PHILIPPE DE MONTEBELLO

MARTIN GAYFORD

Cita con el arte

EDICIONES RIALP

Philippe de Montebello sostiene la Madonna con el Niño, c. 1290-1300, de Duccio di Buoninsegna (2004, 442), adquirido por el Museo Metropolitano de Arte en 2004.

Título original: Rendez-Vous with Art

© 2014 by Thames & Hudson Ltd, Londres

© 2014 by PILIPPE DE MONTEBELLO Y MARTIN GAYFORD

© 2021 de la edición traducida por DIEGO PEREDA SANCHO

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Cubierta: Fragmento de la cara de una reina en jaspe amarillo, Egipto, c. 1353-1336 a. C. © Metropolitan Museum of Art.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5965-7

ISBN (versión digital): 978-84-321-5966-4

NOTA SOBRE LOS AUTORES

Philippe de Montebello ha sido el director que más tiempo ha permanecido en el cargo en toda la historia del Museo Metropolitano de Arte, y cuya jubilación en 2008 fue descrita como el fin de una era «en la vida cultural de la ciudad [de Nueva York], el estado, la nación y el mundo». Es miembro de la Academia de Bellas Artes de Francia y caballero de su Legión de Honor, y ha ejercido su influencia en las políticas culturales de todo el mundo, habitualmente como asesor. En la actualidad ocupa la cátedra Fiske Kimball del Instituto de Bellas Artes de la Universidad de Nueva York, y forma parte del patronato del Museo del Prado a título honorífico.

Martin Gayford ha sido crítico de arte del Spectator, del Sunday Telegraph y de Bloomberg News, cargo que ocupa hoy en Artinfo, en Londres. Ha publicado la conocida biografía Man with a blue scarf: On sitting for a portrait by Lucian Freud y A bigger message: Conversations with David Hockney [Una historia de las imágenes]. Entre sus obras destacan también The yellow house, sobre las nueve semanas que pasaron en Arlés Van Gogh y Gauguin, y Miguel Ángel: Una vida épica.

Índice

Portada

Portada interior

Créditos

Nota sobre los autores

Introducción: Labios de jaspe amarillo en el Met

1. Una tarde en Florencia

2. Una inundación y una quimera

3. Inmersos en el Bargello

4. Sentido de pertenencia

5. El ejemplo de la Madonna de Duccio

6. En el café Met

7. Colecciones regias

8. Una artística educación sentimental

9. Perdidos en el Louvre

10. La multitud y el poder del arte

11. Cielo e infierno en el Prado

12. Jheronimus Bosch y el infierno de contemplar el arte con otros

13. Tiziano y Velázquez

14. Las Meninas

15. Goya: una excursión

16. Rubens, Tiepolo, otra vez Goya

17. Rotterdam: el malestar en los museos

18. Mirando a las estrellas en el Mauritshuis

19. ¿Dónde lo has puesto?

20. Expedición a la selva de París

21. Una cacería de leones en el Museo Británico

22. Comida en el Gran Atrio

23. Fragmentos

índice onomástico

Autores

INTRODUCCIÓN

labios de jaspe amarillo en el met

Philippe de Montebello se detiene frente a una obra de piedra amarilla fragmentada. «Esto —exclama— es una de las mayores obras del Museo Metropolitano, ¡en realidad, del mundo!, de cualquier civilización». El objeto que observamos forma parte de un rostro, su sección inferior. De la superior —frente, nariz, ojos— no queda nada.

Se resquebrajaron tiempo atrás, en uno de los innumerables accidentes que ha sufrido desde que su autor terminó de esculpirla, hace unos 3500 años. Solo queda el mentón, unos fragmentos de las mejillas y del cuello y la boca. En esencia, esta escultura son un par de labios tan gruesos y sensuales como los de Mae West, que Salvador Dalí recicló en su día en forma de sofá surrealista. A su manera, es tan enigmática como la Mona Lisa; no sonríe, únicamente se ve una expresión de la boca, como si los labios estuviesen a punto de abrirse.

Este resto astillado muestra la cara de una mujer egipcia que vivió en un palacio del Nilo Medio en el siglo XVI a. C. Pudo ser Nefertiti o no. Lo ignoramos, y es extraordinariamente distinta de cualquier otra que pueda hallarse. La única forma de descubrirlo sería encontrar el resto de la escultura, posiblemente rota y desechada hace miles de años.

