Cubierta

Este libro está dedicado a Tony Merry (1948-2004) un muy querido pionero del movimiento británcio centrado en la persona, cuya calidez, sentido del humor y contribuciones al enfoque serán recordados por mucho tiempo.

Este libro habla sobre el contacto en profundidad relacional tal como se manifiesta en el counseling y la psicoterapia. Trata de aquellas experiencias de compromiso y conexión reales que, como sugieren los relatos que aquí incluimos, ambos llegamos a considerar el centro vital de una relación sanadora.

PROFESOR DAVE MEARNS

PROFESOR MICK COOPER

Universidad De Strathclyde, Glasgow

Oportuno, informativo, desafiante y delicioso de leer… Mearns y Cooper brindan un valioso esquema para considerar y reconsiderar las cualidades dialógicas del encuentro terapéutico.

PROFESOR ERNESTO SPINELLI

Autor de Demystifying Therapy y The Interpreted World

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PREFACIO A LA EDICIÓN EN CASTELLANO

Al escribir este libro sobre el poder de la relación en psicoterapia, somos conscientes de las muchas diferencias en la naturaleza y la centralidad otorgada a las relaciones en una gran variedad de culturas. Es más que un estereotipo considerar que los británicos tienen una tendencia a ser algo tímidos y lentos para comprometerse con los demás. De manera similar, hay cierta verdad en la consideración de que, al menos históricamente, el ciudadano estadounidense prioriza la independencia por sobre la interdependencia. A pesar de que la cultura japonesa ahora está muy occidentalizada, todavía hay una valoración tan profundamente arraigada de la comunidad, que el ciudadano japonés no solo es parte de su comunidad: su comunidad es parte de él. No es fácil definir las tendencias particulares de los países hispanoparlantes con respecto a la centralidad de la relación, porque es un mundo muy amplio y diverso, pero es posible que haya una mayor facilidad de relación que en las culturas antes mencionadas. Ciertamente nos lo dice así nuestra experiencia en nuestros viajes a diversos lugares como Los Picos, en el norte de España, hasta Andalucía en el sur, y desde Atacama y el Altiplano hasta la Patagonia, en Sudamérica.

Si bien las culturas varían con respecto a la centralidad que le otorgan a la relación, hay un rasgo común que forma parte del tejido mismo de la humanidad: todas las personas se sienten impresionadas por la experiencia de sentir un encuentro profundo con el otro. La reacción inicial puede variar desde una fácil bienvenida al encuentro en profundidad hasta la sospecha, o incluso el miedo, si han sido previamente dañados por aquellos que deberían haberlos amado. Pero aun aquellos inicialmente cautos, tendrán al menos una débil esperanza de que esta oferta de relación profunda sea real. Porque cuando nos encontramos con el otro en profundidad tenemos la oportunidad de experienciarnos más plenamente. Esperamos que dicha experiencia, que describimos en este libro, se comunique por sí misma a las diferentes partes del mundo hispanoparlante.

 

Profesor Dave Mearns

Profesor Mick Cooper

Junio de 2010

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NATURALEZA Y EXPERIENCIA DE LA PROFUNDIDAD RELACIONAL EN COUNSELING Y PSICOTERAPIA

¿Cómo es encontrarse con otro ser humano en un nivel de profundidad relacional? ¿Cómo siente un terapeuta el hecho de comprometerse y conectar con un consultante? Sobre la base de las entrevistas con profesionales del ECP (Enfoque Centrado en la Persona) mencionadas en el prefacio, el presente capítulo explorará estas cuestiones poniendo especial énfasis en las experiencias de los terapeutas en los momentos de profundidad relacional. Hacia el final del capítulo también plantearemos el interrogante: ¿cuál es el valor terapéutico de dichos momentos de encuentro?

Una única condición primordial

Desde la perspectiva del ECP, un encuentro en profundidad relacional en el transcurso de la terapia es aquél en el que están presentes las seis condiciones necesarias y suficientes propuestas por Rogers para el desarrollo terapéutico de la personalidad, con un alto grado de presencia de las “condiciones fundamentales” (3, 4 y 5 de la siguiente lista). Estas seis condiciones son:

 

  1. Dos personas están en contacto psicológico.
  2. La primera, a quien denominamos consultante, se encuentra en un estado de incongruencia, vulnerabilidad o ansiedad.
  3. La segunda, a quien denominamos terapeuta, es congruente o está integrado en la relación.
  4. El terapeuta experiencia consideración positiva incondicional con respecto al consultante.
  5. El terapeuta experiencia una comprensión empática del marco de referencia interno del consultante y así se lo hace saber.
  6. El terapeuta logra en un grado mínimo comunicar al consultante su comprensión empática y su consideración positiva incondicional (Rogers, 1957: 96).

 

Años después, Rogers (1973) amplió la sexta condición enfatizando que la comunicación al consultante con respecto a la congruencia del terapeuta debería ser recibida por el primero al menos en un grado mínimo. Esta se convierte entonces en una dimensión indispensable para el encuentro terapéutico en profundidad relacional.

En resumen, podríamos sugerir que la experiencia de un terapeuta de la profundidad relacional podría describirse de la siguiente manera:

Una sensación de profundo contacto y compromiso con un consultante, en la cual se experiencian simultáneamente niveles altos y consistentes de empatía y aceptación hacia el Otro, y existe una relación transparente. En esta relación se experiencia el reconocimiento por parte del consultante de la propia empatía, aceptación y congruencia –ya sea implícita o explícitamente– con total coherencia en ese momento.

