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Cuidados intensivos

Sergi Arroyo

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

© Bubok Publishing S.L., 2012

1a edición

ISBN papel: 978-84-686-2714-4

ISBN ebook: 978-84-686-2734-2

Impreso en España / Printed in Spain

Impreso por Bubok

A Silvestre y Antonia,

mis padres,

quienes siempre me han dicho la verdad.

A Gemma,

mi hermana,

de quien con orgullo recibí el testigo de la escritura.

A Adrià,

por tener el futuro enredado en sus manos.

1

La noche antes de recibir la primera carta misteriosa, el doctor Héctor Azcárraga repasó los datos en el informe de la paciente M.P.T., de 59 años de edad. La mujer sufría alcoholismo y tenía antecedentes de problemas renales. El médico estaba de pie junto a ella, que yacía sedada y semiinconsciente. Había en el aire el acostumbrado silencio de la unidad de cuidados intensivos, sólo interrumpido por el constante y rítmico pitido de los dispensadores. En la última hora los niveles de creatinina en sangre se habían disparado. La tensión arterial se desplomaba paulatinamente confirmando el pronóstico, mientras que el hígado era el primero en interrumpir su función, anunciando el fallo multiorgánico. Héctor observó a la paciente, cuyo abdomen seguía hinchado a pesar de haberle extraído los líquidos liberados por el páncreas y la vesícula biliar. La necrosis era ya una realidad. Volvió los ojos al informe, y rubricó el diagnóstico de pancreatitis aguda grave, mientras escribía el símbolo críptico del hospital en un rincón de la hoja con el cual cada médico daba por desahuciados a los titulares del informe. M.P.T. moriría en un plazo de entre una y tres horas, pero él ya no estaría ahí: su turno estaba acabando. Se subió las gafas por el puente mientras miraba las facciones de la paciente, se dio la vuelta, y guardó el informe en el carro de carpetas colgantes con un movimiento lento y pulcramente silencioso. Así se despidió de M.P.T.

Luego se dirigió hacia la unidad de enfermería para sentarse a escribir sus notas. Eran las seis y media de la madrugada y había sido una guardia sin excesivo movimiento. La luz mortecina de la UCI, que siempre era la misma, en aquella hora se antojaba más familiar que nunca al teñirla de una pátina de paz. Un enfermero muy joven estaba sentado leyendo un libro, mientras una compañera suya escribía de espaldas a él. Era la jefa de enfermería.

– Silvia, yo ya me voy.

– ¿No esperas a Huertas?

– No, está todo en orden; pero por favor, dile que me llame cuando la del cuatro muera por si quiere que hable con la familia.

– De acuerdo, lo haré.

– Gracias. Hasta mañana.

Y se despidió de ella, que respondió amablemente con un golpe de cabeza. Héctor entonces salió por una puerta lateral hacia el vestuario y se quitó la bata. Luego la camisa, los pantalones, la ropa interior y sólo un segundo antes de entrar en la ducha, se quitó las gafas. Siempre era lo último que se sacaba. Cuando el agua comenzó a lavarle el cuerpo, se inició el ritual acostumbrado de higiene que había establecido tener siempre antes de abandonar la UCI. Era importante salir del hospital con la sensación de no llevarse nada, y mucho menos bacterias. Lo que le gustaba de aquellos vestuarios es que tenían otra puerta que daba directamente a la sala de descanso y de ahí, a los pasillos que llevaban a la calle, lo que permitía no tener que volver a pasar por las dependencias oscuras y verdes de la UCI donde todo vivía únicamente para facilitar el trabajo a la muerte. El agua corrió por su cuerpo y Héctor utilizó el mismo jabón neutro para lavarse tanto el pelo como la piel. Se frotó con meticulosidad con una esponja y se aseguró de que todos sus cabellos, cortos y rubios, quedaran limpios. Luego salió, se secó con una toalla grande que, como casi todas, no le cubría apenas nada por sus casi dos metros de estatura, y se vistió de nuevo con la ropa limpia que traía preparada en su bolsa de deporte. La sucia la dobló y la colocó dentro de otra de plástico. Se calzó sus zapatillas deportivas y salió del vestuario a la sala de descanso. No vio a nadie y, aliviado por no tener que hablar y poder salir cuanto antes, cruzó el pasillo que llevaba a la puerta de salida.

