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Edmund D. Pellegrino y David C. Thomasma

Edmund D. Pellegrino (1920-2013) y David C. Thomasma (1939-2002) médico y filósofo, maestro y discípulo, constituyen un tándem insigne, incomparable por su vocación irrefrenable por la ética médica, aunque es imposible ignorar la rectoría y fuerte personalidad del maestro. Vivieron tiempos de cambios sociales y médicos importantes, cuya vivencia está en el origen de libros de ética médica de extraordinario valor A philosophical Basis of Medical Practice (1981); For the Patient’s Good (1988); The Christian Virtues in Medical Practice (1996) (traducido por Universidad de Comillas); Helping and Healing (1997) y por fin The Virtues in Medical Practice (1993), un libro clave que ahora aflora al mundo de habla española.

A su muerte la bibliografía de Pellegrino recogió mas de 600 artículos importantes y 24 libros de fuerte sesgo doctrinal. Algunas de sus necrológicas le elevaron, junto a Hipócrates y Thomas Percival, al pináculo de la historia de la moralidad médica.

En 2013, a los 93 años, se enterraba en Washington a Edmund D. Pellegrino, y quizá con él toda una era de la medicina. Desaparecía uno de los mas grandes maestros de la ética médica; y sin duda el profesor de medicina mas inquieto frente al deterioro moral progresivo de la práctica médica de su país, y por extensión de otras partes del mundo.

En horas en las que se reclama la vuelta a un humanismo profesional, la competencia y la calidad del acto médico no son suficientes, la sociedad exige la dimensión humana del profesional y su perfil de «buena persona», algo que es imposible sin las «virtudes médicas». No solo deben mejorar las estructuras sanitarias de cualquier país, es también el médico el que debe reflexionar y fortalecer el «bien del enfermo» por encima de todo, incluso frente a sus propios intereses. Y afrontar individual y corporativamente las presiones de todo tipo que pongan en riesgo este principio esencial de la profesión.

Manuel de Santiago (1938) doctor en medicina, fue profesor de Medicina y Bioética en la Universidad Autónoma y de Bioética y Bioderecho en la Universidad Rey Juan Carlos, ambas de Madrid, y presidente de la comisión deontológica del Colegio Oficial de Médicos de Madrid. En la actualidad es presidente honorario de la Asociación Española de Bioética y Ética médica (AEBI). Gran conocedor del pensamiento de Edmund Pellegrino realiza en esta obra la imprescindible introducción al maestro y un agudo prólogo del libro.

Las virtudes en la práctica médica

EDMUND D. PELLEGRINO, M. D.
DAVID C. THOMASMA, PH. D.

Las virtudes
en la práctica médica

INTRODUCCIÓN Y PRÓLOGO
MANUEL DE SANTIAGO

PREFACIO
RICARDO ABENGÓZAR

Humanidades en Ciencias de la Salud

4

Madrid 2019

Colección Humanidades en Ciencias de la Salud

Director
Ricardo Abengózar Muela

Comité Científico Asesor
José Jara Rascón
Alfonso Canabal Berlanga
Javier Ruiz Hornillos
Miguel Ortega
Vicente Lozano
Elena Postigo

© 2019 Edmund D. Pellegrino y David C. Thomasma

© 2019 Ricardo Abengózar del Prefacio

© 2019 Manuel de Santiago de la traducción, de su introducción y su prólogo

© 2019 Editorial UFV

Universidad Francisco de Vitoria

Crta. Pozuelo-Majadahonda, km 1,800

28223 Pozuelo de Alarcón (Madrid)

editorial@ufv.es

www.editorialufv.es

Título original: The virtues in medical practice. First edition by Edmund D. Pellegrino and David C. Thomasma, ISBN: 9780195082890. Oxford University Press, Inc.

Diseño de cubierta: Cruz más Cruz

Imagen de cubierta: Goya atendido por el doctor Arrieta, Francisco de Goya, 1820. Óleo sobre lienzo. Instituto de Arte, Mineápolis, US.

Primera edición: octubre de 2019

ISBN edición impresa: 978-84-17641-62-7

ISBN edición digital: 978-84-18360-20-6

Depósito legal: M-32696-2019

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Impreso en España - Printed in Spain

ÍNDICE

Prefacio

Introducción a Edmund D. Pellegrino

Prólogo

LAS VIRTUDES EN LA PRÁCTICA MÉDICA

Agradecimientos

Introducción

TEORÍA

1. TEORÍA DE LA VIRTUD

2. EL VÍNCULO ENTRE VIRTUDES, PRINCIPIOS Y DEBERES

3. MEDICINA COMO COMUNIDAD MORAL

4. LOS FINES DE LA MEDICINA Y SUS VIRTUDES

LAS VIRTUDES EN MEDICINA

5. FIDELIDAD A LA CONFIANZA

6. COMPASIÓN

7. PRUDENCIA: VIRTUD INDISPENSABLE DE LA MEDICINA

8. JUSTICIA

9. FORTALEZA

10. TEMPLANZA

11. INTEGRIDAD

12. DESPRENDIMIENTO

LA PRÁCTICA DE LA VIRTUD

13. ¿CÓMO LA VIRTUD MARCA LA DIFERENCIA?

14. ¿SE PUEDEN ENSEÑAR LAS VIRTUDES MÉDICAS?

15. HACIA UNA FILOSOFÍA INTEGRAL DE LA MEDICINA

PREFACIO

TENGO LA GRAN SATISFACCIÓN de presentar al lector la traducción al español de The Virtues in Medical Practice, de Edmund Pellegrino y David Thomasma, con la ilusión de que pueda encontrar, igual que yo encontré en su día, un libro transformador. Me ayudó a descubrir la importancia del cultivo de las virtudes para una práctica clínica que pretenda el bien integral del paciente y la consecución de una vida lograda con el ejercicio de la profesión.