En respuesta a las exigencias de la ciencia de su época, Rogers tuvo que desglosar su concepto holístico de la relación terapéutica en subvariables operacionales más definibles. Sin embargo, para que se produjera el cambio de la personalidad en terapia, era imprescindible que estuvieran presentes todas las condiciones terapéuticas. Esto demuestra que Rogers no consideraba que la ausencia de una condición pudiera compensarse por un alto grado de presencia de las otras. Aunque aceptaba cierta flexibilidad en cuanto al grado de presencia de cada condición: “si las condiciones están presentes, entonces mientras mayor sea el grado en que existan las condiciones 2 a 6, más marcado será el cambio constructivo de la personalidad en el consultante” (Rogers, 1957: 100). En otras palabras, aunque todas las condiciones debían estar presentes en cierto grado, Rogers aceptaba que, por ejemplo, la empatía, la consideración positiva incondicional o la congruencia del terapeuta pudieran variar en grados y que, en consecuencia, el resultado también variaría.

Afirmamos, sin embargo, que es mejor considerar todo el poder de la relación terapéutica –tal como se manifiesta en la profundidad relacional– como una gestalt, un todo que comprende las condiciones esenciales en alto grado, en una interacción mutua que las potencia. Esta es una opinión compartida por muchos otros profesionales dentro del enfoque centrado en la persona (por ejemplo, Lietaer, 2002; Merry, 2004; Wyatt, 2001) y está respaldada por evidencia empírica que sugiere que muchas veces se encuentra un alto grado de correlación entre las tres condiciones “esenciales”: empatía, consideración positiva incondicional y congruencia (ver Bohart et al., 2002). En otras palabras, aunque muchos terapeutas del enfoque centrado en la persona están entrenados para conceptualizar estas tres condiciones como variables separadas, en realidad puede ser más apropiado pensar en ellas como facetas de una única variable: profundidad relacional. Más específicamente, como Bohart y sus colegas sugieren, podríamos pensar en la empatía, la congruencia y la consideración positiva incondicional como análogos al matiz, el brillo y la saturación de un color. “Aun cuando en principio cualquier color determinado pueda ser diseccionado en estas tres cualidades, el impacto de ese color particular depende de las tres” (Bohart et al. 2002: 102). En este sentido no nos desviamos de los fundamentos de Rogers; más bien procuramos resaltar su poder integrador. En las siguientes secciones, entonces, aunque hablemos de los distintos componentes del encuentro en profundidad relacional, es importante tener presente que no nos referimos a componentes separados o aditivos sino a facetas de un todo único. Es decir, no estamos diciendo que la profundidad relacional sea igual a la suma de los tres componentes antes mencionados, sino que la profundidad relacional es una manera de ser empática, congruente y con consideración positiva incondicional.

Esta descripción de los momentos de profundidad relacional comienza desde el punto de vista del terapeuta y hablaremos de las experiencias de autenticidad, empatía y afirmación de éste hacia su consultante durante estos momentos. Sin embargo, como enfatizaremos a lo largo del libro, un encuentro en profundidad relacional no es algo que un terapeuta pueda crear o experienciar solo; y en la parte siguiente de este capítulo nos proponemos examinar la contribución del consultante a un encuentro en profundidad relacional en términos de su apertura. Entonces unimos estas dos facetas de un encuentro en profundidad relacional en busca de la naturaleza mutua, interactiva y bidireccional de dicho encuentro. Finalmente, exploraremos la razón por la cual dichas reuniones pueden ser tan importantes para la terapia.

Presencia

Cuando dos personas se encuentran de una manera completamente genuina, abierta y comprometida, podemos decir que ambos están totalmente presentes. Rogers (1986) escribió en algunos de sus últimos trabajos sobre esta experiencia de la “presencia”, describiéndola como un momento en el cual él está más cerca de su sí mismo interior, en un estado de conciencia ligeramente alterado y comportándose de maneras “extrañas e impulsivas” que parecen ser de gran valor para el consultante. El concepto de presencia también ha sido analizado e investigado por terapeutas del enfoque centrado en la persona y experienciales, tales como Brian Thorne (1992) y Shari Geller (Geller y Greenberg, 2002), así como también por terapeutas “humanistas existenciales” estadounidenses (por ejemplo, Bugental, 1976; Schneider, 2003; Yalom, 2001). James Bugental (1976: 36), uno de los principales escritores sobre este fenómeno, describe la presencia como estar “totalmente en la situación” y distingue entre dos aspectos de la presencia completamente interrelacionados: un lado interno (hacia adentro) al cual se refiere como “accesibilidad” y un lado externo (hacia afuera) al cual se refiere como “expresividad”. Para Bugental, la accesibilidad es la disposición a permitir que a uno le importe lo que sucede en una situación y a ser impactado por ello, mientras que la expresividad se refiere a la capacidad de compartir cosas de sí mismo. Esto es similar al planteamiento de Jordan (1991a), quien sugiere que en momentos de intersubjetividad mutua las personas tienen una postura tanto de “receptividad” como de “iniciativa” hacia el otro (ver Prefacio).

