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Edición en formato digital: febrero de 2015

Título original: The Railwail Children

En cubierta: ilustración de © Raúl Allén

Colección dirigida por Michi Strausfeld

© De la traducción, Cristina Sánchez-Andrade, 2015

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16280-95-7

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com S. L.

www.siruela.com

Índice

PRÓLOGO. Los encantamientos de la espera de Cristina Sánchez-Andrade

Los chicos del ferrocarril

1. EL PRINCIPIO DE LAS COSAS

2. LA MINA DE CARBÓN DE PETER

3. EL SEÑOR MAYOR

4. EL LADRÓN DE LOCOMOTORAS

5. PRISIONEROS Y CAUTIVOS

6. LOS SALVADORES DEL TREN

7. POR VALENTÍA

8. EL BOMBERO AFICIONADO

9. EL ORGULLO DE PERKS

10. EL SECRETO TERRIBLE

11. EL SABUESO CON EL JERSEY ROJO

12. LO QUE BOBBIE TRAJO A CASA

13. EL ABUELO DEL SABUESO

14. EL FINAL

14

EL FINAL

La vida en las Tres Chimeneas nunca volvió a ser exactamente igual desde que el Señor Mayor vino a visitar a su nieto. Aunque ahora conocían su nombre, los chicos nunca lo mencionaban al hablar de él –nunca, en todo caso, cuando estaban solos–. Para ellos era siempre el Señor Mayor, y creo que para nosotros también es mejor que sea el Señor Mayor. No le haría parecer más real, ¿verdad?, si os contara que su nombre es Snooks o Jenkins (que no lo era); y después de todo, debería permitírseme guardar un secreto. Es el único; os he contado todo lo demás, salvo lo que os voy a narrar en este capítulo que es el último. Por lo menos así no os he revelado todo. Si lo hiciera, el libro jamás terminaría, y sería una pena, ¿no?

Bueno, como decía, la vida en las Tres Chimeneas nunca volvió a ser exactamente la misma. La cocinera y el ama eran encantadoras (no me importa deciros sus nombres, se llamaban Clara y Ethelwyn), pero le dijeron a Mamá que no parecían necesitar a la señora Viney, y que era una vieja desordenada. Así que la señora Viney venía solo dos veces a la semana a hacer la colada y a planchar. A continuación Clara y Ethelwyn dijeron que se las apañaban mejor sin interferencias, y eso quería decir que los chicos ya no preparaban la merienda y la recogían, ni fregaban las cosas del té, ni limpiaban las habitaciones.

Esto les dejaba bastante tiempo libre en sus vidas, aunque muy a menudo se decían a sí mismos y entre sí que odiaban las labores domésticas. Pero ahora que Mamá no tenía ni que escribir ni que hacer nada de la casa, tenía tiempo para las lecciones. Lecciones que los chicos debían aprender. Por muy encantadora que sea la persona que te enseña, las lecciones son lecciones en cualquier parte del mundo, y la mejor lección es peor que pelar patatas o tener que encender el fuego.

Por otro lado, si Mamá tenía ahora tiempo para las lecciones, también lo tenía para jugar, y para componer pequeños versos para los niños, como solía hacer. No había tenido mucho tiempo para versos desde que llegó a las Tres Chimeneas.

Había algo muy extraño en lo que se refiere a las lecciones. Daba igual lo que estuvieran haciendo los chicos que siempre querían hacer algo distinto. Cuando Peter estaba trabajando con su latín, pensaba lo agradable que sería aprender historia como Bobbie. Bobbie hubiera preferido hacer aritmética, que daba la casualidad que era lo que hacía Phyllis, y Phyllis, por supuesto, pensaba que la de latín era la lección más interesante. Y así sucesivamente.

Así que, un día, al tomar asiento para sus lecciones, cada uno de ellos se encontró con un versito en su sitio. Os muestro los versos para que veáis que su madre sí entendía un poco cómo se sienten los niños con las cosas, y también el tipo de palabras que usan, cosa que muy pocos adultos hacen. Supongo que la mayoría de los adultos tienen muy mala memoria, y se han olvidado de cómo se sentían cuando eran pequeños. Por supuesto que los versos tienen que ser leídos por los niños.

PETER

Una vez pensé que César era cosa sencilla.

¡Qué inconsciente debo de haber sido!

Cuando se empieza a enseñar César a un chico,

qué poco sabe él lo que significa.

¡Oh, los verbos son cosas tontas y estúpidas!

¡Preferiría aprender las fechas de los reyes!

BOBBIE

Lo peor de mis lecciones

es contar reinados y sucesiones.

En las listas de reyes y reinas,

se suceden los hechos y las fechas.