Este libro puede ser muy valioso para los estudiantes de ciencias de la salud y profesionales sanitarios en ejercicio, independientemente de su profesión o especialidad. En un entorno sanitario, en el que cada vez con mayor claridad se percibe la necesidad de rehumanizar la práctica clínica, parece importante disponer de herramientas que nos ayuden a formarnos como profesionales sanitarios. Dicha formación quedaría amputada si se limitase exclusivamente a la adquisición de conocimientos y habilidades técnicas. Este libro es una de esas herramientas.

Las profesiones sanitarias han ido cambiando, al igual que otros ámbitos de las sociedades occidentales, a lo largo de la historia. A partir del siglo XVII los avances científicos de Galileo o Newton prestigiaron las ciencias como el mejor método de conocimiento de la realidad. Desde entonces lo científico ha seducido incluso a la filosofía que ha tratado de imitar su método para el conocimiento de las realidades que había sido su objeto de estudio desde sus inicios. Me refiero a realidades no empíricas, no mensurables, que se escapan al método científico. La confianza en la razón humana creció tanto que se pusieron bajo sospecha los saberes procedentes de los humanistas de tiempos anteriores. Durante el siglo XIX se consideró que el saber debía basarse en los hechos positivos, y se consideraba inaceptable cualquier otro camino para el conocimiento de las cosas. Todas las disciplinas del conocimiento aspiran hoy a ser científicas.

Pero es evidente que, a pesar de la gran importancia de lo científico en la práctica de la medicina, esta es mucho más que una ciencia. La medicina es un arte. Los médicos y el resto de los profesionales sanitarios hemos de apoyarnos en los conocimientos que las ciencias nos proporcionan, pero eso es insuficiente para una toma de decisiones adecuada. Y decidir es lo que nos toca continuamente, por lo general, en un clima de incertidumbre por las características intrínsecas de la medicina, muchas veces a toda prisa y soportando grandes presiones (paciente, familia, gerente, etc.). Estas decisiones deben tener en cuenta los hechos (particularidades del caso, datos científicos, evidencias científicas, tipos de tratamiento, resultados de estos, etc.), pero también los valores (opinión del paciente, sentido de la salud y la enfermedad, relación con las ultimidades, justicia, libertad, responsabilidad, etc.). Es evidente que no hemos recibido, en general, una formación específica para ello. La mayoría hemos recibido una formación cientificista, biologicista, y carecemos, en general, de una formación filosófica, epistemológica, antropológica y ética que nos ayude a encontrar el verdadero sentido de nuestra profesión y a una toma prudencial de decisiones. Esta toma de decisiones se repite a diario, varias veces al día. De manera que no es infrecuente la desmotivación, y la vivencia de la profesión como una carga. Algunos pacientes pueden convertirse en una preocupación. Si se llega a esta situación, hay dos salidas: o bien iniciar una formación, en muchas ocasiones voluntarista y autodidacta; o, ante la impotencia, dejarse llevar por la sordera y ceguera morales, hacia una anestesia moral que, en muchas ocasiones, conduce a un evidente desánimo, y sienta las bases para ser atrapado por el síndrome del trabajador quemado. Así que, a la mitad de la vida profesional, podemos sentirnos como condenados a seguir haciendo de médicos hasta la jubilación. Con mimbres como estos no se puede pretender la tan demandada rehumanización de la práctica sanitaria.

El objetivo ha de ser, por tanto, facilitar la formación de los profesionales sanitarios. Pero no hay que confundir formación con mera instrucción. Dicha formación ha de considerar que los profesionales sanitarios somos ante todo personas y debe aspirar a un crecimiento en plenitud. La sola instrucción puede lograr ese nuevo bárbaro que denunciara Ortega y Gasset como «un profesional perfectamente adiestrado en la técnica de su disciplina, pero incapaz de situarla en su contexto y relacionarla con otras materias; más instruido que nunca pero más inculto también».1 Lograr médicos y otros profesionales sanitarios con muchos conocimientos y técnicamente competentes es necesario, pero no suficiente. Lo propio de la inteligencia es saber hacerse preguntas. Es el único camino para encontrar respuestas. El hombre y, por ende, los profesionales sanitarios, necesitamos hacernos ciertas preguntas y encontrar las respuestas. Preguntas sobre el sentido de la vida, la libertad, la vocación, la responsabilidad, la prudencia en la toma de decisiones; y también sobre la humildad intelectual, la abnegación, la lealtad a nuestras obligaciones y compromisos, la actitud ante la vulnerabilidad del otro, el ámbito espiritual, el ámbito religioso, y en fin la conciencia de finitud y contingencia percibidas vivencialmente ante la enfermedad, el sufrimiento, la muerte, la influencia de las ideologías en la toma de decisiones, la mercantilización creciente de la práctica sanitaria, etc. Ninguna de estas cuestiones puede abordarse desde las puras ciencias. Son dimensiones absolutamente reales, pero sin unidades de medida; y por tanto, no mensurables. Escapan al método científico.

Hace falta una apertura hacia las humanidades, hacia una sabiduría de la vida. Comparto con Lacalle2 que nos movemos en la actualidad en un contexto caracterizado por:

Un divorcio entre la razón y la sabiduría que ha conducido al hombre al llamado pensamiento débil, con el descrédito de la razón para conocer la verdad de lo real.

El relativismo, que ha puesto en tela de juicio que exista la verdad.

El positivismo que ensalza las ciencias positivas y niega validez a otras formas de conocimiento humano, marginando la formación humanística.

Una hiperespecialización del conocimiento y una fragmentación del saber, que provoca una mirada parcial sobre lo real.

