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Créditos

Título original: Coal Run

Edición en formato digital: octubre de 2013

© En cubierta: Fotografía de Matton Images

© Tawni O'Dell, 2004

All rights reserved

© De la traducción, Eugenia Vázquez Nacarino, 2013

© Ediciones Siruela, S. A., 2013

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15937-65-4

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

Otras obras de Tawni O'Dell

publicadas en Siruela

Caminos ocultos (2012)

La fiebre del carbón (2013)

LA FIEBRE DEL CARBÓN

A mis abuelos, Naomi Rebecca y H. E. Burkett,

por el amor que se tenían el uno al otro y a ese pedazo de tierra

en Pensilvania, que me inspira y me sostiene siempre.

EMPRESA MINERA DE CARBÓN J&P, N.° 9

14 de marzo, 1967

Un recuerdo

El día de la explosión en Gertie vi a mi padre cuando se iba a trabajar, como todas las mañanas. Los hombres que hacían ese turno en la mina lo llamaban mañana, pero para mí aún era noche cerrada, fría y silenciosa, salvo por el rumor lejano de los hornos de coque cada vez que las puertas se abrían y rugían las hogueras en el interior. Desde la ventana de mi habitación veía ensartadas en la ladera distante las bocas al rojo vivo, que se apagaban a un ritmo sostenido como cien ojos furiosos al acecho de nuestro valle.

No sabía muy bien qué era lo que me despertaba. Quizá el chirrido de los muelles del colchón cuando mi padre se levantaba de la cama en la habitación de al lado, o las palabras apenas audibles que intercambiaba con mi madre al despedirse, o el ruido de sus botas con puntera de acero al ir de un lado a otro por la cocina mientras se hacía el café.

Sea lo que fuera, conseguía arrancarme de la cama y mandarme medio dormido y descalzo por el suelo frío hasta la ventana de mi cuarto, donde esperaba a que mi padre saliera y cruzara el jardín de nuestra casa, al mismo tiempo que decenas de otros hombres cruzaban el jardín de sus casas, con el almuerzo en unas fiambreras plateadas del tamaño de cajas de herramientas, mascando ya solemnemente el tabaco para combatir la aspereza que les dejaba la carbonilla en la garganta.

No se reunían en la calle para ir todos juntos al trabajo, como cuando mi madre tenía mi edad y desde la ventana veía a su padre y a los demás hombres salir de las casas de tres habitaciones cubiertas de hollín en el pueblo minero, abandonado ya, que había a unos pocos kilómetros de aquí, siguiendo la vía del ferrocarril. Mi padre y los demás se marchaban de uno en uno, aunque, a la vez, en una soledad sincronizada.

Siempre le decía adiós desde la ventana cuando se paraba junto a la puerta del coche y levantaba la vista, y él siempre me hacía un gesto con la cabeza y esbozaba una media sonrisa, como si me reprochara que me hubiera levantado pero también me dijera que, mientras mi madre no se enterara, no había problema. Era un secreto que compartíamos solo nosotros dos, de hombre a hombre.

Hasta que la última luz trasera del último coche o camioneta desaparecía de vista en la carretera al tomar la curva no me volvía a la cama, aunque ya no me durmiese.

Me detenía frente a la estantería de madera que me había hecho mi padre y contemplaba con orgullo mi pequeña biblioteca, que poco a poco iba creciendo con libros del abecedario y de los números, libros de camiones y de trenes, los libros de Little Golden y del doctor Seuss, y un compendio de las canciones de Mamá Oca que mi madre conservaba desde niña.

Al final estaba el ejemplar de Maravillas de la naturaleza que Santa Claus me había dejado al pie del árbol el año anterior. Cada mañana me volvía a la cama y, arrebujado bajo las mantas con mi libro y mi linterna, buscaba la página de los perritos de la pradera, donde aparecía el diagrama del intrincado laberinto subterráneo en el que vivían, y dejaba volar la imaginación hasta el lugar adonde mi padre iba a trabajar todos los días.

No sabía gran cosa de ese lugar, porque mi padre y los demás mineros nunca hablaban de trabajo; solo hablaban del miedo que les daba perderlo. De lo poco que sabía me había enterado por mi madre, que una vez me explicó que trabajaban en túneles bajo tierra, de donde se extraía el carbón que tan importante era para todo el mundo. Nos suministraba la energía. Servía para hacer el acero con el que se construían los edificios. Sin carbón, el país se pararía en seco.

Me impresionó sobre todo que trabajaran en túneles bajo tierra; más incluso que la idea de un colosal chirrido de frenos que se oyera de una punta a otra de los Estados Unidos y que todo absolutamente se paralizara, hasta que mi padre, y el abuelo, y el tío Kenny, y Val, mi vecino, y el padre de Steve, mi mejor amigo, y el novio de mi profesora, la señorita Finch, y el padre de Jess, Clive Raynor, a quien apodaban Chimp porque uno de los mineros dijo una vez que prefería picar carbón con un chimpancé antes que trabajar a su lado, volvieran a las minas a extraer más carbón.

Fue lo de los túneles lo que me intrigó. Sabía que algunos animales como las marmotas, los topos o las serpientes vivían bajo tierra, pero no lograba imaginarme a los hombres ahí abajo.

Descubrí el mapa de la colonia donde vivían los perritos de la pradera en el libro que encontré junto al árbol la mañana de Navidad. Me acerqué a mi padre, que estaba sentado en su silla favorita fumando un cigarrillo y tomando una taza de café, sin entender por qué miraba de aquella manera tan rara a mi madre, que estaba en el sofá con las piernas desnudas bajo el albornoz, acariciando el salto de cama rosa satinado que le había traído Santa Claus.

Mi padre también llevaba un albornoz, uno de color gris, encima de un pijama del mismo color. Solo lo vi en pijama la mañana de Navidad y la vez que tuvo la gripe y mi madre lo obligó a faltar un día al trabajo. No le quedaba bien, se le veía incómodo, casi avergonzado, como si fuera un disfraz que quisiera quitarse cuanto antes.

Sostuve en alto el libro nuevo hasta que dejó de mirar a mamá a través de las volutas de humo suspendidas en el aire, después de una última calada al cigarrillo, y abriéndolo por la página donde aparecía la colonia de los perritos de la pradera, le pregunté si una mina era algo parecido.