Tantos datos me ponen histérica,

¡ojalá esto fuera aritmética!

PHYLLIS

De libros de manzanas

está llena mi pizarra; ¿a cuánto las pagan?

Tachas las cifras sin parar

Hasta que sobre el dividendo te dan ganas de llorar.

¡Rompería la pizarra y gritaría con regocijo

si pudiera estudiar latín como un chico!

Este tipo de cosas hacían que, por supuesto, las lecciones fueran más entretenidas. Ya es mucho que la persona que te está enseñando se dé cuenta de que no todo es un camino de rosas para ti, y que piense que ¡no es solo tu estupidez la que te hace no saber las lecciones hasta que, por fin, logras aprendértelas!

Según iba Jim mejorando de su pierna, era todo un placer subir y escuchar las historias de su vida y de la de sus compañeros de colegio. Había un chico llamado Parr a quien Jim parecía apreciar muy poco, y otro chico llamado Wigsby Menor, por cuyas opiniones sentía Jim un gran respeto. Había también tres hermanos llamados Paley, de los cuales el más joven, conocido como el menor de los Paley, era muy dado a pelearse.

Peter absorbió todo esto con honda alegría, y Mamá parecía haber escuchado con gran interés, porque un día le dio a Jim un papel en el que había escrito un poema sobre Parr, introduciendo a Paley y a Wigsby por sus nombres de la manera más encantadora, así como todas las razones que tenía Jim para que no le gustase Parr, y la sabia opinión de Wigsby sobre el asunto. Jim se sentía muy contento. Nunca le habían escrito un poema expresamente para él. Lo leyó hasta aprendérselo de memoria y luego se lo envió a Wigsby, a quien le gustó casi tanto como a Jim. A lo mejor a vosotros también os gusta.

EL CHICO NUEVO

Se llama Parr y no tiene enmienda:

confiesa que toma pan y leche en la merienda.

Dice que su padre un oso cazó.

Dice que su madre el pelo le cortó.

Usa chanclos cuando llueve.

¡Y en su casa lo llaman solete!

Del sentido del ridículo abomina,

pues les ha contado a los chicos cuál es su nombre de pila.

Jugar al críquet lo agarrota,

pues tiene miedo de las pelotas.

Lee dentro de casa durante horas y horas.

Los nombres de cada maldita flor atesora.

Justo como Monsié su francés pronuncia,

que es una cosa que su afectación anuncia.

No guarda un secreto, y su turno elude,

y dice que para aprender, al colegio acude.

No juega al fútbol porque dice que hace daño;

No quiere pelearse con el Paley más pequeño.

No sabe silbar, aunque lo intenta.

Y cuando nos reímos de él, ¡cómo llorar y se lamenta!

Wigsby, el Menor, de Parr da su opinión:

Es solo como todo los chicos nuevos de aquí.

Pero cuando llegué al colegio la primera ocasión

puedo afirmar que no era un tipo tan tontín.

Jim no podía entender de dónde había sacado Mamá el talento para escribirlo. Para los demás estaba bien, pero era algo natural. Y es que estaban acostumbrados a tener una madre capaz de escribir versos tal y como habla la gente, incluso con la chocante expresión del final del verso, que era propia de Jim.

Jim le enseñó a Peter a jugar al ajedrez, a las damas y al dominó, y con todo eso pasaron una temporada tranquila y bonita.

Sucedía que la pierna de Jim mejoraba y en Bobbie, Peter y Phyllis empezó a rondar la idea de que había que hacer algo para entretenerlo. No solo juegos sino algo realmente bonito. Pero era muy difícil dar con ello.

–No sirve de nada –dijo Peter, cuando todos se hubieran calentado la cabeza pensando hasta el punto de sentirla a punto de explotar–; si no se nos ocurre nada para entretenerlo, pues no se nos ocurre, y punto final. A lo mejor surge algo espontáneamente que le guste.

–Las cosas a veces pasan porque sí, sin que tú las discurras –dijo Phyllis, como si normalmente todo lo que pasaba en el mundo fuera por haberlo hecho ella.

–Ojalá ocurriera algo –dijo Bobbie soñando en alto–, algo maravilloso.

Y algo maravilloso ocurrió exactamente cuatro días después de que lo hubiera dicho. Ojalá pudiera decir que fue tres días después, porque en los cuentos de hadas ocurren las cosas siempre tres días después. Pero esto no es un cuento de hadas y además, de verdad que ocurrió cuatro días después y no tres, y no soy otra cosa que estrictamente veraz.

Durante esos días, apenas parecían los chicos del ferrocarril, y según iba transcurriendo el tiempo, en cada uno de ellos nacía la incómoda sensación de lo que Phyllis expresó un día.