Una cultura utilitarista que antepone la praxis a la teoría. Se imparte mucha instrucción y poca sabiduría. Se enseña a hacer cosas pero no el sentido que tiene el hacerlas.

El objetivo de la educación es la empleabilidad y no el que el educando alcance la plenitud.

Ante este reto, pensamos que el libro de Pellegrino y Thomasma que presentamos puede ser una herramienta docente muy importante. Una obra que nos permite reflexionar sobre las virtudes en la práctica de la medicina y sobre la necesidad del descubrimiento y cultivo de dichas virtudes. La educación de alumnos y profesionales en ejercicio debe perseguir el que alcancen su plenitud como personas ejerciendo la profesión sanitaria. Si no, se corre el riesgo de reducir su paso por las aulas y por los centros sanitarios a mero adiestramiento, entrenamiento o preparación técnica.

Debemos facilitar el que nuestros educandos se desarrollen plenamente. Porque la vida del hombre es un hacerse, pero hacerse en plenitud. Es la idea de Gabriel Marcel sobre el homo viator .3 Por eso, nuestra tarea como docentes, tiene una gran implicación ética. Esa plenitud supone la puesta en marcha de todas las potencias personales: las cognoscitivas (conocimiento y autoconocimiento), las afectivas, las volitivas y las comunitarias o interpersonales. La sola instrucción, como queda dicho, deja al hombre amputado.

Para alcanzar esta plenitud, este proyecto de vida, la persona tiene que poseerse a sí misma. Tiene que dominarse cada vez más. Ese dominio sobre sí requiere ejercicio. Para eso ha de adquirir como una especie de segunda naturaleza, que solo es posible mediante la adquisición y el cultivo de virtudes. Para ayudar a mantener el esfuerzo, se ha de favorecer que el educando descubra el sentido de su vida, el para qué de esta. Indudablemente, el ejercicio de la medicina y del resto de las profesiones sanitarias —bien entendido— facilita esta cuestión, pues la vocación es como una llamada que mueve a realizar grandes esfuerzos con gran generosidad, y vivirlos como una carga ligera.

Esta vocación puede tener dos dimensiones. Por un lado como vocación profesional. Los alumnos de las profesiones sanitarias, en su mayoría, traen en su mochila ese algo, esa llamada que los empuja a embarcarse en esta aventura, en ocasiones exigente, dura, y a veces ingrata. Pero, además, la vocación puede tener un sentido más amplio, como el de tomar conciencia de lo que cada uno está llamado a hacer en su vida, en su única vida, sintiéndose como individuo único e irrepetible en toda la historia del cosmos. Es la llamada a optar libremente por la opción fundamental, personal e intransferible que va más allá de lo meramente profesional. En la experiencia personal de quien escribe estas líneas, ambos sentidos de la vocación están íntimamente relacionados. Por eso, no debemos renunciar a ninguna de las dos. Aspirar a grandes ideales es algo necesario para alcanzar una vida en plenitud. El ejercicio de la medicina es un buen terreno de juego para alcanzar dicha plenitud, y el tener claro el sentido de la vida, la opción fundamental, ayuda a llevar a cabo la práctica profesional cada vez mejor.

Y esta vocación adquiere todo su sentido desde unos valores. Desarrollarse como persona obliga a decir sí a lo que suponen esos valores, y a decir no a todo lo que la puede alejar de esa opción fundamental libremente elegida. Para lo uno y para lo otro es necesario cultivar virtudes.

Por esto, creo necesario incorporar las virtudes en el horizonte de la formación de los profesionales sanitarios. Si no, su formación quedaría incompleta, podría reducirse a mera instrucción. El crecimiento de la persona requiere de las virtudes; y la excelencia en la atención del paciente, también.

Los valores se han de descubrir. Y en esto el docente tiene mucha responsabilidad. Los valores pueden y deber ser educados, enseñados y aprendidos. Pero solo los enseña bien quien los vive y los ejercita mediante las virtudes. Si el docente no vive esos valores difícilmente podrá despertarlos en otros, y menos aún si requieren esfuerzo. Los valores profesionales de la medicina y del resto de las profesiones sanitarias han de ser enseñados por quienes los tienen encarnados en su día a día.

Pero, tras conocer los valores, conviene conocer las virtudes en las que dichos valores se han encarnado. Educar obliga a proponer un modo de ser y de actuar, es decir, a entusiasmar al educando con un modelo de vida valiosa que se concreta en unas determinadas virtudes. Esas virtudes van a constituir el ethos moral, esa segunda naturaleza con un determinado carácter moral, con una determinada personalidad.

Los valores solo son operantes e influyen en la vida y en la biografía de las personas si se concretan en virtudes. En este sentido quiero destacar la siguiente frase de Carlos Díaz que me parece muy reveladora: «Siembra una acción y recogerás un hábito; siembra un hábito y recogerás un carácter, siembra un carácter y recogerás un destino».4

Pero los valores por sí mismos, pueden no cambiar a la persona. Son poco útiles si no se encarnan en virtudes. Los valores hay que llevarlos a cabo. Hay que vivirlos. Están bien como horizonte, pero eso no basta. Son la condición de partida. Entre el docente y el alumno se ha de generar un clima adecuado para fomentar el apoyo que el discente necesita. Un clima dentro de un encuentro en el que ambos, docente y alumno, deben crecer.

No obstante, creo que la figura del modelo, aun siendo importante, no es la más adecuada. Porque un modelo se agota en sí mismo, y el alumno debe poder volar más allá que su modelo. Quizás es preferible hablar de referentes más que de modelos. Y seguramente la palabra más adecuada al referirse a los referentes buenos sería la de maestro.

