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Montserrat Huguet
Colección: Breve Historia
www.brevehistoria.com
Título: Breve historia de la guerra civil de los Estados Unidos
Autor: © Montserrat Huguet
Director de la colecciónr: Ernest Yassine Bendriss
Copyright de la presente edición: © 2015 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
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Elaboración de textos: Santos Rodríguez
Revisión y Adaptación literaria: Teresa Escarpenter
Responsable editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Conversión a e-book: Paula García Arizcun
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ISBN edición impresa: 978-84-9967-683-8
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ISBN edición digital: 978-84-9967-685-2
Fecha de edición: Marzo 2015
Depósito legal: M-4964-2015
¡Arriba, soldados. Mantened el alto el fuego hasta
que los tengáis encima.
Entonces disparad y clavadles la bayoneta. Y
cuando carguéis, gritad como furias!
Coronel Thomas Stonewall Jackson a sus hombres
en la primera batalla de Manassas
En la costumbre de recordar los hechos históricos al ritmo de las conmemoraciones, no está de más poner a la vista una que, no por lejana en el tiempo, tiene menos interés para la historia presente y global: el final de la guerra civil americana en 1865, del que se cumplen en 2015 ciento cincuenta años. Unos acontecimientos como aquellos, tan antiguos y seguramente tan mitificados por la cultura popular como para suponer que nada nuevo e interesante puede surgir de su visión, están hoy sin embargo de plena actualidad si, al contemplarlos, logramos plantear las preguntas adecuadas.
La guerra civil americana, también conocida como guerra de Secesión, guarda en sí misma todos los elementos de las grandes guerras que lamentablemente se hicieron merecedoras de atención por su escala mundial. Pero además fue una guerra revolucionaria en muchos aspectos concernientes a los cambios en las relaciones entre la administración y regulación del poder y las sociedades de la época. Tema central de la historiografía estadounidense y anglosajona en general, al escribir ahora sobre esta guerra no pueden faltar algunas cuestiones que los americanos han considerado relevantes para su propia historia, por ejemplo el peso de la herencia colonial y europea del país, el trasfondo institucional que configura el país, o el marco jurídico que, incluso siendo estable evoluciona con las circunstancias de cada momento histórico. En la narración de la guerra civil americana está presente también la génesis de un tejido social y productivo que, aun como resultado de la suma de individualidades, evoca siempre el interés de la comunidad o la alianza entre ética y política de los Estados Unidos y de su relación con el resto del mundo.
Como es habitual en las guerras de todo tiempo y condición, en el verano de 1861 nadie de entre quienes habían contribuido a provocarla pensó que la guerra para acabar con la secesión habría de durar más de unos pocos meses. Sin embargo, la guerra se prolongó durante cuatro largos años llevándose por delante a más de medio millón de víctimas directas y asolando extensas regiones del país en sus condiciones naturales y humanas, las infraestructuras y recursos materiales. Para ser del todo justos, la guerra también trajo consigo –o reforzó– una peculiar revolución tecnológica e industrial, acabando con los últimos vestigios de unas formas de sistema de relación humana y organización productiva –la esclavitud– más propios del antiguo régimen europeo y colonial que de la sociedad contemporánea industrial. Durante los años siguientes a la guerra, la reconstrucción del país consolidó las alteraciones provocadas por la misma y favoreció un panorama nuevo en el que, sin embargo, no todos iban a ser cambios ventajosos. El final de la esclavitud trajo de la mano el comienzo de la segregación racial.
Con la perspectiva que da el más de siglo y medio transcurrido desde la guerra, quizá resulte fácil comprender que la Unión ganase la guerra frente a la Confederación. La industrialización y la emancipación de los esclavos parecen razones de peso para una victoria que nos hemos acostumbrado a considerar justa y natural. No obstante, poniendo la vista en los años en que el presidente confederado, Jefferson Davis, y el resto de políticos y militares del sur encararon la rebelión contra el federalismo uniformador de los republicanos del norte, cabe también ponerse en la piel de los primeros once estados secesionistas que no daban por sentado que el modelo de modernidad del norte fuese ni mucho menos más legítimo o mejor que el suyo. En 1861 la Confederación se veía a sí misma como una entidad estatal moderna en la que existía una nación que justificaba el deseo de identidad estatal. Los demócratas que apoyaron la secesión lo hacían por considerar que el país se encaminaba hacia un exceso de federalismo y que las leyes que el Congreso intentaba aprobar eran normas que limaban su libertad de acción. De modo que, en el inicio de la guerra, fue sólo tangencial el deseo de poner fin al sistema esclavista por razones éticas, siendo más verosímil el interés pragmático de los estados del norte del país que no veían ya suficiente para su crecimiento económico la convivencia de los dos sistemas productivos.