Fragmento de la cara de una reina, periodo del Nuevo Reino, periodo amarniense, dinastía 18, reinado de Akenatón, c. 1353-1336 a. C., Egipto Medio, probablemente Amarna (Aketatón), jaspe amarillo, 13 x 12,5 x 12,5. Museo Metropolitano de Arte, compra, donación de Edward S. Harkness, 1926 (26.7.1396). Fotografía de Bruce White. Imagen del Museo Metropolitano de Arte.

«Si me dijeses que has encontrado la parte de arriba —sigue Phi­lippe—, no creo que me emocionase, porque estoy demasiado centrado, demasiado absorto y cautivado por la perfección de lo que hay aquí: lo que me complace —y es un placer intenso— es maravillarme con lo que ven mis ojos, no con una cierta abstracción que, de una forma más artísticamente histórica, sería capaz de figurarme. Se parece a un libro que te encanta, y del que no quieres ver la película. Ya te has imaginado al héroe o heroína de un modo determinado. En realidad, en el caso de estos labios de jaspe amarillos, jamás he tratado de imaginarme lo que falta».

____

Lo importante con respecto a la boca de esta reina (o tal vez princesa) egipcia anónima es que se trata de un fragmento. Por eso es fascinante. En cierto modo, todo lo que nos rodea en el Met es un fragmento: igual que la escultura de jaspe amarillo, hay trozos de edificios, partes de piezas esculturales, habitaciones de casas y cuadros que se han descolgado de villas y palacios.

Lo que vemos en el Met —o en cualquier otro museo o colección— son elementos separados de un todo mayor. Los labios de la egipcia son parte de su rostro, pero también se han desgajado de su contexto, que ignoramos en gran medida, y que tenía su sentido durante el reinado del faraón Akenatón. Y esa época, con sus estilos y creencias particulares, fue solo un momento pasajero en el periodo del Nuevo Reino, que forma una subsección de la larga, larga historia del arte y la civilización egipcias, que a su vez se inscribe en la narración, más amplia, del antiguo Oriente Próximo y el Mediterráneo. Y así continúa, como un juego de muñecas rusas, en la que cada una encaja en otra mayor.

MG Un día, mientras posaba para un retrato de Lucian Freud, le pregunté qué faceta de una pintura así le resultaba más difícil. Su respuesta me sorprendió: me dijo que cambiaba de continuo. «Me siento tan distinto de un día para otro que es desconcertante incluso que mis cuadros funcionen». Pocos días después descubrimos que yo —el sujeto— también sufría continuas alteraciones. Por lo tanto, su esfuerzo por fijar una imagen suponía también el de seguir la pista de dos objetivos móviles: el artista y el modelo.

Esto, que era cierto para Lucien en 2004, puede aplicarse hasta cierto punto al arte y a la vida. Si nos detenemos frente a una obra en dos ocasiones, al menos uno de los elementos —el observador o el objeto— se habrá transformado de algún modo en la segunda. Las obras de arte mutan con el tiempo, aunque con lentitud, como si las limpiasen o «conservasen», o como si los materiales que las componen envejeciesen. Incluso aunque persistan visualmente idénticas, causan una impresión distinta según quién las acompañe. Cerca de Salvador Dalí esta reina egipcia no sería la misma, desde luego.

Sin embargo, nosotros, los observadores, fluctuamos aún más. Si ese luminoso día de otoño no hubiese paseado en compañía de Philippe, puede que no me hubiese detenido frente a los labios de jaspe amarillo: desde luego, no los habría visto como él, porque lo que yo miraba era la compañía. La siguiente vez que los viese estaría influido, entre otros factores, por mi recuerdo de la primera. Por su parte, Philippe había contemplado ese fragmento cientos de veces, lo que sin duda teñía su reacción, como lo hacía el hecho de que, en esa ocasión, estuviese conmigo, atendiendo a mi respuesta a sus comentarios. Así ocurre con todo.

