Tú lo harías?

—No.

—No. Llévame solo hasta la carretera del Norte. Una vez la tenga bajo los pies, sabré a dónde ir desde allí.

Capítulo 2

El Consejo habla


Candy había esperado que la convocaran en la Sala del Consejo, que los Consejeros la interrogaran sobre lo que había visto y experimentado y que después la dejaran irse para reunirse de nuevo con sus amigos. Pero, tan pronto como se presentó ante el Consejo, pareció evidente que, de los once individuos allí reunidos, no todos pensaban que Candy era una víctima inocente de los acontecimientos desastrosos causantes de tanta destrucción, sino que debía pactarse alguna clase de castigo.

Una de las acusadoras de Candy, una mujer llamada Nyritta Maku, originaria de Huffaker, fue la primera en expresar su opinión y lo hizo sin edulcorarla ni lo más mínimo.

—Está muy claro que, por razones que solo tú conoces —dijo; su cráneo de piel azul se extendía hasta formar una serie de subcráneos de hueso blando y con un tamaño más pequeño que colgaban como una cola—, viniste a Abarat sin que nadie de esta sala te invitara, con la intención de causar problemas. Y así fue de inmediato: liberaste a un geshrat del servicio de un mago encarcelado sin tener ninguna autoridad para ello; despertaste la furia de Mater Motley, lo que por sí solo merecería una dura sentencia; y hay cosas peores. Ya hemos escuchado testimonios. Parece que tienes la arrogancia de pensar que interpretarás un papel importante en el futuro de nuestras islas.

—Yo no vine aquí deliberadamente, si es a eso a lo que te refieres.

—¿No has hecho semejante afirmación?

—Esto es un accidente. Que yo esté aquí es un accidente.

—Responde a la pregunta.

—Si tuviera que hacer una suposición aventurada, diría que es lo que intenta hacer, Nyritta —dijo el representante del Presente. Era una espiral de cálida luz moteada en medio de la cual flotaban semillas de amapola de oro blanco—. Dale la oportunidad de que encuentre las palabras.

—Oh, de verdad que te encantan las causas perdidas, Keemi.

—No estoy perdida —dijo Candy—. Sé manejarme bastante bien.

—¿Y cómo es eso? —preguntó un tercer miembro del Consejo; su rostro era una flor de cuatro pétalos con ocho ojos y una boca brillante en el centro—. No solo te manejas bien por las islas, sino que también sabes mucho sobre el Abarataraba.

—Solo he escuchado historias de aquí y de allá.

—¡Historias! —dijo Yobias Thim, que llevaba una fila de velas alrededor del ala de su sombrero—. Uno no aprende a manejar a Feits y Wantons solo escuchando historias. Creo que lo que ocurrió con Motley y Carroña y tus conocimientos del Abarataraba forman parte de un mismo asunto muy sospechoso.

—Dejadlo estar —dijo Keemi—. No la hemos hecho venir a Okizor para interrogarla sobre por qué conoce el Abarataraba.

Miró a los Consejeros de su alrededor: no había dos que compartieran la misma fisionomía. El representante de Gorro de Orlando tenía una brillante cresta de gallo con plumas coloradas y turquesas que se alzaban orgullosas en medio de su agitación, mientras que el rostro del representante de Soma Pluma, Helio Fatha, oscilaba como si mirase fijamente a través de una nube de calor. La cara iluminada del Consejero de las Seis de la Mañana estaba cubierta con la promesa de un nuevo día.

—Vale, es verdad. Sé algunas… cosas —admitió Candy—. Empezó en el faro cuando descubrí cómo invocar al Izabella. No estoy diciendo que no pudiera hacerlo, porque pude. Es solo que no sé cómo lo hice. ¿Acaso importa?

—Si este Consejo piensa que importa —gruñó el semblante de piedra originario de Efreet—, entonces importa. Y todo lo demás debería serte indiferente hasta que la pregunta se haya respondido satisfactoriamente.

Candy asintió.

—De acuerdo —dijo—. Lo haré lo mejor que pueda, pero es complicado.