Durante los años que duró la guerra las autoridades aprovecharon la difícil coyuntura para abrir nuevos horizontes, especialmente por lo que se refiere al medio oeste, a la organización de la propiedad y de las comunicaciones, sin descuidar una deriva fundamental de esta guerra, el llamado frente doméstico, más y mejor organizado que en cualquier otra guerra occidental previa. Los ciudadanos tanto del sur como del norte se implicaron en la guerra de lleno, primero mediante los programas de recluta voluntaria que afectaban a los nativos, y luego a los inmigrantes. La emancipación de los esclavos a mitad de la guerra, uno de cuyos objetivos sería desmoralizar al sur e ir privando a los terratenientes de la mano de obra que aún pudiera quedarles, tardó mucho tiempo en traducirse en la aparición de una sociedad de personas libres, pues los negros no esclavos del norte y los esclavos liberados del sur se habían criado en ambientes sociales y culturales muy distintos y tuvieron dificultades para aceptarse mutuamente.
En la guerra los americanos –que exigían la no intromisión de otros países– demandaban no obstante atención del resto del mundo, un reconocimiento internacional de los cambios profundos que el país estaba llevando a cabo, enviando el mensaje de que lo que sucedía en América era relevante para el resto del mundo. En el exterior, la guerra se contemplaba como un enfrentamiento peligrosamente contagioso al resto del mundo, pues su razón aparente, el nacionalismo, parecía universal. De manera que, aun siendo una entidad estatal, Estados Unidos era aún como una empresa participada por todas las demás naciones, algo que cambió la guerra y el afán de Lincoln por interiorizar o nacionalizar el conflicto.
La escala del drama vivido durante esta guerra dejó noqueado a los Estados Unidos durante varias décadas. Especialmente en el sur, la devastación sería comparable en sus características a lo que algunos países como Francia o Rusia llegarían a vivir en 1945. Como toda guerra civil nacional, la guerra civil americana no terminó en el momento del alto el fuego definitivo. Muy al contrario, la tensión social permaneció latente una vez concluida la lucha armada durante la etapa de la reconstrucción en las dos décadas siguientes. Y se mantuvo además en la muy activa memoria de las sucesivas generaciones de estadounidenses ligados a ella. De este modo puede entenderse que la historia de la guerra civil americana sea, como tantas otras, una historia permanentemente inacabada y, en la medida en que queden preguntas por hacer, siga despertando interés en los sucesivos lectores e investigadores de cada presente.
La expansión más espectacular de la frontera americana precedió a la guerra civil en los años cuarenta, cuando la ruta de Santa Fe, Santa Fe Trail, enlazó Independence con la ruta española, Old Spanish Trail, que llegaba a Los Ángeles. Otras rutas complementaban la anterior, por ejemplo, entre Misuri y California, la Oxbow Route. La línea más larga seguida por los pioneros fue la que llevaba de Oregón al oeste, a través de más de dos mil millas de pradera salvaje, desiertos y montañas. Se calcula que más de trescientos mil pioneros habrían seguido esta vía hacia occidente asentándose y obteniendo la propiedad legal de la tierra ocupada. Las miles de tumbas –más de treinta mil– atestiguan el gran contingente de población desplazada en los años cuarenta, época central de las migraciones hacia el oeste.
Familia de emigrantes en viaje hacia el oeste a mediados del siglo XIX. Las miles de tumbas son testimonio de toda la población desplazada hacia occidente en los años cuarenta, época central de las migraciones hacia el oeste.
