INCHAURRONDO BLUES

V.1: junio, 2014


© Rafael Jiménez, 2013

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2014


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INCHAURRONDO BLUES

Rafael Jiménez


1


1. Brooklyn, 2012


A los trece años llegué hasta aquí sin haber podido escarbar en mi pasado. Sigo despertándome con la misma imagen clavada en mis retinas, sin olvidar durante ni siquiera un segundo de mi vida, la cara de mi amigo Eloy, ese último instante retratado en mi memoria que consigue que mi rostro, ya con incipientes arrugas, se convierta en una amalgama de mirada triste coronada por una fotografía retenida en mi cerebro.

Desde hace algún tiempo han vuelto a aparecer los fantasmas en mi vida; apariciones, casi siempre nocturnas, de seres del pasado que tanto me atenazan y que no puedo erradicar de mi memoria. Entonces me despierto súbitamente en medio de la noche, como si mis recuerdos hubieran adquirido hábitos de instantáneas retenidas en mi memoria desde hace treinta años. Los malos presagios aparecen en noches rodeadas de colores oscuros en las que me siento como un vagabundo invisible para los demás, pero muy real para mí mismo. Durante esas noches pienso en cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que consiga olvidar el rompecabezas en que se convirtió mi vida, como si necesitara decirme imperiosamente que tanto llorar y lamentar lo que me tocó vivir hasta los trece años ha merecido la pena. Porque fue mi vida, al fin y al cabo, y fue el mundo temeroso que me encontré.

Mal empieza esta historia si sus primeras palabras ya hablan de ausencias y del miedo de un niño, y quizá percibáis ese aroma inelegante de presentarme con algo tan funesto como el fin de una vida, pero creo que es importante que sepáis qué me trajo hasta Brooklyn cuando tenía trece años. Desde entonces, he pasado casi treinta años como si pedaleara en una bicicleta, como si fuera un ciclista cogiendo las curvas de los Alpes a 125 kilómetros por hora, bordeando el arcén de una manera tan inhumanamente peligrosa que parece que desee que una piedra o una vaca se cruce en su camino y todos corriendo al tanatorio.

Últimamente he vuelto a ver a la noche con presagios de disparos, con niños que huyen del miedo, con amistades truncadas. Lo veo todo bajo un cristal resquebrajado en el que las gotas de la lluvia van cayendo hasta el borde y, como balanceándose al son de una nana, retoman de nuevo su camino hasta caer derrotadas al suelo. Pero aquí, en el bullicio de mis sabanas recién lavadas, busco el resguardo de las tormentas de mi vida. Tengo mucha suerte de tener a Laia a mi lado; su respiración acompasada y el rechinar de sus dientes me hacen compañía mientras dura el vendaval de mis pensamientos.

Es como si quisiera comenzar un viaje hacia la esperanza, esa palabra tan manoseada y que se ha convertido en un artilugio literario, más para utilizarla como un recurso estilístico que como una declaración de intenciones acerca de cómo vivir. Esperanza. Se puede ver en Internet, como requisito imprescindible para curarte ante cualquier contratiempo, o en las farmacias, que junto a las cremas milagrosas borran el paso del tiempo, o quizá entre las palabras del presidente de cualquier gobierno ante los problemas de la economía. Esperanza. Sin apellidos. Sólo Esperanza.

Mientras sigo en el balcón de mis sueños peleándome con las sábanas, que más que taparme me aprisionan, pienso en esa palabra: en la esperanza, en el incontrolable deseo de acabar con los recuerdos de un niño herido en una guerra que aún dura y para lo que, ya lo he decidido, necesito contarlo todo.

Quiero empezar a olvidar. Pero para poder empezar desde cero necesito que sepáis qué pasó en la cabeza de un niño vasco hace treinta años, en un pequeño lugar llamado Inchaurrondo. No creáis que ha pasado tanto tiempo, al menos el suficiente para curar las heridas que produce la muerte.


***


Quizá mi infancia convirtió en patria lo que no era más que una aldea de habitantes ciertamente primitivos. Tanto delimitar las fronteras, tanto elevar los muros a la altura de la luna, tanto machacarnos con ser habitantes de un pueblo milenario único en Europa, con un idioma del que aún hoy no se sabe su exacta procedencia, que lo único que consiguieron fue abrumar a los niños que sólo pretendíamos ser dueños de una pelota de fútbol.

Mi niñez caminaba habituándose a un concepto gótico de la vida, donde las hazañas de los gudaris nos eran contadas como auténticos cuentos de hadas y príncipes en medio de un bosque embrujado en el que el ogro tenía siempre un traje verde. El mundo comenzaba en Bizkaia, Guipuzkoa, Áraba, Lapurdi, Zuberoa y terminaba en Nafarroa Baja, porque al otro lado los espacios eran tan repugnantes que ningún niño habría osado atravesarlos.