Autenticidad

Desde el punto de vista del terapeuta, quizás el aspecto más fundamental de un encuentro en profundidad relacional sea una completa autenticidad y transparencia. Como dijo uno de los terapeutas que entrevistamos: “tiene que ver con estar completamente ahí como persona”. En esta situación, el profesional no está jugando un rol como “counselor” o “psicoterapeuta”, sino que en ese encuentro simplemente está siendo él mismo. Como escribe Mearns (1997c), en este nivel de relación el terapeuta se ha despojado del “velo” y del “filtro de seguridad”: las defensas que pueda haber desarrollado para dar la apariencia de intimidad, al tiempo que le permiten protegerse de la autenticidad de un encuentro humano genuino. Entonces, por ejemplo, el terapeuta no adopta el personaje de una pantalla en blanco, fría, imparcial y deshumanizada –como algunos terapeutas parecen haber malentendido a Freud (Wolitzky, 2003)– y tampoco juega el rol caricaturizado del counselor “centrado en la persona” siempre sonriente y extremadamente efusivo. En cambio, en estos momentos de profundidad relacional hay una “disposición y capacidad de revelar los propios estados internos a la otra persona, de hacer conocer las propias necesidades, de compartir los propios pensamientos y sensaciones, dándole al otro el acceso a su propio mundo subjetivo” (Jordan, 1991a: 82). Aquí también están presentes la naturalidad, la espontaneidad y la disposición a asumir riesgos: la confianza de que al ser totalmente humanos podremos ayudar mucho más a nuestro consultante.

En relación con ser auténtico, Geller y Greenberg (2002) enfatizan cómo, en estos momentos de presencia, el terapeuta está en contacto con su experiencia en multiplicidad de niveles: físico, emocional, mental y visceral. Esto significa que el compromiso con su consultante no solo es cognitivo, sino que también involucra sus sentimientos e incluso sus sensaciones físicas. Mick Cooper (2001) se refiere a esta última manera de ser como “empatía encarnada”, en la cual el terapeuta es capaz de ser plenamente receptivo ante su consultante como un todo cognitivo-emocional-corporal (ver el capítulo 7).

En estos momentos de profundidad relacional, el terapeuta también está en contacto con sus vulnerabilidades, inseguridades y confusiones, y puede traer estas facetas de sí mismo a la relación terapéutica. En realidad, como veremos en el capítulo 7, muchas veces la puerta hacia un encuentro en profundidad se abre a través de la articulación de dichos aspectos de su experiencia.

Desde un punto de vista intersubjetivo la terapia con enfoque centrado en la persona de ninguna manera requiere que los terapeutas “se despojen” de su personalidad o, como se supone a veces, que se fusionen con sus consultantes. Tampoco necesita que los terapeutas se conviertan en cajas de resonancia para sus pacientes; o peor aún, en uno de esos perritos para el automóvil que siempre asienten. Con mucha frecuencia, la imagen que tiene la gente de las condiciones terapéuticas es la de una relación en la cual el terapeuta es un recipiente pasivo de las expresiones del consultante y es activo solo en un reflejo igualmente pasivo. Esta visión caricaturesca a veces es reforzada por counselors que realmente se esfuerzan por esconder su “ser persona” y quienes suelen tener una comprensión inadecuada de la congruencia, considerándola solo como un evento extraordinario que intenta recuperar la sistemática incongruencia previa, en lugar de un proceso constante de presentarse ante el consultante como un ser humano diferente que puede reflejarle su experiencia (Mearns y Thorne, 1999: 92). Un encuentro en profundidad relacional requiere que el terapeuta sea el ser humano único y genuino que es: una “Otredad” sólida y arraigada con la cual el consultante pueda interactuar. En términos de Stern, el encuentro debe llevar la “firma personal” del terapeuta (Stern, 2004: 168). Porque si el terapeuta se fuera a “convertir” en el consultante, cualquier forma de relación sería imposible: ¡no puedes relacionarte con algo que tú eres! La relación requiere diferencia (Schmid, 2002), y un encuentro en profundidad relacional puede comprenderse como una confluencia muy especial en la cual dos seres humanos se encuentran de una manera completa e intensa, manteniendo todo el tiempo su singularidad e individualidad.

Empatía

Aunque la autenticidad del terapeuta es una faceta esencial del encuentro en profundidad relacional, no estamos hablando aquí de un interés enfocado hacia sí mismo, sino de la honestidad y receptividad “al servicio de” su consultante: una respuesta al núcleo central del consultante desde su propio núcleo central. En este caso, Peter Schmid (2002), adoptando la terminología de Levinas (1969), habla sobre la relación “Tú-Yo” –una reorientación de la actitud de Buber (1958) “Yo-Tú”–, que puede ser más apropiada para el contexto terapéutico, en la cual lo importante es la experiencia del consultante que el terapeuta se esfuerza en percibir y comprender (Schmid, 2003). En esta relación, la Otredad del consultante requiere la del terapeuta, y esto amerita una comprensión profunda y empática de la esencia misma de la experiencia del primero. En su encuentro con Rogers, Buber no podía aceptar que en la terapia pudiera producirse una relación “Yo-Tú” porque consideraba que existía una obvia diferencia nominal de poder entre los participantes (ver Anderson y Cissna, 1997). Quizás esta redefinición en términos de un encuentro “Tú-Yo” podría haber sido útil.

Los terapeutas que entrevistamos describieron estas experiencias de empatía en profundidad en términos muy vívidos. Por ejemplo, uno de ellos habló de poder mirar por la ventana del alma del consultante; otro la asoció con entrar en el mismo lugar que su paciente y saber que ambos estaban verdaderamente en el mismo sitio, aun cuando hubieran entrado por distintas puertas. Lo que también resultó de estas entrevistas es que, en estos momentos de encuentro en profundidad, los terapeutas experiencian una sintonía en acción con el ser del consultante en su totalidad. Entonces había empatía, por ejemplo, con la persona que era el consultante en el presente y con quien había sido en el pasado; o había un compromiso empático con las diferentes partes del consultante (ver capítulo 2). A este respecto, los terapeutas hablaron particularmente de la experiencia de estar tanto con la parte del consultante que anhelaba intimidad como con aquella a la que le aterraba la cercanía; o la parte que quería ser emocionalmente expresiva y el “centinela” que deseaba evitar la expresión de cualquier sentimiento. En otras palabras, en estos momentos de profundidad relacional, los terapeutas no solo estaban sintonizados con la faceta del paciente que estaba abierta, expresiva y “en crecimiento”, sino también con la dimensión de este que era cautelosa respecto de todo el encuentro terapéutico, en términos de Mearns y Thorne (2000), las configuraciones del sí mismo de “no crecimiento” (ver capítulo 7).