Habitamos, inevitablemente, en un mundo de perspectivas que se disuelven, en un presente que no deja de cambiar. El hoy siempre se mueve y, desde esa atalaya, el pasado, en apariencia, cambia de continuo. Esto ocurre en una escala amplia, histórica, pero también en nuestros encuentros personales con el arte, de un día para otro. Puedes detenerte ante Las Meninas de Velázquez mil veces, y cada una será distinta, porque tú has cambiado: cansado o lleno de energía, o distinto de tu yo previo de múltiples formas.

Philippe y yo nos habíamos embarcado en un proyecto conjunto: reunirnos en distintos lugares, según las oportunidades que surgiesen durante nuestros viajes. Nuestra idea consistía en escribir un libro que no fuese ni de historia del arte ni de crítica, sino un experimento sobre la contemplación compartida. En otras palabras, tratamos de acercarnos, no a la historia o a la teoría, sino a la misma experiencia de contemplar el arte, a lo que se siente en un momento concreto, que es, por supuesto, la única forma en la que cualquiera de nosotros puede mirar algo.

En el resultado han influido hechos casuales —espaldas doloridas, horas de cierre, deseos pasajeros—, como suele suceder. También está cargado de una emoción que normalmente se deja de lado al escribir sobre arte, o bien se reduce a un estereotipo: el amor.

La antigua palabra francesa «amateur» ha adoptado múltiples significados. En su origen quería decir «el que ama». En el inglés actual se refiere a lo no profesional. Tanto Philippe como yo hemos dedicado nuestra vida profesional, de un modo u otro, al arte, pero en su sentido original ambos somos amateurs: amamos el arte. Igor Stravinski escribió que su primer destino cuando visitaba una ciudad nueva era su galería de arte. Así nos sentimos Philippe y yo: para nosotros, una nueva colección, una iglesia, una mezquita o un templo desconocidos ofrecen una posibilidad emocionante. Verlas supone al menos la mitad del atractivo de viajar, y por eso este es, también, un infrecuente libro de viajes.

MG Philippe, ¿ha habido un momento único, una experiencia concreta, que pudo hacer que te dedicases al arte?

PdM Esa es la pregunta más difícil, y a la que más me gustaría responder inventándome algo, o con una media verdad. Pero ya que se me presenta un episodio en concreto, vamos a ello. En realidad, fue mi primer amor, una mujer en un libro.

Se trataba de la marquesa Uta de la catedral de Naumburgo, y la amé como a una mujer. Cuando tenía unos quince años mi padre trajo a casa un libro titulado Las voces del silencio, de André Malraux. Lo hojeé observando sus magníficas ilustraciones en blanco y negro, de cuatro tonos. Y de pronto allí estaba Uta, con su maravilloso collar y sus párpados entrecerrados, como si acabase de pasar una noche de amor. Se alza a unos siete metros en el coro oeste del edificio, así que no se puede ver tan de cerca. Pero ahí estaba yo, mirándola en un libro que sostenía en la mano. Sigo pensando que es la mujer más hermosa del mundo. Desde entonces he descubierto, para mi leve desencanto, que se la puede ver en innumerables sitios en internet, porque al parecer no soy el único que pienso que es enormemente seductora.

Detalle de la estatua votiva de Uta, en la catedral de San Pedro y San Pablo de Naumburgo, como aparece en Las voces del silencio de André Malraux (Gallimard, París, 1951). © Bildarchiv Foto Marburg.

Lo que se puede leer aquí es la transcripción de nuestras reacciones ante diversas obras, colecciones y museos, tal y como se produjeron en seis países durante un periodo de dos años. No hemos tratado de abarcarlo todo. El artista contemporáneo Damien Hirst tituló una de sus obras I want to spend the rest of my life everywhere, with everyone, one to one, always, forever, now [Quiero pasarme el resto de mi vida en todas partes, con todos, uno a uno, siempre, para siempre, ahora]. Así son, en lo que respecta a las imágenes y los objetos, los amantes del arte concienzudos. Tratan de experimentar la totalidad de la creación visual global de todas las épocas a la vez y, siempre que se pueda, simultáneamente.