–Me pregunto si el ferrocarril nos echa de menos –dijo quejumbrosamente–, nunca vamos a verlo ahora.

–Es ingrato por nuestra parte –dijo Bobbie–, nos gustaba tanto cuando no teníamos a nadie con quien jugar.

–Perks siempre viene a preguntar por Jim –dijo Peter–; y el hijo del guardavías está mejor. Me lo dijo.

–No me refería a la gente –explicó Phyllis–, quise decir el propio ferrocarril.

–Lo que no me gusta –dijo Bobbie en ese cuarto día, que era un martes– es que hayamos dejado de saludar al tren de las 9:15 para mandar nuestro cariño a Papá.

–Vamos a empezar de nuevo –dijo Phyllis. Y así hicieron.

De alguna manera el cambio en la casa por tener servicio y por el hecho de que Mamá no tuviera que escribir, hacía que pareciera que había pasado muchísimo tiempo desde aquella mañana al principio de todo, en la que se levantaron tan temprano y quemaron la base de la tetera, y tomaron tarta de manzana para desayunar, y vieron por primera vez el ferrocarril.

Era septiembre y el prado que bajaba hasta el ferrocarril estaba seco y crujiente. La hierba despuntaba en largas agujas como pedazos de alambre de oro y las campanillas, frágiles y azules, temblaban sobre su tallo resistente y esbelto. Las rosas gitanas abrían por completo sus redondas flores lilas, y las estrellas doradas del corazoncillo brillaban en la orilla de la charca que yacía a medio camino del ferrocarril. Bobbie cogió un ramo generoso de flores y pensó lo bonitas que estarían sobre la manta verde y rosa hecha de retales de seda que cubría ahora la pobre pierna rota de Jim.

–¡Daos prisa –dijo Peter– o nos perderemos el de las nueve y quince!

–No puedo darme más prisa de la que me estoy dando –dijo Phyllis–. ¡Ay, encima! El cordón de mi bota se ha desatado de nuevo.

–El día de tu boda –dijo Peter– se te desatarán los cordones cruzando el pasillo de la iglesia y y el novio se tropezará y se aplastará la nariz contra el dibujo del pavimento; y entonces dirás que no quieres casarte con él y acabarás convirtiéndote en una vieja solterona.

–Pues no –dijo Phyllis–, prefiero casarme con un hombre con la nariz aplastada que no casarme con nadie.

–En cualquier caso, debe de ser horrible casarse con un hombre que tenga la nariz aplastada –prosiguió Bobbie–. No podría oler las flores en la boda. ¿No sería horrible?

–¡A la porra las flores de la boda! –gritó Peter–. ¡Mirad! La señal está bajada. ¡Hay que correr!

Corrieron. Y una vez más, agitaron los pañuelos al tren de las 9:15 sin que les importara en absoluto si estaban limpios o no.

–¡Llévale nuestro cariño a Papá! –gritó Bobbie. También los otros gritaron:

–¡Llévale nuestro cariño a Papá!

El Señor Mayor saludó desde la ventana de su vagón de primera clase. Con bastante ímpetu, saludó. No había nada raro en ello, dado que siempre había saludado. Pero lo que de verdad llamaba la atención era que desde todas las ventanas había manos que ondeaban pañuelos, apuntaban a los periódicos, y se agitaban efusivamente. El tren pasó como una ráfaga, susurrando y rugiendo, haciendo que las piedrecitas saltaran y bailaran a su paso, y los chicos quedaron atrás, mirándose el uno al otro.

–¿Y bien? –dijo Peter.

–¿Y bien? –dijo Bobbie.

–¿Y bien? –dijo Phyllis.

–¿Qué narices significa eso? –preguntó Peter sin esperar respuesta alguna.

–No lo sé –dijo Bobbie–. A lo mejor el Señor Mayor le pidió a la gente de su estación que nos mirara y saludara. Sabía que nos gustaría.

Pues bien; curiosamente, esto es lo que había pasado. El Señor Mayor, que era muy conocido y respetado en esa estación, había llegado temprano esa mañana y había esperado junto a la puerta en la que el joven sujeta la interesante máquina que tica los billetes, y había dicho algo a todos y cada uno de los pasajeros que la atravesaron. Y después de asentir a lo que les había comentado el Señor Mayor –y los asentimientos expresaban todos los matices de sorpresa, interés, duda, alegre placer y acuerdo gruñón–, cada uno de los pasajeros se había dirigido al andén y leído una parte concreta de su periódico. Cuando los pasajeros se metieron en el tren, les contaron a los que ya estaban dentro lo que les había dicho el Señor Mayor, y entonces los otros pasajeros miraron a su vez sus periódicos con expresión de sorpresa y, en su mayoría, de satisfacción. Entonces, cuando el tren pasó por la valla en donde estaban los tres chicos, periódicos, manos y pañuelos fueron locamente agitados, hasta que toda esa parte del tren se convirtió en un revuelo blanco, como en las películas de la coronación del rey de Maskelyne y Cook. A los chicos les pareció casi como si el propio tren cobrara vida, y que por fin estuviera devolviendo el cariño que le habían dado tan desinteresadamente y durante tanto tiempo.