En este sentido, quiero destacar que, personalmente, he encontrado en Pellegrino a uno de esos maestros. Médico internista que ejerció la profesión hasta muy avanzada edad, preocupado por la educación médica y por la ética médica. El conocimiento de su obra ha significado un antes y un después en mi descubrimiento de la belleza de la medicina, una profesión apasionante cuando se ejerce desde el respeto a la dignidad del paciente y a los fines de una profesión milenaria que desde siempre se ha guiado por una ética intrínseca basada en el servicio abnegado y sacrificado a los enfermos. Un auténtico desconocido para mí hasta que me fuera presentado por otro de mis maestros, el doctor Manuel de Santiago, discípulo a distancia y gran conocedor de Pellegrino. El doctor De Santiago es maestro de muchos de nosotros, quienes le debemos eterna gratitud por acompañarnos en el camino de la ética médica y en el de ser mejores médicos y mejores personas.

Quiero agradecer al doctor De Santiago muy encarecidamente que aceptara llevar a cabo la traducción de la obra que ahora presento. Es una traducción autorizada, por quien conoce mejor que nadie al personaje y su obra y por quien encarna los mejores valores de la medicina y las virtudes para ejercerla.

Además, quiero agradecer los grandes esfuerzos que la Editorial de la Universidad Francisco de Vitoria ha realizado desde hace muchos meses para lograr los derechos en español de esta obra, así como su apoyo a esta iniciativa y su empeño en que la edición sea de alta calidad, enriqueciendo así las publicaciones de la colección de Humanidades en Ciencias de la Salud en la que se enmarca.

Por último, me gustaría destacar una experiencia personal con la que me estoy encontrando con cierta frecuencia. Al comentar y dar a conocer a mis colegas la ética de las virtudes de Pellegrino, algunos de ellos han encontrado que existe de forma estructurada lo que de forma intuitiva y por vocación personal, sienten por la profesión. La ética de las virtudes es para algunos de ellos la cristalización de lo que de siempre han sentido, el motivo por el que empezaron la carrera, el sentido de su día a día. Este encuentro ha supuesto para algunos un redescubrimiento de su propia razón de ser médico, con la renovación de un compromiso vocacional que en algunos casos andaba dormido.

Pues también con esta intención ponemos a disposición del lector esta bella obra.

RICARDO ABENGÓZAR MUELA

Médico. Profesor de medicina y humanidades médicas

Director de la Colección Humanidades en Ciencias de la Salud

Universidad Francisco de Vitoria

Septiembre de 2019

1 J. Ortega y Gasset, Misión de la Universidad (Madrid: Fundación Universidad-Empresa, 2998), p. 26.

2 M. Lacalle Noriega, En busca de la unidad del saber. Una propuesta para renovar las disciplinas universitarias (Universidad Francisco de Vitoria. Madrid, 2014), pp. 13-17.

3 G. Marcel, Homo Viator. Prolegómenos a una metafísica de la esperanza. (Ediciones Sígueme. Salamanca, 2005).

4 Díaz C.: El libro de los valores personalistas y comunitarios. Editorial Mounier, Madrid, 2000: 95.

INTRODUCCIÓN A EDMUND D. PELLEGRINO

EN 2013, A LOS NOVENTA Y TRES AÑOS, fallecía en Washington Edmund D. Pellegrino, y con él quizá se enterraba toda una era de la medicina. Con su muerte y el inevitable impacto que sigue a la desaparición de los grandes hombres de un tiempo histórico —el siglo XX y sus transformaciones—, desaparecía uno de los más grandes maestros de la ética médica, al que se puede considerar el más consistente humanista de la historia de la profesión. Sin duda, el profesor de Medicina más inquieto frente al deterioro moral progresivo de la práctica médica de su país, y por extensión de otras partes del mundo. Superado un lustro tras el deceso, no sin la inevitable añoranza de su ausencia, es especialmente significativo el silencio que acompaña a su propuesta de filosofía y doctrina de la medicina, a su modelo de ética médica, a contracorriente en su momento y hoy de la práctica clínica en Norteamérica y el mundo occidental. No digamos en España, donde su persona y su obra, salvando personas concretas, son prácticamente desconocidas.

¿Tiene interés hoy para los profesionales sanitarios la figura de Pellegrino? ¿lo tiene su modelo de ética médica? Muchos pensamos que sí, aunque la rebeldía del maestro —que dio origen a toda su obra— siempre estuvo centrada en la medicina norteamericana de la segunda mitad del siglo xx, un modelo clínico de fuerte planteamiento liberal y privado que vivenció en años de grandes transformaciones sociales, insuficiencia asistencial para un amplio segmento de la población y rechazo de los planteamientos financieros de los médicos. En los años siguientes, la aprobación del aborto y, más tarde, del suicidio asistido —aceptado por la profesión sin especiales reticencias— confirmará el asombro y agitará la conciencia de Pellegrino, un médico cristiano convencido.

Al profesional médico de nuestro país, en especial al segmento joven, las objeciones de Pellegrino pueden sonarle a cosa rara, dada la progresiva reducción del ejercicio privado de la medicina (hoy tal vez en retorno) y el fuerte apoyo del Estado a la socialización de la sanidad a partir de los sesenta, que ha dado como resultado el modelo de medicina preferente que ha experimentado. Las fuertes injusticias en el reparto de los bienes de la salud a que alude Pellegrino, también sufridas en nuestro país, han ido desapareciendo, lo que ha generado numerosas promociones de médicos con fuerte apoyo al sistema, al que se habría sumado un mercado sanitario intervenido y una fórmula mixta final difícilmente comparable con el ejercicio que percibió Pellegrino. Tampoco el estatus social y económico de ambos grupos de profesionales es hoy mínimamente comparable.