PdM Escogimos los lugares que hemos visitado, en parte porque allí podían cruzarse o solaparse nuestras agendas, tan ocupadas, y en parte con algo de deliberado, según el impulso del momento, en la ciudad en la que nos encontrásemos. Hay muchos sitios que nos habría encantado visitar, y es posible que hubiéramos debido hacerlo, pero no fue así. Habría querido que Berlín, Viena, San Petersburgo, Estambul o El Cairo estuviesen en nuestros itinerarios mutuos. O que en París hubiésemos tenido tiempo para el Museo Nacional de la Edad Media, el Museo Cluny.

mg Tú y yo nos hemos pasado buena parte de la vida viendo arte; eso es lo que tenemos en común. Sin embargo, pertenecemos a distintas áreas del bosque del mundo artístico. Yo soy crítico y escritor, y suelo entrevistar a artistas.

Philippe, por su parte, ha permanecido durante treinta años, entre 1977 y 2008, en el centro, como director del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Antes fue un miembro destacado de sus conservadores y, con la excepción de su breve estancia como director del Museo de Bellas Artes de Houston, ha dedicado toda su carrera a esta institución, que alberga una de las mayores colecciones de arte del mundo.

PdM Como el museo ha sido mi mundo durante medio siglo, cabría pensar que esto será una reflexión museológica. En realidad, aunque compartiré algunas ideas relacionadas con los museos, lo fundamental va a ser el arte. Al fin y al cabo, si me he dedicado a los museos, es porque allí se encuentran las obras de arte, y puedes dedicarte a ellas en tu día a día, disfrutando de su materialidad, sosteniéndolas, trasladándolas y, sobre todo, compartiendo tu pasión con otros, con muchos otros. Lo que me atrae es el contenido, no el continente.

Este libro tiene dos autores, pero sus puntos de vista son muchos. Es una recolección de momentos, con frecuencia pasados ante una obra de arte, otros más distendidos, dedicados teorizar y no a reaccionar. A veces coincidimos, otras no. En ocasiones, una idea ha surgido durante un diálogo, sin que pueda precisarse a quién pertenece su invención.

PdM Hemos hilvanado nuestras reacciones, respuestas y charlas para crear un libro sobre cómo vivimos el arte, cómo lo miramos, cómo pensamos sobre él, y cómo —igual que ante el resto de la cara de la mujer egipcia— tratamos de recomponer lo que falta a partir de lo que tenemos ante nosotros. No es solo un libro sobre museos, aunque tengan un papel destacado, ya que es en los museos donde casi siempre —con placer, exultando, aburridos o enfadados— nos encontramos con el arte.

CAPÍTULO 1

una tarde en florencia

En junio de 2012 nos encontramos en una ciudad tan abarrotada de arte que su mismo nombre es sinónimo de cuadros y esculturas. Visitar Florencia sin entrar en sus iglesias y museos sería malvado. También es el lugar en el que se experimenta cómo las primeras se convierten en los segundos, los centros de adoración en templos donde se disfruta del arte. Nuestra primera escala no fue un fragmento, sino un todo: un ciclo de murales enormes, que permanecen en las mismas paredes en las que fueron pintados hace más de cinco siglos.

Philippe iba a quedarse unos días en Florencia para intervenir en un congreso, y yo volé a su encuentro. Mi hotel estaba en Oltrarno, el barrio de la orilla sur del Arno. Tan pronto como llegué nos reunimos, comimos y fuimos atravesando las calles ardientes y casi desiertas, directamente hasta la capilla Brancacci de la iglesia de Santa Maria del Carmine. Compramos las entradas y descubrimos, asombrados, que teníamos la capilla solo para nosotros.

PdM Esto es, como muchas cosas que vemos, un palimpsesto visual, una serie de imágenes colocadas unas junto a otras, o superpuestas, a lo largo del tiempo.

Masaccio y Filippino Lippi, detalle de la Resurrección del hijo de Teófilo y san Pedro en la cátedra (lateral derecho), 1425-27 y c. 1481-85. Fresco. Capilla Brancacci, Santa Maria del Carmine, Florencia.

Pietro Brancacci construyó esta capilla hacia el 1386, y unos cuarenta años más tarde es probable que su sobrino le encargase los frescos a Masolino, asociado con el joven Masaccio. La obra quedó inconclusa hasta el final del siglo XVI, cuando se completó el ciclo, y un tercer pintor de renombre, Filippino Lippi, lo cerró. Ha sido un santuario del arte desde el momento, al menos, en que se convirtió también en un lugar de oración. El joven Miguel Ángel vino aquí para aprender a dibujar, a base de copiar los frescos de Masaccio.