–¡Es supermisterioso! –dijo Peter.

–¡De lo más misterioso! –repitió Phyllis.

Bobbie dijo:

–¿Pero no os parece que los saludos del Señor Mayor parecían más significativos que otras veces?

–No –dijeron los otros.

–A mí sí –dijo Bobbie–. Pensé que estaba tratando de explicarnos algo con el periódico.

–Explicar, ¿el qué? –dijo Peter, no sin naturalidad.

–No lo sé –contestó Bobbie–, pero me siento de lo más extraña. Me siento exactamente como si fuera a ocurrir algo.

–Lo que va a ocurrir –dijo Peter– es que la media de Phyllis se va a bajar.

También esto era muy cierto. Las ligas se le habían soltado en la agitación de los saludos del tren de las 9:15. El pañuelo de Bobbie sirvió como sustituto temporal de la herida, y todos volvieron a casa.

Ese día las clases le resultaron a Bobbie más difíciles de lo normal. Hizo tanto el ridículo ante un problema bastante sencillo (dividir cuarenta y ocho libras de carne y treinta y seis libras de pan entre ciento cuarenta y cuatro niños hambrientos) que Mamá acabó mirándola con ansiedad.

–¿No te encuentras del todo bien, cariño? –le preguntó.

–No lo sé –fue la inesperada respuesta de Bobbie–. No sé cómo me encuentro. No se trata de que esté perezosa. Mamá, ¿me perdonarías las clases de hoy? Me siento como si quisiera estar sola conmigo misma.

–Sí, por supuesto, te las perdono –dijo Mamá–, pero...

A Bobbie se le cayó la pizarra. Se resquebrajó justo por la pequeña señal verde que resulta tan útil para dibujar el contorno de las siluetas, y ya nunca volvió a ser la misma pizarra. Bobbie se escapó sin pararse siquiera a recogerla. Mamá la alcanzó en el vestíbulo, palpando a ciegas entre los chubasqueros y los paraguas para coger su sombrero de jardín.

–¿Qué te sucede, cielo? –quiso saber Mamá–. ¿No estarás enferma, verdad?

–No lo sé –contestó Bobbie, un poco sofocada–. Pero quiero estar sola para ver si mi cabeza está de verdad tonta perdida y mis tripas revueltas.

–¿No sería mejor que te acostases? –dijo Mamá, acariciándole el cabello hacia atrás por la frente.

–Creo que me sentiré más viva en el jardín –dijo Bobbie.

Pero no pudo quedarse en el jardín. La malvarrosa y los asters, así como las rosas tardías, parecían estar esperando a que ocurriera algo. Se trataba de uno de esos días en calma y brillantes de otoño, cuando todo parece estar esperando.

Bobbie no podía esperar.

–Voy a bajar a la estación –dijo– para hablar con Perks y preguntar por el pequeño del guardagujas.

Así que bajó. Por el camino pasó por delante de la señora mayor de la oficina de correos, que le dio un beso y un abrazo, pero para sorpresa de Bobbie, no dijo ni una palabra, excepto:

–Que Dios te bendiga, cariño. –Y después de una pausa–: Hala, vete.

El chico de la pañería, que a veces había sido algo maleducado y bastante despectivo, se dio un toque en la gorra y profirió las memorables palabras:

–Buenos días, señorita. Estoy seguro.

El herrero, que se acercaba con el periódico abierto en la mano, se comportó de una manera todavía más extraña. Sonrió abiertamente, aunque, como regla general, no era un hombre dado a las sonrisas, y agitó el periódico mucho antes de llegar hasta donde estaba ella. Y, según pasaba por delante, dijo, en respuesta a sus «buenos días»:

–Buenos días tenga usted, señorita, y que sean muchos más así. Le deseo toda la felicidad, pues claro que sí.

«Oh», se dijo Bobbie, y su corazón se aceleró, «algo va a ocurrir. Lo sé, todo el mundo está tan raro, como la gente que sale en los sueños».

El jefe de la estación le estrujó la mano afectuosamente. De hecho, la subía y la bajaba como si fuera la manivela de una bomba. Pero no le dio razón de su saludo inusualmente entusiasta. Solo dijo:

–El tren de las once y cincuenta y cuatro llega un poco tarde, señorita; el exceso de equipaje de la temporada de vacaciones. –Y se metió muy rápido en ese templo interior suyo al cual ni siquiera Bobbie se atrevía a seguirlo.