Y así empezó a contarles lo mejor que pudo las partes que conocía, empezando por los acontecimientos de los que derivó todo lo demás: su nacimiento y el hecho de que, más o menos una hora antes de que su madre llegara al hospital, en una carretera vacía y empapada por las lluvias torrenciales en medio de ninguna parte, tres mujeres del Fantomaya (Diamanda, Joephi y Mespa) habían cruzado la divisoria prohibida entre Abarat y el Más Allá en busca de un lugar en el que esconder el alma de la princesa Boa, cuyos restos reposaban en el Presente desde su asesinato.

—Encontraron a mi madre allí sentada—dijo Candy—, esperando a que mi padre volviera con gasolina para la camioneta…

Hizo una pausa porque en su mente apareció un zumbido que sonaba cada vez más y más alto. Era como si el cráneo se le hubiese llenado de cientos de abejas furiosas. No era capaz de pensar con claridad.

—Encontraron a mi madre… —volvió a decir, consciente de que arrastraba las palabras.

—Olvídate de tu madre durante un segundo —dijo el representante de Martillobobo, un tarrie-gato bípedo llamado Jimothi Tarrie al que Candy ya conocía de antes—. ¿Qué sabes del asesinato de la princesa Boa?

—Boa.

—Sí.

Claro. Boa.

—Digamos que… bastante —respondió Candy.

Lo que ella pensaba que eran las voces de las abejas se estaban transformando en sílabas, y las sílabas en palabras, y las palabras en frases. Había alguien hablando en su cabeza.

«No les cuentes nada», dijo la voz. «Son burócratas, todos ellos».

Conocía esa voz. La había estado escuchando toda la vida. Había pensado que era su voz, pero solo porque hubiera estado en su cráneo toda su vida no significaba que fuera suya. Dijo el nombre de la otra sin pronunciarlo en voz alta.

«Princesa Boa».

«Sí, por supuesto», dijo la otra mujer. «¿A quién esperabas si no?».

—Jimothi Tarrie te ha hecho una pregunta —dijo Nyritta.

—La muerte de la princesa… —le recordó Jimothi.

—Sí, lo sé —dijo Candy.

«No les cuentes nada», repitió Boa. «No dejes que te intimiden. Utilizarán tus palabras en tu contra. Ten mucho cuidado».

Candy se sentía profundamente intranquila por la presencia de la voz de Boa y especialmente infeliz por que se hubiera hecho audible precisamente en ese momento, pero tenía la sensación de que el aviso que le estaba dando era acertado. Los Consejeros la estaban observando con gran suspicacia.

—… he escuchado algunos rumores —les dijo—. Pero la verdad es que no recuerdo mucho…

—Pero estás aquí en Abarat por una razón —dijo Nyritta.

—¿De verdad? —contestó.

—Bueno, ¿no lo sabes? Dínoslo tú. ¿Es así?

—No encuentro… ninguna razón en mi mente, si es eso a lo que te refieres —dijo Candy—. Creo que a lo mejor estoy aquí solo porque dio la casualidad de que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado.

«Buen trabajo», dijo Boa. «Ahora no saben qué pensar».

El análisis de Boa parecía correcto. Había muchos ceños fruncidos y miradas desconcertadas alrededor de la mesa del Consejo. Pero Candy no se había librado todavía.

—Cambiemos de tema —dijo Nyritta.

—¿Para hablar de qué? —preguntó Helio Fatha.

—¿Qué tal de Christopher Carroña? —le dijo Nyritta a Candy—. Tuviste algún tipo de relación con él. ¿No es así?

—Bueno, intentó que me asesinaran, si eso es a lo que te refieres con «relación».

—No, no, no. Tu enemiga era Mater Motley. Lo que tenías con Carroña era otra cosa. Admítelo.

—¿Como qué? —dijo Candy.

Ahora necesitaba mentir y lo sabía. Lo cierto es que sí era consciente de por qué Carroña se había sentido atraído por ella, pero no iba a dejar que los Consejeros lo supieran. No hasta que ella misma supiera más. Así que dijo que era un misterio para ella; un misterio que casi le había costado la vida, como aprovechó para recordarles.

—Bueno, sobreviviste para contar la historia —remarcó Nyritta, derrochando sarcasmo.

—Entonces, ¿por qué no lo cuentas, en lugar de divagar de una cosa a la siguiente sin explicar nada en absoluto? —dijo Helio Fatha.

—No tengo nada que contar —contestó Candy.