En adelante, la iglesia sufrió tanto desastres como transformaciones, incluidos un incendio y una remodelación arquitectónica a finales del siglo XVIII. En las últimas décadas del XX se limpiaron y restauraron los frescos pero, al adentrarnos en esta capilla, seguimos sintiendo que entramos en una cápsula del tiempo: una estancia con cuadros del siglo XV.

PdM La clave está en que nos adentramos en esta época. Aquí te das cuenta de que hay algo que los museos, simplemente, no pueden hacer, y es colocarte en el marco, casi dentro del mundo y el siglo del artista. Desde luego, nunca se puede volver al pasado, ese momento ha desaparecido. Pero jamás estaremos tan cerca como aquí. En esta capilla todo te lleva ahí y, por encima de lo demás, la realidad corporal de las figuras de Masaccio. La sensación de peso y la presencia debieron causar asombro en su época, y siguen mostrando algunos elementos clave del Renacimiento, como la solemnidad, la seriedad y la autoridad moral. Muestran una rotundidad y una severidad tranquila que reflejan la creciente confianza de la ciudad en sí misma.

___

A partir de la capilla Brancacci retrocedemos desde el Arno hacia el barrio oriental de la ciudad, hasta la basílica de la Santa Croce. Es una iglesia enorme, cuya construcción iniciaron los franciscanos justo al final del siglo XIII, y que no se culminó hasta mediados del XV, con algunas modificaciones a finales del XVI por parte de Giorgio Vasari, el pintor y arquitecto que se convirtió, gracias a sus Vidas de los grandes artistas, en el padre de la historia del arte moderna. La fachada es un añadido del siglo XIX.

La Santa Croce sigue siendo una iglesia, pero pronto comenzó a ser algo distinto: un panteón, lugar de enterramiento de los florentinos más famosos, que para el siglo XIX ya era el Valhala de los italianos célebres. Aquí se encuentra la tumba de Miguel Ángel, y también las de Galileo, Maquiavelo y Rossini. La decoración de la basílica por parte de varios artistas también provocó que adquiriese otro carácter.

El edificio acabó convertido en un agregado de grandes obras de arte o, en otras palabras, en un espacio sagrado que los amantes del arte transformaron en un museo. Parece bastante apropiado, por tanto, que guardemos un poco de cola frente a la taquilla antes de entrar, como si estuviésemos en el Louvre o en el Met. Ya en la década de 1490, el joven Miguel Ángel vino aquí a estudiar y a copiar los frescos de Giotto de las capillas Peruzzi y Bardi. Las pinturas y esculturas, y la propia arquitectura de la basílica, pueden considerarse, en conjunto, como una especie de canon temprano del arte florentino: son de Giotto, Brunelleschi, Donatello y de muchos otros. Pero hay una diferencia entre la Santa Croce y cualquier museo de verdad: todas estas obras fueron creadas para encontrarse aquí.

PdM Estamos frente a la tumba, de Desiderio da Settignano, de Carlo Marsuppini, canciller de Florencia y humanista temprano. Su sepulcro, maravillosamente iluminado, tiene hojas de acanto como decoración, y casi parece que va a elevarse sobre esa viera alada, que se ha interpretado como un símbolo del viaje de la vida a la muerte y, finalmente, al mundo espiritual. A ambos lados aparecen dos angelotes deliciosos y algo traviesos, con escudos y montando guardia.

El mismo sepulcro es una escultura magnífica. ¿Cuántas veces se puede, en esta época de museos, enfrentarse a la «arquitectura» de un conjunto escultural de esta forma, con su narrativa como un todo impoluto y con cada una de sus partes grabada y pintada?

Esto nos recuerda, de nuevo, que en los museos admiramos con frecuencia lo que no son más que fragmentos de conjuntos mayores. Si uno de estos ángeles se encontrase sobre un pedestal, en el Met o en el Louvre, lo seguiríamos admirando, y únicamente la leyenda nos advertiría acerca de su función originaria, como un componente menor de un conjunto mucho más grande. Pero solo puede entenderse la relación entre las partes viendo el todo: cómo la posición de cada ángel remite al otro, la mirada tutelar sobre el gisant, la efigie de Marsuppini. En el lugar que les es propio, todo es más rico y, en el fondo, auténtico.