Los paisajes de mis primeras visiones eran oscuras bifurcaciones que culminaban en el muro del cuartel de Inchaurrondo. La lluvia daba forma a una apoteosis del paisaje y el sentir las gotas de lluvia en mi rostro es ya una experiencia tardía. En mi casa de Inchaurrondo Alto no existían los paraguas; creo que es el lugar del mundo donde, teniendo en cuenta los numerosos días en que llueve, hay menos paraguas por habitante. Nos gustaba la lluvia y mojarnos constituía una experiencia liberadora. Nuestra vida estaba definida por los tenebrosos límites de una rutina impuesta por quienes nos dominaban. Los amos de nuestra vida. Hasta que apareció Eloy.

2. Inchaurrondo, 1983


El balón de cuero con el que Eloy jugaba a fútbol se lo regaló su amigo Blas. Fue su regalo de despedida cuando Eloy se marchó del pueblo, Atarfe, que está en Granada. El balón giraba de una pierna a la otra mientras le daba punterazos de rabia hacia la pared del muro del cuartel de Inchaurrondo. Ese balón era como el mundo, redondo, y en él dibujaba mentalmente dónde estaba situada Granada y dónde Inchaurrondo. A veces Eloy se sorprendía de que la distancia no fuera tan grande, apenas unos centímetros en el balón. Y sin embargo le parecía que se había mudado al otro lado del mundo. En el balón, ya gastado, podía ver el mar, que era el poco color blanco que le quedaba, y las montañas y los continentes, que eran los recuerdos de los punterazos que hacían mella en la pelota. Cuando tenía el balón entre sus pies conseguía olvidarse de que estaba en Inchaurrondo y, si cerraba los ojos, era capaz de jugar como si estuviera en Atarfe.

Algunos niños estaban sentados en el patio del cuartel viéndole pegar con fuerza al balón, hasta que alguno de ellos se atrevía a preguntar si podían hacer un partido. Nadie tenía un balón de cuero en Inchaurrondo. Decía su amigo Blas que era el mismo balón con el que Maradona hacía poesía con su fina zancada y sus dulces golpeos con la zurda. Eso de tener un balón de cuero en el cuartel de Inchaurrondo no era cualquier cosa. Aunque se tratara de un balón viejo. Si no, cómo iban a estar mirándole seis o siete niños esperando a que les dijera:

—Venga, vale, hacemos un partido.

Desde la ventana, Soledad, la madre de Eloy, miraba cómo jugaba. Verlo allí, tan cerca, le producía el sosiego que le faltaba por las continuas ausencias de su marido y tras el umbral de la ventana, ella también se transportaba a Granada, creyendo en vano que ese pedazo de terreno en el que jugaban a fútbol formaba parte de su particular imaginario de tierras cálidas, verdes, con aroma de aceitunas y jazmín. Un trozo de Granada transportado a Inchaurrondo. Su madre estaba siempre ahí, huyendo con la mirada a través de las montañas, de los ríos, de los pequeños pueblos y de las grandes ciudades, en una búsqueda vacilante pero sin tregua hacia su tierra. Donde reinaba la paz, el lugar en el que le preparaba el bocadillo a Sergio, el hermano de Eloy, tras dejar el uniforme de la Guardia Civil de su marido impoluto y planchado con arte como si fuera el traje de un torero.

—¿Pero qué haces mirando constantemente por la ventana? —le preguntaba Antonio, su marido, o cualquier vecina del bloque a Soledad.

—Pues ver a los niños cómo disfrutan detrás del balón. Me hace mucha gracia verlos ahí, sudando, riendo, como si no supieran dónde están.

Eloy creía que esto nunca le iba a pasar, que era imposible que le arrancaran del pueblo. Y menos de esa manera. A traición. Sí. Su padre se lo dijo a la familia uno o dos días antes. Eloy acababa de llegar del río con Blas y al entrar en casa y dejar las huellas de sus pies mojados por todas las baldosas, escuchó cómo su padre se lo contaba a su madre. Decían que era mejor que Sergio, su madre y él se quedaran en el pueblo, que su padre se iría solo, que era lo más sensato. Que esa gente del norte, los vascos, eran muy suyos y no querían ni ver a la Guardia Civil, y el padre no quería que sufrieran en un jardín de árboles sin flores ni hojas, ni tronco, ni vida, ni días, ni sueños, ni paz, ni ríos, sin tiempo ni premura, sin vida y sin alfombras voladoras, ni aceitunas, ni sol, ni brisa, ni amor.

­—Es mejor que os quedéis, Soledad —decía su padre.

­—De eso ni hablar, Antonio. Son quince años los que llevo junto a ti. Tus ojos, tus oídos, tu pelo, tus piernas y tus brazos estarán junto a mí. Estaremos juntos, como las hormigas o como las gaviotas, pasaremos miedo, pero toda la familia estará unida. Yo no me casé contigo para tenerte a mil kilómetros de distancia, para que este pequeño mundo lleno de obstáculos y de fronteras sea como el enfermo que espera a que le digan que tiene que irse de este mundo. No. Nos vamos todos juntos.