—Hay leyes que defienden Abarat de los de tu especie. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Qué vais a hacer? ¿Ejecutarme? —dijo Candy—. Oh, no pongáis esa cara de sorpresa. No sois ángeles. Sí, probablemente tuvierais buenas razones para protegeros de los de mi especie, pero ninguna especie es perfecta. Ni siquiera los abaratianos.

«Boa tenía razón», pensó Candy. Eran una panda de abusones. Igual que su padre. Igual que todos los demás. Y cuanto más la intimidaban, más decidida estaba ella a no darles ninguna respuesta.

—No puedo obligaros a que me creáis. Podéis interrogarme todo cuánto queráis, pero os seguiréis encontrando con la misma respuesta: ¡yo no sé nada!

Helio Fatha resopló con desdén.

—Ah, ¡dejadla marchar! —dijo—. Esto es una pérdida de tiempo.

—Pero tiene poderes, Fatha. La vieron haciendo uso de ellos.

—¿Y qué si los leyó en un libro? ¿No estuvo con el idiota de Wolfswinkel durante un tiempo? Sea lo que sea lo que ha aprendido, lo olvidará. La humanidad no puede retener los misterios.

Hubo un silencio largo e irritado. Finalmente, Candy dijo:

—¿Puedo irme?

—No —dijo el representante con el rostro de piedra de Efreet—. No hemos terminado con nuestras preguntas.

—Deja que se vaya, Zuprek —dijo Jimothi.

—Neabas todavía tiene algo que decir —respondió el efreetiano.

—Pues adelante.

Neabas habló como un caracol deslizándose por el filo de un cuchillo. Su aspecto era como el de una telaraña irisada.

—Todos sabemos que siente algún afecto por la criatura, aunque el motivo nos sea incomprensible. Es obvio que nos está ocultando mucha información. Si por mí fuera, llamaría a Yeddik Magash…

—¿A un torturador? —dijo Jimothi.

—No. Simplemente es alguien que sabe obtener la verdad cuando, como ocurre ahora, se oculta a propósito. Pero no espero que este Consejo autorice dicha elección. Sois todos demasiado blandos. Elegiréis la piel en lugar de la piedra y al final todos sufriremos por ello.

—¿De verdad tenéis alguna pregunta para la chica? —preguntó Yobias Thim con cansancio—. Se me han consumido todas las velas y no tengo más aquí conmigo.

—Sí, Thim. Tengo una pregunta —dijo Zuprek.

—Entonces, por el amor de Lou, pregunta.

Las esquirlas de Zuprek observaron fijamente a Candy.

—Quiero saber cuándo fue la última vez que estuviste en compañía de Christopher Carroña —dijo.

«No digas nada», le dijo Boa.

«¿Por qué no pueden saberlo?», pensó Candy y, sin esperar ningún otro argumento por parte de Boa, respondió a Zuprek.

—Lo encontré en la habitación de mis padres.

—¿Eso fue en el Más Allá?

—Sí, claro. Ni mi padre ni mi madre han estado en Abarat. Nadie de mi familia ha estado nunca.

—Bueno, eso es una especie de consuelo, supongo —dijo Zuprek—. Al menos no tendremos que lidiar con una invasión de Quackenbush.

Su humor sarcástico obtuvo unas cuantas risitas por parte de las almas compasivas que había en la mesa: Nyritta Maku, Skippelwit y uno o dos más. Pero Neabas seguía teniendo más preguntas y se puso mortalmente serio.

—¿Cuál era el estado de Carroña? —quiso saber.

—Estaba muy malherido. Pensé que iba a morir.

—¿Pero no se murió?

—En la cama no, no.

—¿Insinúas que fue en otro sitio cercano?

—Solo sé lo que vi.

—¿Y qué viste?

—Pues… la ventana se abrió de golpe y entró un montón de agua que se lo llevó. Esa fue la última vez que lo vi: cuando se hundió entre las aguas oscuras y desapareció.

—¿Estás satisfecho, Neabas? —dijo Jimothi.

—Casi —fue la respuesta—. Simplemente dinos, sin mentiras ni medias verdades, ¿cuál crees que es la auténtica razón por la que Carroña se interesó por ti?

—Ya lo he dicho: no lo sé.

—Ella tiene razón —Jimothi se dirigió a sus compañeros del Consejo—. Ahora estamos dando vueltas en círculos. Yo digo que ya es suficiente.