Sepulcro de Carlo Marsuppini (1399-1453), canciller de la República Florentina, de Desiderio da Settignano. Mármol, c. 1453. Basílica de la Santa Croce, Florencia. Universal Images Group/SuperStock.

MG Eso es. Porque la tumba fue diseñada para añadirse a la arquitectura de la iglesia, de la que pasaría a convertirse en una parte integral. El espacio, la escala, la acústica incluso y, por supuesto, la luz, son elementos vitales, que se pierden si se traslada el conjunto a otro lugar. Esa es la maravilla de estar aquí, en sentido estricto. Lo digo porque esta iglesia ahora ya es un museo, o funciona como tal, pero un museo cuyas obras fueron pensadas y creadas, desde el inicio, para estar aquí.

Aunque no sigan un único programa decorativo, el interior de la Santa Croce está lleno de adiciones de otros periodos y estilos, capas de historia a plena luz. En ocasiones no aparecen hasta una restauración, como ocurrió con los frescos de Giotto, que habían sido encalados.

Hay dos capillas con frescos de Giotto, fechados en torno a 1320-1325, en un estado muy desigual. Ambas fueron descubiertas bajo la cal en el siglo XIX, pero el paso del tiempo las había afectado de forma distinta.

Los de la capilla Bardi fueron pintados con buon fresco, que se adhiere químicamente al enlucido y, si las condiciones son las adecuadas, perdura bien. Los de Giotto, en concreto, lo han hecho de una forma magnífica, excepto en aquellas zonas en las que se instalaron sepulcros y monumentos en las paredes. Lo que puede verse ahora son áreas pintadas con maestría por Giotto, intercaladas e interrumpidas por los huecos que han dejado los arcos barrocos y las estructuras funerarias, ya retiradas.

La capilla Peruzzi adyacente corrió una suerte distinta, a causa de la técnica empleada por el pintor, que para esta serie no utilizó buon fresco, sino que lo hizo a secco, pintando sobre el yeso seco, de tal forma que la pintura no se impregnó, y se ha craquelado y emborronado con el tiempo. Los análisis más recientes sugieren que el efecto original se parecía al de la pintura sobre lienzo.

PdM Aquí somos muy conscientes de lo que falta. Al principio, los colores serían más nítidos, y su narrativa sería más clara y potente. Ahora el efecto se asemeja al de contemplar un tapiz desvaído. Si miras el envés, la diferencia con la vivacidad del color de la parte delantera, expuesta a la luz, y la trasera, es impresionante. Hay una cantidad devastadora de tapices que han perdido cualquier rastro de color, y por lo tanto están destruidos. Si pudieras, los colgarías de cara a la pared. Al comparar los murales de la capilla Peruzzi con los de la Bardi puede verse cómo, al atenuarlos, el tiempo ha rebajado el impacto de sus frescos.

Seguimos hasta la capilla Baroncelli, en la entrada meridional del transepto, en la que hay una colección de frescos, completa y bastante bien conservada, de la Vida de la Virgen de Taddeo Gaddi, discípulo de Giotto, fechados hacia 1328—38. Gaddi también diseñó las vidrieras.

PdM Además del uso innovador del espacio, la luz y la narración, lo más deslumbrante de estos frescos es el conjunto colorido y decorativo, la percepción de que se trata de una Biblia entera ilustrada sobre las paredes. Esto nos da una idea de lo que pudo ser la capilla Peruzzi de Giotto, con los trampantojos, las columnas y los nichos aún más impactantes gracias a la disposición intencional de los colores, que unificarían armónicamente el conjunto.

Esta capilla, erigida a comienzos del siglo xiv, ha sobrevivido sorprendentemente intacta, con la excepción, claro está, del marco del retablo. Sus distintos paneles muestran la Coronación de la Virgen y la Gloria de ángeles y santos. El conjunto lleva la firma de Giotto, «Opus Magistri Jocti» (Obra del maestro Giotto), pero son muchos los investigadores que han detectado la mano de otros artistas, Taddeo Gaddi entre ellos.

Giotto di Bondone, Entierro de san Francisco, década de 1320. Fresco, capilla Bardi, Santa Croce, Florencia.