***


Cuando tienes doce años y dejas de pronto de ver tu universo, cuando ya no puedes jugar a estudiar cómo matar moscas granadinas sin manchar las paredes blancas, cuando tu amigo no te acompaña a darte un chapuzón al río o cuando el balón perdido entre las praderas de Granada forma parte de un partido de fútbol bajo un tórrido sol que ya no puedes jugar, es cuando a Eloy le subía un escalofrío por la nuca que le hacía correr como un loco por el patio del cuartel de Inchaurrondo, dando gritos de desesperación, como si chillar fuera a curar sus heridas.

Esta mañana, o ayer, o quizá mañana, Eloy se volvería a levantar en la oscuridad de un día más con el cielo gris, con un cielo que penetraba en su cuarto y permanecía dentro de la casa todo el día. Veía la cara de su madre mirando por la ventana, siempre vestida de negro, como si su luto perenne fuera un mal augurio. Su madre andaba todo el día ida, ausente, con ojos vidriosos y mirada semidormida incluso ahora, a las doce del mediodía. Ese día también llovía. Y cuando se acercaba a su madre a abrazarla, se daba cuenta de que en poco tiempo sus piernas y su cintura que tanto le protegían y que eran tan tiernas, se habían vuelto duras, como si fueran una estatua. Ese día también hacía frío. Y Eloy se había vuelto a constipar. En Atarfe no se ponía enfermo nunca. Ignoraba qué tenía este viento del norte, pero sus anginas ya no podían más. Dolían mucho al tragar y a veces no podía ni respirar.

En el libro de sus pequeños recuerdos, no podía sacarse de la cabeza a Belén, la niña de su clase con una larga melena negra que le tenía sin vivir desde que iban juntos a la guardería del pueblo. Sus enormes ojos negros que le miraban y se escondían cuando se daba cuenta, le perseguían en Inchaurrondo. Como los ojos de Blas. No se pudo ni despedir de Belén. Eso tampoco se lo perdonaba a su padre. La verdad es que desde que llegaron aquí, no le perdonaba nada a su padre. Creía que tenía la culpa de todo, hasta de que se le hubieran puesto a su madre las piernas tan duras y tensas y de que su hermano Sergio fuera cada día más insoportable. Aunque aquí era normal que Sergio se encontrara en el paraíso. En el pueblo nadie lo aguantaba. Eloy deducía que se había peleado con la mitad de los niños de su edad y el resultado era siempre el mismo. Por definición, su hermano podía con todos. Era grande como un armario y abusaba de los demás. Dejó una legión de cicatrices en las caras de sus amigos. Y lo peor es que zurraba a sus amigos y a los que no lo eran. Por eso entendía que su hermano se encontrara tan a gusto en Inchaurrondo. Aquí había encontrado a dos o tres armarios como él que se pasaban el día jugando a ser guardias civiles y, según decían, se pasaban el día salvando a la patria. Eloy no sabía de qué la tenían que salvar. Ni qué era una patria. No lo entendía. Rara vez había tenido una conversación más o menos seria con Sergio y lo suyo, más que una relación de hermanos, era una constante colisión entre el rostro y la debilidad de Eloy y los empujones y los «quita de en medio, enano» de su hermano.

El último día en Atarfe fue muy triste. Todavía hoy no se le habían secado las lágrimas. Es más, desde aquel día le dolían los ojos y consideraba que de continuar así, se le iba a desfigurar la cara y cuando volviera a ver a Belén, porque un día volvería a verla, ella no le reconocería. La última tarde en Atarfe la pasó con su madre, su padre y su hermano en Granada, donde fueron a comprar todo lo que necesitaban para emprender el más largo, triste y absurdo viaje de su vida. Recorrieron toda la ciudad en busca de ropa de abrigo, zapatos, comida y compraron los billetes del tren que les tenía que llevar hasta Inchaurrondo. Decía su padre que era mejor ir en tren porque el coche no lo iba a utilizar allí. Decía que era muy peligroso, algo que Eloy no acababa de comprender.

—¿Por qué es peligroso conducir en Inchaurrondo? —dijo en voz baja, pero su hermano lo escuchó.

—Pero, ¿no ves que no eres más que un enano? —insistía Sergio.

—A ver, ¿por qué soy un enano? ¿Se puede saber? ¿Son malas las carreteras?

Le faltó tiempo a su madre para decirle a Sergio que se callara. Y Eloy se quedó sin saber por qué era peligroso conducir en Inchaurrondo.

El viaje en tren fue más largo que un día en la cama con anginas. Antes de partir de la estación de Granada, llegó a pensar en irse, esconderse en los lavabos, y esperar allí hasta que el tren hubiera partido. No se atrevió. Tan sólo se acercó a la entrada de la estación y vio a lo lejos las Alpujarras con sus casas blancas reflejando el sol. Durante un rato anduvo a solas por la estación como perdido.