Cogió el libro y lo estudió con la misma seriedad con que abordaba todos los libros y todas las preguntas, y luego me miró con sus ojillos azules acerados, dos destellos de un color vivísimo en un hombre por lo demás completamente descolorido.

A veces, por la noche, observándolo en la cocina verde y amarilla mientras se aseaba después del trabajo, con el torso descubierto y los brazos sumergidos hasta el codo en el agua negruzca, me lo imaginaba como una silueta recortada de una fotografía en blanco y negro, pegada sin ton ni son en el mundo real, y, al igual que la gente de las fotografías en blanco y negro, parecía más nítido que la gente con mucho color.

Pálido de piel, moreno de pelo, la barba gris incipiente, los pantalones de trabajo grises, el polvillo negro del carbón, el humo gris del cigarrillo ascendiendo entre sus dedos o sus labios, y un tatuaje azulado bajo el vello oscuro de su duro antebrazo izquierdo, el dibujo de un hombre resplandeciente con un poblado bigote clavado en una cruz, igual que Jesús en la iglesia. El hombre del bigote me parecía feo y amenazador, pero ejercía en mí una extraña fascinación, sobre todo cuando mi padre me alzaba sobre sus rodillas y, siguiendo con un dedo el perfil sobre su piel, repetía: «Stalin».

–Se parece mucho, sí –me dijo al cabo, con su duro acento–. Excepto esto. Mira.

Al sonido de esa orden, mi hermana Jolene dejó los cacharritos del juego de té que estaba colocando en el suelo y se acercó con su andar vacilante a mirar también el libro, acompañada por el tintineo que hacían las cuentas de plástico doradas y plateadas de sus pulseritas y collares nuevos.

Mi padre señaló los distintos túneles de fuga que los perritos de la pradera habían cavado para comunicar su mundo subterráneo con el mundo de la superficie.

–No tenemos esto –nos dijo–. Hay un único camino para entrar y para salir.

Estaba con mi libro de Maravillas de la naturaleza en la mesa de la cocina cuando Gertie explotó. Iba pasando las páginas mientras desayunaba, ya tarde, y puede que incluso estuviera mirando los perritos de la pradera y pensando en mi padre en el preciso momento en que quizá volvió la cabeza hacia la bola de fuego, un instante antes de morir abrasado. O quizá ni la viera venir. Quizá quedara sepultado por toneladas de tierra sin previo aviso. Quizá se le rompieran los huesos, se le aplastaran los órganos internos, perdiera el sentido y su existencia se borrara antes de tener oportunidad de entender lo que pasaba. Aunque lo dudo.

Había sido minero desde que era un chaval y, como todos los mineros, conocía el lenguaje del tajo. Agrietamientos, siseos, susurros, chasquidos, crujidos, gemidos, borboteos, cada ruido tenía un significado para ellos: una fuga de metano inflamable, un manantial de agua subterráneo que podía inundar un conducto, una sección de techo debilitada a punto de desfondarse. Al menor golpe de una pala, la pared les respondía. Seguro que, antes de venirse abajo, aquel día la mina se estremeció y gritó de un modo que todos reconocieron.

Yo iba al jardín de infancia por las tardes, así que pasaba las mañanas en casa. Estaba concentrado en un cuenco de cereales Alpha-Bit, intentando componer mi nombre con las letras azucaradas, frustrado porque me faltaba la uve. Jolene estaba en la trona haciendo un dibujo con su cuchara de niña grande en la compota de manzana que había esparcido por toda la bandeja. Estaba resfriada, y mamá apareció sigilosamente por detrás de ella con un frasco de jarabe rojo para la tos y una cucharilla.

Primero fue la explosión, un colosal trueno subterráneo que sacudió nuestra casa y rompió los cristales de las ventanas en un instante musical apoteósico, como si un millón de campanas de cristal repicaran a la vez.

A mamá se le cayó la cucharilla en la mesa y las vibraciones la hicieron rebotar sobre la formica, dejando una estela de gotas rojas brillantes, como si a alguien le sangrara la nariz. Mi madre palideció mientras a nuestro alrededor las puertas de los armarios se abrían de golpe y los platos caían, los cuadros saltaban de las paredes, las latas de comida se volcaban de las estanterías y rodaban por el suelo.

El temblor y el sonido cesaron de pronto, con la misma brusquedad con que habían empezado. La habitación se llenó de una calma absoluta, tan estridente como la explosión misma, que retumbó tan fuerte en mis oídos que tuve que tapármelos con las manos, como si de algún modo comprendiera que el silencio era aún peor.

Jolene rompió a llorar. Mamá no se dio cuenta. Miraba fijamente la pared, hacia donde durante toda su vida había visto colgado el bien más preciado de mi padre: el retrato de un rey de mirada penetrante, con un bigote que caía hasta el mentón, envuelto en regias sedas y con una sencilla corona de metal forjada a golpes de martillo, similar a la que un niño se hubiera hecho con una lata vieja y piedras preciosas de bisutería. Era el único objeto que había podido rescatar de lo que quedó de la granja de su familia, en Ucrania, después de la guerra.

VLADIMIR EL GRANDE, SUPREMO SOBERANO, se leía en la pequeña placa de oro al pie del marco.

–¿Supremo soberano de qué? –le preguntó Val a mi madre una vez.

–De nuestra cocina –contestó ella.

Ahora el retrato estaba en el suelo, bocabajo, entre cristales hechos añicos.

Aguardé a ver cómo reaccionaba mi madre. Vladimir era sagrado para mi padre, al igual que el enorme marco de molduras doradas que había comprado con la primera paga que le dieron en los campos mineros de Illinois, años antes de trasladarse al este de Pensilvania. Mi madre no apartaba la vista de la pared, y me di cuenta de que no miraba nada. Estaba paralizada por el miedo, a la espera de que ocurriera algo.

Aunque nunca habíamos oído el sonido, cuando al fin llegó lo asociamos instintivamente con la muerte. Era un gemido grave, quejumbroso, que se elevaba hasta convertirse en un aullido inquietante, misteriosamente humano e inhumano a la vez, como si la tierra misma chillara de dolor.

Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas y empezó a temblarle la boca. No pude oír su voz por encima del grito de la sirena, pero le leí los labios. No pronunció el nombre de papá, ni el de ningún otro conocido que trabajara en el turno de la mañana. Nada más dijo: los hombres.