Sin embargo, la ética de virtudes médicas en que se resuelve su etapa secular de humanización de la medicina y que conduce a The Virtues in Medical Practice (desde ahora, The Virtues) tiene un fuerte interés inmediato y a la larga. El interés inmediato se deduce de su convicción de que la calidad del acto médico, de cualquier país y cualquier cultura, gravita en la calidad moral del médico y de sus colaboradores sanitarios, en su dimensión humana y sus virtudes, en su perfil de buena persona; en suma, en el ejercicio activo de las virtudes médicas a que hace referencia el maestro, lo que incluye la competencia profesional, pues, de no ser así, sería un sarcasmo. Cuando tan fácilmente se critica la medicina gestionada de nuestro tiempo, por el Estado o el mercado sanitario, como culpables de los fallos médicos, Pellegrino lo rechaza, porque la raíz de las distorsiones en la práctica de los médicos, su posible desapego ante el enfermo y su ocasional maltrato no pueden verse solo en clave de las limitaciones que impone el sistema, ya sea público o privado —que pueden ser reales—, sino también en los profesionales, en los médicos, cuya auténtica moralidad interna los obliga a rebelarse contra ambas matrices en la defensa radical de los verdaderos intereses del paciente.

Una buena parte de la profesión viene siendo ajena al discurso del maestro durante medio siglo, dada la escasa autocrítica de la medicina sobre su propia identidad y su fuerte dependencia de los valores sociales y políticos contradictorios de cada época.

Para gran parte de los profesionales de nuestro tiempo, el ejercicio correcto de la profesión significa básicamente el conocimiento y la sabia aplicación de la faceta técnica de la medicina, de la función de curar (el curing, como dice Pellegrino), lo que nos enseñaron en las facultades de Medicina. Pero lo que no nos enseñaron es la realidad siempre vulnerable del que demanda de nosotros ayuda para su salud, una disciplina necesitada de humanismo y de un conjunto de obligaciones morales a la que hizo frente la reflexión de Pellegrino, el helping and healing, la ‘sanación y la ayuda’. A cubrir este déficit dedicaría el maestro las últimas décadas de su vida.

Dar a conocer al gran maestro a los médicos y profesionales sanitarios de lengua española es ciertamente un honor y también un desafío, un reto intelectual. Primero, porque lo que podemos denominar pensamiento de Pellegrino no se resume, ni aun se capta, con la sola lectura de sus libros y su impresionante bibliografía (que ya es una apuesta titánica), sino que precisa de la vivencia cercana de su persona, de sus motivaciones y convicciones. Y, luego, de una cierta distancia que relacione y pondere su obra con los distintos medios profesionales e instituciones donde impartiera su magisterio. En tanto lo primero puede ser asequible, lo segundo no lo es en este caso. Y hace deseable que otros, con mayor cercanía al maestro, puedan algún día intentarlo.

En su ausencia, esta introducción ha dispuesto de buenos testimonios escritos del maestro (importante) y de excelentes referencias indirectas, aparte de su obra y su estudio detenido. Con todo, el objetivo de esta introducción sería insuficiente si se limitara a una mera glosa a The Virtues e ignorara el largo decurso que le antecede, pues un rasgo peculiar de la obra del maestro es el dilatado proceso de reflexión (1960-1993) que precede a lo que he llamado su compromiso religioso, la quinta etapa de su pensamiento y las más reveladora de sus fuentes. Treinta años donde The Virtues representa un final de trayecto, una especie de puente entre el planteamiento secular de la ética médica, cuyo vértice ocuparía, y el giro al planteamiento trascendente, a la perspectiva religiosa de la moral médica. Un largo proceso en la tentativa de injertar humanismo a un acto médico que percibía en crisis, que vivía de las reservas de un pasado hipocrático y de las demandas y tentaciones de un mundo diferente que lo había cambiado todo, también la medicina. Con este libro finaliza, por así decir, la aportación del maestro a la moralidad de la medicina través de una ética filosófica, civil, reconocible y para todos. Una renovación de la ética médica que en realidad sería una verdadera reconstrucción, una auténtica alternativa a todas las desviaciones que percibía respecto de su ideal histórico.

Iniciación a Pellegrino y Thomasma

Como he indicado, la obra escrita de Pellegrino posee cierto carácter de proceso que se desenvuelve por etapas y que aflora paulatinamente a lo largo de cinco décadas de fértil e intensa vida profesional, bien como clínico, bien como profesor y gerente, o como rector de grandes instituciones sanitarias y académicas. Quizá su ultima gran responsabilidad pudo ser la de presidente de la President’s Commission on Bioethics de 2007 a 2009, donde promovió diversos textos de gran valor. Aunque es cierto que las ideas matrices de su doctrina del acto médico están presentes ya en sus primeros trabajos (de allá por los sesenta) y mucho antes de que naciera la bioética, también se puede intuir que el salto a la fundación de un modelo nuevo de ética médica —en el fondo, una reconstrucción de la ética médica tradicional— respondió, en esencia, a motivaciones más profundas, a la experiencia de una fuerte llamada interior, que aflora y cristaliza a la vista de los cambios en la medicina norteamericana. Una llamada que lo impulsa a dedicar el resto de su vida a la regeneración moral de la profesión que amaba, a atajar una práctica que, por doquier, veía hacer aguas en el plano moral, incapaz de asumir el desafío de una sociedad en profunda transformación. Un calco de la motivación de aquel exquisito panel de grandes médicos de la historia de la medicina, de altos estándares morales, que él siempre admiró: los Hipócrates, Thomas Percival, Thomas Linacre, Benjamin Rush, Richard Cabot, sir William Osler, Francis W. Peabody y Harvey Cushing entre otros.