Para entonces, la era jacksoniana (1829-1837) había introducido un juego político más intenso con la inclusión de opciones políticas diversas. El Partido Demócrata, el más antiguo en el país, aglutinaba a mediados de siglo los intereses de los industriales del norte y los plantadores del sur en una insólita alianza. Siendo el primero de los dos grandes partidos en constituirse –Convención Nacional de 1840–, el origen del Partido Demócrata se halla en los grupos de antifederalistas, también llamados demócrata-republicanos o jeffersonianos de la primera década del siglo. La mayor parte de los políticos se consideraba adscrita a esta corriente. El sistema de elecciones se racionalizó gracias a la introducción de las hoy habituales convenciones de los partidos. Para los estadounidenses de aquellas décadas centrales del siglo XIX, la importancia de los partidos políticos radicaba en que les facilitaban el voto, organizando y simplificando las opciones. Los partidos eran los promotores de los cambios y abordaban las inquietudes ciudadanas. A medida que el país se hacía territorialmente más extenso y más complejo en sus actividades económicas y sociales, se tensaban las relaciones entre el Partido Demócrata y el Partido Whig, pero también se daba paso a una estructura política que denotaba el perfil de una democracia pensada para las masas y no las élites que habían hecho libre y soberano al territorio de las trece colonias. Tras años de lucha política contra los demócratas, en 1854 los whigs desaparecían como formación política, dejando hueco al Partido Republicano.
A partir de 1856 pues, la primera vez que los republicanos presentan su candidatura a la presidencia, comenzaría la alternancia pública de las dos fuerzas hoy activas en el sistema político estadounidense: demócratas y republicanos. El Partido Republicano se oponía a la expansión de la esclavitud por los estados que se iban incorporando al mapa nacional y defendía el clásico programa hamiltoniano conocido como «sistema americano». Su primer candidato a la presidencia fue John C. Frémont, un comandante del ejército y explorador que perdió las elecciones de 1856. No sucedería lo mismo con el siguiente, Abraham Lincoln, victorioso en dos elecciones consecutivas, 1860 y 1864, la segunda en plena guerra civil. El programa de Lincoln se construía sobre dos presupuestos, el fortalecimiento de la nación frente a los derechos de los estados y la oposición a la expansión de la institución esclavista.
Desde sus orígenes, demócratas y republicanos eran partidos muy divididos internamente. A los matices por razones de programa se añadían, en el caso de los demócratas, las diferencias entre las regiones del norte y las del sur. Aquí, en los estados meridionales, el partido estaba compuesto por granjeros y propietarios blancos, en tanto que en los estados septentrionales sus miembros eran trabajadores de procedencia inmigrante casi siempre. Durante décadas los principales argumentos de las discusiones en el seno de la actividad de la Cámara de Representantes fueron de índole económica. Los demócratas eran partidarios de fomentar las actividades bancarias de los estados, en tanto que los federalistas y luego whigs y republicanos pedían la creación de un banco nacional central. Los estados del sur exigían siempre la reducción de las tasas y los impuestos. Algunos políticos defenderían con éxito el principio según el cual cualquier estado tendría potestad para anular una ley nacional, en especial las tarifas proteccionistas. Este punto de vista, exhibido por los estados del sur, era contrario al fortalecimiento del Gobierno nacional, incluso en los departamentos militares. La fuerza de la Unión se desvirtuaba ante los intereses comerciales de los estados. Los del norte demandaban leyes proteccionistas para sus actividades, algo que muchos políticos tachaban de inconstitucional porque beneficiaba a un sector del país a costa de otros. Se exigía pues el hacer valer el derecho de anulación para las leyes tarifarias. Pero dicha anulación se identificaba también con la desunión y la traición a la propia idea de unión.
En esta batalla interna entre las posiciones de unos y otros políticos y de sus votantes, surgía de tanto en tanto la cuestión de si era o no lícito disolver la Unión, pues era esta en definitiva la fuente de las principales fricciones que entorpecían el desarrollo de las regiones. El asunto de las tarifas se acabaría resolviendo, pero sería sustituido por el de las tasas o impuestos y el de las políticas migratorias..., manteniéndose el clima de división entre el norte y el sur. Para los presidentes no resultaba en absoluto fácil equilibrar los intereses de todos: las demandas de las regiones occidentales para llevar adelante costosas infraestructuras de comunicación y fortalecer los departamentos militares; del noreste, que se quejaba de los enormes fondos federales que costaba mantener las políticas de la apertura de la frontera hacia el oeste, o las presiones de aquellos que pedían la prevalencia de su independencia, los intereses particulares de los estados, ahogados –decían– por el peso de las leyes federales.
Las transformaciones fundamentales en los Estados Unidos se producen entre las décadas de 1820 y 1850. El impacto de la primera revolución industrial en las regiones del noreste, la llegada de los colonos al medio oeste, la implosión de los centros urbanos y el desarrollo inicial del transporte a gran escala fueron cambios de tal magnitud que promoverían la rápida sustitución de los viejos hábitos económicos, sociales y políticos.