La mañana se despertaba radiante en Madrid ese día de febrero. Aún no había apenas tráfico y el cielo oscuro se convertía tímidamente en la claridad azulada característica de la meseta a aquellas alturas del invierno, prometiendo diariamente un día glorioso que no siempre alcanzaba a ser. Héctor se subió las solapas de la chaqueta de piel y frunció el ceño a causa del frío espantoso que notó en las mejillas, y aceleró el paso hacia el aparcamiento donde estaba su coche. Llegó, lo abrió, y se metió dentro. Antes de arrancar depositó la bolsa en el asiento trasero, y dejó su cartera llena de papeles pulcramente ordenados en el lugar del copiloto. El coche estaba helado y una fina capa de escarcha cubría el parabrisas. Como no había reparado en ella antes de entrar, tuvo que volver a salir del coche armado con una pequeña espátula de plástico y rascó sobre el cristal para tener una visibilidad óptima para conducir.

Como si le persiguieran, temiendo que el atasco de la hora punta le sorprendiera también a él, que conseguía escabullirse todos los días gracias a su trabajo nocturno, corrió a bastante velocidad por la M-30 en dirección a su casa. Tenía que girar un cuarto de Madrid en sentido inverso a las agujas del reloj y lo hizo en tan solo siete minutos, tal era su terror a verse atascado en la carretera. Dejó la M-30 por la salida de Moncloa y al alcanzar el arco, giró por el Paseo de Moret para luego tomar Pintor Rosales y, de ahí, remontar Marqués de Urquijo donde, contento por haberse escapado del jaleo, metió el coche en el aparcamiento subterráneo de su edificio y dijo adiós a los apuros de Madrid. Cogió su cartera de mano, la bolsa de deporte, cerró el coche a cal y canto y se introdujo en el ascensor que le llevaría directo a su ático.

Entonces sí sucumbió a la paz. Dejó fuera cualquier atisbo de tristeza, cualquier recuerdo de M.P.T. o de otras siglas y se apoyó contra la puerta para observar los primeros rayos de sol que pintaban su pared. Las persianas laminadas rayaban el color albaricoque incendiando el ambiente y regalándole a Héctor parte de la belleza que había pretendido adquirir cuando compró aquel ático. De algún modo incomprensible, su casa transformaba los amaneceres en ocasos y también ocurría al revés. Sonrió, porque eran pocos los días que no se sentía orgulloso de aquella compra, aunque fuera de noche y el piso ofreciera el silencio encapsulado que había en el barrio, o a primera hora de la mañana con la seguridad de que todo iba bien ahí fuera, cuando Héctor llegaba a su casa tenía siempre la sensación de que su vida estaba en orden. Que aquel orden era él mismo, que vivía las tardes como si fueran mañanas y las noches a veces con la plena actividad del día.

Fue a su dormitorio, tan blanco que parecía imposible en un piso de soltero y comprobó que la señora que le ayudaba a limpiar hubiera planchado lo que le había dejado el día anterior por la tarde. Satisfecho, bajó un poco más la persiana hasta que no hubo ninguna rendija por la que se pudiera colar la luz. Como mucho a mediodía se despertaría para poder aprovechar la tarde.

Los sueños de Héctor solían ser tranquilos pero esa mañana tuvo una pesadilla recurrente en la que M.P.T. se empeñaba en seguir viva a pesar de que todos a su alrededor la alentaban a que muriera de una vez. Ya muerta, resucitaba débilmente una y otra vez y todos volvían a su lado a recomendarle que dejara de intentarlo. Y la mujer volvía a morir y volvía a revivir pertinazmente hasta que Héctor se despertó, agitado, a eso de la una del mediodía. Permaneció un rato sentado en la cama frotándose los ojos y tratando de ahuyentar la imagen de M.P.T. aferrándose a un inútil hilo de vida, pero no lo logró tampoco mientras se duchaba y se iba a la cocina a preparar su almuerzo. El timbre del teléfono le espabiló justo cuando se sentaba a comer.

– Dígame.

– Hola Azcárraga, soy Huertas.

– ¿Cómo está, doctor?

– Yo bien. ¿Y tú?

– Muy bien. Estoy despertándome.

– Ya. Oye, la pancreatitis ha muerto.