Antes de darme cuenta de lo que ocurría, mi madre se abalanzó hacia mí y me agarró del brazo, derribando la silla con el impulso. Levantó a Jolene y se la cargó a la cadera, y echó a andar tirando de mí. Corrimos hasta la puerta de casa, sorteando los muebles caídos y pisando los cristales rotos de la ventana esparcidos por la moqueta.

Una a una, las mujeres de Coal Run se unieron a nosotros. Mujeres a las que conocía bien. Mujeres a las que apenas conocía. Mujeres que a mi madre le caían bien. Mujeres que no. Viejas y jóvenes. Gordas y delgadas. Guapas y feas. Algunas embarazadas, otras no. Algunas en bata de andar por casa, otras con vaqueros y blusas de algodón, como mi madre.

Salieron apresuradamente de sus hogares y se pararon en seco, como si una puerta invisible se hubiera cerrado de golpe justo delante de ellas. Agarraban un hombro, un brazo de sus hijos, un plato del desayuno que estaban fregando, o ropa a medio doblar.

Todas miraban en la misma dirección, un punto a poco más de tres kilómetros de distancia que no se veía desde nuestras casas pero que en ese momento señalaba una fina columna de humo negro que ascendía perezosamente hacia el cielo azul. Escruté los rostros ladeados y, por un instante, todos sus rasgos superficiales se desprendieron y no quedaron más que las caras de las hijas y las hermanas y las esposas y las madres de los mineros.

Una mujer gritó como una niña en una película de terror. Una mujer gimió y se desplomó en el suelo. Fueron los únicos indicios de histeria. Las demás, movidas por un sentido del deber más poderoso que su perplejidad, se apresuraron a entrar en sus casas medio derruidas y salieron enseguida con las llaves del coche y el bolso a cuestas.

La vecina de al lado, Maxine, fue corriendo hasta el coche. Su hijo Val había abandonado los estudios el año anterior para ponerse a trabajar en Gertie. Maxine le gritó a mi madre que fuera con ella. Mamá no le hizo caso y echó a correr.

Corriendo por la acera de la calle, sentía su mano en mi brazo como un torniquete. Las piernas no me alcanzaban para seguirla. Me caí, y ella me levantó de un tirón. Volví a caerme, y tiró de mí más fuerte, gritándome que me levantara. Jolene lloriqueaba por los golpes que se iba dando contra la cadera de mi madre.

Yo también me puse a llorar. A nuestro alrededor todo se desmoronaba. La carretera se había hundido en algunas zonas. Había casas con una mitad desfondada. Vi a un perro que desaparecía con un gañido solitario mientras trataba inútilmente de aferrarse al suelo con las patas, arrastrado por el peso de la caseta a la que estaba encadenado. Creí que era el fin del mundo. No sabía que los túneles de la mina que discurrían por debajo del pueblo se estaban desmoronando.

Mamá seguía corriendo, ajena a todo. Pronto reparé en que pasaban junto a nosotros coches y camionetas. Al principio unos pocos, luego una procesión. Como las células sanguíneas de una arteria, desembocaban con el rumor de sus motores desde las calles perpendiculares y paralelas, atravesaban los campos dando bandazos o aparecían por entre los árboles. Las plataformas de las pick-ups iban llenas de niños, perros y ancianos agarrados a las barras portaescopetas para mantener el equilibrio.

Algunos de los conductores aminoraban la marcha y le gritaban a mamá que subiera, pero daba la impresión de que no los oyese, y que tampoco le importara. No paramos de correr en todo el camino.

Cuando llegamos cerca de Gertie ya no quedaba nadie en la carretera. Cientos de personas nos habían adelantado en cuestión de minutos, pero de pronto el rumor de los motores y los gritos había cesado. Oí piar a los pájaros y a unos perros ladrando a lo lejos, junto con los jadeos de mi madre, los sollozos quedos y atemorizados de Jolene, y el martilleo de la sangre en mi cabeza. Me encontraba en un estado próximo al delirio, por el agotamiento y el dolor en el hombro, del que mi madre me agarraba, y ya no sentía el suelo bajo mis pies. Me daba la impresión de estar flotando. La única cosa que me parecía real eran los minúsculos e intensos destellos del cuarzo en la carretera, mientras mi madre seguía tirando de mí.

Me caí una última vez, a unos cuatrocientos metros del complejo. Gertie estaba en lo alto de una montaña, al igual que las demás minas con galerías subterráneas de por aquí. Se alzaba imponente al final de una pista de tierra y grava, como una aldea cercada donde habitara una raza de gentes que se desplazaran en volquetes, escalerillas y correas transportadoras.

Mamá me rodeó el pecho con un brazo y me arrastró el resto del camino. Tenía las rodillas en carne viva, y la piel amoratada en el brazo que me había agarrado mientras corríamos. Vi sus nudillos blancos. La coleta se le había soltado, y su pelo claro, oscurecido por el sudor, estaba pegado a ambos lados de la cara. Iba descalza y los pies le sangraban. Cuando sonó la sirena, no llevaba zapatos.

Me soltó, dejó a Jolene en el suelo y se inclinó, tosiendo. Costaba respirar en aquel sitio. El tufo a quemado flotaba en el aire, como si a cien madres se les hubieran quemado cien cenas y se negaran a abrir una ventana.

Hacía rato que habían llegado vehículos de emergencias de todo el condado. Ambulancias, camiones de bomberos, coches de policía, además de los coches y las camionetas que los conductores habían abandonado a toda prisa en ángulos extraños, con las puertas abiertas.

Varias personas se movían de un lado a otro a trompicones, mecánicamente, llamando a sus seres queridos. Otras vagaban desnortadas, buscando con la mirada, articulando con la boca los nombres que no se atrevían a decir en voz alta. El resto de la gente aguardaba en hileras rígidas, mudas, inamovibles, como un huerto en invierno.

Mi madre avanzó con decisión, como si supiera que había una meta a la que merecía la pena llegar, aunque la única meta que yo veía fuera la ladera de la montaña; y a pesar de haber sentido la explosión bajo mis pies y el aullido de la sirena y la conmoción a mi alrededor, me costaba imaginar que hubiera pasado algo malo en el interior de aquella montaña. No parecía distinta de cualquier otra.