—Eloy, ¿dónde estabas? ¿No ves que está a punto de salir el tren? —le dijo su madre entre enfadada y cómplice.

«¿Y por qué se tienen que complicar siempre las cosas?», se decía una y otra vez mientras subía las escaleras del tren ante la atenta mirada de su padre, que no sabía si reñirle o volver a insistir en que en Inchaurrondo estarían bien.

Con un gesto de mal humor se sentó en su asiento dispuesto a cerrar los ojos y no volver a abrirlos hasta que llegaran a San Sebastián, aunque no aguantó demasiado por el sobresalto que se produjo cuando el tren se puso en marcha. Los vagones se movían de manera brusca, como si también se resistieran a marcharse de allí. Abrió los ojos y Granada estaba ahí, al otro lado de la ventanilla. Con las horas había ido perdiendo su color entre dorado y azul, pero vio a la gente caminar por sus calles y a los autobuses que iban al pueblo pasando con el largo quejido de motor. Supo que nunca iba a olvidar Granada. Pensó que algún día sería el dueño de su propia vida y volvería al pueblo para no salir de él. Jamás.

El viaje duró unas veinte horas y tuvieron que hacer dos transbordos caóticos con las maletas y el sueño a cuestas. El trayecto le suscitaba cientos de preguntas mientras se quedaba con la cara pegada al cristal del pasillo del tren, donde los paisajes se sucedían en lo que le parecía una velocidad de vértigo y que, sin embargo, era muy limitada, con constantes paradas en medio de la nada sin saber muy bien por qué, hasta que de pronto pasaba un tren por la otra vía a toda velocidad y entonces sí, emprendían de nuevo la marcha. Era como si el tren fuera el último de la clase y, como Blas, tuviera que esperar a que todos fueran saliendo mientras él se quedaba castigado.

El tren producía hambre. Al menos eso pensaba Eloy, a quien las tripas le hacían un extraño ruido. La gente comía de todo, desde bocadillos sin más arte que un trozo de mendrugo con algo en medio, hasta, como la madre de Eloy, manjares venidos a menos por el mero hecho de no poderlos comer en casa. Fiambreras con bacalao o pollo empanado dejaban impregnado el tren de un profundo olor que, con el paso de las horas, se hizo irrespirable.

En alguna parada de madrugada, adormilado en la litera, oyó las voces de trabajadores de alguna estación olvidada. Sus acentos y sus risas le produjeron una tremenda envidia, pues sabía que ellos, después de pasar el tren, volverían a sus casas, a su cama, a sus vidas.

Cuando ya no pudo dormir, se levantó y observó cómo comenzaba a llover. El agua se deslizaba por los cristales de la ventana como queriendo entrar a limpiar las almas de tantas caras tristes que había en el tren. No todo el mundo viajaba en litera y había bastantes personas que iban de pie, pero que, sin embargo, no emitían ningún lamento y casi ni se apoyaban en la pared. Eloy pensó que quizá alguno de ellos también iba a Inchaurrondo. Había visto a su padre hablar con algunos de los hombres que, sentados en sus maletas, escuchaban a su padre como si fuera el jefe de una extraña expedición.

También oyó música en algunas paradas en medio de algún pueblo. Sí, ahora los veía, eran dos o tres hombres con una gorra y pajarita negras que tocaban la flauta y el acordeón mientras el tren estaba parado y rápidamente pasaban la gorra negra entre los viajeros, antes de que viniera el revisor y el tren se pusiera en marcha de nuevo.

A medida que pasaban las horas, los tristes viajeros se dormían y el sol andaluz continuaba impertérrito, intratable, adorándolos como si fuera una madre que despide a su hijo. Las cortinillas no servían para nada y el sudor caía como una espesa capa que volvía la cara brillante, convirtiéndose el abanico en algo necesario ante tanto ímpetu del sol. Y si no tenías un abanico, un diario o un trozo de cartón también servían. El maquillaje de alguna mujer se derretía lentamente sobre sus mejillas.

El tren continuaba avanzando lentamente con largas paradas inexplicables. Ya se había convertido en un inmenso cuarto en el que veía desfilar las montañas y los últimos olivos de Andalucía entre un ruidoso silencio que sólo rompía los chirridos metálicos de los raíles. Su corazón continuaba pensando en el día que haría el viaje de vuelta, mirando a los habitantes de los vagones para saber si en sus ojos podría adivinar los que algún día regresarían a casa. Pensó que en aquel tren no viajaba nadie por placer o por gusto o de vacaciones.