En términos globales, la organización social de los Estados Unidos a mediados del siglo XIX conservaba elementos de su raíz europea original con la salvedad de que la estructura de clases sociales guardaba un rasgo muy específico: la población afroamericana, esclava o libre. La élite social era rica en el sentido de posesión de bienes raíces y mercancías, compuesta por propietarios de tierra, negocios industriales o comerciales y, en los estados del sur, los plantadores, una especie de aristócratas locales. Por lo general la gente en América a mediados del siglo XIX estaba acostumbrada a cambiar de actividad y lugar de residencia. Los hijos heredaban y ampliaban el negocio de los padres al modo europeo, pero atentos siempre a las nuevas oportunidades, lo que podía implicar cambios importantes. Estos grupos de clase media trabajadora, propietarios o no, iban a estar en una buena disposición para aprovechar las oportunidades que la guerra pudiera proporcionarles. Las clases bajas lo eran casi siempre por haber inmigrado recientemente al país. Solían emplearse como jornaleros del campo, mano de obra barata en los puertos, asalariados en las industrias y negocios urbanos…, y cuando podían arrendaban alguna tierra para trabajarla directamente.
Los afroamericanos libres eran un grupo social caracterizado porque sus miembros tenían habilidades manuales o talentos particulares. Su pericia en los diversos oficios les permitía ofrecer su fuerza de trabajo de modo fijo o ambulante por todo el país y ganar así un buen dinero con el que establecerse y crear una familia propia al modo burgués de los blancos. Algunos habían llegado a este estatus tras su liberación como esclavos, otros en realidad no habían sido esclavos nunca. Incluso en las ciudades del sur vivían este tipo de ciudadanos, respetados en su libertad, muchos de los cuales sabían leer y escribir pese a la práctica inexistencia de aulas públicas en las que escolarizar a los niños negros. La existencia cotidiana de los negros libres era no obstante insegura pues temían caer en manos de traficantes de esclavos para su venta a los plantadores. Fuera del territorio no esclavista la vida de los negros libres valía casi tan poco como la de los esclavos. Como tales, finalmente, vivían los negros no libres, cuyo trabajo carecía de cualquier tipo de valor remunerado pues sólo eran herramientas de trabajo en manos de propietarios blancos.
Con unas características de la sociedad como las descritas, la estructura de la propiedad de la tierra marcaba en gran medida la distancia entre norte y sur. En el norte, los pequeños lotes de tierra eran cultivados directamente por sus propietarios. Allí se articulaba un paisaje de pequeñas y confortables granjas en las que no existía el concepto de gentry o ‘aristocracia terrateniente’. En el sur, en cambio, enormes extensiones de límites imprecisos estaban en manos de unos pocos propietarios, cuya noción de aristocracia, diferente en apariencia a la europea, participaba de unos rasgos que sólo podían provenir del antiguo régimen europeo. Las políticas de ayuda federal concitaban enormes diferencias entre los grupos políticos y los estados. Desde los años treinta habían dominado los regímenes democráticos, cuyo ideal –jeffersoniano– prometía un Gobierno limitado. En los años anteriores a la guerra civil, la tendencia del Gobierno federal había sido la de disminuir su función directora o promotora de acciones inversoras para el desarrollo económico del país. Por ello, se redujeron las tarifas del arancel y se suspendieron los subsidios a ciertos sectores emergentes, como los barcos movidos a vapor.
En el centro de los asuntos nacionales, los líderes del sur mostraban su afección a la institución esclavista pues, al defenderla, estaban en realidad exhibiendo lo que entendían era su derecho a decidir sobre sus propias estructuras económicas y sociales por encima del poder federal. Los sectores tradicionales estaban ya sufriendo el hostigamiento y la conquista de grupos sociales emergentes y de nuevos capitales ligados a renovados sectores de actividad, que exigían cuando menos el mismo trato en el terreno de las subvenciones o apoyos gubernamentales. Los agricultores consumidores de manufacturas importadas, por ejemplo, se resistían a pagar los altos precios derivados de las políticas de protección a la industria nacional rebelándose por medio de sus representantes en la Cámara. Ciertos sectores liberales junto con los demócratas del sur supieron ver esta circunstancia y se hicieron con la bandera de la resistencia contra las políticas arancelarias, obteniendo en las décadas precedentes a la guerra aranceles más reducidos o logrando modificar los aranceles al alza antes de 1861.