¿Dónde estaban los indicios de una catástrofe? No veía nada similar al paisaje que dejaban las explosiones en la televisión. No saltaban las llamas. No había hombres de placa y uniforme rescatando a la gente en un acto organizado de heroísmo. Los mineros, los agentes de policía y los bomberos, reunidos en corros impenetrables, hablaban con gravedad.

Sentí la náusea en la boca del estómago al mismo tiempo que notaba el peso blando de la mano de Jolene escabulléndose en la mía.

Había hombres por todas partes, y un montón de equipos y maquinaria para excavar. ¿Por qué nadie hacía nada? ¿Por qué nadie decía nada?

Los rostros grises y rígidos del huerto empezaron a adquirir la identidad de personas a las que conocía. Niños del colegio. Vecinos. Mi maestra, la señorita Finch, prometida con un compañero de papá. El corpulento doctor Ed, con el pelo oscuro cortado al rape y la postura de un conquistador, que el día anterior le había recetado a Jolene el jarabe para la tos. La conductora del autobús escolar. La señora que trabajaba tras el mostrador de la heladería Valley Dairy.

Vi a mi mejor amigo, Steve, arrastrado por su madre entre la multitud. Capté el destello de la alianza en la mano sucia de la mujer, aferrada al antebrazo de mi mejor amigo. Steve me vio. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.

–¿Tu padre está trabajando? –me gritó, con voz aguda y temblorosa–. El mío sí –dijo.

Vi a la vecina de al lado, Maxine, de puntillas, escrutando los rostros a su alrededor. De pronto empezó a abrirse camino entre la gente hasta que se encontró con Val.

Val hacía todo lo que yo aspiraba a hacer de mayor. Conducía demasiado deprisa, era bueno lanzando herraduras, desayunaba pastelitos Twinkies, se embolsaba su buen dinero todas las temporadas, llevaba la misma ropa sucia día tras día. Era capaz de recitar el Juramento de Lealtad con eructos y colar una pelota por el neumático de un columpio a quince metros de distancia.

Cuando no estaba trabajando en las minas, vivía en el mundo del patio trasero de su casa, rodeado de cerveza, himnos rockeros y charcos iridiscentes de aceite de motor. Siempre estaba arreglando su camioneta, o construyendo el garaje donde guardaría la camioneta, o cavilando en la descripción de la chica a la que llevaría en la camioneta cuando volviera a ir como la seda. Yo era su ayudante. Mi trabajo consistía en buscar la herramienta que me pedía en medio de las decenas de herramientas desperdigadas en la entrada para coches que no llevaba a ningún sitio, porque el garaje aún no estaba terminado.

Maxine corrió hacia él y le lanzó los brazos al cuello. Con el peso de su cuerpo lo atrajo hacia ella tan fuerte que su frente chocó con el casco de Val. Le pasó las manos por las ropas de trabajo sucias, y sostuvo su cara renegrida entre las manos, sin dejar de besarlo. Oí que lloraba de alegría. En lugar de reconfortarme, su llanto me pareció desagradable.

Fui hacia Val, arrastrando a Jolene tras de mí. Val tendría la respuesta que buscaba. Podría decirme por qué estaba allí todo el mundo pero nadie hacía nada. Val siempre tenía respuestas para todo. No la clase de respuestas que me daba mi padre, bien meditadas, en las que ponía los conocimientos de toda una vida. Las respuestas de Val eran proclamaciones instantáneas basadas en la imposibilidad de cualquier alternativa.

–¿Por qué el cielo es azul? –le pregunté una vez.

–Pues porque sería una gilipollez que fuera lila –me contestó.

Jolene y yo llegamos a su lado y lo llamé. Al principio no nos vio; cuando al final lo hizo, su cara poco a poco registró nuestra presencia. Tardé un instante en reconocer la expresión de profunda tristeza. Nunca había visto triste a Val. Se enfadaba mucho. El cabreo era su expresión preferida para lidiar con la tragedia o la mala suerte. No la rabia, sino una especie de mala uva resignada porque una vez más la vida golpeara injustamente y nadie pudiera hacer nada aparte de maldecir, tomar una cerveza y pensar en otra cosa.

–¿Mi papá está bien? –le pregunté.

Esperaba que dijera: «Sería una gilipollez que no estuviera bien».

Se arrodilló frente a mí, cosa que nunca hacía. Mi padre siempre se agachaba y se ponía a mi altura para explicarme las cosas, casi como si creyera que así me hablaba de igual a igual; a Val, en cambio, le gustaba ser más alto que yo. Quizá porque, en comparación con los demás mineros, no era alto.

Me agarró de ambos brazos, y no pude evitar dar un brinco hacia atrás de tanto que me dolía el hombro, pero me agarró más fuerte. Empecé a llorar. Era lo último que quería hacer delante de él.

–Has de ser fuerte, por tu madre –me dijo.

–¿Por qué? –le chillé.

–Harás lo que te digo, ¿vale?

Clavé la mirada en el suelo. Un par de pies descalzos aparecieron en mi campo visual. Estaban sucios y salpicados de sangre. Varias de las preciosas uñas pintadas de rosa estaban rotas. Una se había arrancado de cuajo. Los pies de mi madre. Ella y papá iban a ir a la boda de la señorita Finch al día siguiente. Mi madre pensaba ponerse los zapatos de tacón que dejaban los dedos al descubierto. La noche anterior le había enseñado a mi padre un frasquito de pintaúñas rosa y otro rojo, y papá había elegido el rosa.

–¿Qué ha pasado, Val? –oí que preguntaba mi madre.

Empezaron a hablar en voz baja, y mi madre miraba a Val fijamente y Val miraba fijamente los pies estropeados de mi madre mientras le explicaba lo que se estaba haciendo y lo que no y por qué. Val le dijo que estaban esperando a que trajeran una barrena de Somerset y una perforadora en un camión desde West Virginia. Allí no teníamos nada que pudiera taladrar tan hondo. Mamá quería saber por qué estaban taladrando en lugar de intentar entrar por la boca del túnel. Luego me perdí en los detalles, excepto en los números. Los hombres estaban trabajando en la galería 12 izquierda. A tres kilómetros de la entrada del túnel. A mil quinientos metros de profundidad. Val dijo que lo único que se podía hacer era intentar calcular su paradero bajo tierra y perforar desde arriba.

–No lo entiendo –dijo mi madre al final.