Frente a los cambios en la práctica médica de su país —a la que denominó metamorfosis de la ética médica—, el maestro alcanzó a percibir el contraste entre las motivaciones de los médicos de sus años jóvenes y de mayor presencia clínica y lo que entendió como derivas y debilidades inconcebibles que, a sus sesenta años, reconocía en muchos de los colegas; tal fue la aceptación indolora del aborto y la eutanasia, dos graves acciones rechazadas por la medicina desde el principio de los tiempos y ahora toleradas. Pellegrino tuvo claro siempre que el ejercicio de la medicina implicaba un fuerte contenido moral. En un trabajo de 2003 escribió: «Cuando en 1978 me vinculé al Kennedy Institute of Ethics no era ajeno a la ética médica. Yo había leído y estudiado sobre el tema desde 1940, mi primer año en la Universidad […]. Estaba sensibilizado a la exigencia de la ética médica para la práctica de la medicina y para mi integridad personal como médico católico. […] Yo mismo empecé a enseñar ética médica a los estudiantes y médicos residentes en 1960, cuando me convertí en presidente del departamento de medicina de la Universidad de Kentucky. Y comencé a escribir y publicar sobre diversos temas de ética médica».

En este mero bosquejo de su obra me ha parecido práctico considerar cinco etapas sucesivas en el pensamiento del maestro que, sin pretensión alguna, permiten acotar las motivaciones esenciales de cada período de su reflexión. Pero, como él mismo estableció, el conjunto de su obra escrita también puede subordinarse a dos, la perspectiva secular y la perspectiva religiosa, cuyas nociones amplió en su obra Helping and Healing junto con Thomasma (1997). Esta introducción solo abordará la perspectiva secular. La perspectiva religiosa, muy interesante y reveladora, precisamente por su dimensión trascendente desvirtuaría el significado evolutivo y transversal (puramente civil) que representa The Virtues, creando confusión y dificultando el papel de frontera entre ambas perspectivas que atribuyo al libro. El mejoramiento que la perspectiva religiosa incorpora al acto clínico —aunque igualmente laical— implicaba, además, un receptor de convicciones religiosas y un relato sustantivo diferente que no es el propio de The Virtues.

Así pues, dentro de la perspectiva secular de la obra del maestro, existe una primera etapa científica que alcanza el centenar de publicaciones y que nos muestra al médico y al investigador clínico que siempre fue Pellegrino, en especial en el área de la fisiopatología renal. Una etapa precoz de su proceso vital que no será objeto de esta introducción, pero que nos revela la vocación científica del maestro, un atributo que mantendrá a lo largo de toda su vida.

A la par que va adquiriendo experiencia en la gestión de los servicios médicos, de hospitales y centros académicos, Pellegrino empieza a ser famoso por su fuerte contribución a la formación de los médicos, que sería su etapa siguiente, la etapa de la educación médica (1957-1972). Los distintos currículos del maestro (que pueden encontrarse en internet de manera fiable) muestran un período que discurre en la década de los sesenta y que, progresivamente, se va solapando con la tercera etapa de su pensamiento, la etapa humanista. Un tercer período que aleatoriamente iniciamos con su Introduction to the Second Institute —cuando el nacimiento del Institute of Human Values in Medicine (1972)— y que finalizaría con Humanism and The Physician (1979), un libro significativo del maestro que identifica el final de este período, si bien el término abandono nunca quiere decir olvido en Pellegrino, pues nunca abandonaría los ideales y las motivaciones de cada etapa de su vida. Sulmasy, uno de sus más preclaros discípulos, escribiría a su muerte que, todavía en su etapa de presidente de la Catholic University of America (a principios de los ochenta), el maestro dirigía un laboratorio de investigación, por no decir que atendió enfermos hasta los noventa años.

Lo que parece evidente es que, en un momento dado, a Pellegrino se le hace patente la insuficiencia del proyecto humanista como antídoto a la decadencia de valores de la profesión. Piensa que es necesario hacer más, que es imprescindible reconstruir la vieja ética médica, actualizarla, recuperar un modo de ser de la medicina nunca determinado por el poder político, la filosofía del tiempo histórico, la cultura o la religión; un modo de ser propio, genuino, que había nacido de la práctica de cuidar enfermos. La transformación y la creciente secularización de la sociedad, entre otras importantes causas, parecían haber hecho almoneda de aquella vieja tradición hipocrática de la profesión, y esto era para inquietarse.

Los ochenta marcan la etapa cumbre del pensamiento pellegriniano secular, cuyo prestigio como humanista era ya reconocido. Pellegrino y Thomasma, médico y filósofo, debieron debatir mucho sobre qué hacer y cómo hacer, percibieron la dificultad quizá insuperable de la ética normativa y la insuficiencia de los sistemas éticos existentes (utilitarismo, deontologismo, principios prima facie, etc.) para captar en profundidad la identidad de la medicina, y optaron con decisión por la aventura de reconstruir la ética médica desde sus inicios, de injertar nueva vida a un modo de ser de la medicina que ya no sería posible con los mimbres del pasado. Además, la bioética había hecho su aparición y se difundía rápidamente; era imposible no considerarla. La nueva etapa habría de ser moralista o de reconstrucción de la ética médica, o no sería; un proyecto profesional que se configura como una auténtica investigación de la medicina a través de los siglos, que tiene como objetivo desentrañar la moralidad médica desde los orígenes, descubrir sus fuentes y significados para amoldarlos a un tiempo nuevo y una medicina distinta. Una ética médica que habría de ser respetuosa con su tradición moral y abierta a la sociedad y a todos los médicos y profesionales sanitarios. Tal planteamiento no se mostraba plenamente nítido; necesitaba de mucho estudio, de mucha historia, de mucha filosofía y de mucho debate. Y había de reconocer los valores objetivos de la bioética que difundía.