Perks estaba desaparecido, y Bobbie compartió la soledad del andén con el gato de la estación. Esta gata de tres colores, normalmente lista para la retirada, vino a restregarse contra las medias marrones de Bobbie con la espalda curvada, meneando la cola y ronroneando.

–¡Madre mía! –dijo Bobbie agachándose para acariciarla–, ¡qué amable está todo el mundo hoy! ¡Incluso tú, gatita!

Perks no dio señales de vida hasta que el tren de las 11:45 fue señalizado y entonces, como todo el mundo esa mañana, apareció con el periódico en la mano.

–¡Hooola! –dijo–, aquí estás. Pues si este es el tren, será perfecto. Y bien, ¡que Dios te bendiga, querida! Lo vi en el periódico y no pensé que me alegraría tanto en todos los años que llevo de vida. –Miró un momento hacia Bobbie, y entonces dijo–: Uno me tienes que dar, señorita, y sin ofenderse, lo sé, en un día como este.

Y diciendo esto, le dio un beso, primero en una mejilla y a continuación en la otra.

–No se ofende, ¿verdad? –le preguntó ansiosamente–. ¿No me puedo tomar esta gran libertad? En un día como este, ya sabe...

–No, no –dijo Bobbie–, por supuesto que no se trata de una libertad, querido señor Perks, te queremos tanto como si fueras nuestro propio tío. Pero, en un día como qué.

–¡Como este! –dijo Perks–. ¿No te dije que lo vi en el periódico?

–¿Ver el qué en el periódico? –preguntó Bobbie. Pero en ese momento el tren de las 11:45 se adentraba humeante en la estación y el jefe de la estación miraba hacia todos aquellos lugares en donde no estaba Perks y debería haber estado.

A Bobbie la dejaron sola, mientras la gata de la estación la miraba desde debajo del banco con ojos dorados y amistosos.

Por supuesto que vosotros ya sabéis exactamente lo que iba a ocurrir. Bobbie no era tan lista. Tenía el vago, confuso e intuitivo sentimiento que le embarga a uno el corazón en los sueños. Lo que esperaba su corazón no lo puedo contar, a lo mejor lo mismísimo que tú y yo sabemos que iba a pasar, pero su cabeza no esperaba nada; estaba casi en blanco, y no sentía sino cansancio y estupidez, y una especie de vacío como la que experimenta el cuerpo cuando has hecho una caminata larga y ha pasado mucho tiempo desde la verdadera hora de comer.

Solo tres personas se apearon del tren de las 11:45. La primera era una campesina con dos cestas llenas de gallinas vivas que sacaban sus cabezas rojizas con ansiedad a través de las barras de mimbre; la segunda era la señora Peckitt, la prima de la mujer del tendero de los ultramarinos, con una caja de metal y tres paquetes envueltos en papel de estraza, y el tercero...

–¡Oh! ¡Mi Papá, mi Papá! –El grito se clavó como una cuchillada en los corazones de todos los que estaban en el tren, y la gente sacó las cabezas por las ventanillas para ver al hombre alto y pálido con los labios cerrados en una línea fina, y a la niñita que se encaramaba sobre él con brazos y piernas, mientras que sus brazos la abrazaban fuertemente.

–Sabía que algo maravilloso iba a ocurrir –dijo Bobbie, según remontaban la carretera–, pero no pensaba que se trataría de esto. ¡Oh, mi Papá, mi Papá!

–Entonces, ¿Mamá no recibió mi carta? –preguntó Papá.

–No había cartas esta mañana. ¡Oh, Papaíto! Eres tú de verdad, ¿no es cierto?

El apretón de mano que había olvidado confirmó que así era.

–Debes entrar tú sola, Bobbie, y decirle a Mamá con calma que todo va bien. Han cogido al hombre que lo hizo. Ahora todo el mundo sabe que no fue tu Papá.

–Yo siempre supe que no fue él –dijo Bobbie–. Yo, Mamá y nuestro Señor Mayor.

–Sí –dijo–, fue gracias a todo lo que hizo él. Mamá me escribió para decirme que tú lo habías descubierto. Y me contó lo que has supuesto para ella. ¡Mi pequeña! –Entonces se detuvieron durante unos minutos.

Y ahora los veo atravesando los campos. Bobbie entra en la casa, tratando de que los ojos no hablen antes de que encuentre las palabras adecuadas para «contarle a Mamá con calma» que las penas, la lucha y la separación se han acabado de una vez por todas, y que Papá ha vuelto a casa.