Tal empatía con la totalidad del consultante significa que, en estos momentos de profundidad relacional, el terapeuta está sintonizado tanto con el cuerpo y las emociones de la persona como con sus pensamientos. Aquí podríamos pensar en la analogía del diapasón: el cuerpo y los sentimientos del terapeuta resonando con el cuerpo mismo del consultante. Por ejemplo, uno de los counselors con quienes hablamos dijo que en estos momentos de encuentro se sentía “casi como un espejo de lo que sucedía dentro de la otra persona”. Como dijimos antes, Mick Cooper (2001) se refirió a esta empatía de todo el cuerpo como “empatía encarnada”. Al respecto, escribe:

En esta forma de sintonía encarnada, el terapeuta no está resonando con pensamientos, emociones o sensaciones físicas específicas, sino con el complejo mosaico similar a una gestalt (un todo) del ser corporizado de su consultante, esa fuerza fundamental de la experiencia del cliente, a medida que va surgiendo al mundo. En este nivel, todo el cuerpo del terapeuta está vivo en esta interacción, moviéndose y vibrando en tándem con la experiencia del consultante. Experiencia una unidad completa y la sensación más básica de estar allí en el mundo con otro (Cooper, 2001: 223).

Tal es la profundidad de esta sintonía empática que es bastante común que en estos momentos los terapeutas se experiencien a sí mismos como muy “inmersos” e “involucrados” –o “enfocados” y “comprometidos”– con sus consultantes y con el trabajo terapéutico. Hay una mínima experienciación de distracciones: los pensamientos que antes invadían la mente de los terapeutas o los ruidos externos de pronto comienzan a ser irrelevantes. En realidad, tal puede ser el nivel de inmersión que cerca de la mitad de los profesionales con los que hablamos describieron sus experiencias de profundidad relacional de maneras que sugerirían que estaban experienciando estados alterados de conciencia, como lo había insinuado Rogers (1986). Por ejemplo, uno de los terapeutas comparó la experiencia de la profundidad relacional como un estado de estupor, otro habló de sentirse físicamente más liviano y dos hablaron sobre la diferencia en la percepción del tiempo cuando, por ejemplo, 20 o 30 minutos parecían pasar instantáneamente. En estos momentos, los terapeutas también describieron sentirse muy “vivos”, “energizados”, “entusiasmados” y “estimulados”; y uno de ellos comparó su experiencia de profundidad relacional con “de pronto, estar totalmente despierto”. Otro lo equiparó con ponerse los anteojos: de repente todo parecía mucho más claro. Para describir la experiencia de estos encuentros en profundidad usaron varias veces expresiones como estar “más satisfecho” o “sentirse bien”.

Lo interesante es que estas descripciones de un encuentro en profundidad relacional contienen muchas similitudes con la experiencia del “fluir” que describe Csikszentmihalyi (2002): un estado de “experiencia óptima” que puede ocurrir en cualquier situación en la cual las destrezas y habilidades de una persona se corresponden con los desafíos a los que se enfrenta. Entonces, como reporta Csikszentmihalyi, las personas experiencian sensaciones de disfrute, compromiso sin esfuerzo, ausencia de timidez y modificaciones en la percepción del tiempo. En estos momentos de profundidad relacional, el terapeuta experiencia un intenso sentido de resonancia con el mundo del consultante y se sumerge dentro de él; pero así como dicho encuentro requiere que este se mantenga en su propia Otredad, también necesita que esté totalmente abierto a la Otredad del consultante. En otras palabras, en estos momentos de encuentro, el terapeuta no solo está asimilando las experiencias del consultante en su propio marco de referencia conceptual y comprensiones preexistentes. Por ejemplo, no piensa: “esto me recuerda terriblemente al momento en que rompí con mi pareja” o “realmente suena como si tuviera un trastorno límite de la personalidad”; sino que el terapeuta está en contacto con algo inesperado y enigmático (Schmid, 2002), algo “extraño y ajeno-a-sí mismo”, algo que siempre supera las imágenes y los conceptos que el terapeuta tiene de ello (Levinas, 1969). Por lo tanto, no resulta sorprendente que los terapeutas muchas veces se asombren y maravillen durante estos momentos de profundidad relacional, absortos por la absoluta novedad y belleza del mundo que se descubre ante ellos.