Sin embargo, el paso de las horas poco tenía que ver con lo que realmente avanzaba el tren, como si el paso del tiempo no tuviera relación con el espacio recorrido y cuando el viaje parecía poner a prueba la capacidad de resistencia de sus ocupantes, llegaban los túneles, alguno como el de Despeñaperros, larguísimo, que, obstinados, sembraban de oscuridad y casi de asfixia el silencio de los viajeros. Cuando finalizaba el túnel, respiraban como si hubiera faltado el aire, abrían las ventanas y corrían las cortinas desde las que se veían los desgarbados picos de Jaén que, sin apenas vegetación, se iban terminando para dar paso al tedioso paisaje de Alcázar de San Juan, donde probablemente se hacía el cambio de vías más largo de la historia ferroviaria mundial.

Lo que sí trataba de evitar Eloy era ir al lavabo. No sólo porque había uno cada dos vagones y las colas eran interminables, sino porque los retretes tenían la cerradura averiada y la deseada soledad para mear era una quimera. Además estaban sucios y malolientes. Una suciedad irreductible, perenne e ingrata. La huella de los efluvios de todos los tiempos se habían enquistado en su interior, adobándolo todo con un color negruzco impertinente. Y echar agua era lo peor que se podía hacer porque o bien subía toda la marea atascando el váter o se inundaba el suelo.

Se preguntaba qué clase de ciudad sería San Sebastián. La aproximación con unos túneles interminables, polígonos industriales sin más vida que el convencimiento de estar viendo la nada, barrios periféricos sin alma, edificios impersonales en medio del paisaje urbano, le creó cierto desánimo ante su idea de la ciudad. Él creía que San Sebastián era Atocha, el campo de fútbol de la Real Sociedad, que por lo que sabía era pequeño pero albergaba al mejor equipo de España. Aunque les tenía un poco de rencor, porque el año pasado no pudo completar la colección de cromos de la liga porque los de la Real Sociedad no le salían nunca. Decía Blas que los cromos de la Real no llegaban a Atarfe, que estaba demasiado lejos.

«¿Qué haré allí? ¿Dónde me habré metido?». Esas y otras preguntas le rondaban la cabeza sin encontrar respuesta alguna. Cuando el tren se acercó a su destino, el susto ante el paisaje de San Sebastián se mitigó en cuanto apareció a lo lejos el mar. Eloy sólo lo había visto una vez. Había sido el año pasado en Salobreña cuando fueron a pasar el día con su madre, su padre y Blas. Sergio decía que él no hacía mariconadas como tomar el sol o jugar a fútbol en la playa.

—Para eso me quedo en la piscina de Arturo —decía Sergio.

Arturo, el hijo del Alcalde, era otro bestia como Sergio y decía constantemente que Atarfe era suyo. Y como era suyo, todo le pertenecía. Arturo era todavía más insoportable que su hermano, y eso es mucho decir.

El mar calmó su desasosiego. Luego apareció un gran paseo muy largo que bordeaba toda la zona con dos montañas a cada uno de los lados dejando a la playa encerrada como si fuera una concha. Observó restaurantes sobre la arena y unas curiosas casetas de los mismos colores que la camiseta de la Real Sociedad, dándole un aspecto totalmente distinto a la playa de Salobreña. Pensó que la angustia que le había invadido antes quizá había sido innecesaria.

En el último tramo del trayecto se quedó adormilado por el cansancio y llegó a soñar. En Atarfe no soñaba nunca. No le hacía falta. Su vida era como un sueño y se dio cuenta ahora que estaba tan lejos, y si nada más llegar a San Sebastián ya había empezado a soñar, es que no le acababa de gustar lo que tenía ante sí.

La llegada a la estación de San Sebastián le transmitió una magia que no había sentido en sus doce años de vida. Era una estación extraña, llena de hierros por el cielo que apenas dejaban ver la niebla que le acompaña todavía. «¿Será una tierra de duendes y fantasmas?», se preguntaba, tratando de aplicar algo de luz al cielo encapotado. Su madre, intentando animarle, le dijo que San Sebastián era una de las ciudades más bellas de España. Que tenía duendes, inventores y que hasta los Reyes habían veraneado allí. «¿Será por algo, no?», se decía, tratando de aportar algo de optimismo.

Vio una locomotora muy antigua que echaba muchísimo humo y sonó el pitido del jefe de estación engalanado con su traje azul y su sombrero rojo como si fuera un almirante en tierra. Los cristales de colores se parecían a la iglesia de Atarfe con sus ventanales cromáticos. En el primer vagón se leía: «Primera Clase» y le pareció ver a una mujer mayor con sombrero y el pelo muy largo y rubio y un traje de otra época que, en mesas de caoba, contribuía a crear un ambiente de lujo que recuerda las fotos que le enseñaba el abuelo antes de morir. Decía su padre que el abuelo se murió de viejo y de pena.

—Madre, ¿me puedo morir de pena? —insistía ante la frase de su padre.

—¿Cómo te vas a morir de pena con doce años, Eloy ?