Junto con los aranceles, los estados del sur consideraban que la política de apoyo a la rápida conquista y colonización de tierras en el oeste les perjudicaba. Hasta los años cincuenta, los condados y regiones del noreste, aún en vías de industrialización, compartían al respecto el punto de vista de los del sur. Entendían que la facilidad con que se estaban dando tierras a los recién llegados provocaría escasez de mano de obra, elevaría los salarios y haría finalmente disminuir la rentabilidad de los negocios. Pero a partir de los años cincuenta las dos zonas del país se distanciaron en sus posiciones. El impulso general en todo el territorio al tendido de líneas ferroviarias y de telégrafo en los años cincuenta agudizó aún más los recelos de unas regiones con respecto a otras, creándose circunstancias que fueron aprovechadas por el Partido Republicano para lanzarse a la carrera presidencial en 1856. La sintonía entre las políticas de liberalización del suelo y la expansión del ferrocarril alarmaban al sur, temeroso de ser invadido por una sociedad ajena a su tradición. Al mismo tiempo, en las regiones del norte se temía que la rapidez de las comunicaciones llevase la esclavitud –o, si se prefiere, el mercado de trabajo no libre– a otras regiones del país, hasta entonces ajenas a la organización del trabajo del sistema esclavista.
A la altura de 1860, la Unión estaba perdiendo peso pues el país era –en términos federales– ingobernable, si bien los estados se manejaban con cierta soltura en sus asuntos internos. Durante los años previos a la guerra había escasez de capital privado en circulación, había riqueza y proyectos pero escaseaba el dinero que exigían las necesidades del desarrollo. El país se había acostumbrado a una presencia constante del capital mixto, público y privado, que –mediante políticas de estímulos– impulsaba los sectores emergentes de la economía. Los capitales británicos fueron los que menos reparos pusieron en las inversiones en los Estados Unidos. A diez años de la guerra la afluencia de capitales exteriores en el país era muy relevante allí donde se necesitaban: en la expansión algodonera, en los transportes y los servicios de las zonas urbanas e industriales. Por su parte, la actividad relacionada con el impulso al desarrollo local fue también clave en las décadas centrales. A mediados de siglo muchas ciudades y condados radicados a lo largo de las rutas del ferrocarril compraban las acciones de los ferrocarriles con la ayuda del Estado. Las comunidades de ciudadanos sin embargo no siempre fueron receptivas a los beneficios producidos por las inversiones públicas en el país. Veían, eso sí, los signos de la corrupción y los desfalcos, los vicios del sistema que, sobre todo en períodos de contracción económica, saltaban a la luz.
La guerra tiene lugar en una época de tránsito entre un modelo básicamente agrícola y ganadero a un modelo industrial. Durante la segunda mitad del XIX, el espacio territorial ocupado por lo que enseguida se denominó la moderna industria estadounidense se concentró en las regiones al norte de la línea Mason-Dixon. El nombre de esta linde se originaba en las figuras de Mason y Dixon, el astrónomo y el topógrafo que en el siglo XVIII habían delimitado una línea de 233 millas entre los estados de Pensilvania y Maryland. A comienzos de los años sesenta al sur de la línea la actividad era sobre todo agraria y exportadora, dependiente de un mercado externo incontrolable desde las áreas de producción.
La línea Mason-Dixon indica la separación de los estados del norte y del sur. Recibe el nombre del astrónomo y el topógrafo que en el siglo XVIII habían delimitado una línea de 233 millas entre los estados de Pensilvania y Maryland.
En el comienzo del siglo XIX el algodón era ya la exportación más valiosa de los Estados Unidos, y en la década de los años cuarenta su peso exportador superaba al del resto de las producciones juntas, pues los estados del sur proporcionaban a los mercados dos tercios de todo el algodón. Algo que, sin embargo, no se compensaba con la capacidad manufacturera, muy pobre, de los estados productores. Tampoco en los sectores financieros y de los transportes alcanzaba el sur del país los niveles esperables de una economía productora tan solvente. Así que la ventaja económica del negocio provenía de la utilización de mano de obra –esclava– abundante y barata, tanto en las plantaciones como en la manufactura. Se vendía todo el algodón producido a otras regiones del país y también a Gran Bretaña y Francia, y aunque las herramientas, la mano de obra esclava, no eran gratis ni mucho menos baratas, sí resultaban muy eficientes y a la larga rentables, especialmente cuando la nómina de esclavos se incrementaba y disminuía su valor relativo para la plantación. El modo de vida de granjeros y plantadores podía llegar a ser suntuoso. Con los beneficios de las exportaciones de algodón y tabaco compraban ropa y mobiliario de procedencia europea que luego exhibían en sus casas como rasgo de su prosperidad. Hacia 1860 lo que calificaremos ya como el sur comenzaba a ser visto desde fuera como una isla en medio de un vasto panorama.