– Ajá, bien. Bueno, deme media hora y estoy allí.

– ¿Para qué quieres venir?

– Quería hablar con la familia.

– Descuida, no hace falta. Lo haré yo.

– Han hablado sólo conmigo estos días.

– No pasa nada, yo me encargo.

– ¿Está usted seguro? No me importa ir.

– Por supuesto que estoy seguro. –replicó su jefe, ligeramente molesto. - ¿A qué hora entras esta noche?

– A las diez, como siempre.

– Bueno, pues disfruta de lo que te queda de día, que la cosa pinta mal y es mejor que estés fresco.

– ¿Qué ha pasado?

– Un tráfico, esta mañana en la M-30. Tenemos dos entradas críticas.

– Bien. Si necesita ayuda, llámeme.

– Gracias, no hará falta. Hasta luego.

– Hasta luego.

Cuando colgó, Héctor fue directamente a la cocina y se preparó una ensalada acompañada de dos filetes de merluza que cocinó en papillote. Mentalmente fue trazando un nuevo plan, puesto que había asignado su tiempo de la tarde en ir al hospital para apoyar a la familia de M.P.T. y aquella orgullosa entrada en escena del inefable doctor Miguel Huertas, jefe del servicio, le obligaba a cambiar de idea. Cuando comenzaba a pensar que quizás se acercaría a la piscina a nadar, sonó el timbre de la puerta, sorprendiéndole. Nadie solía llamar a su casa, así que se dirigió a la entrada y a través de la mirilla pudo ver que se trataba de una empleada de correos. La mujer le entregó una carta certificada sin remitente específico que procedía de Bilbao, una ciudad en la que no conocía a nadie. Era un sobre manuscrito, de apariencia neutra y con caligrafía apresurada aunque muy firme, en la que celosamente habían escrito su nombre completo y su dirección. Se despidió de la empleada y dejó el sobre en la repisa del correo que había instalado para las cartas y las llaves justo al lado de la puerta de entrada. Regresó a la cocina, comprobó que había encendido el horno para la merluza, y salió de nuevo para coger la carta y sentarse en el sofá para rasgarla con pulcritud y leer su contenido.

La carta, redactada por la misma persona que había escrito el sobre, ocupaba folio y medio y la escribía una tal Soledad. Leyó lo siguiente:

“Querido Héctor,

Ante todo quisiera dejar claro que no me conoces. Probablemente eso te va a liberar de hacer muchas conjeturas y perder el tiempo tratando de pensar en quién puedo ser. Sólo te puedo decir que me llamo Soledad y que no nos hemos visto nunca. Sin embargo, ha llegado el momento que nos conozcamos porque tenemos muchas cosas en común. Pero antes de que salgan a la luz, quería hacerte un regalo. Un regalo sin ninguna intención oculta y que tendrá la forma de un juego.

Comenzaré diciendo que, si aceptas, éste no será el único mensaje que recibirás de mi parte. Todo tiene una explicación, pero también un momento para darla. Lo que me mueve a proponerte este juego es, por ahora, secreto. Desde luego sé que no es el modo de convencer de nada a nadie, pero confío en tu intuición para que no te tomes esto como una broma.

¿Y en qué consiste este juego? He organizado para ti un viaje que va más allá de cualquier ruta turística. Un viaje que te llevará a varios lugares en los que te entrevistarás con personas que te irán contando una historia. Si todo va como tiene que ir, hoy es día 17 de Febrero y mañana es mi cumpleaños. Me harías un bonito regalo si aceptaras el mío y para ello, puedes enviar hoy mismo tu respuesta a la siguiente dirección de correo electrónic: soledadcolorida@mensajes.es. Tendrás que pedir un mes entero de vacaciones y me gustaría que fuera lo antes posible. Por ello necesito que me digas desde qué día estás libre para poder organizarlo todo.

Héctor, sé que todo esto te sonará estrafalario e incluso bastante sospechoso. Reconozco que en lo primero tendrás razón, pero puedes estar totalmente tranquilo respecto a lo segundo. No hay ninguna intención perversa en este regalo que quiero hacerte; sólo mi interés en conocernos, aunque sea con estas condiciones previas que considero necesarias y que tú irás comprendiendo con toda seguridad a medida que transcurra tu viaje.