Se quedó pensativo y recordó el último día que estuvo con anginas. A veces deseaba que le atacara una enfermedad de esas tan raras que te obligan a cambiar de aires. Como si fuera una alergia al clima de Inchaurrondo y que el médico le dijera a sus padres que ese niño necesitaba otro clima, que la humedad del norte lo iba a matar. Pero nada. Sólo anginas. Aunque la fiebre que le producían ya empezaba a hacer estragos en el rosario de plegarias a Dios que utilizaba su madre cuando rozaba los cuarenta grados.

—¡Ay, que este niño se nos muere, Antonio! ¡Que tiene mucha fiebre! —decía su madre mientras Eloy caía en alucinaciones como si la fiebre fuera una droga que lo hiciera deambular como un funambulista al borde de un precipicio. El mundo se veía de otra manera cuando tenías fiebre. Dejaba de preocuparte lo cotidiano y parecía que estuvieras a punto de entrar en el cielo, pero en el último momento un ángel te pedía el carnet de identidad y te decía:

—Tú, para abajo, que sólo es fiebre. Y eres muy pequeño todavía.

«Y no te creas, que te entra un cabreo grande porque ya que estás allí, al menos no has hecho el viaje en balde. Y así no tendría que volver al cuartel», pensaba Eloy.

Eso sí, cuando se recuperaba de la fiebre siempre daba un estirón. «Como continúe de esta manera, cuando vuelva a Atarfe no me van a conocer», se imaginaba Eloy con una leve sonrisa. A decir verdad, había crecido desde el último ataque de anginas. Cuando llegó a Inchaurrondo los pies no le llegaban al final de la cama, y ahora ya le colgaban y a veces uno estaba tapado con la sábana y el otro andaba tomando el fresco, como si una de sus piernas fuera más larga.

Otro problema asociado a las anginas era la tos que le entraba, que hacía que cada vez que tosía crujieran sus pulmones como si tuviera dentro una jauría de grillos.

—Mucosidades, Doña Soledad —diagnosticaba el teniente médico del cuartel que, por cierto, no le gustaba nada a su madre. Decía que muy mal médico tenía que ser para haber ido a parar a la Guardia Civil de Inchaurrondo pudiendo estar en un dispensario o en un hospital en cualquier otra parte del mundo.

Cuando recordaba el viaje que le llevó hasta San Sebastián, la oscuridad teñía de negro todo el cuartel de Inchaurrondo, el silencio era sorprendentemente profundo, excepto por los marciales cambios de guardia en los que el sonido de los tacones al golpearse retumbaban en la pared de su cuarto. Sobre las seis de la mañana el patio del cuartel y las luces de los bloques cobraban vida después del extraño e inestable sigilo de la noche. En su piso del bloque de casados, la luz del lavabo y el olor de la crema de afeitar del padre llegaban envueltos en el ruido del grifo, mientras se quedaba adormilado intentando ver a través de la ventana alguna señal del sol. A veces llegaba a pensar que Helios había castigado a ese pueblo no alumbrándolo por algún pecado universal.

Luego, flotaban en la atmósfera de la cocina una rica variedad de olores. La cafetera empezaba a hervir con su ruido burbujeante, a la vez que el aroma del café llegaba a su cuarto mezclado con la imagen de su padre sentado en la pequeña mesa de la cocina con su bien planchado uniforme, el pelo aún mojado y su tez brillante con olores de loción para después del afeitado. A su madre la veía de espaldas sirviendo el café y poniendo las tostadas en un plato, empapándose de su padre hasta que quizá por la noche volviera a casa. Si Dios quería, como decía su madre.


***


Lo primero que hacía al levantarse era mirar por la ventana con el deseo de encontrarse de frente con el sol y dejar que sus ojos soportaran su luz interminable. Como la presencia del astro era una quimera, se dedicaba a mirar por la ventana tratando de que sus ojos vieran lo que había detrás del muro del cuartel. Apenas se divisaba algún edificio, gris por lo general, algún coche, alguna persona andando, las luces de las casas que comenzaban a encenderse en el inicio de un nuevo día, pero desde el cuartel casi no se veía el mundo. Miraba al bloque de los solteros y veía a un joven guardia sentado frente a la ventana entregando su somnolienta cabeza a otro guardia que le recortaba el pelo de la nuca como si fuera la crin de un caballo. Cada mañana, el joven y Eloy se intercambiaban miradas por la ventana haciéndose un gesto con la mano a modo de buenos días. El cuello del joven guardia parecía demasiado grande para sostener su pequeña cabeza, como si fuera una escultura desproporcionada en la fachada de un decadente palacio. Con su negro y afilado bigote, que sin duda utilizaba para parecer mayor, y sus avispados ojos de color marrón, disimulaba el miedo que les invadía a todos los jóvenes guardias de Inchaurrondo con un porte de guerrero aristócrata al que contribuían su afilada nariz y sus andares orgullosos que tantas veces había visto desde la ventana.