Pero en el norte la república estadounidense funcionaba de manera diferente. Hacia 1860 la economía era esencialmente manufacturera y comercial, proporcionando estos estados nororientales al país casi un noventa por ciento de todas las exportaciones de manufacturas. En el noreste también se daba –y en gran abundancia– el algodón, además de lana o pieles, con la enorme diferencia de que para su producción se utilizaba la mitad de la mano de obra que en las regiones meridionales, ya que se mecanizaba la producción. Con mucha menos mano de obra, la productividad era sin embargo mayor. La mitad del maíz y cuatro quintas partes del trigo producido en el país se obtenían de los campos del norte. Allí había manufacturas y fábricas, de acero o de armas, que se exportaban con pingües beneficios. Las ciudades comenzaron a especializarse en la producción de maquinaria agrícola, herramientas industriales y en equipamientos necesarios para las industrias del resto del país. Las oleadas de inmigrantes procedentes de Europa esencialmente, aunque no sólo, iban formando el tejido obrero e industrial en las ciudades en crecimiento y en los pequeños núcleos de población en el oeste. A mediados del siglo XIX los estados norteños y centrales de la Unión contaban ya con una población que casi triplicaba a la de los estados del sur. De manera que hacia 1860 en el norte había cerca de diez millones de trabajadores, de los que unos tres millones y medio eran trabajadores agrícolas, directamente beneficiados del boom agrario. Más de cinco millones y medio trabajaban en las manufacturas, la minería, la industria mecánica, el transporte, los servicios..., eran artesanos o comerciantes.
El asunto de las tarifas aduaneras, cuyo importe era destinado al Gobierno federal, produjo enormes tensiones entre el norte y el sur. La elevación de las tarifas instada por el Gobierno federal en el período anterior a la guerra era apoyada por los congresistas que representaban a los estados del norte y contestada por los de los estados del sur que veían perjudicial para su economía el incremento de los aranceles pues la práctica totalidad de su consumo procedía de importaciones. Las tarifas abominables se incrementaban a favor de la economía septentrional porque encarecían las importaciones de las manufacturas europeas con las que había de competir la naciente industria norteamericana. Al plantear la secesión, los estados que huían de la Unión no trataban de imponer su visión al resto del país, sino de preservar para sí la que creían conveniente para ellos: un sistema de clases que en el resto del mundo estaba desapareciendo definitivamente, en el cual los esclavos, en tanto seres considerados no del todo humanos, se beneficiaban de la generosidad civilizadora de sus dueños.
La esclavitud fue –además de un tema de naturaleza económica que afectaba a los modos de organización de la propiedad y la producción– una cuestión de verdad moral. El Partido Republicano, que era proabolicionista y dominaba las circunscripciones del norte, ganó las elecciones de 1860 en tanto que ningún estado del sur apoyó a Lincoln, seguramente no tanto por la cuestión de la esclavitud en sí misma sino por el sentimiento hostil a que los republicanos –federalistas– fuesen a restringir las libertades particulares de los estados. En cuestión de los cinco años que duró primero la secesión y más tarde la guerra civil la evolución de las posturas a propósito de la esclavitud se transformó radicalmente, no quedando en 1865 grandes defensores de la institución. En la realidad del sur, la mayoría de los granjeros blancos trabajaban ellos mismos sus campos y carecían de esclavos. Los esclavos se compraban y vendían, pero también eran arrendados, alquilados o prestados a otros agricultores que no tenían dinero siquiera para adquirir una herramienta propia. La historia de la esclavitud en estas zonas es una historia también de fugas de esclavos casi siempre frustradas y duramente castigadas. Un terreno a menudo selvático rodeaba las propiedades en cientos de millas a la redonda, lo que impedía subsistir a los esclavos que habían logrado escapar de las plantaciones. De entre los propietarios de esclavos, se estima que la mayoría, cerca del noventa por ciento, no eran grandes plantadores sino estos agricultores con pocos recursos; si bien el diez por ciento de los propietarios eran terratenientes y poseían las grandes plantaciones que suelen dar imagen al sistema de propiedad del sur. Las manumisiones, o cesión de la libertad a un esclavo, no eran frecuentes. Un amo podía tomar afecto a algún esclavo y regalarle su libertad en la mayoría de edad, enseñándole un oficio o a leer y a escribir. En los años previos a la guerra hubo familias esclavistas que tomaron conciencia de la indignidad de la esclavitud y abrazaron el abolicionismo. En estos casos se dictaban testamentos en los que se liberaba a los esclavos de su propiedad.