Levantó las manos y se tapó la cara. Al apartarlas, las lágrimas habían trazado surcos blancos en sus mejillas sucias, pero siguió hablando con voz firme y tranquila.

–¿Qué quieres decir?

–Ya no está, señora Zoschenko –Val guardó silencio e hizo un ruido raro, como si tragara aire–. El pozo. Ya no está. Se ha derrumbado. Todo.

Oí la voz de mi padre dentro de mi cabeza: «Hay un único camino para entrar y para salir».

Aguardé a ver qué hacía mi madre a continuación. Me pareció que todo el mundo la miraba. Era hermana, hija y esposa de mineros, y se daba por hecho que también sería la madre de un minero. Su hermano y su padre también trabajaban en el turno de mañana y estaban en la galería 12 izquierda, con su marido.

Mi madre se sentó en el suelo polvoriento, del mismo modo en que había visto a Jolene dejarse caer en el patio cien veces cuando aprendía a caminar. Nada más tocar el suelo, Jolene gateó hasta su regazo. No había nada en la cara de mi madre. Nada en sus ojos.

Tendió una mano, como si esperara que alguien la ayudase a levantarse. Me acerqué a ella, le di la mano y la sostuve en la mía, como había visto arrodillarse y sostener la mano de una reina a los caballeros de los cuentos.

–¿Te has despedido de tu padre esta mañana por la ventana? –me preguntó.

Asentí.

–Bien –dijo ella.

Tiró de mí y me sentó en su regazo, al lado de Jolene.

–Vamos a rezar –dijo mamá.

–¿Por qué rezamos? –me preguntó Jolene en un susurro.

–Por los hombres –murmuré.

Junté las manos con fuerza y cerré los ojos. Recé con todas mis fuerzas por que mi padre siguiera con vida. Un par de días después, oiría a mi madre rezando por que hubiera muerto al instante tras la puerta cerrada del cuarto de baño.

Domingo

 

1

Me acabo la cerveza y aplasto la lata por pura costumbre antes de lanzarla al suelo de la camioneta, donde choca con otras latas desperdigadas. Desde el lugar en el que he aparcado, un hilillo centelleante de pis parece caer directamente del techo azul mugriento de una casita de juguete de plástico amarillo con postigos rosas, como si la estructura misma estuviera llena de líquido y de pronto manara un escape preciso e ingenioso.

Sigo mirándolo mientras doy otro bocado al sándwich de ensalada de jamón que me he comprado en el Valley Dairy y alargo el brazo hasta la guantera, donde guardo la vicodina y mi revólver. Saco las pastillas y un papel doblado. Una vieja foto del equipo de fútbol del instituto que Art, el dueño del Brownie's, descolgó de la pared del bar donde reunía todos nuestros trofeos para regalármela, y un mapa de carreteras se caen del compartimento, junto con un bote de espuma de afeitar y una carpeta llena de partes de accidente.

El papel doblado es un fax de la junta de tratamiento de la libertad condicional. Lo despliego sobre el asiento del copiloto.

La cara de Reese Raynor de la fotografía, en un blanco y negro granuloso, me observa con la mirada resabiada de quien siempre cree que ya sabe todo lo que puedan contarle. Aprieta los dientes y frunce el labio superior en una mueca que pretende intimidar, y que me parecería caricaturesca si no fuera porque sé cómo se las gasta.

Me sorprende que apenas haya cambiado en los dieciocho años que ha pasado en la cárcel. Solo los carrillos le cuelgan un poco en la línea de la mandíbula y ha perdido algo de pelo, podría ser el mismo chaval con el que estudié.

Debajo de la foto de archivo figuran los datos habituales de su libertad condicional, el delito, la sentencia y demás. A mí solo me interesan la fecha y la hora en que lo soltarán: martes, 12 de marzo, 8 de la mañana. Hoy es domingo. Son las 13:16, y llego tarde a recoger a Jolene para ir al funeral de Zo Craig.

Echo un vistazo a la fotografía de nuestro viejo equipo, en un ejercicio innecesario de confirmación: Los Centresburg Flames, 1980. Campeones regionales de la Liga Preuniversitaria. Nos faltó una victoria para llevarnos el título estatal. Yo en primera fila: I. Zoschenko, capitán principal del equipo. Reese al fondo, en un extremo, con unos ojillos oscuros como dos monedas sucias de cinco centavos. A su lado, su hermano gemelo, Jess, el otro capitán de ataque, con la mirada vidriosa e inexpresiva de quien se ve obligado a compartir el asiento en el autobús con una bomba de relojería.

Unas semanas después de que se hiciera la fotografía expulsaron a Reese del equipo. A casi nadie le extrañó, lo raro era que hubiera durado tanto. Prácticamente no acudía a los entrenamientos. Nunca abría un manual de estrategia. Se largaba disgustado cada vez que Deets, el entrenador, entraba en el vestuario empujando la pizarra. Para Reese, cualquier jugada defensiva empezaba y acababa con una máxima simple: «Un lisiado no puede marcar».

Y aun así Deets había pasado por alto todas esas cosas. Hubiera dejado que Gengis Kan jugara con nosotros si era capaz de hacer un buen bloqueo, y Reese sabía hacer bloqueos. No tenía gracia ni velocidad, y su conocimiento de las reglas y los objetivos del juego era muy limitado, pero no dejaba pasar a nadie.

Si al final Deets le dio la patada fue por su comportamiento fuera del campo. El día después de un partido, incluso cuando ganábamos, los chicos del equipo rival se encontraban los faros de sus camionetas abollados, o las ventanas de sus casas embadurnadas con mierda de perro, o a una hermana menor depositada en la puerta de casa, borracha y desvirgada.

Deets también hubiera tolerado esas cosas, si no fuera porque para los otros equipos suponía un problema.

Guardo la foto en la guantera y despliego el mapa de la oficina del sheriff: una imagen del condado ampliada y llena de detalles. Imaginando el recorrido que hará Reese, he marcado todos los bares que hay en el camino, con un desvío serpenteante cerca de Altoona para encajar una visita a The Tail Pipe, uno de los clubes de striptease más populares de la región.