Veo a Papá paseando por el jardín, aguardando. Mira las flores y cada flor es un milagro para los ojos que durante todos estos meses de primavera y verano no han visto sino baldosas, gravilla y, a regañadientes, un poco de hierba. Pero estos ojos no hacen más que dirigirse hacia la casa. Ahora deja el jardín y se encamina, para esperar, a la puerta más cercana. Es la puerta trasera, y las golondrinas hacen círculos en el patio. Se preparan para escapar de los vientos fríos y de la escarcha helada al país en donde siempre es verano. Son las mismas golondrinas para las que los chicos construyeron los pequeños nidos de arcilla.

Ahora se abre la puerta. La voz de Bobbie dice:

–Entra, Papá, entra.

Entra y la puerta se cierra. Creo que no abriremos la puerta para seguirlo. Creo que no se nos necesita justo ahora. Creo que ahora será mejor que nos vayamos rápida y silenciosamente. Al final del prado, entre las agujas doradas de la hierba y las campanillas y las rosas gitanas y el corazoncillo, podemos echar una última ojeada, por encima del hombro, a la casa blanca en la que ahora ni nosotros ni nadie es requerido.

LOS CHICOS DEL FERROCARRIL

Prólogo

LOS ENCANTAMIENTOS DE LA ESPERA

«Ocurren cosas maravillosas y muy bonitas, ¿verdad? Y vivimos casi toda nuestra vida esperándolas», dice casi al final del libro el Señor Mayor, uno de los personajes de Los chicos del ferrocarril.

Esta historia, uno de los relatos infantiles más leídos y conocidos en el Reino Unido, con dramatizaciones radiofónicas en la BBC, musicales, series de televisión y varias películas (de las cuales, la más conocida es la versión de 1970, en donde Jenny Agutter, que en una adaptación posterior interpretará a la madre, hace aquí de Bobbie, es decir, de hija mayor), fue publicada por primera vez en Inglaterra en 1906 y desde entonces no ha dejado de editarse.

Cuando E. Nesbit la escribió, tenía cuarenta y siete años y ya había vivido intensamente y desafiado todos los prejuicios de su época: llevaba el pelo corto, iba en bicicleta, fumaba, se vestía sin corsé, se había quedado embarazada sin estar casada, había criado prácticamente sola a sus hijos y había escrito la mayor parte de su obra infantil, cuando escribir era un asunto reservado a los hombres.

Sin embargo, como el Señor Mayor de Los chicos del ferrocarril, seguía esperando que ocurrieran cosas «maravillosas y muy bonitas». ¿Qué podía esperar una mujer que a principios del siglo XX ya había vivido todo esto? Pues algo más bien sencillo: esperaba a que algún día se la reconociese como una escritora «seria», una poetisa que no se viera obligada a ganarse la vida con otros géneros y a no tener que esconder su nombre femenino, Edith, bajo un impersonal «E.».

Lo que no sospechaba la autora de libros tan conocidos como Los buscadores de tesoros o La casa del fin del mundo, es que en esa espera de un futuro «más serio», se estaba convirtiendo, sin quererlo, en lo que fue: la primera escritora moderna de literatura para niños, capaz de crear un mundo enteramente mágico. Se trata de un tipo de historias en donde todo es posible: que los objetos vivan, que los animales hablen y que, a la vez, los niños sean creíbles y vivan en escenarios reales.

Estas historias, además, tuvieron una de gran influencia en autores posteriores, incluyendo P. L .Travers (autora de Mary Poppins), Edward Eager, Diana Wynne Jones, J. K. Rowling y C. S. Lewis. Este último novelista incluso menciona a los conocidos chicos de Bastable de Nesbit en su obra El sobrino del mago.

E. Nesbit nació en 1858 en Londres. La menor de seis hermanos, creció en el campo, donde su padre, pionero y experto en fertilización, dirigía la primera escuela para agricultores. Pero su progenitor murió cuando Edith tenía cuatro años, dejando a la familia en la pobreza. A través de sus libros, Nesbit siempre quiso recuperarlo y el esquema que se repite en todas sus novelas es el de una familia que tiene que lidiar con la pobreza y una muerte inesperada. El grito de Bobbie al final de Los chicos del ferrocarril («¡Oh, mi Papá, mi Papá!») es uno de los finales más reconocibles y tiernos de la literatura infantil inglesa.

Posteriormente, la enfermedad de su hermana mayor (sufría de tisis) llevó a la familia por Francia, España y Alemania, antes de instalarse durante tres años en Halstead Hall, al noroeste de Kent, lugar que le inspiró el escenario de Los chicos del ferrocarril. Se cuenta que en Francia tuvo su primer encuentro con el terror: fue a visitar un museo de momias esperando encontrar la estética egipcia y terminó en una catacumba, rodeada de doscientos cadáveres con la piel colgando, niños incluidos. Edith sintió miedo a la oscuridad hasta que tuvo sus propios hijos.