Desde 1820, el debate de la esclavitud en los nuevos estados ocupó intensamente al Congreso, que llegó a admitir la esclavitud para Misuri y Arkansas, pero la prohibió al oeste y norte de Misuri: como figura en el Acta de Misuri de 1820. El debate sobre la extensión de la esclavitud se apaciguó finalmente gracias a un nuevo acuerdo entre los estados representados en las Cámaras en 1850. Se admitía a California como estado libre de esclavitud, pero se aprobaba que tanto Nuevo México como Utah decidieran por sí mismas a propósito de si deseaban tener o no esclavos. Kansas y Nebraska recibieron la misma autorización en 1854, no sin una ardua disputa civil en el estado de Kansas. El Acta Kansas-Nebraska establecía la posibilidad de la esclavitud al oeste de Misuri (36º, 30´) haciendo tambalearse el Acta de Misuri, declarada inconstitucional por el Tribunal Supremo en 1857. El Acta o Ley de Kansas-Nebraska fue parte decisiva en el origen del Partido Republicano, ansioso por recuperar la capacidad legislativa del Congreso. Además, en 1857 la Corte Suprema hizo público el fallo Dred Scott, que sostenía que los negros no tenían derechos como ciudadanos estadounidenses y que el Congreso carecía de autoridad para proscribir la esclavitud en los territorios del oeste.
Al comienzo de la guerra eran muchos los estadounidenses que pensaban ciertamente que existían dos sociedades en el país y que ambas correspondían a los estados del norte y los del sur, sociedades bastante desconectadas entre sí, con valores e ideologías si no incompatibles, al menos propiciatorias de lo que podría ser antes o después un conflicto entre ambas. Tras una convulsa década la crisis final de la Unión tendrá como referencia la elección de Lincoln en 1860. Puede afirmarse que toda la campaña presidencial durante los meses previos denotaba ya la atmósfera de crisis. Pero para el sur, la elección de Lincoln fue además la primera en la que se producía la victoria de un candidato del Partido Republicano, contrario a muchos de los aspectos que hacían posible la vida en el sur. Lincoln había perdido la contienda senatorial contra el senador Douglas, pero en 1860 él y Douglas volvieron a enfrentarse: esta vez como los candidatos presidenciales de los partidos republicano y demócrata respectivamente. Douglas sugería que Lincoln estaba interesado en promover una nación mixta, mediante los matrimonios interraciales y Lincoln aseguraba que la abolición no conllevaba la amalgama de las razas. La figura de Lincoln no era la de un político nuevo en 1860, pues tenía tras de sí una carrera política de dos décadas. Su moderación, frente al radicalismo de otros republicanos como William Seward o Salmon Chase, le hizo ganar los adeptos que necesitaba para ser designado candidato presidencial de los republicanos.
La de 1860 fue una de las elecciones a la presidencia más ásperas de la historia americana hasta aquella fecha. En la convención de los demócratas en abril en Charleston, Carolina del Sur, el asunto de la esclavitud enquistaba la posibilidad de acuerdo. El representante elegido para la candidatura y presidencia –sin el apoyo de cien delegados sudistas que abandonaron la convención– fue finalmente el senador Stephen Douglas. El Partido Republicano por su parte organizó su convención en Chicago estableciendo como fundamento de su campaña la limitación a expandir la esclavitud a otros territorios. Contendían para la nominación dos pesos pesados del partido: William Seward, de Nueva York, conocido abolicionista radical, y el juez Salmon Chase de Ohio. De modo que en principio Lincoln no figuraba entre los elegibles pues, aunque tenía apoyos suficientes, su moderación en los asuntos centrales de discordia con los demócratas no le hacían atractivo para muchos de los delegados. La carrera a la presidencia en 1860 fue ya la expresión de la regionalización de la política americana, quedando el territorio electoral dividido en dos zonas. Mientras Lincoln –que no iba en la candidatura del sur– y el demócrata Douglas disputaban por los estados del norte, John Bell, del volátil partido Unión Constitucional, y el demócrata Breckinridge contendían en los del sur. Fue la aguda división en el Partido Demócrata lo que les costó las elecciones favoreciendo la victoria de Lincoln, que el 6 de noviembre de 1860 ganó con un cuarenta por ciento del voto popular y, lo que es más importante aún, con los votos de los estados más grandes del norte y el oeste, prefigurando así lo que sería el núcleo de la Unión en la guerra.