Como ejemplo, hace algunos años, Mick Cooper estaba trabajando con una joven consultante, Paula, a quien le habían diagnosticado una enfermedad potencialmente terminal. Paula llegó a la terapia experienciando un profundo sentido de desorientación en su vida, pero lo que más la frustraba era su apatía y falta de entusiasmo por las cosas. En una sesión, mientras hablaba de esto con Mick, Paula describió la manera como muchas veces le parecía tan sin sentido comenzar algo, porque el espectro de la muerte amenazaba con la posibilidad de no poder completar los proyectos que comenzara. Y qué frustrante y horrible sería truncar sus esperanzas y aspiraciones de esa manera. Mick, siendo un terapeuta existencial, había leído bastante sobre las ansiedades que la muerte puede provocar (por ejemplo, Heidegger, 1962; Sartre, 1958); pero mientras estaba sentado allí escuchando a Paula, captó el verdadero significado de lo que debía ser vivir con una inseguridad tan devastadora. Un momento de asombro frente a esa manera desconocida (y aun así completamente coherente) de ver el mundo, sucede cuando logramos percibir la imagen tridimensional de un estereograma.3

Dicho de otra manera, podemos pensar en un encuentro de profundidad relacional como uno en el que algo es fundamentalmente “contrario” al sí mismo (Schmid, 2002). Parafraseando al filósofo alemán Romano Guardini, Schmid afirma:

(…) encuentro significa que uno es tocado por la esencia de lo opuesto. Para que esto suceda, debe existir una apertura sin propósito, una distancia que conduce al asombro y la libertad de la iniciativa. En el encuentro interpersonal, es posible experienciar al mismo tiempo tanto la afinidad como la alienación. Entonces, el encuentro es una aventura que contiene una semilla creativa, un gran avance hacia algo nuevo (Schmid, 2002: 60).

En esta línea de pensamiento, muchos de los terapeutas con quienes hablamos dijeron que en esos momentos de profundidad relacional se sintieron “conmovidos”, “emocionados” e “impactados” por su consultante; y es interesante observar que para el psiquiatra alemán Viktor von Weizsäcker dicha “capacidad de contacto”4 es la cualidad más importante de un terapeuta efectivo. Al respecto, dice: “Siempre me parece que lo más importante en una terapia integral es que el profesional se permita ser cambiado por el paciente; que permita que el caudal de emociones que emanan del paciente tengan un efecto sobre sí mismo” (von Weizsäcker, 1964: 407).

Por lo tanto, no puede garantizarse que el terapeuta que se encuentra con su consultante en un nivel de profundidad relacional sea exactamente la misma persona que era antes de llegar a ese encuentro. Como alguien que salta desde un acantilado, el terapeuta que se acerca a su consultante con la totalidad de su ser –y de una manera espontánea, no premeditada– ya no tiene ningún punto de apoyo externo, firme, desde el cual controlar o determinar el encuentro, ninguna posición externa que pueda garantizarle certeza y seguridad absolutas. Buber describe la actitud Yo-Tú, que tiene muchas similitudes con un encuentro en profundidad relacional, como una que es “arriesgada” y “poco confiable”, en la cual “el contexto bien probado” se “suelta” y la propia seguridad “se hace pedazos”. Y, sin embargo, en este soltar la propia seguridad reside un enorme potencial de crecimiento. Buber continúa diciendo que “el ser humano que surge del acto de la relación pura que involucra de esta manera todo su ser ahora tiene dentro de sí mismo algo más que ha crecido en él, que no conocía y cuyo origen no es capaz de precisar exactamente” (Buber, 1958: 140). Como dijo uno de los terapeutas con quienes hablamos: “Quizás podemos decir que también aprendí algo de ellos o, de alguna manera, tal vez es un momento de cambio... también en mí. Siento que estoy un poco diferente”. Otro terapeuta simplemente dijo: “Obtengo algo inmenso de un encuentro de esta naturaleza”.

Afirmación

En estos momentos de profundidad relacional no solo hay una búsqueda de la Otredad del consultante, sino que también hay una profunda valoración, apreciación y conciencia de esta. Aquí Buber (1958) usa la expresión “confirmación”: “Un acto de amor a través del cual uno reconoce al otro como alguien que existe en su propia forma peculiar y tiene el derecho de hacerlo” (Friedman, 1985: 134). Uno de los terapeutas con los que hablamos dijo que en estos momentos “es casi como si tu corazón se abriera”; y otro, como Friedman (1985), habló de “amor”. Tal como ocurre con el componente empático de la profundidad relacional, la afirmación del terapeuta no se limita solo a una parte del consultante, sino a la totalidad de su ser: una “parcialidad multidireccional” (Mearns y Thorne, 2000).

Usamos deliberadamente la expresión “afirmación”, en lugar de “aceptación” o “consideración positiva incondicional”. Lo que deseamos enfatizar aquí es que, en estos momentos de profundidad relacional, el terapeuta está “valorando” activamente (Rogers, 1957) al consultante (la expresión favorita de Rogers para la consideración positiva incondicional): es mucho más que simplemente evitar el juicio o mantener una actitud de “independientemente de cómo seas, está bien para mí”. Aquí hay una afirmación positiva del consultante hacia la propia esencia de su ser, una confirmación de su unicidad, individualidad y humanidad. Como dijimos antes, en estos momentos el terapeuta tiene una sensación real de la inteligibilidad y de la maravillosa forma de ser de los consultantes, una profunda valoración de cómo son en el mundo.