Para ir al colegio, Eloy tenía que atravesar casi todo el cuartel de una punta a la otra y le daba tiempo para comprender que vivir allí era estar enclaustrado en una pequeña ciudad que sólo existía en su imaginario. Vivían apartados de la realidad, de la cruel realidad que les rodeaba, y el cuartel servía para que consiguieran abstraerse del miedo que había en el exterior. Pasaba por el comedor, tenuemente iluminado, con unos cuarenta o cincuenta agentes que estaban desayunando con su uniforme de campaña, y allí veía al joven guardia que le saludaba desde la ventana de su habitación cada mañana. Unos minutos después, el joven y su grupo estaban ya en el Land Rover causándole cierta pena al verlos salir, ya que de sus risas sólo se transmitía el miedo que siente un hombre ante el destino.

El sol comenzaba ya a levantarse en el horizonte, y en la bruma que envolvía a San Sebastián, se adivinaban las primeras nubes que a lo largo del día acabarían convirtiéndose en lluvia, en una pertinaz y juguetona lluvia.

3. Me llamo Ander y soy cojo


Cuando tenía trece años ya era cojo. Sí, me podéis mirar bien. Miradme bien: soy cojo. También algo cabezón y solitario. Vivía en Inchaurrondo y me encantaba la lluvia y el viento. Como a mi aita. Él y yo caminábamos y deshacíamos caminos, rectos, sin atajos. Si hubiera podido me habría pasado la vida junto a él, paseando nuestros cuerpos huesudos y nuestros ojos por cualquier acantilado de Donosti. Pero a medida que iba creciendo, mi sangre y la de mi aita se llenaban de extraños objetos que día a día conseguían oscurecer nuestros ojos y lo que es peor, nuestra mirada. Pero quizá un día nuestros paseos volverían, como empujados por el viento del Cantábrico, como viejas espadas de lluvia que vuelven a aclarar nuestros ojos. Miradme bien: ésta es mi historia y soy cojo.

El embarazo de mi ama no fue fácil. Nací un poco antes de hora. Habían pasado ocho meses justos cuando el doctor Elósegui decidió sacarme de allí a toda prisa porque mi cordón umbilical, que viene a ser una especie de cinturón que me unía con mi ama, era tan largo y tortuoso que apenas me alimentaba. Mi aita me recordaba constantemente que cuando me vio por primera vez pensó que no había tenido un hijo, sino una especie de alienígena. Pesé muy poco al nacer, pero pronto empecé a crecer, sobre todo mi cabeza, que parecía un melón de los grandes, y con trece años medía casi un metro setenta, superando de largo la tabla de la consulta del doctor Elósegui. Debido a mi considerable cabeza, a mi altura y a mi cojera, mucha gente de Inchaurrondo Alto pensaba que me acabaría convirtiendo en un gigante.

—No pasa nada. Sólo que eres muy alto y que la mala suerte ha querido que andes como Juanjo, el vendedor de cupones. Pero harás grandes cosas en la vida —me decía mi aita.

Yo, sinceramente, le creí. Más que creerme que haría grandes cosas en la vida, estaba convencido de que tuve mala suerte con lo de ser cojo de nacimiento. Creo que es peor ser cojo de nacimiento que haber tenido la oportunidad de saber cómo se ve la vida sin andar a trompicones.

No tengo hermanos pero tenía un perro. La verdad es que nunca he echado de menos la presencia de otro Beguiristain en casa. Sin embargo, compartir la vida con mi perro Dogo fue algo extraordinario. Dogo era un perro negro como el carbón y unos ojos más humanos que los de cualquier habitante de Inchaurrondo Alto. Siempre estaba mirándome por si necesitaba algo de él, cosa que dudo que hiciera un hermano. Se quedaba con la cabeza ladeada y esa mirada penetrante que fue la causante de que mi aita lo recogiera un día de la calle y me dijera:

—Toma, Ander, aquí tienes al perro más listo de Euskal Herria. Me ha mirado y me ha convencido con esos ojos de esperanza angustiada y he sido incapaz de dejarlo ahí. Creo que será un buen amigo.

Dogo era un perro fuerte, con un lomo de guerrero y una raza indescifrable. Hay quien dice que era descendiente de pastor alemán y que quizá la madre fuera un labrador y hasta me han llegado a decir que es un típico perro vasco, fuerte por fuera y muy tierno por dentro. Mi aita lo recogió cuando yo tenía diez años, un mes de abril más lluvioso de lo normal, en uno de esos aguaceros desmesurados como todo lo que ocurre en Inchaurrondo. Aquí nada es normal. O no pasa absolutamente nada y se respira un silencio que te hace daño a los oídos, o de pronto parece que el mundo se vaya a acabar.