Con igual aleatoriedad, podemos fijar el inicio de esta cuarta etapa en la publicación de A Philosophical Basis of Medical Practice (1981), un libro importante en el devenir del maestro, donde ya están presentes los más significativos tópicos de su nuevo proyecto. Durante los diez o doce años siguientes, el maestro publicará más de doscientos trabajos, donde, junto con los temas clásicos de su experiencia profesional, van apareciendo las materias de su reflexión sobre la ética que planeaba. Dos libros decisivos en colaboración con Thomasma harán su aparición en esta etapa, a cuál más importante. El primero, For the Patient’s Good (1988), un texto clave que restaura el bien del enfermo como rasgo nuclear de la nueva ética. Proyecto canónico y sin dependencias centrado en la persona del profesional, que recupera y renueva la tradición hipocrática. Un lustro después, con el modelo de ética de virtudes de base aristotélica-tomista, el tándem dará un paso más, el sesgo secular que proclama las virtudes esenciales de todo buen médico, The Virtues in Medical Practice (1993), el libro que ahora se proyecta a los profesionales de la medicina en lengua española.

Por fin, cuando sobre los noventa el maestro hace arqueo de su contribución a la moralidad médica de décadas previas y percibe la evolución de la medicina de su país —las profundas transformaciones sociales y el creciente pluralismo del pueblo americano—, es sugerente pensar que llegó a un singular descubrimiento: el modelo de médico que había promovido a través del fomento de las virtudes médicas, la imagen del médico ideal que siempre había concebido, nunca podría ser comprendido e integrado en los países o las comunidades fácticamente ajenas a los grandes valores, en las comunidades médicas donde la virtud no ocupaba un lugar importante. Habían diseñado una ética de virtudes médicas capaz de insuflar savia en cualquier moral de principios —también en la ética biomédica— y que, aunque menos universal, siempre sería válida para un amplísimo círculo de profesionales. Pero, a la vez, una ética médica genuina, una moralidad interna que nunca aceptaría el código moral múltiple, relativista, que se imponía en las democracias liberales y que, por su condición, restringía el ámbito profesional al que se podía proyectar. Una interrogante pudo elevarse, entonces, a la mente de los autores: el proceso de su reflexión y la valentía de sus afirmaciones y denuncias ¿podrían haber caído en saco roto?, ¿tenía futuro una moral de virtudes humanas, de virtudes médicas, en una en una sociedad que no reconocía en público, avergonzada, la superioridad moral de lo bueno sobre lo malo, de lo correcto sobre lo incorrecto, de la virtud sobre el vicio? Pellegrino y Thomasma no habían cambiado, pero la sociedad sí y la comunidad médica también.

En todo caso, esta realidad solo pudo mover al tándem a ratificarse en su decidido proyecto moral. Sería cuando optan por difundir, sin prejuicios, la belleza del bien y lo bueno, también de lo correcto sobre lo incorrecto, pero ahora a la luz de la fe. Además, el inmenso grupo de los profesionales creyentes en todo el mundo se postulaba como un colectivo habilitado para entender mejor el nuevo mensaje. Gentes sobre las que cabía proyectar la belleza de la medicina y el potencial de grandeza que la profesión incorporaba a la luz de la fe. Había nacido la perspectiva religiosa de su legado moral, la quinta y definitiva etapa de su proceso intelectual.

En suma, con el nuevo libro The Christian Virtues in Medical Practice,1 que surge en 1996, se iniciaría la última etapa diferencial de los autores, la etapa del compromiso religioso, que durará hasta el fin de sus días. Helping and Healing (‘sanación y ayuda’) fue publicado un año después. Un libro que reflexiona precisamente sobre esto, sobre el compromiso religioso en los cuidados de salud. Que ratifica su andadura y que aflora la inquietud espiritual de los autores, el sustrato moral oculto que había cimentado toda su obra. Una etapa final aclaratoria y plena de convicciones que apenas ha sido glosada por sus discípulos y seguidores.

Conocida esta larga y productiva andadura y los sucesivos cambios de mira —que no de ideales— en la continuidad de su proyecto moral, The Virtues representa como una estación terminal, el final feliz de un modelo secular de ética de las virtudes médicas de base aristotélica-tomista, del modelo que ya siempre caracterizará a los autores. En suma: una ética práctica, heredera del espíritu de la tradición médica y frontera entre el planteamiento secular y el compromiso religioso de sus autores, y ya integrada en el discurrir del mundo moderno. Cualquier profesional sanitario, creyente o ateo, conservador o liberal, occidental o no, podría encontrar en sus líneas maestras y en la práctica de las virtudes un camino directo a la excelencia interior.

Procedemos ahora a profundizar en la trayectoria del maestro.

De la educación médica al humanismo

En efecto, el análisis de la bibliografía de Pellegrino revela que su primera pasión en el seno de la profesión, además del ejercicio clínico —la pasión por ver enfermos—, fue la educación médica. En el largo devenir de su obra, es la primera etapa bien diferenciada que distingue su contribución a la medicina; un término que se ha de entender más allá del marco puramente académico, pues, en su afán de mejorar y dotar de medios a la atención sanitaria, Pellegrino se convertiría en uno de los líderes de la reforma de las estructuras sanitarias. En la década de los sesenta, el papel de la comunidad hospitalaria en la educación continuada del posgraduado, en el cuidado de los pacientes, o el papel de la enfermera de hospital, del farmacéutico, de la prensa médica como instrumento de la educación son temas originales del maestro, como asimismo la base académica de la práctica del médico de familia, las funciones del médico generalista, el papel de la regionalización en la integración de las escuelas de Medicina, la comunidad y la práctica de los médicos, las prioridades y objetivos de una política nacional de salud, la configuración de los currículos en medicina y otras muchas cuestiones son habituales en el discurso de Pellegrino, recreadas en sus escritos e intervenciones públicas en congresos y simposios.