Apertura del consultante

Hasta aquí hemos hablado de la profundidad relacional en términos de la manera de ser del terapeuta en relación con su consultante, pero un encuentro en profundidad relacional no es algo que pueda definirse solamente en términos de un individuo. Tampoco es algo que el terapeuta pueda construir solo (Stern et al., 1998), porque un encuentro en profundidad relacional requiere dos personas, y el terapeuta no puede hacer más que ofrecer a su consultante la posibilidad de un encuentro de esta naturaleza. Por lo tanto, podemos distinguir entre “presencia” como un encuentro de congruencia, empatía y aceptación en niveles altos en el terapeuta, y “profundidad relacional”, que requiere tanto la presencia del terapeuta como cierta forma de presencia o receptividad por parte del consultante. La presencia es algo que el terapeuta puede ofrecer a sus consultantes –efectivamente, puede tener que ofrecer– como medio para establecer una relación de mayor profundidad y en el capítulo 7 exploraremos cómo puede hacerlo. Pero la presencia en sí misma no es igual que la profundidad relacional, porque la manera como el consultante responde a la presencia del terapeuta es un factor fundamental para definir su calidad. Esto fue históricamente soslayado en el ámbito del enfoque centrado en la persona, donde el énfasis en las condiciones esenciales de empatía, congruencia y consideración positiva incondicional –sacadas del contexto de las otras tres condiciones (ver sección anterior)– puede inducir a los terapeutas a suponer que su única responsabilidad y capacidad es la de construir una relación terapéuticamente beneficiosa. En realidad, es una paradoja que la terapia centrada en la persona, tanto en la investigación como en los textos, se haya concentrado tanto en el trabajo del terapeuta. En los últimos años, se reconoció esta falta de equilibrio con algunas importantes exploraciones de la primera y la sexta condiciones (por ejemplo, Wyatt y Sanders, 2002) y un mayor énfasis en el rol del consultante como un auto-sanador activo (ver el libro de Bohart y Tallman, 1999). De hecho, en una carta a Dave Mearns fechada el 4 de enero de 1987, exactamente un mes antes de su muerte, Rogers reconoció esta limitación: “Hemos pasado mucho tiempo observando el rol del terapeuta y no lo suficiente el del consultante”.

Entonces, así como la profundidad relacional requiere que el terapeuta se desprenda de sus accesorios y filtros de seguridad, también se necesita que el consultante comparta con su terapeuta aquellas cosas que son esenciales para su ser. Como dijo uno de los profesionales con quienes hablamos, “es como desnudarse, sacarse todo y llegar a la esencia de algo”, y esto muchas veces necesita la disposición de parte del consultante para expresar aquellos aspectos más vulnerables y atemorizantes de sí mismo. En estos momentos de profundidad relacional, el consultante también está haciendo algo más que solo hablar de sus dificultades de una manera racional y emocionalmente neutral; está allí con ellas, viviéndolas, sintiéndolas, percibiéndolas, llevándolas al terapeuta de una manera viva y poderosamente evocadora (ver “Dominic” en el capítulo 5).

Al desprenderse de estos accesorios y filtros de seguridad, sin embargo, el consultante no solo está expresando sus sentimientos y necesidades reales al terapeuta, sino que también “recibe” las respuestas de este. Por lo tanto, así como la profundidad relacional requiere que el terapeuta se permita ser impactado por el consultante, también necesita que el consultante se conceda ser afectado por el terapeuta; y mientras que en un nivel de contacto en profundidad relacional algunas veces esto se logra inmediatamente, hay mucha variación en el grado en que las personas permiten al terapeuta comprometerse con ellas. En realidad, esta puede ser una de las mayores fuentes de frustración para muchos profesionales: que un consultante parezca realmente no “dejarlos entrar” o comprometerse con lo que están diciendo. En el capítulo 4 se explorarán con mayor detalle estas variaciones entre los consultantes, prestando especial atención a aquellas personas cuyo sistema de autoprotección ofrece una resistencia sofisticada y estoica ante un encuentro que conlleva el peligro de exponerlos al juicio de los demás y, en el fondo, al juicio de sí mismos, y también se señalarán las exigencias que esto deposita sobre el terapeuta de “ganarse el derecho” al encuentro.

En términos de permitir entrar al terapeuta, lo que parece más importante en la experiencia del encuentro en profundidad relacional (como sugiere Rogers en su sexta condición), es que el consultante se permita experienciar la calidez y empatía del terapeuta (y la posterior congruencia; ver Rogers, 1973), al menos en un grado mínimo. Esto tiene muchos paralelos con la idea de “aceptar la aceptación” desarrollada por el filósofo existencial cristiano Paul Tillich (2000). A este respecto, Tillich escribe sobre encontrar el coraje y la fe de decir “sí” a aquello que nos valora y cree en nosotros, aun cuando no podamos estar totalmente seguros de su existencia. En estos momentos de profundidad relacional, entonces, el consultante toma la afirmación del terapeuta, confía en él y se permite encontrar la afirmación que este le extiende. Esto es una manifestación de que está siendo reconocido y una sensación fundamental de saber que el otro lo conoce. Uno de los terapeutas con quienes hablamos lo describió como si el consultante tuviera sus “ojos bien abiertos”: “Puede percibirme y saber que estoy respondiéndole”.

Los consultantes también describieron esta poderosa sensación de saberse conocidos. Emily reflexiona sobre su counselor:

Es maravilloso sentirme tan comprendida. Yo sabía que (la terapeuta) me comprendía profundamente. No era solo que comprendiera lo que yo estaba diciendo; comprendía cómo se sentía ser yo. También podía ver que entendía cuán poderosa era su comprensión para mí; que me “quitaba el aliento” como ella decía. Es curioso, se sentía como una “relación” en la cual ambas compartíamos. Supongo que era –lo que ella compartía no era sobre su propia vida– que lo que compartía era ella misma, en su relación conmigo.

Una empatía superficial comprende lo que el consultante está diciendo y sintiendo, pero lo que transmite la frase “comprendía cómo se siente ser yo” es una empatía y congruencia más profundas, como también lo hace que la terapeuta comprendiera el impacto sobre su consultante de esta experiencia de sentirse comprendida. La experiencia de Emily de esto como una “relación” en la cual ambas compartían, nos ofrece un insight fascinante. Realmente para ella se sentía como una relación en la cual las personas estaban compartiendo, a pesar de que el contenido era totalmente sobre Emily y no sobre la terapeuta. Esto es una buena reflexión sobre un vínculo “Tú-Yo”: presenta toda la calidad compartida de una relación Yo-Tú pero el foco se centra en el consultante.