—Tengo que darte la razón —observó Skippelwit—. Aunque yo, como Neabas, añoro los buenos tiempos en los que podríamos haberla dejado con Yeddik Magash durante un rato. No tengo ningún problema en utilizar a alguien como Magash si la situación realmente lo requiere.

—Y esta no lo requiere —dijo Jimothi.

—Al contrario, Jimothi —dijo Neabas—. Va a haber una Última Gran Guerra…

—¿Eso cómo lo sabes? —preguntó Jimothi.

—Acéptalo sin más. Sé qué aspecto tiene el futuro y es desalentador. El Izabella se teñirá de rojo desde Tazmagor hasta Babilonium. No estoy exagerando.

—¿Y todo eso será por su culpa? —preguntó Helio Fatha—. ¿Es eso lo que insinúas?

—¿Todo? —dijo Neabas—. No, todo no. Hay diez mil razones por las que una guerra puede acabar ocurriendo. Si será la última guerra está… digamos… abierto a la especulación. Pero, tanto si lo es como si no, va a ser un conflicto desastroso porque llega con muchas preguntas sin contestar, muchas de las cuales (quizás la mayoría, quizás todas) están relacionadas con esta chica. Su presencia ha avivado el fuego bajo la sartén. Y ahora hervirá. Hervirá y arderá.

«¿Qué respondo a eso?», le preguntó en silencio Candy a Boa.

«Lo menos posible», le contestó Boa. «Deja que él vaya a la ofensiva, si ese es el juego al que quiere jugar. Simplemente finge que estás a gusto y eres sofisticada en lugar de ser una niña a la que sacaron de ninguna parte».

«¿Quieres decir que actúe más como una princesa?», contestó Candy, incapaz de alejar un genuino disgusto de sus pensamientos.

«Bueno, ya que lo planteas de ese modo…», dijo la princesa.

«¿Ya que lo planteo de ese modo?».

«Sí. Supongo que quiero decir más como yo».

«Bueno, pues sigue pensando», dijo Candy.

«No discutamos por eso. Las dos queremos lo mismo».

«¿Y qué es?».

«Evitar que nos encierren en una habitación con Yeddik Magash».

—De manera que, si alguien tiene acceso a la naturaleza de Carroña, esa es nuestra invitada. ¿No es verdad, Candy? ¿Puedo llamarte Candy? No somos tus enemigos. Lo sabes, ¿verdad?

—Eso tiene gracia, porque no me da esa impresión en absoluto —respondió Candy—. Venga, se acabaron los juegos estúpidos. Todos pensáis que yo conspiraba con él, ¿no es cierto?

—¿Conspirar para hacer qué? —preguntó Helio Fatha.

—¿Cómo voy a saberlo si no es verdad? —contestó Candy.

—No somos tontos, muchacha —dijo Zuprek cuando se volvió a incorporar a la discusión con un tono de voz claramente agresivo—. Seguimos teniendo a nuestros informantes. No puedes frecuentar a alguien como Christopher Carroña sin llamar la atención.

—¿Me estás diciendo que nos estuvisteis espiando?

Zuprek permitió que una sonrisa fantasmal rondara su rostro de piedra.

—Qué interesante —dijo en voz baja—. Huelo culpabilidad.

—No es verdad —replicó Candy—. Solo puedes oler irritación. No teníais derecho a vigilarme. A vigilarnos. ¿Sois el Gran Consejo de Abarat y espiáis a vuestros propios ciudadanos?

—Tú no eres una ciudadana. Eres una doña nadie.

—Eso ha sido muy cruel, Zuprek.

—Se está riendo de nosotros. ¿Es que ninguno se da cuenta? Será nuestra muerte y se ríe de nosotros.

Se produjo un silencio prolongado. Al final alguien dijo:

—Hemos terminado con esta entrevista. Sigamos adelante.

—Estoy de acuerdo —dijo Jimothi.

—¡No nos ha contado nada, estúpido gato! —gritó Helio.

Jimothi se levantó de un salto de su silla y se puso sobre las patas traseras con un ágil movimiento.

—Sabes que mi gente está más cerca de las bestias que algunos de vosotros —dijo—. Tal vez deberías recordarlo. Huelo mucho miedo en esta habitación ahora mismo… muchísimo.