Doy por hecho que irá a casa de Jess. No se lleva bien con sus padres, y el resto de la familia se compone de hermanas casadas con hombres de la zona, que no le permitirían acercarse a sus casas. Jess y él son los mayores y los únicos varones de la tribu de Chimp Raynor, un clan de chicas pálidas que se humedecían constantemente los labios con la lengua, chicas de miradas oscuras como capas, que nunca hablaban si no se les hablaba y que jamás caminaban por el centro de un pasillo. Los dos chicos eran la carne de la familia; las chicas eran la manteca.

Mi trabajo me ha traído a la casa de una de las hermanas. Ahora es una mujer casada y con hijos. Su madre, la siniestra incubadora de Jess y Reese, también está en la vivienda, escondida en el Buick acribillado a balazos junto a la entrada de la casa.

Me bajo de la camioneta y cierro la puerta suavemente, tratando de no hacer ruido, pero al andar crujen bajo mis botas los cristales de una luna del coche hecha añicos, que están desperdigados por todas partes. El tipo que está meando se vuelve para mirarme, aunque sigue a lo suyo, trazando un arco impresionante por encima de la bola de espejo azul turquesa y la estatua de jardín en forma de oca, vestida antes de tiempo para la Pascua con un traje de conejito que ya han puesto a la venta en el centro comercial.

Veo que al tener las manos ocupadas ha dejado la escopeta apoyada contra la casa de juguete. Un Winchester del 12. Al pasarme el parte, Chuck no ha mencionado ningún tiroteo, aunque quizás a la mujer no se le haya ocurrido comentarlo cuando llamó. Busco en el bolsillo un paquete de caramelos mentolados Certs y me meto uno en la boca para disimular el olor a cerveza.

No se advierte ninguna emoción definible en la cara del hombre, ni siquiera una señal de reconocimiento al verme, pero levanta una mano a modo de saludo.

El gesto lo hace tambalearse un poco hacia un lado, al mismo tiempo que el chorro pierde fuerza y salpica la oca y la bola de espejo. En una ventana veo a Bethany Raynor, ahora Bethany Blystone, y a sus dos hijitas, atisbando a través de las cortinas. Palidece al ver que su marido hace diana en la oca.

Avanzo unos cuantos pasos más hacia él y al pasar al lado del coche veo a su suegra dentro, agazapada en el suelo del vehículo, con el pelo canoso y cardado salpicado de cristalitos, que casi parecen adornos cuando gira el cuello hacia mí, y al salir de las sombras una franja de sol le cruza la cara. El cabezal del asiento ha quedado destripado por los disparos.

–¿Estás bien? –le pregunto.

Tiembla, pero conserva una calma sorprendente, dadas las circunstancias. En cuarenta y cinco años de matrimonio con Chimp probablemente haya aprendido a dosificar la histeria. Se las arregla para asentir con la cabeza.

–¿Por qué vas tan arreglado? –me pregunta en un susurro.

Trabaja en la gasolinera Kwik-Fill del norte de Centresburg, adonde suelo ir a repostar, y siempre me ve con la camisa de ayudante de sheriff.

–Para el entierro –le contesto en un susurro.

–¿El de Zo Craig? –pregunta.

Le digo que sí con un gesto.

–Vi la necrológica en el periódico –continúa la mujer–. Era casi tan grande como la de Elizabeth Taylor.

–Si no me equivoco, Elizabeth Taylor sigue viva.

–Bah, ya sabes a la que me refiero. La otra.

Miro de nuevo hacia Rick. Se balancea ligeramente.

–Ya –digo–. Me encantó la película que hizo. Ya sabes cuál digo.

Ella asiente otra vez.

–Jess se encargaba de cortarle el césped a Zo, ¿lo sabías? Ella tiene un tractor, un John Deere estupendo que a Jess le encanta...

–Vale más que vaya a hablar con Rick –le digo–. No te muevas de ahí.

Respiro hondo y echo a andar hacia él. Un olor fuerte a polvo mojado se impone al tufo acre a carburo que todavía flota cerca de la escopeta y a las vaharadas hediondas de alcohol que salen de la boca del hombre. Aunque no estoy lo bastante cerca para poder olerlo, juro que las veo en suspenso a su alrededor, como la calima que ondea en el aire con el calor del verano.

El olor a polvo me hace pensar en el inminente funeral de Zo y en el hoyo recién cavado que la espera en el cementerio de la J&P, junto al de su marido, que fue uno de los noventa y siete hombres que perdieron la vida en Gertie hace ya una pila de años.

–¿Qué tal, Rick? –le grito cordialmente.

Fija en mí su mirada vidriosa.

Me acerco un poco más, aunque mantengo una distancia considerable para que no le entre el pánico. En este momento tengo dos objetivos: apoderarme de la escopeta y salvar los adornos del jardín de nuevas micciones.

Con un gesto le indico que venga hacia mí.

–¿Por qué no vienes un poco más acá, Rick? Tus hijos juegan por ahí, ¿no?

Me mira tratando de situarme, no en el presente, sino en el pasado, donde la mayoría de nosotros querríamos quedarnos, visto lo visto.

Al final baja la vista y con ojos tristes observa el charco que él mismo ha creado, junto a un carricoche de muñecas volcado en el suelo con un animal de peluche amarrado con las correas en el interior.

Cuando me da la espalda, voy rápidamente hasta la casita de juguete y cojo la escopeta.

No se vuelve para mirarme. Levanta la cabeza y contempla la tierra que se extiende por detrás de la casa, más allá del jardín.

Ha dejado de llover y el sol intenta dar a conocer su débil resplandor tras la pared de nubes grises que se une al contorno de las montañas salpicadas de lavanda con la rotundidad de una tapadera. Llevábamos una racha de buen tiempo últimamente, es una pena que hoy no sea un día más seco. Sé que, allí donde esté ahora mismo el alma de Zo, se disgustará al pensar en todos los buenos zapatos que van a quedar cubiertos de barro y lo que costará limpiarlos luego.

–¿Ivan? ¿Ivan Z? –pregunta Rick titubeante, volviéndose a mirarme.

–Sí, Rick. El mismo.

Una sonrisa aparece fugazmente en las comisuras de su boca, como un pequeño espasmo.

–Oí que habías vuelto, pero la verdad es que no me lo creí. Así que trabajas para Jack, ¿eh? ¿Cómo te va?

–Bien, bien. Y a ti, ¿qué tal?