A los dieciocho, Nesbit conoció al empleado de Banca Hubert Bland. Embarazada de siete meses, se casan en 1880, aunque no se iría inmediatamente a vivir con él: Bland prefirió seguir aprovechando las comodidades que le ofrecía la casa de su madre, dejando que su mujer se las apañara sola. El matrimonio fue un desastre desde el primer momento. Como la madre de Los chicos del ferrocarril, Nesbit tuvo que sacar adelante a sus hijos vendiendo poemas e historias a editores reticentes («Si el editor era sensato, había bollos para merendar», dice en un momento dado el narrador).

Junto a Hubert, Edith fundó la Sociedad Fabiana, movimiento británico cuyo propósito era avanzar en la aplicación de los principios del socialismo y de la que formaron parte, entre otros, el escritor George Bernard Shaw, la anarquista Charlotte Wilson, la feminista Emmeline Pankhurst y el escritor H. G. Wells.

Poco después, cuando esperaba su segundo hijo, su marido enfermó y su socio lo estafó. De nuevo Edith tuvo que recurrir a todo lo que sabía hacer para mantener la casa: pintaba tarjetas de Navidad, recitaba y seguía escribiendo. Fue entonces cuando su editor la convenció de que, debido a los prejuicios de la época, nadie iba a leer aventuras escritas por una mujer, y decidió quedar en la historia de la literatura como «E.».

La vida de E. Nesbit fue una pura contradicción, una lucha entre el deseo de ser una bohemia y la rectitud victoriana de la época. Lo más curioso es que su visión de la mujer era increíblemente tradicional. Cuando su amiga Eleanor Marx (hija del conocido militante comunista alemán) anunció su intención de vivir con otro hombre, Nesbit (junto con toda la Sociedad Fabiana) se escandalizó. Nunca apoyó el sufragio femenino y su marido defendía continuamente en los periódicos la necesidad de que la mujer estuviera en su lugar (incluso cuando la suya continuaba siendo la que traía el pan a casa). Además de todo esto, la relación con sus propios hijos distaba mucho de ser la relación cercana que aparece en Los chicos del ferrocarril. Su segundo hijo, Fabian (llamado así por la sociedad), murió en casa de una operación de amígdalas porque nadie se molestó en advertirle de que no podía comer antes de la anestesia.

Pero quizá el más desgraciado de todos sus hijos fue Paul, el mayor. Para Edith era el constante recordatorio de las irregularidades de su vida doméstica y su padre, que siempre lo consideró algo torpe, se dedicó a ignorarlo. Los chicos del ferrocarril está dedicado a él: «A mi querido hijo, Paul Bland, detrás de cuyo conocimiento del ferrocarril se cobija confiadamente mi ignorancia». Para cuando el libro fue publicado, Paul ya era adulto y se había marchado a la ciudad huyendo del mundo desquiciante de su madre. Los chicos del ferrocarril encuentran una inesperada libertad justo al contrario, es decir, escapando de la ciudad, hasta el punto de que uno ya no los puede imaginar regresando una vez resuelto el asunto del padre.

Pero la vida de Paul, lastrada por su infancia, no tenía una fácil reconciliación. Para este chico del ferrocarril no hubo un final feliz: cada vez más deprimido, se quitó la vida, en 1940 ingiriendo veneno a la edad de sesenta años.

Estas contradicciones se reflejan en Los chicos del ferrocarril. A pesar de la aparente caída en desgracia del padre, la madre sigue siendo una señora reconocida como tal por la gente del pueblo. Bobbie, la hija mayor, es una versión en miniatura de la madre, que se mueve entre las ganas que tiene de divertirse y la necesidad de comportarse como una señorita. Otra contradicción con las aspiraciones feministas de Nesbit aparece en esta novela cuando el doctor le dice a Peter que «los hombres tienen que hacer los trabajos mundanos sin tener miedo de nada, y que por eso tienen que ser duros y valientes. Pero las mujeres tiene que vigilar a sus bebés y abrazarlos y cuidarlos, y ser muy pacientes y amables».

Hay, en general, a lo largo de toda la novela un afán de convencer al lector de que la madre es un ser angelical (por ejemplo, cuando el Señor Mayor le recuerda a Bobbie que su madre vale mucho, o cuando el médico le recalca que tiene mucho coraje), cuando uno está pensando que en realidad esa madre, por mucho que deba trabajar para sacar adelante a la familia, poco se ocupa de unos niños que deambulan solos de un lado a otro durante todo el día, y que además están llenos de dolor porque el padre ha desaparecido de sus vidas de manera misteriosa.