Mutualidad

En última instancia, un encuentro en profundidad relacional no puede ser cuidadosamente dividido entre las experiencias del terapeuta y las experiencias del consultante. Es una interpenetración, una gestalt compleja de experiencias y percepciones entretejidas que hacen imposible desentrañar exactamente quién siente qué con respecto a quién. El terapeuta conoce al consultante; el consultante se sabe conocido; el terapeuta sabe que el consultante sabe que es conocido. Hay una co-transparencia, una co-aceptación, una co-comprensión, una co-receptividad de cada uno; una fluida serie de idas y vueltas entre el terapeuta y el consultante a través del canal que los conecta. Con respecto a esta co-transparencia, uno de los terapeutas con los que hablamos dijo que estos momentos de profundidad relacional eran como las aguas cristalinas de una piscina, donde tanto el terapeuta como el consultante podían verse hasta sus mayores profundidades. Esto contrasta, sugirió, con un estanque sucio donde lo único que puede verse es la superficie.

Para Stern (2004), esta “mutua interpenetración de las mentes”, en la cual terapeuta y consultante saben y sienten lo que el otro sabe y siente, significa que surgió una conciencia “intersubjetiva” o compartida. En este caso, por un breve lapso, dos personas atraviesan el mismo “paisaje de sentimientos mientras se desarrolla en el tiempo”: un “viaje de sentimientos compartidos”.

Durante este corto viaje, los participantes cabalgan sobre la ola del instante actual mientras cruzan el espectro del momento presente, desde el horizonte del pasado hacia el horizonte del futuro. Mientras avanzan, atraviesan un paisaje narrativo emocional con montañas y valles de vitalidad, cruzados por un río de intencionalidad (que atraviesa todo) y por sobre sus picos de crisis dramáticas. Es un viaje que se emprende a medida que se desarrolla el presente. Al pasar se crea un paisaje subjetivo y se construye un mundo en un grano de arena (Stern, 2004: 172).

Esta intencionalidad compartida es particularmente significativa para Stern (2004; Stern et al., 1998), quien resalta el hecho de que en esos momentos de encuentro las dos personas comparten los mismos objetivos (cf. la co-intencionalidad del infante y el cuidador analizada en el capítulo 1). Se mueven en la misma dirección, hacia los mismos objetivos y posibilidades, y esta “interintencionalidad”, para él, subyace en el corazón de un momento de encuentro. Al mismo tiempo, tanto Stern como muchos de los terapeutas con quienes hablamos, enfatizaron que un momento de encuentro no se trata solo de tener un futuro común, sino de que cada uno puede encontrarse con el otro totalmente en el presente: un ser juntos en el aquí y ahora.

Intimidad

Como sucede con el hilo en el juego de las cuerdas (“la cunita”), a medida que la interrelación va entretejiéndose alrededor de los participantes y entre ellos, va produciéndose un mayor acercamiento. Entonces, otros términos que pueden describir el encuentro de profundidad relacional son “conexión”, “cercanía”, “contacto” y “unidad”. En algunos de sus textos más recientes, Dave Mearns y su coautor Brian Thorne utilizan la expresión “intimidad” para describir dicha cercanía de contacto. Con respecto a la consultante Joan, escriben:

En el quinto encuentro cuando, en palabras de Joan, el counselor estaba “dispuesto a estar ahí conmigo, en mi desesperanza y depresión”, vemos un momento de intimidad. En situaciones como esas, la comprensión entre consultante y counselor existe en muchos niveles, tanto como la aceptación. El resultado es una profunda sensación de compartir. Tales momentos, que pueden ser señalados simplemente por un suave contacto sutil, una breve mirada recíproca, o incluso estar sentados juntos en silencio, tienden a destacar y ser recordados tanto por el consultante como por el counselor mucho tiempo después. Para el consultante, cuya historia de relaciones es perturbadora y para quien la auto-aceptación es débil, tal intimidad puede ser una experiencia única y, por lo tanto, es poderosamente instrumental en el desarrollo de su autoestima (Mearns y Thorne, 1999: 144-5).

Encuentro sin palabras

Como puede verse en el ejemplo anterior, esos momentos de intimidad y profundidad relacional suelen ocurrir sin palabras. En realidad muchos de los terapeutas con quienes conversamos dijeron que la mayoría de los momentos de profundidad relacional se produjeron en silencio: un segundo de contacto visual, un toque en el hombro, una risa compartida entre ellos y sus consultantes. Stern da el siguiente ejemplo:

Un terapeuta que yo conocía tenía por costumbre estrechar las manos a sus pacientes cuando entraban en el consultorio. Era una forma de saludar antes de comenzar a trabajar. Y al final de cada sesión cuando el paciente estaba por irse, volvían a estrechar las manos como manera de despedirse. Un día, un paciente contó una serie de sucesos muy conmovedores que lo afectaron profundamente (también al terapeuta). El paciente estaba triste y casi abrumado. Al final de la sesión durante el apretón de manos de “despedida”, el terapeuta levantó su mano izquierda y la apoyó sobre la mano derecha del paciente, que ya estaba sosteniendo, en un apretón de manos con dos manos. Se miraron. No dijeron nada. Todo duró algunos segundos. Tampoco hablaron de ello en sesiones subsiguientes. Sin embargo, la relación había cambiado de eje. Se había agregado algo vital a lo que se dijo en esa sesión; algo tan vital que cambió toda la sesión. El momento entró en la conciencia y fue memorable. De hecho, aquel apretón de manos puede destacarse como uno de los momentos más memorables en toda la terapia (Stern, 2004: 19).