Los dos echamos un vistazo hacia su casa; las dos chiquillas siguen con la cara pegada a la ventana, pero Bethany ha desaparecido. Las miradas de las niñas van sin cesar de su padre a mí, y al coche con el parabrisas hecho añicos donde se esconde su abuela. Se me ocurre que quizá no sepan si la mujer está viva o muerta.

–Van a cerrar Lorelei –anuncia Rick.

Plantado en medio del jardín, se las arregla para aparentar una rigidez incómoda, aunque todo en él, desde la polla que le cuelga de la bragueta de los vaqueros, hasta los brazos caídos a ambos lados del cuerpo o las mejillas flácidas sin afeitar, parece mustio, sin vigor.

–Eso he oído.

–Volvieron a llamarme hace solo nueve meses. Antes me pasé casi un año sin trabajar.

Oigo que la puerta principal se abre y por el rabillo del ojo veo que Bethany va hasta el coche. Abre la puerta y ahoga un gemido en la garganta. Su madre sale dando traspiés, y se abrazan. Rick las observa.

–Ahora ya solo queda Marvella –dice–. Y allí todo es tajo largo.

Niega con la cabeza.

–No quiero que se repita. No puedo volver a lo mismo. A estar en paro.

Las dos mujeres están llorando. Rick se da cuenta y las señala con gesto acusador.

–Mi suegra tiene un trabajo fijo. Trabaja desde que el mundo es mundo en la maldita Kwik-Fill. ¡Si llegó a venderle Slim Jims hasta al puto Ben Franklin!

Vemos que las mujeres entran en la casa, abrazadas. Bethany vuelve la cabeza y dirige otra mirada fulminante a su marido, esta vez a su hombría expuesta.

–Y qué me dices de Chimp. El peor minero que ha pisado la faz de la tierra, y resulta que al final va a trabajar más que nadie. Pilla la pensión completa. Ahora incluso cobra las ayudas por el pulmón negro, cuando nadie más puede conseguirlas, y ni siquiera es verdad que tenga la enfermedad. Lo que tiene es esa mierda que te entra por haber fumado toda la vida. ¿Cómo se llama? ¿Enfisimio?

–Enfisema.

–Sí, eso. Te juro que si ese viejo se cayera en un montón de mierda, saldría con un zurullo de oro en la boca.

Pienso en los tiempos del instituto y en las pocas veces que estuve en casa de Jess. Su familia vivía en una granja de techos medio desfondados, de paredes desconchadas, con un puñado de perros que chorreaban babas y entraban y salían a su antojo, con la puerta siempre abierta y un patio tan lleno de porquería que daba la impresión de que la casa hubiera vomitado todo lo que contenía.

Si existieran algo así como los zurullos de oro, desde luego Chimp no sabría qué hacer con ellos, cuando los encontrara.

–¿Por eso has intentado matar a tu suegra? –le pregunto, volviendo al asunto que nos ocupa–. ¿Envidias su carrera?

–No he intentado matarla –dice.

Da unos pasos tambaleantes hacia mí y se detiene de pronto, como si el suelo se retirara frente a sus pies.

–Le he disparado al coche –añade, una vez recuperado el equilibrio–. No quería que se fuera. Eso es todo. Sabía que volvería directa a casa y llamaría a todas las malditas arpías de la frontera entre los tres estados contándoles que soy un fracasado. ¡Soy un puto fracasado de mierda! –grita al cielo.

Las rodillas le flaquean por el esfuerzo y se deja caer sobre el césped embarrado. Cuando toca el suelo, se echa a llorar; no sé si por amargura o porque se ha pillado con la cremallera. Vuelve a remeterse los calzoncillos en los pantalones, y al taparse la cara con las manos se le cae la gorra de béisbol con el logo de CARBÓN J&P bordado en letras doradas, deshilachadas y descoloridas ya. Perder la gorra le hace llorar con más ganas.

Me agacho delante de él, y mi rodilla mala chilla de dolor. Han pasado casi veinte años y seis operaciones desde que tuve el accidente. Puedo caminar bastante bien, pero nunca más podré agacharme como si tal cosa; sin embargo, hay algo en mi mente y mi cuerpo que no me permite registrar ese hecho, y sigo intentándolo una y otra vez, del mismo modo en que mi madre sigue haciendo pasteles de carne picada cada año por Navidad, a pesar de que mi padre era el único de la familia al que le gustaban.

Sujeto a Rick de los hombros. Deja de sollozar un momento, y un destello de lucidez cruza su mirada apagada.

–¿Vas a arrestarme? –pregunta.

–Voy a quedarme un tiempo con tu escopeta. ¿Tienes más armas en casa?

–Dos rifles.

–Me los llevo también.

Apoyo la culata de la escopeta en el suelo y la uso como muleta para volver a ponerme en pie.

–Ahora quédate aquí un minuto tranquilo, ¿eh? –le pido, aunque no sea necesario.

Se ha dejado caer al suelo y yace bocabajo, con los ojos cerrados, musitando algo entre dientes. Me dirijo a la casa y llamo a la puerta.

Bethany viene a abrir. No se alegra de verme, aunque es ella quien ha llamado y ha pedido que venga.

Me mira fijamente, desafiante, pero sin perder la cortesía. Se ha echado encima unos treinta kilos de carne y descaro desde el instituto.

Trato de recordar cómo era de jovencita, sin sobrepeso, con el pelo escalado a lo Farrah Fawcett y vaqueros Chic en lugar de las mallas naranjas que lleva ahora, que brillan en las rodillas de tanto uso, con una sudadera holgada hasta la mitad del muslo, diseñada con el único fin de ocultar diversos tipos de infierno físico femenino.

–¿Cómo está tu madre? –le pregunto.

–Está bien. Solo un poco conmocionada. Se ha echado un rato.

–Tu marido dice que no pretendía matarla. Quería impedir que se fuera.

–Ya –asiente–. Le pedí a mi madre que se sentara un rato hasta que la cosa se enfriara, pero tenía hora en la peluquería. De todos modos ya no llega, se le ha pasado la vez.

A su espalda se ve la habitación de una mujer que no cuenta las tareas domésticas entre sus principales prioridades. Juguetes desperdigados, ropa por recoger, pilas de correo sin abrir, platos sucios, y una miscelánea de fragmentos de vida cotidiana rodean a las dos niñas, que han despejado un pedazo de la moqueta para sentarse a ver la tele mientras comen Mootown Snackers. Untan los palitos de prétzel en la salsa de queso exactamente a la vez y se los llevan a la boca con gesto hipnótico.