«Ocurren cosas maravillosas y muy bonitas, ¿verdad? Y vivimos casi toda nuestra vida esperándolas»..., pero ¿qué esperan Bobbie, Phyllis y Peter?

Porque los protagonistas de Los chicos del ferrocarril también esperan. La historia, que se diferencia de los clásicos relatos de Nesbit, mucho más fantásticos, comienza cuando el padre, un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, desaparece de forma inesperada y en extrañas circunstancias por un caso de espionaje. Es entonces cuando la madre y los chicos tienen que abandonar su feliz y holgada vida familiar en Londres para ir a vivir modestamente a una pequeña casita –llamada Tres Chimeneas– en el campo. Mientras se dedican a esperar el regreso del padre, los niños encuentran entretenimiento en una cercana estación de ferrocarril, y hacen amistad con el mismísimo jefe de estación, con Perks, el mozo, o con el intrigante Señor Mayor que los saluda puntualmente desde el tren de las 9:15 y que, por extrañas circunstancias, se encargará de probar la inocencia del padre. Mientras tanto, la familia toma a su cuidado a un exiliado ruso que buscaba reencontrarse con los suyos, y finalmente salen a relucir los sorprendentes lazos de la familia de los chicos con el misterioso Señor Mayor.

Por debajo de la trama, en la que todas las piezas –y este es uno de los mayores logros del libro– encajan a la perfección, está todo el impacto del caso Dreyfus, fue una noticia relevante en todo el mundo unos pocos años antes de que el libro fuera escrito, y de las relaciones de los intelectuales ingleses con emigrados rusos perseguidos por el zarismo, socialistas y anarquistas, como Stepniak o Kropotkin, que forjaron amistad con Nesbit.

Ahora bien, mientras la madre de los chicos (trasunto de E. Nesbit) afronta la espera de manera angustiosa, todo el día metida en su habitación escribiendo cuentos para sacar adelante a la familia, esperando a que esas «cosas maravillosas y muy bonitas» ocurran casi por arte de magia, los chicos se dedican a vivir. Creo que esta diferencia en la manera de concebir y asumir el paso del tiempo –el tiempo de espera– entre niños y adultos es fundamental en la obra de E. Nesbit y es lo que, en gran medida, hace que los niños de sus cuentos sean niños de carne y hueso, que piensan y actúan como niños y no como adultos.

«Cuando era una niña pequeña solía rezar fervientemente, hasta las lágrimas, por que, cuando fuera mayor, nunca olvidara lo que pensaba, sentía y sufría entonces», explicó E. Nesbit en cierta ocasión. Y es que, como dice Gore Vidal, Nesbit se dio cuenta desde el principio de que los adultos tenían que matar al niño que habían sido antes de poder vivir.

Hemos revelado que en el primer capítulo el padre es detenido sin que nadie le dé explicaciones de por qué. El incidente está apoyado simbólicamente en el hecho de que a Peter se le rompe su regalo de cumpleaños, una locomotora, que, además, será el vínculo con la nueva vida de los chicos junto a la estación de ferrocarril. Aunque estos no saben qué es exactamente lo qué ha ocurrido con su padre, son lo bastante listos como para darse cuenta de que hay un misterio en torno a su desaparición y acuerdan no preguntar a la madre (aquí sí son los niños muy victorianos, pues no sé si un niño actual se resistiría a preguntar hasta descubrir la verdad). ¿Necesitamos nosotros, como lectores, saber qué ha sucedido? Creo que no. El cambio de escenario –la espera– les permite a los pequeños, y de paso a nosotros como lectores, aprender la realidad más honda de las cosas.

Al vivir en las ciudades, hemos dejado atrás un espacio simbólico que actuaba como vínculo profundo con la madre naturaleza, una relación rota que hace de ese espacio algo misterioso, lleno de secretos y poderes mágicos que ya no comprendemos ni controlamos. Por eso el campo les ofrece a los chicos del ferrocarril la oportunidad de explorar y vivir intensamente, los distrae de su sentimiento de dolor (que subyace a todo el relato) y los pone en contacto con gente nueva muy distinta a la que conocen en la ciudad.

Llama la atención que todos los niños de las ilustraciones de los cuentos de Edith Nesbit lleven vestiditos con mandil, estrechas enaguas de franela y bombachos, cuando en realidad viven tan libres o más (los chicos del ferrocarril no tienen horarios fijos y ni siquiera van a la escuela) que cualquier niño actual. Porque, aparte de la diferencia entre niños y adultos en la manera de vivir la espera, hay en Los chicos del ferrocarril