Espero ansiosamente tu respuesta.

Un abrazo.”

Héctor releyó el mensaje una vez más, con incredulidad. Reflexionó acerca de lo dispuestas que están algunas personas en perder su tiempo y, por supuesto, hacérselo perder a los demás. Buscó alguna pista más acerca del remitente, pero en el matasello del sobre sólo aparecía la central de correos de Bilbao sin ofrecer ningún otro detalle. La caligrafía de Soledad era la de una persona dinámica y probablemente optimista, puesto que varios de los renglones tenían tendencia a apuntar hacia arriba. Buscaba indicios que le informaran de las intenciones oscuras de aquella presunta mujer, pero por más que lo hacía, no los hallaba. No parecía que la carta hubiera sido escrita con planificación, si no que más bien emitía la extraña sensación de brotar de lo espontáneo, algo exaltada, ligeramente desesperada. Héctor también pensó en quiénes de sus conocidos podían haberse desplazado a Bilbao para lanzar aquella carta al correo, puesto que no le cabía ninguna duda de que no conocía a nadie en aquella ciudad. Tenía familia materna en Santander que bien podría haber ido a Bilbao para cualquier trámite y aprovechar el viaje para mandar la carta, pero ninguna de las personas serias y formales de aquella familia linajuda parecían estar tan enajenados como para iniciar un juego como aquél.

Tomó la carta, la metió de nuevo dentro del sobre y la guardó en una carpeta donde tenía aún diversos documentos pendientes de archivo, con el convencimiento que encontraría el lugar donde guardar aquella extravagancia. Regresó a la cocina, apagó el horno, puso la mesa de la cocina con todo el detalle al que estaba acostumbrado, a pesar de que la mayoría de días almorzaba solo, y comió con tranquilidad, mientras leía el periódico que cada mañana le entregaban a domicilio. Sin embargo, la carta regresó a su mente en forma de recuerdo inquietante cada treinta segundos. Acabó doblando el periódico, con resignación, a sabiendas que le sería imposible concentrarse en la lectura, teniendo como tenía una buena porción de su cerebro trabajando en el misterio de la misiva. Evidentemente, no se trataba de ninguna publicidad absurda porque la escritura manuscrita y desde luego no profesional delataba algo mucho más profundo que el interés comercial. El remitente era alguien físico, humano, con un interés claro en provocar en Héctor una reacción. En cualquier otra circunstancia, el médico intensivista que era, recto, pautado, alejado de cualquier estridencia, habría roto la carta en dos pedazos y la habría tirado al cubo del papel sin ningún resquemor, pero probablemente la parte más en contacto con el ser humano que su profesión también le exigía le alertaba acerca de lo importante que era para aquella tal Soledad haberle hecho llegar el mensaje. Por ese motivo dedujo que la carta merecía una respuesta por su parte, a modo de reconocimiento. Se sentó ante el ordenador, accedió a su correo electrónico y redactó unas cuantas líneas:

“Estimada Soledad:

Quiero agradecerle el interés demostrado en su carta, pero lamentablemente no puedo aceptar su regalo por motivos obvios. En cualquier caso, le deseo un feliz cumpleaños. Atentamente, Héctor Azcárraga.”

El mero hecho de hacer clic sobre el botón “enviar” ya era algo muy insólito en Héctor, cuya naturaleza imperturbable quedaba bastante al margen de las necesidades de los desconocidos. Sin embargo, la molestia que aquella persona se había tomado, aunque fuera con intenciones retorcidas, justificaba su respuesta, sin importar en cualquier caso que fuera tan neutra como la suya.