Ese día llovía mucho y el barrio se había convertido en un río lastimoso que lo arrastraba todo y hasta los guardias civiles del cuartel de Inchaurrondo estaban codo con codo con los vecinos del barrio achicando agua en unas escenas ciertamente surrealistas. Yo no había visto nunca hablar a un guardia civil con alguien del barrio. Y es algo que me costó entender. A veces me preguntaba si preferiría la camiseta de Arconada o el traje verde que vestían los guardias del cuartel. Me encantaba ese color verde con protecciones por todos los lados que me recordaban a los partidos de fútbol americano que a veces había visto en las películas. Lo que ya no me acababa de convencer era ese extraño gorro negro que llevan. Prefiero el casco de los Yankees de Nueva York.

Dogo llegó a mi vida ese día. A mi vida y a la de aita. Los dos competíamos en darle besos al perro. Dogo lo veía como si fuera su aita. Y a veces tenía que recordarle que Joseba Beguiristain era mi aita. Creo que lo entendió y se conformó con ser un can.

Mi aita era el mejor aita del mundo. Siempre pensé que no había nadie como él. Ni a Arconada, el mejor portero de la liga que jugaba en la Real y que hubiera dado cualquier cosa por conocer, lo cambiaba yo por mi aita. Había nacido en Inchaurrondo, y trabajaba en la tienda que había abierto unos años atrás; era una tienda que tenía de todo, desde jamón, quesos, pan, leche y donuts, hasta lejía, papel higiénico y diarios. De todo, no hacía falta ir a ningún otro sitio para comprar. Se podía venir a mi tienda y salir con todo lo necesario para comer bien, leer lo que quisieras y tener tu casa bien limpia. Yo, los sábados por la mañana, como no podía jugar a fútbol con mis amigos porque ya sabéis que soy cojo, iba a ayudar a mi aita a la tienda.

Me llamo Ander a pesar de que mi ama quería que me llamara Asier, pero, y ahí comenzaron las desavenencias entre mis padres, mi aita se empeñó en ponerme el nombre de mi padrino, que es su mejor amigo y está en la cárcel. No es que haya hecho nada malo, pero decían los periódicos que había matado a dos guardias civiles. Yo no me lo creía en aquel momento. ¿Por qué mi padrino iba querer matar a nadie? ¡No! ¡Pero si mi padrino iba a ser cura! ¿Cómo alguien que quiere ser cura iba a matar a nadie? Y escuchaba con él por la radio los partidos de la Real y me compraba churros del puesto del Boulevard. Como decía mi aita, eso era un disparate, aunque cuando me iba a dormir y pensaban que no los oía, comentaban algunas cosas que en aquel momento me costaba entender. Eran disparates de mi aita que me producían risa cuando los escuchaba. La noche que detuvieron al padrino dijo que era «un tío que los tenía muy bien puestos» y que era un gran gudari y que la lucha sería larga y que tendríamos que sufrir mucho hasta conseguir la libertad de Euskal Herria, pero con gudaris como mi padrino el pueblo vasco lo conseguiría. Yo me hacía el dormido y no le preguntaba qué quería decir con eso, pero no hacía falta porque con lo divertido y bromista que era mi aita, tenía que estar de fiesta, pensaba ingenuamente. Cuando salía por la noche y regresaba muy tarde, a veces discutía con mi ama porque era muy amable con las mujeres de los guardias civiles.

Cuando nací algo debió de salir mal porque según me decía aita, tengo una malformación en la cadera que hace que mi pierna derecha mida bastante menos que la izquierda. Y no tiene arreglo, porque yo me negaba a ponerme esas botas de inválido para igualar las dos piernas y no parecer cojo. A veces pienso que esta enfermedad para toda la vida es una soberana injusticia. Porque no me puedo engañar, ya ha quedado claro que no tiene arreglo y no la podré vencer nunca. La única posibilidad para superarla es una especie de pacto con mi pierna (o sea, conmigo). Bueno también hay dos posibilidades más pero creo que son un poco absurdas: la resignación o la desesperación. La primera supondría aceptar que Dios existe y que él ha decidido que mi pierna derecha sea muy corta comparada con la izquierda. Como si Dios no tuviera otra cosa que hacer que castigarme a mí, a Ander, un niño vasco de trece años, hijo de Joseba y de Leire. Por otro lado la desesperación me parece todavía más patética y me ha obligado a hacer continuos pactos con mi pierna a medida que iban pasando los años. No podía jugar a fútbol pero a cambio no me cansaba y lo que era más importante: nunca perdía un partido. Si llegaba tarde a la ikastola, la culpa siempre era de mi pierna. Sólo faltaría.

En aquel momento tenía trece años, casi catorce, pero a los cinco emprendí la primera gran aventura de mi vida. Me llevaron a Marsella para que me operara un médico que decían que hacía milagros; a pesar de ello, mi abuela aseguraba que los milagros sólo los hacía Dios (ella sí creía en Dios), que el médico intentaría arreglar lo que pudiera, pero de milagros, nada de nada. Fue un viaje maravilloso. Recuerdo que fuimos en la furgoneta blanca de aita y mi ama