El valor terapéutico de un encuentro en profundidad relacional

En esta última parte relacionamos las ideas y argumentos presentados en los tres primeros capítulos para explicar por qué creemos que los encuentros en profundidad relacional pueden ser de tanto valor para los consultantes y para el proceso terapéutico.

Primero diremos que un encuentro terapéutico íntimo puede servir como una “experiencia relacional correctiva” (Jordan, 1991b) para los consultantes, un “contrapeso” al “‘no absoluto’ de un encuentro rechazado o negado en la infancia” (Friedman, 1985: 150). Como afirmamos en el capítulo 1, los seres humanos parecen tener un deseo básico –así como la capacidad– de interactuar con otros y cuando esto se frustra debido a respuestas inadecuadas o de rechazo, es probable que el resultado sea una profunda sensación de dolor o de pérdida. Entonces, cuando la persona se encuentra con un “sí absoluto”, cuando por fin satisface su anhelo de contacto y respuesta humana, probablemente haya una profunda sensación de satisfacción y realización; en términos de Friedman, una “sanación existencial” (Friedman, 1985: 134).

Además, al experienciar dicha conexión con otro, los consultantes pueden trascender su sensación de estar totalmente solos y sentir que al menos otra persona sabe quiénes son. Y aunque esta sea solo una persona, la diferencia entre sentirse totalmente solo y sentir a su lado a otra persona (aunque sea una) puede ser inmensa. Aun si el contacto con el terapeuta es de solo una hora por semana, es algo que puede llevar el consultante los otros días: una pequeña antorcha interna encendida que le recuerda que no está totalmente solo en el mundo. Stern (2004) se refiere a dicho momento de contacto humano como una “dosis”, un toque de conexión humana que por aquel breve segundo le recuerda a la persona que forma parte de una matriz humana más amplia.

A través de dichos encuentros con sus terapeutas, los consultantes también pueden comenzar a tener la esperanza de que les es posible establecer relaciones más íntimas y significativas con otros. En palabras de Darlene Ehrenberg, “a veces es significativo tan solo el descubrimiento de que es posible alcanzar cierto tipo de intimidad” (Ehrenberg, 1992: 67). Esto se relaciona con el argumento existencialista (ver Cooper, 2003a) de que el malestar psicológico no es solo lo que las personas experiencian en la actualidad o en el pasado, sino también lo que esperan experienciar. Y si alguien espera que su vida continúe en ese aislamiento –o incluso que dichos sentimientos aumenten– entonces quizás sea imposible disipar la tristeza y la desesperanza. Pero si una persona, en un momento de profundidad relacional con su terapeuta logra percibir, aunque sea en un breve destello, que tiene la posibilidad de construir relaciones más cercanas, entonces es posible que vuelva a despertarse su sensación de esperanza para el futuro. Y así como el aislamiento engendra aislamiento, también una persona que tiene más esperanza de establecer conexiones en profundidad –a través de la transmisión de una sensación de posibilidad y estímulo hacia los otros– puede estar más dispuesta a hacerlo.

Frances, una mujer de sesenta y tantos años, fue a ver a Mick durante más de un año. Estaba profundamente perturbada porque la relación con su hija estaba en crisis y sentía que ni sus amigos ni su esposo comprendían la profundidad de su dolor. Frances no hizo grandes “avances” en el transcurso de ese año, pero cuando terminó su terapia, le agradeció a Mick, con lágrimas en los ojos, la oportunidad de hablar con alguien, de compartir con otra persona toda la decepción y angustia que estaba experienciando. “Desearía poder hablar con mi hija como lo hago contigo”, le dijo. Pero a pesar de que la relación con su hija estaba lejos de haberse resuelto, Frances había comenzado a dar algunos pasos para establecer un vínculo más honesto y transparente, y al mismo tiempo comenzó a escuchar lo que la joven sentía con respecto a ella.

Este ejemplo ilustra otra razón por la cual los momentos de conexión terapéutica pueden ser tan valiosos para los consultantes. A través de la relación con sus terapeutas en un nivel de profundidad, los consultantes pueden desarrollar la confianza y las habilidades para relacionarse de esta manera con otras personas, y esto puede implicar un cambio extraordinario en la calidad de su vida en todo sentido. Los consultantes solo pasan, más o menos, una hora por semana con sus terapeutas, pero suelen compartir muchos días a la semana con otras personas importantes para ellos, de manera que cualquier cambio de este tipo probablemente les resulte muy valioso.

Trayendo a colación el análisis de las relaciones Yo-Yo y Yo-Mí que presentamos en el capítulo 2, podríamos también sugerir que un encuentro terapéutico en profundidad relacional puede ayudar a los consultantes a transformar la forma Yo-Mí de relacionarse consigo mismos en posturas relacionales Yo-Yo, con todos los beneficios que esto puede producir. Lo que sabemos de la psicología es que la manera como una persona se relaciona consigo misma suele ser una versión internalizada de la forma como otros se han relacionado con ellos (por ejemplo, Vygotsky, 1962). Por lo tanto, así como la experiencia de una voz crítica de su padre puede llevar a un niño a desarrollar su propio “crítico interno” (Stinckens et al., 2002), la experiencia de la profundidad relacional con un terapeuta puede llevar a un consultante a relacionarse con consigo mismo –o una configuración del sí mismo con otra– de una manera más Yo-Yo. Además, como el terapeuta se compromete en profundidad con distintos aspectos del ser del consultante, estos pueden comenzar a escucharse más plenamente entre ellos. Este simple concepto de mediación empática