Satisfecho por haber saldado aquel asunto de un modo rápido, Héctor se sentó ante el televisor para ver las noticias. En cuanto acabaron, preparó su bolsa de deporte y salió hacia el gimnasio que tenía muy cerca, donde había una piscina en la que solía nadar unas tres veces por semana. A aquellas primeras horas de la tarde, cuando la mayoría de usuarios estaban aún en sus trabajos, Héctor encontraba la paz necesaria para nadar sin ser molestado. Con los oídos prudentemente protegidos por tapones de cera y el gorro preceptivo, Héctor solía nadar entre una hora y media y dos horas, justo hasta el momento en que comenzaban a llegar los primeros afortunados que salían a las cinco de sus oficinas. Los días en los que su horario coincidía con el de los demás, se limitaba a realizar algún ejercicio de musculación en las máquinas menos solicitadas, mientras que cuando no iba al gimnasio salía a correr por el parque del Oeste, para así tener toda la semana un hueco dedicado a la actividad física. Era incapaz de comprender cómo algunas personas podían pasar meses enteros, incluso años, sin practicar deporte puesto que, para él, ese era el único camino fiable para el desentumecimiento del cuerpo y de la mente. Cualquier dolor de cabeza se diluía con las endorfinas, cualquier problema quedaba sedado y, por lo tanto, abarcable en cuanto daba por finalizada su actividad y regresaba a casa, relajado y seguro, con el cuerpo funcionando con regularidad.

Por la tarde entró en casa con la intención de registrarse en la página web del congreso de medicina intensiva que iba a tener lugar en Philadelphia el mes siguiente, y al que había sido invitado por unos laboratorios que eran los principales mentores de su presencia internacional. Hacía días que Laura, su visitadora habitual, le recordaba la importancia de registrarse a tiempo para que la agencia pudiera mover todo lo relacionado con su viaje, y por fin tenía un hueco para realizar el trámite y así olvidarse de ello. No le apetecía demasiado ir a Philadelphia, pero había declinado las dos invitaciones anteriores del laboratorio y sabía que de algún modo estaba obligado a aceptar aquella, puesto que en caso contrario se arriesgaba a que buscaran a otro intensivista con menos remilgos. No era, ni de lejos, un médico muy requerido por las farmacéuticas, puesto que aún era bastante joven y de una unidad no específica; tan genérica como los cuidados intensivos. Pero era cierto que aquella empresa se había portado bien con él, siempre sin presionarle en ningún sentido.

En cuanto encendió el ordenador, el sistema le avisó que tenía varios mensajes nuevos y se olvidó momentáneamente del congreso. La mayoría de correos electrónicos eran actualizaciones de boletines médicos a los que estaba suscrito, y había también un par de reenvíos de algún amigo lejano cuyo único contacto se reducía a hacerle llegar mensajes absurdos como aquellos que nunca reenviaba ni tampoco se molestaba en agradecer. El último de todos los mensajes procedía de Soledad Colorida, y fue el primero que abrió, cuando cayó en la cuenta que, hasta aquel instante que leyó su nombre, se había olvidado por completo de aquel asunto. La sorpresa le provocó una ligera sensación en el estómago.

“Querido Héctor:

Me he entristecido al recibir tu mensaje. Sin embargo, comprendo perfectamente que el método que he elegido para darme a conocer no es el más apropiado para un hombre como tú, con una profesión tan seria que le exige tanta concentración. Por ello te pido disculpas y te emplazo a que hables con el doctor Miguel Huertas de mí y de estos mensajes. Seguro que él podrá encontrar las palabras necesarias para que no sientas ningún temor.

Un abrazo. Soledad.”

Leer el nombre de Huertas en aquel mensaje supuso una especie de latigazo para Héctor, que jamás habría previsto que su supervisor pudiera estar de algún modo involucrado en aquella extravagancia. El acoso no parecía tener aspecto de remitir, si no que más bien cobraba un nuevo impulso con la aparición en escena del híspido supervisor, cuya relación con él no era en absoluto tan estrecha como para justificar un juego tan pueril como aquel. Miró la hora; aún quedaban algo más de tres horas para entrar en servicio, pero decidió de repente que iría antes al hospital, porque a esas alturas se confesó a sí mismo que la curiosidad le embargaba con todo el asunto.