–¿Había hecho algo así antes? –le pregunto.

–No.

–¿Brotes violentos de alguna clase? ¿Contigo o con las niñas?

–A veces lanza cosas a la tele, pero no nos da a nosotras.

–¿Bebe mucho?

–No más que cualquier otro.

No le tiembla la mirada.

–¿Vas a arrestarlo? –me pregunta.

–¿Quieres que lo haga?

–Qué pregunta tan rara.

–No estoy de servicio, y me duele la cabeza –le explico.

–¿Quieres una aspirina?

–No, gracias.

Por primera vez deja de mirarme a los ojos y baja la vista hasta mis vaqueros y mis botas de trabajo Caterpillar embarradas, antes de fijarse en mi camisa negra de vestir, la chaqueta negra de sport y la corbata que el doctor Ed sacó del cajón de un archivador y me prestó diciéndome que no me preocupara por la mancha. No era sangre, sino salsa para la carne, y de todos modos nadie la notaría, porque no desentona con el estampado de patos en pleno vuelo.

–¿Por qué no han mandado al agente de servicio? –me pregunta con suspicacia.

–Era más fácil dar conmigo. Mira, si tu madre quiere presentar cargos, con mucho gusto lo llevaré a la oficina del sheriff.

–Ha cometido un delito, ¿no?

–Desde luego que sí. Disparar a una persona con una escopeta del calibre 12 siempre se ha considerado delito en el estado de Pensilvania, incluso si la persona que recibe el disparo es la suegra del presunto criminal –sonriendo, añado–: A menos, claro está, que se haya abierto la veda para cazar suegras.

Ella, en cambio, no sonríe.

–Mira, vale –digo, cambiando de táctica–. Si lo arresto esto es lo que pasará: lo meteré en la cárcel. Se quedará allí hasta que comparezca ante el juez, y luego vas a tener que venir a recogerlo al pueblo y traerlo de vuelta a casa. Aunque tu madre no quiera presentar cargos, el estado lo hará. Tú no estarás obligada a testificar porque eres su mujer, pero tu madre sí. Tendrá que faltar al trabajo. Al final a lo mejor pierde varios días, puede que incluso una semana, sin derecho a sueldo. Si te buscas un abogado, vas a necesitar unos cuantos miles de dólares. Como poco, acabarás pagando una multa considerable y las costas judiciales. Puede que le caiga una pena de cárcel, así que quedará fichado para siempre y le va a costar más conseguir trabajo en el futuro cuando lo suelten.

–No nos podemos permitir nada de eso –contesta.

Asiento.

–¿Qué te parece si por el momento me llevo las armas? Dice que tiene un par de rifles.

Bethany no titubea. Sale del salón inmediatamente, deseosa de zanjar el asunto cuanto antes. Al pasar junto a las niñas, le clava la punta del pie a una de ellas en el riñón y le dice que vaya a llenar el lavaplatos.

Vuelve enseguida con dos rifles: otro Winchester y un Remington 30-06, la misma marca y el mismo modelo que Val usaba para cazar.

Cojo el Remington y me lo llevo al hombro, como hago siempre que tengo uno a mano. Este tiene una mira muy potente. Apunto por la ventana que da al jardín hasta que tengo en el punto de mira a Rick, inconsciente en el suelo fangoso del jardín, al lado de una oca vestida de conejo.

A continuación apunto a varios objetos dentro de la casa. Cuadros colgados en las paredes. Latas de cerveza vacías en la mesita baja. Llego a una bicicleta estática que hay en un rincón, decorada con toallas y camisetas y luces parpadeantes de Navidad.

Bethany Blystone me mira con rabia, avergonzada. Lentamente bajo el arma y carraspeo.

–¿Tú no eras una Raynor?

Se encamina hacia la puerta. Intuyo que debo seguirla. Me abre y sujeta la puerta para que salga.

–Sigo siendo una Raynor. Eso no cambia, aunque mi apellido sea otro.

–¿Sabes que el martes sueltan a Reese?

No dice nada.

–¿Has tenido algún contacto con él últimamente?

–¿Por qué quieres saberlo?

–No querría perderlo de vista, para ayudarlo por si encuentra dificultades en la transición a la vida fuera de la cárcel.

–Quieres decir que vas a hacerle la vida imposible, ¿no?

–Algo así.

Salgo afuera, mientras ella sigue mirándome indecisa desde el umbral. Veo pasar fugazmente una sombra de la chica flacucha y asustadiza de otros tiempos, la que se crio en la misma casa que Reese.

–Irá a buscar a Jess –anuncia, antes de cerrarme la puerta en las narices.

Ya en la camioneta, abro el cierre de la caja de seguridad y guardo las armas, junto a la media docena que ya hay.

Saco una manta y voy a echarle un último vistazo a Rick. Sigue inconsciente, pero está acostado sobre el estómago, así que no morirá ahogado con su propio vómito si le da por devolver. Lo tapo. No sé hasta cuándo seguirá aquí fuera.

La niña a la que su madre le ha clavado la punta del pie en los riñones se acerca. No lleva abrigo, ni zapatos. Tiene una pelota de fútbol y un rotulador indeleble en la mano.

–Tu papá está bien –le digo para tranquilizarla.

Ni siquiera lo mira.

–Deberías volver a casa, o cogerás frío –le digo.

Me tiende la pelota y el rotulador.

–Mamá quiere saber si nos das tu autógrafo. Dice que significaría mucho para papá.

La petición viene planteada en dos afirmaciones independientes. No hay ninguna pregunta expresa.

Cojo la pelota y destapo el rotulador.

–¿Tienes pegatinas? –me pregunta.

–¿Cómo?

–Pegatinas –repite–. El doctor Ed siempre trae pegatinas.

–¿Viene mucho por aquí, el doctor Ed? –le pregunto.

–Cuando papá se queda sin trabajo, viene aquí a ponernos las inyecciones, en lugar de ir nosotros. No sé por qué.

Yo sí lo sé, pero no le explico que cuando su papá se queda sin trabajo, también pierde la póliza de salud. El doctor Ed no acepta que la gente no lleve a sus hijos a vacunarse porque no tienen la cartilla, ni con ninguna otra excusa. Si no acuden a él, él acude a ellos.