Giotto di Bondone, Ascensión de san Juan Evangelista, década de 1320. Fresco. Capilla Peruzzi, Santa Croce, Florencia.

Tadeo Gaddi, lateral este de la capilla Baroncelli, con la Vida de la Virgen, c. 1328-38. Fresco. Santa Croce, Florencia.

Giotto, retablo, políptico Baroncelli, c. 1334. Temple sobre madera, 185 x 323. Santa Croce, Florencia. Foto Scala, Florence/Fondo Edifici di Culto – Min. dell’Interno.

PdM Este políptico de Giotto y su taller, tan bien conservado, es fascinante. En esencia aquí puede considerarse a Giotto como a un artista gótico, a pesar de su ubicación al comienzo de la gran tradición humanística del arte. Y entonces se descubre que el retablo se ha transformado en un cuadro del Quattrocento; a finales del siglo XV Ghirlandaio lo enmarcó de nuevo all’antica, pero mira además lo que hicieron.

El Cristo y los cuatro paneles de los santos de la predela inferior no están alineados con el centro de los paneles superiores. Cuando se retiró el marco gótico se cortaron los arcos para que los paneles encajasen en el nuevo marco rectangular.

MG Estos marcos tan complejos son casi obras arquitectónicas. Un marco así es una pequeña estructura en la que reposan las obras, como los frescos en las paredes y el techo de una capilla. Hasta el siglo XVI no se empezó a pensar que el estilo de una imagen y su entorno debían coincidir.

PdM Parece que en el Quattrocento no les importaban demasiado los anacronismos. Si se quería modernizar un políptico antiguo, se desembarazaban del vértice de los arcos, de los pináculos y de las pilastras pequeñas, y daba igual que los paneles de la predela no estuviesen centrados.

Hoy en día no cabe plantearse cambiar el retablo de la Santa Croce para que vuelva a ser gótico. No solo porque no tengamos las partes que faltan, sino porque el enmarcado de Ghirlandaio representa un momento legítimo en la época y las prácticas del Renacimiento, y ha formado parte de esta iglesia durante siglos.

Lo que me apena de esta capilla, tal y como está, es que Giotto y sus colaboradores pintaron el políptico especialmente para que ocupase ese lugar en el altar, rodeado por un enorme ventanal gótico. Así pues, si no hubiesen cambiado el marco, ahora estaríamos entrando en una capilla florentina de comienzos del Trecento perfectamente conservada. Este deje de nostalgia de anticuario, por supuesto, no casa con las ideas o las costumbres del Renacimiento.

Lo que añoran hoy en día los amantes del arte es un lugar que, de alguna forma, desafíe la destrucción del tiempo, algo que, sin duda, es una ilusión. Como decía Philippe en la capilla Brancacci, «nunca se puede volver al pasado, ese momento ha desaparecido».

PdM Esa parece una respuesta humana universal ante las obras de una época grandiosa, que superan los materiales con los que se elaboraron y alcanzan su valor inmaterial. Las obras de las épocas mayores nos fascinan, nos acercan a civilizaciones ya desaparecidas y son vestigios tangibles de la historia. El grado de interés que ha conferido el tiempo a esas obras fue analizado con brillantez por Aloïs Riegl, cabecilla de la escuela de Viena de historiadores del arte formalistas en torno al 1900, que estudió el culto moderno a los monumentos, y trazó la distinción entre el «valor histórico» y el «valor de lo antiguo» (Denkmalswert y Alterswert). En el segundo caso, afirmaba que damos valor a un objeto antiguo solo por su edad, por las alteraciones que el tiempo y la naturaleza le han inflingido, sin importar la humildad de su procedencia, a causa de la profunda conciencia de la distancia que nos separa de ese objeto, en el espacio y en el tiempo, y también por la cercanía que sentimos, incluso empática, con las personas que lo crearon, hace tanto.

MG Y también existe otro placer, que surge precisamente de los cambios que conlleva el paso de los años. Hay un disfrute romántico en las ruinas, en el cambio y en lo que el pintor inglés John Piper denominó «la decadencia agradable» que provocan tanto el hombre como la naturaleza. La decadencia, sin embargo, es también un proceso de destrucción.