—Jimothi… ¡Jimothi! —Candy se interpuso en el campo visual del Rey de los Gatos—. Nadie ha resultado herido. Todo va bien. Lo que ocurre es que hay ciertas personas aquí que no tienen ningún respeto por aquellos que son algo diferentes.

Jimothi miró fijamente a través de Candy sin oírla, o eso parecía, y sin escuchar nada de lo que decía. Clavó las garras en la mesa y arañó la madera pulida.

—Jimothi…

—Tengo en muy alta estima a la visitante. Admito que eso me lleva a pensar bien de ella, pero si realmente creyera que, como ha expresado Zuprek, pudiera ser «nuestra muerte», no habría afecto en todo Abarat que pudiera hacerme ser compasivo.

—Entonces, Zuprek —dijo Nyritta—, creo que recae en ti el hecho de probarlo o no probarlo.

—Olvídate de las pruebas —dijo Neabas—. Esto no tiene que ver con las pruebas, sino con la fe. Los que tenemos fe en el futuro de Abarat debemos actuar para protegerlo. Posiblemente se nos criticará por nuestras decisiones…

—¿Te refieres a los campos de prisioneros? —dijo Nyritta.

—No me parece bien que la chica nos oiga hablar de los campos —dijo Zuprek—. No es de su incumbencia.

—¿Qué importa eso? —preguntó Helio—. La gente ya lo sabe.

—Ha llegado la hora de que hablemos de ello —dijo Jimothi—. Commexo está construyendo uno en Martillobobo, pero nadie pregunta nada al respecto. A nadie le importa siempre y cuando el Niño siga diciéndoles que todo va perfectamente.

—¿No apoyas los campos, Jimothi? —inquirió Nyritta.

—No, no los apoyo.

—¿Por qué no? —dijo Yobias—. Tu linaje familiar es perfectamente puro. Mírate. Un abaratiano de pura cepa.

—¿Y qué?

—Estás completamente a salvo. Todos lo estaremos.

Candy percibió algo significativo en aquello, pero mantuvo el tono de voz normal, a pesar de la sensación de náuseas.

—¿Campos?

—No tienen nada que ver contigo —la cortó Nyritta—. Ni siquiera deberías estar escuchando estas cosas.

—Lo has dicho como si fuera algo de lo que te avergüenzas —dijo Candy.

—Le estas dando un significado a mis palabras que no tienen.

—Vale. Entonces no estás avergonzada.

—Por supuesto que no. Simplemente estoy cumpliendo con mi deber.

—Me alegro de que te sientas orgullosa —intervino Jimothi— porque un día puede que sea necesario responder por las decisiones que hemos tomado: este interrogatorio, los campos… todo. —Miraba hacia abajo, hacia sus garras—. Si esto sale mal necesitarán cuellos para las sogas, y serán los nuestros. Deberían ser los nuestros. Todos sabíamos lo que hacíamos cuando empezamos con esto.

—Temes por tu pellejo, ¿verdad, Jimothi? —dijo Zuprek.

—No —contestó Jimothi—. Temo por mi alma, Zuprek. Tengo miedo de que vaya a perderla porque estaba demasiado ocupado construyendo campos para los purasangre.

Zuprek profirió un chirrido y procedió a levantarse de la mesa con las manos convertidas en puños.

—No, Zuprek —dijo Nyritta Maku—, esta reunión se ha terminado. —Se dirigió a Candy en un aparte—. Vete, muchacha. ¡Puedes marcharte!

—¡No he terminado con ella! —gritó Zuprek.

—¡Pero el comité sí! —dijo Maku. En esta ocasión empujó a Candy en dirección a la puerta—. ¡Vete!

Ya estaba abierta. Candy se volvió para mirar a Jimothi, agradecida por todo lo que había hecho. Después se alejó a través de la puerta mientras los gritos de Zuprek rebotaban por las paredes de la Sala:

—¡Será nuestra muerte!

Capítulo 3

La sabiduría de la muchedumbre


Candy encontró a Malingo esperándola fuera de la Sala del Consejo entre la multitud. La mirada de alivio que inundó su rostro cuando la vio salir casi hacía que el disgusto de tener que pasar por una entrevista tan desagradable mereciera la pena. Le explicó lo mejor que pudo todo lo que había tenido que aguantar.