Paulatinamente, y sin dejar de escribir sobre educación médica, el primer centenar de artículos del maestro va incorporando cuestiones de las denominadas humanidades; temas como el humanismo en medicina, los valores humanos en el currículo de la profesión, la revisión de la ética hipocrática, la medicina y la filosofía, la práctica médica y las humanidades, la ética médica y la imagen del médico, el hospital como agente moral, etc. La importancia de estas cuestiones acaba siendo reconocida en el país y los setenta se abren definitivamente a Pellegrino. Las mejores revistas hacen hueco para un artículo del maestro. Años de una gran presencia en el Journal of American Medical Association y, entre otras, en el Journal of Education, Annals of the New York Academy of Sciences, New York State Journal of Medicine, Preventive Medicine, Bulletin of New York Academy of Medicine, American Journal of Nursing, Journal of American Education, New England Journal of Medicine o el Journal of Medicine and Philosophy, la revista que había fundado en 1976, etc.

La comprensión de esta etapa intelectual de Pellegrino, que se iniciara alrededor de la educación médica y que, de modo paulatino, lo fue acercando a las cuestiones de ética médica, guarda relación con la irrupción en los sesenta de un movimiento humanista en los campus de Medicina de algunas facultades norteamericanas. Un movimiento que, de alguna forma, sería absorbido por la irrupción de la bioética en la década siguiente. Por su analogía, Pellegrino la denominará años más tarde protobioética, la primera etapa de la bioética. El movimiento humanista, como su nombre indica, estaba orientado a humanizar la educación y la práctica de la medicina, esta última irreversiblemente orientada ya a la especialización. Algo como un intento de evitar la deshumanización de la práctica y la investigación médicas, y las humanidades como un antídoto frente a la evolución negativa de aquellos frentes. En el ámbito académico, un pequeño grupo de maestros y de clérigos se sintió comprometido con el proyecto. Con este fin, nacería la Sociedad para la Salud y los Valores Humanos, convertida después en el Instituto de Valores Humanos en Medicina (1969), en cuyo desarrollo —junto con hombres como Hellegers o Daniel Callahan— el maestro jugó un papel relevante. En opinión de Engelhardt, Pellegrino fue una de sus figuras más importantes, el primero en vincular las humanidades con la medicina.

Así pues, dos décadas antes de que se publique The Virtues in Medical Practice, ya Pellegrino, como sus escritos, había penetrado en los prolegómenos de lo que más tarde será la bioética clínica, su bioética clínica. Sus clases semanales de Ética Médica y Humanidades a los alumnos en el departamento de Medicina de la Universidad de Kentucky (1959-1966) irán configurando su integración en el gran debate moral de la medicina que el país experimentará décadas después. El maestro se percibe preparado para el discurso de la ética y recordaría agradecido, cuatro décadas después, lo que siempre había estimado como un privilegio: el determinante papel que jugó la formación en filosofía y teología que recibió, primero en sus años de bachillerato en la Xavier High School, dirigida por los jesuitas en Nueva York, y después en sus estudios de Química en la St. John’s University, en la que era obligatorio cursar cuatro años de Filosofía y cuatro de Teología, incluso para adquirir una licenciatura civil. Hoy, a nuestros ojos, una intuición javeriana excepcional en la formación de los futuros líderes, tan imprescindibles en nuestro tiempo.

Del humanismo a la reconstrucción de la ética médica

Los años setenta consagraron a Pellegrino como humanista. Denomino a esta tercera etapa del maestro la etapa humanista. Una etapa que refleja su convicción en la necesidad de recuperar los ideales de la profesión médica de todos los tiempos, por entonces en riesgo de ser superados. Esta decisión no pudo ignorar el entorno y la confusión de valores que emergían de la medicina y que, de forma sucinta, conviene recordar. Primero fue el desprestigio que se proyectó sobre la medicina en relación con la investigación médica, pues por esos años algunos escándalos serios en la investigación clínica habían trascendido a la opinión pública. Fue el caso de las graves revelaciones del estudio de Tuskegee, suspendido en 1972, o la denuncia de Henry Beecher, anestesista de Harvard y artífice de la Declaración de Helsinki en The New England Journal of Medicine en 1966: un estudio en torno a veintidós informes de investigaciones clínicas, a cargo de distinguidos especialistas, que acusaban serias transgresiones de los principios éticos acordados en Núremberg y Helsinki. Después, que los setenta fueran una década de profundos cambios sociales, años en que el país experimentaba un generalizado proceso de secularización y desconfianza ante la autoridad. Y también sobre la práctica médica.

Desde una perspectiva diferente, pero abierta a la toma decisiones políticas, el debate de la medicina, por trascender a la sociedad, trascendió al Gobierno de la nación, que empieza a legislar. Determinadas exigencias sociales, la necesidad de promover la salud de la población y la investigación productiva, la protección de los enfermos y la demanda de una nueva legislación ante las denuncias médicas apremiaban a los gobernantes. Ya en 1968, el entonces senador Walter Mondale había introducido en el Senado sus conocidas audiencias —las Mondale hearings— sobre la práctica y la investigación médicas, de la mano de importantes representantes de la medicina y la ciencia, con las que pretendía estimular un debate nacional y disponer de información contrastada sobre los avances médicos. Por el mismo tiempo y con análogos objetivos, nacía la popular President’s Commission, que en las décadas siguientes y hasta hoy (aunque con diferentes denominaciones) ilustraría al Gobierno y, por su influencia, al mundo de la ciencia con una inestimable información biomédica. Para bien o para mal, el Estado se hacía presente en la ética médica.

Por fin, desde otra perspectiva —para el maestro importante—, las primeras contradicciones y reservas a la encíclica Humanae vitae