Pero en 1860 el país como tal se había vuelto ingobernable. El candidato Douglas conminaba a los demócratas sureños a permanecer en la Unión, en tanto su partido amenazaba con la secesión si, como era factible, los republicanos resultaban victoriosos. La decisión de secesionarse ya se había tomado en once estados: Carolina del Sur, Misisipi, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana, Texas, Virginia, Arkansas, Tennessee y Carolina del Norte. Los acontecimientos que produjeron la secesión de facto entre 1860 y 1865 comenzaron el 20 de diciembre de 1860, cuando Carolina del Sur declaró su separación de los estados de la Unión, y se prolongaron hasta junio de 1865 con la disgregación de la Unión de los estados meridionales y septentrionales del sur. Primero abandonaron la Unión siete estados del sur meridional –Carolina del Sur, Misisipi, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana, Texas– y más tarde, tras los sucesos de Fort Sumter en la bahía de Charleston el 12 de abril de 1861, los fronterizos de Virginia, Arkansas, Tennessee y Carolina del Norte. El 1 de febrero de 1861, el Congreso de Montgomery, en el estado de Alabama, sancionaba el nacimiento de los Estados Confederados de América, designaba a Jefferson Davis como presidente y establecía la capital del nuevo Estado en Richmond, en el de Virginia. Virginia tuvo un papel decisivo en todos los aspectos de la secesión, especialmente en lo que corresponde a la consideración y autoestima como nación. En 1861 Virginia rezumaba eso que en la época se consideraba un nacionalismo al uso, en sintonía con los existentes en otras regiones del mundo y en especial con los europeos.
En junio de 1861, con la guerra ya en curso, la Unión se había quedado con veintiún estados, incluidos los fronterizos Maryland, Delaware, Kentucky y Misuri, que, aunque en el norte, también tenían soldados voluntarios en la Confederación. Cincuenta condados en Virginia occidental se mantuvieron fieles al Gobierno federal y, en 1863, esta zona se constituiría estado bajo la denominación de Virginia Occidental. La Unión quedaba privada de un tercio de la población y de los recursos correspondientes.
Mapa de la secesión en 1860-1861. El término «secesión» se utilizó por vez primera en 1776 cuando Carolina del Sur, colonia británica, amenazó con separarse ante la exigencia de impuestos a las colonias por parte del Congreso Continental.
El término «secesión» había sido utilizado por vez primera en los Estados Unidos en 1776 por la entonces colonia Carolina del Sur, que amenazó con separarse cuando el Congreso Continental exigió impuestos a las colonias sobre las bases del recuento de población total, incluyendo a los esclavos. En este caso, una minoría entendía que una medida referida a la totalidad de la región era hostil a su particularidad. En los primeros tiempos de la nación había partidarios del reconocimiento de este derecho a los estados y otros que pretendían establecer una prohibición explícita de la secesión en la Constitución ratificada por los primeros estados de la Unión. Finalmente se aceptó que el ejercicio del poder soberano quedara repartido entre el Gobierno nacional y los estados, y la Constitución y sus sucesivas enmiendas recogerían qué aspectos de la soberanía recaían en el Gobierno de la nación y cuáles en el de los estados. El apoyo de los oficiales de los ejércitos en los estados del sur a la decisión de los políticos tenía su razón de ser en los nacionalismos locales antes que en la defensa de la institución esclavista, ya que por regla general y salvo excepciones la mayoría de los oficiales y soldados confederados carecían de esclavos en propiedad. En los estados del sur se veía la secesión como una segunda oportunidad para refundar la nación, estimándose que el país en el que ahora vivían había surgido de acuerdo a los intereses y cultura política de los estados del noreste. Puesto que el sur había iniciado la partida, su estado de ánimo en la primavera de 1861 no podía estar más alto. Para la ciudadanía se trataba de defender el territorio, el modo de vida y la independencia para tomar decisiones. Además, la tradición militar, más fuerte en el sur que en otras regiones del país, daba confianza de éxito a los secesionistas. En todos los estados secesionistas la población respondió ampliamente a la llamada a la acción del presidente Jefferson Davis. Sin embargo, y aunque esclavistas, los estados de Delaware, Maryland, Kentucky y Misuri, situados entre el norte y el sur, se mantuvieron leales a la Unión.