—¿Pero te han dejado marcharte? —preguntó cuando Candy hubo terminado.

—Sí —contestó ella—. ¿Pensabas que iban a mandarme a la cárcel?

—Se me había pasado por la mente. No aprecian el Más Allá, eso está claro. Solo con escuchar a la gente que pasa por la calle…

—Y lo peor está aún por llegar —dijo Candy.

—¿Otra guerra?

—Eso es lo que piensa el Consejo.

—¿Abarat contra el Más Allá? ¿O la Noche contra el Día?

Candy percibió unas cuantas miradas de desconfianza dirigidas a ella.

—Creo que será mejor que sigamos con esta conversación en otra parte —dijo—. No quiero más interrogatorios.

—¿A dónde quieres ir? —preguntó Malingo.

—A cualquier sitio, siempre y cuando esté lejos de aquí —contestó Candy—. No quiero que me hagan más preguntas hasta que tenga todas las respuestas.

—¿Y cómo piensas lograr eso?

Candy le lanzó a Malingo una mirada incómoda.

—Dilo —pidió él—. Sea lo que sea lo que esté cruzando por tu mente.

—Tengo a una princesa metida en la cabeza, Malingo. Y ahora sé que lleva ahí desde el día en que nací. Eso cambia las cosas. Pensaba que era Candy Quackenbush de Chickentown, Minnesota, y de algún modo lo era. Por fuera llevaba una vida normal, pero por dentro, aquí —dijo mientras se señalaba la sien con el dedo—, estaba aprendiendo lo que ella sabía. Esa es la única explicación que tiene sentido. Boa aprendió a hacer magia de Carroña. Y después yo se la arrebaté a ella y la escondí.

—Pero eso lo estás diciendo en voz alta ahora mismo.

—Porque ahora ella ya lo sabe. A ninguna de las dos nos sirve de nada jugar al escondite. Ella está dentro de mí y yo lo sé. Y yo sé todo lo que ella ha aprendido del Abarataraba. Y lo sabe.

«Yo habría hecho lo mismo, no me cabe duda», dijo Boa. «Pero creo que ha llegado la hora de que nos separemos».

—Estoy de acuerdo.

—¿Con qué? —preguntó Malingo.

—Estaba hablando con Boa. Quiere recuperar su libertad.

—No puedo culparla —dijo Malingo.

—Yo no la culpo —dijo Candy—. Es solo que no sé por dónde empezar.

«Pídele al geshrat que te hable de Laguna Munn».

—¿Conoces a alguien que se llama Laguna Munn?

—Personalmente no —dijo Malingo—. Pero había unos versos en uno de los libros de Wolfswinkel que hablaban de la mujer.

—¿Los recuerdas?

Malingo se quedó pensativo durante un instante. Entonces recitó:


Laguna Munn

tenía un hijo

perfecto en todos los sentidos.

Un placer verlo trabajar,

¡y un gozo verlo jugando!

Pero, oh, ¿cómo dio con él?

¡No me atrevo a expresarlo!


—¿Ya está?

—Sí. Supuestamente, uno de sus hijos estaba hecho de todas las bondades que había en ella, pero era un niño aburrido. Tan aburrido que no quería tener nada que ver con él. De manera que creó otro hijo…

—Déjame adivinarlo: ¿hecho de todo el mal que había en ella?

—Bueno, quienquiera que compusiera las rimas no se atrevía a decirlo, pero sí, creo que eso es lo que se supone que debemos pensar.

«Es una mujer muy poderosa», dijo Boa. «Y se la conoce por usar sus poderes para ayudar a la gente, si está de humor». Candy se lo transmitió a Malingo. Después Boa añadió: «Está loca, por supuesto».

—¿Por qué siempre hay una trampa? —dijo Candy en voz alta.

—¿Cómo? —preguntó Malingo.

—Boa dice que Laguna Munn está loca.

—¿Y qué? ¿Es que tú eres Candy, la dama de la cordura? No lo creo.

—Buena observación.

—Que los locos encuentren sabiduría en la locura para los cuerdos y que los cuerdos se sientan agradecidos.

—¿Eso es un refrán conocido?

—Quizá sí, si lo digo lo suficiente.

«El geshrat dice muchas cosas con sentido… para ser un geshrat».

—¿Qué ha dicho? —le preguntó Malingo a Candy.