Esa misma precipitación fue la que le hizo cometer un error de manual: sin reparar en ello y cuando ya no tenía salida, se dio cuenta que había entrado en la M-30 justo en el momento más caótico de la tarde, dejándole atrapado casi cuarenta minutos entre otros coches que luchaban encarnizadamente para llegar a casa antes que los demás. Maldijo débilmente la situación, y se castigó con dureza por haber corrido tanto, cuando estaba claro una vez más que las prisas no eran buenas consejeras. Estuvo muy tentado de salir de la autopista en la primera ocasión y volver a casa, para recuperar algo del sentido común y no molestar a Huertas con toda aquella patraña, pero de nuevo reconoció que, a pesar de que el cálculo del tiempo había sido catastrófico, la curiosidad no seguía solamente intacta, si no que había ido aumentando paulatinamente desde el instante en el que apagó el ordenador. Poner primera, frenar, punto muerto, primera de nuevo durante tanto rato inservible le exasperó, pero se calmó activando sus ejercicios de respiración a los que acudía cuando el entorno se ponía hostil. No le ocurría a menudo, ya que con el tiempo había cultivado la virtud de la paciencia y la concentración, pero aún había situaciones imprevistas, como aquella, que no solamente eran molestas en sí mismas si no que eran dañinas porque le ponían delante las debilidades contra las que siempre había luchado, como la imprudencia y el arrebato. Cuando llegó al aparcamiento del hospital y paró el motor, permaneció unos segundos aún sentado pensando en el mejor modo de abordar al doctor Huertas. No tenía ningún sentido entrar en la UCI y pedirle que parara lo que estuviera haciendo para contarle la historia, con lo que, al final, entró en el hospital, se fue directamente a la cafetería sin cambiarse e hizo la cola para pedir una sopa caliente que se convertiría en su única cena. Cuando la terminó, llamó a través de su móvil a la unidad de enfermería de la UCI para preguntar si Huertas andaba aún por ahí y si estaba muy ocupado.

– No, en absoluto. Está en la sala de descanso.

– ¿Puedes decirle que estoy en la cafetería, por favor? Dile que si tiene un minuto que venga; me gustaría hablar con él.

– Por supuesto.

– Gracias.

Espero sólo seis o siete minutos hasta que vio aparecer a Huertas por la puerta de la cafetería, buscándole a él con sus ojos miopes. Era un hombre de unos cincuenta años, básicamente calvo pero con restos de pelo ralo y de color grisáceo, prematuramente envejecido por una profesión que le había atrapado en el centro de una vida sin sustancia, con barriga descuidada y gafas de pasta negra, al estilo de los médicos que probablemente él había admirado en la infancia. Cuando le vio, dio un soberbio golpe de cabeza y se dirigió hacia él, con las manos entrelazadas a la espalda y los andares pesados.

– Qué tal, Azcárraga. – dijo, dejándose caer con cansancio en la silla que había frente a la suya.

– Bien, gracias. ¿Qué tal el día?

– Nada importante. Creí que te iba a dejar una noche apretadita pero me equivoqué; no han durado nada los del tráfico. Ya están en la morgue, incluso.

– Vaya.

– Me ha dicho Estela que querías verme.

– Pues sí, verá…

Y en cuanto se dispuso a hablar del asunto de la carta de una tal Soledad, cuya dirección de correo electrónico delataba parte de su infantilismo con aquella referencia a los colores, en la que le hablaba de un loco viaje a modo de regalo porque quería acercarse a él, cayó en la cuenta de lo ridículo que iba a parecer y hubiese preferido entonces fingir que había sido un error. Sin embargo, sabía que ya no estaba tiempo de contarle ninguna milonga a Huertas, porque le había obligado a reunirse con él fuera de la UCI y aquello suponía, casi por definición, un cierto grado de importancia o al menos de privacidad que ahora convenía respetar.

– Le parecerá un disparate, pero lo cierto es que he recibido un correo electrónico en el que me dicen que hable con usted acerca de un tema.

– Ah, sí. – respondió Huertas, imperturbable. – De Soledad.

– Sí, así es.

– Dime qué quieres saber.

Héctor parpadeó un par o tres de veces, asombrado por la naturalidad de Huertas, que no demostraba emoción alguna ante la evocación de la historia.

– Bueno, en realidad quisiera saber de qué trata toda esta historia.

– Me temo que no podré ayudarte mucho.

– ¿Qué quiere decir?

– No conozco los detalles. Sólo sé, y eso te lo aseguro, que no se trata de ninguna broma y que puedes fiarte al cien por cien de lo que te dice el mensaje.

Héctor se apoyó contra el respaldo de su silla y enarcó ligeramente las cejas. Había algo profundamente incoherente en la actitud de su jefe. No sabía qué decirle. El otro, perspicaz ante su reacción, continuó su parlamento.

– Soledad se puso en contacto conmigo para solicitarme mano blanda para concederte las vacaciones que vas a necesitar. Me contó muy ligeramente en qué consistía su idea, básicamente porque a mí no me atañe y porque tampoco quise saber mucho, e igualmente me pidió que yo me convirtiera en el aval que tú probablemente ibas a requerir para aceptar su propuesta. Le dije que contara conmigo en caso de que así fuera. Y así ha sido.

Héctor continuaba perplejo por las palabras que estaba escuchando, totalmente alejadas de las esperadas cuando imaginó que Miguel Huertas se horrorizaría ante el maquiavélico mensaje recibido, recomendándole encarecidamente que no aceptara semejante disparate. Sin embargo, ahí estaba delante de él hablándole con una descarada normalidad de algo que, a todas luces, era lo más extraño que le había ocurrido en la vida.

– Pero, ¿quién es esa mujer? ¿Quién es Soledad?

Huertas entrecerró los ojos.

– No tengo ni la menor idea de eso, amigo. Si tú no lo sabes, yo menos.

– La carta fue enviada desde Bilbao.

– Ajá.

– ¿Vino a usted en persona?

– Sí.

– ¿En serio?

– Claro.

– ¿Y cuándo fue eso? ¿Por qué no me lo advirtió usted?

– No puedo darte detalles, Azcárraga, lo siento. Mi función es solamente la de tranquilizarte al respecto. Y la de autorizarte las vacaciones, claro, cosa que si quieres ya te avanzo que te concedo sin problema.

– Esto es inaudito, doctor. ¿En serio me está usted dando vía libre para obedecer a semejante carta?

– Ni eso ni todo lo contrario. Lo que te digo es que no hay razón para albergar dudas al respeto. Pero no seré yo quien te diga que tienes que marcharte de viaje. Eso te corresponderá elegirlo a ti.

– Estoy asombrado.

Huertas se encogió de hombros y esbozó, por primera vez, un conato de sonrisa.

– Tú eres un poco como yo. –afirmó. – Y entiendo que en tu situación estaría tan atónito que probablemente la carta habría acabado en la basura sin ni una respuesta por mi parte. Pero, si me has llamado a mí, es porque le has mandado tú mismo un mensaje. Esa fue la consigna: sólo te daría mi nombre cuando ya te hubieras negado una vez.

– Esta conspiración es inquietante. Se lo digo de verdad. – murmuró Héctor, aún incrédulo ante lo que estaba escuchando.

– Tengo que volver a la UCI ahora, lo siento. Pero insisto en que todo está en orden y que no tienes nada que temer. Estudia tu agenda y dime cuándo quieres que te dé las vacaciones. Ya hablaremos.

Y mientras hablaba, se levantaba de su asiento y se iba marchando con la misma actitud, la misma expresión con la que había llegado, dejando a Héctor sumido en el estupor. Aún permaneció ahí sentado un buen rato, pensando a toda velocidad en las palabras del supervisor, porque significaran lo que significaran, en todo caso encerraban un mensaje de tranquilidad que, viniendo de un hombre como él, más pétreo incluso que él mismo, sólo podían ser garantes de tranquilidad. Subió a la primera planta, dejó sus cosas en el vestuario, y extrajo su ordenador portátil para conectarse a la red desde la sala de descanso, donde en aquellos instantes dos enfermeras hablaban de lo lejos que quedaba aún la semana santa. Héctor encendió el aparato, conectó su módem portátil y entró de nuevo en su correo electrónico para responder al último mensaje de Soledad Colorida.

“Estimada Soledad:

Puesto que parece que esta historia está avalada por el doctor Huertas de un modo inexplicable, tengo que admitir mi sorpresa y reitero mi agradecimiento por su ofrecimiento. Aun así, sigo sin saber quién es usted y cuál es el objeto de este regalo que quiere hacerme. Por ello, la invito a que nos reunamos donde usted me indique en el plazo que estime oportuno para poder conocernos cara a cara y así poder tener más argumentos para aceptar su oferta. Sin embargo, me veo en la obligación de solicitarle amablemente que mantenga apartado de esta historia al doctor Huertas, ya que además de ser un profesional altamente respetado en este hospital y cuyo historial profesional es intachable, se trata de una persona de mi entorno que no tiene por qué verse importunada por temas ajenos a él. Espero que lo comprenda. Atentamente, Héctor Azcárraga.”

* * *